Inocencia oculta - Comprada por un griego - Matrimonio forzado - India Grey - E-Book
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Inocencia oculta - Comprada por un griego - Matrimonio forzado E-Book

India Grey

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Beschreibung

Inocencia oculta India Grey Eve Middlemiss había acudido a Florencia en busca de una información que solo podía darle el guapísimo millonario Raphael di Lazaro, heredero de una importante empresa del mundo de la moda. Rodeada de glamur, Eve se sentía completamente fuera de lugar… hasta que se dio cuenta de que Raphael la deseaba. Si tenía que convertirse en amante del italiano para averiguar la verdad sobre su hermana, Eve lo haría, aunque para ello tuviera que fingir tener una sofisticación y una experiencia que no tenía… Comprada por un griego Julia James Vicky Peters había accedido a convertirse en esposa de Theo Theakis. Él conseguiría el negocio que deseaba y a cambio Vicky obtendría una buena cantidad de dinero para una empresa de beneficencia. Pero entonces Theo cambió las reglas del juego. El matrimonio se rompió antes de lo esperado y él se quedó con el dinero y abandonó a su bella esposa, a la que consideraba una vulgar cazafortunas. Pero Vicky iba a recuperar el dinero que le pertenecía por derecho… Matrimonio forzado Melanie Milburne El millonario Jasper Caulfield se puso furioso al conocer el testamento de su padre… Tenía que pasar al menos un mes casado con la bella Hayley Addington o lo perdería todo. Hayley no tenía otra opción que aceptar, pero lo que no haría sería ser una verdadera esposa. No imaginaba las dotes de seducción con las que contaba el guapo empresario australiano…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 380 - diciembre 2018

© 2007 India Grey

Inocencia oculta

Título original: The Italian’s Defiant Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

© 2007 Julia James

Comprada por un griego

Título original: Bought for the Greek’s Bed

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

© 2007 Melanie Milburne

Matrimonio forzado

Título original: Willingly Bedded, Forcibly Wedded

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-746-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Inocencia oculta

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Comprada por un griego

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Matrimonio forzado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO PUEDO hacerlo –dijo Eve con apenas un hilo de voz.

Estaba aterrorizada. Quería echarse a correr, tenía demasiado miedo. Pero, con esas botas de tacón de aguja, no podía ni moverse.

Al otro lado de las cortinas, quinientas personas llenaban el salón de baile del palacio florentino. Estaban allí para rendir homenaje al hombre que los había estado vistiendo durante medio siglo. Eran algunas de las personas más ricas, bellas y famosas del mundo. Sólo habían sido invitados a esa exclusiva fiesta los clientes más distinguidos de Antonio di Lazaro.

Sienna Swift, una de las modelos más conocidas del momento, apartó la mirada un momento de la revista que estaba leyendo y le dedicó a Eve su famosa sonrisa.

–Claro que puedes hacerlo. Todo saldrá bien.

–Pero… Pero yo soy periodista –mintió ella–. Era mi amiga la que tenía que estar aquí. A ella se le habría dado fenomenal. ¡Yo no sé cómo hacer de modelo!

–Bueno, sea como sea, tienes piernas de modelo. Y mejor pecho que muchas de nosotras. Además, no hay que saber mucho para ser modelo. No se trata de una ingeniería ni nada parecido, ¿sabes? –la tranquilizó la joven–. Supongo que no se trata más que de sexo.

–¿Sexo? –repitió Eve, desconcertada–. ¿Qué dices? No sé qué entiendes tú por sexo. De donde yo vengo, el sexo no es algo que hagas delante de medio millar de invitados.

Al menos eso pensaba, pero el caso era que no sabía nada del sexo.

Sienna suspiró y dejó la revista que estaba ojeando.

–Muy bien, no tenemos demasiado tiempo, así que intentaré dejártelo claro con pocas palabras. Lo único que tienes que hacer es concentrarte en alguien del público. En cuanto subas a la pasarela, buscas algún hombre con la mirada y no apartas tu mirada de él mientras caminas. Olvídate del resto del público. Mira –le pidió.

La modelo dio un par de pasos atrás y empujó las caderas hacia fuera, como hacían todas las modelos de pasarela. Buscó un punto de referencia con la mirada y puso los brazos en jarras.

–Tienes que andar hacia él y no dejar nunca de mirarlo. Es… No sé cómo llamarlo… Sí, «deseo a primera vista». Lo miras como si fuera el hombre más sexy sobre la faz de la tierra y te estuvieras acercando a él para quitarle la ropa allí mismo y en ese instante –le dijo.

Eve estaba muy incómoda con su escueto vestido de plástico transparente. Le apretaba. Sabía que le sería mucho más fácil seguir los consejos de Sienna si la dejaran salir con sus gafas. Sin ellas, no iba a poder concentrarse en nada que estuviera a más de metro y medio de ella.

Por otro lado, había tenido mala suerte con la adjudicación de trajes. El desfile era una retrospectiva del trabajo de Lazaro durante cincuenta años y a ella le había tocado lucir una de las creaciones más extravagantes y vanguardistas de toda su carrera. Un modelo que había diseñado durante los años sesenta. Algunas flores de llamativos colores tapaban estratégicamente su desnudez, pero ella se sentía como si no llevara nada encima.

A su alrededor, algunas de las mujeres más bellas del planeta bebían de sus botellas de agua y charlaban animadamente sobre sus vidas privadas. Algo que cualquier periodista de verdad habría sabido aprovechar. Se sentía sola entre ellas. Sola y confusa. Y tan poco sofisticada como una bicicleta entre coches deportivos de lujo.

Ése no era su sitio.

Cerró los ojos. Se sintió de repente muy triste y melancólica. Echaba de menos su escritorio en el despacho del profesor Swanson. Ése era de verdad su mundo, y sentía que había sido una locura creer por un segundo que podría meterse en el mundo de Lou. Las periodistas especializadas en moda, sobre todo las que eran lo bastante famosas como para ser invitadas a participar de manera activa en ese tipo de eventos, no eran universitarias tímidas y miopes como ella. Sabía que no podría hacerse pasar por una de ellas.

–Será mejor que me cambie –murmuró mientras pasaba entre las modelos.

El plan había fracasado antes de empezar, y sabía que era mejor admitirlo cuanto antes. Lou se había arriesgado mucho al fingir estar enferma en el último momento y enviar a Eve para que hiciera el reportaje de la fiesta. Ninguna de las dos había caído en la cuenta de lo descabellado que era su plan. Iba a decepcionar a su amiga, pero eso no era lo peor.

Lo peor iba a ser decepcionar a Ellie, su hermana gemela. Además de dejar que Raphael di Lazaro se le escapara de nuevo.

–No hay tiempo para cambiarse –le dijo Sienna–. Salimos enseguida. Mira, dice aquí que los Escorpio deberíamos tener cuidado con los asuntos financieros. ¿Crees que eso quiere decir que no debería comprarme aún ese carísimo bolso de Prada que estaba mirando antes?

–No creo que se refiera a eso. Y, por casualidad, ¿no dice nada sobre los Acuario y cómo deberíamos evitar a toda costa salir medio desnudas en actos públicos el jueves?

–Déjame ver… Acuario. «Mercurio avanza en tu signo y hará que el jueves renazca tu vida sentimental de manera espectacular. Tu destino te espera en el lugar más imprevisto» –leyó la modelo en voz alta–. ¡Es genial! Creo que será mejor que te quedes por aquí, después de todo.

Eve no creía en la astrología ni en el destino y menos aún en la resurrección de las cosas. Su vida amorosa no estaba sólo dormida, sino muerta y enterrada.

