Historia de Roma desde su fundación. Libros I-III - Tito Livio - E-Book

Historia de Roma desde su fundación. Libros I-III E-Book

Tito Livio

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La Historia ha ejercido un poderoso atractivo en el Renacimiento, la Ilustración y la Revolución Francesa (lo testimonian las 160 ediciones de Livio hasta 1700), sobre todo por la exaltación de las recias virtudes republicanas, el sacrificio cívico y el amor a la libertad. Tito Livio (Patavio –Padua– 54 a.C.-ibid. 17 d.C.) es el único de los grandes historiadores romanos que se mantuvo apartado de la vida pública. A lo largo de cerca de cuarenta años trabajó en su Padua natal en la monumental Historia de Roma desde su fundación. Emprendió en tiempo de Augusto, durante la consolidación del imperio, la tarea colosal de narrar siete siglos de "la nación más grande de la tierra", contrapuestos a las "desgracias que nuestro tiempo lleva tantos años viviendo" (Livio pasó los primeros treinta años de su vida entre guerras civiles). Ab urbe condita libri constaba originariamente de ciento cuarenta y dos libros –tal vez hubiera planeados ciento cincuenta–, distribuidos en décadas o grupos de diez, de los que nos han llegado treinta y cinco: I-X y XXI-XLV. De los libros perdidos hay fragmentos conservados en resúmenes (Periochae o períocas), que indican que Tito Livio articuló las diferentes secciones de su Historia con arreglo a criterios políticos y literarios. Los libros que han llegado hasta nosotros contienen la historia de los primeros siglos de Roma, desde la fundación en el año 753 a.C. hasta el 292 a.C., relatan la Segunda Guerra Púnica y la conquista romana de la Galia Cisalpina, de Grecia, Macedonia y parte del Asia Menor. La primera década (libros I al X) cubre desde los orígenes y la fundación de Roma, con la historia de los reyes (753-510) y el periodo que va desde el principio de la República hasta el asalto, saqueo e incendio de Roma por los galos y su posterior liberación (510-390). Se suceden las escenas de gran dramatismo, que han pasado a formar parte de la cultura global: la historia de Hércules y el ladrón Caco; el descubrimiento en las aguas estancadas del Tíber de los gemelos que luego se llamarán Rómulo y Remo, y su crianza por la loba y los pastores; el rapto de las sabinas; la apoteosis de Rómulo; la lucha entre Alba y Roma por la supremacía en el Lacio; la muerte de Lucrecia; el gobierno y la caída de los decénviros, con el episodio de Virginia...

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BIBLIOTECA CLÁSICA GREDOS, 144

Asesores para la sección latina: JOSÉ JAVIER Y JOSÉ LUIS MORALEJO .

Según las normas de la B. C. G., la traducción de este volumen ha sido revisada por JUAN GIL .

© EDITORIAL GREDOS, S. A.

López de Hoyos, 141 - 28002 Madrid

www.editorialgredos.com

PRIMERA EDICIÓN, 1990.

REF. GEBO254

ISBN 9788424931834.

INTRODUCCIÓN GENERAL

I. INVITACIÓN A LA LECTURA DE LIVIO

Livio es una lectura saludable. Según cuentan, el rey D. Alfonso V de Aragón y I de Nápoles recuperó con la lectura de Livio la salud que ni la medicina ni la música habían podido devolverle; la lectura de Livio fue el único consuelo de Cola di Rienzi en la cárcel de Aviñón, manteniendo vivos sus ideales de libertad, y con el paso de los años, de la mano de Stendhal, hasta un personaje de ficción recurriría a sus reconfortantes efectos: Le Marquis, irrité contre le temps présent, se fit lire Tite-Live1 .

Aunque lo parezca, esto no es una recomendación terapéutica. Para leer con gusto a Livio no es preciso estar aquejado de alguna enfermedad desconocida, ni siquiera de idealismo, y preso por ello; ni tampoco sufrir un ataque de gota y la enojosa lectura de la prensa del día, como Monsieur de la Molle. Esas anécdotas valen aquí sólo como indicio de la rara atracción que nuestro autor y su obra han ejercido a través de los tiempos. Por lo demás, la historia del restablecimiento de Alfonso el Magnánimo, tal como puede leerse en nuestros autores no es del todo segura; hay quien atribuye la virtud curativa a Quinto Curcio... 2 Pero no importa. Tan expresivo de la afición del rey por Livio, como que recuperara la salud leyéndolo, es que se arriesgara a perderla por leerlo: al acceder Alfonso al trono de Nápoles, Cosme de Médicis, queriendo granjearse su amistad para Florencia, le envía como prenda de paz un ejemplar de cada una de las décadas de Livio en espléndidos manuscritos. Cuando este precioso regalo llegó a manos del rey, sus médicos le aconsejaron que no lo abriera, no fuera a estar envenenado, pero Alfonso desechó todo temor, diciendo que los reyes estaban bajo una especial protección divina. Con razón se ha dicho que tuvo que ser su amor por Livio, sin cuya compañía nunca emprendía un viaje, lo que movió al rey a confiar en tan incierta garantía 3 .

De los numerosos testimonios de afección por Livio, el primero y más frecuentemente recordado es el de aquel ciudadano de la antigua Cádiz que vino —dice Plinio— «desde el último confín del mundo», sólo para ver en persona a Tito Livio. Llegó, lo vio, y volvió 4 . Otro curioso y anónimo homenaje brilla en una lista de libros de hacia el año 1040, procedente de la abadía de Cluny, en la que figuran los títulos elegidos por los monjes como lectura de cuaresma. De los sesenta y cuatro que había, sesenta y tres optaron por comentarios bíblicos y obras de los Santos Padres, o Historias de la Iglesia; el último eligió a Livio. P. G. Walsh, cuyo Livy, his historical aims and methods debería ser declarado libro de cabecera del livianista moderno, confiesa en otra parte que entre los muchos tributos a la llamada de Livio éste es su preferido 5 .

Nunca sabremos las razones de esos homenajes anónimos, pero, seguramente, no fueron muy distintas de las que encontramos en una carta dirigida a Livio (Franciscus Tito Livio salutem) , en 1351, por otro entusiasta suyo: Francesco Petrarca. En ella leemos que a Petrarca le hubiera gustado coincidir con Livio en el tiempo: su época habría sido mejor viviendo Livio entonces, o él mismo habría podido mejorar siendo contemporáneo suyo, dispuesto como estaba a ir no ya a Roma desde Hispania, sino a la India, para verlo. Ahora —dice Petrarca— lo ve en sus libros, a los que acude siempre que desea olvidar un tiempo que sólo aprecia riquezas y placeres, y agradece que su lectura le sumerja en siglos más felices y le haga sentir que vive junto a Cornelios, Lelios, Fabios, Metelos, Brutos, Decios, Catones, Régulos, Cursores, Torcuatos, Valerios, Salinatores, Claudios, Nerones, Emilios, Fulvios, Flaminios, Atilios, Quincios y Camilos,... y no con los granujas redomados entre quienes le había hecho nacer su mala estrella 6 .

Para Petrarca el atractivo de Livio es de naturaleza ética y estética. Lo que espera y recibe de su lectura, por la fuerza psicagógica de su expresión literaria, es un beneficio moral: una especie de bautismo por inmersión en un pasado utópico, que purifica de la contaminación de los males presentes mediante el olvido y el consuelo. El pasado como edad dorada y como refugio, y la fe en la capacidad formativa de la historia son temas genuinamente titolivianos cuya presencia en Petrarca revela una estrecha congenialidad entre ambos. La imagen de la inmersión en el pasado define lo más característico del influjo de Livio; que no actúa reflexivamente, conduciendo al lector hacia el análisis racional de los hechos, sino emotivamente, convirtiéndolo en partícipe de los desengaños y esperanzas de un alma humana universal, a través de las vicisitudes históricas de un pueblo.

