Ida y vuelta - Franco Sirni - E-Book

Ida y vuelta E-Book

Franco Sirni

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Beschreibung

Hablamos de trenes, de estas maquinarias románticas que penetran virilmente los horizontes, escondiendo en su interior infinitas vidas y vivencias, pensamientos y experimentos, pasado, presente y futuro, de atrás para adelante y de adelante para atrás. O como se quiera ver: para algunos, ir es lo que para otros significa volver. Hablamos de las miles de ciudades, pueblos y barrios formados y criados a raíz de unas vías; estaciones recónditas con recuerdos olvidados por muchos y olvidos recordados por pocos. Desde el maquinista hasta el pibe que pide una monedita, pasando por algunos sueños perdidos, confusiones y conventillos planetarios. Desde los vendedores ambulantes hasta los viajeros casuales que ingresan día tras día, ignorando los trenes fantasmas, los subtes del infierno y los quilombos en el Olimpo. Personas y personajes, dioses y semidioses, bendiciones y maldiciones… anécdotas e historias de la periferia de los trenes, desde el inframundo hasta Ezeiza, desde La Paternal hasta los confines más inexplorados del universo. ¡TODOS ARRIBA!

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Belén Mondati.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Sirni, Franco Ariel

Ida y vuelta / Franco Ariel Sirni ; Nahuel Garcia. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2019.

258 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-478-8

1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Realismo. 3. Realismo Fantástico. I. Garcia, Nahuel. II. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor. Está tam-

bién totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet

o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2019. Franco Sirni. Nahuel García.

© 2019. Tinta Libre Ediciones

Dedicatorias y agradecimientos a la Ida

A mi vieja y a mi viejo.

A mis abuelas, mis redes de contención.

A mis tíos.

A la memoria de Angelita.

A mis pocos, pero grandes amigos.

A Keira.

A todos los héroes anónimos que usan el tren día a día.

A mi amigo de toda la vida y hermano de corazón, Nahuel.

Y, por supuesto, a Luján.

Agradecimientos y dedicatorias a la Vuelta

Es de ustedes, que llenaron las hojas de mi vida.

A mi familia, que siempre fue una familia.

A los pibes, los de siempre, por hacer de su familia, la mía.

A las maravillosas personas que me dio el trayecto,y a los que se bajaron antes y siguieron en otro tren.Todos ustedes, como estaciones,han llenado el camino del tren de mi vida.

A mamá y papá, a quienes no podría agradecer y amar más.

Al cariño de mis abuelas y abuelos, una mención especial.

A toda esa gente que se colgó del furgóny quiso subirse y seguir viaje junto conmigo.

Al compa, la esquina y el barrio.

A mi gran amigo Franco, con el cual conducimos este viaje. Nuestros trenes seguirán trazando vía por el tiempo.

A mi hermano, por enseñarme lo que significadespojarse del egoísmo.

Con todo mi amor, a mi gran compañera de viaje, Camila.

Ante todo y por sobre todo, a vos, Martina Ailin.Que tu luz siga brillando siempre, enseñándome el horizonte, alumbrando mi destino. Este tren sigue por vos.

Prólogo

Hablamos de trenes, de estos artefactos, estos bichos transportadores que penetran virilmente los horizontes. Maquinarias románticas que esconden en su interior infinitas vidas y vivencias, pensamientos y experimentos, pasado, presente y futuro, de atrás para adelante y de adelante para atrás. O como se quiera ver: para algunos, ir es lo que para otros significa volver.

Hablamos de las miles de ciudades, pueblos y barrios formados y criados a raíz de unas vías; estaciones recónditas con recuerdos olvidados por muchos yolvidos recordados por pocos. Desde el maquinista hasta el pibe que pide una monedita, pasando por algunos sueños perdidos, confusiones y conventillos planetarios. Desde los vendedores ambulantes hasta los viajeros casuales que ingresan día tras día, ignorando los trenes fantasmas, los subtes del infierno y los quilombos en el Olimpo. Personas y personajes, dioses y semidioses, bendiciones y maldiciones… anécdotas e historias de la periferia de los trenes, desde el inframundo hasta Ezeiza, desde La Paternal hasta los confines más inexplorados del universo.

