Historias para la ciudadanía - Rafael Sagredo - E-Book

Historias para la ciudadanía E-Book

Rafael Sagredo

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Beschreibung

Una instancia para fortalecernos como sociedad a partir del conocimiento histórico, elemento clave para estimular la convivencia, la consideración y el respeto hacia nuestros semejantes, virtudes que la Historia promueve con ejemplos concretos. Así, el libro ilustra diversos procesos de nuestra evolución social, con el objetivo de aportar a la compresión de la realidad y a la formación de personas aptas para asumir los derechos que emanan de la libertad y de la ciudadanía.

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Historias para la ciudadanía

Rafael Sagredo Baeza

Fotografía de portada: Shutterstock

Dirección de Publicaciones Generales: Sergio Tanhnuz

Coordinación de la edición: Alejandro Aliaga

Diagramación y diseño: Kevin González

© del texto: Rafael Sagredo Baeza., 2021

© SM S. A.

Coyancura 2283, oficina 203,

Providencia, Santiago de Chile.

ATENCIÓN AL CLIENTETeléfono: 600 3811312

www.grupo-sm.com/cl

[email protected]

Registro de propiedad intelectual: 2021-A-8266

Registro de edición: 2021-A-8295

ISBN: 978-956-403-226-9

ISBN digital: 978-956-403-226-9

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni su transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea digital, electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

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A Ema, mi nieta de casi cuatro años, una niña con opinión, intereses y gustos, que disfruta del cariño y la atención preferente de la familia, quien con el tiempo y los ejemplos aprenderá a reunir los juguetes que hoy deja dispersos, comprendiendo que, junto con los derechos, la vida en comunidad también implica responsabilidades.

ÍNDICE

HISTORIA, ¿PARA QUÉ?

Historia y comunidad

Historia, ayer y hoy

ORDEN NATURAL Y AUTORITARISMO EN CHILE

Chile

Finis terrae del imperio español

La “copia feliz del Edén”

Entre la libertad y el orden

¿O el asilo contra la opresión?

LA HOSPITALIDAD COMO COMPENSACIÓN

La acogida

La seducción

Precariedad y hospitalidad

CIUDADANÍA Y REPÚBLICA

Patria

Pueblo libre

Soberanía

República

Hombre libre y ciudadano

EL MIEDO AL FUTURO

Amenazas para la patria y la libertad

El pánico a la anarquía

América, un mal ejemplo

El restablecimiento del orden

La postergación del futuro

EL FUTURO DELINEADO EN UN MAPA

Chile antes del mapa de Chile

Chile cartografiado y proyectado

ARTE, NATURALEZA Y NACIÓN

Rugendas, pintor viajero

Rugendas en Chile

Ciencia, arte, terremoto y nación

Rugendas y la representación de la nación

NACER PARA MORIR O VIVIR PARA PADECER

Remedios para varias enfermedades

Chile, un vasto hospital

La peste y sus secuelas

LA HISTORIA COMO POLÍTICA

De la historia natural a la historia nacional

Claudio Gay historiador

La elite en la Historia de Claudio Gay

MUJERES MODERNAS

Una mujer con opinión

Religiosas educadoras

UN VIAJE A LA LIBERTAD EN LA ARAUCANÍA

Domeyko en la Araucanía

Mari, mari peñi

GUERRA Y HONOR NACIONAL

El contexto

En Chile

Los hechos en el Perú

La guerra y sus consecuencias

CIENCIA, TERRITORIO Y SOBERANÍA

Ciencia y expansión territorial

Ciencia y soberanía en la Patagonia

MAGALLANES: DE HISTORIA NACIONAL A HISTORIA GLOBAL

Magallanes en el Chile decimonónico

Magallanes en la historia de Chile

Magallanes como historia global

EDUCACIÓN, UN DESAFÍO PERMANENTE

El esfuerzo inicial

La ampliación de la matrícula escolar

Un sistema cuestionado

Los retos del siglo XX

Las reformas estructurales

Educación, desnutrición y retardo cognitivo

EL MIEDO COMO PRÁCTICA POLÍTICA EN CHILE

La campaña presidencial de 1920

Derecha v/s Izquierdas: la campaña de 1938

Las campañas de 1958 y 1964

Los plebiscitos durante la dictadura militar

LA INDEPENDENCIA Y SUS CADENAS

La república de Chile

La Independencia en la historia

El 18 y sus efectos

Historia hoy

LA PRESIDENCIA DE LA REPÚBLICA

La representación original

La devaluación de la presidencia y sus consecuencias

EL AUTORITARISMO EN CHILE

HISTORIA Y REPÚBLICA

SOBRE LAS ILUSTRACIONES

AGRADECIMIENTOS

HISTORIA, ¿PARA QUÉ?

La Historia cumple una función social fundamental: promover el razonamiento crítico, una habilidad indispensable para que podamos desempeñarnos consciente y libremente gracias a la capacidad analítica y reflexiva que practica y educa.

Como en otros momentos de crisis e incertidumbre, en la actualidad el conocimiento del pasado volvió a ser indispensable para orientar y tratar de comprender la pandemia que en 2020 se propagó por todo el mundo. El activista y artista chino Ai Weiwei aludió al papel de la Historia en estas circunstancias con una frase estimulante: “Nuestra inteligencia se basa en cuán rápido y cuán bien aprendemos del pasado y cuánto nos permite anticipar el futuro”.

