Historia de la última dictadura militar - Gabriela Águila - E-Book

Historia de la última dictadura militar E-Book

Gabriela Águila

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Beschreibung

A más de cuatro décadas del golpe de Estado que le dio inicio, la dictadura militar de 1976-1983 sigue siendo objeto de interpretaciones y controversias. ¿Por qué hubo un golpe el 24 de marzo de 1976? ¿Hasta qué punto la dictadura fue una completa anomalía en una historia jalonada por intervenciones militares? ¿De qué tipo de dictadura se trató? ¿Es posible decir que cumplió sus objetivos, que "tuvo éxito"? ¿Qué se sabía sobre el ejercicio de la represión y las violaciones a los derechos humanos? ¿Qué papel tuvieron los civiles en la gestación del golpe y en el gobierno? ¿Qué actitudes adoptaron los actores políticos, sindicales, corporativos y cómo se comportó la sociedad? ¿Cuándo comenzaron a aparecer las críticas y las resistencias? Sin perder de vista que no hay una versión definitiva sobre ningún proceso histórico, Gabriela Águila construye una obra de síntesis actualizada, comprensiva y explicativa de la última dictadura. El relato empieza en los años del tercer peronismo, marcados por la conflictividad social, el aumento de la violencia política y represiva, y el creciente rol político de los militares. Capítulo a capítulo, la autora caracteriza las diferentes etapas del régimen, ya que la alternancia de presidentes y la cambiante integración de las Juntas fueron expresión de las facciones y las discrepancias que dividieron al gobierno a lo largo de esos años. Cada fase exhibió rasgos particulares en cuanto a los proyectos económicos, los vínculos con sectores sindicales, el ejercicio de la represión, las estrategias dirigidas a interpelar a la población. Al desplegar esa complejidad, la autora revela cómo, con excepción del plan represivo que se ejecutó a sangre y fuego, en muchos otros terrenos se implementaron políticas fragmentarias, limitadas o erráticas. Además, lejos de generalizar a partir de la realidad capitalina o bonaerense, pone el foco en lo que sucedía en otras provincias y localidades, visibilizando matices y zonas poco exploradas hasta ahora. Con claridad y precisión narrativa, atenta a los sectores de poder y también a lo que sucedía en la base de la sociedad, Gabriela Águila reconstruye la historia de la dictadura más feroz que tuvo la Argentina y, sin relativizar lo que significó como experiencia histórica, logra mostrar sus alcances, sus límites y sus fracasos.

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Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Introducción

Lista de siglas

1. El golpe de Estado

Crisis y derrumbe del gobierno peronista

Las Fuerzas Armadas en el poder

2. Represión y orden social

Del Operativo Independencia a los decretos de aniquilamiento

La represión luego del golpe de Estado

La imposición del orden

3. El gobierno militar, entre la política y la economía (1976-1978)

La política económica: el plan Martínez de Hoz

La política laboral, trabajadores y sindicatos

El lugar y las formas de la política

4. El quiebre del consenso (1978-1981)

1978: un año bisagra

La erosión del consenso

La propuesta política de las Fuerzas Armadas y sus límites

5. La dictadura en crisis (1981-1983)

El intento de apertura política del general Viola y el surgimiento de la Multipartidaria

El regreso de los duros: la presidencia de Galtieri

La posguerra y la fractura del poder militar

A modo de cierre

Referencias bibliográficas

Gabriela Águila

HISTORIA DE LA ÚLTIMA DICTADURA MILITAR

Argentina, 1976-1983

Águila, Gabriela

Historia de la última dictadura militar / Gabriela Águila.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2023.

Libro digital, EPUB.- (Hacer Historia)

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-801-235-3

1. Historia. 2. Historia Argentina. 3. Dictadura. I. Título.

CDD 982

© 2023, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Fotos de interior: colección “De memoria” (“Testimonios, textos y otras fuentes sobre el terrorismo de Estado en Argentina”), Memoria Abierta, Secretaría de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires

Diseño de cubierta: Ariana Jenik

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: marzo de 2023

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-235-3

A la memoria de mi padre, Pepe

Introducción

¿Por qué hubo un golpe de Estado el 24 de marzo de 1976?, ¿qué tipo de dictadura fue la que se inició entonces?, ¿qué se sabía sobre el ejercicio de la represión y las violaciones a los derechos humanos?, ¿qué papel tuvieron los civiles en la gestación del golpe de Estado y en el gobierno militar?, ¿qué lugar tuvo el plan económico en el proyecto refundacional de la dictadura?, ¿qué actitudes exhibieron los actores políticos, sindicales, corporativos y cómo se comportó la sociedad que vivió el período?, ¿cuándo comenzaron a aparecer las críticas y las resistencias?, ¿por qué terminó la dictadura militar? Cuando han pasado cuarenta y seis años desde el último golpe de Estado que se produjo en la Argentina, estos y otros interrogantes siguen generando controversias que se relacionan con la centralidad que ese acontecimiento histórico todavía ostenta en el espacio público y el debate político en nuestro país.

La dictadura militar de 1976-1983 es, a escala global, uno de los procesos más ampliamente conocidos de la historia argentina. La razón principal debe buscarse en las violaciones masivas a los derechos humanos cometidas por las Fuerzas Armadas y de seguridad en esos años, resultado de un proceso de violencia represiva denotada por metodologías muy específicas de eliminación de personas, entre las que destaca la desaparición forzada. Ello situó a esa dictadura en una lista de regímenes autoritarios –de naturaleza y temporalidades diversas– que perpetraron procesos de exterminio masivo por motivos político-ideológicos, étnicos, religiosos o de cualquier otro signo, en la línea de las principales masacres del siglo XX.

Pero también existen otras razones que explican ese extendido conocimiento y que se vinculan con el ejercicio de la violencia estatal: de un lado, la actuación del vigoroso movimiento político-social organizado en torno a la denuncia de los crímenes que se cometieron, que tuvo como principales animadores a madres, abuelas y familiares directos de las y los detenidos-desaparecidos y, de otro, las políticas de memoria y justicia que el Estado argentino implementó, con vaivenes, en la posdictadura. En un contexto global donde la memoria se erigió como clave principal para interpretar el pasado y el presente, y la voluntad de investigar y penalizar crímenes de lesa humanidad traspasó las fronteras nacionales y adquirió relevancia a escala transnacional, la experiencia argentina alcanzó un lugar muchas veces definido como pionero o ejemplar en la búsqueda de memoria, verdad y justicia.

Si nos situamos en otra perspectiva, la dictadura que comenzó el 24 de marzo de 1976 ha sido usualmente caracterizada o interpretada como una ruptura o un parteaguas en la historia nacional. Esa condición de acontecimiento extraordinario –por sus características singulares y, en particular, por sus huellas y su persistencia en las memorias sociales y el presente– explica, en gran parte, el sostenido interés en el período. Un interés que desborda largamente las fronteras del mundo académico y que se expresó en la proliferación de estudios provenientes de la investigación académica, así como en la reflexión ensayística, los relatos en clave memorial, el periodismo, la ficción literaria y sus múltiples formas de representación.

