Déjame entrar - Raoul Jordan - E-Book

Déjame entrar E-Book

Raoul Jordan

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Beschreibung

La aburrida vida de Natalie comienza a cambiar cuando Gretchen, una nueva vecina, se instala en su edificio, y casi simultáneamente conoce a Davy en las redes sociales. La tímida muchacha ya no está sola, pero además se abre a un mundo de sensaciones impulsada por la atrevida Gretchen. Juntas, saborearán los detalles de los singulares encuentros con Davy. Sin embargo, Natalie está a punto de descubrir del modo más inesperado que su amiga y su novio tienen en común mucho más de lo que ella cree.

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Seitenzahl: 66

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Nueva inquilina en el segundo D

Difícilmente pueda decirse que la ciudad de Detroit –enclavada en el ángulo Noroeste de Estados Unidos– sea un lugar muy adecuado para melancólicos cuando llega el invierno. Ni siquiera las nevadas de noviembre tienen un caudal lo suficientemente importante como para ser objeto de conversación entre los vecinos. Hasta el aire que llega desde los grandes lagos sopla con la misma intensidad durante casi todo el año. Las fábricas automotrices prácticamente han cerrado sus puertas ante el avance de los vehículos “made in Japan”, y muchos pobladores optaron hace años por buscar mejores oportunidades en otros estados. Los que decidieron quedarse prefieren refugiarse en sus casas de arquitectura art decó en los barrios de Sherwood Forest, Green Acres o Palmer Woods, o bien suelen reunirse en el Parque Lafayette, o hacer sus compras en el Mercado Oriental si es una semana de grandes ofertas. El mayor movimiento de gente se registra desde hace tiempo en dos lugares mayoritariamente. Uno es el Henry Ford Hospital, donde a cada minuto entran y salen ambulancias ululantes. Allí, largas filas de personas sin recursos ni amparo social esperan su turno ante el menor síntoma de lo que sea. Hipocondríacos aburridos. El otro espacio es el Colegio Marygrove. Quien más quien menos todos han pasado por sus aulas. Y de allí a la Universidad Estatal Wayne, claro. Un derrotero archiconocido. Detroit es una ciudad sin sorpresas. Pero si tienes menos de 40 años y has vivido tu adolescencia en aquel sitio, no puedes olvidar que grandes íconos del rock han salido de sus calles. Personajes como Madonna, Eminem, Alice Cooper, y por supuesto... allí está aún el sello discográfico Motown –una verdadera reliquia intacta– desde donde surgieron los más importantes de la música soul, en los gloriosos sesenta. Es verdad, Natalie Winwood no tiene cuarenta. Ni siquiera está muy cercana la fecha de su cumpleaños número 26, pero sus padres le han legado un gran amor por la buena música y una voluminosa colección de vinilos, con incunables y verdaderas joyas de otra época. Ella no suele escucharlos a menudo. Prefiere su playlist en línea. Pero sabe que tienen un valor considerable en el mercado, y aunque jamás se desprendería de ellos la tranquiliza el hecho de saber que cuenta con un pequeño capital ante cualquier dificultad financiera. Natalie es lo que en la jerga se conoce como “nerd” o “freak”, como le gritaban a diario sus compañeras de high school. Una chica rara, por decirlo de algún modo. Si por rara se entiende su apego por coleccionar insectos, un estilo al vestir un tanto victoriano y cierto gusto por el cine europeo, en especial por la filmografía de Ingmar Bergman. Esto aparte de pasar horas y horas escudriñando su computara personal y todos los rincones de las redes sociales. Desde que su madre murió, cuando ella tenía apenas 15 años, han sido muy pocas las oportunidades de generar una verdadera amistad con alguien de su mismo sexo. Del sexo contrario ni hablar. Y esto último tal vez deba achacársele al hecho de que Stuart, su padre, se mudó a Los Ángeles en busca de mejores oportunidades. En verdad dicen que se fue detrás de un nuevo par de piernas. Natalie lo sintió como una traición a su madre y a ella misma. Hasta un psicólogo no demasiado listo podría darse cuenta de ello. Cualquiera de los tipos que salen a correr cada mañana por la ribera del Lago Saint Clair pasaría por al lado de Natalie sin reparar en ella. Anteojos de armazón grueso, pollera larga, blusa cerrada hasta el cuello. Una imagen como salida de la serie “La casa de la pradera”. Y sin embargo, Natalie esconde debajo de su tonelada de timidez un cuerpo atractivo y fibroso. Toma dos baños por día, como le enseñó su madre. Tiene hábitos alimenticios naturistas, heredados de su padre, y una predilección especial por caminar sobre todo en las mañanas primaverales de domingo, cuando los somormujos se sumergen como flechas aladas en el agua del lago buscando alimento para sus crías. De lejos, nadie le daría más de 16 o 17 años. Si se quitara aquellas antiguallas, claro está. Sin embargo a Nat no le preocupa mucho cómo la ven. Ni siquiera se toma la molestia de mirarse al espejo. Ella simplemente está sumergida por completo en la mecánica rutina de una ciudad que hace tiempo perdió su brillo.

