Hija de Donetsk - Tamara Duda - E-Book

Hija de Donetsk E-Book

Tamara Duda

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Beschreibung

La novela se desarrolla entre la primavera y el verano de 2014 en Donetsk. Situado en el este de Ucrania, el Donbás es el epicentro de los acontecimientos. En esta región fronteriza con Rusia numerosos manifestantes tomaron sedes gubernamentales proclamando de facto la independencia, lo que causó fuertes enfrentamientos armados entre nacionalistas, europeístas, prorrusos y separatistas. Es aquí donde Elfa, la heroína sin nombre de la novela, pierde a su familia, su hogar y su trabajo y donde su realidad se desmorona. Es aquí donde reúne los fragmentos de su antigua vida, descubre un nuevo significado para ella y encuentra nuevos aliados. Paso a paso, el lector observa el proceso de transformación de Elfa, su metamorfosis de presa a cazadora. Los sucesos e historias que aparecen en Hija de Donetsk no son ficticios. Proceden de las vivencias de la autora y de las personas a las que conoció mientras trabajaba de voluntaria colaborando con el Ejército ucraniano.

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Hija de Donetsk

Tamara Duda

traducción de Jacinto Pariente

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita

de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcialo total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamientoinformático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Título original: ДОЦЯ

Edición original: Bilka Publishing, Kyiv, 2019

Primera edición ebook: julio 2023

Ilustración de cubierta: Inner Vision Two © Andrew Ostrovsky, 2016

Fotografías del interior: © Dmytro Muravskii 2014-2021

Copyright © Tamara Duda, 2021

Copyright de la traducción © Jacinto Pariente, 2022

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S. L. 2023

Armaenia Editorial, s. l.

www.armaeniaeditorial.com

isbn: 978-84-18994-39-5

PRÓLOGO

Esto es un libro de amor. No contiene una sola palabra que comience por estas letras, pero es un libro de amor. Es sobre la magia, no la magia barata que vemos en la pantalla del televisor, sino la magia de verdad, la que mana de la tribu y de las raíces, la que te arroja de cabeza al Océano Primordial y te hace emerger con un pez entre los dientes. También es sobre el valor. Sobre el valor absoluto de reivindicar lo que es tuyo por derecho, de reconocerlo, de plantarte y no renunciar jamás al hogar, a la patria, al corazón, al derecho a caminar con la frente bien alta.

La presente novela transcurre durante la primavera y el verano de 2014 en Donetsk. Esta ciudad, epicentro de la región a la que pertenece, el Donbás ucraniano, es bien conocida desde febrero de 2022, cuando Rusia invadió militarmente el país y ocupó (y hasta hoy sigue ocupando) partes de él. Pero en 2014 pocos en Europa occidental eran siquiera vagamente conscientes de dónde estaba, quién vivía ahí, qué idioma hablaban, qué historia tenían y qué estaba pasando.

En marzo de ese año, a raíz del movimiento popular del Euromaidán, grandes zonas del Donbás se vieron involucradas en protestas prorrusas. Este malestar se convirtió después en una guerra más o menos abierta entre los separatistas prorrusos afiliados a las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y de Lugansk y el gobierno de Ucrania.

Los medios de comunicación occidentales apenas informaban de un conflicto que ni entendían ni les interesaba, difuso y lejano. Llegaban informaciones a cuentagotas sobre manifestaciones, altercados, combates o bombardeos esporádicos, seguidas de largos silencios. Las pocas voces que salían de la región relataban el ambiente irrespirable y kafkiano que reinaba allí, pero casi nadie de fuera de Ucrania, o incluso de dentro, era plenamente consciente de lo que se estaba dirimiendo y qué alcance podría tener.

Tras unos primeros meses más agitados, el conflicto fue aparentemente perdiendo intensidad y, con ella, la atención de la comunidad internacional. Los mismos ucranianos se acostumbraron a vivir en este estado excepcional. La vida seguía en el Donbás aunque nadie supiera realmente quién estaba al cargo.Los restaurantes se llenaban y los jóvenes salían de fiesta mientras en el barrio de al lado se bombardeaban casas, se establecían controles militarizados y se torturaba a sospechosos del bando contrario. Hasta que a finales de 2021 los tambores de guerra volvieron a sonar bien altos, esta vez amenazando a toda Ucrania.

Y, sin embargo, fue en el Donbás donde primero se plantearon las preguntas más importantes para el país y donde se ocultan las respuestas necesarias. Allí comenzó todo y allí deberá terminar todo. Allí es donde la protagonista anónima de nuestra novela pierde a su familia, su trabajo y sus ilusiones, allí es donde reúne los pedazos de su vida, le da un nuevo sentido y encuentra nuevos aliados. Paso a paso, el lector contempla el proceso de transformación, la metamorfosis de la recolectora en cazadora. Este libro cambió para siempre a quien lo ha escrito y de igual manera pensamos que cambiará a quien lo lea.

La autora considera que su novela HijadeDonetsk forma parte del esfuerzo bélico de Ucrania. En sus palabras: «La protagonista encarna tanto lo que yo misma he vivido como las experiencias de muchos combatientes, voluntarios y desplazados que el destino ha unido. Ella se ha convertido en un baluarte para mucha gente. “¡Viviremos!”, grita la protagonista. “¡Y tanto que sí!”, respondo yo».

Notaallector

Los sucesos e historias que aparecen en HijadeDonetsk no son ficticios. Cada personaje de la novela está basado en alguien con quien la autora ha tenido trato personal, desde el enigmático Komar a Elfa, la «hija» adoptiva de Donetsk. El único personaje sin un correlato real es la abuela de Elfa, la valiente Baba Olya, que es un homenaje al arquetipo de la abuela protectora ucraniana.

Al final del libro se incluye el testimonio personal de Elfa y de unos cuantos conocidos de la autora. El estilo es distinto del de la novela, pues son narraciones directas de personas que recuerdan sus experiencias y nos permiten asomarnos a la vida de aquellos que siguen viviendo en el único campo de batalla de Europa.

HijadeDonetsk es un testimonio de la invasión rusa de Ucrania y un panegírico de aquellos que la guerra se ha llevado. Se recomienda no olvidarlo a medida que uno se adentra en la lectura.

INTRO

Se abrió un agujero en la nevera. Sus afilados rebordes se curvaron y el haz de la llama envolvió los fragmentos adheridos en la pared. Los cristales rotos crujían bajo los pies, el agua se filtraba por el techo y en lugar de alacenas había un montón de accesorios de cocina y trozos de cemento.

Al parecer ya no tenía ni dónde vivir. ¡Muy perspicaz, Sherlock! Y visto que las reservas de comida habían volado con la nevera, tampoco qué comer.

Este episodio es, a todos los efectos, el punto de partida de esta historia, como podría serlo cualquier otro de la serie de sucesos que lo precedieron y que han quedado imbricados en una cadena de causalidad perfecta de la que no puede borrarse ni ignorarse un solo eslabón. En cuanto a mí, como en cuanto a todos nosotros, no es el principio lo que importa, sino el final. Y el final es que sigo con vida.

La verdad es que lo habría enterrado todo en mi interior de no ser porque creo que quizá en algún rincón de Amberes (preciosa palabra, me encanta como se desliza por la lengua) o de Madrid, o incluso digamos de Kiev o Vínnitsya, vive una mujer de treinta años como yo. Quizá tampoco tenga familia o hijos. Como yo, trabaja hasta tarde en sus vidrieras; quizá pinta, quizá hace pan o prepara un examen para sus estudiantes. Quizá no hace nada de nada y vive de regalías, otra palabra que me encanta. Hoy se ha descargado de internet una receta de tarta de chocolate y está trabajando la masa, añadiéndole coco y mantequilla, sin sospechar que su pequeño mundo cálido y bien cimentado ya se ha hecho añicos.

