Indagación de abril - Pablo Bergues Ramírez - E-Book

Indagación de abril E-Book

Pablo Bergues Ramírez

0,0
4,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Historia que gira alrededor de los hechos de la huelga del 9 de Abril. se desarrolla cuarenta años después, cuando la protagonista, luego del fallecimiento de su madre, decide salir a buscar qué fue de su padre, por qué nunca llegó al punto donde iban a recogerlo. Esta es una novela que trata sobre la identidad, sobre la incertidumbre que rodea a un desaparecido. Y es que cualquier vivencia le sirve al novelista para fabular. El autor juega con la imaginación del lector, coloca trampas a sus deducciones cuando ofrece, en la historia narrativa, un protagónico abstracto que va descubriendo. Premio Novela en el Concurso de Literatura Policial "Aniversario del Triunfo de la Revolución", 2007

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Página Legal

Premio Novela en el Concurso

“Aniversario del Triunfo de la Revolución”

del MININT, 2007

 

Jurado: Imeldo Álvarez García

Lucía Sardiñas Ruíz

Nestor García Iturbe

 

Edición:Laura Álvarez Cruz/ Realización computarizada: JCV

 

© Pablo Bergues Ramírez, 2019

© Sobre la presente edición:

   Editorial Capitán San Luis, 2019

 

ISBN: 9789592115378

 

Calle 38 No. 4717 entre 40 y 47. kohly. Playa. La Habana, Cuba.

 

Email: [email protected]

www.capitansanluis.cu

www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Sin la autorización previa de esta editorial, quedaterminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o su trasmisión de cualquier forma o por cualquier medio. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

 

 

Al mayor González Perdomo, in memoriam, que sigue cabalgando en esta y en las fábulas que están por llegar.

A Savio por toda la deuda impagable de estos años de oficio.

Otra vez para Zoraya, Inna y Zorayita: estrellas de mis sueños;

y, como era de esperar, para Sicre, presente en cada jornada.

...Pero no estoy en la hora de alzar telones sobre misterios que sobrepasan mi inteligencia, sino en la hora de humildad que reclama la cercanía del desenlace —de ese desenlace en el queel emplazado, el puesto en lista, se pregunta si pronto será encandilado, ardido, por la tremebunda visión del Semblante Jamás Visto, o habrá de esperar, por milenios, en tinieblas, la hora de ser sentado en el banquillo de los infames, llamado a la barra de los acusados, o acomodado en morada de larga paciencia por algún ujier alado, ángel de escribanía, con plumas en alas y plumas tras la oreja, tenedor del registro de almas.

Alejo Carpentier,El arpa y la sombra

Puede ocurrir que la noche te parezca demasiado larga,

Que te pongas a mirar cómo se deslizan las estrellas,

pero de ningún modo quedará excluida

la posibilidad de seguir alimentando el amor

mientras realizas, o sueñas que realizas, algo nuevo.

Fayad Jamís,Cuerpos

No vayas fuera de ti, en el interior del hombre habita

la verdad.

San Agustín de Hipona,Confesiones

…la historia, tu historia habría sido otra e incluso, la de tu familia, en fin: la de muchos. Es así de sencillo, pero la sed de venganza, la envidia y la traición cambiaron el curso de todo ydieron paso a sentimientos terribles que todo lo ponían en duda: hasta la misma muerte.

Pablo Bergues Ramírez,Indagación de abril

 

Novela

1

—Quiero poderles decir que mi padre fue lo que fue…

Estaba obligada a responderles a sus hijas sin vacilaciones ni dudas de ningún tipo.

—Deben crecer sabiendo la verdad por dura que sea —dijo.

—Han pasado más de cuatro décadas, Marcia, y hurgar en el pasado es un asunto sumamente complejo... Los que conocieron a tu padre han olvidado muchas cosas y otros ya no viven —murmuró José Pastrana Oliver.

Necesitaba conocer la verdad.

—No olvides que fuiste tú quien me habló hace muchos años de que la desaparición de mi padre no estaba clara, que alrededor de su figura había muchas interrogantes y, lo que era peor, demasiadas dudas —murmuraste.

—Es cierto que hablamos en una ocasión de eso. No lo niego, pero insisto en que han transcurrido muchos años para estarse metiendo con el pasado.

Un pasado que no podía verlo ajeno a ella porque era el de su padre, y que sentía repercutir, de alguna manera, en la vida de sus dos hijas. Sabía que más tarde que nunca empezarían a hacerle preguntas que no podría responderles.

—¿Quién fue mi padre? —dijo al fin—. ¿Un héroe o un traidor? ¿Un desaparecido? ¿Qué fue de él? Eso nadie me lo ha podido responder: ni tú.

Marcia no había nacido cuando aquello: era solo una criatura que crecía en el vientre de su madre, obligada a vivir hoy aquí y mañana allá, siempre con la policía batistiana detrás, pisándole los talones. Ventura hubiera dado su mano derecha por capturarla, y más cuando se enteró de que estaba en estado de su padre, su otro enemigo jurado. «A esa le voy a sacar el vejigo por la boca», te contó José que había dicho no una sola vez, sino muchas.

El asesino sentía un odio visceral hacia sus padres. Su madre, que no le gustaba hablar de esas cosas, se lo había confesado en cierta ocasión.

También conocía que, después del fracaso de la huelga del 9 de abril, Ventura había ofrecido al cabo Sandalio Peniché los grados de teniente si daba con su madre. «Quiero a Elena Barrios Peña, a la China, viva, cabo, —le ordenó— y preñada: así barrigona. Luego de parida, escúchalo bien, solo te daré los grados de sargento»; y Sandalio se dio a la tarea de buscarla sin descanso.

