Impacto - Olivier Norek - E-Book

Impacto E-Book

Olivier Norek

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Beschreibung

FRENTE AL MAL QUE SE EXTIENDE Y QUE MATÓ A SU HIJA POR LOS MILLONES DE VÍCTIMAS DEL PASADO Y LOS MILLONES DE VÍCTIMAS FUTURAS VIRGIL SOLAL ENTRA EN GUERRA, SOLO, CONTRA LOS GIGANTES

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Impacto

Olivier Norek

Traducción de Sofía Tros de Ilarduya

Título original: Impact, originalmente publicado en francés, en 2020, por Éditions Michel Lafon, Francia

© Éditions Michel Lafon, 2020, Impact

Primera edición en esta colección: mayo de 2021

© de la traducción, Sofía Tros de Ilarduya, 2021

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2021

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-18582-42-4

Adaptación de cubierta: Grafime

Fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

ÍNDICE

PRIMERA PARTE: GreenwarSEGUNDA PARTE: Atomic 8ReferenciasGracias…

A los que solo han conocido este planeta… en peligro

Ante la realidad, no me ha hecho falta inventar.Virgil Solal, como tal, aún no existe.Pero como no escuchamos los gritos de alarma, algunas personas ya están dándole forma.En esta novela, las palabras del asesino solo lo comprometen a él.

«Los grandes cambios parecen imposibles al principio… e inevitables al final».

BOB HUNTER, cofundador de Greenpeace

«En 1965 el agua era gratuita. Pronto será más cara que la gasolina».

PAUL WATSON, fundador de Sea Shepherd

«Para gobernar la naturaleza, es preciso obedecerla».

FRANCIS BACON, Novum Organum, 1620

PRIMERA PARTEGREENWAR

1

2020. Delta del Níger. Nigeria. Ruta de los oleoductos. Ogonilandia.

En cada curva, el coche de cabeza, una pick-up militar, levantaba nubes de polvo fino que se introducía por todas partes. Detrás, los diez camiones en fila provocaban un reguero tres veces más impresionante. Desde lejos, alguien podría pensar que una niebla viva y amenazante avanzaba a toda velocidad hacia las aldeas cercanas, dispuesta a devorarlas.

Solal ya no soportaba aquella segunda piel de polvo. Polvo en todos los bolsillos del chaleco de intervención, en cada intersticio metálico del revólver, en la cara, en las orejas, en los párpados, crujiendo entre los dientes. Para volverse loco. Solal, con una mirada dura y el pelo corto, era el prototipo de suboficial militar. Unos cuarenta años, quizá diez menos o diez más, imposible saberlo. Hay hombres así, sin edad.

Dio dos golpecitos en el termómetro del salpicadero. Por encima de los cincuenta grados constantes, el cuerpo deja de funcionar de manera correcta y, a menos que se enfríe, el organismo cede rápidamente. Ese día estaban a cuarenta y seis, una temperatura desconocida incluso en ese rincón de África, así que el comandante Solal estaba a cuatro grados de reventar de calor. Literalmente. En los camiones de atrás, los treinta hombres de la NPMF1 que lo acompañaban soportaban algo mejor la situación, aunque tampoco estaban completamente cómodos.

Desde 100 kilómetros atrás, el paisaje no había cambiado. A contraluz, una magnífica hilera de palmeras parecía cincelar el cielo azul cegador, como si nunca se hubiera acosado a la naturaleza, tal y como debía estar hacía un millón de años. Pero cuando el sol pasaba brevemente por detrás de aquella fila, las palmeras mostraban su naturaleza actual, raquíticas y exhaustas.

Si alguien se atrevía a bajar la mirada, allí solo vería tierra negra y fangosa, empapada del petróleo bruto que había escapado de los oleoductos envejecidos y roía la base de los árboles que bañaban unos riachuelos, en cuya superficie el líquido venenoso iridiscente difundía un millón de colores. Un veneno que la tierra ya había bebido en tal cantidad, hasta lo más profundo de las capas freáticas, que no podía absorber más. Pese al inútil pañuelo que cubría la nariz y la boca, el olor pestilente del vapor de hidrocarburo se metía hasta en el más mínimo alveolo de los pulmones. Una peste, casi un sabor en la lengua y el paladar, como si se hubiera lamido el suelo de una gasolinera.

A ambos lados de la carretera, unas inmensas llamas salían de la tierra y subían hasta el cielo, rodeadas de humaredas negras, compactas, casi palpables. La extracción del petróleo provocaba fugas de gas que allí se quemaban en grandes antorchas, aunque ese método llevara prohibido mucho tiempo, y Solal tenía que aguantar la respiración para no ahogarse.

—Diez minutos para el destino —escupió la radio.

Pasado ese tiempo, la fila de vehículos frenó en la entrada de la aldea Goi y hubo que esperar un rato para que el polvo, en arabescos pesados, se posara en el suelo y dejara de ocultar el lugar.

Allí, como en el andén de una estación invisible perdida en plena sabana, debajo de un amplio techo de chapa, estaban apiñadas cerca de trescientas personas, mujeres, hombres y niños, con sus vidas en unas maletas, bolsas de tela o de basura, a sus pies. Delante de ellos estaban los cuatro cooperantes de Amnistía Internacional, entre ellos, la francesa expatriada que había obligado a Solal a hacer ese viaje en contra de su voluntad. El comandante bajó del vehículo ya de mal humor.