Desde los años ochenta y hasta nuestros días, la dictadura ha sido objeto de análisis e interpretación, y también de debates sobre sus orígenes, su historia y sus memorias. En ese lapso, ha variado mucho no solo su relevancia en el ámbito público y político, sino también el modo de analizarla y los problemas estudiados. La primacía de los abordajes sociológicos y politológicos dio paso a un mayor número de indagaciones provenientes de la disciplina histórica (durante mucho tiempo reticente a ocuparse del pasado más cercano), mientras que han sido particularmente influyentes las pesquisas promovidas por el activismo de los derechos humanos y diversos agentes judiciales, como fiscales y jueces, en el marco de causas por delitos de lesa humanidad. Por su parte, y en lo que hace a la investigación académica, en los últimos quince años se verificó una renovación significativa en la producción de conocimiento sobre el período. En el prolífico campo de la historia reciente,[1] la última dictadura se convirtió en uno de los temas más transitados por distintas camadas de investigadoras e investigadores, que plantearon preguntas y desplegaron problemáticas novedosas, asentadas en el estudio de archivos y fondos documentales en general inexplorados por los trabajos más tempranos.

Con todo, aún no existe consenso acerca de cómo definir e interpretar aquel proceso histórico. Los calificativos y conceptualizaciones utilizadas para aludir al golpe de Estado de 1976 y al régimen que engendró abundan dentro del ámbito académico y en espacios extraacadémicos (como el movimiento de derechos humanos o la justicia), entre las que se cuentan por su amplia difusión las de dictadura de seguridad nacional, dictadura cívico-militar, terrorismo de Estado e, incluso, genocidio. En la elección de muchas de las definiciones y categorías en uso se entrecruzan distintos planos: las explicaciones históricas, sociológicas y/o politológicas, los posicionamientos político-ideológicos y las dimensiones morales o ético-políticas. Esta mixtura de interpretaciones y análisis sobre la dictadura producidas desde el ámbito académico, la investigación periodística o judicial, así como la difusión de memorias, imágenes y representaciones del período ha determinado que, muchas veces, resulte difícil diferenciar el estudio y la interpretación del proceso histórico en sí mismo de la condena a los crímenes perpetrados por las Fuerzas Armadas y de seguridad en esos años.

Asimismo, el golpe de Estado ha sido explicado mediante un conjunto de causas de corto y largo plazo y atribuido a variables exógenas o procesos endógenos. Todavía es posible encontrar análisis que acuden a la tan mentada como poco probada injerencia de los Estados Unidos como elemento explicativo fundamental de la intervención militar, cuando las razones del golpe de Estado hay que buscarlas no tanto en las imposiciones externas sino en procesos de orden interno –y sin que esto signifique negar la importancia de elementos como la política exterior de los Estados Unidos hacia América Latina, la influencia de las doctrinas contrainsurgentes de matriz francesa o estadounidense o de las ideas neoliberales–. En esta dirección, existe un amplio acuerdo en que el golpe tuvo su génesis en el contexto de la crisis política, social y económica que se desplegó y profundizó en los últimos tramos del gobierno peronista (1973-1976). Los estudiosos del período han analizado más o menos pormenorizadamente y en sus distintas dimensiones el derrumbe del gobierno de Isabel Perón a la par que el creciente rol político asumido por las Fuerzas Armadas en esos años, poniendo de relieve tanto los rasgos específicos de la coyuntura como factores de larga data de la historia nacional e incluso del contexto regional conosureño.

Sintéticamente, y sin omitir los matices y particularidades presentes en los planteos de los distintos autores y autoras, existen dos grandes líneas explicativas del golpe de Estado y del régimen militar de 1976-1983. De un lado, la larga tradición de estudios provenientes de la ciencia política y la sociología puso el foco en las características del sistema político argentino, destacando la debilidad de las instituciones democráticas, el pretorianismo y la centralidad del actor militar y, en términos más coyunturales, analizando la crisis de hegemonía y/o la crisis de representatividad de los partidos políticos. Estos trabajos mostraron las continuidades en la relación entre Estado, política y Fuerzas Armadas en el siglo XX argentino, identificaron las ideas y los objetivos del golpe de Estado, analizaron las relaciones entre civiles y militares y los elencos gubernamentales, los proyectos políticos que las Fuerzas Armadas diseñaron o implementaron, así como observaron y dieron particular relevancia a las disputas, tensiones y fracturas que jalonaron la historia del régimen, privilegiando en conjunto las dimensiones político-institucionales por sobre los factores sociales y económicos.

Por otro lado, se ha subrayado la importancia de las dinámicas socioestructurales en la gestación del golpe de Estado, tanto sea por el agotamiento o la crisis del modelo de acumulación sustitutiva como por los elevados niveles de movilización social o el poder adquirido por los trabajadores y sus organizaciones, en una periodización variable que se extiende durante la segunda mitad del siglo XX o se centra, más específicamente, en los años setenta o el momento del tercer peronismo. Ello dio lugar a interpretaciones que ven a la última dictadura como una “revancha clasista”, con la cual la clase dominante liquidó, de la mano de las Fuerzas Armadas, las experiencias de lucha y movilización de los trabajadores, redujo a niveles mínimos la autonomía de la clase obrera y de sus organizaciones e impuso a sangre y fuego el poder del capital sobre el trabajo. En una perspectiva más o menos afín, se despliega una de las interpretaciones más extendidas sobre la última dictadura, la que la vincula a la reestructuración del capitalismo argentino y/o a la implementación de un plan económico regresivo o de un proyecto neoliberal. Estos análisis ponen de relieve en particular el papel de las corporaciones empresarias en el apoyo al golpe y en el diseño e implementación del proyecto económico, en los efectos de la reforma financiera sobre el modelo sustitutivo, en los beneficios que estas políticas generaron para los grandes grupos económicos y, concomitantemente, en señalar los perjuicios y pérdidas que sufrieron los asalariados producto de la represión estatal y la ofensiva patronal, así como en las profundas transformaciones estructurales que abrieron paso a la hegemonía del neoliberalismo en las décadas siguientes.

La disparidad de interpretaciones sobre el golpe de Estado de 1976 y la dictadura radica, en gran parte, en la disímil evaluación que las y los estudiosos hacen de los objetivos de los golpistas y de los resultados conseguidos. Así, y en términos globales, cuando se privilegian las dimensiones políticas o político-institucionales del proceso histórico en cuestión, el foco se coloca en los objetivos y proyectos propugnados por las Fuerzas Armadas y en el modo en que se implementaron mientras los militares controlaron los mandos del Estado; en tanto que cuando se da relevancia a factores de índole económica o socioeconómica, la mirada está puesta en los resultados de las políticas dictatoriales, en una temporalidad que en general desborda al gobierno militar y se proyecta en la mediana o larga duración.