Los lectores encontrarán en estas páginas una serie de historias que abordan diversas tramas. Todas, sin embargo, con la pretensión de ir más allá de los hechos, de su crónica o narración para, considerando lo efectivamente ocurrido, ofrecer una explicación, un sentido, una interpretación fundada y significativa. No es, por lo tanto, un relato histórico continuo, sino un conjunto de monografías relacionadas por su carácter y propósito.

Este libro está inspirado también en la llamada Historia pública, es decir, tiene la intención de llevar el conocimiento histórico especializado a un público amplio y heterogéneo. Cada capítulo se basa en investigaciones publicadas como monografías académicas, las que ahora se ofrecen reelaboradas, aligeradas del aparato crítico, es decir, sin notas a pie de páginas ni bibliografía, y sin las explicaciones teóricas y metodológicas que inspiraron originalmente cada uno de los textos. En 2020 algunos de los temas aquí expuestos fueron publicados en periódicos como CIPER, El Mostrador y El Mercurio, lo que demuestra la efectividad de una opción editorial que, en tiempos de cambios y expectativas, ofrece planteamientos dirigidos a una audiencia interesada en la Historia como antecedente para la vida en comunidad.

Mi intención es hacer de la Historia una experiencia valiosa, tanto por lo que pueda significar saber qué pasó efectivamente –que nos aleja del mito, la leyenda y sobre todo de la falsedad– como por la posibilidad de adquirir una facultad, una capacidad, que es como debe considerarse el pensamiento histórico y crítico, una competencia útil, necesaria e imprescindible para convivir en libertad. Entre otras razones, porque permite hacer relaciones significativas entre los hechos históricos y las circunstancias, el contexto en el que nos desenvolvemos, ofreciendo la posibilidad de orientarnos y desenvolvernos como personas.

Los trabajos aquí reunidos aprovechan realidades y hechos dispersos, algunos coyunturales, del momento, para ilustrar un tema histórico cualquiera que se prolonga hasta la actualidad y, así, comprenderlo. Se nutren de vestigios, huellas del pasado, las llamadas “fuentes”, para elaborar explicaciones plausibles que también se apoyan en la historiografía existente. Interpretaciones que dan cuenta de la existencia de cuestiones intangibles, como pasiones, emociones, valores, formas de pensar y actuar, miedos y convicciones, pero tan reales como un hecho concreto y material y que, como ellos, forman también parte de la Historia.

Estas historias, al ilustrar sobre diversos procesos que han condicionado nuestro desenvolvimiento como sociedad, pretenden contribuir a la compresión de la realidad y –dada la experiencia intelectual que su lectura pueda significar– a formar a las personas como sujetos aptos para asumir los derechos que la libertad y la ciudadanía hacen posibles. Pero también aspiran a que comprendamos las responsabilidades que ellas traen consigo. Entre otras razones, porque la Historia ejemplifica el valor de la empatía y, por lo tanto, enseña la consideración y el indispensable respeto que merecen los derechos de todos y todas las personas.

Historia y comunidad

Los sistemas democráticos se ven enfrentados, sobre todo hoy, a numerosos desafíos como los derivados de la corrupción de integrantes de las elites, el desprestigio de la política, la –hasta ahora– escasa participación electoral, el populismo y los episodios de violencia callejera. Se critica a los regímenes representativos por la limitada eficacia que demuestran para satisfacer las expectativas de sus ciudadanos, a causa de los mínimos índices de crecimiento económico y la cada vez más profunda y también violenta desigualdad. En este escenario, la Historia resulta clave para orientarse y proyectarnos.

¿Qué escenario? El de un mundo intenso, dinámico, heterogéneo y en acelerada transformación, pleno de oportunidades y alternativas, pero también de incertidumbres, en el cual, para desempeñarse con criterio y libertad, es necesario tener antecedentes, referencias y abstracciones que son las que la ciudadanía demanda y la Historia proporciona.

El conocimiento histórico no resuelve inmediatamente los desafíos de la contemporaneidad, como el que implicó una pandemia inédita para la mayoría, pero no significa que carezca de sentido o validez para enfrentarlos. Entre otras razones porque la Historia muestra también que, hasta las crisis más apremiantes y dramáticas, en algún momento, tienen un fin.

Tener presente la Historia significa aprovechar una herramienta eficaz para vivir y proyectarse en comunidad. El conocimiento concreto del pasado –y la capacidad de análisis que promueve– ilustra, hace más plena la convivencia y la democracia, cuando no la sobrevivencia. No hay que olvidar, y la pandemia lo demuestra, que somos parte de una comunidad y que dependemos unos de otros.

El pensamiento histórico puede ser una forma efectiva de conservar y asegurar, no solo la vida en sociedad, sino también un sistema republicano que garantice la libertad, el imperio de la ley y la soberanía popular en el contexto de un mundo donde muchos, y por las más diversas causas, exigen los que consideran sus derechos, pero no están igual de dispuestos a contribuir al bienestar de los demás.

La Historia muestra una y otra vez que siempre hay un precedente para explicar la realidad que vivimos, que no existen los nunca o los siempre, los sí o no definitivos. Por lo tanto, puede derribar posiciones irreductibles e intransigentes, los mitos y prejuicios que perjudican el diálogo y la convivencia democrática.

A través del estudio de sucesos ocurridos y del desenvolvimiento de sujetos concretos, la Historia hace posible identificar mentalidades, usos y costumbres, aspiraciones, temores y subjetividades que no por inmateriales dejan de tener existencia y condicionar trayectorias históricas, explicar prácticas y reflejar tendencias de larga duración en la sociedad.