Esos mismos sentimientos de congenialidad y de admiración ante el poder de la palabra eran los que llevaban a escuchar a Livio al reducido público que acudía a sus lecturas, según cuenta Claudio Eliano: «Había en Roma dos historiadores, Tito Livio, cuya gloria propagó la fama, y Cornuto, de quien se sabía que era rico y sin hijos. Para oír a Cornuto se congregaba una multitud de aduladores con sus esperanzas puestas en la herencia; a Livio iban a escucharlo sólo unos pocos, pero entre quienes valían elegantia animi et facundia litterarum » 7 .

Aunque también lo parezca, esto no es tampoco un panegírico. Si tuviéramos que elegir un solo testimonio de aversión por Livio, ¿cuál mejor que el de un emperador? Calígula lo detestaba; le parecía verboso y negligente, y a punto estuvo de hacerlo desaparecer —scripta et imagines — de las bibliotecas 8 . Se ha dicho que su juicio, que imponía el mismo destierro a Homero y a Virgilio, era un elogio, más que una crítica; pero ¿no tendría algo de razón, teniendo en cuenta que los frecuentes descuidos que hay en Livio le niegan el título de historiador exacto y riguroso, y que algunos tratadistas de retórica ejemplifican el pleonasmo, o redundancia, con alguna frase suya...? Para otros, el mayor defecto de Livio estriba en ser demasiado propenso a la lección moral.

No es fácil argumentar contra la prevención. Tal vez valgan los ejemplos. Yo desdeñaría leer el relato titoliviano por su poco valor como historia científica, si no tuviera conocimiento de rectificaciones de sabios eminentes al respecto; si personas igualmente autorizadas no me dijeran que lo más legendario de la historia romana de Livio cubre firmes cimientos de realidad; o si no fuera evidente que unos dos tercios de los últimos libros conservados, a pesar de su apariencia de buena literatura, siguen muy de cerca a un autor de tanta garantía como Polibio.

Frente a las otras causas de disuasión, el moralismo inoportuno y los excesos de su facilidad de palabra, tenemos un término de comparación bastante ilustrativo en la continuación de la «parábola de los dos historiadores» según Eliano, que dice así: «Pero el Tiempo, insobornable e incorruptible, y su guardiana, compañera y vigilante, la Verdad, que no necesitan riquezas, ni sueñan con la sucesión de una herencia, ni se dejan atrapar por nada torpe, falso, indigno o menos liberal, al uno lo mostraron, lo sacaron a la luz como a tesoro oculto y —diré con Homero— repleto de muchos bienes, y éste era Livio; mas al opulento y colmado de riquezas, a Cornuto, lo cubrieron de olvido». ¿Habrá que decir que Livio no llega nunca a esos extremos de oratoria rimbombante, ni es tan pedestre y retórico en su afán aleccionador?

La variedad y abundancia del tesoro escondido que es Livio se manifiesta en las oscilaciones y altibajos de su estilo. Puede decirse que en Livio, el estilo es el espejo de la idea. Está claro que hay, por decirlo brevemente, hechos sin ideas: realidades que Livio, o su época, no sabían valorar, sobre las que no tenían ideas. Pero el historiador no inventa su argumento, no puede silenciar lo que a sus ojos —nos lo dice la forma en que lo cuenta— carecía de germen literario. En Livio hay muchas páginas de árida lectura; su valor consiste en ser un yacimiento inestimable de información para la historia diplomática, militar, política, económica, o social de la República romana, por no hablar... de su contribución al estudio de la «ufología» en la Antigüedad 9 . En fin, es igualmente cierto, por otra parte, que Livio, o su época, valoran hechos, tienen ideas que hoy han perdido vigencia, que nos son ajenas; y que, por tanto, no siempre congeniamos con él. De todas formas, Livio no es nunca irritante, y la satisfacción de su prosa maestra es siempre una compensación segura.

Léon Catin, que ha hecho de la lectura literaria de Livio un ejercicio de inteligencia y de sensibilidad, terminaba su estudio preguntándose qué interés presenta para un espíritu moderno una obra como la de Livio, de forma e inspiración romanas. No es de extrañar que antes y después de él, en tiempos de descrédito de Livio, o de progresivo alejamiento de la antigüedad clásica, otros se hayan planteado la misma pregunta 10 .

Pocos años antes, Paola Zacan, al final de su ensayo sobre el historiador, con el que pretendía reivindicar la originalidad y seriedad del paduano como filósofo y poeta de la historia y reconstruir su armónico sistema conceptual, reducido a una deshilvanada colección de noticias y opiniones por la crítica adversa de historiadores y filólogos, había respondido con la paradoja: «precisamente en razón del contraste que se ha producido entre los modernos y Livio, éste puede ser para los modernos una lectura provechosa. Livio representa la permanencia del sentimiento de lo eterno frente a nuestro sentimiento de lo inseguro y fugaz» 11 .

Décadas después, Luciano Perelli, menos esencialista, no tan entusiasta, más objetivo, destacaba el valor añadido de la lectura de Livio sobre la de otros historiadores antiguos seguramente más próximos a la actitud contemporánea ante la historia. En su opinión, «el lector moderno tal vez prefiera el contacto con los problemas concretos y el compromiso político de un Salustio a la ingenua fe de Livio en los principios de la romanidad, pero es siempre cosa del máximo interés descubrir a través del candor moralístico de Livio el significado histórico de los valores heredados por él de una tradición secular y los problemas políticos reales que se ocultan bajo el ropaje encomiástico y la bella forma literaria» 12 .

Por su parte, el propio Catin recordaba en primer lugar que Livio ha sido, desde el Renacimiento, una de las fuentes que nutren la filosofía política, la literatura y el arte europeos: su imagen de Roma ofreció temas, razones, ejemplos y modelos a Maquiavelo, Montesquieu, Macaulay; Tiziano, Poussin, David; Shakespeare, Corneille, Voltaire, etc., etc., de modo que su obra y nuestra cultura se iluminan recíprocamente. Pero también «lejos de los teatros y museos» —escribe Catin— «l’honnête homme hallará siempre placer en reencontrarse con Livio». Porque la lectura de Livio, fácil y fecunda a la vez, devuelve a nuestra alma un poco de su frescura infantil. Si leer es apartarnos de nosotros mismos, volver de Livio es regresar enriquecidos de belleza, si no de sabiduría, de las memorias de un romano ami du vrai, du beau et du bien ».

II. TITO LIVIO: PATRIA, CARÁCTER, VIDA Y ESCRITOS13

Tito Livio nació y murió en Patavium (hoy, Padua), donde también pasó, probablemente, la mayor parte de su vida. El ambiente paduano contribuyó a forjar en él un carácter austero, independiente y conservador: a pesar de su relativo aislamiento, Patavium era una ciudad próspera y culta; se distinguía por la proverbial severidad moral de sus habitantes, y era, por entonces, feudo del tradicionalismo político.

Livio gozó de una dilatada existencia de la que apenas nos han llegado noticias. Según la Crónica de S. Jerónimo, vivió entre el 59 a. C. y el 17 d. C. Hoy se suele dudar de la exactitud de esas fechas y voces autorizadas defienden como cronología más verosímil los años del 64 a. C. al 12 d. C., pero no hay razones de peso para el cambio 14 .

La obra de su vida fue una monumental Historia de Roma en 142 libros, de los que se conservan 35 (I-X y XXI-XLV, con varias lagunas en los cinco últimos) y un par de fragmentos (de los libros CXI y CXX). Aunque el texto se nos ha transmitido, por lo general, en grupos de diez libros, o décadas, y este término figura en el título de numerosos manuscritos (de donde pasó a las primeras traducciones, p. e. Las décadas de Tito Livio , por el canciller Ayala), el título original de la obra es casi seguro que fue Ab Urbe condita («Desde la fundación de la Ciudad»). Tras hacer en el libro I un resumen de los primeros siglos de Roma (hasta el final del período monárquico), Livio narraba luego año por año la historia de la República; su relato llegó hasta el año 9 a. C., aunque no es posible saber si éste fue un final previsto, o si la obra quedó incompleta. La parte conservada alcanza hasta el año 167 a. C.; la parte perdida se conoce, a grandes rasgos, gracias a las periochae , unos resúmenes del contenido de cada libro debidos a un autor anónimo de la antigüedad tardía (faltan las de los libros CXXXVI y CXXXVII). Los restantes escritos de Livio se perdieron del todo; versaron sobre cuestiones de historia, filosofía y teoría literaria.