—Gracias, capitán, por haber venido hasta aquí —lo recibió la chica, con una camiseta sudada.

—Comandante, no capitán. Y no se da las gracias a alguien que lo hace por obligación y muy a su pesar.

A un gesto de Solal, los treinta policías nigerianos, con chaqueta y pantalón negros, boina verde, gafas de sol y el Kaláshnikov en bandolera, saltaron de los camiones. Abayé, el superintendente2 de la NPMF al mando, bajó el último. Permaneció apartado y encendió un cigarrillo pese al calor y el olor insoportables; era su forma de decirle a Solal, por si aún no se había enterado, que no haría nada más. También a él le habían impuesto esa misión. Por orden de prioridades, el Ministerio de Asuntos Exteriores había encargado a Solal el servicio de niñera y repatriación de la cooperante francesa, y el director de la Policía de Abuya encargó al superintendente Abayé la seguridad del comandante francés.

—Creía que la aldea Goi se evacuó después de la marea negra —comentó Solal—. Entonces, ¿qué hacen estos aún aquí?

La cooperante de Amnistía mantuvo la sonrisa, pese a la visible irritación de su interlocutor.

—¿La marea negra? ¿A cuál se refiere? En este delta ha habido más de cuatro mil. El pueblo ogoni ya no sabe adónde ir. Entre las petroleras locales, Shell o ENI vertiendo su porquería, los Vengadores del Delta del Níger saboteando las infraestructuras, la policía y el ejército corruptos, ya no tienen a quién acudir. Incluso usted… usted ha venido porque soy francesa y por la mala imagen que daría la embajada si me encontrara con las personas equivocadas y desapareciera sin dejar rastro, enterrada en cualquier lugar.

—Cada uno tiene sus propias responsabilidades. Yo no he venido a salvar Nigeria, estoy aquí para plantar su culo en la zona segura de la embajada de Abuya.

La chica se dio la vuelta hacia el grupo de aldeanos, cansados y preocupados, con su suerte en manos de aquellos desconocidos.

—Pero ¿nos ocupamos primero de ellos? —le preguntó la cooperante a Solal.

—Esa es la misión. De todos modos, imagino que no se marchará sin ellos. Así que ¿adónde los llevamos?

—A Port Harcourt, a sesenta kilómetros.

—¿La barriada chabolista?

—Siempre será mejor que esto. Los peces mueren, todo lo que la tierra da está casi muerto y los metales pesados han envenenado el agua de los pozos. El aire está tan contaminado que provoca lluvias ácidas que agujerean los techos de chapa y convierten las rocas en polvo. Puede imaginar lo que les hacen en la piel. El delta es uno de los primeros lugares de la Tierra donde la vida simple y llanamente ha desaparecido. Así que, para ellos, una barriada chabolista es casi algo bueno.

Solal, que no tenía autoridad sobre los policías de la NPMF, pidió al superintendente Abayé que arrancara con la operación. De malas maneras, cargaron a los trescientos habitantes de Goi como ganado; los empujaban con la culata del fusil y los sacudían con los puños.

Solal los miró sin ver realmente, para que esas imágenes no pasaran de sus ojos al cerebro y del cerebro al alma. No pensar. No recordar. Dejar toda esa mierda ahí, en aquella parte de África que esperaba abandonar pronto y de la que no quería conservar nada. Sin embargo…

Primero se fijó en un niño ciego, al que llevaba su madre, con unos ojos blanquecinos que resaltaban intensamente sobre la piel negra. Otro intentó subir los escalones metálicos de la trasera del camión, pero sus piernas y brazos, con temblores incesantes, parecían no querer escuchar y, al final, fue necesaria la exasperación de un soldado para que lo tirara dentro. A otro con la piel a grandes jirones secos por toda la espalda, el pecho y los escuálidos brazos, ni siquiera lo tocaron por el asco que provocaba. Los viejos ya parecían muertos, los adultos ajados y los críos casi todos enfermos.

Y cuando faltó espacio en los camiones tiraron las bolsas por la borda. Ninguno se rebeló porque temían que la presencia de Amnistía Internacional no pudiera evitarles un golpe bajo o algo peor.

—Aún tengo algo más que pedirle —se atrevió a decir la francesa, casi segura de que la mandaría a paseo.

—Ya le digo que no —zanjó Solal, impaciente por marcharse lo más rápido posible.

—Está a menos de cien metros. Y es importante. —Solal se vio obligado a seguir a la chica, porque ella ya avanzaba hacia allí; a él lo seguía Abayé, forzado, y dos de sus hombres, disciplinados. Al final de una pista de tierra oscura y seca que se hundía en un macizo de ramas sin hojas, Solal descubrió, cavado en la tierra, un cráter profundo lleno de cadáveres en distintos estados de descomposición. Quizá doscientos, tal vez el doble. El olor a putrefacción no conseguía tapar el del petróleo y se mezclaba con él. También ahí, entre los cuerpos, muchos más niños que adultos—. En cinco años —anunció la cooperante—, más de treinta millones de litros de petróleo bruto han enmugrecido la desembocadura del océano Atlántico. Está usted pisando uno de los lugares más tóxicos del mundo y esto es parte del resultado. Decenas de muertos por semana y por aldea mueren demasiado rápido como para que les dé tiempo a enterrarlos.