Tal vez usted vuelva a su casa después de trabajar... posiblemente esté viajando solo por olvidar… o, acaso, suba al tren porque no tiene un mejor lugar donde estar. Quizás sufra una maldición que no lo deja escapar. Probablemente usted ahora esté viajando hacia el futuro, pensando en el presente, mirando por la ventanilla del pasado: confíe en nosotros y no se preocupe. Arrancaremos desde la primera estación, no nos saltearemos ninguna y prometemos llegar con freno suficiente a la terminal. Al fin y al cabo, esa es nuestra misión en la vida: tener un principio, hacer un trayecto, llegar a un final. Esperamos, también, que los pasajeros lleguen a su destino sin inconvenientes y a horario.

¡TODOS ARRIBA!

Ida y vuelta

El ciruja I

El ciruja no tiene nombre, su nombre universal es ciruja. Y ahí camina dentro del tren, con la boca llena de maicena seca de un alfajor berreta que le regaló un pelado en Guernica, para sacárselo de encima y sentir que, con ese acto, le demostraba al ciruja que existe la misericordia y que no debía abandonarse. Pero principalmente para sacárselo de encima.

El ciruja subió en El Jagüel al alba, sin pensar un destino. No le interesa ni la fe ni la esperanza, mucho menos la misericordia aparatosa y tensa de los que se compadecen de él. Y ahí camina dentro del tren, simulando leer revistas que encontró en una bolsa de basura… revistas ilegibles, viejas, sucias y con olor a humedad. A sus espaldas, la gente del tren piensa y dice que el ciruja no es persona; el ciruja es un ser andante, sin memoria, sin razón y sin corazón. También lo esquivan, o lo dejan pasar bien de lejitos ¡No vaya a ser cosa de que, por proximidad, uno se ensucie, se enferme o se deprima! ¡O de que incluso se le pegue la mala suerte!

El ciruja está meado y cagado, su cuerpo híbrido nunca fue aseado. Tal vez fue un bohemio que se volvió loco porque nadie entendía su arte, vaya uno a saber. Y ahí camina dentro del tren, a la misma velocidad… o a menor. Posiblemente tenga una historia, a lo mejor tenga un problema; quizás tenga la columna rectificada por el peso de un amor que nunca le perteneció. O la asfixia crónica de no haberse animado a vivir. Y ahí camina dentro del tren, con los pelos largos y duros, apelmazados por años, que crean un efecto estático por el cual se les pegan las colillas de los puchos y cualquier basura subatómica que vuele por ahí.

El ciruja, por ser ciruja, no tiene derechos ni obligaciones. La sociedad no lo considera ni lo cataloga como humano. Sin embargo algunos borrachines de Wilde, tras meditarlo, conjeturan que pertenece a la fauna, dadas sus características instintivo-carroñeras que lo llevan a anidar en pequeños rincones oscuros, húmedos y tibios. Mientras, los barrenderos de Virreyes lo ubican dentro de la flora, ya que su silvestre, sucia y libre pelambre, cual enredadera subtropical, aloja nidos de aves y colmenas abandonadas.

Paralelamente, los policías eruditos que deambulan por Constitución dicen que es solo un tipo común y corriente que se volvió loco por la droga. Y ya todos sabemos que las personas más o menos cuerdas evitan dialogar o tener algún tipo de contacto con un loco o un drogadicto. Ni los vendedores de sahumerios más hippies de Gerli lo miran a los ojos: tienen miedo de que les ensucie el aura o les interfiera las ventas por mal karma.

A veces, en los barcitos del pasaje 9 de Julio Sur, se lo ve (o se lo cree ver) mirando en la tele cómo médicos, bomberos, forenses, policías, helicópteros, héroes anónimos y hasta políticos hacen emprendimientos dignos de documentales para rescatar a una persona “importante”.

El ciruja, por ser ciruja, no es importante, su alma pesa menos. Su vida vale menos. Su vida no vale nada. ¿Se preguntará qué número le salió en la lista de los completamente ignorados?

Y ahí camina dentro del tren, a la misma velocidad… o a mayor. A veces se sienta, a veces grita, a veces pone caras raras, a veces es agresivo y a veces se hace un bollito mientras lo escupen o le pegan.

El ciruja no tiene la necesidad de sacar boleto. El ciruja no tiene ninguna necesidad. El ciruja deambula eternamente porque no tiene nada que perder: la libertad absoluta de no existir.

El colado

El colado domina el arte de la oportunidad, ve en milésimas de segundo lo que ni cien ojos juntos podrían ver; se escabulle en lugares insólitos, no le importa el qué dirán. A este aventurero sin temor a la muerte lo veremos surcar los cielos desde el techo del tren, haciendo cosas raras entre los fuelles o camuflándose entre los asientos si el chancho está al acecho. El colado se raspa las rodillas trepando al andén, se agujerea la ropa escalando los alambrados, se embarra la jeta arrastrándose bajo las rejas y se pega todo tipo de porrazos corriendo por las escaleras.