El origen paduano de Livio aparece confirmado por el testimonio de numerosos autores: Asinio Polión se burlaba de su patavinitas , Asconio, que también era de Patavium , se refiere a él como Livius noster , y la ya mencionada Crónica de Jerónimo registra su nacimiento en los siguientes términos: Messalla Corvinus orator nascitur et Titus Livius Patavinus scriptor historicus ; que Livio murió en Padua, lo atestigua expresamente S. Jerónimo: Livius historiographus Patavi moritur15 .

Las noticias que nos han llegado sobre la larga vida de Livio son tan escasas que se le ha llamado «el historiador sin historia», «la figura más nebulosa entre los grandes clásicos». Tal vez por eso el dato más conocido, su patria, ha adquirido una importancia tan grande... Lo cierto es que algunos rasgos del carácter y de las actitudes de Livio casan muy bien con la conocida idiosincrasia de los paduanos, y que la historia de su ciudad se ha convertido en referencia obligada para la biografía hipotética del más universal de todos ellos.

Padua está situada en la Italia transpadana, no lejos de la costa norte del Adriático. Dominaba un extenso territorio de laberínticos canales y marismas, que le brindaban protección y oportuna salida al mar. «Roma de los vénetos», también Padua se gloriaba de un origen troyano; su otro orgullo era el de haber sabido mantener su libertad y preservar su identidad colectiva en el respeto a sus tradiciones antiguas. A lo largo de su historia los paduanos se habían defendido, con éxito, de los etruscos, de los galos y de los griegos, y sólo la discordia civil, en el 174 a. C., los inclinó a aceptar como mejor solución la autoridad de Roma. Aun así, su invariable actitud prorromana durante la pasada guerra contra Aníbal, les valió, conservar una cierta independencia, hasta que en el 49 a. C., declarada Patavium municipio, obtuvieron plenos derechos de ciudadanía.

Patavium tuvo la suerte de permanecer al margen de los campos de batalla y de las sangrientas revanchas de la guerra civil, aunque sufrió fuertes exacciones por parte de Marco Antonio en represalia por su actitud prosenatorial. Este alejamiento permitió a los paduanos desarrollarse en paz. Los descendientes de belicosos héroes criadores de caballos, apacentaban pacíficas ovejas. Nudo de caminos y centro de comarcas ricas en pastos, Patavium prosperó con el comercio y la artesanía de excelentes tejidos de lana. En el censo del 14 d. C., era la segunda ciudad de Italia más poblada y próspera, con 500 ciudadanos lo bastante ricos como para figurar entre los equites , «la clase alta no-política, terratenientes, comerciantes y financieros, que junto a los senatores conformaban la plutocracia romana» 16 .

Las numerosas inscripciones halladas en la zona confirman la importancia de la ciudad. Los nombres reflejan una sociedad fuertemente latinizada; otros indicios sugieren un notable influjo helénico en los estratos más educados. Por otra parte, el reducido número de epígrafes de tipo honorario o laudatorio distingue a sus habitantes de la habitual petulancia provinciana, lo que concuerda con la imagen proverbial del paduano como hombre parco y morigerado 17 .

Como buen paduano, Livio está orgulloso de serlo. Comienza su historia de Roma con el desembarco del troyano Antenor en litoral véneto, es decir, el más cercano a Padua, y la fundación allí de una nueva Troya. En su momento destacará que sólo aquel rincón se mantuvo libre del dominio etrusco y recordará la historia del año 174 a. C.; pero, sobre todo, su relato de la incursión naval de Cleónimo contiene unos toques descriptivos tan vívidos y una emoción evocadora tan intensa que, como se ha dicho agudamente, «si no abundaran tanto los testimonios acerca de la patria de Livio, este pasaje avalaría Patauium como la más probable» 18 .

El espíritu independiente de los vénetos se manifiesta en Livio como libertad ante el poder político y como de fensa de las propias convicciones frente al dictado de la opinión común. Esa cierta altivez del paduano que se distingue de su entorno podría explicar incluso la insensibilidad que se le ha reprochado hacia la Italia del Norte, porque la patria de Livio es Padua y puede ser Roma, pero no se siente especialmente cisalpino, o transpadano 19 .

Es lógico pensar que el ambiente de su patria chica influyera en la actitud de Livio ante la política y en su severidad moral. Se ha dicho que Livio muestra por la acción política, como práctica personal y como objeto de análisis histórico, la insensibilidad de la burguesía provinciana, a la que interesan sobre todo la paz y la estabilidad del orden social, es decir, los efectos de la política, más que su ejercicio. En su constante anhelo de paz y de concordia y en su posición conservadora y pro-senatorial tal vez se manifieste la honda huella que debió de dejar en el joven Livio la represión sufrida por la defensa de la legalidad que Padua enarboló como bandera en el conflicto entre Marco Antonio y el Senado 20 . Por aquel tiempo, año 43 a. C., actuaba, como agente de Antonio, Asinio Polión, gobernador de la Cisalpina y ejecutor de las represalias contra la ciudad. Asinio, que más tarde abandonaría la política para dedicarse también a la historia, censuraba en Tito Livio una cierta patauinitas que, interpretada en clave ideológica, o moral, identifica los rasgos más propios de su carácter y del ambiente en que se forjó: el «paduanismo» del que se burlaba Polión, dicen unos, era puro «palurdismo» político: la ingenuidad histórica de Livio, su concepción ética, su idea romántica de la historia; para otros, se trataba de la severidad de su carácter, o de la rigidez e intransigencia de sus actitudes políticas 21 .

Muchos aspectos de la personalidad de T. Livio aparecen vinculados a la imagen que se tenga de dónde y cómo vivió. Comúnmente se piensa que Livio, transcurrida su infancia y primera juventud en Padua, con la idea ya formada de escribir la historia de la «nación más grande de la tierra», abandonó la provincia y se trasladó a Roma, atraído como otros escritores por los aires de renovación cultural y política tras la victoria de Octaviano, y porque sólo allí habría podido disponer de los medios necesarios para llevar a cabo su proyecto. En Roma lo sitúan las anécdotas recogidas por Plinio y por Eliano, que ya hemos referido, y en Roma debieron de producirse los contactos de Livio con Augusto y con el futuro emperador Claudio, de los que hablan Tácito y Suetonio 22 . Además, las alusiones a la Roma contemporánea contenidas en su descripción de la ciudad primitiva parecen observaciones propias de alguien que reside en ella.

Sin embargo, estos argumentos no son conclusivos, mientras que Padua ofrece a mayor número de indicios una coherencia que Roma no ofrece. Se ha comprobado que las indicaciones de Livio sobre el espacio urbano de Roma contienen inexactitudes que hacen poco probable que residiera en ella largo tiempo 23 . Además, la vida imaginable de Livio afincado en Roma proyecta una imagen de su carácter que contenta a pocos. En Roma, durante cuatro largas décadas, Livio no habría hecho otra cosa que escribir. Sus errores en cuestiones militares y asuntos administrativos prueban que no desempeñó cargo público alguno, ni sirvió en el ejército. Sorprendentemente, para los activos círculos literarios de su tiempo, tan ligados a la política, este hombre dedicado en cuerpo y alma a la literatura y en buenas relaciones con la cúspide del poder es como si no hubiera existido. No queda sino pensar que, siendo como era persona retraída, fría y distante, sin humor y de pocos amigos, llevó una vida aislada y sedentaria, en el encierro de un gabinete de estudio 24 . Lo que ocurre es que no es ésa la imagen del carácter de Livio que la mayoría ve reflejada en su obra. Es cierto que hay un Livio atrabiliario, propenso al pesimismo y a la melancolía, sensible sobre todo a los aspectos negativos de la convivencia y poco condescendiente con las debilidades humanas, pero esa hosquedad —como el emblemático bastón de Bruto (I 56, 9)— recubre un alma idealista y compasiva, que conserva con optimismo su fe en el esfuerzo humano y la convicción de que la justicia de las cosas se impone finalmente 25 . Hay quien descubre en Livio un sano humor, una sólida ironía campesina; hay quien le encuentra una delicadeza y un calor humano únicos entre los historiadores antiguos 26 . Realmente, el silencio de Roma sobre Livio se explica mejor por su ausencia de la ciudad que por su hipotética misantropía.