En este caso, y como en general sucede con el análisis de los procesos históricos, el punto de mira, la escala de observación, condiciona, incide o determina la interpretación global y no hay una más verdadera que la otra. Estudiar la dictadura estrictamente en el tiempo corto, esto es desde el golpe de Estado y durante los siete años que se mantuvo en el poder, revela con mucha mayor nitidez la politicidad del régimen militar, los proyectos y políticas implementadas y las dinámicas de ejercicio del poder (la “alta” política y la “micropolítica”), pero sobre todo exhibe la superposición de objetivos y proyectos, las dificultades para implementarlos, los conflictos y luchas facciosas, los virajes que marcaron cada fase, las incoherencias y contradicciones y, eventualmente, los fracasos. En contraste, si el análisis se centra en las dinámicas socioestructurales, al menos en la coyuntura las transformaciones no resultan tan evidentes o, incluso, perceptibles. Aun sin minimizar lo que revelan los índices económicos del período (sobre la caída del salario real, la reducción del empleo o la producción industrial), los cambios en el modelo de acumulación, en la relación existente entre la industria y el mercado financiero, en la estructura de clases o en la conformación de los grupos dominantes, en la relación capital/trabajo o en la dinámica de acción de los asalariados, adquieren consistencia y densidad como fenómenos solo si se observan en una temporalidad más amplia.

En el mismo sentido, la respuesta a la pregunta de si el régimen consiguió o fracasó en el cumplimiento de sus objetivos será diferente según se privilegie una u otra escala de observación: si se analiza en el corto plazo –y con la excepción de la “lucha contra la subversión”, es decir, el ejercicio de la represión–, la dictadura fracasó o no logró cumplir cabalmente con la mayor parte de los propósitos declarados; pero si se analizan tendencias de mediano o largo plazo, pocos afirmarían que no logró alcanzar sus más ambiciosas metas. Una mirada de mediana o larga duración podrá mostrar una mayor coherencia entre el programa dictatorial y los resultados obtenidos, minimizando las contradicciones e incongruencias que se observan en el análisis coyuntural.

Aunque no sean caminos excluyentes para explicar el golpe, junto a las interpretaciones que privilegian los objetivos políticos del régimen militar y las que enfatizan las razones de índole económica, destaca un elemento insistentemente señalado: el rol de la violencia política y represiva en la génesis de la dictadura. En este punto, no consideraré los discursos ni las explicaciones provistas por los militares desde los años de la dictadura y aún hoy en los estrados judiciales donde están siendo juzgados por violaciones a los derechos humanos, que plantean que hubo una guerra desatada por las organizaciones de la izquierda armada, en la que las Fuerzas Armadas se vieron “obligadas” a intervenir. Y esto porque lo sucedido antes y después del golpe no fue ni un enfrentamiento entre ejércitos beligerantes ni una guerra civil, sino que se trató del despliegue de una brutal represión implementada por las Fuerzas Armadas del Estado, que monopolizaban el ejercicio de la violencia definida como legítima, sobre grupos político-militares que habían perdido hacia 1976 gran parte de su capacidad operativa. Más bien, refiero a aquellos análisis que argumentan que fue durante los primeros años setenta cuando la violencia se instaló en el centro de las prácticas políticas, cuando su uso se tornó “normal” y aceptado por buena parte de la sociedad. El establecimiento de una “normalidad violenta” explicaría así tanto el incremento de la violencia política de izquierda y de derecha que caracterizó al período 1969-1975 como la represión estatal implementada a partir de marzo de 1976, a la vez que la violencia –en tanto elemento estructural o constitutivo de esa particular época histórica– opera como variable explicativa fundamental del período e incluso como condición de posibilidad del golpe de Estado y de la represión implementada por las fuerzas de seguridad.

Aquí considero necesario realizar una aclaración que es también un punto de partida en este estudio: postular una continuidad indisoluble entre la violencia política antes y después del golpe de Estado de marzo de 1976 –sea porque se las asimila, sea porque se plantea que una prepara las condiciones de la otra–, si bien consigna la visible continuidad con la historia previa, por otro lado, confunde y eventualmente equipara los diversos tipos de violencia emergentes en aquel contexto. Desde el punto de vista del análisis histórico –y sin poner en debate el problema de la legitimidad–, la violencia “desde abajo”, insurgente o revolucionaria que busca transformar el statu quo, debe ser diferenciada de la represión, es decir, de la implementación de un conjunto de mecanismos coactivos por parte del Estado, sus aparatos o agentes vinculados a él, para eliminar o debilitar la acción disruptiva de diversos actores sociales y políticos y preservar el orden establecido. La tentación de explicar el golpe de Estado de marzo de 1976 y la brutal represión que le siguió por el crescendo de violencia política que experimentó la Argentina restringe o minimiza el peso que tuvieron otros factores en la instalación del régimen militar. A la vez, trasunta una vocación de evaluar, juzgar o condenar en términos ético-políticos a la violencia en sí misma como principal legado del período, más que explicarla e interpretarla.

La violencia política no constituye la causa principal del golpe y la dictadura, aunque no puede minimizarse su importancia en la configuración del clima político y social que lo precedió, así como en la construcción de diagnósticos y representaciones dentro de las Fuerzas Armadas y entre diversos sectores civiles y políticos, que abogaban por erradicarla. En contraste, la represión tampoco debe ser concebida únicamente en términos instrumentales, como un mecanismo brutal de eliminación de la disidencia interna o un mero expediente para imponer una política económica regresiva o neoliberal. Interpretar a la violencia estatal solo en esta perspectiva minusvalora la importancia que la denominada “lucha contra la subversión” tuvo para el régimen militar, al menos durante sus primeros tramos. Si bien es cierto que la dictadura no se agota en el ejercicio de la violencia –y que las explicaciones monocausales o cerradas sobre sí mismas siempre son insuficientes–, es innegable la centralidad política, ideológica y estratégica que tuvo la represión para las Fuerzas Armadas y en la estructuración y el desarrollo del régimen militar.

En esta dirección, y sin perder de vista que se trata de un proceso histórico atravesado por diversas interpretaciones y debates, este libro se propone analizar y explicar desde la perspectiva de la Historia ese complejo período en el que gobernaron, por última vez, las Fuerzas Armadas en la Argentina. Los militares permanecieron en el poder poco más de siete años: inaugurado el 24 de marzo de 1976, el régimen finalizó el 10 de diciembre de 1983 con la asunción de un gobierno civil, un período relativamente breve si lo comparamos con las vecinas dictaduras del Cono Sur. Su duración está así claramente delimitada por el golpe y por el recambio constitucional, sin embargo, resulta necesario plantear algunas cuestiones respecto de la periodización.

En primer lugar, y aunque resulte obvio en un estudio histórico, la intervención de las Fuerzas Armadas es indisociable de la emergencia o desarrollo de algunos fenómenos que se configuraron al menos durante el período del tercer peronismo (1973-1976). Incluso descartando la tentación de examinar en profundidad ese momento convulso, sería una empresa fallida hacer una historia de la dictadura que comience el 24 de marzo de 1976 y dejara de lado el análisis de procesos centrales acaecidos durante los años precedentes: la agudización de la conflictividad social, el aumento de la violencia política y represiva, el creciente rol político que asumieron los militares y su participación en el comando de la represión, la crisis y deslegitimación del gobierno de Isabel Perón.

Si los límites del proceso analizado no son tan claros cuando se trata de explicar el golpe de Estado y su génesis, lo mismo podría plantearse sobre el inicio de la transición, que ha sido datado de varios modos: desde la fecha más obvia, la del recambio constitucional de 1983, situando su comienzo en la derrota militar en la guerra contra Gran Bretaña en junio 1982, durante el conflictivo año 1981 e incluso antes, hacia 1979-1980. Estas disímiles periodizaciones reactualizan la discusión sobre el momento de colapso de la dictadura o la identificación del punto de no retorno que condujo hacia la salida constitucional y, en general, sobre los límites temporales de los procesos de transición.

