Hotel du Barry - Lesley Truffle - E-Book

Hotel du Barry E-Book

Lesley Truffle

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Beschreibung

La mezcla perfecta de Gran hotel Budapest con El Gran Gatsby, ¿te lo vas a perder? El lujoso hotel londinense Hotel du Barry parece haber salido indemne de la I Guerra Mundial. La fiesta acaba de empezar: amores sucios, deseos asesinos y ginebra… Cuando aparece un bebé entre las sábanas del Hotel du Barry, envuelto en ropa interior femenina y colgado de la cuerda de la ropa, el personal del hotel decide quedárselo. Daniel du Barry, dueño del hotel, todavía llora la pérdida de su amante en un accidente de tráfico y adopta a la niña, le pone el nombre de su champán favorito y busca consuelo en la paternidad. Cat du Barry crece con el cariño del personal y de los huéspedes del hotel. Se siente cómoda tanto en la suite de la novena planta como en el laberinto del sótano. Años más tarde, cuando Daniel du Barry muere en extrañas circunstancias, Cat decide resolver el misterio con ayuda de la familia que ha encontrado en el hotel. Desde el detective del hotel hasta un gigoló irlandés y canalla, pasando por el ama de llaves comprensiva y la doncella provocadora, cada personaje desempeñará su papel en esta novela que cautiva, divierte y entretiene a partes iguales. Fantástica novela que evoca brillantemente la atracción y los peligros de la época del jazz. Está llena de personajes que están pidiendo que hagan una película sobre ellos. Helen Mirren, NZ Women's Weekly

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Sammlungen



 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Hotel du Barry

Título original: Hotel du Barry

© 2016, Lesley Truffle

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Traductor: Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: www.buerosued.de, Munich.

 

ISBN: 978-84-9139-093-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

 

 

 

En la victoria merecemos el champán.

En la derrota, lo necesitamos.

Napoleón Bonaparte

CAPÍTULO 1

La cuna

 

Algunos bebés son abandonados a la puerta de los hospitales de beneficencia. Otros aparecen en unos grandes almacenes o en los andenes de mugrientas estaciones de tren. Pero la pequeña conocida como «el bebé del Hotel du Barry» apareció tendida en la cuerda de la ropa. Y tampoco era una cuerda de la ropa cualquiera, ya que se encontraba en el patio del imponente edificio conocido como Hotel du Barry. Un hotel tan asombroso y experto en el arte de agasajar que con frecuencia figuraba en las fantasías secretas de los londinenses más pobres.

Tendido con firmeza y bien asegurado, el bebé se balanceaba suavemente con la brisa matutina. Las sábanas mojadas lo protegían del brillo de primera hora de la mañana y probablemente le proporcionaban una sensación de placidez y seguridad. De hecho, su actitud alegre sugería que se lo estaba pasando bien.

Las mentes más inquisitivas se estarán preguntando: ¿cómo puede alguien colgar un bebé en una cuerda de tender? Fácil. Preste atención, señora, por si acaso algún día desea abandonar a su propio mocoso gritón. Para empezar, debe hacerse con unas bragas enormes. Deberían ser el tipo de prenda que las mujeres de cierta edad y de cierto tamaño comprarían a escondidas en los mejores emporios. A poder ser, de algodón y con una pizca de encaje color crema; grandes, amplias y suaves al tacto. El tipo de prenda que tanto le gustaba a su abuela o a su anciana tía solterona. Cabe destacar que, con frecuencia, la decepción sexual es la precursora de esas prendas amorfas de color beis.

Volvamos a la técnica. Solo hay que meter al bebé desnudo dentro de la voluminosa prenda y atar el exceso de tela con dos nudos, uno a cada lado. Las piernas del bebé deben quedar colgando y el refuerzo del centro lo mantendrá erguido. Un exceso de imperdibles para pañales hará que el paquete esté seguro. Lo ideal sería que la cinturilla quedase ceñida por debajo de las axilas del bebé, pero que le permitiese cierta libertad de movimiento. Ya que envolver bebés es como el vendaje de los pies en las mujeres orientales. Cruel e innecesario. Después la prenda se ata con firmeza, desde la tela anudada hasta la cuerda de la ropa y se le colocan pinzas de madera para que la cuna sea segura.

Ya basta. Pues ¿quién diablos querría leer sobre huérfanos cuando en su lugar podría deleitarse con una historia? Además, Charles Dickens ya copó el mercado de huérfanos intrépidos cuando Oliver Twist declaró con educación: «Por favor, señor, quiero un poco más».

¿No es eso lo que todos queremos?

 

 

La doncella que primero vio al bebé abandonado estaba escondida entre la colada en el patio del Hotel du Barry, fumando plácidamente un cigarrillo. Mary Maguire se había retirado a la zona de las cuerdas de tender en busca de intimidad para poder dar placer al botones jefe, un muchacho inquietantemente guapo de rizos negros y ojos perezosos. El cigarrillo surgió solo tras haber satisfecho el apetito sexual de Sean Kelly «lamiéndolo por todo el cuerpo. Como un gato».

A sus diecisiete años, Sean contaba solo un año más que la propia Mary, pero se notaba que había visto mundo. Parecía tan vivido como Mary en cuestiones mundanas. Al no haber podido disfrutar de su infancia, ella era bastante más madura que otras chicas de dieciséis años.

Como Mary le confesó a la doncella de la despensa aquella noche, «Sean es un bribón escurridizo, pero nunca me miente. Es muy popular entre las perras ricas de las suites, pero prefiere que yo me encargue de sus necesidades más íntimas, por así decirlo. Sus encuentros sexuales con esas chicas le proporcionan mucho dinero, pero afrontémoslo, se gana cada penique de rodillas. Y no es tacaño a la hora de pagarme por mis favores sexuales. La verdad es que me acostaría con él sin cobrar».

Así es. Las incesantes ruedas del comercio girando siempre hacia delante ya a principios del siglo veinte.

En un establecimiento del tamaño del Hotel du Barry, habría resultado fácil encontrar una cama vacía, pero, como Sean le dijo una vez a Mary, «Me paso la semana trabajando sobre sábanas de lino, así que para variar me gusta relajarme contigo en el armario de las escobas, o contra el muro del callejón, bajo las escaleras o en el patio de la colada. Así me libro de la peste de esas debutantes. No significa que no te respete, Mary. Después de pasar días y noches haciéndoles sexo oral, es la única manera de quitarme de la nariz el olor del perfume Mitsouko. Puedo saborearlo».

Mary no tenía razones para dudar de él. El hotel entero apestaba a ese perfume. A veces se notaba el aire viciado con aroma a Mitsouko rancio que apestaba los ascensores hidráulicos e impregnaba los pasillos. La higiene personal no era una prioridad para muchas de las nuevas ricas que poblaban el hotel, así que lo compensaban bañándose en perfumes caros. Había ocurrido lo mismo en la Inglaterra isabelina y en la corte de Versalles de Luis XIV.

 

 

Volvamos a la cuerda de tender. La siguiente persona en aparecer en escena fue Bertha Brown, la jefa de limpiadoras. Dirigía la colada del hotel como un regimiento y estaba allí para supervisar que las lavanderas llevaran a cabo sus tareas. Los años de trabajo de la señora Brown durante la Gran Guerra no habían sido en vano. Ignoró a Sean, que se apresuró a taparse el miembro, y no prestó atención a la desnudez de Mary. Porque la señora Brown solo tenía ojos para el bebé. —Oh, señor —murmuró con suavidad—. ¿Qué tenemos aquí? Mary, tápate un poco. Sean, guárdate eso. Me sorprende que no se te desgaste. Ve a buscar al señor Blade. ¡Deprisa!