Como segunda ciudad de Italia, Patavium debía de ofrecer oportunidades para la educación y el estudio no muy inferiores a las de la capital misma. Si Livio recibió en Padua la sólida formación intelectual que se refleja en su obra —el texto de Ab Urbe condita nos lo revela como buen conocedor de los autores griegos y romanos (oradores, historiadores y filósofos) 27 — seguramente también pudo desarrollar allí su dedicación literaria y disponer de las obras que serían la base de la suya. Es más, el carácter exclusivamente libresco de sus fuentes, el hecho de que no consulte documentos originales a los que habría tenido acceso en Roma, se comprende mejor, si no vivió allí, que por falta de exigencia personal como historiador 28 .

En 1351 Petrarca firmaba su carta a Livio en Padua, «donde tú naciste y estás sepultado», en el atrio de Santa Justina, «ante la lápida misma de tu tumba». El epitafio al que se refiere Petrarca era, en realidad, el de un liberto 29 . Más tarde se descubrió otro que sí podría ser el de nuestro historiador, aunque existen dudas sobre su autenticidad: T . LIVIVS . C . F . SIBIET / SVIS / T . LIVIOT . F . PRISCOE (T ) / T . LIVIOT . F . LONGOE (T ) CASIAESEX . F . PRIMAE / VXORI30 . Este T. Livio, hijo de Gayo, casado con Casia Prima, hija de Sexto, tuvo dos hijos, de los que el mayor habría muerto antes de que el pequeño alcanzara la mayoría de edad y pudiera recibir el mismo nombre de su hermano 31 . En la tradición literaria se menciona a un hijo y a una hija de Tito Livio, casada ésta con un orador mediocre de ascendencia probablemente cisalpina 32 . Si la inscripción fuera realmente la de Tito Livio y los suyos, el carácter de epitafio familiar que tiene concuerda mejor con una persona que está y espera seguir enraizada en la ciudad, que no con alguien afincado en la distante Roma, o que piensa establecerse allí 33 .

Por lo demás, imaginar a Tito Livio establecido en Padua no quiere decir que no saliera de su encierro. Tal vez viajara más de lo que suele admitirse: a Roma, desde luego, y con frecuencia creciente a medida que fue ganando prestigio, o para dar a conocer nuevas partes de su obra (las lecturas referidas por Eliano dos siglos después), o para estancias más o menos largas; pero también más al Sur, a la Campania (XXXVIII 56, 3), a Tarento (XXVII 16, 8), tal vez incluso a Grecia... 34 . El famoso ciudadano de Cádiz pudo muy bien creer que Livio vivía en Roma, aunque no fuera cierto, y también encontrarlo allí cuando llegó. Incluso la relación de Livio con Augusto y con otros miembros de su familia pudo desarrollarse a lo largo de estas visitas del historiador a la capital 35 .

En la idea de que Livio pasó la mayor parte de su vida en Roma, siempre se le ha supuesto un nivel económico en consonancia con el otium requerido por su obra, cuya equivalencia en dimensiones modernas arroja, según algunos cálculos, magnitudes absorbentes: un libro de 300 páginas al año durante 40 años. Es posible que disfrutara de la ciudadanía romana desde antes de que Patavium fuera declarada municipio en el 49, lo que sería indicio de un cierto nivel social; se ha sugerido que tal vez perteneciera a una de aquellas acaudaladas familias de rango ecuestre: no ha sido posible comprobarlo; de lo que no cabe duda es de que no formaba parte de ninguno de los grandes clanes de la aristocracia romana 36 . En cuanto al trabajo que representó la redacción de Ab Urbe condita hay otros cálculos más benignos 37 . En Padua pudo compartir mejor su dedicación al otium de orador, historiador y filósofo, y a los negotia que se lo permitían.

La retórica y la filosofía fueron, junto con la historia, los campos en los que Livio desarrolló su actividad como escritor. Quintiliano menciona un escrito de orientación literaria que había sido dirigido por Livio a su hijo, a modo de carta. Séneca, en cuya opinión Livio era, después de Cicerón y de Asinio, el tercero de los romanos que habían cultivado la filosofía, afirma que «escribió también unos diálogos, que podrías adscribir tanto a la filosofía como a la historia, y libros de contenido expresamente filosófico» 38 .

Se tiende a pensar que estos escritos representaron las primeras inquietudes intelectuales del futuro historiador. El carácter oratorio de pasajes como el excurso sobre Alejandro Magno (IX 17-19), que tiene todo el aspecto de una esmerada declamatio escolar, y la fama de los discursos titolivianos invitan a compartir la opinión de Taine de que la retórica fue el camino por el que Livio llegó a la historia. Sin duda coincidía con Cicerón en lamentar la mediocridad literaria de las historias al uso, y tal vez deseando llevar a cabo el deseo incumplido de aquél: escribir la historia de Roma en un estilo digno de la materia, quiso emular primero los diálogos en los que Cicerón reflexionaba ocasionalmente sobre el sentido y el arte de la historiografía.

Sin embargo, razones de cronología relativa y de crítica interna impiden considerar globalmente el contacto de Livio con la retórica o la filosofía como una etapa previa a la redacción de Ab Urbe condita . La Epistula ad fìlium , p. e., como se ha observado repetidas veces, para que su destinatario estuviera en edad de aprovecharla, tuvo que ser escrita cuando Livio componía ya su historia. Recientemente se ha sugerido, con sutiles argumentos, que los famosos Diálogos de Livio tal vez sean producto imaginario de una mala interpretación del texto de Séneca que supuestamente los menciona, pero el hecho de que se hayan perdido sin dejar huella no es razón para sospechar que nunca existieron 39 . Sin duda, tanto éstos como la Epistula fueron obras desconocidas para el común de los lectores, aunque apreciadas por lectores especializados como Séneca o Quintiliano; obras poco divulgadas y que se olvidaron pronto, eclipsadas por la fama de Livio como historiador.

III. Los 142 LIBROS DE «AB URBE CONDITA » 40

Pero ni la fama de Livio como historiador, con ser muy grande, pudo impedir que se perdiera la mayor parte de su obra. En el túnel cultural de la Edad Media desapareció incluso la noción de que Ab Urbe condita había constado alguna vez de 142 libros. En tiempos de Petrarca, este dato que fue toda una revelación de los manuscritos de Floro, recién descubiertos, que incluían como obra suya las Periochae ; un dato tan novedoso que el propio Petrarca «no se resiste» a decírselo a Livio en su carta 41 .

Las períocas constituyen la base de todo intento de reconstruir la disposición general de la obra. En la descripción de la parte conservada lo habitual es referirse a las distintas décadas. Pero el desacuerdo de los autores a la hora de establecer las unidades internas y dar una visión articulada del conjunto prueba que la distribución decádica es insatisfactoria y la información de los resúmenes insuficiente. Los datos sobre el proceso de redacción y publicación de Ab Urbe condita son también escasos e imprecisos. Pese a todo, combinando las informaciones más seguras, es posible trazar en sus líneas maestras la génesis y desarrollo de la obra.

Livio se había propuesto escribir toda la historia del pueblo romano, contando con llegar hasta sus propios días. En el libro I condensa los orígenes troyanos y albanos de los fundadores de la ciudad y relata sucintamente el período que va desde su fundación hasta el final de la monarquía (753-510 a. C.) con la tragedia de Lucrecia (I 57-59), que provocó el derrocamiento de Tarquinio el Soberbio y la elección de los primeros cónsules.

El libro II se abre con un breve preámbulo: «Referiré a partir de aquí la historia civil y militar del pueblo romano ya en libertad, con sus magistraturas anuales y bajo el imperio de la ley, más poderoso que el de los hombres». La primera etapa de esta historia abarca los ciento veinte primeros años de la República (509-390 a. C.) —«en el exterior, guerras; en el interior, disensiones»—, hasta el asalto, saqueo e incendio de Roma por los galos, relatado al final del libro V.