—Ventura sabía por qué había escogido al cabo Sandalio Peniché. El muy cabrón era un verdadero sabueso. Conocía a todos los chivatos de esta ciudad. Entonces la situación de tu madre se hizo cada vez más difícil; no había sitio seguro para ella. Nos veíamos obligados a movernos constantemente de un lugar para otro. Temíamos por ella y por ti, que crecías en su vientre sin saber los peligros de aquel momento. Buscarle un ginecólogo no era una tarea fácil. Y lo necesitaba. Qué mujer en su estado no lo requería. Todo ese tiempo nos preocupamos de que no le faltara nada, pero a veces le faltaba lo más elemental: una alimentación adecuada y segura. El Movimiento le planteó sacarla del país, a través de una embajada: todo estaba cuadrado, pero ella se negó. «Mi hija nacerá en Cuba, José»; era asombroso: su instinto de madre le decía que iba a tener hembra. Y así fue. «Este será su espacio y no seré yo quien la arranque de él.» Tu madre fue una gran mujer. No tengo que decírtelo: tú lo sabes muy bien, pero me satisface hacerlo. Ella nos aventajó a todos. Nos conocimos en la manifestación de protesta contra el ultraje del que fuera objeto el busto de Julio Antonio Mella, y en la que resultó gravemente herido Rubén Batista Rubio. Todo sucedió muy cerca de nosotros, incluso, vimos cómo un grupo de compañeros lo llevaban en brazos. Gracias a ella pude librarme del cerco policial. Ese fue el día que nos conocimos.

—Nunca me habías hablado de ese: tu primer encuentro con mi madre —dijo de pronto Marcia, interrumpiendo los recuerdos que tenía José de aquellos años en el preciso momento en que él hacía una pausa, mientras su mirada parecía perderse en el pozo oscuro de la memoria, hurgando en un pasado de sangre derramada, de torturas, de diálogo con la muerte en acecho, de amor y desamor, de sueños hoy realizados; un pasado unido fuertemente a ellos como Ariadna por el hilo: hilo que como cordón umbilical se encargaba de nutrir con su torrente proteico toda la dirección y sentido de sus vidas.

—Voy a confesarte algo, Marcia. Aquella fue mi primera manifestación. Nunca antes había ido a ninguna otra. De manera que, si no me hubiera encontrado con ella, no habría sabido cómo salir de esa situación. Jamás me lo dijo ni creo que hablamos de eso, pero Elena se dio cuenta de ello. Cuando me agarró de la mano lo estaba haciendo con toda la conciencia de que si me dejaba solo me estaba dejando en manos de la policía, de sus culatazos, toletazos y patadas descomunales.

El humo del tabaco de José flota apestosamente en el ambiente; en sus labios se dibuja una sonrisa que a ella le parecía perdida en el tiempo. Sabía que pensaba en su madre. Sus ojos empequeñecidos lo denunciaban. Posiblemente nadie la había amado tanto como él. Ni su propio padre. Estaba segura.

La luz en la sala era azul, casi verde en los ángulos: ese era el efecto que producían los rayos solares al penetrar por el gran vitral que dividía y limitaba esta pieza con el comedor, en cuyas paredes colgaban varias reproducciones de bodegones que recordaban las pinturas de Frans Snyders y de Chardin.

—Después de lo ocurrido en la manifestación nos seguimos viendo… —continuó José—. Ella me aventajaba en cuestiones de política. Estaba convencida de que el problema se resolvía luchando con las armas contra la dictadura. Yo vivía en una casa de huéspedes en la calle San Lázaro. Una mañana se apareció en ese lugar y me dijo:

—¿No oíste la noticia?

—¿Qué noticia? —le pregunté.

—Todas las emisoras están diciendo que el cuartel Moncada de Santiago de Cuba y uno de Bayamo fueron asaltados hoy en la madrugada por un grupo de jóvenes.

—¿Y qué tenemos que ver nosotros con eso?

—Se dice que todo está controlado —me dijo—. Pienso que quizás los que participaron en eso estén necesitando de nuestra ayuda.

—Tú hablas como si Santiago de Cuba y Bayamo estuvieran al doblar de la esquina.

—Lo que te estoy diciendo es que vamos a ir a Santiago de Cuba para ver en qué podemos ayudar.

—Tú estás loca, Elena, nos vamos a meter en la misma garganta del Diablo.

—Eso mismo es lo que te estoy pidiendo.

—Por mucho que traté de convencerla de que eso era riesgoso, ella estaba decidida a salir para Santiago de Cuba. Me había pedido que la acompañara. Y tenía los pasajes. Además, estaba dispuesta a irse sola. Así me lo hizo saber. Nos fuimos ese mismo día en ómnibus en horas de la tarde como si se tratara de una pareja de recién casados en viaje de luna de miel. Todo estaba previsto: hasta lo más mínimo. Tu madre era una conspiradora nata. Desde que llegamos a Santiago de Cuba trató de entrevistarse con los moncadistas presos, pero solo logramos visitar a los heridos que estaban ingresados en la Colonia Española. Solo entonces regresamos a La Habana. Durante todo el viaje se mostró muy eufórica. Sin embargo, todo aquello yo lo veía como un gran fracaso. Por eso no lograba entenderla. Le dije: «Hemos asistido a un acto de horror y muerte.» Me miró de una forma extraña y algo maternal y, con cierta indulgencia, luego dijo: «A mí también me ha impresionado mucho todo eso, pero si algo me reconforta es que se ha mostrado el camino para derrocar a la dictadura batistiana.» Después de un silencio me dijo estar convencida de que a partir de ahora todo iba ser distinto para nosotros, y que no podía evitar pensar en otra cosa: algo había echado a andar de una manera indetenible. Recuerdo que se quedó pensativa mientras contemplaba el paisaje a través de la ventanilla del ómnibus: esa imagen me ha acompañado a lo largo de más de cuarenta años. El aire batía su larga cabellera suelta sobre sus hombros. No sé por qué asumió este estado, siempre me he hecho esa pregunta; así estuvo durante un largo trayecto con la mirada perdida en la inmensidad, y luego dijo: «Presiento que vamos a vivir momentos trascendentales, José, espero poder contar contigo.» Me limité a hacer un gesto de afirmación.