Pero Jim Blade ya había llegado. Tenía la capacidad de manifestarse sin hacer ruido y su cuerpo robusto proyectaba una enorme sombra. Al ver a un bebé abandonado colgando en unas bragas, sus ojos se iluminaron expectantes. Como profesional que era, ignoró la tentadora visión de los pezones erectos de Mary, sacó su libreta de detective del hotel, humedeció el lápiz con la lengua y escribió:

Bebé abandonado. Vivo y sano. Dos o tres meses de vida. 7.02 a. m., 14 de junio de 1919. Colgando en la cuerda de tender del Hotel du Barry. Situada en el patio del Hotel du Barry. El bebé es… —¡Deja eso, Jim! —exclamó la señora Brown—. Ayúdame a descolgar a este pequeño ángel. Entre tanto, Sean podrá hacer algo útil e ir a buscar al doctor Ahearn. Por el amor de Dios, moveos de una vez. Y hemos de asegurarnos de que ninguno de los gerentes se entere de esto.

Más tarde la señora Brown disfrutaría contándoles a todos que, en cuanto tocó al bebé, este dejó de llorar y le sonrió con absoluta confianza. —Fue amor a primera vista. Esa enanita tan bonita. No entiendo cómo alguien puede abandonar a una criatura así. ¡Y esos ojos! Nunca había visto un niño con tanta belleza. De ninguna manera iba a permitir que esos malditos metomentodos se la llevasen al orfanato.

Nadie dudó de la historia de Bertha Brown ni por un momento. Incluso aunque el bebé hubiera sido hijo del demonio, a Bertha le habría parecido adorable. Una teoría psiquiátrica poco popular asegura que la razón por la que los bebés sonríen a los desconocidos es que nacen con un instinto de supervivencia innato. Los bebés nos sonríen porque están conspirando. Quieren aumentar sus probabilidades de no ser devorados por los depredadores. Aunque pensemos que están sonriendo y riendo de alegría, en realidad ponen caras con la esperanza de poder distraernos con sus encantos. Porque los bebés saben instintivamente que, si se hacen querer, podríamos indultarlos.

Aquel bebé no solo fue indultado, sino sobreprotegido y mimado. Enseguida trasladaron a la niña a la calidez de la cocina de las doncellas, donde el doctor Ahearn la examinó de arriba abajo y declaró al pequeño grupo: —Es una niña. No creo que tenga más de seis u ocho semanas. En buen estado, sin muestras de deshidratación o abusos físicos. La han bañado hace poco. Me da la impresión de que ha estado bien cuidada hasta ahora. Como es natural, tendré que entregarla a las autoridades.

La señora Brown golpeó el suelo con el pie. —Por encima de mi cadáver. ¿Recuerda al niño magullado que encontramos hace cinco años en el conducto de la ropa sucia? Usted nos dijo que habían abusado de él. Nadie lo reclamó. Desapareció en aquel orfanato. Y no volvimos a saber nada de él hasta que sacaron su cuerpo del río. Jamás me lo he perdonado. —La única pista que la policía tendrá es la pulsera de oro del bebé —declaró Jim con aire autoritario—. Un objeto bastante caro, según parece. Cualquiera de las debutantes podría haberla abandonado aquí. Quizá una ramera de la alta sociedad que intentaba proteger el apellido familiar.

Sean parecía muy incómodo. No utilizaba profilaxis con la frecuencia que debería.

El doctor Ahearn negó con la cabeza. —Bertha, no podemos esconder a la niña y esperar que todo se solucione. No es un cachorro abandonado. —No soy estúpida, doctor. Pero creo que deberíamos quedárnosla al menos mientras Jim investiga la situación. Y solo si su madre no aparece deberíamos llevarla a la policía.

Mary, que había permanecido extrañamente callada todo ese tiempo, expresó su opinión. —Estoy con usted, señora Brown. Los orfanatos están llenos hasta los topes con los bebés de la guerra. Es una vergüenza y yo lo sé bien. Nosotros no le importábamos a nadie. Esta chiquitina quizá tenga que vender su cuerpo en las calles cuando sea mayor. Madre mía, es una auténtica monada. Es tan mona que podría comérmela con una cuchara. —Todos se quedaron mirando a Mary con la boca abierta. No se caracterizaba por su instinto maternal. La recién llegada ya había alterado su mundo de manera sutil.

El doctor Ahearn fingió reflexionar, pero todos sabían que era una farsa. Hasta Sean quiso tomar en brazos al bebé. Después le admitió a Mary: «Quería verle bien la cara. Me daba miedo que pudiera parecerse a mí. Estaba sudando. No se me había ocurrido pensar que podría estar engendrando hijos no deseados. Debes de pensar que soy un auténtico imbécil».

Sean se recuperó enseguida y aquella noche volvió a las andadas como de costumbre. Todo el mundo sabía que no podía mantener la verga en los pantalones. Y estaba llenándose los bolsillos con la esperanza de convertir a Mary Maguire en una mujer decente. Cosa improbable.

 

 

El Bebé del Hotel du Barry nació en una época extraordinaria. La guerra por fin había acabado el año anterior y las clases adineradas estaban de celebración. La pobreza entre las clases más bajas seguía siendo el pan nuestro de cada día y no había alegría para los miles de soldados muertos ni para sus compañeros vivos, que regresaron del frente y se encontraron infravalorados y sin empleo.

Los puestos de trabajo en el Hotel du Barry eran muy codiciados y los empleados estaban muy orgullosos de su hotel. Había abierto sus puertas en 1907 y era una obra de pomposidad opulenta, aunque íntima: lámparas de araña de cristal, molduras doradas, escaleras curvas, barandillas de forja francesas, cortinas de brocado, columnas de mármol y mucho oro y bronce entre los espejos de pared, las palmeras, las estatuas y los frescos.

El hotel se alzaba con orgullo en una de las calles más prestigiosas de Londres y ocupaba varias manzanas que daban al Támesis. De noche estaba profusamente iluminado; un batiburrillo de arquitectura de estilo italiano y veneciano, con elementos griegos y renacentistas añadidos después. Al igual que una tarta de boda, era una obra maestra arquitectónica de proporciones descomunales. Sus nueve plantas estaban coronadas por chimeneas llenas de hollín. Las gárgolas de cobre verde contemplaban desde lo alto del tejado a los transeúntes que miraban boquiabiertos hacia arriba. La majestuosidad del hotel hacía que el resto de los edificios de la calle pasara inadvertido. Los inmensos bloques de la planta baja eran de granito noruego y rivalizaban con Stonehenge en la solidez en su estructura. El exterior estaba construido con piedra de Portland y dejaba en evidencia a otros hoteles con estuco en las paredes. Algunos nunca se recuperarían de aquello.

 

 

Por la noche, los empleados internos, en general los solteros o los muy jóvenes, dormían bajo los aleros en las habitaciones del ático. Más cerca de Dios. Durante el día, casi todo el personal habitaba un vasto mundo subterráneo. El hotel estaba construido en origen sobre un sótano doble. En el sótano superior había salones para banquetes, bóvedas, comedores privados, bodegas y asadores, junto con una sala de calderas, otra de ventilación, las cocinas, los baños, los talleres, las bombas y los tanques de agua. Debajo se encontraba el sótano inferior, que albergaba la cocina principal, así como una serie de comedores para grupos de empleados: ayudas de cámara, camareros, oficinistas, porteros, mensajeros y obreros.

Allí abajo el sistema de clases funcionaba a la perfección y ningún obrero tendría jamás el atrevimiento de poner un pie en el comedor de los ayudas de cámara. Casi todos los almacenes se encontraban en aquel nivel inferior y había habitaciones específicas para la porcelana, para la plata, para la vajilla y para la cristalería. Los chefs presumían por todo Londres de que tenían dos salas enteras para los aperitivos y cámaras frigoríficas diferenciadas para la carne y la caza. Los ayudas de cámara se enorgullecían de tener acceso a la colección privada de vinos y champanes del propietario del hotel. Se rumoreaba que el contenido estaba valorado en miles de libras. Sebastian, el ayuda de cámara personal del propietario, llevaba la llave de la bodega colgada del cuello. Con una cinta de terciopelo negro.