Historias para la ciudadanía busca satisfacer el interés social por la historia que en nuestra época se manifiesta en la masiva participación en eventos como el Día del Patrimonio Cultural, Teatro a Mil, Puerto de Ideas, Ciencia del Futuro y muchas otras instancias a través de las cuales las ciencias sociales, las humanidades y el arte se expresan y dialogan. Son oportunidades que se buscan, aprovechan y disfrutan un ambiente que invita a la reflexión, reconforta, alegra y reúne, que nos hacen partícipes de una comunidad, que es uno de los valores que la Historia promueve.

Estos ensayos pretenden ser una instancia para reconocernos y fortalecernos como sociedad, incluso a través de hechos y trayectorias poco edificantes, de las cuales es pródiga la humanidad; un recurso para fortalecer y estimular la convivencia, la consideración y el respeto hacia nuestros semejantes, virtudes que la Historia promueve no solo teóricamente, sino que con ejemplos concretos.

La Historia resulta una disciplina absolutamente pertinente como instrumento en la formación de ciudadanos responsables gracias a la comprensión de su condición de sujetos históricos e integrantes de una comunidad que se ha desarrollado en un tiempo y en un espacio determinado y, por todo lo anterior, con un futuro en común que los desafía.

También nos capacita para apreciar, valorar y criticar lo que hemos llegado a ser y alcanzado y, sobre todo, para comprender que somos el resultado de un esfuerzo común, consecuencia del transcurso social en el tiempo y en el espacio. Para potenciar la comunidad, enfrentar y explicar los desafíos del presente y proyectarla hacia adelante es que recurrimos a la Historia. Pues el futuro, para ser tal, requiere ser dotado de sentido y de representaciones, de un relato que lo haga significativo, de motivos que estimulen la acción para todos, no solo para algunos.

Aun en medio de los conflictos y fracturas, siempre hubo voces, opciones, instancias y acciones que intentaron cambiar el destino que, debemos entender, nunca está predeterminado. La Historia ofrece la oportunidad de comprender la heterogeneidad de las vivencias de quienes nos antecedieron y, por lo tanto, cultivar la empatía, fundamental a la hora de practicar la tolerancia, apreciar la diversidad, promover la democracia y velar por la libertad y una vida digna.

Respecto de Chile es válido preguntarse cuál es el sentido de estudiar y comprender su historia, qué relación hay entre esta y el Chile actual. Apreciar que es necesario ampliar lo considerado histórico, integrar más actores a la trayectoria común y valorar la discrepancia y la diversidad, algo que la Historia, centrada en los logros de la república, el Estado y la nación, por lo general ha postergado.

El creciente protagonismo de actores hasta hace poco ausentes o marginados de la Historia, como los pertenecientes a determinados grupos etarios, ancianos y niños entre ellos, minorías sexuales, personas con capacidades diferentes y, también, las mujeres, hace indispensable conocer las causas de su exclusión, las razones de su invisibilidad, todas culturales y, por tanto, históricas. Hoy, que la evolución social y las nuevas tecnologías han abierto horizontes ilimitados de participación y exposición virtual, desafiando cualquier realidad antes tenida por normal, la integración de los sujetos antes olvidados es imprescindible para una cabal compresión de la historia en Chile.

¿Qué influencia tiene el entorno natural en nuestra organización política? ¿Qué estrategias se desplegaron en la Colonia para compensar las duras condiciones de vida existentes? ¿Qué actores políticos aparecieron en el proceso de independencia? ¿Qué temores todavía hoy suscita la libertad republicana? ¿Cuál es la vigencia de la proyección de Chile materializada en un mapa? ¿Cuál es el papel del arte en la formación de la comunidad nacional? Son algunas de las preguntas que se plantean en este libro, donde además abordaré la precaria realidad sanitaria de la población en el siglo XIX; el uso de la historia como instrumento del poder; la iniciativa y participación de las mujeres en la promoción de la modernidad decimonónica; la concepción y representación de la Araucanía como espacio de libertad y dignidad; la utilización del honor patrio como instrumento de movilización nacional; la elocuente contingencia de las interpretaciones históricas en la historiografía sobre Magallanes; las constantes de la crisis del sistema educacional; el uso del terror como arma política; la proyección política de la “memoria” de la independencia en la organización nacional; las consecuencias trágicas de la devaluación de la Presidencia de la República en ciertas coyunturas históricas; la recurrencia de los regímenes autoritarios en nuestra historia; y, finalmente, la relación entre historia, ciudadanía y república a propósito de una experiencia histórica elocuente como es la del fin de la república romana.

A través de todos estos ejemplos y procesos históricos, mostramos la trascendencia social de la Historia. Ojalá también ellos permitan comprender que el cambio, en la Historia, es una de sus esencias. Que hay Historia porque hay evolución, que las sociedades y sus sistemas, usos, costumbres e instituciones no permanecen inmóviles. Que las personas, los grupos, las comunidades también cambian y que, a pesar de las resistencias de parte de ciertos grupos de interés, la experiencia histórica demuestra que la transformación, de todas formas, se abre camino.

Historia, ayer y hoy

Los propósitos señalados pueden parecer inútiles si se atiende a que, en numerosas ocasiones, la Historia se ha percibido como un conocimiento irrelevante para nuestra vida cotidiana, poco práctico, solo ocasionalmente útil como antecedente para sustentar reivindicaciones políticas y sociales y aspiraciones igualitarias en términos de género o de respeto a la dignidad de las personas. Un conocimiento que, es preciso reconocer, muchas veces ha sido distorsionado para legitimar posiciones autoritarias, extremas y reaccionarias, pero también ideologías revolucionarias.