La catástrofe gálica truncó los primeros avances de la dominación romana sobre Italia en lucha contra los latinos, ecuos, volscos y etruscos, y el paulatino proceso de reducción de las diferencias sociales entre patricios y plebeyos. Como puntos culminantes de la narración titoliviana destacan en estos libros la guerra contra Porsena, con las gestas de Horacio Cocles. Mucio Escévola y Clelia, y la lucha por el tribunado de la plebe (II 9-15 y 22-33); la leyenda de Cincinato y el gobierno y caída de los decénviros, con el episodio de Virginia (III 19-29 y 33-49); las historias de Canuleyo, Espurio Melio y Cornelio Coso (IV 1-6, 12-1 y 17-20); y la toma de Veyes, y la ocupación de Roma por los galos y su liberación, bajo el liderazgo de Camilo (V 19-23 y 35-55).

Los libros I-V constituyeron una unidad de composición, como indica el nuevo prólogo en VI 1: «He expuesto en cinco libros los hechos que llevaron a cabo los romanos desde la fundación de la ciudad hasta su caída...»; y, seguramente, se publicaron juntos, aunque no es posible saber exactamente cuándo. De I 19, 3, y IV 20, 7 se deduce que su redacción y publicación ocurrieron entre el 27 y el 25 a. C., pero ambos pasajes están sujetos a controversia 42 .

Los cinco libros siguientes (VI-X) abarcan los años 389-293 a. C. Su tema es el proceso de recuperación interior y exterior de Roma, que la llevaría a ser dueña de la Italia central. En el interior destaca la superación de la amenaza demagógica y autocrática de Manlio Capitolino (VI 11-20) y el enfrentamiento por la legislación Licinio-Sextia que abre el consulado a los plebeyos (VI 34-42); en el exterior, junto a episodios de las campañas dirigidas por Camilo (p. e., VI 22-26), sobresalen los triunfos de Manlio Torcuato y Valerio Corvo en sendos combates contra galos gigantescos (VII 10 y 26), como símbolo del restablecimiento de la hegemonía romana frente a los que hasta entonces habían sido su más temible enemigo.

En VII 29, 1-2, Livio solemniza el comienzo de un siglo largo de luchas contra los samnitas como un salto cualitativo en la expansión romana: «A partir de aquí se referirán guerras mayores, tanto por las fuerzas de los enemigos como por la duración en el tiempo y lo distante de las regiones en donde se luchó. Pues este año se emprendió la guerra contra los samnitas, nación poderosa en armas y recursos; a la guerra samnita, sostenida con fortuna variable, siguió como enemigo Pirro, a Pirro, los cartagineses. ¡Qué inmensos trabajos! ¡Cuántas veces se rozó el peligro extremo, para que el poder romano se elevara a esta grandeza que a duras penas logra sostenerse!»

El relato de estas guerras se extenderá hasta el libro XXX. Las divisiones más importantes están señaladas por sendos prefacios en XXI 1, y XXXI 1, y un excursus que había al comienzo del libro XVI. También hacia el final del libro X es perceptible un climax narrativo que aísla como unidad los libros VI a X: En X 31, 10-15 Livio, reflexionando sobre el curso de los hechos y de su propia historia, es consciente de la continuidad del tema: «Aún quedan guerras samnitas, de las que venimos ocupándonos por cuarto libro ya consecutivo y por cuadragésimo sexto año...» Pero acto seguido comenta el reciente triunfo romano sobre los samnitas y los galos en Sentino (X 27-31, 1) como el más duro de los repetidos golpes que no habían podido doblegarlos: «Ya no podían sostenerse ni con sus propias fuerzas, ni con las ajenas; sin embargo, no renunciaban a la guerra: ¡de tal manera ni aun fracasando se cansaban de defender su libertad, y preferían ser vencidos antes que no intentar la victoria! ¿Qué clase de hombre ha de ser el escritor o lector al que incomode lo prolongado de unas guerras que no fatigaron a quienes las hicieron?» La finalidad de esta interrupción no es únicamente elogiar ante el lector la pertinacia de los samnitas y animarle a no desfallecer... Todavía dentro de los límites del libro narra la resonante victoria de Papirio Cursor dos años después sobre la legio linteata samnita (kamikazes sagrados, si puede decirse) y toda la fuerza que el Samnio había podido reunir. En las guerras samnitas la suerte estaba echada. Con todo ello es probable que Livio quisiera redondear una segunda entrega de su obra (los libros VI a X), aunque en ella no se agotara el tema de las guerras samnitas y no tuviera, por tanto, la misma unidad que los cinco libros primeros.

A partir de VII 29, predomina el relato militar. La primera guerra samnita contempló el valor de P. Decio Mus rescatando al ejército (VII 34-36); la guerra contra los latinos, su autoinmolación por la victoria y el terrible ejemplo del otro cónsul, Manlio Torcuato, que ejecutó a su hijo en aras de la disciplina (VIII 3-11). Durante la segunda guerra samnita tuvo lugar el dramático conflicto entre Papirio y Fabio (VIII 29-35) y la vergüenza de las Horcas Caudinas (IX 1-16); en la tercera, las victorias de Sentino, Aquilonia y Cominio (X 27-47).

Los únicos indicios sobre la época de composición y edición de esta parte de la obra se hallan en la digresión sobre Alejandro Magno (IX 17-19). En lo que se consideraba un antiguo ejercicio escolar rescatado por su autor como interludio retórico aparecen alusiones que sitúan su composición, coetánea con la del libro que lo alberga, en torno al año 23 a. C. 43 . El hecho de que al referirse Livio a la guerra contra los partos (IX 18, 9) no mencione la recuperación de los estandartes de Craso en el año 20 a. C., sugiere que el libro se escribió antes de esa fecha.

En los libros perdidos XI-XV (292-265 a. C.), aunque sólo en ellos culminaban las dos líneas de avance histórico de VI-X, la guerra samnita con la campaña de Curio Dentato (290 a. C.) y el proceso de igualación estamental con la lex Hortensia (287 a. C.), el tema principal fue la guerra contra Pirro: la períoca XII registra la ruptura de hostilidades entre Roma y Tarento y la llegada del rey del Epiro, que acudía en ayuda de la ciudad italo-griega; la períoca XV señala el final de la guerra. En el libro XIII se relataban las famosas batallas que darían el nombre de ‘pirricas’ a las victorias costosas.

Los libros del XVI al XX (264-219 a. C.) comenzaban con una digresión etnográfica e histórica sobre Cartago 44 y contenían el relato de la primera guerra púnica (264-241 a. C., libros XVI-XIX) y los veintidós años intermedios hasta el comienzo de la segunda (241-219 a. C., libro XX). Las períocas conservan indicios de que el avance de la expansión romana era el hilo argumental del relato 45 , pero ningún rastro sobre la época de su composición o edición.

La tercera década (libros XXI-XXX) contiene los 18 años de la segunda guerra púnica (218-201 a. C.). Su comienzo lo subraya un breve prefacio: «Permítaseme prologar una parte de mi obra diciendo lo que la mayoría de los historiadores prometen al principio de la obra entera: que voy a relatar la más memorable de todas las guerras que nunca se hayan sostenido, la que, conducidos por Aníbal, sostuvieron los cartagineses contra el pueblo romano» (XXI 1, 1). Esta parte de la obra se publicó (y se escribió, en parte) con posterioridad al año 19 a. C., que es la fecha aludida, según se cree, en XXVIII 12, 12, donde Livio menciona el definitivo sometimiento de España «bajo el mando y guía de César Augusto».

La división de la tercera década en dos péntadas, se basa en el análisis de su composición y también en el testimonio del propio autor. En XXVI 37 1-9 Livio hace balance: «Y no hubo otro momento de la guerra en el que, a la par cartagineses y romanos, con la mezcla de sucesos favorables y contrarios, estuviesen más indecisos entre el temor y la esperanza». Resume a continuación los favores y reveses de fortuna en cada bando y concluye con el mismo pensamiento: «Compensándolo así todo la fortuna, todo estaba en suspenso para unos y otros, como si en aquel momento, con su esperanza y su temor intactos, comenzaran la guerra». Livio interrumpe con este capítulo su informe del 210 a. C., pero la situación descrita no se refiere a este año más que en sus efectos. En su resumen, Livio sólo incluye hechos de los dos años anteriores, narrados por él entre XXV 7 y XXVI 20: pérdidas del 212 que se compensan con ganancias del 211, y viceversa. El paso del libro XXV al XXVI representa el fiel de la balanza.