 

 

Eran tan estrictas las divisiones de clase que resultó fácil que el bebé abandonado desapareciera en aquel laberinto subterráneo y pasara inadvertido. No le faltaba de nada en su nuevo hogar. Cierto que sus pañales eran servilletas grandes, pero estaban tejidas con el mejor lino irlandés y llevaban bordado el escudo del Hotel du Barry; dos gárgolas de mirada maliciosa masticando un hueso de espinilla. Se decía que la inscripción en latín, Mors vincit omnia, significaba «Vivimos para servir». Pero bien traducido venía a decir «La muerte siempre gana». Era evidente que el ya fallecido fundador del hotel, el honorable Maurice du Barry, tenía un perverso sentido del humor. Sabía que su clientela tenía más dinero que sofisticación y era incapaz de descifrar la carta en francés del restaurante del hotel. Mucho menos una inscripción en latín.

El moisés del bebé era una inmensa sopera de plata de forma ovalada de estilo Luis XVI. Se alzaba con orgullo sobre cuatro patas decoradas y había sido suministrada por Christofle & Cie de París. Igual que las otras doscientas noventa y nueve mil piezas de plata del hotel, llevaba grabado el escudo del mismo. La señora Brown había acolchado la sopera con un par de chales de visón robados y al bebé parecía gustarle mucho. También hizo que desarrollara muy pronto el gusto por el lujo y, a muy tierna edad, la niña adquirió una predisposición natural hacia los aspectos más refinados de la vida. El primer sonajero de la niña se componía de tres cucharillas de plata grabadas atadas con una cinta de satén rosa. No era de extrañar que después le costara trabajo mantener el equilibrio de su chequera.

Mientras Jim Blade removía Londres en su intento por localizar a la madre caprichosa, el bebé abandonado fue bien recibido en el mundo subterráneo de aquellos que viven para servir. Nunca le faltó un pecho suave sobre el que apoyar su cabecita conspiradora. Se hizo querer por todos. Era cuestión de despertar ternura o ser devorada.

 

 

Los rumores no tardaron en aparecer. Como les contó Sean Kelly a sus amigos borrachines en The Dirty Duck. —Esa zorra de la despensa, Shirley Smith, fue quien les dijo a todos que el bebé era de Mary Maguire. La pobre Mary aceptó las consecuencias. Igual que acepta todos mis actos despreciables. Y el jefe de ayudas de cámara del noveno piso, un tipo realmente extravagante, hizo correr el rumor de que al bebé lo había dejado en la cuerda de tender un asesino a sueldo que no había tenido el valor de liquidarla. —Hizo una pausa para dar un trago a su Guinness—. Y luego está la historia de que la madre era miembro de las más altas esferas de la sociedad. Probablemente porque la pulsera del bebé era de oro y con un acabado muy delicado. Ningún orfebre de Londres reconoció que fuera obra suya. Estimaban que venía del extranjero. El caso es que pasaron las semanas y la historia se enfrió. Sabíamos que era cuestión de tiempo hasta que tuviéramos que entregarla a las autoridades.

 

 

Un día el destino entró en escena. Era una historia que Mary nunca se cansaría de contar. —Aquel día me tocaba a mí cuidar del bebé. De modo que estaba haciendo mis tareas en el hotel y la llevaba a ella en mi carrito. Solía colocar la sopera de plata, su cuna, en el estante inferior y después ponía un mantel almidonado sobre el estante superior. Luego colocaba todas las toallas, el jabón y las sábanas encima. Allí abajo estaba bien protegida. Casi todo el tiempo lo pasaba durmiendo plácidamente. Cuando se despertaba yo ya estaba a punto de pasársela a una de las golfas de la cocina. Todas querían que llegase su turno para ejercer de madre. No estaba yo sola con el bebé. Gracias a esa zorra de Shirley Smith, se rumoreaba que yo había dado a luz en secreto. Ja. No negué el rumor, me sentía un poco halagada, porque el bebé era precioso y se portaba muy bien. Pero una mañana algo salió mal. Los carritos se mezclaron y la niña desapareció. La busqué por todas partes. Pensé que alguien se la había llevado y no paraba de pensar en la prostitución infantil. Suceden cosas asquerosas en esos callejones oscuros que hay junto al pub Pig and Thistle. Y entonces Sean me dijo que un botones me estaba buscando por todos lados. Resulta que el señor Du Barry me había llamado a su suite privada en el ático. No había estado tan asustada en mi puñetera vida.

CAPÍTULO 2

El rey de diamantes

 

Mary Maguire temblaba al tomar el ascensor hidráulico para subir al ático del señor Daniel Winchester du Barry. El jefe nunca la había convocado con anterioridad. Sebastian la hizo pasar e indicó con las cejas arqueadas que estaba metida en un aprieto muy serio. Ella no soportaba su aire de superioridad. «Se comporta como si yo fuera algo despreciable». Daba igual. Sebastian siempre había dejado claro que, como ayuda de cámara del señor Du Barry, estaba por encima del resto de los empleados que poblaban el laberinto.

Mary le oyó hablar con alguien tras una puerta cerrada. —Hemos encontrado a la señorita Maguire. Por fin. La tengo aquí. —No estoy visible —contestó una voz profunda de hombre—. Dile que espere.

El ático de Daniel du Barry era un reflejo del hombre en que se había convertido desde que regresara del frente en 1918. Desilusionado por la guerra y por el posterior ambiente festivo generalizado, se había abierto a nuevas ideas. El ático estaba lleno de esculturas contundentes, impresionantes muebles modernos y cuadros contemporáneos. Parecía una galería de arte. Incluso el recibidor estaba plagado de arte cubista y vorticista donde aparecían hombres representados como monstruos mecánicos que destrozaban el mundo. Mary se sintió abrumada por el poder de los cuadros, pero comprendió de manera instintiva lo que los artistas querían transmitir.

Transcurridos unos minutos de tensión, Sebastian hizo entrar a Mary por la puerta del salón de desayuno. —Adelante, señorita Maguire. Y, para variar, intente comportarse con decoro.

«Menudo imbécil estirado».

El señor Du Barry estaba sentado a la mesa de comer con una bata acolchada de satén verde. Mary advirtió su torso ancho y musculoso y su vientre plano antes de que se cerrara la bata y se atara el cinturón. Estaba sin afeitar, tenía ojeras y el pelo negro le brillaba gracias a alguna exquisita pomada. «Dios, qué peste tan agradable». En los pies, el señor Du Barry llevaba unas zapatillas con monograma. «Sí que se cuida bien el señor. Pero seguiría pareciendo miembro de la realeza aunque tuviera que llevar el uniforme mugriento del portero».

Daniel era el único hijo vivo de Maurice du Barry. Sus otros dos hijos soldados no habían sobrevivido al desembarco de Galípoli. Maurice, un hombre hecho a sí mismo, había añadido el «du» a su apellido en un esfuerzo por elevar su estatus social. Sin rastro de nobleza real, la presencia del «du» insinuaba que descendía de una larga estirpe de aristócratas. En realidad, Maurie Barry había fundado su imperio a partir de una exitosa cadena de burdeles antes de invertir en hoteles de lujo. Tras ganar una cantidad de dinero indecente, comprar a sus detractoras y casarse con una aristócrata guapa, pero sin dinero, nadie se atrevió a poner en duda su pasado.