Tal vez una duda comprensible si consideramos la persistencia de una historia cronológica, narrativa, institucional, política y centralista absolutamente desequilibrada en términos de género, ajena a las reivindicaciones de las minorías, insensible ante la historia de los sujetos comunes, concentrada esencialmente en las elites, preocupada de exaltar actos épicos y próceres, obsesionada con imponer la homogeneidad nacional y ocultar la heterogeneidad y el conflicto, y que siempre representó el acontecer como inevitable, cuyo ejemplo más elocuente, por su significado y sus secuelas, es el caso del golpe militar de 1973, y porque sabemos, pues la historia analítica así lo demuestra, que no estuvimos irremediablemente condenados a sufrirlo.

Hoy todavía la práctica de la Historia apela más a la memorización que a la comprensión. Se sigue narrando cronológicamente y sin perspectiva un cúmulo de sucesos del pasado sin contexto, que resultan así incomprensibles; el mercado ofrece narraciones presentadas como Historia cuyo fin es vender a través de mostrar lo inédito, lo nunca visto o lo secreto, muchas con el afán de denunciar, juzgar y condenar más que de explicar y formar. Asistimos a la banalización del saber, a la relativización de la “verdad”, a la “desacralización” de la Historia a través de la producción de un conocimiento que no cumple con los requerimientos mínimos del oficio. Por lo tanto, ¿por qué deberíamos interesarnos por la Historia, en general, y por la nuestra, en particular?

Una vez más, en la Historia está la respuesta, pues en el pasado ella y su enseñanza pretendió hacernos más republicanos, a pesar de todas las contradicciones con que se verificó este proceso; y en el siglo XIX participó activamente en la materialización de lo que entonces se consideró moderno, es decir, una sociedad de sujetos libres, civilizados, los así llamados ciudadanos, a pesar de las exclusiones que hoy sabemos que existieron y todavía persisten.

Más tarde, la Historia mantuvo su estatus social como referencia significativa, como experiencia válida, como lección constructiva para enfrentar los desafíos y convulsiones que afectaron al país en las primeras décadas del siglo XX. Incluso en la década de los cincuenta y sesenta de la pasada centuria, cuando la modernidad fue sobre todo participación política, integración latinoamericana y democratización de las estructuras económicas y sociales, la Historia promovió el fenómeno con su visión estructural, el planteamiento de procesos históricos y la identificación de las tendencias generales que había vivido el pueblo chileno, lo que no implica olvidar que hubo otras tendencias reaccionarias y revolucionarias que pretendieron impedirlo, acelerarlo o modificarlo, a través de una forma de hacer Historia que socavó la democracia. Con el resultado que conocemos: 11 de septiembre de 1973.

Sin embargo, y pese a la evidencia del papel de la Historia en el desenvolvimiento nacional, en el Chile actual, y antes también, y desde muchos puntos de vista, diversos actores han repudiado parte importante de lo que alguna vez hemos sido y, por lo tanto, han renunciado a la Historia, pretendiendo haber olvidado que Chile tiene pasado, que es una comunidad que se ha ido construyendo progresivamente y con el concurso de cada vez más sectores sociales.

En este contexto, resulta inquietante que, a propósito del malestar social, las sucesivas crisis, la desigualdad, la angustia de la existencia, la precariedad y la lentitud que el Estado, las instituciones y los sistemas muestran para satisfacer demandas legítimas, algunos, muchos, pretendan hacer tabla rasa del pasado, como si este jamás hubiera existido o bien sea tan deplorable, amargo y abusivo que es mejor olvidarlo.

Como no es posible proyectar una sociedad sin considerar su historia, me pregunto si es lúcido pretender partir de cero. Peor todavía, si es conveniente, para nuestra convivencia actual y futura, obviar el pasado salvo para denunciarlo, como hoy muchos corriente y sesgadamente hacen, confundiendo Historia con proselitismo, con la excusa de ofrecer la “verdadera” historia.

El estímulo para la preparación de este libro ha sido “la época actual” y sus desafíos, entre ellos la necesidad de explicar por qué las cosas en ocasiones han ocurrido de un modo inesperado, diferente a cómo se supone que debían haber sucedido de acuerdo con la “historia tradicional”, reconociendo también que la historia dejó de ser la historia de Chile gloriosa, épica, edificante, única, monolítica e inapelable, como la constitución de la nación en el siglo XIX lo exigía, y se transformó y evolucionó en una historia en Chile.

Una historia que ha transformado en protagonista a las personas y a su diaria y dura lucha por la sobrevivencia, que ha sido la característica del transcurrir de la mayor parte de los pobladores de Chile a lo largo de cualquier época. Una que, en medio de la contingencia del Chile de fines de la década de 2010, apareció también como fundamento legitimador del movimiento social que se expresó pública, elocuente y masivamente en 2019. Pero que también adquirió significado en tanto refleja una comunidad que, para sobrevivir a la epidemia, necesitó asumirse como tal y reconocerse como cuerpo ante la amenaza que mutó de virus a pandemia.

ORDEN NATURAL Y AUTORITARISMO EN CHILE

La geografía, entendida como espacio natural, y su relación con la evolución histórica y la organización política de la sociedad es un tema fundamental para entender Chile, un nombre que designa un espacio geográfico, una realidad histórica y una comunidad que tiene, entre sus características más reconocibles, una institucionalidad republicana autoritaria.

