Historia de Japón - Brett L. Walker - E-Book

Historia de Japón E-Book

Brett L. Walker

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Beschreibung

La presente obra nos ofrece un recorrido por la historia de Japón desde la perspectiva que el nuevo periodo que en el que vivimos –lo que muchos geólogos han dado en llamar el Antropoceno– da al historiador de una nación sometida por igual a los cambios históricos y a los naturales. Desde la remota historia de la humanidad en el archipiélago a la crisis de 2011, la obra de Brett Walker aborda temas claves como las relaciones de Japón con sus minorías, el Estado y el desarrollo económico, así como sus aportaciones a la ciencia y la medicina. Partiendo del estudio de los restos arqueológicos antes de proceder a explorar la vida en la corte imperial, el ascenso de los samuráis, los conflictos civiles, los encuentros con Europa y el advenimiento de la modernidad y el imperio, el autor analiza el ascenso de Japón a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, para convirtirse en la nación próspera que hoy es, si bien inmersa en importantes preocupaciones medioambientales. Rico en detalles, aunque de fácil lectura y elocuente en su interpretación del complejo pasado de Japón, este libro está considerado por los expertos como el mejor repaso a la historia japonesa hoy disponible. Desde la remota historia de la humanidad en el archipiélago a la crisis de 2011, Walker presenta los temas centrales del pasado japonés, situando en el contexto global a sus protagonistas históricos, sus legendarios samuráis, sus gentes y la vibrante cultura popular de la posguerra. Un recorrido por la historia de Japón rico en detalles y de fácil lectura.

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Akal / Historias

Brett L. Walker

HISTORIA DE JAPÓN

Traducción: Herminia Bevia Villalba

La presente obra nos ofrece un recorrido por la historia de Japón desde la perspectiva que el nuevo periodo en el que vivimos –lo que muchos geólogos han dado en llamar el Antropoceno– da al historiador de una nación sometida por igual a los cambios históricos y naturales. Desde la remota historia de la humanidad en el archipiélago a la crisis financiera de 2011, la obra de Brett Walker aborda temas claves como las relaciones de Japón con sus minorías, el Estado y el desarrollo económico, así como sus aportaciones a la ciencia, la tecnología y la medicina. Tras el estudio de los restos arqueológicos, el autor hace un recorrido por la vida en la corte imperial, el ascenso de los samuráis, los conflictos civiles, los encuentros con Europa y el advenimiento de la modernidad y el imperio, continuando con el análisis del ascenso de Japón a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial para convirtirse en la nación próspera que hoy es, si bien inmersa en importantes preocupaciones medioambientales. Rico en detalles, de fácil lectura y revelador en su interpretación del complejo pasado de Japón, este libro está considerado por los expertos como el mejor repaso a la historia japonesa hoy disponible.

«Todos los capítulos son concisos, accesibles y se sustentan en las últimas investigaciones. No se me ocurre otro texto que cubra mejor todo el espectro del pasado de Japón.»

Ian Jared Miller, Harvard University

Brett L. Walker es catedrático emérito y profesor de la cátedra Michael P. Malone de Historia en la Universidad Estatal de Montana en Bozeman.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

A Concise History of Japan

© Brett L. Walker, 2015

Publicado originalmente por Cambridge University Press, 2015

© Ediciones Akal, S. A., 2017

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4352-2

Para

LaTrelle

Prólogo

Mientras escribía los últimos capítulos de este libro en el otoño de 2013, el supertifón Haiyan golpeó Filipinas con toda su furia. Muchos observadores consideraron que era la tormenta más poderosa jamás registrada, con vientos sostenidos de 325 kph y picos de 380 kph. Al mismo tiempo que los habitantes de Filipinas intentaban poner a salvo sus vidas, yo escribía sobre la «burbuja económica» y la «década perdida» en Japón, que abarca los años de estancamiento que van de 1990 a 2010. Sin embargo, la «monstruosa tormenta» cambió mis planes. Ya había visto suficiente. Decidí cubrir los trágicos sucesos del 11 de marzo de 2011, cuando Japón sufrió el «triple desastre»: la megasacudida de un terremoto y un catastrófico tsunami, seguidos de una peligrosa fusión nuclear en la planta de Fukushima Daiichi. Al contemplar cómo el supertifón Haiyan golpeaba las islas Filipinas me di cuenta de que los síntomas del cambio climático representaban el desafío más serio para el este de Asia, no el tibio crecimiento económico o el descontento juvenil, ni siquiera las disputas internacionales por las islas Senkaku (Diaoyu). Finalmente, descarté el último capítulo y redacté uno nuevo que incluía la historia de los cambios en el clima, la subida del nivel del mar, las grandes tormentas en el Pacífico y los desastres naturales en el contexto de lo que muchos geólogos han dado en llamar el Antropoceno. Representa una importante desviación de la manera convencional de narrar la historia japonesa y exige asumir por completo la idea de que las islas físicas conocidas como «Japón» son geológica e históricamente inestables.

Acerca del Antropoceno, la Geological Society de Londres ha declarado: «Se pueden aportar argumentos para considerarlo un periodo formal, ya que desde el comienzo de la Revolución industrial, la Tierra ha soportado suficientes transformaciones para dejar una firma estatigráfica distinta de la del Holoceno o las fases interglaciales del anterior Pleistoceno, incluyendo nuevos cambios bióticos, sedimentarios y geoquímicos». En efecto, la Tierra ha experimentado cambios «novedosos» cuya datación coincide con la llegada de la Revolución industrial. Sin embargo, una diferencia importante entre los cambios que condujeron al Antropoceno y al Holoceno previo es que las causas principales ya no son el viento, la erosión, el vulcanismo u otras fuerzas naturales. Más bien son los seres humanos los que están provocando esos cambios. Mientras que las fuerzas naturales que dibujaron la superficie de la Tierra durante el Holoceno eran moralmente inertes, básicamente cambios sin importancia, que ocurrían sin más, detrás de las fuerzas del Antropoceno hay una intención y un diseño. La Revolución industrial, con todos los valores que acarrea, ha servido como motor de cambios bioestratigráficos y litoestatigráficos que están quedando grabados en nuestro planeta. Por ejemplo, si el clima, la altitud y la ubicación geográfica determinaban la distribución de las fábricas durante el Holoceno, como observó el famoso científico prusiano Alexander von Humboldt (1769-1859), en el Antropoceno el factor decisivo fueron nuestras necesidades agrícolas. Así que en vez de escribir una historia nacional al uso, una que concluya con los desafíos económicos, políticos y de política exterior a los que se enfrenta Japón, decidí rematar este libro con la amenaza mundial del cambio climático. He llegado a creer que ante el inminente y enorme espectro del cambio climático en nuestro horizonte planetario colectivo, escribir la historia nacional de una de las principales potencias industriales, que ha contribuido significativamente a las emisiones de efecto invernadero, sin prestar atención a las consecuencias ambientales a corto y largo plazo de las decisiones industriales de ese país, sería el equivalente a negar la evidencia. Considerémoslo de la siguiente manera: Japón se industrializó a finales del siglo XIX, lo que significa que ha disfrutado de los frutos de una sociedad industrial durante aproximadamente un siglo y medio. Si proyectamos nuestra mirada otro siglo y medio en el futuro, el mismo periodo de tiempo, hay quienes calculan que la temperatura subirá diez grados o más, lo que haría inhabitable la Tierra de acuerdo con los estándares contemporáneos. De repente, en el Antropoceno, el tiempo geológico se ha acelerado. Japón tiene un notable desarrollo costero, con millones de personas y miles de millones en inversiones diseminados a lo largo de las zonas bajas anegables. En un siglo y medio Japón sería un lugar muy diferente al que es hoy, con muchas de esas áreas sumergidas o inundadas con regularidad a causa del oleaje provocado por tormentas y tsunamis. Una lección de la ecohistoria, basada en el contexto de la longue durée histórica de Fernand Braudel (1902-1985), es que el estadio físico en el que se despliega nuestro pasado es inestable y dinámico, al igual que las sociedades humanas que alberga y sustenta. Pero el cambio climático amenaza con amplificar varias veces ese proceso de transformación.