Finalmente, a pesar de su corta duración, la dictadura tuvo diferentes fases y períodos y, como veremos, mostró importantes variaciones en sus dinámicas político-institucionales, sociales, económicas y en la relación del régimen militar con los actores sociales, políticos y corporativos. La periodización o la delimitación de fases del régimen puede establecerse a través de diversos parámetros, para empezar, considerando las etapas que abarcaron las distintas Juntas Militares. No se trata meramente de cortes político-institucionales, sino que la alternancia de presidentes militares y la cambiante integración de las Juntas fueron expresión de las distintas facciones que componían las Fuerzas Armadas, así como de las discrepancias y tensiones que dividieron al gobierno a lo largo de esos años. A la vez, cada una de estas etapas exhibió características particulares, en cuanto a los proyectos ensayados, a la implementación de ciertas políticas (en el plano económico, social, sindical, cultural, etc.), al despliegue represivo, entre otros elementos.

En este libro elegimos una periodización que tiene en consideración esos diferentes momentos del régimen militar, pero que también otorga relevancia a las actitudes y comportamientos sociales, es decir analiza cómo fue variando la aceptación política y social hacia el gobierno y sus políticas, la construcción de consensos y la emergencia de críticas, disidencias o expresiones de resistencia relacionadas con las estrategias implementadas y sus efectos (la política económica, las violaciones a los derechos humanos, las restricciones a la actividad política, entre otras) y, de otra parte, cómo esos cambios en la relación entre el régimen militar y la sociedad civil afectaron en mayor o menor medida el margen de maniobra que tuvo el gobierno para desplegar sus políticas.

Si mirar a la dictadura atendiendo centralmente a su temporalidad, sus fases y modulaciones en el tiempo resulta clave, similares consideraciones deben hacerse respecto de las escalas de observación y análisis que incorporamos en este trabajo. Los estudios sobre la última dictadura y, más en general, el campo de la historia reciente argentina, estuvieron fuertemente influenciados por interpretaciones de tipo macroanalíticas (sobre todo las provenientes de la sociología o la ciencia política, pero también de los estudios sobre la memoria) y por el predominio de una mirada “nacional” o, más bien, de abordajes generalizadores centrados en la realidad capitalina o bonaerense que soslayaban lo acaecido en otros espacios provinciales, locales o regionales. En los últimos años se han ampliado de manera notoria los estudios a escala local y regional que, al achicar el foco del análisis, han permitido visibilizar actores, tramas sociales y lógicas políticas del régimen militar poco exploradas y lo mismo ha sucedido con los estudios a escala transnacional en ciertos temas como los exilios, la actuación del movimiento de derechos humanos o las redes de coordinación represiva entre las dictaduras del período. Si bien no se cuenta con investigaciones para todas las provincias y menos aún para un conjunto más o menos representativo de ciudades localizadas en un territorio tan vasto, heterogéneo y complejo como el argentino y, asimismo, que los estudios a escala transnacional están restringidos a algunas dimensiones del proceso histórico analizado, estos abordajes han echado luz sobre la organización y el funcionamiento del régimen militar, sobre las relaciones entre dictadura y sociedad, sobre los consensos y las resistencias, sobre el ejercicio de la represión.

Inscripto en este marco historiográfico caracterizado por los debates y la diversidad de abordajes e interpretaciones, este libro se presenta como una obra de síntesis actualizada, comprensiva y explicativa de la historia de la última dictadura militar argentina. Con este horizonte, se ocupa de reconstruir las principales dinámicas políticas, sociales, económicas, ideológicas y culturales que atraviesan el período, tanto de los procesos más “macro” –referidos a las estrategias del régimen o la política nacional– como de otros más “micro” desplegados a escala provincial, local o regional, que completan y matizan el cuadro más general sobre la dictadura. Y además de estudiar al régimen militar y los sectores que lo componen, sus proyectos, estrategias y políticas, se propone registrar lo sucedido en la base de la sociedad analizando los diversos actores sociales, políticos y corporativos, sus actitudes y comportamientos en el período, las manifestaciones de apoyo, las críticas y las resistencias.

Hace quince años el historiador ítalo-francés Enzo Traverso señalaba que en los estudios sobre el pasado reciente argentino debía producirse una necesaria separación entre la memoria y la Historia como disciplina:

Para tomar impulso, la historiografía exige una toma de distancia, una separación, incluso una ruptura con el pasado, al menos en la conciencia de sus contemporáneos, lo que es la condición esencial que permite proceder a una historización, es decir, a una puesta en perspectiva histórica del pasado.[2]

Aunque el desarrollo del campo de la historia reciente argentina viene mostrando que esta tendencia está ampliamente consolidada, resulta muy difícil eludir que la dictadura es un territorio –recuperando lo que alguna vez planteó Eric Hobsbawm para otros tiempos y otras geografías–, situado entre la Historia y la memoria. Su relevancia pública y política y su persistencia en el presente ponen en tensión y “en competencia” las investigaciones académicas o las narrativas producidas en el ámbito historiográfico con todo otro conjunto de relatos y memorias, cuyo impacto y difusión superan largamente lo que las y los historiadores tenemos para decir sobre el período.

Sin perder de vista todo ello, pero lejos de la dimensión memorial y a la vez consciente de que no hay una historia o una versión definitiva de ningún proceso histórico, este libro se propone lo que es objetivo principal de la Historia como disciplina: aportar al análisis, la explicación y la comprensión densa y compleja de un acontecimiento, un fenómeno o un proceso específico. En este caso, la historia de la dictadura más feroz que tuvo lugar en la Argentina, cuyas huellas y marcas sociales y políticas siguen siendo visibles a casi medio siglo del golpe de Estado.

Agradecimientos

Este texto fue escrito casi totalmente durante la pandemia de covid-19, en un momento difícil en términos individuales, familiares y sociales, de profunda incertidumbre sobre el presente y el futuro, de reacomodamientos personales y laborales. Seguramente por eso se demoró más de lo debido, pero a la vez ese tiempo complicado se presentó como una oportunidad para pisar el freno en la tarea académica, para leer, pensar y escribir acerca de un tema sobre el que vengo investigando durante los últimos veinte años.

Como se sabe, la escritura de un libro –sobre todo un libro como este, que pretende sintetizar, actualizar y poner en debate la producción disponible, y también analizar e interpretar un período tan complejo y revisitado–, tiene mucho de tarea solitaria pero además es deudor del trabajo, el debate y los imprescindibles intercambios en espacios colectivos. En mi caso, son varios: la Red de Estudios sobre Represión y Violencia Política (RER); la línea de investigación sobre “Historia social del pasado reciente”, que coordino en el Ishir-Conicet; los proyectos de investigación que integro junto con investigadorxs, becarixs y estudiantes en el Conicet y la Universidad Nacional de Rosario; el Colectivo de Historia Reciente y la Escuela de Historia de la UNR; y a todos les debo una parte muy importante de mis reflexiones, ideas y escritos.