El colado de queruza te usurpa tu lugar; quizás perdiste el tren por hacer la fila como se debe, pero él, con una quebrada de cintura, ya en viaje y sentado está. A veces decide hacerse el dormido mágica y profundamente para no dar el asiento, tiene la capacidad de hacerse el boludo sin resquemor; tiene la mente despierta y dormido el corazón. El colado es un suvenir más del mundo tren, disfrazado de persona va entre la multitud; el colado juega al complot y se cree en una de Bond, espera detrás de un árbol o al final de un paredón. El colado no es rata, tampoco es pobre; disfruta la lánguida, deliciosa y lujuriosa sensación de sacar ventaja moral y cívica. No contempla que un tren es un servicio de transporte y debe ser abonado. Se baja una estación antes del final, no le importa caminar veintiocho cuadras para burlar al sistema. El colado no es un tipo de persona, es un tipo de raza, con pedigrí; no hace lo que hace por necesidad, lo hace por instinto, sentimiento innato.

El colado va de vacaciones en el tren a Pinamar. Nunca va en pullman y menos que menos en camarote; el colado no paga boleto porque esa es su manera de vengarse del maldito capitalismo, que solo quiere manejar a la gente como ganado y hacerla viajar como tal. El colado encontró en su acción de colarse su David y Goliat, su modo de cobrarle algo a un mundo que nunca le ha dado nada… un mundo que jamás cambiará. ¡Este mondo cane!

El colado no contribuye y no aporta, para él todo da igual; símbolo rebelde, ícono revolucionario, valiente incomprendido, él jamás abonará. El colado no se ahorra un boleto, el colado se gasta la vida.

El chancho

El pica boleto es una persona que trabaja controlando el correcto pago de los boletos de los viajantes. El pica boleto tiene, además de esta misión, algunas más: es el que abre puertas, el que toca el silbato para avisar que está todo en orden, el que debería informar vagón por vagón si ha sucedido algún inconveniente con la maquinaria (cosa que nunca hace), y el que tiene algunas tareas de incógnito que solo su estirpe sabe. Si el maquinista del tren es Dios, el pica boleto es Jesús. Carga su responsabilidad divina por entre medio de las gentes que ignoran su propósito. Es el mayor eslabón de la jerarquía que transita los vagones, el que impone, el juez y el verdugo que observa el cumplimiento de las reglas en este mundo tren. Para la gran mayoría, claro… para otros, no es la gran cosa.

El pica boleto tiene varios alias; chancho es, por definición, el más conocido y usado por el pasajero común. Ya otros usuarios, un tanto disconformes, lo van decorando con otros apodos tales como forro, buche, ortiva, amigo de la policía, botón, careta, corneta… en fin. Un montón de sinónimos de persona no grata. El chancho es también único en su especie: cree fervientemente que lo que hace es una parte clave en lo que al universo de los trenes concierne. El chancho se desliza como amo y señor del ganado; se lo escucha venir de lejos con el clack-clack de su pistolita agujereadora de boletos… como si fuera un sheriff que jugara con el martillo de su Colt. También se escucha de lejos el tintineo de las miles de llaves que cuelgan de su pantalón, como si fuera un guardia de cárcel que ostentara la llave de la libertad, brillante libertad.

El chancho va desfilando sin pedir permiso por los vagones, como un rey feudal al cual su pueblo debe obedecer. Danza al compás del traqueteo con su camisa blanca increíble, sus pantaloncitos con apresto, sus zapatos lustrados y el gorrito oficial. El chancho es el enemigo acérrimo del colado; es esta una guerra que viene de la prehistoria, un combate que perduró por siglos hasta llegar hoy mismo a una corrida por el andén de Avellaneda. El chancho es un buche y nadie lo quiere; va molestando a la cartera de la dama, al bolsillo del caballero. Al pobre hombre que “se quedó dormido” y al pobre pibe que “perdió el boleto”. El chancho es un forro, y si no tenés boleto y él no tiene un buen día, te la manda a guardar. Te baja en la próxima estación y a otra cosa mariposa. Los más vivos caminan unos metros y, cuando están por cerrarse las puertas, en ese instante en que se define la vida y la muerte, se meten al tren al grito de “cornudooooo”. Si son hábiles en las artes de la degradación pública, le harán un gesto en el que el dedo índice se inserta en una especie de Om formado con la otra mano (una metáfora sexual, anal). Al chancho no lo quiere nadie, ni siquiera su familia lo invita a los asados… no vaya a ser cosa de que pida los tickets del mercado. El chancho tiene miedo, por eso siempre lo acompañan dos boludones grandes de seguridad. El chancho no tiene amigos, no lo quieren los pasajeros, no lo quieren sus compañeros, lo aguantan falsamente los vendedores. Ni su mamá lo quiere (mucho menos desde ese memorable día en que la bajó en Liniers por tener pago solo hasta Flores). El chancho es una persona no grata, el chancho es el controlador, el ojo físico de la empresa, el buitre con hambre, el lobo rabioso en busca de una presa sin boleto.