Dicho esto, nuestro libro no es per se una historia del medio ambiente, sino más bien lo que yo imagino que debería ser la historia en el siglo XXI: capas de hielo y glaciares que se funden, variaciones en los niveles del mar e incremento de las tormentas. Se trata de una historia escrita en el Antropoceno. Hago una exposición seria de los cambios sociales, políticos y culturales en Japón, ya que encarnan los valores que dirigen la interacción japonesa con el mundo, incluyendo la rápida industrialización a finales del siglo XIX. Esta obra combina enfoques diferentes de la historia –social, de género, cultural, político y biográfico–, porque representan un intento de exponer una narración más completa que permita una mejor comprensión de la evolución de Japón. Aunque Japón, y otro puñado de naciones industrializadas, cargan con la parte del león de las emisiones de efecto invernadero y el cambio climático de origen antropogénico, el peso del cambio en la Tierra será compartido por todo el mundo y por todas las especies, incluidas aquellas consideradas tradicionalmente sin historia. Enfoquémoslo de esta forma: el alce del Gran Ecosistema de Yellowstone, lo que llamo hogar, no ha desempeñado virtualmente ningún papel en el cambio climático terrestre, pero a medida que sus ecosistemas se calientan y se vuelven inhabitables –como el descenso en el número de alces en Yellowstone sugiere–, compartirán las consecuencias. El peso moral de la asunción de responsabilidad por esos cambios –quizá no por la extinción regional de los alces, pero sí por las continuas inundaciones en Indonesia–, y la comprensión de los retos que plantean a nuestros hijos, deberían formar parte de nuestras narrativas históricas, al menos al metanivel de las historias nacionales y mundiales. De ahí mi decisión de convertir el cambio medioambiental en una parte clave de la historia japonesa.

Para hacerlo, en este trabajo he partido de extraordinarios estudios de muchos colegas en historia medioambiental y de Japón. Uno de los grandes desafíos ha sido revisar y redescubrir buena parte de este saber académico que estaba cogiendo polvo en mis estanterías. Para dar las gracias a todas esas personas tendría que contar con muchas más páginas en una historia menos concisa que la que los editores de esta serie probablemente imaginan, pero la mayoría verán reconocidas su contribución y sus ideas en este libro. Aprecio, como siempre, el generoso respaldo del Departamento de Historia, Filosofía y Estudios Religiosos de la Universidad Estatal de Montana, en Bozeman; de Nicol Rae, decano del College of Letters and Science de la Universidad de Montana; y de Rene A. Reijo-Pera, vicepresidente de Investigación y Desarrollo Económicos de la misma universidad. Su compromiso a la hora de generar nuevos conocimientos hace que sean posibles proyectos como este. Tres personas han leído atentamente este manuscrito: mi alumno de posgrado Reed Knappe; mi colega en el Departamento de Inglés, Kirk Branch; y mi compañera, LaTrelle Sherffius. Agradezco las muchas sugerencias y correcciones, que sin duda han fortalecido este trabajo. No obstante, a pesar de la combinación de esfuerzos, quedarán algunos errores, que me adjudico en exclusiva.

Brett L. Walker

Bozeman, Montana

Introducción

La historia de Japón

Hasta este día, la influencia japonesa desafía muchos supuestos sobre la historia mundial, en particular las teorías que tienen que ver con el ascenso de Occidente y el motivo por el cual, planteado de manera simple, el mundo moderno tiene la apariencia que tiene. No fueron la gran dinastía Qing china (1644-1911) ni el extenso Imperio maratha indio (1674-1818) los que se enfrentaron a las potencias estadounidense y europeas durante el siglo XIX. Fue Japón, un país de 377.915 km2, aproximadamente el tamaño del estado de Montana (mapa 1). Esta pequeña nación insular no sólo mantuvo a raya a las grandes potencias de ese siglo, sino que las emuló y compitió con ellas por las mismas ambiciones mundiales, a menudo despreciables. Durante la segunda mitad del siglo XX, después de la Guerra del Pacífico, Japón fue reconstruido y se convirtió en un modelo de industrialización al margen de Estados Unidos y Europa, con empresas tremendamente exitosas como Honda y Toyota, ahora compañías nacionales. Tanto las madres de clase media estadounidenses como los yihadistas en Afganistán conducen vehículos Toyota. Japón se encuentra ahora en el ojo de un huracán mundial diferente. En los primeros años del siglo XXI se ha visto inmerso en los problemas de las economías industriales y el cambio climático, porque, como un país constituido por islas con un desarrollo costero extensivo, tiene mucho que perder como resultado de la elevación del nivel del mar y el creciente número de violentas tormentas en el Pacífico. Japón sigue situado en el centro del mundo moderno y de sus retos más serios.

Mapa 1. Japón.

Para familiarizarnos con el ritmo de la historia japonesa, tomemos las vidas de dos figuras destacadas. Fukuzawa Yokichi (1835-1901), un orgulloso samurái nacido en Osaka y criado en la isla de Kyushu, en el sur, ejemplifica muchas de las primeras experiencias de Japón en la era moderna. A lo largo de su vida contempló, no como observador pasivo, sino como uno de sus principales artífices, cómo su país se transformaba de un batiburrillo de reinos en una nación con un vasto alcance militar y aspiraciones económicas globales. Desde que era un niño samurái que recorría las polvorientas calles de Nakatsu, Fukuzawa albergó el sueño de romper las cadenas de las prácticas confucianas y viajar para descubrir qué diferenciaba al mundo occidental.

A la temprana edad de doce o trece años, Fukuzawa robó un papel con un talismán sagrado de su casa, que supuestamente protegía a su familia de calamidades como el hurto y el fuego. Entonces, hizo lo que para muchos habría sido impensable: «Deliberadamente lo cogí cuando no miraba nadie, pero no se produjo ninguna venganza celestial». No satisfecho con irritar a las deidades sintoístas locales, tiró el talismán a la letrina. Siguió sin desatarse la rabia divina. Siempre dispuesto a desafiar las creencias japonesas, el recalcitrante Fukuzawa provocó aún más a los dioses reemplazando las piedras sagradas del altar Inari en el jardín de su tío por otras variadas escogidas por él mismo. Cuando llegó la temporada del festival de Inari, la gente acudió al santuario para orar, colgar amuletos en forma de banderines de tela, tocar tambores y cantar. Fukuzawa se reía entre dientes: «Ahí están esos idiotas, adorando mis piedras». Durante la mayor parte de su vida, Fukuzawa no sintió otra cosa que desprecio por sus tradiciones, sustentadas en la filosofía conservadora japonesa en lugar de en el progresista individualismo occidental. Este rechazo de la tradición, ejemplificado en su burla de las tradiciones de Inari y en su asunción de la modernidad ejemplificada por la determinación racional a la que las deidades de Inari no prestaban la debida atención, son emblemáticos de la experiencia japonesa en el siglo XIX.

Dentro de esa moda, Fukuzawa pisotea un supuesto sagrado tras otro. Durante su vida es testigo de la transformación de Japón de un país dirigido por hombres que portan espadas, visten pantalones que recuerdan a faldas (hakama) y llevan la cabeza afeitada (chonmage), al único país asiático que desafió con éxito a Estados Unidos y al imperialismo europeo. Cuando Fukuzawa parte por última vez de la heredad de Nakatsu, «escupe en el suelo y se aleja rápidamente». En ciertos aspectos, eso es justo lo que Japón hace a mediados del siglo XIX después de la Restauración Meiji (1868): Fukuzawa y toda su generación escupen sobre siglos de asunciones políticas y culturales y, con un raro sentido de regeneración nacional, trazan un nuevo rumbo hacia la supremacía mundial y, en definitiva, la destrucción nacional y el eventual resurgir tras la guerra. Japón se enfrenta en la actualidad a una serie de desafíos nacionales que ni siquiera el inteligente Fukuzawa habría jamás imaginado. Algunos de ellos, como el cambio climático y el aumento del nivel de los mares, eclipsan las amenazas de los «barcos negros» estadounidenses del siglo XIX. Estudiando el pasado de Japón, quizá podamos aclarar cómo esta nación, tan dotada para el arte del renacimiento, podría abordar estas nuevos retos mundiales. Tal vez Japón podría encontrar un modelo de regeneración para todos nosotros.