Quiero agradecer especialmente a algunos colegas, amigos y amigas, que colaboraron de distintos modos con la escritura de este libro o, lo que es igual de valioso, estuvieron allí. A Daniel Lvovich y a Santiago Garaño, por la lectura atenta de parte de los borradores y por sus comentarios lúcidos y atinados. A Daniel Mazzei, por el generoso acceso a documentos y apuntes inéditos de sus investigaciones. A Silvia Simonassi, por la escucha siempre dispuesta y la palabra justa acerca de las más diversas cuestiones y problemas del período. A Marina Franco, Pablo Scatizza y especialmente a Vera Carnovale, por la confianza, los consejos y el apoyo desde que pergeñé la idea inicial de este texto.

A mis hijos, Julián y Lucía, siempre, son ellos los que me acompañan, me toleran y me dan impulso para seguir. Y a la memoria de mi padre, Pepe, por mil razones. Pocas personas tuvieron tanta importancia e influencia en mi vida, en los caminos que fui eligiendo y en mi forma de mirar, entender y estar en el mundo.

Rosario, verano de 2022

[1] Para los desarrollos de la historia reciente en la Argentina, véanse Gabriela Águila, Laura Luciani, Luciana Seminara y Cristina Viano (comps.), La historia reciente en Argentina. Balances de una historiografía pionera en América Latina, Buenos Aires, Imago Mundi, 2018; Roberto Pittaluga, “Ideas (preliminares) sobre la ‘historia reciente’”, Ayer, nº 107, 2017, pp. 21-45.

[2] Enzo Traverso, “Historia y memoria. Notas sobre un debate”, en Marina Franco y Florencia Levín (comps.), Historia reciente. Perspectivas y desafíos para un campo en construcción, Buenos Aires, Paidós, 2007, p. 81.

Lista de siglas

APDH

Asamblea Permanente por los Derechos Humanos

Apege

Asamblea Permanente de Entidades Empresarias

CAL

Comisión de Asesoramiento Legislativo

Carbap

Confederación de Asociaciones Rurales de Buenos Aires y La Pampa

CELS

Centro de Estudios Legales y Sociales

CGE

Confederación General Empresaria

CGT

Confederación General del Trabajo

CIDH

Comisión Interamericana de Derechos Humanos

CINA

Confederación Industrial Argentina

CNT

Comisión Nacional del Trabajo

CNU

Concentración Nacional Universitaria

CRA

Confederaciones Rurales Argentinas

Coninagro

Confederación Intercooperativa Agropecuaria Limitada

Dina

Dirección de Inteligencia Nacional (Chile)

CUTA

Conducción Única de los Trabajadores Argentinos

ESMA

Escuela de Mecánica de la Armada

Fufepo

Fuerza Federalista Popular

LADH

Liga Argentina de Derechos Humanos

MEDH

Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos

MID

Movimiento de Integración y Desarrollo

Molipo

Movimiento Línea Popular

PCA

Partido Comunista Argentino

PDP

Partido Demócrata Progresista

PI

Partido Intransigente

PJ

Partido Justicialista

PRN

Proceso de Reorganización Nacional

PRT-ERP

Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo

PSP

Partido Socialista Popular

Serpaj

Servicio Paz y Justicia

SIDE

Secretaría de Inteligencia del Estado

SIP

Secretaría Información Pública

SRA

Sociedad Rural Argentina

UCR

Unión Cívica Radical

1. El golpe de Estado

En las primeras horas del miércoles 24 de marzo de 1976, y al cabo de meses de incontables rumores y especulaciones sobre el rumbo político del país, las Fuerzas Armadas dieron el golpe y asumieron el control del Estado argentino. La Junta Militar, integrada por los comandantes del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, destituyó formalmente a la presidenta de la Nación, María Estela (Isabel) Martínez de Perón, y lanzó su primera proclama por las estaciones de radio y televisión, ocupadas por un movimiento de tropas que no enfrentaron ninguna resistencia activa a la nueva situación.

Desde su comunicado inicial los altos jefes militares argumentaron que el golpe se debía al “vacío de poder” y el fracaso del gobierno saliente, por lo que las Fuerzas Armadas se habían visto compelidas a hacerse cargo de los mandos del Estado. No se trataba, como proclamó el general Jorge Rafael Videla a lo largo de los primeros meses de gobierno de facto, de la mera ambición de ejercer el poder, sino de una “obligación histórica”, del cumplimiento de una misión que se les imponía a las Fuerzas Armadas como institución. La crisis que atravesaba el país, sostenían los comandantes, era total y las soluciones debían tener también un carácter integral, político, social, económico, moral y, asimismo, militar, en tanto las Fuerzas Armadas –el brazo armado de la Nación– reivindicaban para sí el ejercicio de la violencia institucional para derrotar al principal flagelo que asolaba al país, la “subversión”.

Para sus ejecutores, el golpe de Estado revestía un carácter inaugural: venía a cerrar la etapa más funesta de la historia argentina y dar comienzo a otra, donde se eliminarían los vicios y errores que la habían caracterizado y se fundarían las bases de una “nueva democracia” tutelada por las Fuerzas Armadas. Ese pasado ominoso y al que debía erradicarse a través de la acción decidida de los golpistas estaba condensado, en la perspectiva de los militares y de quienes los apoyaban, en lo que había acaecido durante el último medio siglo y, en particular, en el trienio transcurrido entre marzo de 1973 y marzo de 1976.

Crisis y derrumbe del gobierno peronista

El llamado tercer peronismo –el momento del retorno del peronismo al poder luego de las elecciones de marzo de 1973 y de los gobiernos encabezados por Héctor J. Cámpora (mayo-julio de 1973), Raúl Alberto Lastiri (presidente interino entre julio y octubre de 1973), Juan Domingo Perón (electo en septiembre de 1973, ejerció la presidencia entre octubre de 1973 y hasta su muerte en julio de 1974) e Isabel Martínez de Perón (julio de 1974-marzo de 1976) hasta el golpe de Estado– fue un período relativamente breve en su duración, pero extraordinariamente complejo y ambiguo en su desarrollo. Fue la expresión de un proceso de democratización que terminaba con una dictadura de varios años (la denominada “Revolución Argentina”, que se extendió entre 1966 y 1973) y sobre todo con la larga proscripción política del peronismo, vigente desde el golpe que derrocó a Perón en 1955. A la vez, fue un momento donde se enlazaron en forma contradictoria las fervorosas expectativas de cambio depositadas en el nuevo gobierno asumido en mayo de 1973 y unos elevados niveles de conflictividad social y laboral que se acentuaron al ritmo del deterioro de la economía. A eso hay que agregar una creciente violencia política proveniente de la izquierda y la derecha, contestada con una escalada represiva desde los mandos del Estado dirigida hacia las organizaciones de la izquierda, a la par que se toleraba la acción de los comandos paraestatales de derecha; una evidente pérdida de legitimidad de la figura y la gestión de Isabel Perón y un progresivo aumento de la injerencia política de los militares y, en sus tramos finales, la crisis del gobierno peronista y su derrocamiento a manos de las Fuerzas Armadas.

El período que se extiende entre fines de los años sesenta y mediados de los setenta se presenta, entre otros rasgos, como un momento de alta intensidad represiva, en el que los militares intervinieron activamente en el control y la seguridad interna y la represión política y social.[3] Así sucedió durante el ciclo de movilizaciones urbanas masivas que se verificaron a partir de 1969 (los llamados “azos”, entre ellos el Cordobazo, los Rosariazos, el Viborazo), aunque con la llegada al poder del peronismo los militares se retiraron nuevamente a los cuarteles dejando la represión en manos de las fuerzas policiales. Por su parte, en la primera mitad de la década del setenta, la presencia y las acciones de las organizaciones político-militares de la izquierda se incrementaron en forma progresiva.