Es como la radiación. No la ves; no la hueles, no notas su sabor en la boca. Flota transparente por el aire y más te vale tomar yodo o salir corriendo antes de que sea demasiado tarde.

Me gustaría preguntarle a mi desconocida amiga de Amberes: «¿Tienes donde huir? Echa un vistazo y después recuerda dónde guardas el dinero y la documentación. Comprueba que llevas en el equipaje tantos objetos de valor como puedas transportar. Procura que entre ellos haya dos latas de comida, un botiquín con unas dosis de morfina, una linterna con pilas de repuesto, un buen cuchillo y una muda de ropa interior. Escribe la dirección de cualquier persona que pueda alojarte y dibuja un mapa de las carreteras que vayas a tomar y los lugares a los que te dirijas.

»Si de pronto, por cualquier motivo, pero sobre todo por tu propia ingenuidad (porque no quieres abandonar tu taller, por ejemplo, o te da pena el perro o el vecino, existen mil razones) decides quedarte, ten claro que vas a tener que cambiar. La persona que conoces como tú tendrá que morir para sobrevivir. ¡Mira! Tu hogar se ha quemado. ¡Mira! Tu coche ha ardido, igual que tu colección de campanitas de porcelana y tu biblioteca. Y eso no es todo, ¿sabes? Quizá lo que ha desaparecido sea un trozo de tu cuerpo. Piensa cómo será vivir sin brazos, sin piernas, con una oreja menos. Acepta que habrás de enfrentarte a la violación o a cualquier otra clase de abuso y despréndete de ti misma.

»Prepárate y mantente alerta. Te alimentarías de tierra con tal de sobrevivir. Y un día, tú misma alimentarás la tierra».

I

VIDRIO DE PLOMO

Blanco sobre blanco

Mis recuerdos comienzan a partir de los nueve años. Lo anterior es terraincognita, una página en blanco sin memoria ni imágenes. En algún lugar de esta blanca ensoñación se encuentra mi madre. Tenía que haber una madre, ¿no? En casa nadie hablaba de ella. Mi padre hacía oídos sordos a mis preguntas y solo una vez se le escapó que se llamaba María y que murió joven. No había manera de confirmar si era cierto o no. Salta a la vista que yo he salido a mi madre, ya que mi padre era bajo y corpulento, y tenía una tripa prominente y calvicie prematura. Más que crecer lo que hice fue aumentar en longitud en todas direcciones. Todo en mí era demasiado largo: los pies, los dedos (de niña me contaba los dedos de los pies y me daba la sensación de tener uno de más), los codos, las orejas, el pelo.

Me adornaba el rostro un pico aristocrático y puntiagudo que distraía la atención de unos finos y pálidos labios. Picasso se habría inspirado en mi físico, pero eso no consolaba a la última de la clase en usar sujetador, incluso entonces nunca pasé de la talla 80.

Para más inri, mi vida era la lectura. Me bebía los libros, en los recreos, bajo las mantas por las noches y por debajo del pupitre en clase. Devoraba la letra escrita como la carcoma. No me importaba lo que fuera. Una bolsa de semillas hecha de papel de periódico me entretenía. Me quedaba absorta leyendo folletos de publicidad barata. Estudiaba los clásicos rusos con el mismo interés que las últimas noveluchas románticas de quiosco.

Y para colmo, me encantaba la Física. Me pasaba horas oscureciendo mi habitación, tapando cualquier hendidura por donde entrara la luz para fabricarme una cameraobscura. Llevaba a cabo todo tipo de experimentos con lentes. Después me dio por la electricidad. Las demás chicas soñaban con maridos, coches caros y vacaciones en hoteles, pero yo me imaginaba a mí misma como una especie de electricista. Me fascinaba la belleza sobria de los diagramas, dibujaba circuitos atenta y mecánicamente; algunos eran absurdos y paradójicos, pero nadie apreciaba mi apasionado sentido del humor.

De todas formas, tampoco tenía con quien compartirlo. Como ya será más que evidente, no era la chica más popular de Dubróvytsia. No creo que hubiera una sola persona en la ciudad que supiera mi verdadero nombre. Mis profesores y vecinos me llamaban «Elfa». Era un mote tonto e infantil, que sin duda venía de alguna parte, aunque no sé de dónde. No creo que se le ocurriera a mi padre, ya que él siempre se dirigía a mí con un «eh tú, ven p’acá», pero lo cierto es que se me pegó como un chicle al pelo. A mí me gustaba imaginar que a mis espaldas me llamaban de otra forma, pero seamos realistas: a mis espaldas nadie se molestaba en mencionarme.

En Ucrania decimos que cuando el caballo le ofrece el casco al herrero, la rana levanta la pata. Es un refrán que me describe bastante bien. ¿Cómo iba yo a compararme con los príncipes de las minas de ámbar de Polesia? No podía competir con los ricos y poderosos y su elegante e innato sentido de lo chic. Cosas del dinero… Compararme con ellos era de risa. Jamás me sobró el dinero (nunca me sobró un cigarro, no hablemos ya de cualquier otra cosa). Jamás destrocé un coche, ni siquiera un montón de chatarra con ruedas. Jamás dejé un rastro de pretendientes a mi paso; en diecisiete años nadie se molestó en pretenderme.

Un día, pensando en el futuro, llegué a la decepcionante conclusión de que aquel no era mi sitio. Así de claro. En aquel pueblo que vivía por y para la producción y el comercio del ámbar no había lugar para una chica larguirucha como una estaca, así de sencillo. Si hubiera tenido dote o tierras o lo que fuera para casarme… Pero encima éramos rústicos y pobres como ratones de iglesia. No podía ser de otra manera, ya que el viejo Misko, es decir, mi padre, solo estaba sobrio una vez al año, el Viernes Santo, cosa que además le hacía sufrir los más infernales padecimientos internos.

Para mi sorpresa, el día que volví a casa con el certificado de graduación en la mano (no asistí a la ceremonia, tampoco tenía manera de pagarla) me encontré a mi padre de pie y, por decirlo de algún modo, derecho, en lugar de triste y silencioso.

—Bueno, hija mía, ven p’acá, que tenemos que hablar.

¿Qué sucedía? ¿Nos iban a desahuciar?

Resultó que la respuesta era al mismo tiempo sí y no. Durante uno de sus desmayos inducidos por el alcohol mi padre había tenido una revelación. Se le apareció un ángel radiante de níveas vestiduras: una voz celestial lo calificó de holgazán inútil; una mano celestial le propinó un bofetón en la mejilla, y un celestial pie le atizó una todopoderosa patada por debajo del cinturón. Por fin Mykhailo Pavlovych lo vio todo claro: no podía seguir así. Entonces comenzó la actividad paranormal.

En una semana vendió el piso, obtuvo un visado para Polonia y adquirió un billete de autobús a Przemyśl. Su destino era ahora el de un migrante económico en Polonia o incluso en Alemania, y por lo tanto, necesitaba la ayuda de «hija» para hacer el equipaje.

—¿Y qué pasa conmigo, papá?

—¿Contigo?

—¿Dónde voy a vivir?

—En Donetsk con tu abuela.

Así fue como a los diecisiete años descubrí que tenía una abuela. De Donetsk ya sabía por los periódicos.

—oOo—

Los trenes del Donbás no son desde luego la mejor manera de familiarizarse con este medio de transporte para aquellos que nunca han viajado en tren por Ucrania. A mí no me quedaba más remedio, así que dos días después me encontraba en el andén con una bolsa de ropa apretada contra el pecho, una maleta llena de libros y una jaula con dos conejos de Angora. Un vecino había aparecido con ellos en el último minuto.