La vida de Ishimoto Shidzue (1897-2001) comienza donde acaba la de Fukuzawa, al despuntar el siglo XX. Sus experiencias fueron similares, aunque ella luchó contra un nuevo tipo de nacionalismo japonés y la fascista «ideología del sistema imperial». Ella vivió en una era diferente de renacimiento. Criada en una familia conservadora, mal preparada para rebelarse contra las tradiciones, Ishimoto no sólo cargaba con el legado de la norma samurái, sino también con la actitud confuciana hacia las mujeres. Como a cualquier joven acomodada, su madre le enseñó con diligencia que «primero era el hombre, la mujer detrás». Aunque fue educada a la «manera japonesa», recordaba que «las influencias occidentales se colaban en nuestra vida poco a poco». Sin embargo, en Japón también aumentaba la reacción conservadora. Ishimoto lo detectó astutamente mientras estaba en el colegio: los profesores enseñaban a los chicos a convertirse en «grandes personalidades», a las chicas las educaban para ser «esposas obedientes, buenas madres y leales guardianas del sistema familiar». A inicios del siglo XX, los cuerpos femeninos se transformaron en campos de batalla en los que los activistas políticos, los intelectuales públicos y los artífices de la política gubernamental libraban batallas campales por el legado de las reformas Meiji. En una reveladora narración, recuerda una visita a su escuela del emperador Meiji. «Al ser homogéneos desde el punto de vista de las tradiciones raciales, éramos una familia importante en el imperio insular encabezado por dirigentes imperiales», recordaba. Y se preguntaba: «¿Cómo podía una muchacha como yo nacida durante la era Meiji, cuando la principal expectativa política era la restauración del emperador, no emocionarse ante la fuerza espiritual que él simbolizaba?». Cuando el general Nogi Maresuke (1849-1912), héroe de la Guerra Rusojaponesa (1905), se suicidó en señal de sumisión junto con su esposa tras la muerte del emperador Meiji en 1912, Ishimoto mostró una callada reverencia. «Sentada en mi silenciosa habitación, en la que había colocado la foto del general sobre la mesa y quemado incienso, recé por su noble espíritu sin pronunciar una palabra», rememoraba. Como otros muchos, Ishimoto se rebelaba a veces contra el espíritu del nacionalismo Meiji, pero también le rendía culto ante su altar.

El culto al emperador representó el anclaje para la emergencia de Japón como una nación a comienzos del siglo XX, pero también lo hicieron formas de compromiso global con la modernidad. Mientras Ishimoto visitaba Estados Unidos en 1920, conoció a la feminista Margaret Sanger (1879-1966) y se convirtió en una activista a favor de las causas de las mujeres, en particular de sus derechos reproductivos. Sin embargo, la Guerra del Pacífico desbarató temporalmente su campaña en pro de los derechos femeninos. En la década de 1930, en vísperas de la catastrófica contienda, Ishimoto hacía la siguiente consideración: «Recientemente, una reacción nacionalista contra el liberalismo ha barrido todo lo que le precedió en el imperio insular. El fascismo, con un fuerte regusto militarista, no es un defensor del feminismo y su intenso aliento humanista». Durante la vida de Ishimoto Japón mandó sus acorazados y portaaviones a librar una «guerra santa» contra Estados Unidos y los aliados, decidido a instaurar un «nuevo orden» en Asia. Según el argumento de muchos intelectuales japoneses, lo que estaba en juego en el Pacífico era la «salvación del mundo».

JAPÓN EN LA HISTORIA MUNDIAL

Si colocamos a Japón en el contexto de la historia mundial, nuestra historia reemplaza un mito persistente: que Japón tiene una especial relación con la naturaleza, no intervencionista, más subjetiva y a menudo benéfica, una relación que, con las divinidades sintoístas, considera el mundo natural algo vivo, interrelacionado con los continuos vitales del budismo y acotado por ritos confucianos. El mito insiste en que los japoneses no interpretan la naturaleza como un recurso inanimado y despersonalizado para la explotación industrial. Más bien se adaptan a la naturaleza generando holismo entre las esferas cultural y natural. El entorno natural del que dimanan los japoneses, que limita el desarrollo industrial sin alma y da forma a su compleja cultura nacional.

Este estereotipo lleva siglos en vigor. Hace tiempo, el sociólogo Max Weber (1864-1920) sostenía que a diferencia de la filosofía europea, que aspiraba a adecuar el mundo para adaptarlo a los requerimientos humanos, el confucianismo, filosofía central de Asia Oriental, busca el «encaje con el mundo, su ordenación y sus convenciones». En otras palabras, Europa Occidental adaptaba el mundo natural en su beneficio, mientras las sociedades confucianas se amoldaban pasivamente a él. Como sociedad confuciana, en ocasiones se considera que el Japón premoderno se adecua al ámbito natural, una sociedad en armonía con la naturaleza que no violenta el medio ambiente para que se pliegue a sus necesidades económicas. Como resultado, Weber reitera que «el pensamiento sistemático y naturalista [...] no consigue madurar» en las sociedades confucianas. Para Weber, esta predisposición de servidumbre ante la naturaleza retarda el desarrollo y permite que las sociedades confucianas sean víctimas de los depredadores occidentales.

Como demuestra nuestra historia, la relación de Japón con el entorno natural ha sido con frecuencia intervencionista, exhaustiva, explotadora y controladora, similar a la europea después de la Ilustración. Satô Nobuhiro (1769-1850), un ecléctico filósofo moderno, entendía que la naturaleza estaba dirigida por fuerzas creativas, unas fuerzas animadas por las divinidades sintoístas. No obstante, al describir el papel de la economía en el contexto del desarrollo estatal recordaba más al economista escocés Adam Smith (1723-1790) que a un filósofo del sintoísmo nativo. Por ejemplo, cuando ilustra la función del gobierno en Keizai yôryaku (Compendio de economía, 1822): «El desarrollo de bienes es la primera tarea del gobernante». Satô sugiere que los humanos se organizan en Estados para explotar mejor los recursos y controlar la energía.

Es importante destacar que el desarrollo al que Satô aspiraba era en gran medida de diseño humano, la contribución de Japón a los primeros registros del Antropoceno, caracterizado por la omnipresencia del cambio inducido por el hombre en la Tierra. En su primitiva historia, los japoneses empezaron a descubrir y explotar el medio ambiente natural a través de la ingeniería de las islas. De hecho, Japón podría ser visto como un archipiélago construido, una cadena de islas consideradas como un espacio controlable, explotable, distinguible y casi tecnológico. Este proceso comenzó pronto en la historia de Japón. Según afirma un historiador, con la llegada de la agricultura llegó un «cambio fundamental en la relación entre los humanos y el mundo natural». Los humanos empezaron a «afectar a otros organismos» y a «rehacer el medio ambiente no vivo» para controlar mejor el acceso al abastecimiento de comida y la energía. La agricultura implicó la eliminación de especies indeseables, la creación de paisajes artificiales y un incremento de la productividad de las especies deseables mediante un mejor acceso al agua y la luz del sol. Los humanos transformaron los organismos que tenían a su alrededor gracias a la ingeniería genética de los cultivos y a la exterminación de especies amenazadoras, como los lobos japoneses. A medida que creaban este paisaje agrícola, los humanos «pueden haber experimentado una sensación cada vez más fuerte de separación entre los mundos “natural” y “humano”», o un sentimiento de «alienación» de las condiciones naturales.

