Idea de la ceniza - María Virginia Jaua - E-Book

Idea de la ceniza E-Book

María Virginia Jaua

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Beschreibung

¿Existe acaso algo que guste más a los que aman que hablar del amor? Examinarlo, recordarlo minuciosamente, observarlo y analizarlo. Hacia el pasado: ¿qué dijimos?, ¿qué pensábamos?, ¿qué queríamos?, y hacia el futuro: ¿dónde estaremos?, ¿nos amaremos todavía? Hablar del amor y reconstruirlo, tras la muerte del amado, tras la pérdida, para que no se pierda ningún detalle, para convencernos de haberlo vivido, de estar viviéndolo, para que no se olvide ninguna palabra dicha, y para que toda esa ceremonia lo rescate y salve de entre todos los demás amores del mundo y de entre todas las demás palabras de amor, que son únicas y, aun así, siempre las mismas. En los correos electrónicos que se envían los amantes de  esta arriesgada novela (a veces transmutada en ensayo, y que exige al lector una atención y una complicidad muy especiales), la seducción se mezcla con  cierta suerte de telepatía y los hallazgos mutuos revelan un conocimiento  antiguo del otro. Los amantes están separados por un océano gigantesco, que salva, a pesar de la grieta profunda que todo exilio abre, la intimidad del  género epistolar, en el que dos voces casi inaudibles, dos voces escritas, se  entienden por el movimiento de los labios, esa coloreada carne fronteriza no sólo entre el interior y el exterior de nuestro propio cuerpo, sino entre un cuerpo y otro, carne que tiembla de deseo y vocaliza el anhelo del reencuentro. «Todo en este libro», nos dice su autora, como respondiendo a una de las preguntas esenciales que late bajo el texto, «es epitafio». Una primera novela en la que los silencios significan tanto como los excesos de  amor y lenguaje de los amantes que la «protagonizan»

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LARGO RECORRIDO, 93

María Virginia Jaua

IDEA DE LA CENIZA

EDITORIAL PERIFÉRICA

PRIMERA EDICIÓN: noviembre de 2015

 

 

 

© María Virginia Jaua, 2015

© de esta edición, Editorial Periférica, 2015. Cáceres

 

[email protected]

www.editorialperiferica.com

 

ISBN: 978-84-10171-11-4

 

La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

 

 

 

La ceniza no vive aquí, pero aquí hay ceniza.

Una cierta lógica tendería a determinar que este pequeño libro estuviera dedicado al ser amado. Él es todo aquí. Sin embargo, esta escritura póstuma también podría estar dedicada a otros amantes y a otras muertes de las que guardo y honro su historia, pero hago míos los relatos de sus telepáticos encuentros y guardo su secreto: la colisión en la que estallan sus partículas y emprenden el viaje, su inabarcable pasión por la escritura, su saber ancestral del duelo y la hospitalidad.

Este libro busca honrar ese posible hallazgo. Lector, detén tu paso…

Respira con un ritmo acompasado. Estás ahora en el umbral de un libro que te ha sido escrito. Cierra los ojos. Encomiéndate a Hécate y hazle una ofrenda. Si con los ojos cerrados te abandonas a la lectura, es probable que consigas entrar por cualquiera de las tres fases visibles de la luna. La cuarta es sólo un espejo negro que te devolverá tu imagen: no es una puerta, no abre hacia ningún lugar, es sólo un astro apagado: un archivo muerto. Si acaso puedes, míralo de reojo y prosigue tu viaje inmóvil. Se abrirá una grieta como una herida incurable: shibboleth, shibboleth, shibboleth. Caminarás al paso de una plegaria. Una vez adentro, es posible que escuches una voz que te llama desde un futuro que aún no alcanzas a ver, pero que está ahí: pues ha sido vivido una y mil veces. Y si al final del viaje no te reconoces, despreocúpate: aquí nada mira hacia atrás, no hay estatuas de sal, ni vistas panorámicas a ciudades en ruina: sólo una postal enviada desde el futuro con un mensaje encriptado y que prosigue su viaje en busca de un destinatario:

Quizás tú.