—Me gustaría volver a los días que siguieron al fracaso de la huelga. Sé por mi mamá, y por ti mismo, que la última vez que vieron a mi padre fue el 20 de abril, ¿no es así?

—Así es.

—¿Quién fue la persona que lo vio?

—Yo no fui la última persona, pero lo vi en la mañana de ese día. Nos reunimos donde él y tres compañeros más se encontraban escondidos desde hacía casi una semana. Le planteamos que ese lugar ya no era seguro porque Tomás Villa, el que había alquilado la casa, estaba preso hacía unas horas. Le informamos que tenían que abandonarla y que para ello había un plan de evacuación.

—¿En qué consistía el plan?

—Era muy sencillo: Oscar Sampedro y Viviana, la única mujer que estaba escondida allí, saldrían a los cuarenta minutos de abandonar nosotros la casa y se dirigirían al parque de Dolores donde iban a ser recogidos. Después, media hora más tarde, lo haría el compañero Marcelo. El último en abandonarla sería Eladio, tu padre, a los cincuenta minutos de Marcelo.

Marcia lo contemplaba serena y en silencio. No quería interrumpirle, deseaba que José agotara su relato, que lo llevara hasta el punto en que todo quedara claro.

—Pero tu padre jamás llegó al parque de Dolores —continuó José—. El auto que debía recogerlo llegó puntual al lugar. En él venía Irene Montenegro, una gente de nuestra célula que conocía muy bien a Eladio. Por otra parte, Francisco Lee, el Chino, lo vio salir, según me dijo después.

—¿Quién era Francisco Lee?

—El Chino Lee era un miembro del Movimiento que trabajaba como dependiente en una bodega en la esquina de la casa. Él estaba al tanto de los movimientos de aquel lugar.

—Entonces este fue el hombre que vio en realidad a mi papá por última vez, ¿no?

—Sí. Lo vio dirigirse rumbo al parque de Dolores.

—¿Mi padre sabía que el Chino Lee era del Movimiento?

—No. Ni se conocían. Eso solo lo sabíamos Arturo Montano, el jefe de nuestra célula, tu mamá y yo.

—¿Qué se sabe del Chino Lee?

—Murió hace unos meses de cáncer. Fuimos grandes amigos. Sobre lo de tu padre hablamos mucho. Siempre fue de la idea de que la evacuación de la casa había sido todo un éxito.

—¿Los evacuados de aquella casa sabían para dónde iban?

—No. En esos casos trabajábamos muy compar-timentado. Eso solo lo sabíamos tu madre, Montano y yo —respondió José—. La casa fue allanada por la policía ese día sobre las nueve y media de la noche. Tomás Villa apareció asesinado en las márgenes del río Almendares el 21 de abril en horas de la mañana. Tenía innumerables huellas de tortura.

—Eso quiere decir que Tomás Villa habló, ¿no?

—Hoy sabemos que no, Marcia...

—¿Entonces cómo la policía supo lo de la casa?

José tardó en responder y de nuevo dio candela al cabo de tabaco que volvió a contaminar el ambiente con su terrible tufo.

—Eso es una historia larga de contar —dijo lentamente, mientras meditaba la respuesta.

Contempló el haz de luz multicolor que producía el vitral. A esa hora de la mañana predominaban las gamas de los azules y los verdes. Esta era una de las características de las mañanas veraniegas, que se acentuaba mucho más en los meses de agosto y septiembre; y estaban en septiembre, y los frutales del patio comenzaban a perder sus hojas en este, el más duro de los otoños porque, desde hacía solo unas horas, dejaba caer las hojas marchitas de los laureles sobre la tumba donde reposarán por siempre los restos de Elena. Se había ido y, con ella, una parte de su vida. Aspiró una larga bocanada de humo: fumar le estaba haciendo daño, pero no lograba dejar el vicio por mucho que el médico insistía. Miró unos instantes el rostro de Marcia. Qué manera de parecerse a la madre, pensó, y entonces dijo:

—Hoy sabemos que la casa fue detectada por uno de los chivatos que informaban a Sandalio Peniché, y que él estaba utilizando para dar con tu madre.

—¿Quién era ese chivato?

—Obdulio Treto Mazorra —hizo una pausa—. A este tipo lo cogieron en 1970 cuando se infiltró con un grupo de tres contrarrevolucionarios. Habían entrado al país para hacer sabotajes: quemar campos de cañas, centros de acopios y otros objetivos económicos relacionados con la industria azucarera. Durante dos meses estuvieron realizando esas acciones terroristas en las que, además, asesinaron a dos personas; bueno, quien las asesinó fue Treto, según fue demostrado en el juicio en el que se le condenó a la pena de muerte por fusilamiento. En el juicio también le salieron los crímenes en los que él tuvo alguna participación debido a sus delaciones en la etapa de la dictadura batistiana. Por él nos enteramos de que cuando llegaron a la casa de Lawton ya allí no había nadie.