A la larga, esta alienación cosifica la naturaleza y hace más fácil un aprovechamiento indiferente de la misma. Los historiadores han identificado esta hipótesis de «muerte de la naturaleza» por cosificación con la cultura posterior a la Ilustración europea. No obstante, como veremos, la cultura japonesa experimentó un proceso de alienación similar. A lo largo del tiempo histórico, la naturaleza en Japón iba siendo lentamente destrozada, aunque filósofos y teólogos la reparaban de nuevo y le insuflaban la vida antropomórfica de las deidades sintoístas y budistas. La naturaleza se convirtió en una marioneta del ansia humana de recursos y energía, aunque los observadores han confundido durante mucho tiempo este deshilachado títere natural con una naturaleza viva y autónoma.

ESCRIBIR LA HISTORIA DE JAPÓN

«La consciencia histórica en la sociedad moderna se ha visto abrumadoramente enmarcada por el Estado nación», escribe un historiador. Aunque la nación es una entidad disputada, manipula la histo­ria y garantiza la «falsa unidad del mismo sujeto nacional que evoluciona en el tiempo». Es la nación «que evoluciona en el tiempo» lo que, como japoneses, reclaman los cazadores prehistóricos del periodo Jômon (14.500 a.E.C.-300 a.E.C.) y los agricultores del periodo Yayoi (300 a.E.C.-300 E.C.), porque el aparente desarrollo evolutivo también puede ser leído en orden inverso. Estas narrativas acerca de la historia nacional casi siempre imponen una cadena evolutiva en el pasado. A este respecto, un historiador insiste en que «la nación es un sujeto histórico colectivo listo para realizar su destino en un futuro moderno». En otras palabras, estamos condicionados para leer las historias nacionales como anticipación del surgimiento del Estado moderno, como si su aparición fuese inevitable. Una importante nota de advertencia a la hora de narrar historias nacionales como esta: «En la historia evolutiva, se contempla el movimiento histórico como producido sólo por causas anteriores, en vez de por complejas transacciones entre el pasado y el presente». En lugar de considerar la historia como un movimiento lineal y fluido desde una causa a la siguiente, que conduce constante e inexorablemente al surgimiento de la nación moderna, esta narración es más sensible a los debates políticos y culturales contemporáneos, y a los matices que enmarcan cuestiones impuestas en el pasado. Por supuesto, la historia trata con más frecuencia debates políticos y culturales del presente que del pasado. Un tema principal es el cambio medioambiental, porque ese es el desafío de nuestro tiempo.

Esta breve historia no descarta por completo la realidad del poder de la nación moderna en el tiempo y su capacidad para modelar las identidades de la gente a la que proclama como sus primeros miembros. Los cazadores Jômon no se veían a sí mismos como «japoneses», ni lo hacían sus sustitutos Yayoi. Los Heian consideraban sus posiciones en la corte mucho más importantes que «Japón», al igual que los posteriores samuráis, que se desplazaban de acuerdo con los ritmos de un sistema de estatus jerárquico. En este aspecto, la nación moderna es una «comunidad imaginada» reciente, inventada a través de museos, planes de estudio, vacaciones y otros eventos nacionales. Como escribe un antropólogo, la nación «es imaginada porque los miembros de incluso la nación más pequeña nunca sabrán de la existencia de la mayoría de sus conciudadanos, siquiera los conocerán u oirán hablar de ellos, aunque en la mente de cada uno de ellos pervive la imagen de su comunión». En las naciones modernas, ciudadanos y súbditos aprenden que comparten afinidades con personas a las que nunca han conocido. Como veremos, los japoneses conciben sus comunidades a través de discursos de un entono natural compartido, claramente delineado por los mares que los rodean, así como por una historia, un lenguaje y prácticas culturales comunes. En estas páginas oiremos hablar de muchos de ellos porque son importantes en la formación de Japón.

Sin embargo, esta historia no considera necesariamente a las naciones como «imaginadas». Las naciones no son meros fragmentos del imaginario cultural. Dado que uno de los temas de este relato son las relaciones de la gente con el medio ambiente natural, deja al descubierto la huella material de las poblaciones japonesas en el transcurso de su historia. Dibuja una presencia a la que han dado forma generaciones de cuerpos pudriéndose en el suelo, hombres y mujeres que han sacado peces de los mismos ríos y aguas costeras, han transformado paisajes que reflejan valores compartidos de subsistencia e ideas transitorias transmitidas de unos a otros durante siglos y que determinan una manera clara de ser. Visto desde esta perspectiva, los primitivos habitantes Jômon, aunque no lo sabían, realmente pueden ser considerados como los primeros «japoneses». La hegemonía de esta nación a lo largo del tiempo se construye, de modo esencialmente material, sobre la gente que la precedió. En este sentido, la «tradición» no es forzosamente el chivo expiatorio de la modernidad, como aducen algunos historiadores. Se ha afirmado que la modernidad necesita la «invención de la tradición» para su propia demarcación histórica, pero los antiguos pobladores de Japón, personas a las que por conveniencia podríamos denominar «tradicionales», poseían usos importantes rastreables, prácticas grabadas con firmeza en Japón y que impregnan la vida moderna. Esas prácticas configuraron la evolución de Japón como nación moderna, no al revés. Etiquetar a un cazador Jômon con el título de «japonés» y adjudicarle luego los horrores de la masacre de Nanjing (1937) es endosarle cargas que habrían sido inimaginables para él. Pero los cazadores Jômon murieron y se pudrieron en suelo japonés. Su progenie y su relevo Yayoi adoptaron ideas y elecciones que estamparon en sí mismos, en sus organizaciones sociales, en sus sistemas políticos y en el paisaje. Esas huellas fundamentales modelaron a su progenie, a los descendientes de esta y así sucesivamente. Eventualmente, esas personas, guiadas generación tras generación por impulsores materiales y culturales, decidieron saquear la ciudad de Nanjing durante la pregonada «gran guerra de Asia Oriental».

Quizá la nación sea en parte imaginada, pero no a partir de la nada. Tampoco se trata de un fenómeno enteramente forzado. Eso es lo que sucede en el caso de la historia japonesa. Por esta razón, incluso frente a los nuevos dilemas globales del cambio climático, la nación moderna sigue siendo una categoría importante de análisis histórico.

1

Nacimiento del Estado Yamato

(14.500 a.E.C.-710 E.C.)

El medio ambiente de Japón demostró ser mucho más que un simple escultor de la civilización japonesa, en la que el viento y la lluvia tallaron laboriosamente durante siglos los intrincados contornos de la vida nipona. Más bien fue un producto de la civilización japonesa. Los antiguos habitantes de las islas, desde la fase arqueológica Yayoi (300 a.E.C.-300 E.C.) en adelante, esculpieron, recortaron, quemaron y dieron forma con la azada a sus necesidades de subsistencia y sensibilidades culturales en las llanuras de aluvión, los bosques, las cadenas montañosas y las bahías del archipiélago, transformándolo, como un colosal bonsái, en una manifestación material de sus necesidades y deseos. Esa es la discordancia más profunda entre las etapas Jômon (14.500 a.E.C.- 300 a.E.C.) y Yayoi: la introducción de la cultura de Asia Oriental y su efecto transformador sobre el archipiélago. Este capítulo explora la aparición del más antiguo Estado japonés y cómo su desarrollo estuvo íntimamente conectado con la transformación medioambiental.

PRIMEROS CAZADORES-RECOLECTORES Y COLONIZADORES

El Pleistoceno, hace entre 2,6 millones de años y 11.700 años A.P., fue testigo de la primera oleada de primitivos homínidos, animales no humanos, y migraciones incidentales de plantas desde Eurasia al archipiélago japonés. Sin embargo, Japón no era un archipiélago en esa época. Estaba conectado al continente por el sur y por el norte a través de tierras bajas costeras, que formaban una media luna terrestre con el mar de Japón y constituían lo que debió de ser un impresionante mar interior. Aún es tema de debate si llegaron modernos homínidos de África y desplazaron a los antiguos o si los llegados primero evolucionaron para convertirse en modernos, pero 100.000 años A.P. muchos cazadores paleolíticos recorrían Eurasia y algunos de ellos fueron a parar a ese creciente terrestre persiguiendo presas y otros recursos alimenticios. El descubrimiento en 1931 de un hueso de la parte izquierda de la pelvis sugiere que estuvo habitada en el Paleolítico, pero los ataques aéreos destruyeron el hueso durante la Guerra del Pacífico (1937-1945) y el hallazgo sólo fue reivindicado gracias a que posteriormente se desenterraron otros restos paleolíticos en Japón.