***

Esa mañana, Natalie se levantó como todas las mañanas respondiendo inmediatamente al sonido zumbón de la alarma de su teléfono móvil. Caminó casi dormida hasta el baño, levantó la tapa de madera del inodoro y se sentó intentando despertarse mientras cepillaba sus dientes. Luego encendió el calefón, abrió el grifo de agua caliente de la ducha y tomó un baño rápido. Se dirigió a la cocina después de arreglar su cama y volcó un puñado de sus cereales predilectos en el tazón amarillo de cerámica. Encendió el televisor para ver la temperatura y aprovechó para enterarse de las noticias. El tipo del noticioso hablaba de tres asesinatos ocurridos la noche anterior en distintos puntos de Detroit. Esto era algo a lo que ella, como el resto de los habitantes, estaba más que acostumbrada. Incendios y asesinatos han sido moneda corriente en la ciudad durante los setenta y ochenta. Pero ahora Detroit sólo figura en el sexto lugar como una de las ciudades más peligrosas del país. No lo parece, pero es un avance. “De cualquier manera, el asunto no está como para caminar sola de noche por Dearborn”, pensó Natalie. Terminó su vaso de leche descremada fría, apagó el aparato de tevé, enjuagó los utensilios, tomó el abrigo del perchero, las llaves de su pequeño automóvil, y cerrando tras de sí la puerta de su apartamento bajó las escaleras hasta el porche. Mientras lo hacía divisó un camión de mudanzas aparcado en la puerta del viejo edificio y unos hombres con overol que hablaban con acento irlandés y manipulaban grandes cestos de mimbre y pequeños muebles. De pronto, apareció esta chica en el marco de la puerta de calle. Tendría más o menos su edad, quizás algunos años más. Era un poco más alta y llevaba el cabello atado con un recio rodete sobre la nuca. Acarreaba con cierta dificultad un pesado florero y unos gruesos volúmenes de libros bajo el brazo izquierdo, al tiempo que intentaba detener la puerta de calle con su pierna derecha para que no se cerrara. Natalie apuró el paso y contuvo la puerta para dejarla entrar. Su cerebro inmediatamente registró una corriente de simpatía cuando la forastera levantó la vista, le disparó una sonrisa y le habló de manera muy franca.

–Ey, ¡muchas gracias! Toma, detén esto por favor –y le pasó los libros mientras extendía una mano como saludo, en un movimiento que casi termina con el jarrón en el piso–. Soy Gretchen, la nueva inquilina del segundo D –A Natalie le pareció graciosa aquella torpeza que tan bien identificaba en sí misma desde siempre.

–Hola, bienvenida. Mi nombre es Natalie y vivo en el primero E, cuenta conmigo en lo que necesites –el comentario pareció sorprender a la nueva vecina, quien le dedicó otra sonrisa amplia y transparente. Esa chica tenía algo...

–¿Lo que necesite? Para ser franca, de donde vengo no es muy común tanta generosidad. Pues bien, tú también puedes contar conmigo entonces. Creo que seremos buenas amigas –Natalie quedó un tanto desconcertada. Pero ¿por qué no? Llevaba años sin una verdadera amiga, y la soledad se le antojaba muy densa en determinados días de la semana. La vida quizás le estaba dando una oportunidad.

–Escucha –dijo Natalie– ahora mismo estoy yendo a mi trabajo, pero regreso por la tarde como a las seis. Si quieres paso a verte y puedo darte una mano para acomodar las cajas, mover los muebles, o no sé, lo que quieras.

–¿Estás segura? ¡Qué bueno! Nueva York, sospecho que no voy a extrañarte –dijo Gretchen lanzando la frase junto con una cristalina carcajada que rebotó en las paredes del pequeño hall. Y desapareció luego, escaleras arriba, dejando detrás una estela de perfume.