Historia de España contada a las niñas - María Bastarós Hernández - E-Book

Historia de España contada a las niñas E-Book

María Bastarós Hernández

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Beschreibung

A caballo entre la crónica periodística, el panfleto, el drama campesino y la literatura de quiosco, Historia de España contada a las niñas se apropia de eventos y lugares de nuestra historia reciente y nos los devuelve en la forma de un rompecabezas corrosivo, polifónico y vibrante. Secuestros, Rohypnol, matriarcados, galeristas desnortados, comunidades online de adolescentes anoréxicas y apariciones ovni dan forma a una novela coral hecha de retazos, un relato despiadado que, pese a todo, destila un constante deseo de redención. Historia de España contada a las niñas fue el proyecto ganador del Puchi Award 2018, y también recibió el Premio Cálamo Otra Mirada 2018. En coedición con La Casa Encendida.

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Índice

Primera parte

Segunda parte

La verdadera historia de la forajida Lucy Clark (entreacto)

Segunda parte (continuación)

© 2018 María Bastarós

© 2018 La Casa Encendida y Fulgencio Pimentel

www.lacasaencendida.com

www.fulgenciopimentel.com

Primera edición: octubre de 2018

Primera reimpresión: enero de 2019

Editor: César Sánchez

Editores adjuntos: Joana Carro,

Alberto Gª Marcos y Raquel Vicedo

Diseño de cubierta delantera: María Bastarós

Diseño y maqueta de Daniel Tudelilla,

Joana Carro y César Sánchez

ISBN de la edición en papel: 978-84-17617-00-4

ISBN de la edición digital: 978-84-17617-46-2

La camisa de la Lola,

un chulo se la llevó.

La camisa ha aparecido,

pero la Lolita no.

Sainete lírico, 1880

Estoy brillando con highlighter

¿No lo ves?

Un clavel en mi melena

¿No lo ves?

He subido quince stories

¿No lo ves?

Mira que quiero ser buena

¿No lo ves?

Brillo. j balvin feat. rosalía, 2018

primera parte

ii

Es la tercera vez que les pregunta si están seguros y la tercera vez que le contestan con paciencia que sí, que están seguros. No han recibido llamadas amenazantes. Ni emails críticos. No hay rumores de boicot. De todas formas, la tía se muestra nerviosa, casi irascible. No es su primera vez ante un público universitario, pero es la norma común entre las celebrities de Internet. Las redes sociales construyen una relativa seguridad de la que carece el mundo tridimensional: mientras allí las turbinas de ceros y unos transforman sus peroratas en likes, aquí puede pasar justo lo opuesto. Una cara bostezando, una furtiva mirada al móvil, y esa quinta pared que constituye la pantalla del ordenador implosionará.

Pese a las limitadas expectativas del público, la sala está prácticamente llena. Solo las dos primeras filas se mantienen vacías, testimonio del pudor de los asistentes. La Conferenciante observa las hileras de asientos ­desocupados y se pregunta si los Insoportables aparecerán. Toda universidad tiene, como poco, un par de ellos. Aunque está habituada a su presencia, le provocan una pereza supina. Teme sus preguntas, astutas y capciosas, parapetadas tras cuadernos de notas trufados de pósits. Y le hastía ese regodeo en sus propias palabras, como si las relamieran con la punta de la lengua antes de expulsarlas. Resulta casi obsceno. Le recuerdan a ella misma hace veinte años. Una época dulce, en la que se tenía por depositaria de la Verdad con mayúscula. Ahora tiene, huelga decirlo, muchas más dudas que entonces. Pero no las esgrime. Su discurso tiene cerchas de acero en vez de piernas. No va a ir a ninguna parte.

Los Insoportables llegan por fin, casi al mismo tiempo. La Conferenciante los reconoce desde el primer instante. Con pasos de prestancia militar, alcanzan las primeras filas y se sientan forzadamente separados. Los dos despliegan ya una actitud de canibalismo intelectual. El recelo hacia ella es evidente, pero aún lo es más el que se guardan entre ellos. La observan como a una mariposa recién clavada a una lámina de terciopelo.