Escucharás voces entremezcladas como las notas de instrumentos en una sinfonía compleja: será como el oleaje de un inmenso y anacrónico mar. O quizás ni siquiera eso. Voces tenues, susurros nítidos surgidos de las llamas del instante, ecos de la ceniza de lo que una vez ardió y de lo que volverá a arder. Se trata de un pequeño fragmento de la historia del fuego y sus reminiscencias; un casi nada, con el que haremos un reloj de arena: una joya muda que colgará en el pecho a la altura del corazón.

I

PRIMEROS APUNTES SOBRE EL DUELO

La escena primera es la de un duelo muy anterior, primigenio, diría. Un duelo matricial, origen de todos los duelos, de todas las separaciones, de todos los desgarros.

Un duelo anterior al acontecimiento. Entendemos acontecimiento como aquello que desgarra el curso ordinario de la historia.

¿Qué historia? Un profundo terror. Un miedo arcaico a la desaparición.

Se dice que el duelo está en el origen de la tragedia griega. Los helénicos y sus antepasados hacían la «representación» del rito funerario.

Para ello, una figura (no sabemos si viva, momificada, si una estatua en piedra esculpida) representaba al muerto; otras figuras, a los vivos –familiares y amigos del difunto–. Aunque parezca excéntrico, al morir un ser amado los deudos adoptaban máscaras que los representaban a sí mismos, convirtiéndose en los personajes de su propia tragedia. De esta manera una civilización arcaica parece desplegar recursos de «representación» infinitamente más sofisticados que la nuestra, para la cual los ritos son un despersonalizado trámite de aeropuerto: pulcro y bien iluminado. Fue así como desde el principio la tragedia estuvo íntimamente ligada a la comprensión de la muerte, y su puesta en escena nos legó lo que conocemos como teatro.

Otro dato: las palabras «persona» y, por lo tanto, «personaje» provienen de personare, «resonar a través de una máscara». La máscara original de la tragedia consistía en un dispositivo que, además de servir a la imagen del desdoblamiento, de la «representación», estaba diseñado para hacer sonar, para hacer más potente y audible la voz.

Pero aún hay más…

Lo que hoy conocemos como «imagen», proviene de la palabra imago. No sólo ambos vocablos están unidos en un mismo origen. En Roma, el imago era una suerte de reproducción del rostro de las personas nobles recién fallecidas (regreso de la máscara por la vía mortuoria). Al morir alguno de sus miembros, las familias patricias eran las únicas que poseían el «derecho» a su imago: sólo ellas tenían el privilegio de hacer reproducciones del rostro del familiar fallecido y de exhibirlo y distribuirlo por las calles de la ciudad.

De ello se desprenden dos hechos curiosos. El primero confirma la naturaleza «ficcional» de las construcciones de identidad a las que el «yo» se ha entregado en su escisión del todo, muchas veces sin cuestionarse la estrecha relación de la persona con la prosopografía griega, por medio de la cual, sin admitirlo, revalida –más allá de la literatura– un pacto de suspensión de la increencia que contradice el sometimiento a la insensatez de esa «fe».

El segundo es la constatación de que la estrecha relación entre imagen y poder es antigua: hay quienes han podido y pueden «producir» las imágenes y quienes las controlan. Y este ejercicio del poder sobre la representación también nos revela parte de la esencia –o, si se quiere, el carácter ontológico y biopolítico– de las imágenes: éstas surgen de la muerte y, en su largo recorrido en la construcción de la cultura de Occidente, regresan a ella. De esta manera la historia de nuestra cultura parece ser ese enorme sepulcro donde las imágenes yacen bajo tierra o donde flotan en una suerte de limbo, por el que deambulan como fuegos fatuos, presencias infraleves que regresan una y otra vez al mundo: como algo que desea desesperadamente volver a ser.

Resulta interesante que civilizaciones tan antiguas hicieran uso del artificio de la representación y del dispositivo ficcional para, en última instancia, incorporar en la vida psíquica algo inaceptable: el hecho categórico de la desaparición.