El conejo es un bicho más bien medroso, no era como tener un potro salvaje entre las manos. Coloqué la jaula en el portamaletas detrás de unos colchones y me olvidé de ellos de inmediato. Además, tenía mucho que pensar.

Del puñado de palabras que mi padre y yo intercambiamos sobre el tema, me enteré de que su madre (y por tanto mi abuela o baba) se llamaba Olya Ivanivna, y que llevaban al menos diez años sin verse. Al parecer, un buen día él se metió la documentación en el bolsillo y se largó jurando no regresar a no ser por causa de fuerza mayor. La absoluta necesidad, yo en este caso, provocó una reconciliación familiar formal, y tras unas breves conversaciones se llegó al acuerdo de que me acogería por un tiempo.

Viviría en Donetsk, en el distrito de Kiev, en la calle Blahovischenska. Comenté los detalles de mi historia a mis compañeros de viaje, un par de jubilados y un hombre de mediana edad con la cabeza afeitada y una chaqueta de cuero. Al oírlos, los ancianos me miraron y me preguntaron la dirección de nuevo.

—Comealgo,hija1 —suspiró la anciana ofreciéndome un tomate y medio pollo.

El tipo de la chaqueta de cuero guardaba silencio, y de pronto se lanzó a contarnos la vez que de joven asesinó a un vietnamita en el bazar.

Intenté con todas mis fuerzas empaparme del romanticismo del viaje, del que tanto había leído. Escuché el repiqueteo de las ruedas contra los raíles, que unos escritores calificaban de reconfortante y otros de siniestro. A mí me hizo preguntarme por la fiabilidad del diseño del tren. El vagón rechinaba a todo volumen, los portamaletas se inclinaban de manera peligrosa, una lata vacía de cerveza rodaba por el suelo y las sábanas húmedas apestaban a sudor y moho.

Por la mañana nos despertaron unos crujidos. Uno de los conejos roía huesos de pollo sobre la mesa. La jaula vacía tenía un agujero enorme y no había rastro del otro.

Así fue como me encontró Baba Olya: sucia, despeinada, con las manos llenas de rozaduras y cardenales en las rodillas. El revisor y yo registramos el vagón centímetro a centímetro, las repisas, las maletas y el baño. De arriba abajo. Sacudimos la tapicería y obligamos a todos los pasajeros a levantarse de su asiento. El maldito bicho se había esfumado. Me inclino a pensar que lo habían arrojado al retrete y tirado de la cadena.

—Bueno, son cosas que pasan —suspiró Olya Ivanivna—. Tu padre ya debería saber que los animales no duran mucho por aquí. Menos los ratones, claro. Vámonos a casa.

Así comenzó nuestra vida juntas.

Mi nuevo hogar era un bloque de pisos de la época de Kruschev que olía a orina, gato y albóndigas. Mi habitación daba a la universidad local, así que por las mañanas veía a los estudiantes fumando un cigarro antes de clase. La de mi abuela daba a las casas privadas (si bien el concepto de lo «privado» era un tanto condicional) de un solo piso que había enfrente. Recuerdo mi sorpresa al descubrir que en Donetsk abundaban las casas de ese tipo. Le daban un cierto sabor pueblerino a una ciudad por lo demás industrial. Me costó acostumbrarme a las verjas altas, los pequeños tejados de pizarra, la maleza enmarañada en el exterior de las casas y la sensación general de abandono. Todo lo que se podía robar estaba atado a algo. Las casas tenían remiendos por aquí y por allá, se sustentaban sobre pilares podridos y estaban salpimentadas de hollín.

Había hollín por todas partes. Las flores de los árboles se marchitaban y desintegraban con rapidez. La primera nevada duraba blanca y radiante alrededor de una hora, dos a lo sumo. Los zapatos nuevos se echaban a perder nada más pisar la calle. Cada salida era una ordalía, una batalla contra el polvo, el barro y el viento seco. En lugar de caminar a un lugar, cogí la costumbre de escabullirme de pared en pared, sin alzar la cabeza, sin mirar a nadie a los ojos, sin llamar la atención.

A la semana de llegar conseguí un trabajo de cajera en un supermercado. Unas semanas después me ascendieron a encargada y un año después era jefa de ventas. No nadábamos en la abundancia, pero mi sueldo y la pensión de mi abuela nos daban para vivir. Cuando recuerdo aquellos tiempos, agradezco los años de pausa que me brindó el destino, durante los cuales crecí, reuní fuerzas y me acostumbré a la vida en el Donbás.

La realidad nos atrapó por fin a las tres de la mañana del 18 de noviembre de 2007. Lo recuerdo bien. Mi abuela y yo estábamos listas para pasar la noche, ella con su culebrón y yo detrás de un libro, ambas acurrucadas delante del único radiador que funcionaba. A medianoche las sirenas desgarraron el silencio al otro lado de las ventanas. Era un aullido tan intenso que los muros vibraban. Saltamos de la cama y corrimos fuera. Vi la cara de mi abuela, pálida como la cera a la luz de las farolas. Le temblaban las manos.

—Querida, ha habido un accidente.

Y tanto que había habido un accidente. Se había producido una explosión en la mina de Zasyadko, a un kilómetro de profundidad. En ese momento trabajaba un turno de más de cuatrocientos mineros. Trescientos habían conseguido llegar a la superficie. Otros cien permanecían en el matadero. Esperamos quince días con todo el mundo mientras la operación de rescate estaba en marcha. El 3 de diciembre, tras una serie de explosiones, se tomó la decisión de inundar el pozo.

Un rumor de llanto flotó durante dos semanas por el barrio. Durante dos semanas se celebraron los funerales. Durante dos semanas mi abuela y yo cocinamos el kolyvo y horneamos los bollos que se sirven en los velatorios. Solo en nuestro bloque había tres muertos y dos desaparecidos. Acompañábamos a todo el mundo. Nos poníamos en marcha juntas y nos lanzábamos juntas hacia la mina en busca de información. Visitábamos juntas a los directores de las funerarias y encargábamos ataúdes y coronas de flores, y asistíamos al cementerio juntas. Los hijos de los demás se quedaban a dormir en nuestro bloque; comíamos juntos en una gran mesa en el patio; cuando alguien conseguía noticias o rumores pasábamos por todas las etapas de duelo, de la esperanza a la desesperación y vuelta a empezar.

Llevaba mucho tiempo sintiéndome una extranjera en aquella ciudad. Aún me asustaba y me preocupaba. Sin embargo, algo cambió en aquel momento. La casa en la que lloras una muerte nunca te será del todo ajena.

Mi destino y el del Donbás se entrelazaron con aquel accidente, con el terrible aullido de las sirenas nocturnas. Comenzaron los sucesos que me llevaron a tomar una decisión. Aquel invierno plantó la semilla de la persona que soy ahora: una insurgente, una espía y una saboteadora.

—oOo—

Los días junto a mi abuela, Olya Ivanivna, se sucedían en silencio. Medíamos el paso del tiempo en viajes al bazar, en las hojas de repollo rellenas que cocinábamos para el almuerzo del domingo; hacíamos la compra para la estación, no planeábamos nada. Respetábamos la regla tácita de que yo no preguntaba por los secretos del pasado y ella no me agobiaba con mis planes para el futuro.

Quizá los vecinos nos criticaran a nuestras espaldas, pero nadie nos dijo nunca nada a la cara. Bueno, excepto Stepanida Viktorina, la del 28, pero eso no era una sorpresa. Siempre hay alguien que encarna el «signo de los tiempos», la razón de ser, la inteligencia de la época. La vieja Stepa, por su parte, era el hígado del bloque. Todas las toxinas pasaban por ella, todos los avisperos de cotilleos, escándalos y odios que alimentaban a los traidores y a los líderes jubilados del Komsomol.