—¿Cómo llegaron a esa casa?

—Según él, fue la tía de Verónico Chamizo quien le dijo a este que esa casa estaba ocupada por extraños desde hacía unos cuantos días, y que en el grupo había una mujer.

Hubo un silencio largo solo interrumpido por los cantos de los gorriones que venían del jardín, y que José aprovechó para dejar escapar varias bocanadas de humo.

—Verónico confesó que cuando llegó con la policía, la casa estaba vacía —prosiguió José—, pero señaló algo importante, que su tía había visto sobre las cuatro de la tarde salir a uno de ellos. Cuando le enseñaron la fotografía de tu padre reconoció que esa era la persona que ella había visto salir. Con esta declaración de Chamizo quedaba claro que Tomás Villa jamás delató la casa ni a sus compañeros ni tenía nada que ver con la desaparición de tu padre. Tuvimos que esperar doce años para confirmarlo y para darle la razón a los combatientes que compartieron con Villa la celda en aquellas horas terribles, y, en especial, a su amigo Santo Amarante, a quien le murmuró al oído casi moribundo: «Dile a mi gente que Ventura ni sus perros pudieron sacarme una palabra, ya nada me duele, a partir de ahora todo será más fácil.» Ese mismo día lo sacaron antes de la medianoche. Por la mañana encontraron su cadáver, como te dije.

Volvieron a quedar en silencio. De nuevo pasó a primer plano el rumor de los gorriones que venía del jardín.

—A partir de ese momento la desaparición de tu padre se hizo más enigmática, Marcia. Chamizo contó algo que nos creó una terrible confusión...

—¿Qué?

—Que jamás Ventura supo del paradero de tu padre porque siempre le había dado la orden de buscarlo. «El coronel siempre me decía: “si damos con Eladio Moré, no vamos a tardar mucho tiempo en dar con ella”», eso dijo Chamizo en el juicio. Y, como si fuera poco, agregó que la última vez que Esteban Ventura Novo le habló de tu padre fue nada menos que el 30 de diciembre de 1958 en un encuentro que sostuvieron en su despacho.

—Está claro, mi papá jamás cayó en manos de Ventura, ¿no?

José Pastrana Oliver, mientras dejaba caer la ceniza en un cenicero, asintió en silencio.

—Pero pudiera pensarse que Ventura pudo haber engañado a Chamizo.

—No. Tu madre y yo pedimos autorización para conversar con Chamizo antes de que lo fusilaran.

Calló unos segundos y, como si reanudara una conversación anterior, dijo:

—Teníamos información de que Chamizo en los primeros tiempos había sido guardaespaldas de Ventura en los Estados Unidos.

Nos entrevistamos con él tres días antes de que lo fusilaran. Lo notamos tranquilo, eso sí, se fumaba un cigarro detrás del otro; entre el hombre del juicio y el que teníamos delante, nos pareció que se había producido un cambio. Era como si estuviéramos delante de otra persona. Jamás logramos encontrar explicación a semejante situación. Nos trató con mucha amabilidad. Eso nos sacó un poco del paso. De pronto no sabíamos cómo empezar. Él se dio cuenta de nuestra situación.

—Bueno, ustedes dirán en qué puedo ayudarlos—nos dijo. Solo entonces fuimos directos, a lo nuestro.

—Queremos saber qué conoces en realidad del destino de Eladio Moré Torres —le pregunté.

—Lo que dije en el juicio, señores —respondió con rapidez—. Ni más ni menos que eso. Además, fue en el juicio que me enteré que desapareció aquel día. Y que nunca más han sabido de él. Nada tengo que ocultar. Yo mismo estuve meses buscándolo por toda La Habana después de lo de la huelga... Ventura llegó a creer que se había ido para la Sierra porque nadie sabía de su paradero, sin embargo, de ti siempre conocíamos algo. Sandalio te mordía los talones, pero tú siempre lograbas abandonar el lugar antes que llegáramos nosotros. Un día nos dijeron que lo habían visto entre Jaimanitas y Santa Fe.

—¿Eso fue antes o después de la huelga del 9 de abril y de quién vino esa información? —preguntó Elena.

—Tres o cuatro días después de lo de la casa de Lawton —respondió Chamizo—. La información vinode Sandalio. Ventura me dio diez hombres para rastrearel lugar y no logramos ubicarlo. Esto era algo normal porque a veces los colaboradores de la policía decían haber visto a la gente que uno estaba buscando para ganar méritos. Para mí eso fue lo que sucedió. Porque por mucho que metimos cabeza no logramos ubicarlos.Cogimos preso a unas cuantas personas que conocíamos que eran simpatizantes de los fidelistas, pero ninguna nos llevó a Eladio. Ni lo conocían, eso nos pareció.

—Al final de todo, después de una semana de búsqueda, resultó un fracaso —dijo José—. ¡Un embuste! Entonces Ventura —nos narró Chamizo—, le dio la orden a él mismo de darle un pase de golpes al chivato Juan Izquierdo González.

—Nunca le di a un cristiano con tantas ganas, señores —confesó Chamizo—. Cuando el coronel pasó a ver mi obra, no exagero si les digo que me preguntó si yo estaba seguro de que ese era el tal Izquierdo. «El mismo, coronel, el del cuentecito de que vieron a Eladio por aquí, por allá…» «¡Anjá! Bien, Chamizo, antes de dejarlo en el Cuerpo de Guardia de cualquier hospital, búscate un fotógrafo y ordena que le haga una docena de fotos y se las llevas a su casa cuando salga, bueno, si es que sale, para que no olvide que conmigo no se puede jugar a las mentiritas, ¿okay?» «Órdenes son órdenes, mi coronel.»