Derrida acierta cuando dice que no todos los hombres mueren igual, por así decirlo. No han muerto siempre de la misma manera. ¿Hay que recordar todavía que existen culturas de la muerte? Y que de una cultura a otra, en el traspaso de las fronteras, la muerte cambia de rostro, de sentido, de lengua, incluso de cuerpo.

La muerte no se llora. Ahí no hay lugar para las lágrimas. Éstas aparecen más tarde, cuando la persona amada regresa inesperadamente bajo la forma del espectro, del recuerdo, cuando las palabras que salen de nuestra boca son sus palabras. A veces son ellas, las lágrimas, las que en su «videncia» graban las lápidas.

¿Es eso el duelo? ¿Llevar un poco de vida a la muerte, acompañarla en ese viaje?

El duelo es una práctica íntima y personal, por ello cualquier intento de explicarlo resulta un ejercicio poco eficaz pero necesario. Aunque en primera persona el duelo sólo puede contarse en las palabras de otro.

Vivir es una secuencia de instantes muerte, cifrados en dos actos al parecer anodinos e involuntarios: la inhalación y la exhalación.

Aunque olvidada de sí misma, quizás ahí –en la respiración– se concentra aquel humano anhelo del durar.

El duelo es también un tránsito nómada de supervivencia. Una balsa en la que viajan dos-uni-dos para siempre. En el duelo, al igual que en el amor, la dualidad desaparece para regresar a esa unidad en la que ella cobra sentido y claridad. Algo así como la fusión en un todo.

Derrida, inspirado en Montaigne, dijo: «Filosofar es aprender a morir». Me pregunto si es posible escribir esta frase sin tener un conocimiento empírico de la muerte; algo poco probable en realidad, más bien imposible. Parece que esta aporía sienta las bases de gran parte del pensamiento de Occidente.

«Dejad que los muertos entierren a los muertos.» Recordemos la cháchara y el cotilleo de aquel par de enterradores en la obra de Shakespeare.

Cuántos innumerables intentos –fallidos todos, todos fracasados– se han hecho por explicar qué es el duelo. Cómo se vive, cómo se sobrevive y cómo se supera ese trance. Claro, pienso en Barthes y en todos los que desde entonces lo hemos leído. La lectura de su diario me provocó dos sentimientos encontrados. Por un lado, un enorme sosiego; y por otro, despertó algo así como enojo, rabia: inversamente proporcional a la energía del duelo que en el libro –como en la vida– poco a poco va extinguiéndose…

Dice Canetti que si algo tienen en común el amor y la muerte es la separación. Pienso que contra la contundencia de esa premisa sólo existe el duelo como lugar secreto de los amantes.

El duelo siempre es un proceso estrictamente apegado a su primera acepción: encuentro categórico de dos. Pero no se va al duelo bajo el impulso del que busca sobrevivir al otro. Pues quien sobrevive morirá –irremediablemente– al menos dos veces.

En el duelo también se muere para que haya ceniza, para que ella hable.

«¿Quién sabe? Quizás un poco de oro en estas notas», dice Barthes al inicio de su libro. He seguido el rigor y la minuciosidad del polvo dorado y de su pacto.

El mayor acierto de Barthes es cuando alude a la Vita Nuova de Dante, aunque se abstenga de revelar ese secreto y no ofrezca muchos más detalles íntimos o personales.

La Vita Nuova es un gesto radical y contradictorio, una paradoja: un potente giro narrativo para la escritura del duelo y el amor.

En el momento de la muerte, el instante en que ambos corazones se detienen pasa tan rápido como un disparo que los atraviesa de forma simultánea. En su trayectoria de proyectil, en el punctum suspendido de esa imagen, ambos se miran a los ojos: se aman.

Así se vive cada día, cada hora, cada minuto, cada instante del recuerdo, el deseo de retener la mirada y su brillo, la temperatura del cuerpo, el tacto de la piel, el gesto y la entonación de las palabras.

La realidad de la ausencia se instala. Y tras esa suspensión el diálogo prosigue, comienza el duelo: una conversación dulce y eterna de los amantes.