Sabía que si decidía quedarse allí no era por lo que acababan de leerle, sino por venganza.

Miró a Sienna con una temblorosa sonrisa.

–¡Qué lástima que el hombre de mis sueños vaya a aparecer en mi vida cuando me visten como si fuera una versión pornográfica de la Barbie!

 

 

Eve salió a la pasarela con piernas temblorosas.

No pudo ver nada durante unos segundos, los flashes de las cámaras la cegaron. La pasarela se extendía frente a ella, le pareció larguísima.

Se acordó de lo que le había aconsejado Sienna y buscó una cara con la mirada.

Estaba desesperada. Casi se alegraba de ser algo miope, así no reconocía las caras famosas que llenaban la sala. Eso habría sido aún más abrumador para ella.

Comenzó a caminar muy despacio y la sonrisa se congeló en su boca. No recordaba si tenía que sonreír o no. Oía el murmullo incesante del público. Era imposible elegir a una sola persona para concentrarse en ella.

Vio a alguien de pie entre las sombras, apoyado en una de las columnas. Llevaba un traje oscuro que hacía que sus anchas espaldas resaltaran contra el pálido mármol. Había algo muy atractivo en su pose. El salón estaba en penumbra y su vista era deficiente, así que le era imposible verle la cara, pero sintió que la estaba mirando.

«Puedo hacerlo, puedo hacerlo», se repitió para darse ánimos.

Las exquisitas y hermosas notas musicales de MadameButterfly flotaban en el ambiente. Era una de las obras favoritas de las hermanas. Recordó cómo ella y Ellie se asomaban a escondidas por la escalera cuando su madre la ponía en el tocadiscos alguna noche. Esa música le dio la fuerza que necesitaba en ese instante.

Todo desapareció a su alrededor. No había público ni cámaras. El mundo se desvaneció y estaban solos ella y los ojos de aquel extraño de la columna. No se movió, pero cuando ella empezó a ir hacia él, contoneando las caderas, sintió cómo sus ojos la atravesaban con la fuerza del láser, con el poder del deseo. Pudo percibirlo en la piel e hizo que se desvanecieran también sus inseguridades y su timidez.

Por primera vez durante los últimos dos años, se sintió viva de verdad.

Cuando llegó al final de la pasarela, se detuvo y levantó la cabeza. Se miraron fijamente a los ojos por encima de los cientos de personas que contemplaban el desfile, en una especie de reconocimiento sexual cargado de significado. Durante un segundo, Eve consideró la posibilidad de seguir hacia él.

Todo su cuerpo le pedía que lo hiciera. Con una urgencia que hizo que le costara respirar. Se moría de ganas de tocarlo, aspirar su aroma y saborear sus labios.

Los fotógrafos que tenía a sus pies comenzaron a acribillarla con las luces de los flashes, y ella apartó la mirada. La silueta oscura del extraño permanecía aún grabada en su mente.

Se giró y volvió hacia la entrada de la pasarela. Aún sentía la mirada de ese hombre quemándole la piel. No pudo evitar mover las caderas con sensualidad.

Habían cruzado sus miradas sólo durante unos segundos, pero había sido suficiente para que la hechizara. Se sentía poseída por algo más fuerte que su voluntad.

Se bajó de la pasarela aún temblando. Las otras chicas la felicitaron, pero ella no podía contestar. Fue directamente hasta el enorme vestuario común y se dejó caer en una silla.

Se miró en el espejo. Su expresión reflejaba confusión, pero también deseo. Había desaparecido la tímida joven que había salido a la pasarela cinco minutos antes. El reflejo que le devolvía el espejo era el de una mujer con los labios gruesos y sensuales y los ojos llenos de deseo.

Recordó el horóscopo que Sienna le había leído. Parecía ser más acertado de lo que quería admitir. Se sentía como si su deseo hubiera estado dormido hasta el momento en el que la presencia de un hombre desconocido lo había despertado.

Pero se consideraba una mujer inteligente y sensata. No creía en todas esas tonterías.

Ella había sido la gemela tímida e introvertida, siempre a la sombra de su extravagante y segura hermana Ellie. Ella era la que creía en el destino y los astros, la que iba siempre detrás de sus sueños. Mientras Eve estudiaba en Oxford y preparaba su tesis, su hermana había abandonado sus estudios de Historia del Arte para comprarse un billete a Florencia y poder así absorber todo el arte del Renacimiento en persona.

Pero después de estar unos dos meses en Florencia, decidió que la heroína era otra de las cosas con las que quería experimentar. Y la vida de su hermana había acabado poco después con una sórdida muerte que la policía ni siquiera se había molestado en investigar.

Pero Eve se había jurado que descubriría la verdad. Habían pasado ya dos años y, desde entonces, su vida se había reducido a su trabajo en el despacho del profesor Swanson y a la necesidad de dar por terminado ese doloroso capítulo de su vida con la verdad y con la justicia.

Su cara en el espejo estaba transformada por un deseo desconocido. Era el rostro de una joven que sabía lo que quería, y no tenía nada que ver con el deseo de venganza que la había llevado hasta allí, sino con otro tipo de deseo indiscutiblemente sexual.

–¡Has estado genial! –le dijo Sienna al llegar al vestuario–. Bueno, el trabajo ha terminado. ¡Ahora empieza la fiesta! ¿Has visto la cantidad de famosos que hay allí fuera? Estoy deseando conocerlos –le confesó Sienna–. Se murmura que incluso Raphael di Lazaro ha vuelto del extranjero y está aquí. Creo que es guapísimo. Tengo que saludarlo.

Ese nombre la trajo de vuelta a la realidad. Tenía que conseguir conocerlo y olvidarse del desconocido de la columna.

–Bueno, si lo encuentras haz el favor de presentármelo a mí también. Me encantaría conocer al misteriosos Raphael di Lazaro. Apenas he encontrado información sobre él. Sólo una foto de mala calidad. ¿Cómo es que es tan esquivo con la prensa?

Sienna se encogió de hombros. Se había puesto un sexy vestido fucsia con la espalda al aire.

–Se fue al extranjero antes de que empezara a trabajar para Lazaro, pero la gente aún habla de él por aquí. Dicen que su novia se fugó con su hermano Luca. Y Raphael no pudo soportarlo. Creo que se fue a vivir a algún sitio de Sudamérica. Eso dicen, pero no sé si es verdad.

«Sudamérica, todo un paraíso de drogas», reflexionó Eve.

–El caso es que por eso no ha estado en Italia durante los últimos dos años. Y antes de eso, los paparazzi solían respetarlo bastante –le contó Sienna–. Él los odia, pero parece que ellos lo admiran y no suelen molestarlo. Debe de ser un hombre impresionante. Eve… ¿Estás bien?

–¿Eh? Sí, sí, claro –repuso ella, recomponiéndose un poco.

–Vamos entonces. Estamos perdiéndonos la fiesta. ¿Qué te vas a poner?

–Bueno, nada especial –repuso ella mientras rebuscaba en su gran bolsa de tela.

Llevaba ese petate a todas partes. Su hermana solía decirle que parecía el bolso de Mary Poppins. Sacó un vestido de seda. Se lo tiró a Sienna y ésta lo sujeto con delicadeza.

–Es precioso. ¿Dónde lo has comprado?

Eve sonrió e hizo su mejor imitación de diseñadora de moda.

–Es de una exclusiva marca de ropa conocida como «tienda de segunda mano». Lo cierto, querida, es que no llevo nada que no sea de esa boutique.