—Pero Chamizo nos contó algo sumamente interesante —recordó José—: manifestó que en una conversación con Ventura en los Estados Unidos, este le había confesado que lo único que le jodía de aquellos años era no haber dado con Elena y con Eladio. Que ambos les habían hecho sentirse ridículo e incapaz.

—Entonces, José, puede deducirse que mi padre no cayó en manos de la policía aquel 20 de abril, o al menos Ventura, parece estar claro que, de haber sucedido, jamás tuvo conocimiento de eso.

—Es lo que parece, pero a su vez algo sumamente improbable, porque Ventura tenía tentáculos en todas las estaciones no solo de La Habana, sino de todo el país.

Sin embargo, Eladio Moré Torres, tu padre, había desaparecido como por arte de magia. Era como si la tierra se lo hubiera tragado aquel infausto día de abril. Ahora todo se perdía en el tiempo: no solo las huellas, sino hasta los testigos. Si a esto se sumaba los que habían muerto a lo largo de estas décadas y los que se marcharon del país traicionándolo todo.

—Pretendes algo sumamente difícil, Marcia, un viaje al pasado.

—Más que eso, José, me propongo reconstruir lo que sucedió hace prácticamente cuatro décadas. Es volver al camino que un día tomó mi padre.

Era como hacerlo de nuevo: de la casa de Lawton al parque de Dolores; era como preguntarse y tratar de responderse qué fue lo que impidió a tu padre tomar el vehículo que lo llevaría a una nueva casa.

Una vez más el canto de los gorriones provenientes del jardín; los imaginó volando de un árbol a otro, de una rama a otra. Ese era el jardín de su infancia, de los días en que su mamá la dejaba con el tío José, porque se iba a las provincias a sus controles y ayudas o iba a llegar tarde porque tenía una reunión. El tío José: siempre amoroso y dispuesto a darle todos los gustos del mundo. Él era como el padre que jamás conoció.

Sin embargo, nunca supo qué significaba su madre para José ni José para su madre. Ni qué sentía el uno por el otro. ¿Acaso un amor inconfesado? No era la primera vez que se hacía esa pregunta. Lo único que sabía era que ambos se admiraban y respetaban mucho. Ahora sus dos hijas le decían tío abuelo o sencillamente abuelo. No hubo decisión familiar en la que él no tomara parte como un miembro más; sobre todo si tenía que ver con ella.

Por eso ahora estaba en casa del tío José a solo unas horas de haber enterrado a su madre, víctima de un cáncer en las mamas como consecuencia de las torturas recibidas en los días de la lucha insurreccional contra la dictadura batistiana.

—¿Qué es de la vida de Viviana?

—Lo único que se sabe de ella es que en 1962 se marchó legalmente del país con sus padres que eran propietarios de una fábrica de colchones, que creo estaba por el Cerro, y de una mueblería en la calle Monte. No todos continuamos en la línea del proceso, y más aquellos que fueron siquitrillados. Era que todo, los sacrificios mayores, habían empezado después de la alegría del triunfo —concluyó José, al tiempo que lanzaba hacia el jardín el cabo de tabaco, el cual describió una parábola perfecta antes de entrar en contacto con el colchón de hojas muertas.

Marcia pensó en su madre, ella apenas le había hablado de la desaparición de su padre.

—¡Ay, niña! —dijo José—. Yo sé que tú quieres encontrar cuál fue el destino de tu padre, pero siempre que esto ha sucedido, muchos compañeros de lucha se han visto atacados, cuestionados y se ha tenido que sospechar de más de uno… No es fácil que a estas alturas a uno lo pongan en una situación de criminal o de traidor, porque una investigación tiene que elevar como sospechosos a los que de una forma u otra tuvimos que ver con Eladio, y esto es algo muy duro.

«Habla casi exactamente como mamá», pensó, mirando durante unos segundos a José; expresión serena, reposada, pero penetrante. «Como mamá, nadie pensó en mí ni en lo que yo sentía. Era como si yo no existiera o me tuviera que conformar con una historia tan mal contada desde sus inicios que daba pie a la duda y a la especulación que se hacían a mis espaldas. Y la abuela siempre en espera de que algo llevara el nombre de mi padre: una escuela, un círculo, una fábrica… y la siempre respuesta de que eso ya había sido elevado a esta o aquella comisión.»

—No quiero dañar —dijo— ni mucho menos culpar a nadie, ni me inspira un sentimiento de venganza ni de justicia, quiero solo saber la verdad sobre mi padre y seré plenamente feliz.

 

2

Cuando Marcia dejó la casa de José llevaba una idea fija en su cabeza: la decisión de desentrañar el pasado. Dar con su padre. Era una especie de desafío. En los quince años que se desempeñaba como oficial investigadora, jamás se había enfrentado al caso de un desaparecido.

No era una tarea fácil porque se proponía un viaje a un pasado remoto. Cuatro décadas perdidas en la historia personal de muchos hombres: ex combatientes clandestinos, ex policías, ex chivatos y ex soldados del antiguo régimen. Con ese material humano tenía que adentrarse en un tiempo pretérito. Ahora estaba frente al mayor Perdomo, su jefe.

—Necesito un mes de vacaciones a partir de mañana —le pidió.