A veces alguien te felicita o te hace un cumplido, pero parece que te escupe a la cara. Jamás oí a aquella mujer comenzar una frase sin decir «eh»: «Eh,quéniñatanmona,esclavadaaminieta.¿Cuántosañostiene?¿Unaño?¿Ytodavíanoanda?¡Angelito!Eh,quépena».«Eh,québientesientaesenuevocortedepelo.Hashechobien,atuedadhayquellevarlocorto».«Acabodeveratumaridoenunbarconotra.Eh,losientomucho,asísonloshombres…».

El día que decidió meterse con mi abuela cometió un grave error.

«Eh,estagentejovendehoy…¡Noquierennadanianadie!Tunietanosaledecasa.Sontodasiguales,noquierennihijos,nimaridos…¿Tengorazónoqué?».

Mi abuela dejó las bolsas en el suelo con cuidado, se quitó las gafas y las limpió.

—¿De qué hablas, Stepanida? ¿Eres la bruja del pueblo o qué? ¿Por qué diablos si no murmura la gente a mis espaldas? ¿Te parece justo?

Por aquella época empezó a dejarse caer por mi trabajo un tal Vitalik. Al principio pasaba por allí un par de veces al día a por pan, cerveza o alguna otra cosa. Para mi vergüenza, las mujeres no tardaron en percatarse del asunto. Cuando por fin me invitó a salir después del trabajo me sentí tan incómoda que no supe negarme. Ni cuando me acompañó a casa. Ni cuando me llevó a un hotel.

Si pudiera calificar aquello de aventura sentimental, lo describiría con más detalle, con palabras bonitas y todo eso. Lo cierto es que no hay palabras bonitas para lo que sucedió. Cuando terminó todo, seguía sin entender por qué este acto causa tantos conflictos. ¿Tantas obras literarias, tantas tragedias, por un poco de movimiento corporal?

—¿Cómo te sientes? ¿Estás bien?

—Súper, gracias. Voy un momento al baño.

Cuando salí del baño el tipo ya se había quedado dormido y había acaparado toda la manta. Despertarlo me pareció una grosería, así que me tapé con una toalla y me dormí. Al fin y al cabo, una toalla es suficiente para alguien de mi estatura.

A la mañana siguiente Vitalik se despertó primero y me palmeó la espalda de manera protectora, como a una mascota, después de todo a una mujer de cuarenta y dos kilos hay que manejarla con cuidado, no hay muchos lugares en los que darle palmadas con comodidad, hizo una mueca y me notificó que íbamos a cenar en casa de su madre.

Yo no deseaba la intervención de ninguna madre en aquel asunto, pero me volvió a pasar; me sentía tan incómoda que no supe negarme, sobre todo porque me prometió pasar por la tienda a recogerme. Se presentó a las siete en punto, todo solemne y con un magnífico ramo de rosas en la mano.

—¡Qué rosas tan bonitas…! Gracias. Es la primera vez que me regalan flores.

—Sí, claro. Verás, son para mamá, ya me entiendes, como vamos a ir a visitarla y tal…

—Oh, perdona. Me he confundido.

«Mamá» nos esperaba en el pasillo, me hizo ponerme un par de absurdas zapatillas rosas con topos blancos y nos invitó a pasar a la cocina. Era evidente que con solo verme recorrer el pasillo ya sabía todo lo que necesitaba saber sobre mí, porque cuando nos sentamos a la mesa todo había terminado. Con cada cucharada de pastel que se metía en la boca, los labios de su madre se volvían más y más finos, Vitalik se ponía más y más pálido y las pausas de la conversación alcanzaban niveles de tensión más y más teatrales.

—Eh,tuformadehablaresmuyinteresante,enucraniano.¿Eresdeloeste?

—La verdad es que no. Soy de Donetsk. Me crié en la región de Rivne.

—Loqueyopensaba.¡Eh,cuidadoquepica!—Esto al acercarme al loro enjaulado—.¿Cómosedice«loro»enhutsul?«Kikirikí»oalgoparecido,¿no?Cuéntame,¿tienesvacasentupueblo?¿Quéhacéisconellas?¿Lasordeñáis?

—La verdad es que no. Es decir, la gente las ordeña, pero nosotros no teníamos vacas.

—Supongoquenovivescontuspadres,¿verdad?Come,come,tomaunosbombones.LoshacompradoToshenka.¿Nohascomidohoy,Vitalik?Hasllegadotardísimo.Llevoesperandodesdelassiete.Siempremepreocupocuandoseretrasa.Esquetienequeseguirunadietamuyestricta.Luegotecuento.Nopuedecomernadarecalentado,solocomidareciénhecha.Noshacemoseldesayuno,elalmuerzoylacenaenporcionespequeñas,luegoteenseñoloscacharros.

Que quede bien claro: salí de allí volando. Tras una más de aquellas pausas en la conversación, me levanté de la mesa, pedí disculpas y pregunté dónde estaba el baño. Cuando llegué a la puerta, me dirigí muy de puntillas hacia la salida. Volé de aquel piso como si me persiguieran, no esperé ni al ascensor, bajé las escaleras de cuatro en cuatro escalones. Solo cuando dejé atrás dos paradas de autobús me di cuenta de que iba chapoteando por los charcos con las zapatillas rosa.

Me paré en mitad de la carretera mirándome los pies y me eché a reír. Reí tanto que me dio hipo, me salieron globos de moco por la nariz y se me saltaron las lágrimas. Me reí como no me había reído en mi vida, como una desquiciada, casi volando entre las nubes por aquella increíble e inhumana sensación de alivio. Supongamos que acababa de practicar el sexo y de tener una relación, ¿de acuerdo? Por muy breve que fuera, aunque solo hubiera durado tres días. ¿Qué más da? Mi muerte ya no sería la de una solterona. Tendría algo que alegar a mi favor. La madre. Le echaría la culpa a la madre. «Estábamos hechos el uno para el otro, pero su madre estaba en contra, y yo (jajajajaja) yo me lo pensé mejor (jajajajaja) y no me quedó más remedio que tomar una decisión (jajajajaja)…».

En aquella parada de autobús comprendí también otra cosa: no volveré jamás a ese supermercado. Lo juro. Aunque tenga que dormir debajo de un puente o vender un riñón. Jamás seré vendedora ni asistente de caja, jamás repondré otra estantería y jamás volveré a vestir ese uniforme.

¿He mencionado ya que el escudo de armas de mi familia (si lo tuviéramos) llevaría el lema «nunca digas nunca»?

—oOo—

Al pensarlo ahora, lo que más me sorprendió es que mi abuela no se sorprendiera lo más mínimo. Dio por hecho lo que vino después. No hubo discusiones. Ni preguntas. Ni consejos no solicitados. Escuchó en silencio la noticia de que ya no tenía trabajo. Asintió mientras le resumía mi breve aventura. Lo único que cambió fue que a partir de entonces ya no cocinábamos las hojas de repollo rellenas los domingos, sino los martes.

Sin embargo, yo me sentía intranquila. No me estaba quieta en ninguna parte. Necesitaba salir. No dormía. No comía. Una sensación desconocida se apoderó de mí: estaba inundada, rebosante de energía. Se me ponían los pelos de punta, me zumbaban los oídos y me ardían las yemas de los dedos. Caminaba una y otra vez por la deshilachada alfombra de mi habitación desde la ventana hasta la pared y viceversa.