Estos cazadores paleolíticos, y luego mesolíticos, perseguían y cazaban grandes presas, incluyendo al elefante Palaeoloxodon y al ciervo gigante. Ellos y sus presas asistieron generación tras generación a la transformación de los rasgos geográficos de Japón, a medida que la fluctuante climatología y los niveles del océano permitieron que el continente reclamase ese creciente de tierra para sí y después lo perdiese, hace alrededor de 12.000 años A.P., cuando las aguas anegaron las tierras bajas costeras y crearon la cadena de islas. Los lingüistas señalan para esos primitivos cazadores tres grupos filogenéticos diferenciados, que marcan rutas de migración: uraloaltaico (japonés, coreano, lenguas del norte y este de Asia y turco), chino (tibetano y birmano) y austroasiático (vietnamita, jemer y varios idiomas minoritarios en China). En las etapas finales del Pleistoceno, los primitivos cazadores japoneses habían sobreexplotado a la mayoría de los mamíferos gigantes del archipiélago, confinados geográficamente con hambrientos homínidos, en la conocida como «extinción del Pleistoceno».

Fueran cuales fueran las lenguas que hablasen, no eran las únicas tribus cazadoras que vagaban por aquella media luna. Habían llegado, además, los lobos. Se han encontrado cráneos de lobo siberiano en todo Japón. A finales del Pleistoceno, esos lobos cazaban y se alimentaban en los bosques de coníferas del norte en Honshu, donde abatían enormes piezas como el bisonte estepario. Los bisontes eran grandes, con cuernos de hasta un metro de envergadura de un extremo a otro de su cráneo, pero el lobo siberiano también lo era. De manera oportunista, se desplazaban entre las manadas en busca de animales rezagados y heridos. Podemos aventurar que los homínidos no fueron los únicos cazadores responsables de la extinción del Pleistoceno, o al menos los únicos en apropiarse de las piezas. Al separarse el archipiélago del continente, hace unos 12.000 años A.P., los bosques de coníferas cedieron paso a especies de crecimiento caduco, devorando valiosos pastos para los grandes bisontes y sus hambrientos perseguidores. El clima varió y los cambios en la composición del bosque contribuyeron a la extinción del Pleistoceno. Aislado ahora, con las presas grandes extinguidas, el lobo siberiano redujo su tamaño hasta convertirse en el lobo japonés, más pequeño, que a su vez se extinguiría a comienzos del siglo XX. En este periodo se produjo la emergencia de especies comunes de Japón, como el ciervo japonés, el jabalí y una serie de animales de menor tamaño. La turbulenta geografía de Japón, su transformación de una media luna terrestre en un archipiélago, orientó su historia –en el caso de los modernos homínidos, sus patrones de asentamiento, disposiciones de alojamiento y circuitos de caza; en el del lobo, la forma y tamaño de su cráneo–, pero los posteriores colonos humanos, en especial tras la fase Yayoi, demostraron ser más eficaces a la hora de modificar su hogar insular para adaptarlo a sus necesidades de subsistencia y culturales.

Alrededor de 12.700 años A.P., mientras el creciente terrestre pasaba a ser un archipiélago, los cazadores descubrieron, o se encontraron con (aún está pendiente de veredicto entre los arqueólogos), un monumental avance tecnológico: la alfarería. Los fragmentos más antiguos proceden de la cueva de Fukui, en el noroeste de Kyushu, una zona que sirvió de canal para el intercambio con el continente. Con el agravante de que nada tan antiguo ha sido desenterrado en China, e incluso podríamos decir que en ninguna otra parte. Los arqueológos se refieren a ese pueblo como Jômon (dibujo de cuerda), porque las piezas están a menudo adornadas con elaboradas marcas de cuerda en torno al borde y otras partes en las vasijas. Este adelanto tecnológico permitió que esos cazadores se hiciesen más sedentarios, ya que ahora podían preparar verduras y mariscos antes no comestibles, así como hervir agua del mar para obtener sal para el consumo y el comercio. Los cultígenos se convirtieron en recurso durante la última fase del periodo Jômon, pero la agricultura simple resultó más limitada que en otros grupos neolíticos. El primer hombre Jômon, el Adán japonés, descubierto en 1949 sepultado en posición flexionada en el conchero de Hirasaki, medía 163 cm de alto, aproximadamente 3 cm más que la media, y las mujeres eran considerablemente más bajas. Las muelas del juicio sin desgaste y otras evidencias sugieren una corta expectativa de vida, en torno a los veinticuatro años para las mujeres y quizá una década más para los hombres. A lo largo de los siglos, los estilos de la alfarería Jômon variaron, aunque continuó siendo ornamentada, con dibujos e impresiones en remolino, asas elaboradas y otros motivos decorativos, y formas delicadas de base estrecha y poco práctica. Las bases puntiagudas habrían sido muy adecuadas para la vida nómada, ya que permitirían mantener en pie la jarra en tierra suelta o arena, pero poco prácticas para un hogar de suelo compactado. No obstante, la creciente sofisticación de la alfarería apunta a fines rituales y empleo doméstico, lo que nos ofrece un primer vistazo de la vida religiosa de los primitivos habitantes del archipiélago.

Los cazadores de la fase Jômon desarrollaron arcos, que lanzaban mortíferos proyectiles a mayor velocidad que las anteriores lanzas. Los perros salvajes, que probablemente migraron a la media luna creciente con los primeros cazadores paleolíticos, cazaban piezas pequeñas con los Jômon. Los restos de esqueletos de perros similares a lobos de los conchales de Natsushima, en la prefectura de Kanagawa, datan de 9.500 años A.P. Los arqueólogos han descubierto sofisticados sistemas de trampas en forma de pozos, sin duda utilizados para atrapar y empalar jabalíes y otras presas. Los Jômon también subsistían a base de frutos y nueces, bulbos y tubérculos amiláceos, moluscos, almejas y ostras, pescados como el besugo y otras fuentes de alimento. Cabezas de arpones y anzuelos de hueso de las pozas conchíferas de Numazu apuntan a que eran pescadores razonablemente habilidosos. Pero esto no era suficiente: los restos de esqueletos muestran que los Jômon vivían en un estado de malnutrición casi constante, en la cúspide de la inestabilidad reproductiva. Una dieta a base de frutos secos con elevado contenido calórico determina que los dientes de la mayoría se pudrían dolorosamente. En los asentamientos Jômon más grandes las viviendas estaban dispuestas según un plano circular, con un espacio común central para enterramientos, almacenamiento de alimentos y funciones ceremoniales. Las mejores moradas, con postes interiores que sustentaban tejados de paja, permitieron a los Jômon acumular más posesiones, incluyendo dogû, o figuritas de barro cocido (figura 1). Con frecuencia, estas figuritas representan mujeres con pechos exuberantes, lo que apunta a que su finalidad ritual tenía que ver con la reproducción y los partos seguros. Los objetos fálicos sugieren rituales de fertilidad. Los motivos en forma de cabeza de serpiente ofrecen tentadoras evidencias de ceremonias relacionadas con estos reptiles, tal vez conducidas por los chamanes de la aldea. Los esqueletos a los que faltan dientes adultos indican la extracción ritualizada de piezas, es probable que como un rito de mayoría de edad. Algunas de las vasijas más grandes de barro, llamadas «ollas de placenta», contienen restos placentarios e incluso restos de bebés, lo que demuestra elaborados sistemas de enterramiento y ceremonia.