Lentamente Perdomo se puso de pie. Se notaba cansado y preocupado. Caminó hasta un archivo, lo abrió y sacó de una gaveta un file abultado, se acercó nuevamente a ella. La contempló pensativo por unos segundos, y al fin dijo:

—No puedo prescindir de ti por un tiempo tan largo —hizo una pausa—. El coronel Delgado tiene interés de que retomemos el caso del muchacho que asesinaron en la Monumental hace dos años. Hay presiones de todas partes: del mando de la Estación, del Ministro a quien le manejaba la víctima, y de los familiares que piden se esclarezca el crimen. Tenemos que dar con el asesino, Marcia.

—Comprendo, mayor. Es algo que ha dado muchas vueltas sin que logremos nada concreto. Yo misma trabajé en ese caso casi cuatro meses sin el más mínimo resultado. No hay forma de acercarse a los autores del crimen. Es como si al asesino y a su cómplice se los hubiera tragado la tierra.

Lo único que se conocía era eso: que en ese hecho criminal habían participado dos personas y que al muchacho le propiciaron dos disparos con una pistola Colt 45.

—Esa es la cabrona impresión que da este caso —los ojos de Perdomo se clavaron en Marcia—. Yo sé que acabas de pasar por una situación dura —el tono del mayor se hizo íntimo—, que necesitas recuperarte, pero en verdad tu presencia en el grupo me resulta clave.

—Oírle decir eso me hace sentir orgullosa, mayor —Marcia titubeó—, pero necesito algún tiempo para esclarecer qué fue de mi padre. En cierta ocasión me dijo que me iba a ayudar en esto, ¿no?

—Así es.

—Entonces le pido solo una semana.

—Bueno, está bien, pero no creo que sea suficiente para viajar a un pasado tan remoto.

—Tendré que arreglármelas, mayor.

3

Marcia no creía en los vaticinios de los horóscopos, ni en los cálculos supersticiosos de las cábalas, ni mucho menos en las profecías recogidas en las Centurias de Nostradamus, sin embargo, no le gustaba el miércoles como día de la semana, y precisamente hoy era miércoles y, para rematar, nublado, con una corriente de aire azuloso y pesado que arrastraba las hojas secas sin furia sobre el embaldosado del parque y eran solo las diez de la mañana.

«El parque de Dolores», se dijo.

Y se detuvo a contemplarlo. El parque se encontraba desolado y su aspecto era de descuido. No podía imaginárselo cuarenta años atrás, porque ella no había nacido, y pensó que si a su padre lo hubiesen recogido en este lugar aquel 20 de abril de 1958 la historia habría sido otra. De eso estaba segura.

Entonces pensó en Irene Montenegro; ella y Mauro Reselló eran los encargados por el Movimiento de recoger aquel día a su padre.

4

Irene Montenegro coloca la taza sobre una mesita y dice:

—Mauro Reselló Peña y yo teníamos la misión de recoger a Eladio en el parque de Dolores. Llegamos puntual: a las 4:15 de la tarde. Esa era la hora que Arturo Montano y Elena nos habían indicado. Pero lo cierto fue que él jamás apareció en ese lugar.

Todavía Irene Montenegro luce elegante y atractiva. Es una mujer alta, delgada, con el pelo cortado a lo italian boy y una cirugía estética que disimula sus más de sesenta años.

—¿Qué tiempo lo esperaron? —pregunta Marcia.

—Unos cuarenta minutos, demasiado tiempo para días tan difíciles. Mauro y yo éramos de los pocos miembros de nuestro grupo que no nos habíamos quemado cuando la huelga, pero de todas formas resultaba riesgoso lo que hicimos entonces.

Irene calla de repente, y luego sonríe con cierto y lejano aire juvenil.

—Aunque te confieso que si hubiera sido por Mauro nos habríamos marchado de allí a los veinte minutos de estarlo esperando —vuelve a sonreír—. Mi insistencia fue la que alargó la espera.

—¿Qué le hizo esperar todo ese tiempo?

—Yo sabía que Eladio conocía muy bien el parque de Dolores. No tenía por qué perderse.

—¿Por qué estaba tan segura de eso?

—Es que de ese lugar habíamos partido en varias ocasiones a cumplir misiones.

—Comprendo.

—Además, yo había pensado que cuando él venía camino al parque a lo mejor se había visto obligado a desviarse debido quizás a cualquier situación sospechosa —hace una pausa—. Eso a veces solía suceder. Incluso, llegué a pensar que Eladio se había visto forzado a tomar una guagua o un taxi. Por eso insistía en esperarlo. Él era un combatiente de mucha experiencia en la lucha y sabía cómo salvar obstáculos.

«Sin embargo, nunca más se ha sabido de él», piensa Marcia y su mirada recorre la amplia y bien amueblada sala de la casa de Irene Montenegro, ambientada con una verdadera galería de objetos que habían quedado como testimonio de los países en los que ella había servido, en los últimos treinta años, como representante del cuerpo diplomático cubano.

—Aquellos días eran sumamente difíciles —prosigue Irene—. Cada segundo en aquel parque, lo sabíamos muy bien, se corría el peligro de caer en manos de los esbirros de la tiranía. Sin embargo, te confieso que yo estaba dispuesta a arriesgarlo todo por Eladio, por eso me costó trabajo abandonar el lugar.

Irene reflexiona. El humo de su cigarro juguetea en el aire.

—Sí —dice al fin—. Te has propuesto saber qué fue de tu padre: tarea nada fácil a más de cuatro décadas de los acontecimientos.

—Lo sé, otros ya me lo han dicho.

—Lo que no logro entender es qué ganarás al final de todo esto.

—Conocer la verdad sobre mi padre.