 

 

Raphael di Lazaro salió a la gran terraza del palacio. El aire, aún cálido y lleno de la fragancia de la lavanda, lo calmó al instante. El lujo y grandeza del salón de baile, lleno de pomposos personajes de la alta sociedad y de famosos, habían conseguido ahogarlo. Todo era brillante, ostentoso y perfecto. Igual que los rostros perfectos de las modelos. Todas le parecían iguales. Colombia había estado llena de caos y suciedad. Pero ahora ese mundo le parecía refrescante comparado con la riqueza que le rodeaba en Florencia.

Aceptó la copa de champán que le ofreció un camarero y miró el reloj con discreción. Siempre evitaba ese tipo de fiestas, pero si estaba allí esa noche era por negocios, no por placer. Al que se le daban bien esos eventos era a la sabandija que tenía por hermano.

En realidad sólo era hermanastro. Desde que descubriera hasta qué punto era un personaje maquiavélico y rastrero, no hacía sino recordar que sólo compartía un progenitor con Luca, no quería que lo relacionasen demasiado con él. Y Antonio di Lazaro había dedicado tan poco tiempo a sus labores paternas, que casi no podía considerarlo un padre.

Luca era el preferido de su padre. En realidad, era el preferido de todo el mundo.

Tomó un sorbo de su copa, esperaba que el champán ayudara a desvanecer el sabor amargo que siempre le quedaba cuando pensaba en esas cosas. Pensó que no iba a ser nada fácil que Antonio di Lazaro asimilara que su hijo favorito fuera acusado de tráfico internacional de drogas y lavado de dinero negro.

Pero no quería dejarse llevar por ese tema, Luca no había sido detenido aún, y Raphael estaba allí para asegurarse de que no ocurriera nada que estropeara el delicado curso de la operación.

Buscó a su padre con la mirada mientras trataba de esconder un bostezo. Siempre había odiado ese ambiente exclusivo. Después de vivir en Colombia, le repelía aún más. Ese día estaba tan cansado y aburrido, que casi se durmió durante el interminable desfile de diseños de su padre.

«A lo mejor me dormí de verdad, aunque sólo fuera un segundo. A lo mejor ese erótico momento ha sido sólo un sueño…», pensó.

Sintió cómo su cuerpo, aunque cansado, se tensaba al recordar a la chica del vestido transparente. Le parecía una imagen demasiado nítida y real como para que se hubiera tratado de un sueño. Aún recordaba el terror en los ojos de la joven al salir a la pasarela, el sentimiento de protección que le había provocado verla vacilar un instante y la explosión de adrenalina que había sentido cuando ella lo miró directamente a los ojos.

«¿Adrenalina? ¿A quién pretendo engañar? Fue pura testosterona», se dijo.

Se imaginó que no sólo estaba sufriendo por falta de sueño, sino por falta de otras cosas.

No había encontrado muchas mujeres atractivas e inteligentes en los suburbios de Colombia y dos años era mucho tiempo de abstinencia para cualquier hombre que no fuera un monje. Pero no estaba tan desesperado como para ligar con la primera modelo sin cerebro que se encontrara. La amarga experiencia le había demostrado que las modelos requerían la misma atención constante que un bebé y que, si se las dejaba desatendidas un tiempo, tenían la misma facilidad que tienen los niños pequeños para meterse en líos. No iba a ser tan tonto como para asumir ese tipo de responsabilidad de nuevo.

Se volvió y vio a Antonio. Iba tan impecable como siempre, pero le sorprendió ver cuánto había envejecido durante el tiempo que había estado fuera.

–Raphael. ¡Qué sorpresa! ¿Qué haces aquí?

–He tenido que volver para acudir a los Premios de Prensa Fotográfica en Venecia, pero también tenía algunos asuntos pendientes aquí en Florencia. Relacionados con Lazaro, por cierto.

–¿En serio? ¿Después de todo este tiempo? Hace dos años que dejaste Lazaro.

–Tengo que estudiar los libros de contabilidad.

–¿Te hace falta dinero? ¿Se trata de eso? A lo mejor deberías habértelo pensado mejor antes de irte a hacer fotos de campesinos en el tercer mundo. Los premios no pagan las facturas.

Tensó la mandíbula al oír a su padre. Cuando habló, lo hizo con voz ronca y baja.

–Aún soy uno de los directores, así que tengo todo el derecho del mundo al echar un vistazo a las cuentas. Si mañana te va bien, me pasaré a verte después de revisar la contabilidad.

–Mañana no puede ser. Una famosa revista italiana me entrevista por la mañana, y tengo que asistir a la presentación de un perfume por la tarde –repuso Antonio con nerviosismo–. Además, ya sabes cuánto me disgusta tener que tratar temas económicos. Luca es el director financiero. Le he encargado todos los asuntos monetarios a él. Está por aquí, ¿por qué no hablas con él?

–Preferiría no tener que hacerlo.

–No seas así. Luca es tu hermano. Todo lo que ocurrió con Catalina forma parte del pasado. No es posible que aún lo odies por algo que sucedió… ¿Cuándo? ¿Hace ya dos años?

Raphael no pudo evitar hacer una mueca con la boca.

–No es sólo eso. Ahora tengo aún más motivos para odiarlo.

Pero Antonio no lo escuchaba. Señaló el palacio con una mano.

–Mira, está ahí mismo. Arregla las cosas con él.

Luca di Lazaro estaba apoyado en el umbral de la puerta que daba a la terraza. Sus anchas espaldas bloqueaban casi toda la puerta y cualquier tipo de posibilidad de escapatoria para la joven a la que estuviera intentando seducir en ese momento. Se le retorció el corazón al ver cómo se agachaba para susurrarle algo al oído. Se imaginó que sería algún estúpido y manido halago. Algo que consiguiera que la chica se deshiciera entre sus brazos. Era su estrategia habitual. Durante los últimos años, había conseguido engatusar a una innumerable sucesión de modelos. Por desgracia, su propia novia había sido una de ellas.

Luca se movió a un lado, y Raphael pudo ver a la chica con la que su hermanastro había estado hablando. En cuanto la reconoció, se quedó inmóvil.

Había cambiado su vestido transparente por uno de seda que ocultaba su delicioso cuerpo. Pero la suave luz procedente del salón dibujaba el contorno de sus curvas.

Sin pensárselo dos veces y sin despedirse de su padre, se acercó hasta donde estaban los dos. Lo último que tenía en la cabeza eran las cuentas de la empresa. Sólo podía pensar en agarrar a esa chica y alejarla de su hermanastro tanto como pudiera.

Luca se enderezó al verlo acercarse.

–¡Vaya por Dios! ¡El hijo pródigo vuelve a casa! –exclamó con sarcasmo–. Te presentaría a esta belleza, pero acabamos de conocernos y aún no sé su nombre…

Raphael reaccionó al instante. Le dedicó a su hermano una sonrisa gélida. Después miró a la mujer con la cabeza algo inclinada y rezó para que ella no lo delatara.

–Querida, ¿quieres conocer a alguien más o estás lista para que nos vayamos?

Contempló con triunfo cómo Luca miraba sorprendido a la mujer que tenía al lado. Había algo de ansiedad en los ojos de su hermanastro.

Raphael también la miró. Sus ojos eran aguamarina, del color de las turquesas, y brillaban a la luz de los candelabros. Sintió de nuevo el deseo recorrerlo de arriba abajo.

La joven dudó un segundo antes de responder. Cuando lo hizo, con voz baja y sin aliento, notó que su acento era inglés.

–Soy toda tuya… Querido.