El único hijo de Maurie que quedaba vivo aparecía ahora con regularidad en las páginas de sociedad y frecuentemente se le relacionaba con diversas bellezas. Pero nunca parecía llegar al altar. Daniel tenía reputación de ser ingenioso, educado, encantador y adinerado. También era un héroe de guerra condecorado y, como pensaba Mary de pie frente a él, «Dios, es cierto. Sí que parece una estrella de cine».

Al mirar a su alrededor, le costó creer la cantidad de libros que había en el apartamento; le recordaba a la biblioteca pública de Londres. Había ido allí una vez para usar el lavabo de señoras. Hasta el sofá se hundía bajo el peso de montañas de libros encuadernados en cuero. Pues, al contrario que su difunto padre, que solo estudiaba las guías de las carreras de caballos, Daniel había estudiado en Eton y en la Universidad de Oxford y era un lector voraz.

Daniel du Barry era el atormentado rey que gobernaba su reino desde la novena planta. Sus dedos largos jugueteaban con un cuchillo de plata y su noble entrecejo aparecía fruncido. Al principio Mary creyó que estaba solo, pero luego advirtió a un apuesto joven con esmoquin negro recostado en un sillón de orejas. Al fijarse mejor, Mary se dio cuenta de que el caballero era en realidad el dibujo recortado a tamaño real de un hombre rubio. Tenía los brazos móviles doblados sobre los reposabrazos. Entre sus dedos ardía un cigarrillo encendido y frente a él reposaba una taza de café solo. La figura pintada era tan real que Mary creyó que sus penetrantes ojos azules la miraban con odio. Sus iris eran dos brillantes zafiros pegados a los globos oculares pintados. Incluso llevaba en la solapa un clavel blanco auténtico. Mary no había visto en su vida algo tan extraño. Y eso viniendo de una chica que había cambiado las sábanas de numerosas herederas aturdidas por las drogas.

Daniel se levantó. Medía bastante más de metro ochenta y Mary tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo. «Dios, me va a dar tortícolis». Él señaló secamente la sopera del bebé. Estaba colocada justo en medio de su elegante mesa de comedor. —Bueno, Mary —declaró Daniel con tono medido—. Ya sabes por qué estás aquí. Exijo saber por qué tu bebé estaba escondido bajo mi carrito de bebidas. Has roto las normas de la casa. El personal no puede mantener a sus hijos en las instalaciones. Y lo que es más, el Hotel du Barry no es un depósito de hijos ilegítimos.

Se quedó mirándola con dureza hasta que Mary rompió el silencio con sus llantos. Esperaba ablandarlo con el efecto de las prerrogativas femeninas. Había aprendido hacía mucho tiempo a producir lágrimas a voluntad. Daniel suspiró y le hizo un gesto para que se sentara. Se frotó la frente y frunció el ceño. —¿El padre de tu hijo tiene intención de casarse contigo?

Mary le daba vueltas a la cabeza sin parar. Si admitía que el bebé no era suyo, se armaría un gran escándalo. Todo el personal sufriría las consecuencias. Jim Blade estimaba que la economía estaba en crisis y las clases medias y superiores estaban reduciendo el número de empleados de sus casas. Perder un trabajo ahora sería fatal. Pero, si decía que el bebé era suyo, podría achacar sus actos al estúpido amor maternal y tal vez librar a los demás del castigo. Mary tomó aliento y se limitó a decir la verdad. —No conozco al padre, señor. —¿No sabes quién es el padre? Vamos, Mary. Dime su nombre y colgaré a ese desgraciado de las pelotas hasta que suplique el privilegio de casarse contigo. —No es un miembro del personal, señor. Puede que fuera un hombre casado.

Mary agachó la cabeza con timidez y se tapó la cara. Su actitud era de vergüenza y arrepentimiento. Observó a Daniel con cuidado a través de sus dedos entreabiertos. Él estaba inclinado sobre la sopera con mirada de compasión. Le acarició la mejilla al bebé con delicadeza. La piel de la niña era tersa, pues había sido alimentada con lo mejor que su hotel podía ofrecer. Se le humedecieron los ojos.

Mary se dio cuenta entonces de que podría convencerlo. —Señor, ¿quién es ese hombre sentado ahí? —preguntó. —Matthew Lamb. Sin duda lo conocerás. —No, señor. —Era ambicioso. Codicioso. Renunció a su trabajo como gerente de hotel para convertirse en gigolo.

Mary asintió. —Conozco a esa clase de gente. —Matthew era listo, discreto, agradable y muy varonil. —Daniel hizo una pausa y le dio la espalda a Mary—. Pero lo maté. —¡Lo mató! —Estrelló el Duesy que le regalé por su cumpleaños hace unos meses. —¿Duesy? —Un automóvil Duesenberg. Un regalo absurdo. Matthew era un conductor terrible. Se estrelló contra un muro de ladrillo y murió en un infierno. Su acompañante sobrevivió, pero no recordaba nada. —Ah. —Un amigo mío, que es psiquiatra, me sugirió que encargara un retrato de Matthew en miniatura. Como parte del proceso de duelo. La teoría es que uno ha de llorar hasta el punto de no retorno y después resurgir. En su lugar, encargué un muñeco a tamaño real con los brazos móviles. Ambos acabamos de regresar de una fiesta que se alargó un poco. Es probable que aún parezca ebrio. —En absoluto, señor.

Una pequeña mentira. Ya había decidido ignorar la enorme copa de brandy que tenía en la mano.

Daniel dejó la copa. —Tengo un palco privado en la ópera para mi uso exclusivo. Es una tradición familiar. Anoche representaban La Bohème, la favorita de Matthew. Siempre le gustaron las exageraciones. —Pero a usted lo catalogaron como «el soltero más buscado de Londres». —Mary, creo que te refieres al «soltero más codiciado». Aunque supongo que es lo mismo. Soy un hombre deseado por toda Europa. Las mujeres suelen arrojarse a los brazos de hombres que no muestran interés o no están disponibles.

Mary consideró que no sería conveniente señalar que las mujeres también solían arrojarse a los brazos de hombres asquerosamente ricos. Incluso aunque Daniel pareciese un ogro, seguiría siendo codiciado. Se le ocurrió que Daniel du Barry podía ser un poco ingenuo. Tenía que llegar al fondo del asunto. —Pero ¿la gente no se queda mirando con extrañeza a su señor Lamb? —La discreción lo es todo. Verás, Matthew cabe a la perfección doblado dentro de un maletín especialmente diseñado. Sebastian lleva el maletín al teatro, despliega a Matthew y lo coloca en las sombras del palco. Así podemos disfrutar de la ópera en privado. Como solíamos hacer… antes de que muriera.

Daniel dejó escapar un extraño sonido gutural y agachó la cabeza. Mary estaba aterrorizada. Era el sonido de un animal herido. Unos sollozos desgarradores emergieron de lo más profundo y primario de su ser. Ella no sabía qué hacer. Al fin y al cabo, era su jefe, habitante de las regiones superiores de la sociedad, donde el aire era prístino y perfumado. Y, como héroe de guerra condecorado, desprendía dureza y virilidad. Por otra parte, ella era la pobre Mary Maguire. Una chica sin familia ni hogar que pudiera llamar propios. Y una futura desempleada. No le quedaba nada que perder. De manera que dio un paso hacia delante y lo tocó con indecisión.

Daniel no había anticipado aquel gesto de amabilidad y su angustia aumentó. Mary no tenía manera de saberlo, pero hacía semanas que nadie tocaba a Daniel. Se sentía solo, abandonado y deseoso de contacto humano. Lloraba por la madre que había muerto en el parto. Lloraba por sus dos hermanos mayores y sus camaradas, que habían caído en Galípoli y Flandes. Lloraba por la inutilidad, el horror y el asco de la guerra. Y al final se rindió y lloró por Matthew Lamb, sabiendo plenamente que el objeto de sus afectos no había sido merecedor de su amor. Daniel era un loco que aullaba en un pozo sin fondo.