El furgón

Es de sabiduría popular que el furgón es un reflejo de lo que sucede en la sociedad misma. En el furgón no viajan médicos, ni policías, ni arquitectos, ni abogados. Tampoco las mujeres hermosas, estudiantes de posgrado, ni gentes con camisas limpias. Prácticamente no viaja nadie que sea profesional; el furgón es lo que está al final, lo indeseable pero necesario. Es donde viajan los problemas, donde se desecha lo que no sirve, lo que causa que las señoras de alcurnia se preocupen.

Es más bien para gentes de ultratumba, de caras que en lo cotidiano no cruzás; de muchachos que cortan el pasto, obreros en general, operarios de fábricas, empleados que cobran menos que la mínima, adictos y drogadictos. Así también de las chicas feas del barrio, de algún borrachín sin dientes que cuenta chistes, de la gente bizca, de pelados con pelo largo, personas con labio leporino, enanos circenses y travestis que rozan la anarquía sexual. El chancho es un rara avis en este sector.

También viajan las hinchadas de fútbol exasperadas por el alcohol, la gente humilde y laburadora y los pibes sin hogar. Así también los miserables, los chorritos, la vagancia, los pobres-de-moños, las gordas noveleras y cuadrúpedos de todo tipo. Es, por definición cósmica, el único lugar donde el ciruja, a regañadientes, es semi-aceptado. Mientras que el colado es socio vitalicio, capo de la parada. En definitiva: todo lo inferior a la clase media-baja viajará en el furgón entre carros y bicis.

Sin embargo, en el furgón hay códigos: a la señora se la respeta, a la embarazada se la ayuda a bajar el carro, a los nenes se los reta si macanean, pero también se los alienta a ser hombres. En el furgón no existen las miradas de lástima, de corazones rotos o de problemas de familia. En el furgón viajan los valientes, los fuertes; y entre los fuertes nos ayudamos. Y si te doy una mano bajando la bici, espero que tu mano me ayude a mí. Y si gira un mate amargo, dale que va. Si pinta un truco, que sea por la birra. Y si algún loco trajo la guitarra… bueno, agárrense para un largo viaje. En el furgón vale fumar, lo que quieras. Vale ir colgado lo más peligrosamente posible. Ajenos observadores de paisajes, como juzgando desde una altura superior. En el furgón sucede la magia de la humanidad, todos somos uno y uno somos todos.

Nada que ver a los vagones comunes, donde viajan esas gentes apretadas, haciendo la mueca de la soledad, inmersos en sus aparatitos-jaula-celular, todas juntas pero en singularidad. Acá viajamos todos, singulares, conformando una sociedad cómplice para lo bueno, para lo malo. Porque en el furgón también suceden cosas malas; de fechorías y de aprietes, de empujones al vacío y de borrachos busca pleitos, de piropos sumamente jodidos a muchachitas que conforman el paisaje (he de admitir que las frases más ingeniosas y pornográficamente suculentas salen del furgón) y de corridas extrañas. De escupitajos y de puteadas, de cuchillos y de armas… reflejos de la sociedad.

Si usted nunca viajó en el furgón… bueno, este libro no es para usted.