 

 

Por una noche, Eve Middlemiss, licenciada con honores en Filosofía y Letras, reconoció que había estado equivocada. El destino existía. Y estaba a su lado en ese instante.

Cruzaron juntos el gran vestíbulo del palacio. Ese hombre mantenía una mano en la parte baja de su espalda mientras caminaban. Allí no había tanta gente como en el salón de baile, sólo algunos pequeños grupos de personas y la discreta plantilla contratada para el evento.

Eve notó que mucha gente la miraba al pasar, pero ya no le importaba nada.

Eso creía, hasta que se acordó de repente de Ellie.

–Tengo que volver… No debería…

En cuanto lo dijo se dio cuenta de que no resultaba convincente. Había intentado hablar de manera firme y profesional, pero no lo había conseguido.

–No, no tienes que volver, y sí que deberías. Créeme –la contradijo él.

Apretó con más fuerza su cintura, consiguiendo que se acelerara aún más su pulso. Intentó reír, pero el sonido que salió de su garganta era más un grito que una carcajada.

–No lo entiendo… Yo no suelo hacer este tipo de cosas…

Él sonrió levemente.

–Eso es obvio. Por eso tenía que liberarte de las garras de ese… De ese canalla.

–Me pareció encantador.

–Las apariencias engañan.

La llevó hasta una tranquila galería cerca de la entrada. Sólo la iluminaban pequeñas lámparas colocadas sobre algunas mesas. Acababan de entrar cuando él se giró para mirarla. Hacía tiempo que no sentía tanto deseo. El delicado encaje de su ropa interior se humedeció al instante.

–¿No debería ser yo la que me diera cuenta de eso por mí misma?

Su pelo era casi negro y brillante. Parte de él caía sobre su frente y acentuaba sus bellos rasgos, parecía haber sido esculpido en mármol. Su cara era perfecta, pero tenía un aire de cansancio y tristeza que le llamó la atención. Tuvo que contenerse para no acariciar su rostro e intentar suavizar la tensión que atenazaba su mandíbula.

–No podía arriesgarme a que tomaras la decisión equivocada.

–¿Por qué crees que lo habría hecho?

Él rió con amargura.

–Ya ha pasado otras veces.

Alargó la mano y metió un dedo bajo el tirante de su vestido, que había caído, y lo colocó con delicadeza de nuevo en su sitio. Apenas pudo contener un gemido de placer cuando los dedos de ese hombre rozaron su temblorosa piel.

Después apartó la mano y se giró para no mirarla. No podía interpretar cómo se sentía. Sus ojos, llenos de deseo, lo traicionaron cuando se volvió de nuevo hacia ella.

Con un gemido, la besó con desesperación. Parecía la actitud de un hombre que acababa de perder la batalla con su voluntad. Enredó las manos en su melena, acercándola más a él, atrapándola con sus labios.

Sus propios suspiros de deseo quedaron ahogados en el calor de ese beso. Con salvaje urgencia, la lengua de ese hombre exploró su boca, haciendo que deseara mucho más. Después se separó para concentrarse en su mandíbula, su cuello y la base de su garganta. Sin poder resistirse, ella asió su pelo y dirigió la cabeza hacia sus pechos. Sus erectos pezones rozaban la exquisita seda de su vestido y se morían por sentir la calidez de esa boca sobre ellos.

Pero de pronto oyó a alguien toser con discreción desde la puerta.

–¿Signor Lazaro? –dijo el mayordomo en italiano–. ¿Signor Raphael di Lazaro? Perdóneme, pero se trata de su padre. Me temo que es urgente.

Y él desapareció al instante. Se quedó atónita, desorientada y aturdida. No podía creérselo.

Ese hombre no era su destino, era su mayor enemigo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SÓLO era un pequeño trozo de papel, arrancado de una especie de diario.

Sobre la cama de su habitación de hotel y, en medio de la oscuridad, Eve lo sujetó entre los dedos.

No tenía que encender la luz para ver lo que había en él. Recordaba con exactitud la mancha de café que había caído sobre el papel y los números «592» escritos allí. Era todo lo que quedaba de un número de teléfono. Lo había estudiado con tanto detalle y tan a menudo durante los dos años anteriores, que sabía incluso que en ese instante estaba tocando el lugar donde las palabras «Raphael di Lazaro» estaban escritas. Y justo debajo de ellas estaba escrito «drogas».

La chica con la que Ellie había compartido piso en Florencia, una tal Catalina, le había enviado todas las cosas de su hermana a Inglaterra después de que ésta muriera. Cuando Eve pudo por fin reunir el valor necesario para mirar el paquete, encontró ese trozo de papel en el bolsillo de unos vaqueros. El resto de las palabras se habían perdido para siempre bajo la mancha de café, pero Eve no necesitaba más datos, creía que estaba muy claro. Estaba segura de que se trataba de la información que necesitaba Ellie para contactar con su camello y comprar la heroína que consumía. Y esa persona era Raphael di Lazaro.

Cuando Eve encontró el papel, Raphael ya había desaparecido en Colombia y las autoridades italianas habían cerrado el caso de su hermana. Pero ella se había jurado que conseguiría descubrir la verdad y desenmascarar a ese hombre. Por eso, cuando Lou la había llamado al trabajo dos días antes para decirle que un paparazzi lo había visto en el aeropuerto de Florencia, no había dudado un minuto y dejó que Lou la convenciera con su ridículo plan. Le pareció que hacerse pasar por periodista de moda y pasearse por una pasarela eran detalles sin importancia si conseguía encontrar al responsable de la muerte de su hermana.

No le había costado nada encontrarlo. Y lo había llegado a conocer en pocos minutos más de lo que había esperado. Casi íntimamente.

Se estremeció al recordarlo.

El teléfono móvil sonó a su lado en la mesita y no pudo evitar asustarse.

–¿Eve?

Era Marissa Fox, la editora de Glitterati, la revista para la que estaba trabajando esos días.

–Sí, soy yo.

–Mira, Eve. Sé que la idea del reportaje es que sigas a Sienna a todas partes, pero necesito que cubras otro asunto. ¿Podrías acercarte esta mañana a la rueda de prensa?

–¿Rueda de prensa? –repitió.

–Sí, cariño –replicó Marissa con frialdad–. Los médicos de Lazaro van a dar una rueda de prensa esta mañana para informar de su estado. Según mis fuentes, no está demasiado bien.

Eve cerró los ojos un segundo y sintió cómo palidecía.

«¿Le habrá pasado algo a Raphael?», pensó, alarmada.

–¿Eve? ¿Sigues allí?

–Sí.

–Ya sabías que Antonio di Lazaro sufrió un infarto al salir de la fiesta anoche, ¿no?

–Sí, claro que lo sabía –mintió ella–. ¿Crees que es serio?

–Bueno, eso es lo que tienes que averiguar tú durante la rueda de prensa, querida –le dijo Marissa con sarcasmo–. A las diez de la mañana en el hospital Santa María Nuova.

Eve buscó las gafas con la mano y se las puso. Eran las nueve y veinte de la mañana, no tenía mucho tiempo.

Se levantó deprisa de la cama e intentó hablar como una periodista profesional y experimentada, que era lo que Lou le había dicho a Marissa que era.

–¿Estará sólo el equipo médico o se espera que también haya un comunicado familiar?

–No, no creo que haya nadie de la familia. El infarto no consiguió que su hijo Luca dejara de divertirse hasta la madrugada. No creo que esté presentable para una rueda de prensa. Y Raphael odia cualquier tipo de publicidad. No le gusta nada la prensa. ¡Ah! Aquí llega mi desayuno. Bueno, querida, tengo que dejarte. Espero que vaya bien el reportaje sobre Sienna. Os veré a las dos esta tarde durante la presentación del nuevo perfume. ¡Ciao!