A Mary se le erizó el vello de la nuca. Le sorprendía que no hubieran acudido corriendo todos los empleados del hotel. Si no lograba tranquilizar al señor Du Barry, sin duda lo harían. Todos con la boca abierta, sobresaltados, cotillas. Sin nada mejor que hacer, se sentó con cautela sobre la rodilla de Daniel y acercó la cabeza de este a su pecho prominente. Él no se resistió y acomodó la cabeza sobre sus senos. Ella comenzó a darle pequeños besos en la coronilla, lo acunó con cariño y emitió los mismos sonidos relajantes que empleaba cuando lloraba el bebé. —Ya pasó, ya pasó. Shhhh. Todo saldrá bien. Ya lo verá. Shhhhh.

Daniel volvió a ser un niño, el cachorro no deseado que siempre había sido. Sus lágrimas mojaban el corpiño almidonado del uniforme de Mary. Finalmente sus sollozos se sosegaron y se quedaron los dos abrazados, congelados en el tiempo y el dolor, mientras la luz sombría de la mañana se colaba por la ventana del ático.

Mary oyó en la calle el sonido de los frenos al chocar dos automóviles. Una limpiadora barría en el rellano de fuera y un obrero pasaba silbando por delante. El bebé yacía en su colcha de visón robada y balbuceaba. Pasarían años hasta que tuviera que enfrentarse al peso de la angustia de los adultos.

Todo quedó en silencio. Daniel du Barry se aferraba a Mary Maguire como un hombre que se ahoga. La luz del sol bañaba la piel suave de la chica y encendía su pelo rojo. «Es exquisita», pensaba él, «como un ángel prerrafaelista».

Improbable. Tal vez como un ángel caído.

Por primera vez en semanas, Daniel sonrió con timidez. Fue una sonrisa de confianza. Mary le devolvió la sonrisa. El salón del desayuno quedó en silencio y la escena solo la contemplaron los ojos fríos y brillantes de Matthew Lamb. Él no lo sabía aún, pero sus días estaban contados.

 

 

Lo primero que Daniel le dijo a Mary cuando esta se bajó de sus rodillas fue: —A la luz de los acontecimientos, voy a tener que liberarte de tus tareas.

Ella tomó aliento y contó hasta cinco. —Ya suponía que iba a despedirme, señor, pero quiero que sepa que siempre estaré agradecida al Hotel du Barry. Es el único hogar real que he conocido.

Al ser huérfana, Mary había aprendido a no esperar nada. Había jugado su mejor carta y había perdido. Las lágrimas de verdad amenazaban con brotar, pero estaba decidida a no llorar. Hizo uso de su dignidad y se volvió casi invisible.

Daniel parecía perplejo. —No, no —se apresuró a decir—. No lo entiendes, Mary. Me refiero a que buscaré a alguien que se encargue de tus tareas esta mañana. No tengo intención de prescindir de ti. De hecho, pensaba que podríamos desayunar juntos. No soporto comer solo y tenemos que hablar de este…

Señaló vagamente con la mano hacia la sopera. —¿Tu bebé tiene hambre? —preguntó—. ¿Necesitas intimidad para darle de comer? Y, por el amor de Dios, no vuelvas a llamarme señor.

Mary no mintió. —Ya no puedo alimentarla. Come con biberón.

Tras decir eso, Mary agarró dos servilletas de lino de la mesa y salió al pasillo, donde se apresuró a cambiarle el pañal sucio al bebé. Le preocupaba que un pañal apestoso pudiera enfadar a la niña y arruinar aquel ambiente de reconciliación.

Poco después el bebé estaba tomando un biberón caliente y mirando a Daniel con sus enormes ojos. Como le dijo después Mary a Bertha Brown, «El pobre desgraciado no tenía ninguna oportunidad».

Daniel miró a Mary directamente a los ojos. —¿Qué piensas hacer con el bebé? —Enviarla a un orfanato. Yo no puedo mantenerla. —En un principio podría estar bajo mi tutela. Luego, si aun así quisieras darla en adopción, yo podría darle mi apellido y criarla como si fuera mía. Estoy a punto de casarme con Edwina Lamb, la hermana de Matthew. Será un matrimonio de conveniencia, un acuerdo de negocios, por así decirlo. Ahora mismo estamos aclarando el tema con mis abogados. —Ah. —Como hombre casado, podría ofrecerle a tu bebé un hogar estable. Por razones evidentes, la señorita Lamb y yo no tendremos descendientes, así que tu bebé será mi única hija. Esta es una información confidencial. No me respondas ahora. Tómate unas semanas para pensarlo. No deseo aprovecharme de tu desafortunada situación. —Muchas gracias, señor. Quiero decir, señor Du Barry.

Él sonrió. —Llámame Daniel. He aprendido que la muerte no discrimina entre clases. El soldado de infantería muere igual que el general. «La muerte siempre gana». —Oh. —Mira, te seré sincero. Ansío tener un hijo y disfrutar de la estabilidad de la vida en familia. Un hombre llega a una edad en la que teme estar convirtiéndose en un soltero convencido. Yo estoy cansado de cenar solo y de beber en mi club hasta dejar de sentir. —Pero, con tu dinero, puedes hacer lo que quieras. ¿Por qué atarse a una esposa? Ojalá yo fuera un hombre como tú.

Daniel se encogió de hombros. —En el mundo en el que vivo, cualquier cosa es aceptable, siempre y cuando uno ponga buena cara. Piensa en el concepto que hay detrás de este hotel. Es obra de un fabulador y sin embargo la estructura del hotel es de acero frío y duro. El hotel es una mezcla de estilos europeos e ingeniería americana, pero su apariencia no revela la verdad. —Ajá.

Daniel hizo un gesto violento. —Mira por ejemplo nuestro Salón Tucán. Está diseñado para seducir: tonos pastel, columnas de mármol rosa y cortinas de seda. El hotel se presenta como un palacio para el placer y el lujo. Los clientes atribuyen a mi hotel una belleza suntuosa que no posee. Ignoran el propósito mercenario del hotel. El Taj Mahal es verdaderamente hermoso, pero el Hotel du Barry siempre será un mero aspirante.

Mary se humedeció los labios. Había todo un mundo ahí fuera que ella desconocía. —Nunca he oído hablar del Hotel Tarj Mall. —Está en la India. Y suele describirse como un monumento a un gran amor, más que un hotel.

Sonrió con ternura. Mary se rio. Le gustaba que Daniel no le hiciera sentir insignificante por su falta de conocimientos. Aunque no tuviera ni idea de lo que decía, disfrutaba con la suave cadencia de su voz profunda y su inteligencia. Podía aprender muchas cosas solo escuchándolo. —Sigo sin entender lo de la apariencia —dijo ella. —En mi círculo social, la apariencia es lo único que importa. Si hago un mínimo esfuerzo y me adecúo a las convenciones sociales, me dejarán en paz con todos los Matthew Lamb de este mundo. Ese fue el gran error de Oscar Wilde. Adoptó un punto de vista moral cuando podría haberse retirado a Francia unos meses y dejar que se olvidara el escándalo. Al fin y al cabo, para el público era conocido como un respetable hombre casado y con hijos. Por desgracia su integridad jugó en contra de su bienestar. —¿Quién es el señor Wild? —Un escritor y dramaturgo genial. Condenado por la sociedad tras declarar su amor a otro hombre. —Ah, entiendo. ¿Y la hermana de Matthew Lamb no desea un marido para ella sola? —Fue ella la que sugirió que nos casáramos. Eddie gana dinero, estatus y prestigio sin tener que renunciar a su libertad. Es lista y ambiciosa como su hermano, y yo puedo proporcionarle los medios para hacer lo que se le antoje. —Sí, sería fantástico saber que nunca tendrás que volver a cocinar, limpiar y hacer la cama. Jamás.