¿Cómo el nombre Chile pasó de tener una connotación negativa a representar una realidad objeto de admiración en el contexto latinoamericano? ¿Cómo cambió la noción territorial de Chile de “finis terrae” imperial a, en términos del himno nacional, “copia feliz del Edén” republicano? ¿Cómo el nombre de Chile, asociado a la derrota, el aislamiento, la violencia y la precariedad durante la Colonia, pasó a representar el ideal republicano en América después de la Independencia? Entre otras razones, gracias al autoritarismo de su organización política.

Chile

La persistencia del nombre Chile, cuyo antecedente precolombino está acreditado, demuestra la vigencia de una voz que se ha mantenido a lo largo del tiempo debido a la fortaleza de su origen en la condición geográfica del territorio que denomina, la trayectoria histórica de la población que lo habita y la continuidad de la república que nombra.

La unidad de Chile no solo se sustenta en alguno de los hechos históricos que corrientemente han servido de fundamento a la nación, como la Independencia, sino que también es consecuencia de la realidad natural que es su territorio.

Entre los rasgos distintivos de Chile, todavía hoy se mencionan su situación geográfica, verdadero confín del mundo, y su condición insular a propósito de los accidentes geográficos que lo contienen.

En el extremo sur occidental de América del Sur, flanqueado por la cordillera de los Andes y el océano Pacífico, y limitado por los desiertos en sus extremos septentrional y meridional, Chile se ha desenvuelto como una sociedad marcada por su realidad geográfica y natural; una comunidad que en relación con su evolución económica y social durante la Colonia se caracterizó por los considerados escasos recursos producidos, siempre sometida a desafíos derivados de los desastres naturales, encuentros violentos con los aborígenes y amenazas de agresión de potencias y agentes europeos. Fue así como Chile vivió un acontecer que el historiador Rolando Mellafe ha considerado “infausto”.

Finis terrae del imperio español

Es conocido que la riqueza aurífera hallada en el Perú, tanto como la ambición de quienes no alcanzaron a disfrutar de los beneficios que ella trajo a los conquistadores, estimuló a los españoles a emprender el reconocimiento de Chile. Un territorio que, como los cronistas acreditan, fue presentado por los incas como una región riquísima en metales preciosos en la que los europeos encontrarían un tesoro mayor que el de Atahualpa.

Así, la expedición encabezada por Diego de Almagro partió hacia Chile con muy altas expectativas. Sin embargo, la empresa fue un contundente fracaso, pues no obtuvo riquezas. Además, fue conocida por las penalidades que experimentaron las huestes y por la resistencia que la población aborigen ofreció a los españoles.

De vuelta en el Cuzco, Diego de Almagro no solo debió asumir su infortunio, sino que, además, sufrió una estrepitosa derrota ante los hermanos Pizarro, arrastrando en su desgraciada suerte a quienes lo habían acompañado en su malograda empresa al sur hasta lo más hondo del suelo, lo más frío, las provincias de los confines del mundo, que era como los incas se representaban Chile. Desde entonces (1538), todos fueron estigmatizados y llamados de manera burlona “los de Chile”, con lo cual el nombre del territorio de la frustrada empresa de conquista pasó a ser sinónimo de fracaso, derrota y, en último término, de pobreza.

Cuando el capitán Pedro de Valdivia pidió autorización para la conquista de Chile, sorprendió con lo que se consideró una descabellada iniciativa y no encontró voluntarios dispuestos a acompañarlo pues, como escribió al emperador Carlos V el 4 de septiembre de 1545, “no había hombre que quisiese venir a esta tierra, y los que más huían de ella eran los que trajo el adelantado don Diego de Almagro, que, como la desamparó, quedó tan mal infamada que como de la pestilencia huían de ella”. La escasez de recursos materiales y la resistencia para venir hasta una región pobre y escarnecida, cuya conquista resultaba del todo incierta, explica que Valdivia, en medio de sus esfuerzos por asentar el dominio español, escribiera numerosas cartas en que alababa sobremanera las bondades de la esta tierra. Así, por ejemplo, en aquella que remitiera a Carlos V aseguraba que “esta tierra es tal, que para poder vivir en ella y perpetuarse no la hay mejor en el mundo”.

A fines del siglo XVI la opinión sobre Chile parecía no haber mejorado. En efecto, la Instrucción a los virreyes del Perú, que el Rey Felipe II había escrito en 1595, advertía lo siguiente: “tengan cuidado los españoles, mestizos, mulatos y vagabundos, no hagan insolencias, ni daños”, y amenazaba que “a los tales incorregibles, inobedientes y perjudiciales, o los echaréis de la tierra, o si os parece los enviaréis a Chile”.

A lo largo del periodo colonial, el enclaustramiento de la población como resultado de las condiciones climáticas extremas de sus ambientes limítrofes, la dureza de una existencia cotidiana marcada por la sistemática guerra contra los araucanos (hoy mapuche), el carácter aislado del territorio chileno y las periódicas catástrofes que lo sacudían –además de la consabida pobreza endémica que la transformó en la colonia más mísera del Imperio español–, hicieron de Chile una sociedad marginal en el contexto del Imperio.

La condición de Chile quedó claramente expuesta, por ejemplo, en las conclusiones de la “expedición Malaspina” luego de su paso por América entre 1789 y 1794. El ilustrado navegante se refería a esta tierra de este modo: “es sin duda el país entre todos los que ha conquistado la España en América, que más sangre y caudales le ha costado y menos ventaja le ha producido”.