Al final llegó un momento en que ya no lo soportaba más. No podía seguir mirando la calle y las vallas mojadas por la ventana. El polvo me asfixiaba. No tenía fuerzas para respirar, me oprimía el pecho. Las cajas grises al otro lado de la ventana, los viandantes grises, todo era gris, como un viejo escenario teatral bajo una capa de pólvora.

Salí a la calle con todos mis ahorros en la mano y me fui a la única tienda de material artístico de la zona. Me sorprendí comprando una docena de pinceles y llenando una cesta de pinturas acrílicas. Blanco, plateado, azul y rosa. No había más. Después compré un bote de aguarrás en la droguería.

Al llegar a casa me arranqué la chaqueta y los zapatos sin detenerme. No podía ni quería perder un segundo, era una drogadicta que iba derecha a meterse un pico. En mi vida había experimentado semejante obsesión, aunque en aquel momento no tenía ni tiempo ni ganas de pararme a analizar sus causas.

Limpié la ventana con el aguarrás manchándome las manos y los pantalones. No tenía paleta, ¿qué más daba? Estrujé la pintura en un plato, sin remordimientos, medio tubo de golpe, y comencé a pintar el cristal de la ventana. Sabía con toda exactitud lo que quería hacer y no tenía ni idea de cómo hacerlo. Eran momentos de pura euforia, de inspiración desenfrenada. Trabajé de pie y al cabo de un rato improvisé un andamio con un par de sillas.

Dibujé el invierno. Pinté el frío de mi infancia. Pinté el sol de nuestra Polesia sobre el río Jordán. La ventana refulgía de miles de copos de nieve, los trazos se superponían unos a otros en una compleja red de líneas invisibles. Me empezó a faltar pintura, así que añadí sal, polvos de talco y harina. Rompí y machaqué bombillas, usé una aguja y una pluma. Respiré sobre la ventana y se me congeló el aliento sobre el cristal. Pasaron horas y horas. La calle del exterior desapareció poco a poco. La habitación brillaba con cegadores fogonazos blancos, rojos y rosa.

—Se veía venir.

—¿Baba?

Baba Olya estaba detrás de mí con las lágrimas corriéndole por las mejillas.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí? ¿Qué es lo que se veía venir?

—De tal palo tal astilla… A tu madre le encantaba bordar, hija mía. Cogía una aguja y desconectaba del mundo. Ya podías gritarle, hablarle o encenderle una hoguera debajo de la nariz, que ella no se movía. ¡Y las cosas que se inventaba! Nunca había visto ni he vuelto a ver nada igual. Veías una imagen y un segundo después otra distinta…

Aguanté la respiración, no me atrevía ni a moverme. Creía que mi abuela no había conocido a mi madre, al fin y al cabo, nunca la mencionaba. Y de pronto, no solo la conocía, sino que la conocía muy bien.

—Baba, vas a tener que hablarme de ella.

—Claro que sí. Solo te contaré lo que puedas comprender… Porque nadie la comprendía. Maria… La llamábamos Stunde, por aquellos viejos evangelistas puritanos que vivían por aquí. Al igual que ellos, no era de este mundo. Mi Mysko, tu padre, no era el hombre adecuado para ella. En realidad nadie lo era. Ni yo ni nadie sabe por qué se enamoró de mi hijo, eran como el cisne y el lucio del cuento… Siempre estaba callada, siempre perdida en sus pensamientos. Si le decías algo te respondía, pero te miraba desde lejos, como por un telescopio. Y siempre parecía sorprendida, como si te viera por primera vez.

La gente del pueblo cruzaba apuestas sobre cuánto iban a durar. Nadie les daba más de un mes. Sin embargo, la suerte quiso que pasaran siete años. Para entonces tú ya eras bastante grande, deberías acordarte. Tu padre trabajaba de guardia de seguridad una noche de cada tres. Una noche volvió y tu madre no estaba. Al principio no intentó encontrarla. Supuso que habría ido a algún sitio. Era raro que se hubiera dejado a su hija en casa y no se hubiera llevado el bolso ni el dinero, pero, en fin, a lo mejor no los necesitaba. Al acercarse la noche empezaron a buscarla y llamaron a la policía.

La policía llegó con un perro, y el perro encontró el rastro y acto seguido se lanzó a seguirlo desde la casa por un campo. El campo comenzaba justo fuera de la casa. Una vereda lo atravesaba. Recorrieron la vereda hasta el cruce y se detuvieron. Había maizales a ambos lados y en el lugar donde los caminos se separaban, justo en el centro, encontraron los restos de una hoguera. Alguien había hecho una fogata tan grande que había dejado un agujero de cincuenta centímetros de profundidad en el suelo. Nadie sabía qué pintaba allí una fogata, solo que alguien había quemado algo.

El rastro se perdía alrededor de la hoguera. Hasta el perro metió el rabo entre las patas y se dio por vencido. Registraron las cenizas en vano, ¿qué pensaban que iban a encontrar? Solo había cenizas. Nada más. Nadie ha vuelto a ver a tu madre. Un año después nos dieron un documento que certificaba su desaparición, y eso fue todo. Ocho veces arrastraron a tu padre a la comisaría, pero él había estado en el trabajo toda la noche. Las cámaras de seguridad demostraban que no se había movido de su puesto. Me interrogaron a mí y a todos los vecinos, pero no sirvió de nada.

A partir de entonces no pudimos seguir viviendo en el pueblo. A la gente le gustan las habladurías, es inevitable. No sabe cerrar el pico. Silbaban a nuestras espaldas, después nos silbaban a la cara, y al final alguien le prendió fuego a nuestra casa. Por suerte, tu padre no se había acostado aún y pudimos salir corriendo con lo puesto, contigo en brazos y la documentación. Lo perdimos todo: nuestras pertenencias, nuestros muebles. La casa de madera empapada en gasolina ardió como una tea y se quemó hasta los cimientos en cuestión de segundos.

Después de aquello nos fuimos cada uno por su lado. Tu padre y tú os fuisteis a Dubróvytsia. A Mysko le ofrecieron empleo allí. Yo me vine aquí, a casa de mi hermana. Después de aquello, bueno, ya conoces a tu padre cuando se encierra en sí mismo. Ni escribía ni llamaba, desapareció sin más y solo volvió a ponerse en contacto conmigo para preguntarme si podía dejarte aquí.

Mi abuela se quedó callada y yo no dije una palabra.

—Hija mía, a estas alturas es mejor no abrir viejas heridas. Lo pasado, pasado. Pero te voy a decir una cosa más; tu madre cosía blanco sobre blanco. Lienzos enteros. La gente venía de Kiev y de Leópolis para comprárselos. Sus obras tenían vida propia, igual que esta ventana.

II

VIDRIO AZUL

Una oferta entre un millón

Mi vida dio un giro radical. La vendedora desapareció. En su lugar vive ahora una joven y ambiciosa artista cuyo formidable talento ha embelesado a curadores y entendidos en arte del mundo entero. Ahora estoy a cargo de varios proyectos, la pasarela de Dior de la París Fashion Week entre otros, además de la inauguración de mi exposición individual en Tokio. O no.

Por supuesto, gozábamos de gran popularidad en el vecindario. Valentina Stepanivna, Oksana y su cuñada se acercaron a echar un ojo a nuestra «ventana de invierno». Incluso Petro, por ser nuestro kumpel, como dicen los alemanes, vino, miró, se fumó un cigarro y pidió algo de comer. No obstante, aquello no solucionaba nuestros problemas económicos.

Podíamos sobrevivir de ahorros un par de meses. El siguiente paso lógico era vender una obra.

Empecé decorando juegos de té y vajillas de boda. Dibujaba flores exuberantes, maripositas, animales y rostros de niños, todo muy bonito y dulce y vulgar. Después me dio por los ángeles, así que había ángeles acurrucados en platos, jarras de cerveza, repisas y llaveros de pared. Las figuras de rostro sonriente ocupaban los espacios libres de nuestro ya de por sí pequeño piso. Con mis ahorros me compré un libro de frescos italianos para buscar inspiración.