Daniel hizo sonar la campanilla del servicio. —Mary, ¿tú sabes escribir a máquina? —No. —Una pena. Necesito una nueva secretaria. La que tengo ahora mismo sigue aquí, pero apenas acierta con las teclas. No aguantará mucho. Es una antigua amante de mi difunto padre. Extremadamente encantadora y educada. No estaría bien despedirla, de modo que deseo contratar a alguien más joven para que se encargue de la mecanografía. Mildred seguiría ocupándose de contestar al teléfono y organizar mis citas diarias. ¿Sabes? Deberías pensar en aprender a escribir a máquina.

 

 

Sebastian era un cotilla desvergonzado y, con los años, había perfeccionado sus habilidades al servicio de la familia Du Barry. Así que, antes incluso de que Mary abandonara el ático de Daniel, la buena noticia había llegado hasta los sótanos del hotel, de boca en boca entre todos los empleados hasta que el último friegaplatos se enteró de que Mary Maguire y el bebé estaban a salvo de los caprichos del destino.

 

 

Más tarde, aquella misma noche, el personal del hotel organizó una fiesta en el laberinto para celebrar la noticia. Corrían tiempos difíciles y no podían dormir pensando en la posibilidad de perder el empleo. Así que interrumpieron sus tareas y saquearon la despensa, así como la colección de vinos de Daniel du Barry. Sean Kelly había robado un duplicado de la llave de la bodega. El jefe de cocina preparó apresuradamente montones de comida que hicieron las delicias de todos. Mary era la heroína del momento. Había salvado el trabajo de todos.

Por suerte, a Daniel aún le quedaban varias cajas de champán Caterina Anastasia Grande Imperial en su bodega privada. Sebastian dormía con la llave bajo la almohada. Le producía pesadillas, pues pensaba que el personal iba a robarle. Y así fue. Pero no eran codiciosos y solo se llevaron unas pocas botellas para ocasiones especiales. Incluso Sean había desarrollado un paladar refinado. —Danny tiene buen gusto, ¿verdad? —dijo tras apurar una copa del mejor champán del jefe—. Estas burbujas son lo mejor. Tan ligeras que se te meten por la nariz y te hacen cosquillas en el cerebro. Podría morir de alegría bebiendo esto.

Mientras los demás brindaban, Sean manoseaba con lascivia los generosos pechos de Mary en la habitación de las sábanas y se entregaba a darle placer. Ella sabía que era su manera de agradecerle su ingenuidad. Sean todavía no había aprendido a expresar su admiración con rosas y bombones.

Juiciosamente, Mary no mencionó a Matthew Lamb ni a su hermana. Ella siempre mantenía la mente despierta, incluso en pleno éxtasis sexual. Mientras Sean la besaba, la chupaba y la acariciaba, también la interrogaba. Le ponía celoso que el jefe pudiera tener alguna intención con su chica. Entre gemidos, Mary le informó de que «el apartamento del señor Du Barry es muy sombrío».

Sean sentó a Mary en una estantería baja, le levantó la falda y le separó las piernas. —¿Cómo es el sitio? —No se parece al resto del hotel. Tiene paredes normales, obras de arte horrorosas y cuadros muy raros. Es sorprendente, sí. No puedo creer que le gusten esas cosas cuando su padre construyó este hotel tan bonito y elegante.

Se decía que el estilo no era otra cosa que mera publicidad. Sin embargo, Mary tardaría algún tiempo en desarrollar el gusto por la decoración modernista, el cubismo y el futurismo.

Sean le demostró su afecto y ella gimió. —¡Ah, oh! Me encanta que hagas eso. Hazlo más fuerte, Sean. Ohhhh… sí. Otra vez.

El éxito de Mary había impulsado su decisión de empezar a pedir más. Más de todo.

CAPÍTULO 3

Deseo, amor y mentiras

 

Celebraron una reunión en el laberinto y el personal decidió por unanimidad que había que pagar a los socios delincuentes de Jim Blade para que falsificaran el certificado de nacimiento del bebé. Bertha organizó una colecta. Todos fueron generosos, aunque no pudieran permitírselo. El bebé era uno de ellos e iban a encargarse de su bienestar. Mediante métodos viles quedó registrada de manera oficial como ciudadana del Imperio británico.

El personal decidió llamarla Joybelle Hortense Maguire. Fue una decisión democrática. Todos escribieron sus nombres favoritos en pedazos de papel y sacaron los dos nombres ganadores del sombrero de fieltro de Jim. Como el bebé había sido abandonado por su madre el catorce de junio, Bertha Brown fijó la fecha del catorce de abril como cumpleaños ficticio. La señora Brown informó al personal de la cocina de que fue «una decisión muy inspirada, aunque esté mal que yo lo diga. Tiene todos los rasgos de un Aries. Aries es un signo de fuego gobernado por el agresivo planeta Marte. Joybelle Hortense Maguire será cabezona, caprichosa y sofisticada. Y a la vez, inocente y pura».

Todo el mundo sabía que la señora Brown consultaba su horóscopo todos los días. También devoraba novelas románticas y tenía predilección por las heroínas inquietas y obstinadas.

 

 

Todo fue deprisa después de que Daniel du Barry recibiera la documentación falsa y, a su debido tiempo, decidió que el bebé sería bautizado como Caterina Anastasia Lucinda du Barry. Podría haber sido peor. A Daniel se le había ocurrido el nombre mientras se emborrachaba con champán Caterina Anastasia Grande Imperial la noche antes de su boda. Y Lucinda era el nombre de su madre.

El personal no tardó en acortar el nombre de Caterina Anastasia Lucinda du Barry y llamarla Cat du Barry. Todos se declararon satisfechos. Daniel ya había recuperado la sobriedad para entonces.

 

 

Las invitaciones al bautizo de Cat du Barry fueron tan codiciadas que Daniel podría haberlas puesto en el mercado de valores y haber ganado una fortuna. La revista Tatler hizo predicciones sobre la lista de invitados, mientras corrían los rumores sobre cómo llevaría la nueva señora de Daniel du Barry el hecho de tener un bebé que no fuera suyo.

Daniel invitó a Mary tanto al bautizo del domingo como a la fiesta de después, pero ella declinó asistir a las celebraciones en el Jardín de Invierno de la azotea del hotel. —Eres muy amable por invitarme a celebrarlo contigo, Daniel, pero preferiría celebrarlo con el resto de los empleados y dejarte a ti con la señora Du Barry. —Mary sonrió—. Debe de estar impaciente por hacerse cargo y poder desempeñar su papel de madre, ¿verdad?

Daniel no mordió el anzuelo y ocultó la sonrisa mirando por la ventana de su estudio. —¿Sabes una cosa, Mary? Me gustaría que tú y el resto de los empleados formaseis parte de las celebraciones. Todos os habéis desvivido por ayudar a Caterina. Además, las cosas se están poniendo serias. —¿Serias? ¿Va a haber más guerra? —No, pero la gente sigue llorando a sus seres queridos. Y algunos economistas predicen una importante crisis financiera en Gran Bretaña para el próximo año. Podría organizar una fiesta de bautizo improvisada para el personal en el Salón Tucán. Quizá un baile por la tarde para tomar el té. Con champán, por supuesto. ¿Qué te parece, Mary?

Mary se mostró encantada. «Todo esto y ni siquiera tendré que ser amable con esa vaca estúpida». Las cosas no se estaban poniendo serias en absoluto.