La Conferenciante desbloquea su ordenador y el fulgor blanquecino de la pantalla del proyector baña los rostros de los asistentes. La recién nacida masa de espectros se agita durante unos segundos, en una última concesión al nerviosismo.

—Gracias a todas y a todos por venir. —La voz de la Conferenciante suena demasiado aguda a través del sistema de sonido, como si tuviera una flauta atravesada en el esternón—. Vamos a comenzar.

Carraspea. Uno de los Insoportables ha levantado la mano. Algo le dice que la conferencia se alargará. En el centro de la pantalla, elevándose sobre la tirante trenza italiana que le difumina las patas de gallo, aparece el título de su reciente y polémico —«incendiario», según un número creciente de críticas— ensayo.

La Conferenciante lee en voz alta:

—Contra el sexo. —La Conferenciante carraspea de nuevo y continúa—: Descapitalización de los afectos para la construcción de un entorno autosuficiente y autogestionado en el marco del libremercado.

El texto en la pantalla puntualiza: «Un estudio de Laura Añón». A ella le habría gustado añadir algún que otro término más, tal vez «cosificación» o «hegemónico», pero el título cabe a duras penas en el lomo de la publicación.

La Conferenciante tenía sus reservas, pero lo cierto es que el enfoque estético de su editor ha dado sus frutos. El libro luce una estética punk, con una tipografía rosa sobre fondo amarillo que huele a verano y a festivales, tal vez incluso a anfetaminas: un guiño intencional a la cultura popular destinado a animar las ventas. De momento —y pese a lo arriesgado del discurso— parecen haber despegado a lo grande. «Esperemos que no sea un efecto Challenger», repite en cada mensaje su editor.

Aunque todavía es pronto para considerarlo un bombazo generacional, no existe la menor duda sobre su calado. En ciertos grupúsculos de la izquierda más feminista y radical consideran a su autora una visionaria. Lanzadas a discreción desde su púlpito virtual, sus duras opiniones sobre Amanda Mahler, la estrellita progre de la llamada «nueva pornografía», se han transformado en titulares de los diarios digitales más leídos. La Conferenciante se ha convertido en la constelación más fulgurante de la galaxia de las redes sociales, y el hashtag #LauraAñón es trending topic desde hace semanas. Todos sus posts son visitados y compartidos una media de mil quinientas veces, y su perfil público no admite más solicitudes de amistad. En ello no ha influido solo su discurso, y la Conferenciante lo sabe. La principal diferencia entre Amanda Mahler y ella es que los tipos que se pajean pensando en la primera le proporcionan beneficio económico gracias a los constantes clics en sus vídeos online. Cuando se trata de la Conferenciante, deben conformarse con sus fotos en Facebook. Ella misma se ocupa de renovarlas con bastante frecuencia. Es una tarea —lo es para algunos— un tanto reprobable, pero lo cierto es que la Conferenciante nunca sexualiza sus autorretratos: no precisa de morritos ni de miradas zalameras; sabe que sus larguísimas piernas, su pintalabios oscuro y su ceñida pero sobria indumentaria de aire militar huelen a dominatrix, a bondage y a local de intercambio de parejas, un factor que entra en conflicto directo con su discurso y que hace mucho por su carrera. De la misma forma, es consciente de que todos los tipos del Círculo de Igualdad de SePuede, el partido líder de la oposición anticapitalista, le quieren meter la polla por el culo y follársela hasta grabarle en la frente una constelación de heridas provocadas por las puntitas del gotelé de la pared, aunque ninguno pueda expresar abiertamente este deseo dado su evidente trasfondo patriarcal.

La Conferenciante se pone las gafas, carraspea gravemente por tercera vez y comienza a describir el núcleo de su ensayo, una reflexión bastante libre acerca de la hipersexualización en el siglo xxi. Respira tranquila ante el horizonte de la sala, sosegado y silencioso. Nada de pancartas, nada de puños en alto. No ha pasado todavía —y no puede asegurar que vaya a suceder—, pero cada nuevo evento abre un enorme y aterrador abanico de posibilidades. Los temas del ensayo, someramente esbozados, son:

• El sexo como último bastión del capitalismo hiperconsumista.