Más o menos un año después me encargaron la primera vidriera. Me costó un tiempo librarme de la influencia de las vidrieras gruesas y desiguales de las iglesias, llenas de manchas y burbujas de aire. El mosaico tomó forma por sí solo, casi por voluntad propia. Sabía qué fragmento combinaba con el siguiente y cuál necesitaba un intermediario. No tuve en cuenta el gusto de la clienta ni la viabilidad del diseño. Era consciente de que habría que diseñar el espacio en el que se enmarcaba la pieza, pero estaba convencida de que la pieza lo valía.

La clienta llegó acompañada de cuatro guardaespaldas. Los guardaespaldas se quedaron en el pasillo sin decir palabra y la clienta entró en el piso de una sola habitación sin abrir la boca, echó una mirada rápida a la cocina y se detuvo frente a la obra terminada. Estuvo allí un rato. El tiempo corría. Solo se oía el crujido del parqué bajo los pies de los escoltas.

—Encienda la luz. Así. Bien. Sosténgala contra la ventana. Quiero encargarle ocho piezas más como esta —dijo—. La única condición es que no acepte ningún encargo parecido de nadie en Donetsk durante los próximos dos o tres años.

Cerramos el trato. Ese dinero me permitiría pasar los próximos dos o quizá tres años sin hacer nada.

Cuando me familiaricé con el oficio se me ocurrió una idea. Se me apareció en sueños flotando delante de los ojos y clara como el día. Vi una bola magnífica y resplandeciente que lo iluminaba todo a su alrededor con su presencia. Era la encarnación de la esencia de la dicha y la pureza. Un candelabro en forma de diamante con un complejo sistema de filos y ángulos que proyectaba una sombra tridimensional y estructurada. ¿Lo fabricaría de vidrio de plomo? ¿De cristal de Murano? Pasé horas diseñándolo antes de llegar a la decepcionante conclusión de que no sabía fabricarlo. Necesitaba a alguien capaz de ocuparse de las finas soldaduras que exigía el diseño, tan finas que eran más bien un trabajo de joyería. Necesitaba un herrero-joyero.

No sé en otros lugares, pero aquí todos los caminos conducen a la abuela Masha. Marchykha para unos y Mariia Pavlivna para otros, lo sabía todo de todos y, como un viejo mafioso, manejaba los contactos, influencias y enchufes más útiles del distrito. Por pura suerte, resultó que era cuñada de mi abuela, y en calidad de tal, los conciliábulos del tribunal de la santa inquisición local se celebraban en nuestra cocina a la hora del almuerzo. El colorete de Avon y las cremas de Oriflame entraban en nuestra casa de su generosa mano. En los últimos tiempos la comunidad pentecostal del lugar se había convertido en la nueva fuente de inspiración de nuestra querida pariente, de modo que en casa se cantaban himnos, se citaban las Escrituras y se hablaba de la salvación. Aquellas mujeres me aburrían, pero el hecho de que no entraran nunca en mi taller atenuaba la sensación de desagrado. Aprendí a colarme en la cocina, rauda y silenciosa como una sombra.

—¿Sabrías recomendarme un herrero bueno y barato, tía Masha? Necesito alguien capaz de soldar un diseño muy delicado.

—Mira hija, lo mejor que puedes hacer es llamar a Roman. Rom tiene dedos mágicos. ¡Es capaz de ponerle herraduras a una pulga! Era buenísimo, pero el destino le jugó una mala pasada, ¿sabes? Trabajaba de capataz para nosotros y luego estudió ingeniería, pero tuvo un accidente y se quedó paralítico. Anduvo un tiempo bebiendo más de la cuenta, pero se recuperó y abrió un taller. Ahora se dedica a las reparaciones. Pásate por allí y charla un rato con él. Ah, y dale esta revista. Se me ha olvidado llevársela.

Al día siguiente caminaba por el polígono industrial de la ciudad con un ejemplar de Labuenanueva en la mano. El lugar que buscaba tenía que estar entre todas aquellas naves y garajes, pero no conseguía localizarlo. Para colmo, justo antes de salir de casa había decidido cambiar mis cómodas y destrozadas zapatillas de deporte por unas botas más presentables, pero pesaban mucho y sufría de manera indescriptible porque me hacían rozaduras en los talones.

Por fin lo encontré. El taller ocupaba varios garajes y unos cuantos edificios anexos y parecía una chatarrería abandonada. En su interior había un hombre en silla de ruedas concentrado en serrar un trozo de madera sujeto entre dos sillas.

—Hola, vengo de parte de Mariia Pavlivna. Me ha pedido que le traiga esta revista y…

Tiró al suelo las gafas con una mano y el trozo de madera con la otra y con la cara crispada por la ira gritó:

—¡Métetela por el culo! ¡Y le dices a esa vieja bruja que si me vuelve a mandar a otra meapilas se la va a tener que llevar en pedazos!

Siguió gritando, cada vez más iracundo, pero yo ya no escuchaba. Mis breves aunque instructivas interacciones con los drogatas locales me habían enseñado a huir a la primera de cambio. Sin tratar de explicarme, sin meterme en conversaciones, tan solo salir por pies. Me escapé del garaje como una bala dando un portazo. En la parte de fuera de la puerta había un candado. Lo cerré sin pensarlo dos veces.

En el garaje hubo un segundo de silencio y de pronto la puerta tembló como si la hubiesen golpeado con un ariete. Conté hasta tres y entonces algo hecho de cristal se estrelló contra el metal y se hizo añicos. De pronto empezó a salir un humo gris por debajo y el propietario del garaje dejó de maldecir y empezó a toser.

Me puse a una distancia prudencial. Se me habían olvidado las rozaduras. ¿Y si se asfixiaba? Por muy enganchado al crack que estuviera no dejaba de ser una persona.

Tenía que volver.

El garaje estaba lleno de humo, pero no se veía fuego por ninguna parte. Por fin descubrí que algo se había incendiado cerca de la mesa en la que estaban las bombonas de gas. El muy imbécil le había echado una alfombra por encima y ahora trataba de sofocarlo golpeándolo con la chaqueta. Sin embargo, el pasillo estaba lleno de trastos, era demasiado estrecho para girar en silla de ruedas y las bombonas estaban a punto de explotar y enviar aquel basurero a la estratosfera.

—Sal de aquí ahora mismo —me repetía mientras corría a rescatarlo. Aparté las bombonas, cogí otra chaqueta y me puse a golpear el origen del incendio.

—¡Trae el extintor de la pared! —resolló. Me sorprendió la destreza con la que manejaba la situación en lugar de alucinar unicornios rosa o lo que sea que ven los drogatas.

Aunque estaba demasiado alto para hacerse con él desde una silla de ruedas, el extintor funcionaba a la perfección. Soltó un chorro de espuma que recubrió el suelo, las sillas y las mesas al instante. Diez segundos después el incendio estaba controlado.

Nos miramos. El drogata escupió, tosió y me ofreció la mano.

—Roman. ¿En qué puedo ayudarte?

—La verdad es que necesito un hexaquisoctaedro de cuarenta centímetros de diámetro.

—¿Qué? ¿Estás colocada?

—oOo—

—Te lo voy a pedir otra vez. ¿Tanto te cuesta cambiarte de ropa? Piénsalo. Aquí nadie entiende ese estilo, esas deportivas viejas… Por favor.

—Vale, de acuerdo. Acabemos con esto. O al menos hasta la próxima vez. Sé que no vas a parar. Necesito estar cómoda, no me puedo distraer.