—¿Se burla de mí? —masculló Solal—. ¿Qué quiere que haga?

—Además de Goi, hay un montón de aldeas alrededor de esta fosa común. Con el sol, los cuerpos se pudren, proliferan los microbios y lo convierten todo en un foco de infección. Habría que volver con una excavadora, hacer un agujero mayor y cubrirlo con cal y tres metros de tierra. Solo Dios sabe las enfermedades que podrían salir de aquí.

Insidiosamente, la cruda realidad corroía a Solal. Hizo una pregunta, se maldijo al oírla, y ya no quería ni oír la respuesta.

—¿Por qué hay tanto crío?

—Elija usted: muerte prematura, saturnismo, alteraciones cardiovasculares, respiratorias, neurológicas. Aquí, uno de cada dos niños está enfermo. La esperanza de vida en Nigeria es de cincuenta y cinco años, pero cae a cuarenta en el delta. Así que la actividad petrolera por sí sola les quita quince años de vida a cada uno. La población es de un millón y medio, y como esta es la segunda generación que sufre la contaminación, en total les han robado cuarenta y cinco millones de años.

La imagen de un vampiro gigante, insaciable, inclinado sobre ese punto de África, aspirando de un golpe cuarenta y cinco millones de años a una única y misma población, alimentó el asco de Solal. La francesa lo vio alejarse y hablar con el comandante Abayé. Este último echó un vistazo al cráter de cadáveres y luego pareció dar su aprobación.

Cuando la cooperante se unió a la cohorte de militares y demás miembros de Amnistía Internacional, la fila de camiones dispuesta a llevar a los últimos supervivientes de la aldea Goi pudo, al fin, emprender la marcha, dejando tras de sí un lugar que no igualaría ningún infierno. Solal, Abayé y los dos policías se quedaron allí, después de haber trasvasado tres cuartas partes del depósito de gasolina de uno de los vehículos. Nada de un entierro digno. Ni hablar de volver más tarde.

Los cuerpos se quemaban, la columna negra de humo que subía al cielo se veía a kilómetros de distancia.

Nacidos en el petróleo, alimentados por el petróleo, muertos por culpa del petróleo y quemados por el petróleo.

Cuando la chica vio la nube negra, entendió inmediatamente la decisión que Abayé y el comandante francés habían tomado. Cerró los ojos. Igual que la tierra saturada de agua no admite más, ella no podía soportar más.

Solal subió de nuevo a la pick-up y ni él ni Abayé intercambiaron una palabra durante el resto del trayecto. A las puertas de la ciudad de Abuya sonó el timbre de un mensaje en su móvil. Nunca habría creído posible sonreír ese día.

«Salida anticipada. ¡Regresas a Francia, Virgil!».

2

París. Maternidad de Port-Royal.

Su primer hijo. Una niña. Y Virgil Solal ya temía por ella antes incluso de que hubiera nacido. Se había hecho a la idea de que desde ese día siempre tendría miedo.

Solicitaría un puesto más tranquilo para no tener que salir de Francia y dejaría las misiones por los cinco continentes. Ya solo existiría un continente, un país, una ciudad, un barrio, una casa, una habitación infantil… Y ese sería un territorio bastante grande para proteger.

Pronto serían tres.

De su hija solo conocía unos cuantos píxeles aglutinados en la ecografía, como una primera postal. Un diminuto ser por venir, aún en ingravidez dentro del líquido amniótico. Tenía tanta curiosidad por verla al fin.

Por cuarta vez, la comadrona ordenó a Laura empujar y por cuarta vez los gritos de Laura resonaron en las paredes de los pasillos de la Maternidad, decoradas con dibujos infantiles y fotos de bebés gesticulando. Laura clavó las uñas en el dorso de la mano de Virgil y nunca una tortura le resultó tan deliciosa. Incluso se convenció de que por el simple contacto de las pieles tenía el poder de robarle un poco de sufrimiento.

De niño, Virgil estuvo gravemente enfermo y oyó a su madre quejarse de impotencia y rogar: «Si pudiera arrancarle el dolor…».

—Si pudiera arrancarte el dolor… —le susurró entonces a Laura.

Igual que cuando en los aviones hay turbulencias y el viajero preocupado mira fijamente a la azafata para saber lo grave de la situación, Virgil no quitaba los ojos de encima a la comadrona e interpretaba cada expresión de su rostro, cada palabra y el tono en el que la decía.

Oyó que se le veía la cabeza, oyó que se le veía un hombro, oyó los ánimos y la respiración jadeante de Laura. Oyó su propio corazón golpeando más que latiendo, quería escaparse e ir al encuentro de su hija. Luego las enfermeras se tranquilizaron, comprendió que la niña había nacido. Entrevió a su hija un segundo, rosa, mojada, regordeta y sucia, antes de que desapareciera en unas manos acogedoras, detrás de un frufrú de batas y de gestos mil veces repetidos.

Luego los gestos se volvieron inseguros y más bruscos.

Luego ya no oyó nada.

Excepto el ruido ensordecedor de un silencio que no tenía lugar.