Montoneros, la organización armada de la izquierda peronista, había hecho su ingreso en la política con el secuestro y posterior asesinato del general Aramburu en 1970[4] y había tenido un notable crecimiento de sus frentes legales (agrupaciones sindicales, juveniles, estudiantiles) entre 1972 y 1973, en el contexto de las luchas contra la dictadura instalada en 1966 y por el retorno de Perón. El Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP), de extracción trotskista, había experimentado una creciente inserción en varias ciudades y provincias del norte y centro del país en los primeros años setenta y desarrolló un conjunto de acciones de propaganda armada, ataques a guarniciones militares, secuestros y ejecuciones de empresarios y miembros de las fuerzas represivas. En la coyuntura electoral que llevó al peronismo al poder en marzo de 1973, y por un período más o menos breve, Montoneros interrumpió la lucha armada mientras el PRT-ERP anunció que no atacaría al nuevo gobierno presidido por Héctor J. Cámpora, aunque no dejaría de combatir a las Fuerzas Armadas y represivas.[5]

Dos elementos, por cierto vinculados entre sí, atravesaron el panorama político del período: el conflicto interno que caracterizó al peronismo y el aumento de la violencia política que tuvo distintos actores y dinámicas. A las disputas entre los sectores de la izquierda y la derecha peronista, que se habían iniciado durante los meses de gobierno de Cámpora y se expresaron ferozmente en el contexto de la vuelta de Perón al país –en especial, durante la masiva movilización a Ezeiza el 20 de junio de 1973 y la masacre posterior, perpetrada por grupos de la derecha–, se sumaron los desencuentros entre Perón y la izquierda del movimiento. En septiembre, luego del triunfo arrollador en las elecciones presidenciales de la fórmula Juan Domingo Perón-María Estela Martínez de Perón, fue asesinado el líder de la Confederación General del Trabajo (CGT), José Ignacio Rucci, en un atentado atribuido a Montoneros. Unas semanas antes, el PRT-ERP había intentado copar el Cuartel del Comando de Sanidad del Ejército, situado en Capital Federal; y tras estos hechos se multiplicaron los pronunciamientos y las condenas de casi todo el espectro político hacia las acciones de la guerrilla.

La respuesta del gobierno peronista fue el incremento de la represión dirigida hacia el interior de su movimiento con la decisión de “depurar ideológicamente” al peronismo, enunciada por el propio Perón en el documento reservado dado a conocer en octubre de 1973, mientras que se implementaban un conjunto de medidas represivas dirigidas hacia otros actores políticos –en particular el PRT-ERP, ilegalizado en septiembre de 1973 por “haber desatado contra el gobierno y sus autoridades y diversas instituciones una campaña de amenazas, difamación y actos concretos de violencia”–. Como postuló Hernán Merele, el punto de inflexión en el proceso represivo impulsado desde el Poder Ejecutivo Nacional se produjo en enero de 1974, luego del ataque de esta organización al Regimiento 10 de Caballería Blindada en Azul, provincia de Buenos Aires, una de las principales guarniciones militares del país: si la primera etapa tuvo como objetivo central la depuración interna del peronismo, la segunda, de mayor alcance, estuvo destinada a combatir el “extremismo”, el “terrorismo” y la “subversión” en todos los ámbitos –político, social, cultural–, tanto dentro como fuera del peronismo.[6]

La expulsión de hombres y mujeres identificados con la izquierda peronista en los distintos niveles gubernamentales y partidarios, la remoción de los gobernadores que se filiaban con la Tendencia Revolucionaria y la intervención de sus provincias,[7] la ruptura pública con Montoneros en la Plaza de Mayo en la última aparición del presidente el 1º de mayo de 1974, así como las acciones criminales ejecutadas por comandos paraestatales y la Alianza Anticomunista Argentina (o Triple A) que se descargaron con saña contra militantes de la izquierda, completaron el abanico de prácticas y estrategias llevadas adelante para concretar la purga de los sindicados como “infiltrados” dentro del movimiento.

En cuanto al incremento de las medidas y acciones represivas implementadas por el Estado argentino, se ha hecho notar que el breve período de gobierno camporista fue el único momento en el curso de las décadas de 1960 y 1970 donde se eliminó o limitó la legislación represiva. Ello se expresó en el indulto y la liberación de los presos políticos, que tuvieron lugar inmediatamente después de asumir Cámpora la presidencia[8] y, a los pocos días, en la derogación de gran parte de la legislación represiva implementada por la dictadura (por Ley 20.509), aunque no se anuló la ley de Defensa Nacional dictada por Onganía en 1966.[9]

La situación se modificó en los meses siguientes y, sobre todo, luego de la muerte del presidente Perón, el 1º de julio de 1974, cuando en paralelo a la agudización de los conflictos internos del peronismo y el aumento de la violencia política, se verificó una acelerada escalada represiva. Por un lado, se endurecieron los instrumentos legales que penaban las actividades consideradas subversivas; por ejemplo, se sancionó en septiembre de 1974 la Ley 20.840, de Seguridad Nacional, que establecía penas por actividades subversivas en todas sus manifestaciones. Pero además se dictaron medidas de excepción como el Decreto 1368 de noviembre de 1974 (vigente hasta 1984), que declaraba el estado de sitio en todo el territorio del país. Ambas medidas operaron como sostén legal de la creciente violencia estatal ejecutada por las fuerzas represivas.

El otro dato del período fue el notorio accionar de los grupos armados de la derecha y de los comandos paraestatales, tolerado o amparado por el gobierno peronista. Estas organizaciones, que actuaron en casi todas las jurisdicciones provinciales y sobre todo en los grandes centros urbanos, se caracterizaron por operar en una zona opaca e ilegal y articulada a ciertos ámbitos estatales o moviéndose en sus intersticios. En algunos casos, el Estado organizó, financió o al menos permitió la existencia de algunos de estos grupos (como la Triple A, que operaba en el Ministerio de Bienestar Social, dirigido por José López Rega); en otros, estas agrupaciones fueron armadas por –o incluyeron a– miembros de las fuerzas represivas, como los comandos integrados por policías y militares que actuaron a escala provincial (el Comando Libertadores de América de Córdoba o los comandos parapoliciales de Tucumán, Mendoza o la provincia de Buenos Aires); o bien operaron en específicos espacios estatales, por ejemplo, los grupos armados que funcionaron en muchas universidades (ejemplos de ello fueron la actuación de la Concentración Nacional Universitaria [CNU], en las universidades de La Plata y Mar del Plata, y las patotas que organizó el rector Remus Tetu en la Universidad Nacional del Sur).