La realidad extrema de Chile, que en el siglo XVI Alonso Ercilla había condensado en la expresión “la región antártica famosa”, produjo también consecuencias en la mentalidad de su población que se prolongarían en el tiempo, más allá del periodo colonial.

La “copia feliz del Edén”

La necesidad de atraer colonos y recursos a un territorio desprestigiado llevó a los conquistadores a exaltar las bondades naturales de Chile. Numerosos testimonios dan cuenta de esta concepción, con lo cual se alimentó una tendencia que desde entonces ha ponderado la geografía y la naturaleza del país.

Fue el angustiado Pedro de Valdivia el primero, en el siglo XVI, en describir esta tierra como “llana, sanísima, de mucho contento”, con solo “cuatro meses de invierno no más”, de “verano templado”, “la más abundante de pastos y sementeras”, en la cual podría “darse todo género de ganado y plantas”, con “minas riquísimas de oro”, una tierra que “parece la crio Dios adrede para poder tenerlo todo a la mano”.

A comienzos del siglo XVII, para el soldado español Alonso González de Nájera, Chile era, como lo aseguró en su Desengaño y reparo de la Guerra del Reino de Chile, “tan fértil y abundante de mantenimientos en todas las partes que se cultivan, que casi todos los de las tierras de paz y pobladas comen de balde”. A esta indulgencia con el entorno, se sumó una idea de opulencia que se fortaleció a lo largo del periodo colonial. En 1646, Alonso de Ovalle, en su Histórica Relación del Reino de Chile, escribió sobre “la abundancia y fertilidad de este reino”. Luego, en 1788, el abate Juan Ignacio Molina publicó su Compendio de la Historia Geográfica, Natural y Civil del Reyno de Chile para dar a conocer un reino que consideraba “dotado de las manos de la naturaleza con parcialidad, y con particular cuidado”, un “país” que presentó como “el jardín de la América meridional, en donde brilla con la misma perfección y abundancia que en la Europa todo cuanto se puede apetecer para disfrutar una vida cómoda”.

El enaltecimiento del suelo propio permaneció como una constante en Chile a lo largo de todo el siglo XIX. Ejemplos de esta actitud se pueden encontrar en las obras de los naturalistas que escribieron sobre la realidad física del país, los textos de divulgación compuestos para hacer saber al mundo las bondades de la nueva república y, muy especialmente, las representaciones de Chile expresadas a través de los símbolos patrios.

En su Historia física y política de Chile, el naturalista francés Claudio Gay afirmaba que Chile sobresalía en el ámbito de la historia natural y destacaba el clima como otra cualidad propia de su territorio, un verdadero estereotipo que se construye desde Pedro de Valdivia en adelante. De este modo, calificativos como el de “hermoso” o “delicioso” país que aplicó a Chile no deben sorprender si se considera que su objeto de estudio constituía un espacio geográfico de una “prodigiosa feracidad” que él, revestido con el prestigio del científico, daba a conocer y avalaba. Ello, sin perjuicio de reflejar el centralismo de la mirada que solo abarcaba el llano central que, en efecto, ofrece un paisaje amable y abundante en frutos.

Todavía más entusiasta fue Francisco Solano Astaburuaga, encargado de negocios de Chile en los Estados Unidos quien, en su Diccionario jeográfico de la república de Chile (1867), y bajo la voz “Chile (República de)”, escribió aludiendo también a la institucionalidad política: “país de la América, de la cual ocupa el extremo austral sobre el océano Pacífico; y se distingue por la brillantez de su cielo, la lozanía de sus valles y la majestad de sus Andes; por la templanza y salubridad de su clima, y riqueza de sus producciones agrarias y minerales; así como por su comercio, sus adelantos prácticos y estabilidad de su gobierno republicano”.

Sin embargo, son los emblemas patrios los que representaron más elocuente y simbólicamente tanto las cualidades naturales de Chile y su extrema ubicación geográfica en el continente americano, como su vocación republicana y unitaria. Desde las primeras enseñas nacionales, las franjas horizontales blanca y azul, acompañadas de una roja, representaron la nieve de la cordillera y el limpio cielo chileno.

En 1817 el diseño de la bandera fue cambiado aun cuando se mantuvieron los colores y su significado. Además, se agregó una estrella de cinco puntas que simbolizaba los poderes del Estado que velaban por la integridad de la patria. La llamada “estrella solitaria” hacía presente también que la República de Chile era una sola, no una república federal (donde cada departamento o subdivisión cuenta con cierta autonomía), una advertencia necesaria en una época en que circulaban todo tipo de ideas relacionadas con la organización del Estado.

Los mismos colores se utilizaron para componer, en 1834, el escudo chileno que permanece hasta el día de hoy. Para los legisladores que lo aprobaron, cuadraba “perfectamente con la naturaleza del país y el carácter de sus habitantes”. La alusión a la situación de Chile se expresó a través de la estrella blanca de cinco puntas, que para los gobernantes representaba también “nuestra posición geográfica, la más austral del orbe conocido”.

