Insomnio - José Antonio Ramos Sucre - E-Book

Insomnio E-Book

José Antonio Ramos Sucre

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Beschreibung

La obra de José Antonio Ramos Sucre ha sido reclamada como piedra fundacional de la tradición poética contemporánea venezolana. La fría recepción de sus textos en el precario ambiente literario de su época, signado por la versificación española tradicional y un modernismo ya exhausto, hizo que sus poemas en prosa fueran a menudo tachados de incomprensibles y crípticos. Sin embargo, su huella sigue siendo visible en el canon estético de las generaciones posteriores, tanto en poetas como en narradores, mientras que la divulgación internacional de su obra se ha intensificado en las últimas dos décadas. Se sabe que Ramos Sucre sufría «insomnios agónicos» con regularidad. En esta antología monográfica se agrupan por vez primera sus textos alusivos a la noche y a la incapacidad de aposentarse en el sueño: medio centenar de poemas en los que se da cuenta, bajo distintos modos y registros, de la experiencia extrema y turbadora que marcó sus desvelos durante casi un decenio, agudizando el proceso de deterioro psíquico que lo condujo al suicidio a mediados de 1930.

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José Antonio Ramos Sucre

Insomnio

prólogo de

Insomnio

primera edición digital:

Febrero de 2023

© Del prólogo: Juan Bonilla, 2021

© De esta edición: Firmamento Editores s. l., 2021

[email protected]

www.firmamentoeditores.com

rrss: @firmamentoed

isbn epub: 978-84-126630-8-2

diseño y composición: Firmamento

Este libro no puede ser reproducido sin

la autorización expresa del editor.

Todos los derechos reservados.

prólogo

Quienes conocieron a Ramos Sucre —autor de una breve obra de radiante personalidad— nos han prestado imágenes que tasan la profunda soledad en la que vivía: un transeúnte en las calles de la madrugada caraqueña, combatiendo el insomnio, oyendo los latidos de la ciudad dormida, tratando de que el cansancio lo noquease… sin conseguirlo. A veces, volviendo de quién sabe qué fiesta o qué cita, algún poeta lo veía avanzando lentamente, parecía ir hablando solo, discutiéndose algo. El poeta, y alumno suyo, lo llamaba: Maestro. Entonces se detenía, no parecía angustiado, hacía partícipe al otro de su discusión íntima: ¿qué habrá querido decir Heráclito con que el carácter es el demonio del hombre?, ¿no procederá de ahí el «carácter es destino» de Nietzsche?, ¿y no estará mal traducido daimon, no tendría que haber sido trasladado como «energía divina», es decir, «en el carácter se manifiesta la energía divina de cada ser»? Previsiblemente se entablaba una breve conversación que el maestro zanjaba siguiendo su interminable paseo. Episodios como éste pueden encontrarse en decenas de testimonios de quienes lo conocieron. 

Quienes lo han estudiado, vinculando su obra hecha de precisas miniaturas donde irrealidad y realidad danzan más que combaten, inmiscuyéndose la primera en el cuerpo de la segunda con la naturalidad de un amante que repite una escena que, pareciendo la misma, es siempre única, subrayan dos presencias que lo enjaulaban: una madre impositiva, una dictadura tenaz. En lo íntimo y en lo público, dos apisonadoras que le obligaron a huir a los laberintos de la simbología, la leve libertad de lo fantástico, permitiéndole producir una obra que, por darse el lujo del anacronismo, se salvó del imperioso tono de la época. Por mucho que se le haya deslizado a los largos índices de autores vanguardistas de los años veinte, su relación con las palpitaciones de la vanguardia es meramente cronológica: sus textos podrían haber sido escritos medio siglo antes o medio siglo después. Esa audacia ha permitido que se le siga leyendo sin necesidad de ligaduras con su propia época, sin que tenga carácter representativo ni haya de padecer las miserias del que queda como mero embajador de un ismo. Mientras vivió fue celebrado como una extrañeza que, por su carácter inasumible —carácter es destino—, enriquecía la flora cultural de la época como un vegetal exótico: sus miniaturas solían aparecer en la primera página de los periódicos, se le tenía por el ciudadano más culto del país (procedía de una familia aristocrática en bancarrota, un tío cura le enseñó griego y latín en una infancia que fue «uno de los nueve círculos dantescos»), su don de lenguas impresionaba, se le cedía sin oposición la cátedra del liceo que más le conviniera y se le nombró intérprete oficial de la Cancillería. Todas estas galas contrastaban con la frialdad con que se recibían sus escuetas producciones: tenidos por herméticos mensajes embotellados, nadie parecía dispuesto a tratar de entenderlos. Se fomentó la leyenda de que era un solitario cuyo público natural o había muerto hacía un siglo o estaba por nacer en el siglo siguiente.