Se trató de una violencia que se fundaba en el anticomunismo y se mixturaba con otros elementos como las disputas intrapartidarias –en el proceso de depuración interna del peronismo que procuraba expulsar a la “infiltración marxista” del movimiento– o se volvía parte de una cruzada tradicionalista, ultramontana y defensora de los valores occidentales y cristianos. Y que se dirigió hacia una multiplicidad de “blancos” o víctimas, aunque preferentemente se descargó sobre espacios y militantes o simpatizantes de las diversas vertientes de la izquierda peronista o marxista, en muchos casos figuras públicas del campo intelectual, artístico, sindical, político o de los medios de comunicación. A la vez, también afectó a hombres y mujeres poco conocidos que actuaban en ámbitos culturales y educativos o eran activistas sindicales, militantes políticos, integrantes de movimientos sociales o territoriales, o incluso se destinó a grupos sociales específicos, como sucedió con el Comando Moralizador Pío XII de Mendoza, que apuntó su accionar violento también hacia mujeres en situación de prostitución.[10] En general, junto con las amenazas y los atentados, estos comandos paraestatales incorporaron un componente muy notorio de espectacularidad en la comisión de atentados y crímenes, en la aparición de cadáveres mutilados y la exhibición de la crueldad sobre los cuerpos. Era, como se ha dicho, un tipo de violencia ilegal ejecutada por grupos que se movían clandestinamente, en los márgenes de lo lícito y en los pliegues del Estado y sus instituciones y que, justamente por ese modus operandi caracterizado por la ostentación de sus acciones brutales y, en apariencia, fuera de todo control, motivaron pronunciamientos y denuncias de sectores muy diversos del espectro político.

Esa violencia –de carácter paraestatal y política e ideológicamente alineada con la derecha de manera inequívoca– que caracterizó al período previo al golpe de 1976 fue, por varias razones, diferente de la ejecutada en ese contexto por las fuerzas represivas del Estado. En primer lugar, porque en este caso se trataba de una violencia legal y legítima, avalada e impulsada por los sucesivos gobiernos a cargo del Poder Ejecutivo y formalmente regulada por leyes, decretos y reglamentos elaborados en diversos períodos, por un heterogéneo corpus de documentos oficiales y secretos que operó como el entramado legal de su ejercicio. Es claro que se trataba de una legalidad represiva que, para mediados de los años setenta, había colocado la lucha contra la denominada subversión como un elemento central para legitimar la intervención de las fuerzas de seguridad en el combate contra las organizaciones revolucionarias y para hacer frente a las diversas manifestaciones de la oposición política y el descontento social, no solo acciones de los grupos armados sino también expresiones de la conflictividad laboral, estudiantil o social. Y, si la definimos en términos ideológicos, también estaba animada por un antimarxismo visceral, traducido en el discurso antisubversivo que atravesó a las Fuerzas Armadas y a gran parte de los actores y organizaciones políticas de la época.

El conflictivo año 1975

Para los primeros meses de 1975 el descrédito del gobierno de Isabel Perón se venía profundizando a ojos vistas, al calor de la crisis económica, el aumento desmedido de la inflación y la consiguiente inquietud que el deterioro de los salarios acarreaba en el ámbito laboral. A la agudización de las disputas dentro del peronismo –que mostraba un escenario partidario fracturado–, se sumaron las críticas de casi todo el espectro opositor al rumbo gubernamental, desde la Unión Cívica Radical (UCR) y el Partido Intransigente (PI) hasta los partidos de derecha provinciales. Las distintas fuerzas políticas cuestionaban –con matices, pero en general con dureza– el “poder paralelo” del ministro de Bienestar Social y hombre de confianza de la presidenta, José López Rega, la errática estrategia para resolver el creciente deterioro de la economía, las indefiniciones frente al accionar de los grupos violentos, tanto fuese la guerrilla como las formaciones de la derecha “protegidas” por el gobierno (como señalaba el documento de los radicales dado a conocer en abril), a la vez que demandaban “soluciones” para enfrentar la violencia política de ambos signos. Estas podían incluir, dependiendo de los actores y organizaciones que las reclamaban, desde la profundización de las medidas punitivas hasta las denuncias sobre los excesos represivos de las fuerzas de seguridad.

En junio, la asunción de Celestino Rodrigo como nuevo ministro de Economía, un ingeniero industrial vinculado a López Rega, y sobre todo las medidas que implementó para enfrentar la crisis, provocaron un amplio rechazo en los medios sindicales. Entre ellas estaban la clausura de las negociaciones paritarias, un tope a los aumentos salariales –sin considerar las diferentes categorías y sectores de la producción ni los acuerdos logrados por algunos grandes sindicatos en sus respectivas negociaciones paritarias-, una devaluación de “dimensiones insólitas” para la economía argentina[11]y el aumento de precios y tarifas de combustibles y transportes.

Las medidas económicas, que generaron un salto inflacionario, afectaron duramente a los trabajadores. La respuesta fue casi inmediata y se manifestó en una espiral de protestas y conflictos en casi todas las ramas de la industria (la prensa apuntaba que abarcaban al 80% de los sectores más productivos) en el Gran Buenos Aires y otras ciudades del interior del país como Córdoba y Rosario, que en general se organizaron y canalizaron por fuera de las direcciones sindicales tradicionales a través de asambleas, paros espontáneos, huelgas de brazos caídos y ocupación de algunos establecimientos. En el Área Metropolitana de Buenos Aires y La Plata el movimiento fue en parte impulsado y dirigido por las denominadas Coordinadoras Interfabriles, organizaciones que nucleaban a los obreros por lugar de trabajo (comisiones internas, cuerpos de delegados) y por zona. Las coordinadoras agruparon a sectores combativos y clasistas, y tuvieron un fuerte contenido antiburocrático que puso en alerta a los dirigentes sindicales tanto como a las patronales.[12]

La enorme movilización obrera, que eclosionó a principios de julio con la paralización de gran parte de la actividad industrial impulsada por los trabajadores en las fábricas, despertó por fin la reacción de la Confederación General del Trabajo (CGT), que convocó a un paro de cuarenta y ocho horas para el 7 y 8 de julio. Ello aceleró las negociaciones entre el gobierno y los dirigentes cegetistas, quienes levantaron la medida de fuerza a cambio de que se homologaran los acuerdos paritarios suspendidos, en un marco de duras críticas hacia la gestión económica provenientes del sector sindical, así como de diversos sectores políticos. El movimiento huelguístico de junio y julio de 1975 tuvo como principal efecto la salida de los dos ministros más cuestionados del gabinete de Isabel, Celestino Rodrigo de Economía y José López Rega de Bienestar Social, en los últimos días del mes de julio, aunque las críticas a la figura de la presidenta no menguaron.

En un panorama político sacudido por las elevadas cotas de conflictividad social y los virulentos cuestionamientos al gobierno, la “inquietud” en las filas militares se convirtió en un componente principal de la coyuntura. Los medios de prensa reseñaron reiteradamente que los altos mandos de las Fuerzas Armadas seguían con atención la evolución de los acontecimientos políticos y gremiales –como sucedió durante las protestas obreras de mediados de año y ante los cambios de gabinete que se produjeron en mayo y agosto–, a la vez que en distintas ocasiones los militares desmintieron rumores y denuncias de golpe de Estado, alegando “prescindencia política” (es decir, la decisión de no intervenir) frente a las sucesivas crisis institucionales que jaqueaban al gobierno peronista.