Sin embargo, fue la canción nacional la que más claramente recogió las nociones sobre la singularidad geográfica de Chile. Aunque el primer himno nacional cantó esencialmente a las luchas de emancipación, expresando la dureza de la pugna entre patriotas y realistas, no por eso dejó de aludir, como lo hace uno de los versos de su quinta estrofa, a “esos valles que el Eterno quiso bendecir, y en que ríe la naturaleza, aunque alejada del déspota vil”. De este modo, se relacionaba ya en 1819 el espacio natural privilegiado que se consideraba Chile con la libertad que la existencia republicana le garantizaba, entre otras razones, por sus barreras naturales. Así en los versos de la octava estrofa se lee: “Por el mar y la tierra amenazan/ los secuaces del déspota vil/pero toda la naturaleza/ los espera para combatir/ el Pacífico, al Sud y Occidente/ al Oriente, los Andes y el Sol/ por el Norte, un inmenso desierto/y en el centro libertad y unión”.

El himno patrio que se instauró en 1847 destina la mayor parte de sus versos a valorar la realidad geográfica de Chile y a exaltar la vocación libertaria de la nación. La situación insular del país, su configuración montañosa, sus glorias y sus grandes destinos se vieron reflejados en la nueva canción nacional, en especial en la quinta estrofa:

“Puro es, Chile, tu cielo azulado,

Puras brisas te cruzan también

y tu campo de flores bordado

es la copia feliz del Edén.

Majestuosa es la blanca montaña

que te dio por baluarte el Señor,

y ese mar que tranquilo te baña

te promete futuro esplendor”.

Ejemplo de que la idea geográfica sobre el territorio nacional había calado hondo en la conciencia de la elite gobernante, la canción nacional ofrecía una visión panorámica del país que, una vez más, reiteraba la condición natural particular de este. A esta noción, sin embargo, se sumaban concepciones ideológicas con versos que exaltaban la determinación libertaria del pueblo chileno derivada de su valorada realidad física. El coro del himno patrio es elocuente:

“Dulce Patria, recibe los votos

con que Chile en tus aras juró

que, o la tumba serás de los libres

o el asilo contra la opresión”.

Así, la alusión al “jardín del Edén” no fue solo una metáfora asociada a las características físicas del territorio nacional, sino también una proyección de un espacio político, en el cual se creía que prevalecían la ley y la libertad, un verdadero “asilo contra la opresión”.

Entre la libertad y el orden

Ya en los primeros días de la Independencia se expresó la importancia que la condición natural de Chile tenía sobre su organización política. Por ejemplo, fray Camilo Henríquez, uno de los llamados “padres de la patria”, en una proclama de 1811 que convocaba a la elección de un congreso nacional, aludió a la “verdad geográfica que se viene a los ojos y que nos hace palpable la situación de Chile”. En ella, alegaba que la libertad y la soberanía no podían negársele a “esta vasta región” que contaba con todo lo preciso para “subsistir por sí misma, teniendo en las entrañas de la tierra y sobre su superficie no solo lo necesario para vivir, sino aún para recreo de los sentidos”.

Para el sacerdote patriota la existencia independiente de Chile estaba garantizada por hallarse “encerrado como dentro de un muro y separado de los demás pueblos por una cadena de montes altísimos, cubiertos de eterna nieve, por un dilatado desierto y por el mar Pacífico”. Representando el pensamiento de los patriotas en el gobierno, que habría de prolongarse a lo largo del siglo XIX en las elites dirigentes, Henríquez aseguró que los “pueblos abandonados a la impulsión de la naturaleza caminan lentamente a su aumento, perfección y felicidad”, en especial si cuentan, como Chile, con un “blando temperamento y una pasmosa feracidad” que se “conocen y celebran en todo el universo”. Así, Chile no podía aspirar a otra cosa que no fuera la “felicidad pública”, para lo cual era indispensable un “Estado tranquilo, ilustrado y próspero”.

En el Chile de la organización republicana, la conciencia nacional estuvo “relacionada bastante íntimamente con peculiaridades de la geografía chilena” como con el concepto de patria, el que siempre estuvo asociado a “límites geográficos definidos”, dentro de los cuales, además, “debía prevalecer una uniformidad política elemental”.

Una segunda fuente es un poema de 1825, compuesto en conmemoración de la batalla de Chacabuco que en 1817 había terminado prácticamente con el dominio español. En él, se resume una vez más, el destino que entonces se avizoraba para Chile, y como este también emanaba de su situación geográfica:

“Chile hoy dejó de ser lo que antes era;

a ser empieza lo que ser debía/ independiente:

libre, de sí mismo,

cual la naturaleza le destina”.

Junto con las favorables características naturales, otro tópico a lo largo del siglo XIX fue la idea de Chile como una nación estable, en la cual imperaban la ley y el orden, y en la que prevalecía la libertad. Según Vicente Pérez Rosales, en su propagandístico Ensayo sobre Chile, publicado en 1859, “el espíritu de orden y sensatez predomina en Chile en todas las clases de la sociedad, y este mismo espíritu, unido al amor a la libertad, es el que se refleja en sus instituciones políticas”.

Esta noción fue compartida y difundida –cuando no ideada e imaginada– por la mayor parte de los extranjeros que se radicaron en Chile o lo visitaron durante las primeras décadas de la república, y tenía su contrapartida y base en la realidad del resto de las naciones surgidas de la Independencia. Pero también en las experiencias personales de muchos exiliados de países con regímenes dictatoriales o de ocupación que, desde su nueva morada, combatían o censuraban.

Así lo refleja uno de tantos párrafos sobre la situación política americana publicados a mediados del siglo XIX en la prensa chilena, en el editorial del 4 de mayo de 1842 de El Mercurio, redactado por el argentino Domingo Faustino Sarmiento: “Mientras el Perú se halle cercado de enemigos y la república argentina arrancándose las entrañas con sus propias manos, ¡bendito sea Chile que tantos bienes disfruta y a quienes las bendiciones del cielo les vienen como llovidas! Tranquilidad interior, gobierno constitucional, una administración que se anda ten a ten con los progresos y la rutina. ¿Qué más quieren?”.