En el pasillo, a través de la puerta abierta, llamaban voceando al pediatra. Ni siquiera los gritos enloquecidos de Laura consiguieron que Virgil se volviera. Era incapaz, una mezcla de miedo y angustia lo hipnotizaba. La comadrona golpeó dos veces entre los pequeños omóplatos. Llegó el pediatra, la empujó sin miramientos y aspiró la boca y la nariz del bebé con una sonda para despejar las vías respiratorias. Entubó a la niña mientras pedían a Virgil que saliera de la sala. Pero su mirada determinada no los invitó a repetir la orden. Pasó la sonda, presionaron varias veces el balón de ventilación sin conseguir inflar los minúsculos pulmones.

El bebé rosa entonces estaba azul. Inerte.

—¿Masaje cardíaco? —preguntó la comadrona.

—Es inútil, no le entra el aire, como si los pulmones estuvieran pegados, no lo entiendo —farfulló el pediatra—. No lo entiendo.

Virgil miró en el borde de la mesa de reanimación aquella manita arrugada con los frágiles dedos inmóviles. Esos dedos con los que había soñado perdido en el infierno nigeriano, imaginando que un día rodearían los suyos.

Los gestos del pediatra cesaron. Dejó caer los brazos, colgando, inútiles. Luego se fue.

El corazón se detuvo. El cerebro se adormeció en unos cuantos segundos, un millón de células una tras otra.

Virgil al fin se volvió hacia Laura. Dos cuerpos vacíos, malditos para siempre, y ellos también murieron en ese mismo instante.

3

París. Dos años más tarde. Tres horas antes del primer contacto.

El despertador, aún en silencio, recibió una injusta serie de golpes rabiosos, antes de que Diane se diera cuenta de que el timbre salía del móvil. 5.30 de la mañana.

La habían sacado de un sueño profundo y en la más completa oscuridad se quemó los ojos con la pantalla azul, intentando saber, antes de responder, con quién iba a enfadarse. El nombre que aparecía la privó de ese placer.

—¿Comisario?

—Lo siento, Diane.

—Es muy temprano. O muy tarde. ¿Un caso?

—A mí también me gustaría saberlo. Me han despertado igual que a usted y sé tanto como usted. Asómese a la ventana.

Diane metió los dos pies fríos en un par de calcetines de felpa, se frotó la cara enérgicamente y, en dos pasos, miró a la calle que solo las farolas desvelaban.

—¿Ve una berlina negra?

—Sí. Justo abajo. Con el motor en marcha.

—Es su chófer. Póngase las pilas, la reclaman en el Bastión 36.

—No trabajo para esa unidad. ¿No tienen ya un psicólogo allí?

—Le hace preguntas a alguien que no tiene ninguna respuesta y que va a volver a acostarse. Solo sé que es orden de un fiscal.

—¿Brigada de Estupefacientes? ¿Menores? ¿Criminal? —Diane intentó que concretara.

—Le repito que desconozco el regalo y quién se lo hace. Pero póngame al corriente cuando sepa más. De todas formas, es humillante que lo mantengan en secreto. —Y antes de colgarle sin más, el comisario prefirió advertirla—: En la unidad ya nos hemos acostumbrado a usted. Y sabe cuánto la apreciamos. Pero en el 36 aún no la conocen. Ni a usted ni a sus manías. Así que intente no avergonzarnos.

Diane esperó aún un instante con el teléfono en la mano; intentaba confirmar si los somníferos estaban jugándole una mala pasada y si todo aquello formaba parte de un sueño estúpido que debería analizar cuando despertara. La berlina guiñó los ojos con una rápida ráfaga de los faros y Diane se dio cuenta de que, si ella veía la silueta del chófer a través del parabrisas, también él la veía.

Diane evitaba cualquier responsabilidad cotidiana superflua, intentaba organizarse la vida de la forma más sencilla posible. Eso mantenía el equilibrio dentro del desbarajuste constante de su cabeza. Una camiseta, siempre blanca, debajo de un jersey, siempre ancho, con un pantalón vaquero, siempre ajustado, y unas deportivas, siempre cómodas. El pelo negro azabache cortado a lo chico, de manera que con un simple chorro de agua podía arreglarlo de cualquier forma. Se hizo un lavado de gato, se puso un plumífero chillón y cerró de un golpe la puerta de su minúsculo estudio.

Fuera, el chófer había salido y abierto la puerta del copiloto. Completamente despierto y amable, casi irritante. No parecía que aquella excursión nocturna lo hiciera sufrir.

—¿Diane Meyer?

La chica asintió y se metió en el coche.

—¿Sabe qué ocurre? —le preguntó, cuando el hombre ya aceleraba.

—Sí —le dijo con una sonrisa.

Y como no siguió hablando, hicieron el camino en silencio.

Cuando llegaron al Bastión, sede de la DRPJ,3 el chófer aparcó entre dos vehículos de las Brigadas de Intervención Rápida. Mientras salían del coche, oyeron el ruido redondo y potente de un motor que alguien aceleraba al máximo: un vehículo con los cristales ahumados subía la rampa de acceso al aparcamiento del 36 y salía de allí a una velocidad exagerada, rozando con los bajos el suelo. Había una emergencia, y Diane pensó si tendría algo que ver con el motivo de su llegada allí.

Levantó la mirada para apreciar la envergadura del Bastión. Un edificio intimidante que se parecía más a un hospital nuevo que a una comisaría de policía.