La cabeza le daba vueltas. Miró a su alrededor. Lo que le apetecía era tumbarse de nuevo en la cama y dejar que la almohada ahogara sus gritos. Pero sabía que así no conseguiría nada. Y necesitaba ayuda con urgencia.

Llamó a Lou, sabía que ella le podría ayudar, pero el contestador automático fue lo único que escuchó al otro lado de la línea.

Estaba perdida, y el pánico volvía a atenazarla. Lou siempre le decía que cuando las cosas iban mal, todo lo que tenía que hacer era concentrarse en que podían estar aún peor. Pero en ese instante, no se le ocurría nada que pudiera empeorar esa situación.

Lo consiguió sin intentarlo en cuanto se vio en el espejo. Estaba pálida, tenía manchas de rímel bajo los ojos y su pelo era un desastre.

 

 

Se había dejado las gafas en el hotel, pero no le costó encontrar la sala donde se iba a celebrar la rueda de prensa en el hospital Santa María Nuova. Le bastó con seguir el zapateo incesante y el perfume de un montón de periodistas de moda que acudían al evento.

Se colocó detrás de una rubia periodista del corazón. Buscó en el bolso la pequeña grabadora que Lou le había dejado.

Minutos después, aparecieron una mujer y dos hombres vestidos con batas blancas. Le dolió darse cuenta de que Raphael no estaba con ellos. Se sintió decepcionada.

Tenía que verlo de nuevo. Lo que había ocurrido la noche anterior había conseguido que tuviera aún más preguntas y ninguna respuesta. De un modo u otro, tenía muchas cosas de las que hablar con ese hombre.

Se concentró en el trío que acababa de sentarse a la mesa presidencial. Reconoció a la mujer. La había visto la noche anterior. Era Alessandra Ferretti, la atractiva directora de comunicación de Lazaro. Ella se había sentado entre los dos doctores. Los tres hablaron en voz baja durante unos minutos. Después, Alessandra miró su reloj y se inclinó sobre el micrófono.

–Buenos días –saludó en italiano.

Hubo un murmullo en la sala. Micrófonos y cámaras se colocaron, dispuestos a grabar cada palabra que se dijera. Pero antes de que comenzara la rueda de prensa, alguien abrió la puerta de atrás y todos se giraron para ver quién llegaba tarde al acto.

Todas las cámaras de la sala se dispararon al instante para obtener una imagen de Raphael di Lazaro.

Parte del pelo le cubría la cara. Tenía aspecto de cansado y una barba incipiente ensombrecía su mandíbula, enfatizando sus bellos rasgos. Llevaba el mismo traje oscuro y camisa blanca de la noche anterior. Estaban arrugados, pero no necesitaba mucho más para estar atractivo. Apartó una silla y se dejó caer en ella. Su rostro no expresaba ningún sentimiento, pero al verlo pasarse las manos por el pelo, Eve pensó que parecía completamente agotado.

El estómago le dio un vuelco. Deseo y odio por ese hombre se mezclaban en su interior.

Alessandra Ferretti presentó a los hombres que tenía a su lado.

–El doctor Christiano es el asistente médico del señor Lazaro, y el doctor Cavalletti es el director del departamento de Cardiología. Raphael di Lazaro volvió de Colombia ayer mismo, pero ha estado con su padre toda la noche –explicó la mujer mientras apoyaba una mano en su brazo.

Le sorprendió que Alessandra informara sin más de su estancia en el país sudamericano, pero dejó de pensar en ello para concentrarse en la mano de la mujer, que aún seguía apoyada en el brazo de Raphael de manera posesiva.

–¿Cómo está Antonio ahora mismo? –preguntó un reportero.

–Está en las mejores manos –respondió uno de los médicos.

–¿Qué tratamiento va a seguir? –preguntó otro periodista.

El otro médico se aclaró la garganta antes de hablar y comenzó un largo y técnico monólogo para explicar con exactitud lo que le pasaba al paciente y el tratamiento que iba a seguir. Los periodistas que sólo hablaban inglés parecían completamente perdidos. Raphael escuchaba con la mirada perdida, apoyado en el respaldo de la silla y garabateando algo en un cuaderno. Parecía no darse cuenta de la atención con la que todos lo observaban, sobre todo las mujeres.

No podía dejar de mirarlo. Parecía desolado. Se había pasado dos años imaginando maneras de matar a ese hombre, pero ahora que lo tenía delante, sólo quería acercarse a él, tomar su cara entre las manos y hacer, con un beso, que se desvanecieran el dolor y cansancio de su rostro.

Estaba enfadada consigo misma por sentirse así. Era como si estuviera poseída por otra persona.

–¿Qué pasa con el lanzamiento del nuevo perfume? ¿Sigue en pie? –cuestionó otro periodista.

–Bueno, creemos que a Antonio le gustaría que no se suspendiera –repuso Alessandra Ferretti–. Ha estado trabajando mucho para que todo estuviera listo. Se tratará de un evento brillante en todos los sentidos. Oro es el perfume más especial de la casa Lazaro.

Después de unos segundos de publicidad gratuita, Alessandra volvió a poner cara de circunstancias.

–Para Antonio, Lazaro es lo más importante. Es toda su vida, así que seguro que prefiere que sigamos con los planes de la empresa como si no hubiera pasado nada. Después de todo, ha trabajado muy duro para crear lo que hoy tiene.

Su respuesta fue seguida por un montón de preguntas más, casi todas dirigidas a Raphael. Querían saber cuánto tiempo había pasado sin ver a su padre, si había vuelto de Colombia porque sabía que su padre estaba delicado, qué tal había visto a su padre la noche anterior…

Él contestaba con brevedad. Tenía la voz cansada. Eve mantuvo la cabeza baja y la grabadora en alto para registrar sus respuestas. A su lado, la periodista rubia levantaba desesperada la mano para que atendieran su pregunta.

–¡Señor Lazaro! ¡Raphael!

De repente, él miró hacia la periodista. Eve se quedó helada.

–¿Dónde estaba anoche cuando le avisaron de lo que le había pasado a su padre?

–Estaba en la fiesta de homenaje –repuso él.

No podía ni respirar. Decidió que si se quedaba muy quieta y seguía con la cabeza bajada, a lo mejor no la veía. Sólo esperaba que la rubia que tenía al lado dejara de hacer preguntas y atraer la atención sobre esa zona de la sala. Pero no tuvo suerte.

–He oído que les costó bastante tiempo encontrarlo. ¿Qué estaba haciendo? –insistió la mujer.

La pregunta fue seguida por un silencio que le pareció eterno. Despacio y con miedo, levantó poco a poco la mirada.

Se encontró con los ojos de Raphael.

Fue como chocar contra una pared de hielo.

Sus ojos no expresaban nada, pero tampoco dejaba de mirarla con intensidad. Era insoportable, pero también muy erótico. Como recibir las caricias más íntimas estando tumbada en una cama de clavos.

–Eso quisiera yo saber, eso quisiera yo saber… –replicó él con voz suave y sensual.

 

 

Raphael pensó que estaba imaginándoselo cuando reconoció a la joven de la noche anterior. Pero supo que no había ningún error. Habría podido reconocer esos ojos en cualquier parte. Igual que su sensual boca. No había pensado en otra cosa durante las largas horas que había pasado acompañando a su padre en el hospital.

Acababa de darse cuenta de que no era modelo, después de todo. Era mucho peor.