El orden, la paz, la libertad representaron aspiraciones que emanaban de la realidad natural, pero también de las experiencias sufridas luego de la Independencia, en la época de la Organización Nacional. Entre 1810 y 1830, la sociedad se vio sacudida por luchas y convulsiones políticas derivadas de la guerra contra la monarquía, pero también de la inexperiencia política, la precariedad económica, la inestabilidad social y la marginación del poder de los grupos que tradicionalmente lo habían detentado. En este escenario, la aristocracia conservadora debió ceder en favor de los protagonistas del momento, los militares e intelectuales, quienes afianzaron el orden republicano.

Estas convulsiones, sumadas a las dramáticas experiencias de algunos de los países que nacían a la vida independiente en América, terminaron por exaltar el orden y la estabilidad como elementos esenciales de la república de Chile, incluso por sobre la libertad. Pues, para la elite dominante, esta estaba asegurada por la vigencia del régimen republicano.

¿O el asilo contra la opresión?

La estabilidad política y el orden constitucional fueron apreciados por la elite gobernante como condiciones esenciales para el desenvolvimiento nacional. En el contexto latinoamericano del siglo XIX, fueron prácticamente los únicos rasgos que distinguían a Chile entre las repúblicas americanas.

El 13 de diciembre de 1842, el editorial de El Mercurio de Valparaíso reflejaba certeramente la noción prevaleciente: “¿Qué chileno no se llena de orgullo al ver que su país es elegido en América como el país en que mandan las leyes, donde las pasiones no tienen entrada y donde no alcanzan ni el furor de los partidos ni las persecuciones de los déspotas ni las miserias de los gabinetes extraños?”. La valoración de la estabilidad chilena tenía una evidente proyección económica, de ahí que no deba extrañar que el editorialista continuara aludiendo “al espectáculo que presenta Chile, por ejemplo, desenvolviéndose progresivamente bajo la égida tutelar de la administración pública, afianzando diariamente sus instituciones, dando a las leyes la fuerza y vigor que necesitan para asegurar la prosperidad y la persona de los ciudadanos, desarrollando su industria y aumentando la esfera y la actividad de su comercio”.

Sin embargo, es preciso preguntarse cuál fue el precio pagado por la sociedad chilena para alcanzar la posición excepcional que se le atribuía en el concierto latinoamericano. Sin duda, fue el autoritarismo, materializado en un arsenal de modalidades represivas contra la “anarquía”, “los perturbadores del sosiego público”, la conspiración, la prensa opositora y hasta el teatro subversivo.

El autoritarismo, como antídoto contra la inestabilidad y la anarquía, como medio para imponer el orden, se instauró en Chile a comienzos de la década de 1830 cuando, argumentando la necesidad de “salvar a la patria”, el Congreso Nacional facultó al Poder Ejecutivo “para conjurar a los perturbadores del sosiego público, sin omitir medio alguno”. La medida fue complementada por otra acordada en sesión secreta en julio de 1831, por la que “se había autorizado al vicepresidente para que pudiese separar del país a los desorganizadores que trabajan en su ruina”.

Asegurada la independencia y la libertad, y una vez constatada la necesidad práctica de alcanzar la estabilidad a través de un régimen autoritario, se buscaron argumentos que reforzaran y validaran la opción tomada. Entre ellos, que existía un orden natural que había hecho de Chile una tierra promisoria, llena de oportunidades. Los gobernantes, así, debían garantizar el orden social y político como complemento del natural y como requisito para el desenvolvimiento republicano y nacional. En Chile el orden fue una condición de existencia del nuevo Estado y uno de los elementos constitutivos de la nacionalidad.

Debemos preguntamos, sin embargo, si acaso la alusión a la naturaleza y a su generosidad con Chile —de lo cual se deducía la necesidad de preservar la estabilidad y el orden— no fue sino una manera de garantizar el régimen autoritario. De esta forma, este régimen terminaba siendo una prolongación civil del orden natural y, por lo tanto, era prácticamente inmutable, como el predominio político de quienes lo sostenían. También podríamos relacionar el imperativo del orden político —o sea, la estabilidad de las instituciones y la sociedad— con la fragilidad y vulnerabilidad de la existencia material del Chile colonial. O con la debilidad objetiva del Chile republicano en comparación con Argentina y Perú que, en términos de recursos y población, siempre lo han superado, y a los cuales solo se les podía hacer frente gracias a la institucionalidad y estabilidad de la que presumía Chile.

La vigencia del orden —social y político— se transformó en una condición de existencia para el nuevo Estado, en el medio más efectivo de encarar exitosamente los desafíos de una situación natural aislada y sometida a frecuentes y angustiantes imponderables, como los terremotos; y también en una garantía para la conservación de su integridad territorial y de su posición internacional en la convivencia con vecinos más fuertes.

Sin embargo, el autoritarismo presidencialista del sistema político chileno fue tan marcado que, incluso, llegó a desperfilar el régimen republicano. Así por lo menos lo hizo ver un agudo observador de la realidad, Alberto Blest Gana, en un artículo publicado en La Semana del 6 de agosto de 1859. En él escribió que en Chile la “verdadera república: es algo como el huemul de nuestro escudo de armas, que casi nadie ha visto y cuya existencia ponen en duda la mayor parte”.