En el duelo es la vida lo que desafía a la muerte y la ridiculiza, pero también eso dura sólo un instante.

Estoy de acuerdo en lo que el duelo tiene de diálogo más allá de la muerte. En él se reconoce no las moribundias de quienes persisten en negarla, sino la mortalidad, y en ella la afirmación sin condición de una vida cumplida y plena.

En otra parte, Derrida dice: «El huésped absoluto es aquel arribante para el cual no hay siquiera horizonte de espera. (…) Entre la hospitalidad y el duelo hay cierta afinidad».

Pienso –junto con el filósofo de la deconstrucción– que el duelo y la hospitalidad se ajustan: en ambos se recibe y brinda protección al otro sin condiciones, en ambos se produce la entrega; pero aunque ambos constituyan una suerte de refugio, nunca se puede estar del todo cómodo en ellos. Tanto en el duelo como en la hospitalidad, el huésped y el anfitrión negocian una convivencia bajo una permanente y sutil desconfianza, quizás porque reconocen vivir bajo la inevitable y permanente amenaza de la separación.

Principio de incertidumbre: nunca se sabe realmente cuándo comienza el duelo y mucho menos cuándo termina. Quizás por ello, cuando se materializa lo sentimos como un lugar que nunca más podremos abandonar y nos embarga la desesperación.

Es la incertidumbre del estar y no estar ya, del ser y el no ser nunca más con el ser amado, la que hiere y martiriza. Exige un cierto grado de carácter aceptar esa condición en la que debemos soltar el yo que irremediablemente morirá con el otro y que –sin llegar nunca a haber sido realmente– renacerá de su no ser para continuar no siendo.

La pregunta aquí no es qué muere o quién muere, sino qué, de toda esa experiencia, sobrevive.

Es algo «vago», como el oleaje. El duelo nos rodea como un inmenso y anacrónico mar: plein de vagues. En esas ambigüedades, la lengua francesa es maravillosa –pienso–.

El duelo es esporádico, ambiguo, irregular. A veces se vuelve adictivo –se está mejor en la soledad dramática y erótica del duelo que entre el mundanal ruido y la banalidad–, pero sobre todo es discontinuo.

La discontinuidad es una de las características más desconcertantes del duelo. Su ruptura temporal perturba nuestra imperiosa necesidad de progreso y control.

El duelo desmonta una de nuestras más sólidas construcciones: la de nuestro insignificante yo. Y eso es lo que en el fondo no podemos soportar.

El estado natural del duelo es el estado líquido y fluvial. Por eso, cuando el viaje comienza uno sólo puede dejarse arrastrar por las lágrimas.

Si –como en otras culturas– al duelo se le comparara con el oleaje marino, cabría escribir un tratado que estableciera «precisiones sobre las olas». A veces las olas son pequeños rizos regulares y espumosos; en otras ocasiones las olas se levantan tan alto como un edificio que cae en un estrepitoso derrumbe del que sentimos que ya nunca más nos podremos levantar.

Barthes no lo dice. O si lo dice, no hace suficiente énfasis en ello. En el duelo, día con día se hace un ejercicio corporal de vital importancia: hacer sonar la voz amada: adoptar una máscara en el sentido antiguo. Hacer «sonar» su timbre, más que sus palabras. La forma precisa en que los labios dejan salir la caricia y el aire musical.

No ha habido, ni habrá nunca infraleve más auténtico e imposible que el remolino de aliento formado por la exhalación de la palabra –y el dibujo que traza su cosquilleo en la nuca–.

Se requiere de mucha disciplina y concentración para conseguir que esa evocación imprima la huella cálida y perfumada donde nace la primera caricia: en algún lugar escondido detrás del cuello.

Dice Derrida que lo trágico en la existencia humana es que el significado de aquello que hemos vivido se determina en el último instante, en el instante de la muerte. Quizás sea cierto, y sólo ahí cobre sentido el ser. Pero sólo por un instante y sólo para el desvanecimiento.

Poco se podría añadir a otra frase suya: «Ella [la muerte] es la posibilidad de la imposibilidad de toda relación con… algún existir».

II