—No lo entiendo. ¿Por qué no puedes estar cómoda con un vestido? Tengo uno de tu talla. Solo te pido que te lo pruebes, eso es todo. Pruébatelo.

Ah, el truco del almendruco… Dudo mucho que se lo hubiera tolerado a otra persona, pero nuestra Maryna era especial. La silueta bien esculpida, los tacones, el escote, las uñas; la elegante coleta que destacaba los pómulos perfectos, la esbelta nariz, y la susurrante voz bien modulada… Era nuestro icono, nuestro baluarte de lo chic y el glamour. Maryna era un cegador diamante de joyería con una sonrisa no menos cegadora.

Nuestra arma secreta era además una hábil negociadora. En su cartera no había un solo contrato perdido. De su canana colgaban las cabelleras de las presas que había cazado. Era siempre el centro de atención. Cada vez que entraba en una habitación, los presentes contenían el aliento un segundo y el tono de la conversación cambiaba.

En pocas palabras, era el escaparate, la mascota y la tarjeta de presentación de la empresa. Tan solo un selecto círculo de personas habría adivinado que en la empresa también había materia gris, estómago y piernas.

Maryna apareció en el taller un año y medio después de la inauguración. Yo me había mudado a la nave de Roman y más o menos compartíamos el trabajo: yo ideaba y dibujaba los diseños, compraba el vidrio, el esmalte y la resina, fotografiaba las obras para los catálogos, redactaba un anuncio breve y realizaba infinidad de otras pequeñas tareas. Roman ensamblaba y soldaba las estructuras, colocaba el vidrio en los moldes siguiendo el diseño, montaba, grababa, protegía y transportaba las piezas en su Opel modificado para personas discapacitadas. Contábamos también con dos tipos que cortaban el vidrio y se ocupaban de las tareas secundarias. Y después estaban Don, nuestro fiel hacker, que gestionaba la página web y sabía usar Photoshop, Borysovych, factótum general y encargado de la seguridad, y Larysa Petrivna, nuestra asesora fiscal a tiempo parcial, que se pasaba por allí todos los trimestres para hacernos la declaración.

En cierto momento tuvimos que enfrentarnos al problema de qué nombre poner a la empresa. Nosotros no nos andábamos con complicaciones. La llamábamos «la empresa», pero no era una solución viable de cara al público.

—El nombre tiene que ser al mismo tiempo contundente y bello. Debe incluir la palabra «oro» y alguna otra palabra exótica que comience por «re» o «ra»… —dijo Roman mientras nos daba un curso general de Donbasología.

—¿Ridículo? ¿Rapunzel? ¿Reumatismo?

—Venga ya, lo digo en serio. Debe ser un nombre romántico y al mismo tiempo positivo.

Así fue como, tras largas discusiones, se nos ocurrió el nombre (en inglés) de GoldenRose. ¡No vale reírse!

Aquel periodo desembocó en un manchurrón amorfo de fatiga. A veces me desconectaba sentada en la mesa de dibujo y volvía en mí de pronto tumbada en un viejo sofá sin la menor idea de cómo ni cuándo me habían llevado hasta allí. Llegué a pesar menos de los críticos cuarenta kilos, y comenzó a afectarme tanto que no me quedó más remedio que considerar la dirección del viento para que no me arrastrara. Después de desmayarme un par de veces encima de las vidrieras, Roman comenzó a vigilar lo que comía y ordenó a los muchachos que trajeran tentempiés al trabajo.

Aún recuerdo la extraordinaria claridad de visión de aquella época. Era como si se hubiera descorrido el velo que nos impide percibir la belleza del mundo. La inefable e infinita belleza que lo saturaba todo a mi alrededor, flotaba por el aire y me atravesaba los brazos, los ojos y el pecho me asfixiaba de pura dicha. La perfecta armonía de las hojas danzantes de los manzanos y los robles me inundaba. Me pasaba horas mirándome la mano delante de una lámpara, estudiando la perfección del tejido de las venas y los capilares. Decoré una lámina de vidrio negro antracita con grandes gotas de cristal para que la luz se proyectara en las segundas caras, se reflejara en las terceras y volviera a su punto de origen dispersada en sus componentes puros y espectrales para reunirse de nuevo en un prisma. Allí, en la perfecta pureza de la luz, en la impecable claridad de las formas era donde encontraba la magia.

Nos llevábamos bien, no discutíamos casi nunca, y trabajábamos como auténticos posesos. Yo visualizaba la obra terminada y después trataba de explicársela a los técnicos. Los muchachos se esforzaban en llegar a un acuerdo conmigo. Yo apenas decía una palabra, pero ellos me entendían a la primera y las obras cobraban vida en sus manos. Consideramos varias opciones y al final nos decidimos por fabricar pequeñas pantallas de lámpara, que se venderían bien. Las produciríamos en series de no más de cinco unidades, cada una con sus componentes, peso y número de serie certificados con todo detalle. A veces, si estaba de humor, fabricaba lamparitas para niños, jarrones e incluso cazadores de sueños de cristales multicolores.

Alrededor de un año después compramos el primer horno de vidrio soplado y el primer horno de gas industrial. Para Roman aquello significaba una importante reducción de los costes de materia prima. Para mí se abrían nuevos horizontes en el modelado de piezas tridimensionales.

Maryna venía recomendada por un cliente. Encargó una lámpara de araña exclusiva para su dormitorio, y yo le respondí que no fabricábamos productos «no exclusivos». Mi primer impulso fue rechazar el encargo, pero al ver la reacción del equipo me di cuenta de que era ya demasiado tarde. Creo que hasta Roman se puso a regatear el precio a favor de la clienta y le ofreció una rebaja a nuestra «distinguida invitada».

Le fabriqué la lámpara de araña. Y se la fabriqué yo misma. No le confié a nadie la soldadura. Me pasé tres semanas al lado del horno tejiendo una red de cristal. La obra final era un enorme diente de león, esponjoso y ligero, que parecía a punto de salir volando al primer soplido. Los pequeños «paracaídas» de vidrio estaban engarzados unos con otros sin orden ni concierto, pero al encender la luz en una habitación oscura el caos se convertía en orden. A simple vista, las descuidadas líneas de la lámpara proyectaban una sombra geométrica irregular pero, al colgarla de la manera adecuada, se proyectaban contra la pared palabras y símbolos, la mayoría de ellos obscenos.

El día de la muestra no podíamos dejar de jugar con el interruptor. La clienta corría de la lámpara a la pared y cubría las sombras con las manos con la plantilla al completo trotando detrás.

—¿Cómo es posible? ¿Cómo la has hecho?

Mientras todos reían, Maryna se me acercó y dijo: —Escucha. Sé que no te gusto. ¡No lo niegues! Nunca he gustado a las mujeres. Es el precio que hay que pagar cuando los hombres te adoran. Pero a pesar de todo, te pido que me aceptes en tu equipo. Quiero trabajar contigo. Quiero vender estos objetos. Quiero tenerlos entre las manos. No lo lamentarás, créeme.

No lo lamenté.

—oOo—

Por supuesto, al final llegó la hora de la verdad. Iba a suceder antes o después y tuvimos la suerte de que fuera después. Alrededor de un año antes de que la agresión tuviera lugar, nuestra pequeña empresa creció hasta convertirse en posible objeto de extorsión para la mafia de Donetsk. Estuve el año entero a la espera, nerviosa y preocupada. No teníamos contactos, no nos protegía la administración local ni ningún otro círculo de influencia, y eso significaba que nos dejarían en paz siempre y cuando pasáramos desapercibidos. Podíamos maquillar los libros y ocultar una plantilla de más de diez personas un par de meses como mucho, pero los problemas no tardarían en presentarse.