 

 

El bautizo en la iglesia fue un evento glamuroso. La que fuera Eddie Lamb llevaba un precioso vestido de lana blanco adornado con plumas blancas de avestruz. Llegó tarde y se le había olvidado el sombrero. Su melena rubia brillaba bajo la pálida luz del sol cuando se detuvo y sonrió beatíficamente a la prensa allí congregada. El Bebé del Hotel du Barry había aparecido sin cesar en los periódicos londinenses. No solo era una historia con final feliz que había empezado como una tragedia, sino que además la historia había ido acompañada de fotografías de sus atractivos protagonistas.

Los dobladillos de las faldas iban subiendo en 1919 y los tobillos de Edwina fueron fotografiados desde todos los ángulos posibles al detenerse en lo alto de los escalones de la iglesia. Por suerte no tenía los tobillos anchos. —Caballeros, no tengo nada más que añadir, salvo decir que mi marido y yo nos sentimos bendecidos por poder formar nuestra familia con este precioso bebé. Les aseguro que recibirá todo nuestro amor y cariño.

Edwina inclinó la barbilla y abrió mucho los ojos frente a las cámaras voraces. Estaba convirtiéndose en una de las mujeres de sociedad más fotografiadas de su generación.

Acompañando a Edwina iba Gloria von Trocken, la única amiga que le quedaba. Gloria era la coartada de Edwina en lo referente a los amigos. A sus demás camaradas los había dado de lado al cazar a Daniel du Barry.

Gloria era un poco regordeta, pero tenía una sonrisa encantadora y descendía de una amplia familia de aristócratas empobrecidos. Eso significaba que tenía pedigrí y una finca descuidada en el campo, donde Eddie solía relacionarse con invitados de alta alcurnia.

Cuando Edwina entró en la casa del Señor, le susurró a Gloria: —Mary Maguire es una zorra de clase trabajadora que ha engañado a mi marido para ganarse su simpatía. No puedo creer que la haya convertido en su secretaria. Incluso tiene a esa vieja pretenciosa de Mildred enseñándole a escribir a máquina. Así que ahora Mary queda libre de castigo mientras que yo me tengo que hacer cargo de su mocosa ilegítima. Pero no por mucho tiempo. Danny no lo sabe aún, pero va a ir derecha a un internado.

La congregación ya estaba lista y a la espera, y todos volvieron la cabeza cuando Edwina comenzó a recorrer el pasillo. Ella miraba hacia los lados y saludaba con la cabeza a varias caras conocidas. —Están aquí todos los que asistieron a nuestra boda. No sabía si vendrían, dado que los bautizos pueden ser un auténtico aburrimiento. Pero el nuestro será fabuloso, porque Danny va a celebrar una suntuosa comida. Este hombre sí que sabe dar una fiesta. Recuérdame que te cuente luego cómo fue nuestra fabulosa luna de miel. Conocí a un hombre maravilloso, un americano. Casado, por supuesto, pero ¿a quién le importa?

Daniel esperaba nervioso en el altar de la iglesia. «Gracias a Dios que he contratado a una buena niñera. La estricta Betty será muy útil en situaciones como esta».

Tras la intensa pelea que había tenido aquella mañana, le preocupaba que su esposa pudiera no presentarse. Edwina no se decidía sobre qué ponerse y él, exasperado, se había ido a la iglesia con Mary Maguire, el bebé y Betty.

Caterina Anastasia Lucinda du Barry estaba preciosa con su blusa de bautismo blanca bordada. Un periodista de Vogue ya había decretado que el vestido de satén era herencia de la familia Du Barry. En realidad, Maurie du Barry lo había adquirido subrepticiamente en la venta de una herencia y se lo había regalado a su esposa. Los tres muchachos Du Barry habían sido bautizados con esa vestimenta. Maurie no era tonto y se había dado cuenta de que las mejores familias británicas embellecían su historia con plata ancestral y objetos caros que daban fe de su poder, su privilegio y su estatus. Por suerte esos objetos se les podían comprar a los aristócratas arruinados. Y en la casa de subastas Christie’s se podían adquirir lotes enteros de reliquias familiares.

Betty y Mary se turnaron para sujetar en brazos al bebé. Unas friegas con aceite de oliva, un poco de agua bendita y ya fue considerada católica. Mary fue incapaz de contener la emoción y lloró de alegría.

Todos se dieron cuenta de que no había muy buena relación entre la nueva secretaria de Daniel du Barry y la señora Du Barry. De modo que, cuando Edwina se negó a dejarse fotografiar con el bebé, Mary –que era la supuesta madre de la niña– se ofendió. Pero Daniel logró calmarlas antes de que las cosas fueran a peor.

A los parientes de Daniel por parte de su madre no les había hecho mucha gracia que se casara con aquella belleza rubia de la alta sociedad, pero estaban demasiado bien educados para difamar a Edwina. De hecho siempre habían albergado la secreta esperanza de que se casara con una aristócrata de campo a la que le gustara montar a caballo y cazar, como a ellos. Sin embargo, la buena educación no les impidió cuchichear entre ellos bajo el pórtico de la iglesia. —Quieren mantenerlo en secreto, pero le he oído decir a mi mayordomo que la señorita Maguire es la verdadera madre. —Quizá eso explique por qué Edwina se comporta de manera fría con ella. —Quién sabe. Mary es una muchacha maravillosa y su hija será admirable. —Mary es además muy lista. La niña heredará su cerebro y su belleza. —Siempre que no herede la promiscuidad de su madre. —Tonterías. Corre el rumor de que la violó un hombre casado. —¿Sí? Yo he oído que el padre es alguien cercano a la Corona.

Blablablá. Todos disfrutaban con un buen chismorreo.

Todos se mostraron alegres y sociables durante el bautizo, excepto una mujer con cara de pocos amigos situada en la parte de atrás. Nadie sabía quién era o de dónde había salido. Como iba vestida con elegancia y poseía unos modales imperiosos, ninguno se atrevió a preguntarle.

Cuando Bertha Brown lloró en el bautizo, el doctor Ahearn intentó distraerla. —La costumbre de ungir a los bebés con aceite se remonta a la antigüedad, cuando los atletas eran embadurnados con aceite antes de competir para fortalecerlos y hacer que fueran más flexibles. De modo que es una manera simbólica de fortalecer al bebé frente a los desafíos que le deparará la vida. A veces incluso funciona.

Bertha se echó a llorar de nuevo.

Mary se inclinó hacia delante y le confesó: —La primera vez que vi a esa zorra de Eddie Lamb, me di cuenta de lo que era. Ya tenía las pelotas de Daniel en el bolso. No está mal, ¿eh? Sobre todo teniendo en cuenta que a él le gustan más los hombres que las mujeres. He oído que Eddie le echó la zarpa durante el funeral de su hermano. Tiene a Daniel bien agarrado. Pero entiendo que se decantara por ella: Eddie se parece a su hermano. Pecho plano, los mismos ojos azules y fríos y ese estúpido corte de pelo de colegial. No me extraña que Daniel acabara casándose con ella. No sabe nada de mujeres y mucho menos de zorras egoístas y perversas que solo van detrás del dinero.

Mary no era dada a suavizar las cosas.

 

 

Daniel fue el perfecto anfitrión durante la fiesta de bautizo celebrada en el Jardín de Invierno del Hotel du Barry, aunque deseaba escabullirse y asistir a la fiesta que tenía lugar en el Salón Tucán, en la planta baja. Edwina no se despegó de su brazo e insistió en que le presentara solo a los invitados más influyentes. Su belleza, su elegancia y su estilo encandilaron a todos mientras esquivaba con aplomo las preguntas sobre su hija adoptiva. —Daniel y yo nos sentimos privilegiados por tener la oportunidad de criar a esta niña después de que haya tenido un comienzo tan desafortunado. —Oh, señora Du Barry, pobre criatura. ¿Cómo puede una madre abandonar a su criatura?