Con todo, la situación castrense se tornó cada vez más relevante en el escenario político, en particular en la segunda mitad de 1975. En agosto, la designación de un militar en actividad como ministro del Interior, el coronel Vicente Damasco, desencadenó un cuestionamiento abierto al comandante en jefe del Ejército, el general Alberto Numa Laplane, por parte de altos oficiales que se reclamaban partidarios del “profesionalismo” y de la no intervención en el proceso político. La crisis militar, que incluyó el acuartelamiento de tropas del II Cuerpo de Ejército con sede en Rosario, al mando del general Roberto Eduardo Viola, se resolvió después de varias reuniones entre militares y el gobierno, con el pase a retiro de los dos oficiales cuestionados (Numa Laplane y Damasco) y el nombramiento del general Jorge Rafael Videla como comandante en jefe del Ejército. Como había sucedido luego de las jornadas de junio y julio, cuando la presidenta debió dar marcha atrás con las medidas económicas anunciadas por Rodrigo y aceptar su renuncia y la de López Rega, la crisis militar de agosto volvía a mostrar el debilitamiento del poder presidencial. Luego de ello, los altos mandos del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea emitieron una declaración donde proclamaban los acuerdos alcanzados: la cohesión de las tres Fuerzas Armadas, el compromiso con la Constitución y las leyes y la lucha contra el “enemigo común”: la subversión (Clarín, 29/8/75).

Los cambios en la estructura de mandos superiores tuvieron su correlato en la jefatura de los Cuerpos del Ejército y, para septiembre, asumieron sus funciones los nuevos comandantes: el general Luciano Benjamín Menéndez en el III Cuerpo, el general Ramón Genaro Díaz Bessone en el II Cuerpo, el general Rodolfo Cánepa en el I Cuerpo (unos meses después este comando pasó a manos del general Carlos Guillermo Suárez Mason), mientras que el general Roberto Eduardo Viola pasó a revistar como jefe del Estado Mayor del Ejército. Todos ellos, junto con los comandantes de la Armada, el almirante Emilio Eduardo Massera, y de la Fuerza Aérea, el brigadier general Orlando Agosti (el primero había sido nombrado por el presidente Perón en diciembre de 1973 y el segundo asumió su cargo en diciembre de 1975), conformaron la plana mayor de las Fuerzas Armadas que daría el golpe en marzo del año siguiente.

En esos meses, la atención que concitó la agitada situación castrense y sus derivaciones políticas fue paralela a la centralidad que adquirió la institución militar como actor político y, en particular, la cuestión de la denominada “lucha contra la subversión”. Si bien, como ha mostrado Marina Franco,[13] el discurso antisubversivo estaba fuertemente instalado en la escena política y entre sus actores desde hacía muchos meses, en la segunda mitad de 1975 y hasta el golpe de Estado de marzo de 1976, se convirtió en un ingrediente fundamental de la turbulenta situación nacional. Ello se evidenció en los homenajes a los “caídos y muertos por la subversión”, uno de los estrados privilegiados por las Fuerzas Armadas y de seguridad para propalar aquel discurso,[14] y también en las periódicas reuniones de los más altos niveles del gobierno –e incluso de sectores de algunos partidos políticos– con los comandantes, para definir medidas tendientes a centralizar y hacer “más efectivo” el combate contra la “subversión”.

Los reclamos militares –centrados, en gran parte, en la que consideraban una errática o inadecuada conducción de la “lucha contra la subversión”– contribuyeron a acelerar la crisis por la que atravesaba el gobierno de Isabel. En septiembre, la situación desembocó en la licencia transitoria de la presidenta aduciendo razones de salud, y la asunción del presidente del Senado, el justicialista Ítalo Luder. En un contexto incierto y plagado de rumores por la reasunción de Isabel a su cargo, y por las disputas internas del peronismo, las acusaciones cruzadas entre oficialismo y oposición, el estado deliberativo dentro de las Fuerzas Armadas y los conflictos laborales por la caída del salario, Montoneros llevó a cabo el asalto al Regimiento de Infantería de Monte nº 29 de Formosa a principios de octubre, lo que tuvo un hondo impacto en el escenario político nacional. Al día siguiente, el presidente interino Ítalo Luder firmó los decretos 2770, 2771 y 2772, donde se establecía que las Fuerzas Armadas ejecutarían las acciones necesarias para el “aniquilamiento de la subversión”; quedaba habilitada así la intervención militar en el accionar represivo a escala nacional.

Así, las noticias sobre la intranquilidad en el sector militar, las diatribas antisubversivas y los rumores golpistas moldearon el clima político a lo largo de esos meses. En noviembre el gobierno envió al Congreso para su discusión el proyecto de una nueva Ley de Defensa que reemplazaría a la Ley 16.970 sancionada por Onganía en 1967. El proyecto de ley, de autoría militar, mostraba plena sintonía con las doctrinas antisubversivas que se habían difundido en el ámbito castrense, en particular la lucha contra el “enemigo subversivo” y la participación de las Fuerzas Armadas en la represión interna. Su tratamiento parlamentario mostró un amplio acuerdo entre los legisladores de los distintos partidos y se aprobó en tiempo récord en la Cámara de Diputados, aunque no llegó a tratarse en el Senado.[15] Todo ello evidenciaba que el discurso antisubversivo había desbordado a los actores militares y formaba parte del sustrato ideológico compartido por sectores civiles y políticos en el período previo al golpe de 1976 como argumento legitimador y organizador del esquema represivo, articulándose con un conjunto de estrategias y acciones llevadas adelante por las instituciones estatales.

El año 1975 se cerró con dos acontecimientos que daban cuenta de la compleja situación política: el 18 de diciembre se sublevaron los oficiales de la Fuerza Aérea dirigidos por el brigadier Jesús Orlando Capellini, Jefe de la VII Brigada Aérea de Morón, y el día 23, cuando todavía no se habían apagado los ecos de la rebelión militar, el PRT-ERP intentó copar el Batallón de Arsenales 601 “Domingo Viejobueno” del Ejército, situado en Monte Chingolo, al sur del Gran Buenos Aires.

El movimiento de oficiales de la Aeronáutica, cuyo foco se localizó en las guarniciones de Morón y Aeroparque, reclamaba la destitución del jefe del arma, brigadier general Héctor Fautario, la renuncia de la presidenta de la Nación y la reestructuración del gobierno. Las demandas fueron acompañadas por vuelos rasantes de aviones sobre la ciudad de Buenos Aires y amenazas de dirigir la acción contra la Casa Rosada. Si bien no se concretó la intentona golpista de los sectores “ultras” de la Fuerza Aérea, sí se produjo la salida de Fautario (el único de los tres jefes de las Fuerzas Armadas que era cercano al peronismo y se oponía al golpe de Estado), apoyada por Videla y Massera, y el nombramiento de un nuevo comandante del arma, el brigadier general Orlando Agosti. La rebelión militar fue contestada con pronunciamientos de gobernadores y sectores políticos, así como con una amenaza de paro de la CGT, que no se concretó, mientras que la mayoría de la Aeronáutica, así como el Ejército y la Marina respondieron a los altos mandos, asumiendo una actitud legalista y “prescindente”. El día 22, luego de un incruento bombardeo a la base aérea de Morón ordenada por Agosti y la mediación del vicario castrense y arzobispo de Paraná, monseñor Tortolo, el movimiento finalizó con la rendición de los sublevados.[16]