• Las aplicaciones móviles destinadas a la consecución del denominado «fast sex» como la apología máxima del usar y tirar, con sus implicaciones antiecologistas, antirrevolucionarias y, desde luego, antifeministas.

• El sexo como la obsesión más alienante de la contemporaneidad.

• El orgasmo como «opio del pueblo».

• El poliamor, el amor libre y las nuevas formas de relación como el disfraz progresista bajo el que se ocultan intereses meramente individualistas fácilmente relacionables con el capitalismo y el patriarcado. Y con la publicidad intrusiva. Y con las niñas explotadas en fábricas deslocalizadas en la India. Y con la deforestación. Y con Ronald McDonald.

Mientras habla, la Conferenciante pasa revista a un público cada vez más receptivo. La mayoría son mujeres de entre veinte y cuarenta años. Como excepción, algún varón desperdigado genera un pico en las líneas de cabezas más o menos homogéneas que emergen de los asientos.

En la última fila, discretamente situado en semipenumbra y aislado del resto de asistentes, un tipo con perilla, melena lacia y coleta baja se masturba en silencio. Mientras observa con ojos cánidos a la Conferenciante, fantasea con «la bolchevique». No se trata del alias de un viejo amor de su juventud revolucionaria, sino de una postura sexual ideada junto con sus compañeros de las Juventudes Comunistas durante una asamblea abierta a la que no acudió nadie. La postura, que fue denominada así en detrimento de «la internacional» por votación a mano alzada, es una virguería sexual algo enrevesada durante cuyo ejercicio la mujer, montada a horcajadas sobre el hombre, arquearía la espalda hacia atrás y flexionaría las rodillas usando como apoyo los talones —cerca ya del pino puente—, de forma que la confluencia de las siluetas de los amantes reprodujera la forma de la hoz y el martillo.

La Conferenciante mira al tipo y lo reconoce. Se trata de un cabecilla político, aún emergente, al que se augura un gran futuro dentro de esa «nueva izquierda» que la reverencia. Acude a casi todas sus conferencias, incluso a algunas fuera del país, y repite siempre el mismo numerito. La Conferenciante siente cómo sus pulsaciones se aceleran y se le humedecen las bragas, y concluye los ruegos y preguntas de los Insoportables de forma algo brusca.

i

Valeria y Miranda ven por primera vez un hombre desnudo el 23 de junio de 1988. Es una noche clara y sin estrellas, en un cobertizo oscuro y con termitas. El hombre se presenta como un montañero experimentado. Viene de la sierra de Cebollera, a poco más de una hora en coche de Beratón tomando la carretera n-111. Tiene los ojos pardos, la nariz aguileña como un anzuelo de pesca y un pene blancuzco y flácido, que resplandece en la semioscuridad del cobertizo como un diminuto pez en el fondo abisal.

La visión de aquel miembro de aspecto grotesco es un acontecimiento nuevo para Valeria y Miranda. Pertenecen a una de las primeras generaciones del Beratón libre de hombres y, aunque puntualmente han conocido a otros excursionistas, el intercambio de información nunca se ha tornado tan explícito. El hombre del pito blandurrio les ofrece vino y cigarrillos, placeres que Valeria y Miranda han probado antes y que no desatan en ellas el entusiasmo previsto. En cambio, la fascinación de ambas se divide entre el pene cada vez más erecto del visitante y la caja de galletas Napolitanas que asoma de su mochila.

Cuando las mujeres de Beratón notan su ausencia, hace cuarenta y cinco minutos que ­Valeria y Miranda dormitan arrebujadas en la palangana de la pickup del montañero, quejándose entre sueños del olor a pelo mojado y pienso que las envuelve como una manta de pastor.

iii

iv

Los Predictor de última generación incorporan tres mejoras principales:

Informan del tiempo exacto (días y horas) que la usuaria lleva embarazada.