Edwina puso cara compasiva. —Lady Blythe, tengo grandes esperanzas puestas en el futuro de Caterina. Representa la promesa de paz del nuevo siglo.

Daniel quedó impresionado por la cantidad de champán Caterina Anastasia Grande Imperial consumida por su esposa. «Debe de tener mucho aguante. ¿Me habré casado con una mujer capaz de beber más que yo?».

Más tarde, mientras Edwina vomitaba en el lavabo de señoras y Gloria le sujetaba el pelo, sollozaba. —Joder, Gloria, ¿cómo he acabado con un bebé llorón y meón? La idea de limpiarle el culo a un bebé me da náuseas. No tengo instinto maternal. —Tonterías. Es que no has tenido tiempo para acostumbrarte. Y la niña es una monada. —Cierto. Pero su vulnerabilidad me asusta. El doctor Ahearn me dijo que el cráneo de los bebés es suave y delicado. Su cerebro puede sufrir terriblemente si se los agita como si fueran un Martini. No quería tomarla en brazos dentro de la iglesia por miedo a que se me cayese. Oh, Dios…

Gloria intuía que ahí se escondía una mentira, pero estaba decidida a pensar bien de su mejor amiga. —Eddie, tienes que calmarte. Tienes a Betty para limpiarle el culo y encargarse de ella. No le pasará nada terrible. —Es demasiada responsabilidad… Oh, no. —Eddie vomitó de nuevo.

Pasados unos minutos se incorporó y se limpió la boca. —Ya está. Me encuentro mejor. Pero ¿por qué has tenido que contarme lo de Daniel? No puedo creer que esté ahí fuera en la azotea con ese oficial tan guapo. Dios. —Se estremeció—. Todo Londres debe de estar riéndose de mí. —No seas tonta, Edwina. Solo los amigos más cercanos conocen la verdadera naturaleza de tu matrimonio. En el vestíbulo del hotel he oído a una mujer decir: «Dios mío, ojalá pudiera tener la vida maravillosa que lleva Edwina du Barry». —¿De verdad? —Sí, de verdad. Así que, vamos, lávate un poco. Luego te presentaré a un caballero encantador y con título que se muere por conocerte. Se codea con la familia real.

 

 

Fue en el Jardín de Invierno donde Daniel conoció al amor de su vida. Michael estaba de pie de espaldas a la fiesta, contemplando la vista desde los ventanales. No se dio la vuelta, solo sonrió al ver el reflejo de su anfitrión cuando este apareció junto a él. —Daniel, no me conoces, no estoy en tu lista de invitados. Mi hermana necesitaba acompañante. El muy cabrón la dejó plantada.

Se dio la vuelta y le ofreció la mano. —Debería presentarme. Soy Michael James. —¿Lord James? ¿El joven que acaba de ocupar un asiento en el Parlamento? —Sí. Mi padre murió el año pasado y es su legado. Es un trabajo asqueroso, pero alguien tiene que hacerlo. Quizá sea como heredar un imperio hotelero, ¿verdad?

Se sonrieron con una complicidad que ninguno de los dos entendió del todo. Daniel se quedó perplejo. «Siento como si lo conociera desde siempre. Quizá no sea un cliché, después de todo».

Agarró una botella de champán y dos copas. —Michael, deja que te enseñe la vista desde el punto más alto del Hotel du Barry. Es sensacional. ¿Quieres olvidarte de este jaleo durante un rato? —Es una idea magnífica. Los corchos del champán salen disparados como balas. —Entonces, vamos. Es por aquí.

 

 

En lo alto de la azotea reinaba un silencio agradable que ni Michael ni Daniel consideraron necesario llenar con palabras vacías. ¿De qué hablan dos héroes de guerra cuando ya se ha declarado la paz y se ha asentado el polvo? No van a ponerse a hablar del precio del armamento. Y lo más probable es que estén medio borrachos antes de poder hablar con seriedad.

Para Daniel era un gran alivio poder hablar con otro oficial que hubiera experimentado también el horror de la guerra. A cambio, Michael podía contarle su historia a un hombre que entendía las consecuencias de haber matado a sangre fría. Incluso antes de que Michael se marchara, ambos ya sabían que habían forjado un vínculo de por vida.

 

 

Mientras tanto, en el Salón Tucán, el champán Caterina Anastasia Grande Imperial corría sin cesar y los embriagaba a todos. Sean Kelly enseñó a Mary Maguire a bailar el tango. El personal no tardó en emborracharse y empezar a bailar sobre el suelo de mármol al sexi ritmo afrolatino de la orquesta de Tommy Zingernagel.

Sean sabía que, si quería destacar por encima de los chicos de alquiler del Soho, como había hecho Matthew Lamb, y convertirse en un gigolo de éxito, era esencial que estuviera al tanto de los últimos bailes. Por suerte tenía un ritmo y un estilo naturales, así como un círculo de debutantes que vivían para bailar. Y ahora iba armado y estaba ansioso por lograr la oportunidad de ascender en el escalafón social. Pues Sean Kelly era uno de los pocos hombres de Londres que se habían molestado en averiguar con exactitud qué buscaban las mujeres en un hombre. Por lo tanto, cuando se presentara la ocasión de huir con las esposas e hijas de otros caballeros, Sean Kelly estaría preparado. Por así decirlo.

Aquel domingo por la tarde, cuando el saxofonista de Tommy Zingernagel se soltó con un ostinato arrebatador, Sean se olvidó enseguida de sus aspiraciones. Con Mary Maguire entre sus brazos y su dulce aliento en el cuello, sentía que estaba en el paraíso. Le sorprendía que bailar con Mary en un lugar público le diese ganas de arrodillarse allí mismo. Se estremeció. «Jesús. Contrólate, o acabarás comprando menaje y un anillo de boda».

Cada vez que Sean acariciaba sin ganas a una flacucha mujer de la alta sociedad, fingía que era Mary la que gemía entre sus manos. Se imaginaba con claridad sus rizos pelirrojos, sus ojos verdes y perversos, aquella cinturita y esos pechos generosos. Aquella fantasía siempre aumentaba su excitación y, sin pretenderlo, satisfacía a sus clientas de pago. Aquella tarde en la pista de baile fantaseó con la idea de decirle a Mary lo mucho que la amaba, pero sospechaba que semejante confesión podría complicarle la vida. Así que siguió pagando a Mary Maguire por los servicios prestados.

Así todo estaba en orden.

Mientras Sean bailaba con Mary y meditaba sobre los peligros del amor verdadero, Mary estaba preocupada por la mujer con cara de pocos amigos que había visto en el bautizo. «Nadie sabía quién era. Es demasiado vieja para ser la madre de Cat. ¿Quién narices es?». Le angustiaba que la mujer fuera un hada malvada, enviada para envenenar la infancia de Cat con maleficios.

Mary Maguire se había criado con cuentos de hadas horripilantes. En el orfanato consideraban que las fábulas más oscuras eran instructivas para la moral. Si las chicas se comportaban mal, bien podían acabar con los pies cortados como aquella niña pequeña que tanto deseaba los zapatos de baile rojos. A Mary el mensaje le había quedado claro y siempre evitaba ponerse zapatos rojos. También había desarrollado aversión por las capas y capuchas rojas.

En apariencia el bebé era feliz y Mary albergaba la esperanza de que la vida de Cat du Barry se desarrollase con tranquilidad, como en una de esas películas románticas americanas. La trama preferida era: huérfana abandonada es adoptada por un héroe de guerra increíblemente rico que, tras una cómica confusión, se casa con una rubia arrebatadora y todos viven felices para siempre. «Dios, ojalá la vida fuese así de simple».