Cupido

La tierra temblaba de miedo, el cielo era de un gris plomizo y truenos y rayos caían a troche y moche. Inmensos tsunamis arreciaban de acá para allá… durante un momento, fue un apocalipsis. Venus y Marte hacían el amor. Al cabo de ocho meses (dioses y semidioses son ochomesinos) veía la luz el niño alado. A este niño hermoso, pícaro y malhumorado, se lo nombró Cupido. ¿Será el amor de madre lo que llevó a Venus a esconderlo en los bosques para que no cayera en las manos de Urano, dado que el dios de los cielos lo quería exterminar? Él decía que este niño era una creación monstruosa que solo traería problemas y destrucción al Olimpo. Un día Ícaro, desde los cielos (antes de que se le quemaran las alas y cayera en Pinamar), vio al niño alado que jugaba con un arquito de madera en un llano del bosque. Inmediatamente surcó el cielo para contarle la noticia a Urano, quien no dudó en lanzarse personalmente hacia el frondoso bosque. —¿Qué es lo que haces aquí, niño? —preguntó el dios del cielo.

—Estoy jugando —respondió malhumorado el niño alado.

—¿Sabes tú, niño, que eres un problema para mí? —dijo Urano encolerizándose.

—Sí, me dijo mi madre que usted no me quiere. Pero no me preocupa; si usted me hace algo, mi padre lo matará —respondió Cupido con tranquilidad.

Durante un instante, Urano empezó a convertirse en rayo para borrar de la faz de la tierra a este niño contestón. Pero luego recapituló y pensó para sus adentros: «Este niño es un gran problema para mí… es verdad que el padre se enojará… y aunque no pueda matarme, sí podrá dañarme. No pienso tener alborotos en el cielo… ya tengo la solución».

—Tú ganas, niño, no te mataré. Pero te condeno a una vida fuera del cielo… serás un niño toda tu existencia. Te condeno a vivir entre mortales y también te condeno a ser ciego… te condeno a la maldición del amor. Y, para que recuerdes que tuve misericordia y no busques venganza, transformaré tus ramas en un arco de oro. Pero cuidado: te daré dos tipos de flechas; unas de oro, para atravesar a los mortales con el amor y la felicidad… y otras de plomo, para atravesar a los mortales con el desamor y la soledad. Quedará en ti la decisión. Y lo peor de todo: ¡te condeno a vivir en los trenes! Al terminar de decir esto, Urano levantó su mano hacia el cielo y, en medio de un gran relámpago, desapareció; también Cupido, que abrió sus ojos bajo el andén de Boulogne Sur Mer.

El niño alado hoy vaga por los trenes. Lleva una camperita que le regalaron los muchachos del ejército de salvación, que usa más para tapar sus roñosas alas que para abrigarse. Fito, el cieguito (así bautizado por unos niños malos de Rafael Castillo, que también le robaron las figuritas), se levanta tempranito de entre la mugre bajo el andén de Boulogne, para empezar su recorrido, su maldición interminable.

El recorrido de Fito es siempre al azar, pero siempre en los trenes. Es imposible para él alejarse más de doscientos metros de cualquier vía… es como si un campo magnético no lo dejase pasar. El pobre niño alado trabaja haciendo pequeñas performances en los vagones; su introducción es siempre la misma:

Buen día, damas y caballeros, disculpen las molestias que un humilde dios les pueda provocar.

Vengo a pedirles un minuto de su tiempo, y si salen gratificados por mis hazañas increíbles, seré agradecido al recibir una pequeña monedita de su parte. Lo que puedan darme está bien; cinco centavitos, diez centavitos. Dios los bendiga.

Y ahí comienza elacting de Fito el cieguito: en una especie de meditación profunda, entra en trance, se saca el gorrito piluso que tiene y maravilla a todos con su pelo hermosamente enrulado y rubio como el oro (uno de sus pequeños gastos es un buen shampoo), y cuando con esta imagen logra cautivar a los viajeros, como por arte de magia empieza a levitar… unos centímetros, unos más, otros más… hasta que llega a flotar a un metro del piso. La verdad es que esto no le cuesta nada a Fito, él puede volar con la facilidad de un pájaro… es todo pantomima para crear un ambiente mágico. Cuando la gentequeda atónita, con los ojos desorbitados y con la boca abierta, Cupido representa el truco final: se saca la roñosa camperita y aletea por el vagón, tan fuerte que provoca un pequeño huracán, cubriendo a todos de polvillo, colillas y toda la mierda que anda en el piso. Pero esto a la gente le importa poco: automáticamente llueven aplausos para Fito, el mago cieguito. Cuando ya los aplausos terminan, él hace una reverencia y desciende lentamente para comenzar la etapa dos:

Damas y caballeros.Les agradezco los aplausos, es para mí un honor hacer magia en el tren. Para el que quiera colaborar, ahora estaré pasando mi gorrito. Además les comento que, por un plus de cinco pesos, se pueden sacar una foto conmigo mientras floto. O, si tienen la posibilidad, no se pierdan mis flechas: tengo flechas del amor, para aquellos que quieran enamorar a alguien, los que estén viajando a su primera cita, los que quieran renovar el amor con sus mujeres. Especial oferta para el día del enamorado: no se lo pierda, quedara usted más que satisfecho.