Empecé a memorizar el rostro de la gente que viajaba conmigo en el transporte público y procuraba no coincidir dos veces con la misma persona. Anotaba las matrículas de los coches aparcados delante del taller. Trabé relación con los vecinos. No guardábamos dinero en casa o en el trabajo, no nos reuníamos con desconocidos y nos informábamos unos a otros de dónde pensábamos estar y cuándo. Cada miembro del equipo instaló en el móvil un chip con un sistema de notificación para que pudiéramos localizarlo incluso si estaba desconectado.

La idea no era del gusto de todos. Algunos incluso la sabotearon sin disimulo. No obstante, estábamos de suerte. De mucha suerte: en el equipo no había una persona paranoica sino dos. Yo no habría podido convencerlos sola, pero nuestro sensei Borysovich, el gurú de la seguridad, estaba de mi parte, y hacía falta ser muy tonto para contradecirle.

Nuestro colega tenía un pasado tan rico que a veces se equivocaba y no sabía cuál de sus muchas anécdotas era auténtica. También era el protagonista de varias leyendas que él mismo había propagado. Se rumoreaba que había estado en la cárcel al menos un par de veces y tenía en la piel manchas oscuras de tatuajes difuminados. Tenía más de sesenta años y su resistencia era extraordinaria. Sabía usar toda clase de armas de fuego y vencía a los muchachos en el campo de tiro con los ojos vendados. De hecho, cuando empezamos a frecuentar el campo de tiro usamos su arsenal hasta que los muchachos se sacaron el permiso de armas. Borysovich era la aportación de Roman a los activos de la empresa, junto con el taller, las herramientas y su viejo Opel. Algo del pasado había unido los destinos de aquellos dos llaneros solitarios convirtiendo a Borysovich en el devoto protector de Roman y después, por supuesto, también en el nuestro.

Por petición expresa del jefe de seguridad no anunciamos nuestra presencia en Donetsk. El público no tenía acceso al taller, se prohibía el paso a los desconocidos y desde el principio instalamos puertas de buena calidad y barrotes en la ventana. Tuvimos un par de incidentes de poca importancia, pero la autoridad y los contactos de los muchachos bastaban para rechazar cualquier ataque. Hubo algún intento de robo, pero la alarma funcionó y el equipo de seguridad llegó a tiempo.

No dejamos huella en el espacio público de la ciudad. No nos anunciábamos, no pusimos carteles. No teníamos escaparate, no llamábamos la atención de la administración de la ciudad ni nos pusimos en contacto con la prensa.

Los clientes se enteraban de nuestra existencia por recomendación. En los últimos tiempos las recomendaciones habían aumentado hasta el punto de que disponíamos de una cartera de posibles clientes. Nos habíamos puesto de moda sin notarlo y cada vez con mayor frecuencia los clientes compraban nuestros productos sin molestarse en regatear el precio. Empecé a rechazar encargos si no me gustaba la persona, algo impensable por completo un año antes. Sin embargo, cuanto más excéntrico era nuestro comportamiento, más deseadas y difíciles de conseguir eran nuestras lámparas de araña y nuestras vidrieras y, desde luego, más alto su precio.

Agobiados por el peso de los encargos, no nos quedó más remedio que admitir que había llegado el momento de dar un salto cualitativo. Seguir siendo un equipo pequeño y continuar trabajando como un taller artesano o tomar una decisión trascendental y pasar al siguiente nivel; contratar más personal, ampliar el taller, alquilar más maquinaria y lanzarnos a producir líneas de modelos en serie.

—¿Cuánto tiempo crees que nos queda antes de que vengan a por nosotros, Borysovich?

—Hasta septiembre como mucho. Pero no te lo puedo asegurar, así que ahorrad tanto como podáis y, como dijo la tía Sonya: «¡Arbeiten!», ¡a trabajar!

El negocio siguió como siempre. Roman y Maryna se ocupaban de la contratación. Yo no me metía. De hecho, aceptaba a todo el mundo y enseñaba a quien quisiera aprender. Pagábamos bien y a tiempo e incluso organizábamos almuerzos en el taller. Anuncié unas cuantas ofertas de empleo en Internet, pero los chicos se burlaron de mí.

—Ya aprenderás. Aquí en Donetsk tenemos nuestro propio Internet. Borysovych dice que siempre hay gente cuando la necesitas.

La gente apareció. Algunos desaparecían después del primer turno de trabajo. Otros se quedaban embelesados ante los crisoles. Sabíamos quién pasaría a formar parte del equipo por la emoción que le asomaba a la mirada, por el tamborileo de los dedos, por la expresión ausente, entre osada y sobrecogida. Acudían a nosotros los que abandonaban el internado estatal de la ciudad, a los que el estado arrojaba al mundo sin red de seguridad; acudían a nosotros antiguos mineros y profesores. Incluso contratamos a un taxista, aunque en realidad su carrera al volante había sido breve. Pusimos a un equipo de costureras a trabajar con los mosaicos porque en cierto modo colocar trozos de vidrio de colores se parecía a trabajar con abalorios.

La cosecha de aquel otoño fue abundante. Era como si la naturaleza, que se regía según sus propias leyes, hubiera explotado y se hubiera puesto a toda máquina de repente. Primero fue la miel. Miel por todas partes. Los mercados de miel florecieron por doquier uno tras otro como en una carrera de relevos. Se vendía por las calles, puerta a puerta, los apicultores colapsaban los teléfonos de los mayoristas, que compraban el producto a doce grivnas el kilo. Después fue la verdura. Montañas de repollos y pimientos, pilas de patatas, remolacha, zanahorias y cebollas. En las esquinas, las mujeres se subían en los montones de frascos de verdura y fruta en conserva tratando de sacar partido de tan inesperados dones de la naturaleza. Mi abuela corría de acá para allá intentado ponerlo todo en conserva. El apartamento estaba lleno de frascos. Yo dormía en el taller para escapar del penetrante aroma del pisto lecho. La etapa final fueron las setas. Al parecer no se daban solo en las minas. Brotaron tantas a cielo abierto que la gente no las recolectaba de una en una, sino que las segaba con hoces y hasta yo me tomé un día libre para rebuscar entre los cubos de setas openki.

En los negocios sucedió igual. Todo el mundo empezó a hacer y gastar pasta como si no hubiera un mañana. Se levantaban edificios en cuatro turnos de trabajo al día, los constructores escogían entre docenas de contratos. La ciudad no dormía. La ciudad comía, bebía y gozaba. El dinero fácil se exhibía en las fachadas nuevas, los capós de los Lexus y los generosos bustos de las amantes jóvenes. Tanto frenesí exigía reconocimiento, lustre, éxito y poderío, si no sobre el mundo, al menos sobre los vecinos. En respuesta a tal demanda, lanzamos una línea de accesorios de oro para el hogar. Las lámparas de araña de trescientos dólares volaban de los mostradores como caramelos en la puerta de un colegio.

—Mira, nieta querida, aquí va a pasar algo malo. La gente parece idiota. Dinero por aquí, dinero por allá. Solo saben hablar de dinero. ¿Y los créditos? ¿Has visto los créditos que piden? No los van a terminar de pagar nunca.

—La verdad es que no sé,Baba. ¿Qué nos importa a nosotras? No debemos nada a nadie.

—No es eso… Da igual, olvídalo.

—oOo—

Lo que yo quería era cruzar las manos sobre la tripa al estilo de Al Capone, repantingarme en la silla y decir con voz cansada: «Escuchadme todos. Se acabó la negociación. Esta gente no está dispuesta a llegar a un acuerdo». O lanzar la mesa por los aires, derramar el café por el suelo y el techo y desparramar los sesos de alguien por las paredes.