Indican si la gestación está aún a tiempo de ser frustrada mediante el uso de una de las llamadas «pastillas del día después», cuya capacidad de acción se ha incrementado hasta el punto de ser capaces de detener un embarazo de un mes y medio de antigüedad.

Vibran cuando han generado las respuestas anteriores, una tecnología meramente destinada a mejorar de forma algo abstracta la experiencia de la usuaria, que si bien no resulta particularmente práctica, aumenta la percepción de modernidad y, por ende, la confianza asociada al producto.

Cloe desenvuelve la estrecha cajita de cartón que acaba de adquirir en la farmacia y deposita el papel cebolla sobre la repisa superior del váter.

A continuación, extrae el Predictor de su envase y orina cuidadosamente sobre la parte porosa del pequeño objeto blanco.

Su veredicto supondrá bien un gran alivio o el inicio de un incómodo proceso que podría llevarla a acabar reclinada sobre la fría camilla de su ginecóloga y con trescientos euros menos en su cuenta corriente.

No contempla la opción de tener ese bebé que ahora su naturaleza curiosa y las rémoras de su educación católica se empeñan en perfilar en su imaginación: gordito, rosado, con la nariz chata, sano, vestido de azul, vestido de rosa, dormitando bajo la mirada de vecinas metomentodo que se detienen a poner nota mental a los recién nacidos del barrio, mientras sus madres, primerizas y asustadas, los pasean en brazos como si se tratara de bombas racimo. Lo imagina enfermo, con una malformación congénita que afecta al sistema respiratorio o al cardiovascular, risueño, llorón, con síndrome de Down, con Asperger, con los ojos azules, con la polio.

La maternidad es para ella un panorama aterrador que —piensa— la edad nunca conseguirá teñir de rosa, en contra de los invasivos pronósticos que ciertas amigas —los pezones manchados de leche materna transparentándose a través de camisetas de lactancia con horribles diseños coloristas de Desigual— le dirigen cada vez que tienen oportunidad.

Su madre le dijo hace años que cuando encontrase a la persona adecuada, cuando estuviera enamorada de verdad —ese «de verdad» que solo adquiere legitimidad al ser pronunciado por mujeres en matrimonios considerados exitosos, aunque su éxito se deba más a una resignación bien llevada que a un perpetuo estado de alborozo y disponibilidad sexual—, las ansias por quedarse embarazada acudirían a ella en tropel, como un ejército entusiasta que pasara veloz ­sobre su antigua vida, convirtiéndola en un arrasado solar del que solo asomarían algunos espumarajos de césped, secos y aplastados. El augurio, de momento, no se ha cumplido, aunque Cloe es consciente de estar enamorada de verdad y de que su pareja es el Mejor Novio Posible.

Cloe y el Mejor Novio Posible llevan juntos poco menos de un año y ella está segura de que juntos forman una pareja perfecta y envidiable. Se conocieron durante un festival de autoedición al que Cloe acudió junto a su prima X, una habitual de estos eventos cuya máxima es atrincherarse en el propio puesto y dar algún que otro paseo, sin socializar demasiado y mirando con desdén las publicaciones de aspecto más naíf.

El Mejor Novio Posible formaba parte del equipo de organización del festival y era uno de sus ponentes habituales; en este caso, con una conferencia acerca de las ventajas y desventajas de la autoedición para autores noveles. En aquella ocasión, Cloe había sido la protagonista del evento con sus breves pero muy agudas y divertidas intervenciones durante la ronda de preguntas. Al día siguiente, el ­Mejor Novio Posible pasó por el puesto de la prima para adquirir un par de fanzines a base de collages —que no pensaba abrir— e invitar a Cloe a comer. Ella se encargó de opinar sobre la maqueta del libro aún inédito del Mejor Novio Posible, además de acabar comprometiéndose a escribir un pequeño prólogo. Con esta tarea como excusa, Cloe y el ­Mejor Novio Posible comenzaron a hablar casi a diario y acabaron intercambiando información que trascendía ampliamente lo literario. Finalmente, y tras un par de semanas parapetada en su casa como una refugiada política en una embajada, Cloe se instaló en el hogar del Mejor Novio Posible. Desde entonces no se han separado y Cloe se siente cada vez más enamorada, pese a las reservas derivadas de un pasado de relaciones extremadamente cortas y francamente decepcionantes. La vida junto al Mejor Novio Posible, de momento, tiene el discurrir de un apacible río.

