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Con sus 22 años recién cumplidos, Cynth salta aturdida junto al océano de carne y hueso que vibra al ritmo de la música. Esa noche su vida cambiará para siempre, pero ella todavía no lo sabe. No puede percibir que hay algo oculto entre las sombras, un horror surgido desde las profundidades de un abismo prohibido que se instalará en su interior para empujarla en una serie impensable de aventuras sexuales.
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Seitenzahl: 50
Veröffentlichungsjahr: 2016
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Fría garra invisible
La enorme masa de gente saltaba aturdida al ritmo del sonido ascendente que brotaba desde las bandejas del “deejay”. Un océano de carne y hueso vibrante que –al mismo tiempo y visto de lejos– asemejaba cierto espectáculo “grand guiñolesco”. Luces estroboscópicas, rayos láser, y ese bombo que surgía de los inmensos parlantes y le pegaba en el pecho con la patada de un buey enfurecido. Adoraba las raves, había nacido para bailar al ritmo de la música electrónica –se decía a sí misma. Con 22 años recién estrenados, Cynth tenía una figura digna de modelo: cuerpo delgado, de estatura generosa (casi un metro con 72 centímetros que se elevaban aún más con aquellos zapatos de tacos altísimos). Un largo cabello castaño casi cobre le cubría de forma abundante los hombros y caía por su espalda en una catarata caprichosa y tupida que le llegaba a la cintura. Las facciones delicadas de su rostro sobresalían aún más merced a la piel blanca como el marfil y a unos ojos de un profundo azul marino. Ataviada como estaba con aquella falda corta, sus piernas parecían kilométricas, aunque las miradas furtivas de los hombres se detenían sobre todo en sus pechos firmes, apenas cubiertos por un top negro de encaje que sugería la ausencia de sostén. A su alrededor, los cuerpos sudorosos se retorcían y empujaban como grandes olas caprichosas rompiendo contra un murallón. Cerca de ella zumbaba una miríada de seres poseídos, los rostros perdidos, los ojos entrecerrados como si estuviesen en una suerte de éxtasis colectivo inducido. Una masa de zombies modernos y ululantes, bajando y subiendo como si un titiritero gigante agitara millones de hilos al mismo tiempo, allí arriba, desde el oscuro cielo sobre sus cabezas. Pola, su compañera del trabajo, le alcanzó una botella de agua mineral sin dejar de bailar. Sabía perfectamente que ambas tenían la boca reseca por los efectos del éxtasis. Los corazones batían como los parches del tambor de un navío fenicio, y parecían querer escapar de los amplios escotes. Pero la música no se detenía, y las empujaba hacia el abismo de la inconciencia cerebral. De repente, un tirón en su espalda, un pequeño forcejeo seco y Cynth comprendió que alguien intentaba robarle su bolso. Se dio la vuelta como pudo y alcanzó a ver al ladrón tratando de abrirse paso entre la multitud con su teléfono nuevo en mano.
–Ey, ¡eso es mío! ¡Me roban, socorro! ¡Atrápenlo! –El chico no tendría más de 17 años y toda la agilidad que ello presupone. Cynth trató de correr pero sus zapatos de taco se lo impidieron. Se los quitó para lanzarse tras el ladrón. La pared de cuerpos humanos era muy difícil de sortear, y el muchacho, con una agilidad deslumbrante, pasaba entre ellos como un faquir entre las rejas de una cárcel. Entonces lo sintió. Fue un golpe de costado. Un golpe brutal e inesperado. Y fue también como si un huracán con la fuerza del Katrina la levantara seis palmos del piso. Se vio girando en el aire, como sostenida por una fría garra invisible que le apretaba el cuello y estiraba hacia arriba. Escuchó el crujido de huesos de su propia columna vertebral y alcanzó a contemplar desde esa extraña posición los rostros idos de miles y miles de personas en trance. Y allí mismo perdió el conocimiento.
***
Las voces le llegaban mitigadas desde algún lugar, al principio, apenas perceptibles, aunque poco a poco se tornaban más presentes. Abrió los ojos de a poco, tratando de enfocar hasta darse de lleno con un panorama extraño. Se encontraba en una especie de cueva de roca apenas iluminada por una fosforescencia violeta. Miró sus manos, contempló sus piernas y se dio cuenta de que estaba completamente desnuda. Sintió frío. Algo a sus espaldas, un ruido como de pedregullo pisado al caminar.
–¿Quién está ahí? ¿Quién es? –Nada, sólo el más profundo silencio y una brisa de aire sibilante que le caló los huesos. Volvió a dirigir la mirada hacia adelante tratando de penetrar las tinieblas con sus enormes ojos azules bien abiertos. Entonces distinguió algo, un objeto. Allí, sobre una pequeña roca, estaba sentada su muñeca de la infancia, Caroline, la del vestidito verde inglés. Se acercó mientras aquella figura de cerámica parecía mirarla como llamándola, como si le estuviese pidiendo que la acunara en sus delicados brazos de piel nívea. Cynth avanzó torpemente unos pasos más. Apenas podía sostenerse, falta de toda tonicidad. En ese instante, una leve vibración en el aire la alertó y la puso en guardia. Todos sus músculos se tensaron. No estaba sola. Allí había alguien o algo más. Algo oculto en las sombras. Podía sentirlo nítidamente. Algo que estaba hecho de un horror antiguo e innombrable. Algo surgido desde las profundidades insondables de un abismo prohibido. Desde las piernas de Cynth comenzó a subir un hormigueo eléctrico. Miedo. Avanzó con pasos vacilantes y tomó a la muñeca apretándola muy fuerte contra su pecho desnudo. La presencia seguía allí, embozada en esas sombras de millones de años. De improviso, el aire se llenó de un hedor asqueroso. Mezcla de almizcle y moho, hecho de algas podridas y hiel. Cynth sintió que sus ojos le dolían tratando de escrudiñar lo insondable. Nunca supo por qué extendió su brazo derecho hacia un recodo de la caverna, y avanzó, impulsada por algo desconocido: como la liebre que hipnotizada corre hacia los colmillos de la serpiente. El olor se hizo más nauseabundo, y el frío mucho más intenso, miles y miles de punzantes y afiladas agujas que atravesaban su cuerpo adolescente. De golpe se detuvo. Sólo el tamborileo de su corazón desbocado, golpeando con fuerza en las sienes y con un rugido sordo –proveniente de un espacio sin tiempo–. Algo brotó con fuerza desde la oscuridad y se abalanzó sobre ella. El hedor la inundó. Y unas sombras ominosas la envolvieron.
–¡Cynth! –por el amor de Dios Ralph mira, ya está despertando.
Abrió los ojos que chocaron de lleno con el blanco enceguecedor de las paredes del hospital. Sus pupilas se contrajeron como los cuernos de un caracol tocados por la mano inexperta de un niño. Le costó todavía unos instantes aclarar la visión, y cuando lo hizo distinguió el rostro familiar de su madre.