En los libros XXI-XXV se narran los años de predominio cartaginés (218-212 a. C.) con los primeros indicios de recuperación romana: en el XXI, el asedio y la toma de Sagunto (11-15), la marcha de Aníbal sobre Italia, con la travesía de los Alpes (30-37) y sus primeras victorias en Tesino (39-46) y Trebia (52-57); en el XXII, las derrotas romanas del lago Trasimeno (1-7) y de Cannas (38-61), con el interludio del enfrentamiento entre el dictador Fabio y Minucio, su magister equitum (22-30); en el XXIII: la secesión de Capua (2-10), la caída de Casilino (18-19) y la intervención de Filipo V («primera» guerra macedónica), compensadas por éxitos parciales romanos en España; en el XXIV, éxitos militares romanos en Benevento y Nola, contrarrestados por reveses políticos en Sicilia y España; en el XXV, la conquista cartaginesa de Tarento (8-11) y el desastre de los Escipiones en España (32-36), amortiguados por la toma de Siracusa (23-31) y el sometimiento de Sicilia, por Marcelo (40-41).

Los libros XXVI-XXX reflejan la creciente supremacía romana hasta el triunfo definitivo: en el XXVI, mientras fracasa la marcha de Aníbal contra Roma, Roma recupera Capua (1-16) y Escipión el Africano conquista Cartagena (41-47); en el XXVII, los romanos reconquistan Tarento y aniquilan a Asdrúbal a orillas del Metauro (43-51); en el XXVIII, Escipión expulsa a los cartagineses de España (12-17) y se impone a la rebelión interna; en el XXIX, desembarca en África; en el XXX, vence a Aníbal en Zama (28-38).

En XXX 1 tenemos un corto preámbulo, cuyo contenido no puede soslayarse a la hora de imaginar qué idea o qué planes se había hecho el autor sobre el desarrollo de su propia obra. Livio se congratula de haber llegado al final dė la guerra púnica, «como si (él) mismo hubiera tomado parte en sus peligros y fatigas». Se refiere, claro está, a su identificación personal con los sufrimientos del pueblo romano, pero también a los trabajos y riesgos que la redacción de esta parte de su historia le ha puesto ante los ojos, a saber: las inquietantes proporciones de la obra prometida, pues cuando piensa que los 63 años de las dos guerras púnicas le han ocupado el mismo número de libros (15) que los casi cinco siglos primeros... «se me figura —dice— «que, a medida que avanzo, como los que se adentran en el mar animados por el poco fondo próximo a la costa, me interno hacia profundidades cada vez mayores, hacia el abismo, casi; y como que mi obra que, a medida que iba concluyendo sus comienzos, parecía disminuir, creciera». A continuación, reanuda el relato: Pacem Punicam bellum Macedonicum excepit .

Los últimos quince libros conservados (XXXI-XLV) giran en torno a Macedonia, que después de la derrota cartaginesa había ocupado el puesto de rival de Roma. Abarcan desde la paz con Cartago hasta el triunfo romano sobre Perseo (201-167 a. C.), y contienen el relato de la «segunda» guerra macedónica (200-196 a. C.), contra Filipo V, vencido por Flaminino en Cinoscéfalos; la guerra contra Antíoco III de Siria (192-189 a. C.), que terminó en la batalla de Magnesia; y la «tercera» guerra macedónica (172-168 a. C.), contra el heredero de Filipo, Perseo, derrotado por Paulo Emilio en Pidna. Los libros XXXI-XXXV cubren el período que va desde el comienzo de la guerra contra Filipo hasta el origen de la guerra contra Antíoco (200-192 a. C.); los libros XXXVI-XL, desde la declaración de guerra contra Antíoco hasta la muerte de Filipo y la subida de Perseo al trono de Macedonia (191-179); los libros XLI-XLV, desde (?) (falta el principio) hasta el triunfo de Paulo Emilio (178-167 a. C.). Si la tercera década podría definirse como una epopeya (y etopeya) de Aníbal y sus antagonistas, el pueblo romano y sus líderes (Fabio y Escipión, sobre todo), en la cuarta y quinta décadas el relato vuelve al cauce conocido de un desarrollo exterior: la expansión del poder de Roma en Grecia y en Oriente, y otro interior: el insinuarse del lujo y la relajación como elementos corruptores de la sociedad romana.

Aunque menos valorados generalmente, y no sin razón, en las preferencias del lector estos libros contienen, no obstante, numerosos episodios memorables, como el sitio de Abidos y la asamblea panetólica (XXXI 17-18 y 29-32), la batalla del desfiladero del Aous y la conferencia de Nicea (XXXII 32-37), la batalla de Cinoscéfalos y la proclamación de la libertad de Grecia (XXXIII 6-10 y 31-35), el debate sobre la abrogación de la lex Oppia (XXXIV 1-8), el asesinato de Nabis (XXXV 35-37), la batalla de las Termópilas y el choque naval de Corico (XXXVI 15-19 y 44-45), la batalla de Magnesia (XXXVII 39-44), el asalto de Ambracia y el proceso de los Escipiones (XXXVIII 4-5 y 50-60), la represión de las Bacanales y la muerte de Filopemén y el suicidio de Aníbal (XXXIX 8-19 y 49-52), el drama de Filipo y sus hijos (XL 5-16 y 23-24), la travesía del Olimpo por Quinto Marcio y la batalla de Pidna (XLIV 4-5 y 40-44), y el ‘tour’ de Paulo Emilio por Grecia y el debate sobre su triunfo (XLV 27-28 y 35-42).

Libros XLVI-LII. Aunque el carácter unitario de los libros XXXI-XLV parece reforzado por resonancias temáticas de principio a fin 46 , los críticos no suelen reconocer una división interna de la obra al final del libro XLV. Hay quien defiende la existencia de una cuarta y una quinta década (XXXI-XL y XLI-L) y quienes se inclinan por prolongar el grupo de libros (XXXI-XLV) hasta el XLVII, o el XLVIII, tomando como nuevo punto de partida los orígenes de la tercera guerra púnica 47 , o el comienzo real de la guerra 48 ; otros lo prolongan hasta el libro LII, que es la siguiente pausa más comúnmente admitida. El libro LII incluía los triunfos de los generales romanos que luchaban en África, Macedonia y Grecia, tras la destrucción de Cartago y de Corinto (146 a. C.), marcando así el final de la época de las grandes guerras extranjeras. A partir del 145 a. C., la narración se centra cada vez más en los sucesos y relaciones políticas internas.

Libros LIII-LXX (145-92 a. C.): Junto al relato de algunas guerras menores (Viriato, Numancia, Yugurta, Cimbrios) incluían el de la agitación social promovida por los Gracos, hasta el tribunado de Livio Druso. Una noticia de la períoca LIX sobre un discurso del censor Q. Metelo, que fue leído por Augusto ante el Senado en defensa de su propuesta de ley de maritandis ordinibus «como si hubiera sido escrito para nuestros días» indica que Livio componía estos libros en fecha posterior al 18 a. C. Tampoco faltan quienes no reconocen una pausa en el libro LXX, pero el hecho de que en él se comprima la historia de siete años (98-92 a. C.) hace muy verosímil la idea de que Livio reservaba el LXXI para un nuevo comienzo.