Aquella joven era periodista.

Estaba furioso. Creía que el cansancio había sido el culpable de algunas de sus malas decisiones, como besar a aquella mujer. Se alegró, al menos, de que el mayordomo los hubiera interrumpido antes de que las cosas fueran demasiado lejos. De no haber sido así, estaba seguro de que su nombre habría estado en la portada de alguna revista del corazón ese día.

La miró desde la mesa presidencial. Tenía la cabeza inclinada y la cara medio escondida tras su pelo. Sujetaba el bolígrafo entre los labios. Su corazón se endureció al verla allí. Su corazón y otra parte de su anatomía.

Pensaba que los periodistas eran todos rastreros y desleales. Esa joven tenía aspecto inocente, pero no se dejaba engañar. Creía que aún cabía la posibilidad de que escribiera algo sobre lo que había ocurrido. Y aumentado con exageraciones y mentiras para embellecerlo aún más. Decidió que la buscaría para hablar con ella y conseguir que diera marcha atrás.

Estaba seguro de que tendría un precio. Todos lo tenían. Eso era lo que más le entristecía de aquello.

 

 

–¡Taxi! ¡Taxi!

Eve suspiró exasperada cuando otro taxista florentino la ignoró al bajar por la calle. Ya habían pasado cinco libres y ninguno se había detenido. Empezaba a pensar que era invisible.

Pero había descubierto durante la rueda de prensa que no lo era. De haberlo sido, se habría librado de la humillación pública a la que la había sometido Raphael di Lazaro.

No entendía cómo podía atreverse a mirarla de esa manera. La había observado como si ella fuera un tipo de ser inferior, alguien que ni siquiera merecía estar en la misma habitación con él.

–¡Taxi! –gritó de nuevo.

La acera estaba llena de glamorosas mujeres italianas. Todas parecían impecables con su ropa de marca y gafas de diseño. De haber estado sola, se habría sentado en la acera y echado a llorar sin consuelo. Pero no podía recurrir a eso. Sólo tenía una salida posible.

Encontrar chocolate en algún sitio.

Había un café cerca de allí. Era pequeño, pero no pudo resistirse al aroma del café y los pasteles recién hechos. Se acercó a la barra, donde esperaban otros elegantes florentinos. Se preguntó por qué todo el mundo sería tan atractivo en esa ciudad. El café estaba lleno de lo que parecían modelos de alta costura.

Oyó el sonido de su teléfono móvil en ese instante y metió la mano en su gran bolso para sacarlo. Consiguió desenterrarlo y contestar antes de que dejara de sonar.

–¡Lou!

–Hola, guapa. He visto una llamada perdida tuya. ¿Va todo bien?

–¿Dónde estabas? ¡Te necesitaba con urgencia!

–Estaba aquí, pero no contesto el teléfono por si es Marissa. Se supone que he sufrido una reacción alérgica terrible, ¿recuerdas? Bueno, ¿qué tal va todo?

Al oír la voz de su amiga, Eve sintió cómo su voluntad se debilitaba de nuevo. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Tenía que desahogarse con alguien.

–Todo va fatal. ¡He metido la pata hasta el fondo!

–¿Qué? Eve, espero que no sea verdad. Marissa me estrangulará si descubre lo que hemos hecho. ¡Dime que no se trata de eso!

–Esto es cien mil veces peor.

Su amiga se quedó en silencio durante unos segundos interminables.

–No te creo. Pero tienes toda mi atención.

Sujetó el móvil con fuerza y bajó mucho la voz antes de hablar.

–Besé a Raphael di Lazaro.

–¿Cómo? No oigo nada. ¡Creí que habías dicho que besaste a Raphael di Lazaro! –dijo Lou, riendo con ganas–. ¿Eve? ¡Dios mío! Eso es lo que has dicho, ¿no?

–Sí.

–Bueno… En ese caso tengo que preguntarte algo que he de saber…

–Fantástico –la interrumpió Eve mientras sus ojos volvían a humedecerse–. No se parece en nada a lo que esperaba encontrar.

–¡No! ¡Eve! No iba a preguntarte qué tal besa. Quería saber por qué lo hiciste.

–Bueno, cuando lo besé no sabía de quién se trataba.

–Espera un segundo. Te conozco desde que empezamos a estudiar en la universidad. Y durante todo ese tiempo, Eve Middlemiss, nunca te liaste con un chico sin antes conocer a su madre e imaginarte siendo su esposa y madre de sus hijos. Y estoy hablando de cuatro años, cuatro estupendos años para ligar y conocer multitud de chicos.

–¡Eso no es justo!

Pero llegó en ese momento al mostrador y le tocó decirle a la camarera lo que quería. Le pidió un capuchino con chocolate y un bollo.

–Eve, no eres el tipo de mujer que va por ahí besando a extraños. ¿Qué es lo que ha pasado?

–No lo sé, Lou. Fue muy raro. Como algo que estaba escrito en el destino o algo así. Lo vi… Bueno, los dos nos miramos y sentí que algo encajaba. Parecía inevitable que sucediera entre nosotros. No tuve que hacer nada al respecto porque era como si los dos supiésemos que iba a ocurrir, lo quisiera o no. Y así fue. Después del desfile, me puse a hablar con un chico, y él apareció y me llevó de allí…

–¿Y te fuiste con él sin pensártelo dos veces? No puedo creerlo, Eve.

–Lo sé, lo sé. Fue algo estúpido e irresponsable, pero no tenía la suficiente voluntad como para resistirme. No sabes cómo es, Lou. Tiene una fuerza especial que…

–¡También Adolf Hitler tenía una fuerza especial, Eve! Pero eso no lo convertía en un novio perfecto. Mira, no me gusta nada lo que me estás contando. Lo que pasó anoche no tiene nada que ver con el destino ni con amor a primera vista. Lo que creo es que se acuerda de Ellie y te reconoció. Me parece que intenta manipularte para que no digas nada. No me parece seguro que estés con él. Creo que deberías volver a casa.

–¡No!

Lo dijo con tanto énfasis, que la camarera la miró extrañada mientras le entregaba el bollo.

–No voy ahora a renunciar a todo. Llevo dos años esperando la oportunidad de poder descubrir la verdad. Necesito saber qué es lo que le pasó a Ellie. Ahora estoy aquí y por fin he conseguido poner una cara a ese maldito pedazo de papel que constituye mi única pista. Parece que las piezas no encajan, y ya no sé en qué creer. Lo único que tengo claro es que no voy a volver a casa hasta que consiga algunas respuestas. Cueste lo que cueste. O desenmascaro a Lazaro como el sórdido camello que es o…

Se detuvo para tomar un primer sorbo de su capuchino. Era exquisito, y cerró los ojos para disfrutar más del delicioso sabor. Pero tuvo que abrirlos de repente cuando chocó contra algo.

El líquido caliente cayó sobre su mano y sobre la camisa blanca del hombre con el que acababa de tener el encontronazo.

Era una camisa cara, blanca, pero estaba muy arrugada. La reconoció al instante.

Aquello iba de mal en peor.

–¿Qué pasa, Eve? ¡Eve! –preguntó Lou en el teléfono.

Con un solo movimiento rápido, Raphael di Lazaro tomó la taza de sus manos y le quitó el móvil que sujetaba entre la oreja y el hombro. Se dispuso a hablar por él. Su rostro parecía tranquilo, pero sus ojos brillantes reflejaban su enfado.

–Me temo que tu amiga se ha quedado sin palabras, pero está bien, no te preocupes.