—¿Nunca ha estado aquí?

—No, no he tenido la oportunidad.

—Diez plantas, 33 000 metros cuadrados llenos de polis.

Diane, solo con imaginar ese hervidero, se mareó, buscó en el bolsillo un tubito de ansiolíticos y dejó caer en la palma de la mano medio comprimido que masticó como un caramelo. Siguió a su guía, pasó por el detector de metales, que sonó, se libró de vaciar el bolso delante del vigilante y cruzó la puerta. También allí, frente a un vestíbulo demasiado grande, demasiado vacío a esas horas, empezaron a picarle la punta de los dedos y sintió que la boca se le secaba. Solo en el estrecho espacio del ascensor encontró algo de alivio.

Dejando de lado la actitud extraña de Diane Meyer, su guía pulsó el último botón. Entonces, la chica imaginó que, si aquel lugar estaba construido según el concepto habitual de «cuanto más alto, más importante», debía de tratarse de la planta de Dirección.

—Siento todo este numerito —se excusó el chófer—. Estamos ante una situación complicada y necesitamos su punto de vista. Pronto podrá hacer todas las preguntas que quiera.

Las puertas se abrieron, pero nada habría podido preparar a Diane para el frenético ajetreo que parecía haber invadido toda la última planta del edificio, mientras aún el día dudaba en despuntar. Hombres y mujeres entraban y salían de los despachos como en un vodevil sobreactuado, algunos con documentación en la mano, otros con el teléfono pegado a la oreja, manteniendo conversaciones a todas luces lo bastante importantes como para justificar sus caras serias. Diane se quedó quieta, titubeante, en el ascensor.

—¿Agorafobia? —adivinó el escolta.

—Entre otras.

—Póngase detrás de mí, es al final del pasillo.

Así atravesaron el organizado desbarajuste de polis atareados para llegar al despacho del director de la PJ. Él mismo en persona recibió a Diane y tomó el mando de la situación. Con el abrigo en los hombros y la mirada huyendo hacia el reloj de pared, daba a entender que le faltaba tiempo o tenía algo importante que hacer. Economizó un montón de trámites, empezando por un mínimo de educación.

—Meyer —le dijo, como si ya la conociese—, a partir de ahora trabaja para el 36 y está sometida al secreto profesional. Nada de lo que vea u oiga aquí puede filtrarse. —Diane sacó del bolso un cuadernito y un rotulador negro, dispuesta a tomar notas—. Guarde eso. No escribimos nada ni grabamos nada ni filmamos nada, lo que debería resultar fácil, porque, de cualquier modo, no sabemos mucho. —Apretó el mando a distancia y encendió una pantalla plana colocada en la mesa de reuniones, conectada a la vez a su ordenador. Pulsó dos veces en el archivo de vídeo y lo pausó para tener tiempo de hacer algunas aclaraciones prácticas—. Esta noche hemos recibido esto por correo electrónico, iba dirigido directamente a nuestra unidad. De momento, nadie está informado salvo el primer ministro, el presidente, algunos fiscales y los polis de esta planta. En otras palabras, la idea del secreto no durará mucho tiempo.

Luego, con un clic, puso en marcha el vídeo.

En la pantalla, aparecieron unas interferencias y a continuación una imagen borrosa. La cámara ejecutó un enfoque automático y se perfiló claramente una jaula de cristal de, más o menos, 3 por 3 metros. Dentro, un hombre vestido con un traje arrugado, postrado en un rincón, inmóvil. Junto a la jaula, un ensamblaje de metal llamaba la atención. En el suelo, había un depósito rojizo que se conectaba a un motor, y este a su vez a un tubo de escape largo, cuyo extremo entraba por un agujero circular perforado en el grueso cristal de la jaula. Alrededor, ni una señal en las paredes, el suelo o el techo. Un sótano parisiense o un granero acondicionado en Kentucky, podría estar en cualquier lugar.

Después, la pantalla en negro.

—Es retorcido. ¿Qué he visto?

—Desde el punto de vista técnico, es una cárcel de cristal en la que entra un tubo conectado al motor de un coche.

—¿Y desde el punto de vista humano?

—Hemos tardado un poco en identificarlo, pero el programa de reconocimiento facial ha sido eficaz. En la jaula está el nuevo director general de Total.

Cada vez que el jefe de la PJ daba esa información, fuera quien fuera su interlocutor, siempre provocaba un silencio impresionante.

—¿Un secuestro con rescate? —acabó por preguntar Diane Meyer.

—Es lo que pensamos. En cualquier caso, partimos de esa hipótesis. El vídeo venía con un mensaje. O, mejor dicho, una cita. Dentro de tres horas. —Un vistazo al reloj de la pared…—. Algo menos ahora. Las instrucciones nos llevan a «Cupido», una página web de citas. Tendremos que conectar con un perfil determinado.

—¿Tiene un nombre? ¿Un alias? ¿Una foto?

—Nada que nos sirva hasta el momento. El perfil se llama Total y la foto es la del director general. Pero lo más interesante es que cuando dos perfiles se gustan tienen la posibilidad de fijar una cita en privado por videollamada. De manera que, lógicamente, esperamos establecer contacto visual con él, la o los secuestradores.

Diane se fijó en el esfuerzo por intentar emplear, hasta en esa situación, el lenguaje inclusivo.