Figura 1. Figurita de la fase Jômon, prefectura de Miyagi.

Por muy sofisticada que llegase a ser la vida de los Jômon, siempre estaban en el límite de la supervivencia y su sociedad resultó estar mal preparada para los cambios del entono y la merma de la caza. En torno a 4.500 años A.P., un descenso en las temperaturas del globo provocó un aluvión de especies herbáceas que llevó a la reducción de las poblaciones de mamíferos y de frutos secos. Muy pronto, los Jômon fueron vulnerables a la escasez de comida y al hambre. Hasta para el fino olfato de los fiables perros de caza era difícil encontrar jabalíes y ciervos, por lo que los Jômon pasaron a matar piezas más pequeñas y muchos asentamientos del interior se desplazaron a áreas costeras para mejorar las posibilidades de recolección y pesca. Algunos sostienen que la población de 260.000 habitantes de Japón hace 4.500 años A.P. pudo descender a 160.000 en el transcurso del siguiente milenio. El pueblo Jômon había alcanzado los límites de su adecuación a la naturaleza cambiante de su tierra.

LA LLEGADA DE LA AGRICULTURA

Hablando en sentido estricto, han sobrevivido en el registro arqueológico evidencias de una incipiente agricultura neolítica desde el Jômon Medio (3000 a.E.C.-2400 a.E.C.). Los Jômon cultivaban ñame y taro, que probablemente provenían del sur de China; también manipularon el crecimiento de bulbos de lirio, castaños de Indias y otras plantas cruciales para su supervivencia. El almidón de los bulbos de taro y lirio cocido en bandejas de mimbre producía un pan básico, cuyos restos preservados han desenterrado los arqueólogos en la prefectura de Nagano. En la alfarería del Jômon Tardío (1000 A.P.-250 A.P.) los arqueólogos observan trazas de impresiones de granos de arroz. Así pues, el pueblo Jômon mantenía cultivos sencillos, pero no modificó el medio ambiente por motivos agrícolas más allá de la deforestación localizada. La ingeniería ambiental de los cultivos corresponde a la cultura de la fase Yayoi (300 a.E.C.-300 E.C.). Los primeros emplazamientos Yayoi fueron excavados en 1884 en el campus de la Universidad de Tokio; posteriores hallazgos en 1943 en la prefectura de Shizuoka ayudan a esclarecer los rasgos distintivos del periodo Yayoi.

Al inicio, la agricultura Yayoi se restringió probablemente al alforfón y la cebada cultivados en el sur, en la isla de Kyushu. Se cree que ambos cereales tuvieron su origen en el continente y fueron llevados por emigrantes Yayoi. A juzgar por los restos de cráneos, representan una nueva oleada de migración al archipiélago, ya conviviesen con los Jômon neolíticos o los desplazasen poco a poco. Al parecer eran originarios del norte de Asia, mientras que se cree que la mayoría de los Jômon procedían del Sudeste Asiático. Estos emigrantes eran más altos y tenían caras más largas, pero a lo largo de la fase Yayoi perdieron parte de su estatura, quizá como resultado de las persistentes deficiencias nutricionales. No obstante, una vez en el archipiélago se reprodujeron a un ritmo más rápido. De hecho, las tasas de reproducción de los Yayoi fueron tales que algunos opinan que 300 años después de su llegada al archipiélago constituían alrededor del 80 por 100 de la población. Sencillamente, resultaron ser más saludables y fecundos que los anteriores cazadores-recolectores.

Los nuevos colonos trajeron también los conocimientos y capacidades técnicas para el cultivo de arrozales. La fase Yayoi se corresponde con las dos dinastías Han en China (206 a.E.C.- 220 E.C.), que en sus registros se refieren al archipiélago como el «reino de Wa». Con los nuevos emigrantes, las técnicas del cultivo del arroz se extendieron por el reino de Wa, abarcando aproximadamente el oeste y el centro de Japón. La primitiva ingeniería de los arrozales Yayoi era sofisticada: elaborados sistemas de canales de irrigación, presas, terrazas y compuertas de entrada y salida del agua garantizaban que el arroz fuese correctamente irrigado. Gracias a la agricultura del arroz, los arqueólogos estiman que la población Yayoi pudo oscilar entre 600.000 y 1 millón en los primeros siglos de la Era Común. Resulta interesante que algunos historiadores sostengan que la génesis de la esfera cultural de Asia Oriental se produjo entre 221 a.E.C. y 907 E.C., al mismo tiempo que el humanismo confucionista, la teología budista y la escritura kanji china se extendían por el continente y más allá. Podríamos incluir también los arrozales como una característica definitoria de la civilización de Asia Oriental. El confucianismo aún había de reestructurar el enfoque japonés de la familia, la sociedad y el gobierno, pero con la llegada de la agricultura del arroz, Japón quedó ya atrapado en la atracción gravitacional de Asia Oriental.

La influencia cultural Yayoi entró en el archipiélago a través de la península Coreana, como resultado de la conquista por parte de la dinastía Han del reino de Gojoseon (233 a.E.C.-108 a.E.C.). En el 108 a.E.C., el emperador Wu de la dinastía Han estableció en la península de Corea cuatro puestos avanzados para gobernar la región y a su gente, y el archipiélago se benefició de este nuevo canal abierto con China. Espejos de bronce chinos, objetos coreanos, fragmentos de armas de hierro y bronce apuntan a un comercio más o menos intenso con el continente. Se puede seguir la pista a los procedimientos japoneses para el cultivo de arroz hasta el delta del Yangtzé. Es probable que el arroz resultase atractivo para los agricultores Yayoi porque podía ser almacenado, tostado y consumido cuando hiciese falta. Fueron los Yayoi quienes diseñaron graneros elevados para contrarrestar las amenazas a los suministros almacenados de mohos, polillas y ratones. En los inicios de la fase Yayoi el arroz era una de tantas plantas cultivadas en el noroeste de Kyushu, en lugares como Itazuke en la prefectura de Fukuoka; durante el Yayoi Medio y Tardío estaba entre las cosechas dominantes. Estacas de madera señalaban los límites de los campos de arrozales en Itazuke y el emplazamiento está plagado de pozos de almacenamiento característicos y enterramientos. Por esos asentamientos vagaban perros y algunos pequeños caballos, mientras que los huesos de jabalíes dan testimonio de la presencia de carne en la dieta Yayoi. El dique que rodea Itazuke pudo estar destinado a la irrigación de arrozales, o quizá sirviese como foso defensivo. Itazuke también ha revelado el enterramiento en vasijas, la mayoría ocupadas por niños. En el Yayoi Medio las vasijas se colocaban en posición horizontal; en el Yayoi Tardío adoptaron la posición vertical, con la boca hacía abajo. Obviamente, algunas de ellas eran de mayor tamaño y sugieren un alto grado de especialización. Cerca de estas tumbas los arqueólogos han descubierto tal abundancia de objetos chinos y coreanos que han especulado con la posibilidad de que el noroeste de Kyushu fuese el centro del legendario Yamato, el primer reino de Japón. Volveremos sobre esta cuestión en un momento.

Toro, una aldea junto al río Abe, fue otro desarrollado emplazamiento Yayoi. Contenía unos 50 arrozales, hasta que la inundación repentina del río los barrió. Este lugar con un alto grado de ingeniería contenía represas, acequias de riego, pozos e instalaciones de un tipo que recuerda a lo que más tarde fueron santuarios sintoístas. Los arqueólogos especulan con que la vida en Toro era en parte comunal: una casa excavada presenta una variedad de herramientas de madera y sugiere propiedad cooperativa de algún tipo. Pero la competencia por los enclaves más atractivos condujo a la guerra y los restos de esqueletos –una mujer de Nejiko, en la prefectura de Nagasaki, tiene una cabeza de flecha de bronce clavada en el cráneo– atestiguan enfrentamientos violentos. Algunos restos Yayoi procedentes de Yoshinogari, un asentamiento fortificado en el norte de Kyushu, apuntan la posibilidad de que la gente fuera decapitada (aunque esta evidencia está en entredicho). El bronce se convirtió en una importación decisiva. Más adelante se produjo metal local, con el que se forjaron armas y valiosas reliquias familiares como campanas. Los moldes de arenisca demuestran la fabricación de armas y campanas en el siglo I a.E.C. La producción del bronce presenta interesantes problemas logísticos, entre los cuales no es el menor la fuente del cobre. Los arqueólogos creen que los artesanos Yayoi reciclaban el bronce procedente del continente e importaban lingotes de plomo, ya que existen pocas pruebas de explotaciones de cobre en superficie en el archipiélago hasta el siglo VII.