Eve no pudo evitar aspirar su masculino aroma y sentirse algo mareada. Lejana y débil, podía oír la voz de Lou contestándole.

–¡Menos mal! ¿Qué ha pasado?

–Nada importante. Sólo un pequeño accidente con el capuchino. ¿Es siempre así de torpe?

Eve oyó cómo su amiga reía, relajándose al oír la suave y sexy voz de ese hombre. Sintió que estaba traicionándola, y supo que no estaría así de contenta si supiera con quién estaba hablando.

–¿Lleva las gafas puestas?

–No –repuso él, mirándola un instante.

–¡Vaya! Entonces no tiene nada que hacer. De verdad, no debería ir sola por el mundo.

–Estoy completamente de acuerdo con usted, signorina.

Agarró con furia el móvil. Estaba muy enfadada.

–Muy bien, Lou. Ha sido un placer hablar contigo. Pero ahora será mejor que cuelgue y vayas a acostarte. Ya te he dicho que no tomes vodka para desayunar.

Colgó antes de que su amiga tuviera tiempo para protestar, y elevó la barbilla para encararse a ese hombre.

–Así que signorina Middlemiss –dijo él, pronunciando cada sílaba con cuidado–. ¿Quieres decirme qué significa esto?

–Ha sido un accidente, no es para tanto. Seguro que se quitan las manchas…

–No seas infantil. Sabes perfectamente de lo que estoy hablando. ¿Qué palabras usaste exactamente? ¡Ah! ¡Sí! Sórdido camello. No creo que los lectores de Glitterati quieran oír eso de mí.

Su tono la hirió, pero lo peor fue ver que su amiga había tenido razón.

–¿Así que sabes quién soy? ¡Qué sorpresa tan grande! Tenía que haberme figurado que hombres como tú tienen espías por todas partes.

Él levantó una mano y, durante un segundo, Eve pensó que iba a abrazarla y besarla como había hecho la noche anterior. Se enfadó consigo misma por sentirse decepcionada cuando todo lo que hizo fue tomar entre sus manos la tarjeta identificativa que colgaba de su camiseta.

–Eve Middlemiss. Reportera de moda. Glitterati –leyó él muy despacio mientras su boca se curvaba en una cruel sonrisa–. No hace falta tener sofisticadas redes de inteligencia a tu disposición para descubrir este tipo de cosas. Hace cinco minutos apenas sabía nada sobre ti, signorina, pero ahora me estoy haciendo una idea bastante buena de cómo eres.

–¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué piensas de mí?

Se arrepintió al instante de habérselo preguntado. Se lo había puesto en bandeja. Sabía que aprovecharía la ocasión para ofenderla de nuevo. Pero su aroma estaba confundiéndola y no podía pensar con claridad.

–Que eres una periodista sin experiencia y algo ridícula que trabaja para una revista de segunda categoría y se mete en líos para los que no está preparada su pobre cabecita rubia.

Se merecía aquello. No debería haberle preguntado.

Él se echó hacia atrás, y Eve fue consciente en ese instante de lo cerca que habían estado el uno del otro. Su cercanía había contribuido a confundirla. El espacio hizo que se recuperara un poco.

–¡Eres un cerdo machista y condescendiente! ¿Cómo te atreves a juzgarme?

Él había sacado algo del bolsillo y estaba inclinado sobre una mesa, escribiendo una nota.

–¿De verdad quieres que conteste? –repuso él sin levantar la vista–. Hasta tu amiga piensa que no deberías ir sola por el mundo.

–¡Mi amiga estaba bromeando! –replicó ella fuera de sí–. Para entenderlo, tienes que tener algo que se llama sentido del humor.

Él se incorporó y, apoyando su cadera en la mesa, la miró durante unos segundos. Después, cruzándose de brazos, empezó a hablarle en italiano. Su voz era ronca y sensual, casi como una caricia, y las palabras la cubrieron como una lluvia de verano. No pudo evitar estremecerse al oírlo. Se sintió igual que entre sus brazos la noche anterior.

Pero entonces se dio cuenta de que él había dejado de hablar y que estaba mirándola y esperando que lo contestara.

–¿Y bien? –le dijo Raphael.

Confusa, movió la cabeza mientras lo miraba.

–Lo siento. Yo no…

Él la contemplaba como una pantera acechando a su presa. Había algo peligroso y salvaje en su mirada. Se sentía como si fuera a saltar sobre ella en cualquier momento.

–Así que no hablas italiano. No sabes en qué lío te estás metiendo. Esto no es lo tuyo. Será mejor que vuelvas a casa.

–¿Me estás amenazando?

Él suspiró. De repente le pareció que estaba muy cansado. Lo notó y sintió la misma irracional urgencia de tocar su rostro y abrazarlo.

–No, lo que hago es advertirte que tienes que ser prudente –repuso él con agotamiento–. Toma esto, por favor –añadió mientras le entregaba lo que parecía un cheque en el que él había escrito algo–. No sé cuánto pensabas ganar con la información que ibas a ofrecer a la revista, pero creo que veinte mil será suficiente para cubrirlo.

–¿Qué? –exclamó ella, furiosa–. ¿Me estás ofreciendo veinte mil euros para que no abra la boca y vuelva a casa?

Él sonrió con ironía.

–Has subestimado mi generosidad. Te ofrezco veinte mil libras, no veinte mil euros.

No podía creerlo. Tampoco podía hablar. Lo miró durante unos instantes y se le llenaron los ojos de lágrimas. Creía que la vida de su hermana valía mucho más que eso. La vida de su hermana no tenía precio.

Un taxi se acercaba a ellos por la calle y corrió hacia él para detenerlo. Pero, entre las lágrimas, que no llevaba sus gafas y la desesperación por alejarse de ese hombre, estaba más torpe que de costumbre. Oyó a algunos coches frenando y el sonido de los claxon mientras el taxista tenía que girar el vehículo violentamente para no atropellarla. En medio segundo, Raphael estaba a su lado. La agarró y llevó hasta la acera.

–¡Estúpida niña malcriada! ¡Podían haberte matado! –le gritó sin dejar de agarrar su brazo–. ¿Es que ni siquiera sabes que en Florencia no se para a los taxis levantando el brazo como hacéis en Londres? ¡Por Dios, Eve!

Lo miró con la cara llena de lágrimas. Se sentía asustada y humillada.

–¡Suéltame, por favor!

Aún estaba temblando. Por culpa del susto y también por cómo había pronunciado su nombre. Hacía que su nombre sonara como «Eva», su versión en italiano. El nombre de la primera mujer.

Tampoco olvidaba que él había corrido entre los coches para salvarla.

Raphael hizo lo que le pidió. Y se apartó de ella como si fuera portadora de alguna enfermedad contagiosa.

Ella se concentró de nuevo en la calzada, intentando parecer calmada. Vio otro taxi y levantó el brazo.

«Por favor, Señor, haz que éste pare. Tengo que demostrarle que no puede mandarme, que puedo valerme por mí misma», pensó mientras rezaba.

Casi lloró de alegría al ver cómo se detenía a su lado el coche. Se giró para mirar a Raphael e intentó sonreír a pesar de las lágrimas.

–¿Ves? Soy perfectamente capaz de…

Se quedó parada al ver cómo él alargaba la mano hacia ella y acariciaba con el pulgar sus labios. Fue un gesto íntimo y sensual. Cerró los ojos un instante y se concentró en lo que sus labios estaban sintiendo contra su firme y dulce piel. Una corriente de calor y electricidad recorrió su cuerpo.

Lo miró a los ojos. Raphael la observaba con frialdad.