—Con «el o los» basta —corrigió la chica—. El secuestro con demanda de rescate es exclusivamente masculino. ¿Y qué quiere usted de mí?

—Trabajará con el capitán Nathan Modis. Él se encargará de negociar con quien aparezca en la pantalla. Usted escuchará.

—¿Quiere que le haga un perfil?

—Ese es su trabajo, ¿no?

—Sí, pero el establecimiento del perfil criminal está muy lejos de ser una ciencia exacta.

—De momento nos importa menos la exactitud que la urgencia. No le pido nada más que lo que está haciendo en la OCRVP.4

—Pero… ¿no tienen ustedes una psicocriminóloga en el 36?

—Sí, y pese a todo lo que se dice de ella, es una persona muy válida. —Diane nunca había oído una crítica tan educada o un cumplido tan hipócrita. El comisario continuó—: Desde un tiempo atrás, se encuentra algo cansada. Necesito una persona las veinticuatro horas y en plenas facultades. De manera que Modis estará al mando y usted observará. Ustedes dos serán los únicos interlocutores del secuestrador hasta que se resuelva el caso. Varios equipos en paralelo trabajan sobre el terreno y en otros aspectos de la investigación. Modis le irá explicando sobre la marcha.

—¿Y cuándo lo conoceré?

—Ya lo conoce.

En el extremo opuesto del despacho, el hombre al que hasta entonces había considerado su chófer la saludó divertido con la mano. Mientras Diane lo examinaba por primera vez, pensó que era el fiel reflejo de la imagen que se tiene de un chico guapo, de buena familia, obediente, muy educado y algo soso. Saber que era capitán del 36 y que los altos mandos lo habían elegido para encargarse de la negociación en un caso tan impactante no se correspondía de ningún modo con su aspecto. Diane dedujo con cierto agrado que ese hombre era más complejo de lo que su imagen formal transmitía.

—A mí no tiene que hacerme el perfil —dijo divertido, con perspicacia—. Vamos, nos quedan dos horas y media.

4

Aquel despacho se había organizado como centro de operaciones con todo lo necesario. Diez botellas de agua de plástico, una cafetera de cápsulas y unos blísteres con sándwiches triangulares colocados en orden en una mesa larga, pegada a la pared. En el centro de la habitación, de unos quince metros cuadrados, no más, un escritorio de forma ovalada, lleno de documentos y actas con el resumen de la evolución de la investigación, pese a que en cinco horas poco había podido evolucionar.

—¿Le parece adecuado? ¿No es demasiado grande? —quiso comprobar Modis, que no ignoraba que la agorafobia era tanto a las personas como a los espacios vacíos grandes.

—Es perfecto. Solo me gustan los lugares en los que pueda tocar, más o menos, los contornos. Eso explica por qué escogí la psicología y no ser guía de alta montaña.

—¿Qué quiere decir?

—Los perfiles se hacen en los despachos, igual que el psicoanálisis. En la intimidad de un cara a cara o frente a un informe para rebuscar en una mente los motivos que la empujaron al crimen.

Modis se quitó la chaqueta y la dejó con cuidado en uno de los sillones colocados a dos metros de una pantalla mural.

—Para no cometer ninguna torpeza, ¿tengo que saber algo más de usted?

¿Qué podía responder sin preocuparlo? Hafefobia, miedo al contacto físico. Entomofobia, miedo a los insectos. Germofobia, miedo a los microbios. Y, para ser completamente sincera, un poquito de hipocondría.

—No, nada en concreto. Bueno, sí, un montón de secretos, pero nada que pueda afectar a nuestro trabajo.

—¿Diane o Meyer? —preguntó Modis, aún en fase de adaptación.

—Prefiero Diane.

—Entonces, llámeme Nathan. Acérquese, Diane, quiero enseñarle en qué punto estamos. —Igual que se extienden las cartas para hacer un truco de magia, Modis separó todos los documentos de la investigación en la mesa central—. El vídeo, ya lo ha visto, no aporta ninguna información sobre el lugar. Pero la víctima es francesa y han enviado el vídeo a la Policía Judicial francesa, así que parto de la probabilidad de que la víctima esté retenida en Francia.

—¿La víctima? No lo nombra. ¿Es una distancia voluntaria?

—Podemos llamarlo «Total» o «Director» si prefiere, pero yo evito cualquier forma de empatía. Es un parásito que deforma el juicio. —Apartó una serie de fotos y se centró en una tabla compleja, con series de letras y números, indescifrable para Diane—. La Brigada de Investigación Informática ha avanzado bastante. Simplemente por resumir, cada ordenador tiene una dirección IP y cada dirección un propietario. Hemos intentado rastrear la IP del sospechoso a través del correo electrónico que recibimos. Por desgracia, nos hemos dado contra un muro. La IP pasa por un VPN, un programa que cambia la dirección cada minuto. En realidad, es como si usted se mudara continuamente. Imposible localizarla. Y para acabar con el aspecto informático, la página de citas a la que tenemos que acudir está alojada en un servidor ruso y, por experiencia, sé que estos no reaccionan muy bien a nuestros requerimientos. —A continuación, Nathan se fijó en una captura de pantalla con un zoom que ampliaba el montaje mecánico conectado a la jaula de cristal—. En resumidas cuentas, eso es un coche. Sin carrocería ni asientos. La celda en la que está Director es de 3 por 3 metros, por lo tanto, 27 metros cúbicos o 27 000 litros de aire. Es casi imposible calcular con precisión el tiempo necesario para que las emisiones de escape llenen el espacio de manera letal. Teniendo en cuenta todos los parámetros sin determinar, como el hermetismo de la jaula, la gasolina utilizada, el ensuciamiento del motor o la velocidad de salida, me mantengo en estimaciones. Para que la trampa funcione, el CO2 tiene que sustituir al aire, por lo tanto, hay que hacer un agujero en lo alto que permita salir al oxígeno. Desgraciadamente, el vídeo no nos muestra la parte superior de la jaula, así que ignoro el tamaño del agujero de aireación.