Libros LXXI-CVIII (91-50 a. C.): Desde los comienzos del bellum Italicum —Guerra Social, o de los aliados— hasta el final de la guerra de las Galias. Difícilmente pudo constituir un todo unitario la historia de un período tan amplio y de contenido tan heterogéneo: guerra social, guerra contra Mitrídates, guerra civil entre Mario y Sila, dictadura de Sila, guerra de Sertorio, segunda guerra mitridática, guerras contra los esclavos y contra los piratas, conjuración de Catilina, primer triunvirato... Pero la imprecisión de las divisiones internas —los temas se solapan en su desarrollo— extiende la continuidad hasta el libro CIX, donde se reconoce claramente el comienzo de una nueva sección. En el interior del grupo formado por los libros LXXI-CVIII, las períocas destacan el éxito de Pompeyo contra Sertorio en España (libro XCVI) y su triunfo sobre Mitrídates (CIII), y el excurso etnográfico antepuesto a las campañas de César en Germania (CIV). Con distintos grados de acuerdo los autores admiten estas subdivisiones, inclinándose además por fijar otras en LXXX (muerte de Mario) y LXXXIX, o XC (abdicación, o muerte de Sila). No hay indicios sobre la época de composición. De esta parte de la obra ha llegado hasta nosotros una página de la guerra de Sertorio en una hoja suelta de un palimpsesto vaticano 49 .

Libros CIX-CXLII: A partir del libro CIX la disposición que se percibe en Ab Urbe condita como obra acabada es muy diferente de la imagen que nos ofrece su proceso de composición. Desde el primer punto de vista, como obra acabada, el esquema es claro: los libros CIX-CXXXIII (49-29 a. C.), desde el paso del Rubicón, hasta el triple triunfo de Octaviano, constituyeron la historia de las guerras civiles cuyo comienzo y final subrayan las períocas respectivas 50 . Dentro de este bloque destaca una primera sección, hasta la muerte de César, compuesta por los ocho libros (CIX-CXVI) que en las períocas llevan el subtítulo ’qui est civilis belli primus..., secundus... tertius ’, etc. La mayoria de los críticos señala además un segundo corte en CXXIV, hasta la batalla de Filipos, con lo que las ‘guerras civiles’ serían la de César y Pompeyo (CIX-CXVI), la del segundo triunvirato contra los republicanos (CXVII-CXXIV), y la de Octaviano contra Antonio (CXXVCXXXIII). Los libros CXXXIV-CXLII trataban del principado de Augusto hasta la muerte de Druso en Germania, el año 9 a. C. Del libro CXX procede el otro fragmento mayor conservado, el relato de la muerte de Cicerón 51

Pero desde el punto de vista de su redacción, la imagen de esta parte de la obra es muy diferente. La períoca del libro CXXI contiene un dato del mayor interés: qui editus post excessum Augusti dicitur . La interpretación más plausible es que esa información procede del prefacio del libro. Se entiende, claro está, que la publicación del libro CXXI «después de la muerte de Augusto» afecta a fortiori a todos los siguientes, es decir, que tras la aparición del libro CXX, en torno al año 8 d. C. según puede calcularse, Livio dejó de publicar hasta después del mes de agosto del año 14 d. C. 52 .

Las razones de esta interrupción no las conocemos. Se ha pensado que el contenido de ese libro, o de los siguientes era poco halagador para el princeps , pero, como observa Syme, el libro CXX contenía ya la censurable intervención de Augusto en las proscripciones, y lo más probable es que los motivos que indujeron a Livio a no seguir publicando no estuvieran en el pasado sino en el presente inmediato. Por ese mismo tiempo se suicidaba el orador e historiador T. Labieno, un pompeyano radical, que no quiso sobrevivir a su obra, condenada a la hoguera por decreto del senado, mientras que otra víctima de la censura, el orador Casio Severo, marchaba al exilio. Tito Livio, cuyos últimos libros le habían valido por parte de Augusto la amistosa recriminación de ‘pompeyano’, aunque su obra no corriera peligro, pensó que no era digno publicar libremente, cuando otros pagaban tan caro el expresarse con libertad 53 . Es posible también que a la protesta de silencio por el trágico destino de Labieno y de Casio Severo se uniera la decepción por el giro que tomaba el presente cuya historia había pensado relatar, y decidiera dar por concluida su obra. El futuro emperador Claudio —es de creer que siguiendo el consejo que le había pedido a Livio 54 — inició su vocación con una historia de su propia familia a partir del año 44 a. C. Los historiadores de hechos contemporáneos solían comenzar su obra donde un predecesor ilustre había interrumpido la suya. Es tentador pensar que el consejo de Livio al joven Claudio fue que enlazara con el que entonces era o iba a ser el final de Ab Urbe Condita . El libro CXX terminaba en el año 43 a. C. Sea como fuere, la decisión de Livio de no publicar no significó dejar de escribir, o, al menos, no por mucho tiempo. Siguió escribiendo y retuvo inéditos los libros terminados que habría de publicar después de la muerte de Augusto. El libro CXXI fue seguramente aquel en el que, según cuenta Plinio el Viejo, Livio comenzaba diciendo «que ya había alcanzado gloria bastante y que habría podido retirarse, si no fuera porque su espíritu inquieto encontraba su alimento en el trabajo». Así explicaba su regreso y reanudaba el contacto con el lector después de un largo silencio 55 .

Sobre el final de Ab Urbe condita en el libro CXLII y el año 9 a. C. las opiniones están divididas. Hasta no hace mucho tiempo se pensaba que Livio había muerto sin haber podido terminar su obra. Se basaba esta idea en la creencia de que Livio había escrito apresuradamente (del 14 al 17 d. C.) los libros CXXI-CXLII y que la extrema brevedad de la períoca del último libro indicaba que había quedado incompleto, pero Gertrud Hirst arguyó que si Livio al final de su vida había escrito a vuelapluma los veintidós últimos libros era con la intención de llegar a una meta, el desastre de L. Druso en Germania en el año 9 a. C., que podía ser perfectamente un final intencionado: en los últimos libros la referencia a sus conquistas era constante, se trataba de un personaje de conocidas simpatías democráticas y su muerte habría sido interpretada por Livio como la desaparición de la última esperanza republicana. R. Syme, argumenta exhaustivamente en favor de la propuesta de Hirst, pero piensa que el proyecto original de Livio se extendía hasta el final de las guerras civiles y el restablecimiento de la paz con el triunfo de Octaviano (libro CXXXIII), y que los nueve últimos libros (CXXXIV-CXLII), hasta la muerte de Druso en el año 9 a. C., con un final escogido y adecuado, fueron un apéndice sobre «La República de César Augusto», de cuyo comienzo podría proceder el pasaje citado por Plinio. Por otra parte, cree que Livio, desencantado del régimen augústeo, puso punto final a sú obra, incluido el apéndice, entre los años 4 y 10 d. C., siendo indiferente que muriera antes o después que el princeps .

Posteriormente, Ph. A. Stadter y G. Wille han restablecido la opinión antigua. El primero opina que el término previsto por Livio en un principio era el libro CXX (la quiebra del régimen republicano con la formación del segundo triunvirato y la muerte de Cicerón) y que los últimos veintidós libros fueron un apéndice sobre hechos contemporáneos, que probablemente quedó incompleto a la muerte de su autor. Para G. Wille sólo su propia muerte pudo impedir a Livio culminar su proyecto de llegar a la muerte de Augusto en el libro 150.

Las opiniones de Stadter y de Wille sobre el final previsto de Ab Urbe Condita en los libros CXX o CL reflejan su convencimiento de que toda la obra de Livio respondió a un patrón numérico. Esto parece indiscutible hasta el libro XLV; en los libros conservados y en los resúmenes de los que se perdieron se distinguen objetivamente dos unidades temáticas de quince libros cada una (I-XV y XVI-XXX), y un último grupo de quince libros (XXI-XLV), cuya cohesión desde el punto de vista del contenido, aunque más discutida, no deja de ser verosímil. También se reconoce, en general, que cada uno de esos tres bloques de quince libros está compuesto por unidades menores de diez y cinco libros, coincidentes con divisiones temáticas más o menos marcadas. El esquema de los primeros cuarenta y cinco libros es, pues, el siguiente:

I-XV:

Desde la fundación de Roma hasta el final de la conquista de Italia:

I-V:

Desde la fundación de la ciudad al saco de Roma por los galos:

VI-XV:

La conquista de Italia:

VI-X:

las guerras samníticas,

XI-XV:

la guerra contra Pirro.