—Todos conocemos que desapareció aquel día y esa es la verdad, ¿qué otra cosa pudiera ser?

—Es lógico y normal buscar a quien desaparece, ¿no?

—Pero no cuarenta años después. No sé, pero hay cosas que debieran quedarse donde están. Debo haber leído en algún lugar que los mortales damos la cara ante el futuro y la espalda al pasado. Esto lo aplico en mi vida. Porque irremediablemente el tiempo transcurre y nada ni nadie puede contenerlo.

En esencia no podía estar de acuerdo con Irene. Ella había aprendido que el pasado formaba parte del futuro. Por otra parte, nadie se atrevería a negar que el tiempo era indetenible, ni los más furibundos idealistas. Su madre, que era una mujer muy comedida y de un gran sentido práctico, le había dicho en cierta ocasión que el pasado era un edificio terminado con sus perfecciones e imperfecciones, que debía servir de referencia tanto al presente como al futuro, que este es un proyecto, una aspiración de lo que hay que alcanzar.

—¿Qué es para usted mi padre, Irene? No sé...

—Creo que lo que era hace cuarenta y un años atrás no es lo mismo que ahora en estos momentos en que estoy frente a ti —responde y calla de pronto.

Irene Montenegro la mira desde la distancia de sus recuerdos; enciende otro cigarrillo y trata de explicar:

—En los primeros tiempos de su desaparición nos dimos a la tarea de buscarlo por todas partes, llegamos a pensar que estaba preso en alguna estación. Siempre había gente que lograba salir de esos lugares. A los que le conocían le preguntábamos por Eladio, y a los que nunca lo habían visto le mostrábamos un grupo de fotografías donde él aparecía. Todos coincidían en que no lo habían visto.

—¿Y entonces?

—Pensamos en otra variante: que al perder el contacto con nosotros hubiera decidido por su cuenta buscar un lugar seguro.

—¿Eso sucedía?

—Sí. Se habían dado casos de ese tipo.

—Pero usted misma me ha dicho que mi padre era un combatiente de experiencia y de muchos recursos en la lucha, ¿no?

—Sí.

—Me imagino entonces que no le hubiera resultado muy difícil entrar en comunicación con los jefes de la célula o con algún combatiente.

—En eso tienes razón.

—Pues es elemental que esa posibilidad no podía sostenerse por mucho tiempo, ¿no?

—Así es, pero siempre cabía esa probabilidad.

Quedaron en silencio por unos segundos.

—Bien, Irene, en el momento en que mi padre desapareció, ¿usted había pasado al clandestinaje?

—No. Ya te dije que Mauro y yo éramos los únicos miembros de nuestras células que no estábamos quemados en ese momento.

—¿Y mi padre sabía donde usted vivía? ¿Y cómo encontrarla?

—Perfectamente. Te diré más: él tenía las llaves de mi apartamento de soltera.

—¿Y eso por qué?

—No sé si lo conoces —el humo flota juguetón en la cara de Irene—. Eladio y yo manteníamos una linda relación amorosa en ese momento. Creo que no he amado ni antes ni después a nadie como a él —calla por un instante, sin quitarle los ojos de encima a Marcia—. Lo estuve esperando durante muchos días, pero jamás se apareció.

Por el silencio que sobrevino, Irene Montenegro vislumbra que ha dicho algo espantoso.

—No conocía de esa relación.

—Es mejor que te hayas enterado por mí y no por cualquier otra persona con la que seguramente hablarás. Mi relación con Eladio era del dominio de otras personas porque nada puede ocultarse por mucho tiempo bajo el sol.

Irene deja escapar una bocanada de humo.

—Lo siento, Marcia, pero estaba obligada a decírtelo.

—¿Mi madre lo sabía?

—Sí. Fue de las primeras en darse cuenta de que entre Eladio y yo había algo. Un día nos llamó a los dos y, sin muchos rodeos, dijo: «Sé que ambos me han traicionado. Tú, Irene, a la amiga de la Superior y del Instituto, y tú, Eladio, a la mujer que un verano distante te había entregado su virginidad y, lo más importante, su amor», y en un tono irónico sentenció: «A partir de ahora los declaro marido y mujer. ¡Que sean felices!» Antes de darnos la espalda, nos dio sendas bofetadas. Todo sucedió muy rápido. Apenas pudimos reaccionar. La vimos alejarse... Sus caderas se habían anchado: ya tú crecías en su interior. Todos lo sabíamos.

Irene Montenegro calla de pronto. Su mirada vagaba en el mar de los recuerdos, y con voz como distante, sin inflexiones, dice al fin:

—Yo también le di a Eladio mi amor y mi virginidad.

Se inclina sobre la mesita de centro de la sala y aplasta la colilla en el cenicero.

—Jamás había hablado de estas cosas con nadie y confieso que pensé llevármelas conmigo a la tumba, porque son cuestiones que pertenecen a un pasado, a la intimidad misma de un tiempo que me figuré, quizás erróneamente, que solo concernía a él y a mí, pero ya ves: estaba equivocada. Ahora me parece que todo se torna vulnerable ante la indagación de nuestro pasado.

Irene Montenegro mira a Marcia con una sonrisa que se transformó en una contorsión del rostro.

—Busqué a tu padre durante toda la lucha clandestina y después del triunfo de la Revolución. Me entrevisté con compañeros de lucha, forenses, revisé centenares de fotografías de personas que fueron enterradas sin poderlas identificar. Hoy tú estás buscando a tu padre, yo hace más de cuarenta años buscaba al hombre que amaba y, sin equivocación, al hombre de toda mi vida, al que necesitaba ayer y hoy. Al que he imaginado esperándome en cada uno de mis regresos a La Habana, al que he escrito cartas sin saber a qué dirección enviarlas.