—¿Entonces? Según sus estimaciones, ¿cuánto tiempo de supervivencia tiene Director si arrancan el motor?

—Treinta minutos máximo. Pero yo empezaría a preocuparme a partir de los quince.

—¿Y su familia? Puede sernos útil. A menudo, el asesino, violador, estafador o secuestrador conoce a la víctima.

—De la familia se ocupa otro equipo. Si se entera de algo nos informará. En cualquier caso, nosotros somos el epicentro, sabremos todo rápidamente. No piense en el resto de la investigación. Nosotros solo tenemos que encargarnos de una cosa, mantener con vida a Director, saber cuánto costará liberarlo y cómo haremos el intercambio. El arresto del secuestrador vendrá a continuación.

—Parece muy seguro de sí mismo.

—Por lo general, siempre los atrapamos. Y más si arremeten contra el jefe de una de las empresas más importantes del país. Tendremos medios ilimitados.

—¿No tienen todas las víctimas el derecho a la misma policía? —lo pinchó Diane.

—Ni a la misma justicia ni a las mismas vacaciones ni a los mismos colegios. Ahora que ya hemos hecho el repaso de las injusticias sociales, le propongo seguir con lo nuestro.

Eficaz, tajante, pragmático, minucioso, Diane empezaba a tener una idea más clara de su nuevo compañero. Y le gustaba cada vez más.

—Yo voy a ser mucho menos precisa —se excusó de antemano—. Mi oficio es menos técnico, más humano y, por lo tanto, aleatorio. Muy aleatorio. —Empezó a jerarquizar la información interiormente, luego estructuró su discurso—: Lo primero, una evidente organización. Una operación planificada desde hace cierto tiempo. Seguridad informática. Un hombre reflexivo y especialmente motivado. Dada la víctima, también veo valor. Cuando eligió a Director, el sujeto sabía que tendría detrás a toda la policía de Francia. Después, una noción de juego. Nos invita a participar, a mirar, como si quisiera decirnos algo a nosotros también. Pero es el desarrollo lógico de mi razonamiento lo que me preocupa.

—Por favor, está aquí para eso —la invitó a continuar Nathan.

—Si llamo «secuencia» al tiempo que hay entre este momento y la liberación de la víctima, entonces considero que nuestra secuencia va a desarrollarse en dos tiempos principales. Un momento de calma para que el secuestrador nos explique qué espera de nosotros, su plan, si prefiere. Y luego una aceleración, que usted ha calculado de treinta minutos máximo desde que el sujeto arranque el motor. Y la complejidad de su dispositivo me lleva a pensar que llegará hasta el final.

—Matar no es tan fácil. Ningún poli sabe si es capaz de apretar el gatillo antes de verse en la situación de hacerlo.

—De acuerdo. Pero si bien es cierto que alguien en un acto impulsivo puede querer envenenar a su cónyuge y echarse atrás después de haber dormido bien, por el contrario, montar una jaula de cristal, instalar un coche y conectarlo a ella, secuestrar a una de las personas más influyentes del país y torearnos con un servidor ruso y una dirección que muda… no me parece propio de alguien que va a dar marcha atrás.

—Espero que no tengamos que comprobarlo.

—Precisamente, eso me lleva a lo siguiente. A lo que me preocupa. Hay una cierta coherencia, como un mensaje. Cuando alguien comete un secuestro es fundamentalmente para conseguir dinero. Una víctima, un secuestrador, un intercambio y punto. Aquí tenemos al director general de Total bajo amenaza de morir asfixiado con su propia gasolina. Coherente, diría. Es un cuadro. Todo está en su sitio. —Diane hizo una pausa para que su siguiente conclusión se instalara con comodidad en la mente de Nathan. Luego continuó—: Desde el principio, usted habla de secuestro con demanda de rescate. Pero ¿y si el secuestrador no pidiera precisamente dinero?

—Es mucho esfuerzo para transmitir un simple mensaje.

—Exacto. Salvo que sea una ejecución.

—¿Piensa que vamos a asistir a eso? ¿A una ejecución en directo?

—No. No en esta ocasión. Los monumentos se construyen para que se vean. Se erige una iglesia para tener fieles. El sujeto no habrá montado todo este circo para tener solo a unos cuantos polis de espectadores. Creo que todavía no hay bastante público. —Diane miró el reloj, casi impaciente—. Ya vamos a saludarnos.

NOTICIAS DEL MUNDO

Francia

Montbrison. Sur del Loira. Clínica Forez. Principios de verano.