XVI-XXX:

Las guerras contra los Cartagineses:

XVI-XX:

La primera guerra púnica;

XXI-XXX:

La segunda guerra púnica:

XXI-XXV:

Aníbal vence a Roma,

XXVI-XXX:

Roma vence a Aníbal.

XXXI-XLV:

Las guerras de Oriente:

XXXI-XXXV:

La guerra contra Filipo V,

XXXVI-XL:

La guerra contra Antíoco,

XLI-XLV:

La guerra contra Perseo.

Frente a la opinión común de que en los libros perdidos Livio, sobrepasado por una materia cada vez más amplia y más compleja, abandonó su empeño inicial de dividir su obra en grupos de cinco, diez o quince libros, Ph.A. Stadter y G. Wille, como antes P. G. Walsh, afirman que no sólo siguió con el método, sino que lo endureció: de las tres opciones que se había permitido, renunció a dos. Para Walsh, toda la obra de Livio estaba compuesta por péntadas; Stadter distribuye los 120 libros del «proyecto original» en 12 décadas; Wille ve en ella un esquema incompleto de 10 unidades de 15 libros, o ‘pentekaidekades’.

Son muchos los datos que militan contra la idea de un patrón numérico fijo en la composición de los libros perdidos con correspondencias temáticas semejantes a las que se advierten en la parte que se nos ha conservado: confidencias del propio Livio en XXXI, 1, agrupamientos irregulares como el de los libros CIX-CXVI, excursos o prefacios que no encajan en ningún múltiplo... La hipótesis sólo se hace verosímil si se admite que el cambio en la materia histórica trajo consigo un cambio en los hábitos compositivos del autor: el desplazamiento del foco de interés de las guerras externas a los conflictos internos se habría traducido en una composición no subordinada rigurosamente, como al principio, a las épocas marcadas por los conflictos bélicos, sino atenta sobre todo a los procesos sociales y a los personajes históricos como elementos unificador de los sucesivos grupos de libros 56 El esquema decàdico de Stadter ha encontrado aceptación desde un punto de vista literario 57 , y debe ser tenido en cuenta, aunque sólo sea porque permite contemplar la parte perdida de Ab Urbe condita como una construcción abarcable y equilibrada; en su análisis, los últimos veintidós libros CXXI-CXLII no presentan signos de composición decádica, los anteriores, desde el XLVI responderían al siguiente esquema:

XLVI-L: El sometimiento final de Grecia y Asia.

LI-LX: Asuntos internos desde la caída de Cartago a la legislación de C. Graco.

LXI-LXX: Los treinta años desde Graco a M. Livio Druso.

LXXI-LXXX: Las guerras civiles hasta la muerte de Mario.

LXXXI-XC: Las guerras civiles hasta la muerte de Sila.

XCI-C: El ascenso de Pompeyo hasta el 66 a. C.

CI-CX: El predominio de Pompeyo.

CXI-CXX: La guerra civil: desde la muerte de Pompeyo a la muerte de Cicerón (43 a. C.).

En este esquema puede verse reflejada, según Walsh (1974), la interpretación titoliviana de la historia de Roma. En el prefacio, después de encarecer las virtudes de quienes habían forjado la grandeza del poder romano, Livio invita al lector a seguir mentalmente el proceso de su decadencia, comparable al de un edificio que se va degradando: la integridad moral de los romanos, con el paulatino relajamiento de la disciplina, primero se resquebrajó, luego se fue desmoronando más y más, por último, comenzó a desplomarse por el suelo 58 . Hasta el libro L, la historia de Livio ha sido la del nacimiento y engrandecimiento de ese poder, gracias a la rectitud política y moral de los romanos. En la década LI-LX, con la destrucción de Cartago, Roma, sin enemigos, pierde el vínculo más fuerte de cohesión social; el estado comienza a verse sacudido por la agitación revolucionaria encabezada por los Gracos: asistimos a la primera fase de la decadencia (labente paulatim disciplina uelut dissidentis primo mores...) . Los treinta años comprendidos en los libros LXI al LXX, con «la venalidad de los senadores y la indisciplina de los generales» vieron agravarse y extenderse la degradación (ut magis magisque lapsi sint) . Por último, el colapso político y moral de la sociedad romana (tum ire coeperint praecipites...) se extiende desde el libro LXXỈ al CXX, cincuenta libros para cincuenta años (91-43 a. C.) de guerras civiles, desde la que enfrentó a Roma con los pueblos itálicos hasta el final de la de César y Pompeyo.

IV. EL PROYECTO HISTORIOGRÁFICO DE LIVIO . SU LUGAR EN LA HISTORIOGRAFÍA ROMANA .

El prefacio de Livio es una pequeña joya literaria que persigue objetivos conocidos con medios convencionales... El historiador persigue en el prefacio los mismos fines que el orador en el exordio, enganchar al lector —valga la expresión— y crear en él una actitud benévola. Para ello, la retórica disponía de un arsenal de lugares comunes: modestia o prestigio del que habla, novedad, importancia o dificultad del asunto, etc. En la obra histórica, el prefacio es también el lugar apropiado para que el autor exponga sus principios, lo que trajo consigo nuevos tópicos: los deberes del historiador, la naturaleza de los procesos históricos, el beneficio de su conocimiento... Analizado bajo esos criterios, el prefacio de Livio no es, en apariencia, más que un hilvanado de ideas recibidas 59 .

Al mismo tiempo, en opinión de muchos, se trata del prefacio más personal de la historiografía antigua. El arte que combina aspectos tan dispares se resiste a ser definido. En cuanto al contenido, su originalidad se muestra en concebir el pasado como refugio del presente y en invocar a los dioses a la manera de los poetas; en la expresión sorprende la soltura con la que el texto fluye, como siguiendo no un orden lógico preestablecido, sino el curso de las ideas que acuden espontáneamente al pensamiento. En ambos planos lo peculiar consistiría en rasgos que lo definen como acto de comunicación. Frente al distanciamiento solemne de los prefacios al uso, el de Livio se distingue por entablar desde el principio una relación directa, llana, casi confidencial con el lector. La naturalidad discursiva del texto podría deberse a que, siendo un monólogo, su construcción sigue el ritmo de un diálogo implícito entre el emisor del mensaje y su público.

La familiaridad con la que Livio se dirige al lector es un poderoso recurso de la captatio benevolentiae; con ese mismo fin, en toda su modestia, Livio comienza escudando la osadía de su proyecto tras un noble patriotismo. No sabe, dice, si valdrá la pena volver sobre un asunto tan viejo y tan trillado, pero, en todo caso, a él le llenará de orgullo haber contribuido, en la medida de sus fuerzas, a perpetuar la memoria de «la nación más grande de la tierra»; y si entre tantos autores su fama quedara oscurecida, el prestigio de quienes hayan ensombrecido su nombre le servirá de consuelo. Su tema es una enorme tarea: abarca más de siete siglos y, nacido de pequeños principios, tanto ha crecido que «ya se resiente bajo el peso de su propia grandeza»; además, está seguro de que la mayoria de los lectores, impacientes por llegar «a estos tiempos nuevos, en los que se aniquilan a sí mismas las fuerzas de un pueblo que desde antiguo ha impuesto su dominio», no disfrutarán mucho con la historia de sus orígenes y tiempos inmediatos. Él, por su parte, al menos mientras le absorba la evocación de aquella edad remota, espera obtener de su trabajo la recompensa añadida de alejar su mirada de las «desgracias que nuestro tiempo lleva tantos años viendo», libre de las preocupaciones que pueden, si no desviar al historiador de la verdad, sí, al menos, privarle de sosiego.

En tanto que declaración de principios, el texto se centra en tres cuestiones fundamentadas en el proceso histórico romano: neutralidad crítica frente a la no historicidad de la tradición legendaria, concepto ético de la causalidad de los hechos y primacía del valor instructivo del conocimiento histórico. El marco en que estas cuestiones se incardinan la historia de Roma, es, para Livio, un proceso de degradación moral, en el que a partir de un pasado intachable, con el abandono de las virtudes que fraguaron su grandeza, se ha llegado a un presente, heredero orgulloso de un imperio, pero que está viendo esa herencia amenazada por la autodestrucción y el desconcierto.