Irene Montenegro estuvo llorando durante unos minutos. Marcia la contempla y le parece más vieja que al principio. Piensa en su madre: ella le había contado, en cierta ocasión, que había terminado con su padre mucho antes de su nacimiento, pero nunca le había explicado los motivos de tal ruptura.

—Creo haberlo estado buscando toda la vida —pro-sigue de pronto—. Pero puedes estar segura de que no vale la pena hurgar en el pasado. Mira lo que he tenido que confesarte. En el fondo es mejor tener y conservar la última imagen de la persona que se conoció.

Marcia observa a Irene, que se había puesto de pie de pronto, como si hubiera sido accionada por un resorte; la vio alejarse hacia el comedor y regresar luego con un portarretrato en las manos.

—Esta es la imagen que conservo de Eladio y quiero conservar —dice y se la entrega.

Marcia observa la fotografía. En ella se veía a su padre de pie frente al muro del Malecón junto a Irene, a quien le tenía el brazo derecho sobre sus hombros; al fondo se divisaba El Morro.

—Esa fotografía, Marcia, tiene para mí una gran significación porque fue la última vez que nos vimos. Jamás he olvidado esa fecha: 26 de marzo de 1958.

Para Marcia, esta era una fotografía que le daba la sensación de que por primera vez veía a su padre; lo único que tenía en común con las que le había mostrado su abuela era la expresión de los ojos y la sonrisa, todo lo demás era como una especie de redescubrimiento de una nueva imagen.

—Entonces, así era mi padre a menos de un mes de su desaparición —comenta como para con ella misma.

—Sí. Y así era yo a mis veinte años —dice, y sonríe—. Qué manera de cambiar uno... Los años no pasan por gusto: son implacables.

Marcia siente deseos de decirle que todavía conserva la impronta de su belleza, pero no lo hace.

—Mi padre tenía buen gusto, Irene —sonríe.

—Tu madre era mucho más bonita que yo —dice Irene con sinceridad—. Eso lo sabemos distinguir muy bien nosotras las mujeres. Elena era cara y figura, yo por mi parte era de cara linda y poca carne.

Queda pensativa unos segundos.

—Además, tu madre era todo carácter: una mujer que nos aventajaba a todos sin distinción de sexo —argumenta con sinceridad—. Tú tienes muchos motivos para vivir orgullosa de ella.

—Gracias, Irene.

—Por eso pienso que no tiene sentido ir en busca de lo que pasó hace más de cuarenta años con relación a tu padre.

—¿Y qué pasó?

—Lo que tú conoces, lo que todos conocemos, lo único que se sabe.

—¿Que jamás llegó al parque de Dolores?

—Eso es lo único que sabemos.

—¿Será esa la única verdad?

—No tengo ni razones ni otros argumentos para ponerla en duda. Todas las guerras del mundo tienen desaparecidos. Yo he vivido muchos años en Europa, en mi condición de diplomática. Y es muy común allí, oír hablar de desaparecidos: ahora también los hay en los países de este continente que sufrió dictaduras militares, ¿no es así?

—Sí, pero no me negarás que no son pocos los que buscan a sus desaparecidos.

—Es cierto.

—Pues yo buscaré al mío, Irene.

5

Ahora sabía que Mauro Reselló había abandonado el país legalmente hacía más de treinta años. Era de lo último que había hablado con Irene. Aunque también conocía que este no habría aportado gran cosa a la investigación, hubiera resultado interesante de todas formas haber contado con su testimonio, porque él era una de las dos personas que había tenido la misión de recoger en el parque de Dolores a su padre.

Comenzó a llover con vientos de vendaval. Mientras conducía, no podía apartar de su cerebro la imagen de Irene Montenegro. «¡Qué mujer más interesante!», se dijo.

6

Había dejado de llover, pero el cielo ofrecía unos negros y cargados nubarrones que daban la rara sensación de que el vendaval había concedido solo una tregua a la ciudad que una hora antes parecía haber estado al borde de ahogarse bajo el agua y sucumbir a los fuertes vientos. Eran las tres de la tarde y el Lada que conduce Marcia se abre paso por 5ta. avenida hacia donde trabajaba Arturo Montano, quien fuera más de cuarenta años atrás compañero de lucha de sus padres y su jefe de célula en la lucha insurreccional contra la tiranía batistiana.

Arturo Montano no es un extraño para ella. Su presencia la recuerda desde los primeros años de su infancia. No va al encuentro de alguien desconocido. No es tampoco la primera vez que entablarán una conversación, pero esta vez será acerca de su padre y, sobre él, se sorprende ahora, jamás han intercambiado palabra alguna. «¿Por qué no me había hablado nunca de él?», se pregunta. La última plática sostenida entre ellos se produjo hacía unas horas en la funeraria. Ahora recuerda sus palabras de consuelo.

—Tuviste la suerte de haber tenido una gran madre, Marcia, una mujer íntegra y ejemplar —le dijo antes de salir al entierro—. No olvides una cosa: sus compañeros jamás te dejarán sola. Siempre nos tendrás a tu lado para lo que sea.

—Gracias.

Ahora era el momento de que le demostrara el verdadero alcance de sus palabras, porque a Montano le iba a exigir que le contara la verdad sobre su padre. Entra al parqueo y estaciona a unos cincuenta metros de la entrada de la empresa en donde trabaja Montano. Se apea y se dirige al lugar con pasos rápidos. Llega a la recepción.