Hostil, el sol con ahínco lo quemaba todo sin distinción, desde los tejados de las casas hasta el asfalto de las carreteras. En el parterre de césped frente a la clínica, las flores se inclinaban de cansancio y solo algunas hojas de un verde exhausto cubrían los árboles.

A pocos metros de allí Tom, con las ventanillas del coche abiertas y la espalda pegada a su asiento, se imaginaba en Dubái, una ciudad que en sus fantasías estaba completamente climatizada, incluso las calles. En la radio local, hasta el presentador parecía víctima de una insolación.

—Atención, queridos oyentes. Las redes se alarman, pero es para cogerlo con pinzas. Se prevé una violenta granizada en el Roanne, a cincuenta kilómetros de nuestra región. Teniendo en cuenta el sol que golpea de lleno, creo que estamos a salvo. Pero ¿quizá podríamos acudir al hombre del tiempo para tranquilizarnos?

—Está en lo cierto, no tenemos mucho que temer, aunque nunca hay que subestimar los cambios de situación climática. Este año, las inclemencias meteorológicas ya nos han dejado varios millones de euros de daños en toda Francia. Debido al calentamiento global, las borrascas, las inundaciones y todos los demás caprichos del cielo se incrementan y duplican su intensidad. Y no serán nuestros vecinos de Romans-sur-Isère los que nos lleven la contraria, porque hace menos de un mes, una tormenta supercelda devastó las explotaciones agrícolas, destruyó gran parte de la ciudad y convirtió las calles en ríos.

—Llega el apocalipsis, queridos oyentes; llega el apocalipsis, queridas oyentes, pero les prometo que hoy no…

Tom, absorto con esas noticias improbables, no vio a Ines salir de la clínica, con su falda corta y una camisa ligera, aunque demasiado pesada para aquella temperatura. Llegó a su altura en unas zancadas y se sentó a trompicones prudentes para no quemarse con el asiento. Sus primeras palabras fueron de reproche.

—De verdad, ¿cuánto tiempo llevas esperando con el motor en marcha?

—No lo sé, menos de un cuarto de hora.

—Completamente de los años ochenta.

—Mi época preferida —respondió Tom, fingiendo no entender—. Bueno, ¿vamos a buscar una sombra al parque o nos apuntalamos aquí?

Ines entrecerró los ojos mirando hacia la clínica, como si eso le permitiera ver más lejos.

—Espera —dijo la chica—. Quiero saber si mi nueva paciente me toma el pelo. —Diez segundos más tarde, una adolescente con bata de hospital apareció fuera, con un tubo que le unía el brazo al soporte del gotero con ruedas. Con pasitos cortos llegó al cuadrado de césped; luego, después de mirar a izquierda y derecha, sacó del bolsillo un paquete de tabaco, se puso un cigarro en los labios y lo encendió—. ¡Lo había olido en su ropa! —exclamó triunfante Ines, con el tono de un Hércules Poirot resolviendo un crimen infame.

Con la segunda calada de nicotina, el cielo azul se volvió precipitadamente gris. Un relámpago, muy alto, lanzó la primera garra eléctrica que, al final, se dividió en dos nuevas garras, y cada una de ellas en otras tantas; una alcanzó el pararrayos de la clínica con el ruido del trueno inmediato. Ese relámpago sería el primero de los 73 700 que se contaron durante las siguientes cuarenta y ocho horas. La lluvia llegó rápidamente, fuerte, pesada, con olor a ozono. Un fuerte impacto en el techo del coche hizo que, al principio, Tom creyera que una ráfaga de viento había tirado una jardinera encima. Se disponía a salir del vehículo cuando, de un golpe, el parabrisas se agrietó dibujando una estrella. Delante, en el capó, yacía una piedra de granizo del tamaño de una pelota de petanca. Entonces, Ines se volvió hacia la adolescente rebelde.

14 kilómetros por encima de ellos, una piedra de granizo atravesó las nubes y se deshizo en la Tierra, a una velocidad de 190 kilómetros por hora.

La adolescente no se movió. Aturdida, quizá. Solo se le cayó el cigarrillo de los dedos. Un hilillo de sangre le recorrió la cara, le bordeó un ojo y se deslizó por el puente de su nariz. Se llevó la mano a la cabeza y luego miró la mancha de sangre.

A continuación, se produjo un martilleo ensordecedor procedente de todas partes. Los escaparates de las tiendas se fisuraron y luego estallaron uno tras otro y empezaron a aullar las alarmas de todos los coches aparcados. Los obuses de hielo, cuando chocaban con el suelo, se desintegraban en trocitos de escarcha y el parabrisas se resquebrajaba peligrosamente.

Ines, sin pensarlo, abrió la puerta y sacó una pierna al exterior antes de que Tom tirara de ella violentamente hacia atrás.

—¡Te prohíbo que salgas! —chilló Tom.

—¡Suéltame! No puedo dejarla ahí —suplicó la chica.

Ines se resistía tanto como Tom apretaba su presa y la forzaba a la inmovilidad. Gritó el nombre de su protegida que, perdida y desconcertada, buscaba el origen de la llamada. En lugar de ir a cobijarse a la clínica, más cerca, la adolescente siguió la trayectoria de la voz en la que había aprendido a confiar y la remontó como un hilo de Ariadna.