LA VIDA YAYOI EN DOCUMENTOS

Las observaciones de enviados chinos han permitido una ojeada a la vida, los rituales y la forma de gobierno en la fase tardía del periodo Yayoi. La dinastía oriental de los Han despachó mensajeros al reino de Wa en el 57 E.C. y volvió a hacerlo en el 107 E.C. Graves revueltas en la dinastía china desembocaron en la pérdida y eventual recuperación de los puestos avanzados coreanos, que en otro tiempo habían sido una vía para el flujo de bronce, cultígenos y técnicas de ingeniería agrícola al archipiélago. El Wei zhi (Registros de los Tres Reinos, 297 E.C.) es la más reveladora de esas descripciones chinas. La dinastía Han Oriental, o Posterior, cayó en el siglo III E.C. y Cao Wei (220-265) gobernaba la mayor parte de China desde su capital en Luoyang. No sólo visitaron el reino de Wa los enviados de Wei, sino que en el año 238, dignatarios de Wa, más concretamente el gran maestro Natome y sus acompañantes, devolvieron la visita. Rindieron tributo a Cao Rui, emperador Wei, y recibieron a cambio un sello de oro que decía: «Himiko, reina de Wa, es amiga de Wei», una muestra de la posición que el reino de Wa ocupaba en el orden de subordinación para los dirigentes chinos. «En verdad, reconocemos esta lealtad y devoción filial», aclara el Wei zhi. Los generales de Wei animaron al gran maestro Natome a «hacer lo posible por traer paz y una vida más cómoda para la gente, y persistir en la devoción filial». Es obvio que a los habitantes del archipiélago empezaba a resultarles difícil resistirse al tirón gravitacional de Asia Oriental.

El principal conducto para los desplazamientos diplomáticos a Wa era a través de otra de las avanzadillas Han, la de Daifang, también en la península Coreana. Desde allí emprendieron viaje hasta el reino de Wa los delegados de Wei. En el año 297, representantes de unos 30 caciques de Wa fueron del archipiélago a la capital de Cao Wei y viceversa. Los enviados Wei cuentan que visitaron a varios jefes durante su periplo, incluida la reina de los wa, a la que se alude en el texto como «principal líder de Yamaichi». Muchos piensan que se trata de un error de trascripción y que sería algo más parecido a «Yamatai». El nombre de la reina era Himiko, quien nos ofrece un primer esbozo del sistema de reinado japonés.

Hay que tener presente la óptica cultural, definida por las relaciones tributarias, a través de la cual los mensajeros chinos contemplarían el minúsculo reino de Wa, pero las descripciones son igualmente valiosas. Confirman, por ejemplo, la evidencia arqueológica de la Guerra Yayoi al referirse al «caos mientras combaten los unos contra los otros» y a un palacio «parecido a una empalizada, fuertemente protegido por guardias armados». En el año 247, la reina Himiko de Wa envió mensajeros a los puestos avanzados coreanos para informar de un conflicto con «Himitoko, el gobernante varón de Kona». La reina del país de Wa en persona se ocupaba del «Camino de los Demonios y mantenía todo controlado bajo su hechizo». Además, figura este fragmento acerca de la existencia de dirigentes de ambos géneros: «Un hermano más joven la ayuda a gobernar el reino». De hecho, el gobierno compartido por ambos sexos era común entre los primeros «grandes reyes» de Japón, los conocidos como ôkimi.

Uno queda impresionado por la evidente admiración del mensajero de Wei hacia el reino de Wa. «Sus costumbres no son indecentes», escribe el enviado. Y explica: «Tanto aristócratas como plebeyos [tienen] tatuajes en sus cuerpos y rostros». Los buceadores de Wa, prosigue, «decoran sus cuerpos con dibujos para que no les importunen los grandes peces y las aves acuáticas». Con el tiempo los tatuajes se hicieron más «decorativos» y distinguían entre categorías, «algunos [en] aristócratas y algunos [en] plebeyos, según la posición». Que no existiesen diferencias «entre padres e hijos o entre hombres y mujeres por sexo» iba en contra de las normas confucianas chinas, que ponían el énfasis en la devoción filial y la jerarquía. Lo mismo vale para la manera de saludar: es probable que los delegados de Wei enarcasen las cejas cuando los nobles juntaban sus manos en vez de arrodillarse o inclinar la cabeza. Pese a la ausencia de normas confucianas en las relaciones sociales, «las mujeres no son moralmente disolutas ni celosas». El reino de Wa es retratado como un sitio próspero, con graneros llenos y animados mercados bajo supervisión estatal. Existían distinciones de clase –cosa que también sabemos por los hábitos de enterramiento durante el periodo Yayoi–, al igual que formas de vasallaje.

Por último, el Wei zhi refleja una rica vida espiritual, expresada en prácticas adivinatorias y elaborados enterramientos, el más destacado de los cuales fue el de la propia Himiko. La adivinación predecía el futuro: «Es costumbre, con ocasión de un viaje o un acontecimiento, se trate de lo que se trate, augurar mediante huesos de los deseos la futura buena o mala fortuna. Las palabras son las mismas que para la adivinación con conchas de tortugas. Se analizan los chasquidos del fuego en busca de signos». La referencia sitúa estas prácticas adivinatorias en un contexto propio de Asia Oriental, porque esta modalidad de adivinación ya era practicada en China durante la dinastía Shang (1600 a.E.C.-1046 a.E.C.). Es muy posible que llegase a Japón junto con los muchos objetos de bronce y las técnicas agrícolas transmitidas entre la península Coreana y el noroeste de Kyushu. Resultaba crucial para vaticinar el resultado de las guerras, los viajes y la agricultura. La habilidad para ejercer la adivinación de Himiko probablemente tuvo algo que ver con su reinado y, en consecuencia, con su legitimación política.

El Wei zhi también trata las prácticas de enterramiento Yayoi:

En caso de muerte emplean un ataúd sin caja exterior de sellado. La tierra se dispone en un montón. Cuando acontece la muerte mantienen más de diez días de exequias, durante los cuales no comen carne. El plañidero principal se lamenta entre gemidos y otros cantan, danzan y beben sake. Después del enterramiento la familia se reúne para dirigirse al agua en busca de purificación, como en forma de abluciones.

El registro arqueológico guarda evidencias de vasijas de enterramiento en las comunidades Yayoi, pero los «ataúdes» del Wei zhi eran probablemente de madera. Atrae la atención la referencia al agua para la «purificación» justo después del duelo, porque esta práctica recuerda a posteriores rituales sintoístas. Junto con los graneros sobreelevados y los baños de purificación, evolucionaron en el contexto de la vida ritual Yayoi algunos de los primeros elementos de lo que después sería el sintoísmo.

Cuando falleció Himiko, «se levantó un gran túmulo de tierra de más de 100 pasos de diámetro. Se inmolaron más de 100 sirvientes, hombres y mujeres. Luego se nombró un dirigente varón, pero en las protestas que siguieron en el reino hubo un baño de sangre y fueron asesinadas más de 1.000 personas [...] Para sustituir a Himiko se nombró a un familiar de trece años de edad llamada Iyo (Toyo)». La fortaleza política del reino de Wa quedó reflejada en la elaborada tumba de la reina que, tras su muerte, conmemoró su vida relatando sus triunfos en la tierra y su vida en el más allá. La construcción de la tumba de la reina de Wa fue el preludio de la siguiente fase arqueológica importante en el archipiélago: el periodo Kofun o de las Tumbas (250-700).