En realidad, si se decidiera a formar una familia, no habría mejor candidato: el Mejor Novio Posible es inteligente y creativo, no le interesa convertir en dramas los pequeños conflictos de pareja (y sabe cómo resolverlos rápida y hasta tiernamente), no se da por vencido ante las adversidades (prueba de ello es el tiempo que ha tardado en conseguir que una editorial acepte su último libro, aquel que estaba terminando cuando conoció a Cloe) y probablemente es el hombre más alejado de la categoría «cabrón de mierda» que Cloe ha conocido en sus veintiocho años de vida. A lo mejor tener ese bebé no es una idea a desestimar tan rápidamente.

Cloe se sienta en el sofá granate del salón y se arropa con la manta escocesa que usan para tapar las quemaduras de cigarrillo de la tapicería. Si se quedara embarazada, es altamente probable que el Mejor Novio Posible dejase por fin de fumar, como ella le ha sugerido decenas de veces. Y ella podría seguir trabajando, desde ese mismo sofá en el que está ahora, e incluso aprovechar el reposo —en caso de resultar necesario— para ­empezar a trabajar en su tesina, esa que el Mejor Novio Posible siempre le anima a comenzar. Porque el Mejor Novio Posible confía plenamente en sus capacidades, y ella en las de él, y puede que sea precisamente eso lo que los mantiene enamorados, esa especie de admiración no idealizada por el otro, esa seguridad de estar con alguien que los iguala, si no los supera, en talento y capacidades.

Cloe mira las cajas de cartón que se suceden en el rellano y que contienen —por fin— el libro recién impreso del Mejor Novio Posible. Aunque han prometido abrirlas juntos por la noche, Cloe no puede resistir la tentación, embriagada por una especie de nostalgia sensiblera que ha empezado a apoderarse de ella a los pocos minutos de mear sobre el Predictor.

Extrae uno de los libros y analiza minuciosamente la cubierta; es laminada, y la ilustración muestra un perro orinando sobre un busto de aspecto clásico, inspirado en los retratos de burgueses italianos de Bernini. Es una imagen que no guarda relación con el contenido del libro, que les ­encanta por su irreverencia hacia el academicismo artístico y que, pese a sus intenciones, huele más a travesurita esnob que a otra cosa.

Cloe pasea por el recibidor con el libro entre las manos y la mirada perdida. Espontáneamente, se le ocurre lo bonito y original que sería colocar el libro en uno de esos marcos blancos con fondo de Ikea y disponerlo sobre la cabecera de la cuna del bebé. Un bebé al que llamarían mediante un nombre compuesto por una mezcla de los de ambos y que sacarían adelante pese a una enfermedad congénita y a un trastorno de hiperactividad infantil que encauzarían de forma positiva, apuntando al niño a clases de teatro o de contrabajo en lugar de atiborrarlo a Ritalin.

Entra en el estudio y lo imagina pintado de blanco roto y decorado con cenefas de hiedras o medias lunas, con la cuna a un lado y el cambiador al otro, la luz entrando por la ventana y proyectando sombras con forma de zepelines y globos aerostáticos, gracias a las pegatinas de vinilo que dispondrían sobre el cristal para fomentar la exultante creatividad del futuro adulto en que al cabo de los años se convertiría el bebé. Un adulto que sería cirujano o músico de jazz o crítica de arte o ingeniera aeroespacial, que los haría sentirse orgullosos de haber traído tanto talento al mundo.