No sólo con caminatas que a veces le ocupaban la madrugada entera combatía el insomnio persistente —y no dejaba de ser paradójico que se tomaran muchos de sus textos como composiciones oníricas, vagas ensoñaciones de quien era capaz de abolir el tiempo escribiendo sobre cualquier época o sacándose de la manga personajes que parecían residir en los pliegues de realidades paralelas—. Solía cambiar de domicilio para procurarse silencio. Llegó a alquilar la vivienda vecina para deshabitarla. También recurría a los fármacos en pos de un poco de inconsciencia. Al parecer obtuvo la ayuda de un pariente que era proveedor de medicinas a las boticas. Su biógrafa Alba Hernández reduce a dos los compuestos con los que el poeta trataba de mitigar su pesadilla —pues el insomnio es una pesadilla, según verso de un poeta menor—: el hidrato de cloral y el veronal. En un interesante artículo sobre la posible influencia de los hipnóticos en su producción literaria (hecho pasado por alto en todos los estudios que se han arrimado a su obra), Dayana Fraile presiente que pudo haber más, y en cualquier caso riñe a la biógrafa por estimar que el hidrato de cloral, del que Ramos Sucre hizo uso de manera prolongada, «es un sedante muy suave todavía en uso». Dice Fraile, confiando acaso desmedidamente en la poesía de los prospectos médicos, que el hidrato de cloral sólo debe usarse en periodos muy cortos de tiempo, de ahí que discuta la suavidad de su sedación. Si bien es cierto que en la mayoría de hipnóticos y ansiolíticos la recomendación clínica es que el uso vigilado no supere las tres semanas, por no hacer correr al paciente el riesgo de originar dependencia, cualquier insomne sabe que esas recomendaciones se tachan solas, pues entre dormir y no dormir, si el insomnio no es destructivo, media sólo una dosis adecuada del componente que sea útil, y éste puede tomarse en efecto no ya durante unos meses, sino durante años, sin mayor exigencia en malas temporadas que la de imponer una subida de la dosis idónea para que se produzca la ansiada desconexión. Ello no desdice la suavidad de algunos sedantes, como el hidrato de cloral, que se daba a los niños que se ponían nerviosos la noche anterior a la primera comunión. Que Sucre necesitara recurrir al veronal es indicativo, precisamente, de que la poca potencia del sedante para los fines que necesitaba no le producía el menor efecto. El cloral induce un sueño ligero que apenas se perturba en algún caso, y, dependiendo de la dosis, pasajeras alucinaciones. Como todas las drogas de su especie el peligro de que genere adicción es muy alto. Como todas las drogas de su especie genera un desapego por la realidad que puede terminar convirtiendo la ganancia de poder dormir en la pérdida de afecto por lo cercano. Que en el siglo xix hubiera casos famosos de artistas destruidos por el cloral —como Dante Gabriel Rossetti, que empezó a tomarlo después de perder el hijo que esperaba, y multiplicó las dosis después de que su mujer se suicidara— no empaña los beneficios de su sedación cuando trata de combatir con puntualidad un mal —aunque si el mal es la desesperación, en efecto, no es herramienta suficiente—. En frase memorable de Escohotado: una droga es como una cuerda, al alpinista le sirve para hacer cumbre y al suicida para ahorcarse, parece insensato culpar del triunfo de uno y la derrota del otro a la cuerda. 

El veronal, nombre comercial del dietil-manolil —la droga que Ramos Sucre utilizó para borrarse al fin, para alcanzar el otro lado del tiempo, para ganarse el sueño que se le negaba—, tiene entre sus víctimas a sus propios creadores, que murieron ambos de sobredosis. Era más adictivo que la mismísima heroína: su síndrome de abstinencia procuraba una auténtica visita a las más horríficas páginas de Dante, pues causaba crisis de epilepsia, delirium tremens, etcétera. Como las peores drogas, era además vengativa: cuando alguien que conseguía dejarla quería volver a ella, exigía que se multiplicase mucho la dosis. Las muertes por sobredosis de veronal se contaron por cientos entre su aparición a principios de siglo y los años posteriores a la Gran Guerra, hasta el punto de que dio nombre a una enfermedad: veronalismo. La ingesta frecuente de veronal causaba apagamientos de memoria, estados de delirio, debilidad intelectual, además de lesiones renales y erupciones cutáneas. Parece probado que el uso a largo plazo del dietil-manolil potenciaba aquello que quería combatir: el insomnio era uno de sus efectos, lo que establecía una relación endemoniada con el consumidor, que para combatirlo multiplicaba la ingesta hasta llegar a la desesperación de procurarse la dosis definitiva. 

Ramos Sucre buscó solución a su pesadilla huyendo de Caracas después de publicar los dos libros que, junto al previo La Torre de Timón