LAS TUMBAS Y EL ESTADO YAMATO

Himiko emergió en la conflictiva fase tardía del periodo Yayoi como una reina unificadora, que sofocó años de enfrentamientos e inició relaciones tributarias formales con China. Los investigadores postulan muchas teorías sobre la llegada del periodo de las Tumbas y el ascenso de la Confederación Yamato (250-710), que se afianzó en algún momento cercano a la fecha de la muerte de Himiko. Una atrayente teoría hace alusión, una vez más, al cambio climático y el medio ambiente. Los historiadores saben, a través de registros chinos, que los convulsos cambios en el clima al final del periodo Yayoi y la fase inicial del periodo de las Tumbas, más concretamente en torno al 194 E.C., causaron hambruna, canibalismo y posiblemente una desilusión generalizada hacia las deidades protectoras. Himiko pudo haber estado al frente de dicha insurrección religiosa ante los dioses nativos, desechando armas y campanas asociadas con las viejas deidades para adoptar otras nuevas asociadas con espejos (figura 2). Al menos así es como se interpretan algunas de las evidencias arqueológicas. Himiko y los nuevos dioses, con los que se comunicaba mediante teurgia –su práctica de la brujería y el «Camino de los Demonios»–, se convirtieron en punto focal. La gente levantaba tumbas, adoraba espejos y, podríamos conjeturar, confiaba en la promesa de días mejores. En la prefectura de Hyôgo, por ejemplo, los arqueólogos descubrieron una campana rota en 117 piezas. Alguien la rompió con tanto cuidado que los expertos están prácticamente seguros de que fue hecho a propósito, como rechazo a los viejos e impotentes dioses asociados con campanas. Podemos especular también con que Himiko practicara la brujería como un medio de comunicación con las nuevas deidades, la principal de las cuales sería la diosa del Sol Amaterasu Ômikami, divinidad tutelar de la casa imperial.

Figura 2. Espejo de bronce del periodo de las Tumbas, prefectura de Gunma.

Además, Himiko representó la aparición de una nueva clase militar forjada en el conflicto bélico del periodo Yayoi Tardío. Esta elite militar prosperó gracias a los crecientes excedentes agrícolas de la sociedad Yamato, que se tradujeron en impresionantes pilas funerarias en forma de ojos de cerradura. Los herreros trabajaban el hierro y fabricaban mejores armas, muchas de las cuales siguieron a sus propietarios hasta sus tumbas. Los asentamientos del periodo de las Tumbas son más elaborados que los de la fase Yayoi, a menudo con estructuras de madera más grandes con fosos o barricadas de piedra. La agrupación de casas y viviendas-foso, parcialmente excavadas en el suelo y techadas, sugiere que cohabitaban familias extensas. Las mujeres jugaban un papel especialmente destacado en la política y la producción: casi la mitad de las tumbas descubiertas contienen restos femeninos, una prueba de su acceso a los recursos, incluidas las armas de hierro, y su peso político, quizá derivado de la práctica de formas de brujería con espejos. Las tumbas contienen joyas de oro, incluyendo pendientes y hebillas de cinturón.

Himiko encarna también el nacimiento de un nuevo tipo de regentes, que se convirtieron en pieza central del Estado Yamato y, como veremos, en los primeros emperadores de Japón. Cabría describir el reino de Yamato como una especie de confederación, en la que los soberanos ejercían control sobre los jefes vasallos y donde la entrega simbólica de presentes y la homogeneidad ceremonial cimentaron las relaciones entre el centro y la periferia. Los estudiosos todavía debaten la ubicación exacta del núcleo de Yamato, pero es muy posible que estuviese en el oeste de Honshu o, menos probable, en el norte de Kyushu, quizá con el enclave militarizado de Yoshinogari como capital. Las tumbas en forma de ojo de cerradura, que dan nombre a este periodo, aportan pruebas enfrentadas sobre la sede del poder político Yamato. Menos contradictoria es la evidencia respecto al modo en que los reyes Yamato manipulaban los rituales de enterramiento para reafirmar su control sobre el reino y, suponemos, la otra vida. Un historiador ha definido esto como la «jerarquía de la tumba en forma de cerradura», o «jerarquía kofun», según la cual las tumbas más grandes y sofisticadas se construyeron en el centro de Yamato y las pequeñas y menos elaboradas en la periferia. La cuestión decisiva, no obstante, es que el estilo ojo de cerradura se usó de manera bastante consistente en todo el archipiélago, lo que apunta a cierto grado de homogeneidad en las sepulturas impuesta por el núcleo político. Esas primeras tumbas, como la de Makimuku Ishizuka en la prefectura de Nara, son un testimonio de la estratificación social en el archipiélago, la intensificación del comercio y el ascenso de reyes. De hecho, las tumbas escenifican la autoridad y el poder locales en la confederación Yamato y hacen pensar claramente que la prefectura de Nara, más que el norte de Kyushu, se erigió en núcleo político durante la fase Yamato.

Una sucesión de regentes fortaleció el poder del centro y las tumbas no fueron el único medio para lograrlo. Yûryaku, que gobernó en el siglo I, escribió en una carta al emperador chino que era el rey de Wa, y alardeaba de sus proezas marciales en su país y en la península Coreana. «Desde antiguo, nuestros antepasados se revistieron con armadura y casco y atravesaron los montes y cruzaron las aguas sin perder tiempo en descansar», escribe. «En el este, conquistaron 55 países de hombres peludos; y en el oeste pusieron de rodillas a 65 países de distintos bárbaros. Al otro lado del mar, hacia el norte, sometieron a 95 países.» Los reyes Yamato y sus predecesores se habían convertido en líderes militares. Inscripciones en espadas desenterradas en tumbas de la zona central de Japón, como la espada de Inariyama, revelan la relación de vasallaje de Yûryaku con los jefes locales. Esta inscripción en particular reza: «Cuando la corte del gran rey Wakatereku estaba en Shiki, le ayudé a gobernar el reino y esta espada cien veces forjada registra el historial de mi servicio».

Junto con la cultura marcial y el vasallaje, destaca la regencia compartida por ambos sexos en el reino de Wa como pautas para el comportamiento real en Yamato. No sólo la reina Himiko reinó con su hermano, sino que grandes regentes posteriores, como Kitsuhiko y Kitsuhime, Suiko y el príncipe Shôtoku, Jitô y Tenmu, compartieron el gobierno. Presumiblemente, estas parejas de gobernantes situaron el reino de Wa en conformidad geomántica con los elementos opuestos del yin y el yang de la cosmología inspirada por China, que, a medida que aumentó el contacto con el este de Asia, se coló poco a poco en la mentalidad política de los Wa. Parece que las mujeres como Himiko desempeñaban tareas consideradas sagradas en el reino de Wa. No obstante, el incremento de los vínculos con Asia Oriental se tradujo en una mayor definición masculina de la regencia.

Una convincente prueba del desplazamiento del reino de Wa hacia el predominio masculino es el despliegue de Suiko del budismo como herramienta para combatir el patriarcado a principios del siglo VII. Suiko estudió el budismo, en particular textos como «El rugido de león de la reina Srimala», que habla de una brillante y piadosa reina india y explica que un Bodhisattva (ser de supremo conocimiento) habitó el cuerpo de una mujer. También dirigió la construcción del buda de Hôjôki (608), una representación de 5 metros de Shakyamuni (el príncipe indio que se transformó en el Buda). El texto debió resultar atrayente para una mujer cuyo gobierno confederado –la «sagrada corte» que presidía– cayó bajo el confucianismo, que restablecía nociones más patriarcales de política y poder sagrado. Suiko erigió la primera capital del reino de Wa en Oharida (603), con un sofisticado mercado, caminos hacia el interior e instalaciones portuarias.