También tengo flechas del desamor y la soledad. Estas flechas son especiales para suegras, para novias ciclotímicas, para ex novios celosos, para las gordas del barrio o para compañeros feos del trabajo.

¡Aproveche! ¡Solo por esta ocasión, no uno, sino dos flechazos a elección, a veinte pesos! ¡No se lo pierda, funciona cien por ciento!

Y así mantiene su rutina Cupido, entre mímicas de flotación, fotos voladoras, flechazos en oferta y pasar el gorrito (también flotando). Luego de hacerse unos pesitos, vuelve con sus alas roñosas, su camperita y su gorrito piluso para Boulogne. A veces hace paradas en los kiosquitos para comprar bolitas, figuritas y algún sobrecito de shampoo.

Trenes cruzados

Ella vuelve a su casa sumergida en su libro, uno de esos con el lomo descosido, con hojas amarillentas y manchas circulares de humedad. Sumergida como todos los días en otras vidas, en otras historias, en otras épocas. Apenas levanta el rostro cada tanto, para confirmar si falta o si se pasó de estación. Cuando esto le sucede, el libro que lleva en su mano pasa a ser de sus preferidos; sumergirse tanto en un libro y perder la noción del espacio-tiempo le produce un placer incomparable.

Él viaja plenamente consciente. Mastica un chicle y observa a la gente a su alrededor, como si fueran todos actores secundarios que están ahí llenando su vida y nada más. Le pica el cuello por el apresto que le puso a la camisa cuando la planchó. Se mira de pies a cabeza y se peina un poco gracias al reflejo de la ventanilla. Debe llegar pulcro y sin manchas de transpiración al edificio del Ministerio de Economía, ya que lo entrevistarán por un probable trabajo en la oficina 218. Repasa mentalmente lo que dirá, mintiendo cronológicamente sobre el por qué se cambia de trabajo tan seguido y dónde y cuándo terminó el secundario. Por momentos se siente nervioso, y por otros encuentra la calma en la seguridad que tiene, como buen mentiroso que es.

En la estación Remedios de Escalada, los trenes que viajan en sentidos contrarios frenan al mismo tiempo. Ella levanta su rostro para posicionarse en espacio-tiempo y él mira su reflejo en la ventanilla, para peinarse. Pero sin querer queriendo, con la mirada él atraviesa el cristal y la ve a ella, que lo mira.

Es ese momento, en ese espacio donde, de ventanilla a ventanilla, hay un metro, de corazón a corazón hay unos centímetros y de mirada a mirada, apenas milímetros.

La gente indiferente, ellos diferentes; se miran, se ven. Ninguno de los dos corre la mirada, como jugando a quién pestañea antes o quién se rinde y abandona el juego del amor profundo ante un simple desconocido. Ninguno de los dos lo hace.

Con los ojos enlazan sus solitarios corazones, y los usan para hacer promesas cada segundo más infinitas. Se aman para siempre y se besan, se casan y tienen hijos. Él sonríe al llegar al hogar y ella, sentada en el sillón, saca el rostro de entre su libro favorito y le devuelve la sonrisa. Él tiene el trabajo del ministerio y las camisas ya no le hacen picar. Ella se tomó otra licencia por maternidad, esperan el tercero. Tienen bañera y prenden velas aromáticas. Los domingos almuerzan pastas frescas con las familias unidas, y los jueves cenan con todos sus amigos.

El silbato suena y las puertas se cierran. Lentamente se alejan el uno del otro sin perderse de vista. Ella, con el último ángulo visible, le jura amor para siempre, y él, desde el ángulo opuesto, promete buscarla toda su vida.

Los trenes se alejan, ella vuelve a su libro y él, a sus mentiras.

El ogro de Bernal

Transcurría la Edad Media y, como es sabido, Carlomagno era gran protagonista de esos tiempos; había sido coronado como emperador de occidente, había abatido a los ávaros en Hungría, destruido a los lombardos e incorporado el norte de Italia al creciente Imperio carolingio. También fue rey único de los francos, a quienes gobernaría hasta el 814, año en que murió. Fueron los mismos tiempos de una gran crecida del Imperio vikingo, que por esos años ya había ocupado Islandia y puesto nuevo sitio a París.