–Espuma. Tenías espuma del capuchino en los labios. ¿Qué estabas diciendo? –preguntó, burlón.

Le abrió la puerta del taxi con una cruel sonrisa en los labios. Después se inclinó para decirle algo en italiano al taxista mientras le entregaba un montón de billetes.

Furiosa, cerró dando un portazo y se limpió la boca con el dorso de la mano. Quería borrar la sensación de su caricia.

–¿Qué le ha dicho? –le preguntó al conductor mientras se ponían en marcha.

–Me ha pedido que la lleve al aeropuerto. ¿Es ahí donde quiere ir?

–¡No! Lléveme a mi hotel, por favor.

–¿Está segura, signorina? El señor me ha pagado mucho para que la lleve al aeropuerto.

–Sí, estoy segura.

Pero era mentira. En ese instante habría hecho cualquier cosa para no tener que ir a la presentación del perfume de esa tarde. Lo que de verdad quería era meterse en un avión que la llevara de vuelta a casa y no tener que volver a oír el apellido Lazaro en su vida.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

EVE iba en una limusina dorada a una de las fiestas más exclusivas del año, donde sólo irían los más famosos del planeta, pero se sentía como si la llevaran al matadero.

Frente a ella, Sienna estiró sus largas piernas y suspiró de manera melodramática en el móvil. Se había pasado todo el trayecto hablando por teléfono con su agente, su novio y otros amigos. Sabía que cualquier periodista habría aprovechado la ocasión para obtener jugosa información para su reportaje, pero Eve estaba demasiado preocupada con sus propios problemas como para escuchar las conversaciones de la modelo.

En teoría, todas las pistas comenzaban a encajar. El hecho de que Raphael di Lazaro le hubiera ofrecido un montón de dinero era otra razón para creer en su culpabilidad. Aun así…

Bajo su fría y despectiva coraza, se había dado cuenta de que era un hombre íntegro. Al menos eso creía. No le parecía alguien malvado ni corrupto.

Apoyó la cabeza en la ventana de la limusina y cerró los ojos. Creía que a lo mejor estaba dejando que la belleza de ese hombre y su indudable atractivo sexual la afectara a un nivel mucho más profundo.

Recordó uno de los artículos en los que Lou había trabajado un año atrás, antes de que le saliera ese trabajo en Glitterati. En él hablaba sobre algunas mujeres que se habían enamorado de prisioneros condenados a pena de muerte. En un bar de Oxford, las dos amigas habían discutido sobre el tema. No podían creerse que la gente dejara que su corazón dominara de esa manera su cabeza.

Ahora ella creía que estaba también perdiendo el sentido común.

Pero creía que no se había imaginado la fuerza que ese hombre le había transmitido mientras había caminado asustada por la pasarela de moda. Había sentido la misma seguridad mirándolo que poco después entre sus brazos. También se había dado cuenta de que, debajo de su frialdad, era alguien que sufría. Y que tenía el suficiente valor como para correr tras ella entre los coches para salvarla.

Golpeó la cabeza contra el cristal. No sabía dónde había dejado su sentido común. Tenía que recordar que los hechos parecían hablar por sí mismos. Su nombre estaba en ese papel, al lado de la palabra «drogas». Ese mismo día la había seguido después de la rueda de prensa y la había intentando comprar con dinero.

Su parte más racional frotó con cuidado sus sienes y respiró profundamente. Tenía que ignorar lo que su corazón decía. Su cabeza sabía que él era el sospechoso número uno. Había ido a ese país para encontrar respuestas y aún estaba dispuesta a conseguirlo.

Suspiró e intentó concentrarse en Sienna, que estaba en ese momento estudiando el esmalte de sus uñas.

–¿Tendré que quitarme la ropa? –preguntó por teléfono.

No sabía si hablaba con su agente o con su novio. La modelo estaba bellísima esa tarde. Llevaba unos pantalones blancos y una blusa dorada y casi transparente que caía desde una gargantilla de oro que cubría su cuello. Sólo Sienna y Eve sabían que la modelo había tardado media hora en sujetar con cinta sus pechos para que el escote fuera perfecto o que la mayor parte de su exuberante melena negra estaba formada por extensiones de nailon.

Eve pensó con amargura que nada era lo que parecía.

Ya estaban lo bastante cerca como para ver a algunos famosos saliendo de sus coches. Todo el mundo vestía de acuerdo con el tema de la fiesta. Los atrevidos vestidos de las damas, los complementos de los hombres, los adornos del lugar, hasta la alfombra que pisaban al entrar, todo era dorado.

Ella no tenía ropa para la ocasión, así que Sienna le había ofrecido prestarle algo de su amplio vestuario. Pero la modelo medía uno ochenta y apenas tenía pecho. Nada de lo que tenía le servía. Al final, Eve tuvo que recurrir a sus gastados vaqueros, unas sandalias indias llenas de pedrería y lo único que poseía que era algo dorado. Se trataba de una camisola de seda y encaje que era una auténtica antigüedad. Había pensado llevar una chaqueta para cubrirla, pero Sienna se lo prohibió y la sacó de la habitación sin escuchar sus quejas.

–¡Claro que no pareces una cualquiera! Por si no lo sabías, ésta es la imagen que se lleva este verano. No lo entiendo, Eve, se supone que trabajas en el mundo de la moda. ¿Cómo es que no estás a la última?

La modelo había tenido razón. Había estado tan concentrada pensando en Raphael di Lazaro, que se le había olvidado lo que hacía allí.

La limusina se detuvo, y Sienna salió de ella con elegancia. Eve, llena de nerviosismo, esperó a que la nube de fotógrafos se desvaneciera después de retratar a la modelo para salir del coche. Intentó sonreír y parecer segura, pero apenas podía mover los labios. La culpa era del pegajoso brillo que Sienna había aplicado en su boca. Arena dorada importada de Egipto adornaba ambos lados de la alfombra y la entrada de la tienda, donde había además dos enormes esfinges. Pero esos detalles no la prepararon para la fastuosa y espectacular decoración del interior.

–¿Qué te parece? –le preguntó Sienna, entusiasmada–. ¿No te dije que las fiestas de Lazaro son siempre increíbles?

–Es surrealista –repuso Eve, mirando a su alrededor.

Todo estaba decorado con palmeras y falsas pirámides. Frente a ellas, un montón de famosos y personalidades eran perfumados con Oro por unas bellezas disfrazadas con escuetos trajes de esclavas egipcias.

En el centro del salón había una fuente de tres pisos. La culminaba un réplica de la cabeza de Tutankamón, de la que salía champán.

Se acercó a ellas un camarero que sólo llevaba un taparrabos y les ofreció su bandeja de canapés.

Sienna le había prohibido que llevara sus gafas, así que no distinguió lo que le ofrecían.

–Son langostinos con salsa de vodka y decorados con pan de oro de dieciocho quilates.

–¿Pan de oro? –repitió Eve, algo mareada.

Sienna suspiró.

–No, gracias. Tengo que tomar un avión esta noche y no quiero que salten los detectores de metal si me como eso. Ven a beber algo –le dijo a Eve mientras se dirigía hacia la fuente de champán.

Era imposible hacerse con un sitio entre la multitud que rodeaba la fuente. Se quedó sola mirando a su alrededor e intentando ver a Sienna entre la enorme cantidad de caprichosas modelos y atractivos hombres que llenaban la sala.

De repente sintió cómo un brazo rodeaba su cintura. Se dio la vuelta y se encontró con el hombre que había conocido en la fiesta de Lazaro. Era el hombre del que Raphael había estado empeñado en rescatarla.