Pero también otras razas arremetían en aquellos tiempos contra Europa, entre ellas la etnia de los magiares, famosos por sus saqueos, pillajes, secuestros, torturas, extorsiones y todo tipo de magia y conjuros. Habrían sido estos quienes dieron origen a la palabra ogro y a la existencia de tan cruel, malvado, sanguinario y apestoso ser, que permanece en la mitología ferroviaria.

Como también es de público conocimiento, los ogros viven en Ceylán, todos juntos apiñados dentro de un limón. Las tribus de los ogros se congregan en los pantanos, donde se sienten como pez en el agua; aman el olor fétido y nauseabundo. Se alimentan de cualquier tipo de carne, aunque priorizan la humana por sobre todo. Son seres detestables y avaros, bastante toscos y con poca inteligencia, horrendos a la vista… y a cualquier otro sentido. Emergen desde las montañas para cometer sus fechorías y llevar el terror a las comarcas, para luego desaparecer como sombras en la noche.

Así transcurrieron los años, con mares de sangre provocados por estos seres gigantes y verdosos, con la gente que imploraba a los dioses por algo que frenara al mal incesante. Hasta que al fin, en el 950, tuvo lugar una gran riada, con el más brutal temporal jamás visto; arremetida de vientos y torbellinos, con aguas como muros que caían del cielo desbordando y tragando todo a su paso; como si los suplicios hubiesen tenido finalmente una respuesta. De esta manera el gran árbol, con sus enormes y férreas raíces anudadas al suelo, con una copa que abarcaba todo y en la cual se encontraba el pequeño limón donde habitaban los ogros, naufragó y vagó sin rumbo por los nuevos ríos y nuevos mares creados esa misma noche. El pequeño limón, ya desprendido, llegó a orillas de las costas árabes, donde un niño de una tribu lo encontró y lo llevó con su padre, cual objeto enviado por dios. El padre, que era ciego, nunca imaginó lo que contenía realmente; alzó su cuchillo y lo cortó por la mitad, exterminando a todos los ogros, menos uno. Como único superviviente, este ogro se vio condenado a permanecer íntimamente ligado al ser humano, adaptándose perfectamente al medio a través de los siglos mientras reencarnaba en diferentes cuerpos-envase. Fue así que el 4 de agosto de 1983, y luego de haber habitado en infinidad de seres, por destino divino le tocó nacer acá… bueno, un poco más al sudeste, en el hospital de Quilmes, con morada en Bernal, bajo el nombre de Juan Carlos González. Carlitos del andén, apodado así por los muchachos de la barra de la estación años más tarde.

Se sabe, o se dice de él, que cuando nació apestaba a pez podrido, y que de la única manera en que el padre aceptó sacarse una foto con él, fue sosteniéndolo de un pie, al revés y a treinta centímetros de distancia de su propia nariz. Su madre no soportó mucho tiempo a tal engendro, y una noche lo dejó en la boletería de Bernal con una mantita en un canasto. Su infancia no la pasó precisamente cazando mariposas y jugando a juegos de niños, sino más bien escondido en los bajos de la estación, escabulléndose hacia las sombras y rincones mugrosos para encontrar y comer ratoncitos o sapos que cazaba con extrema habilidad. Todo por no poder salir a la luz, por el desprecio y la humillación diaria. Ya de adolescente, atribuía el espanto que generaba a un infortunio donde se le había volcado una olla de aceite encima (de oliva con ajo, por eso el tremebundo aroma), causándole su áspera calvicie, su verrugosidad corporal y todo tipo de síntomas cutáneos. Por supuesto que no fue a la escuela, le iba mucho mejor asustando y amenazando a chicos de las plazas cercanas a la estación; y cuando los padres y vecinos furiosos querían lincharlo, respondiendo al clamor popular, volvía a los andenes a esconderse.

Por las noches se dice que camina libre por el andén, entonando arias italianas y zarzuelas españolas con espantosos movimientos de orquesta. Con el tiempo, y por efecto de la costumbre, se fue ganando el aprecio de los jornaleros de Bernal, convirtiéndose en un querido y conocido freak del sur. Se supone que llegó a estar en un call center de Ezpeleta, en el cual podía trabajar ya que nadie le veía la cara. Pero su vida cotidiana no le fue fácil; su peste hacía imposible la convivencia con los pasajeros del tren, los cuales se alejaban discriminándolo con burlas y gestos que causaban soledad y rencor en su mitológico corazón.

Años más tarde, y secretamente, se recurrió a una junta sindical para buscarle una solución a sus prehistóricos y heridos sentimientos. En la lista oficial que resultó de esta junta se encontraban las firmas de pasajeros usuales,jornaleros de varias estaciones del sur, Fito el alado, el matón de Burzaco (que se adjudicó él mismo el rol de presidente de junta), el ciruja y Maruja (amiga imaginaria del ciruja), algunos locos del barrio, el colado y todos sus amigotes punks. Entre todos lograron que la empresa ferroviaria contratara al ogro como limpiador y utilitario nocturno de las estaciones de Bernal, Quilmes, Ezpeleta y Berazategui. Hoy en día, el ogro de Bernal se pasa las noches sacando hojas atascadas en los techos de las estaciones, pintando y limpiando baños, barriendo papelitos y colillas del andén, sacando basura de las vías y esperando al amanecer para esconderse y desaparecer en las oscuridades del averno, las que no se ven, pero se presienten, desde el mundo del tren.

Ouroboros

El ingeniero Horacio Langosta, hace mucho, mucho tiempo, construía el tren perpetuo con una idiosincrasia nada comercial ni práctica. Creía en la eternidad de la vida. Su mística lo inclinaba a soñar con seres imaginarios, especialmente con el Ouroboros, el cual lo inspiró para crear su obra: un tren sin principio ni final que abarcaba el país y medía la estrambótica longitud de 12.000 kilómetros; las estaciones eran equidistantes, y existían más de mil.

Por supuesto, los pasajeros no compraban un pasaje: directamente alquilaban un camarote, dado que el circuito completo podía demorar un año… en el mejor de los casos.

Los vendedores ambulantes pululaban a lo largo del convoy, ofreciendo a grito pelado todo tipo de artilugios. Se sumaron masajistas, oftalmólogos, peluqueros, adivinos, abogados y varios manteros que ofrecían sus productos y servicios. Se instaló un bingo trucho en un rincón del vagón 91, la murga de Soldati en el 408, un centro fitness en el 878 y el cine Gaumont en el 73. Tras varias negociaciones, se instaló un Banco Nación, con su burocracia, lentitud y flema habitual. Luego llegaron los hipermercados, pateando a los almaceneros de siempre a los vagones más desolados y oscuros de la formación. También se sumaron librerías de primer nivel, la feria hippie de parque Lezama, algunas cantinas de La Boca, un Rapipago y algunos estadios de fútbol de la B Nacional, haciéndolos perder toda identidad barrial. En poco tiempo era un éxito comercial; los vagones se abrían con sus mostradores hacia el exterior y ofrecían sus productos a los transeúntes. Era maravilloso, los pueblos sabían exactamente el día del año y la hora en que pasaban Blockbuster, Pizzería Guerrín, un templo Sai Baba, la salada o la AFIP.

Los empleados que trabajaban en el tren eran multitud, y por ese motivo se tuvieron que erigir más pisos en los vagones; incluso se construyeron muchos rascacielos. Luego se asentaron colegios, hospitales, empresas y fábricas. Miles de personas compraron pisos y departamentos dentro del Ouroboros, a punto tal que se decidió ensanchar los vagones con tanta necesidad, que en pocos años median 851 kilómetros de ancho; inclusive se mudaron ciudades, pueblos, campos ganaderos y lagunas dentro del tren.

Para los feriados de Carnaval, se había terminado de trasladar el Congreso Nacional, el Obelisco, la residencia de Olivos y la Villa 31. Al año siguiente, luego de un esfuerzo sobrehumano, se pudo traspasar Puerto Madero íntegramente, con las dársenas, restaurantes, una grúa y dos mil metros cúbicos de río contaminado, con su respectiva basura y alimañas. Coronando la obra magistral se instalaron todas las rutas, autopistas y todos los ferrocarriles dentro del Ouroboros.

Pasadas algunas décadas, ya nada existía fuera del Ouroboros, salvo los pocos terrenos que quedaron abandonados a su suerte, cubriéndose de matorrales, malezas y fauna salvaje. En este contexto se produjo una innovación: la eliminación de las cárceles. Simplemente, la pena era la inmediata expulsión del tren, quedando los reos en la total libertad, gozando el desamparo y la angustia de las fuerzas naturales. Los expulsados, para sobrevivir, se conglomeraban en tribus, y colaboraban para conseguir alimentos y pieles para sus elementales toldos. Se movilizaban en caballos.