Intercambio de parejas - Sara Craven - E-Book
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Intercambio de parejas E-Book

Sara Craven

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Beschreibung

Tenía que casarse si no quería perder todo lo que tenía... Alex Fabian era un ejecutivo de altos vuelos acostumbrado a vivir rápido y a su manera, y cuando su familia empezó a decirle que ya era hora de sentar la cabeza, él se echó a reír. Pero cuando le dieron un ultimátum según el cual o se casaba antes de tres meses o perdería su herencia, no tuvo más remedio que buscarse una novia... Louise Trentham estaba aún recuperándose de un desengaño amoroso cuando Alex le hizo su proposición y, a pesar de ser un tipo guapo y divertido, Louise desconfió de él. Sin embargo, entre ellos había una química irresistible. ¿Debería arriesgarse y dar el «Sí, quiero»?

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Seitenzahl: 186

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Sara Craven

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Intercambio de parejas, n.º 1446 - enero 2018

Título original: The Token Wife

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-729-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

CUANDO Alex Fabian estaba enfadado, irradiaba tan mal humor que lo mejor era apartarse de su camino.

Esa noche, al entrar en la casa de Holland Park de su abuela, iba echando humo. No obstante, hizo un esfuerzo por sonreír al anciano que le abrió la puerta, al que conocía desde niño.

–Barney… ¿qué tal? ¿Y la señora Barnes?

–Vamos tirando, gracias, señorito Alex –hizo una pausa–. La señora no ha bajado todavía, pero el señor Fabian está en el salón.

–¿Mi padre? –preguntó con el ceño fruncido–. Pensé que no se hablaban.

–Ha habido una reconciliación, señor –dijo con tono reposado–. La semana pasada.

–Entiendo.

Alex se quitó el abrigo y lanzó una mirada fugaz a su imagen en el gran espejo del vestíbulo. Después, se dirigió hacia la puerta doble del salón.

Debería haber ido al barbero, pensó irritado, pasándose la mano por los pelos diminutos que le rozaban el cuello.

El traje negro que llevaba, el chaleco de seda gris, la camisa blanca inmaculada y la corbata señalaban que se trataba de una visita formal.

Para la cual lo habían citado.

Y los labios apretados y la expresión ardiente de su mirada indicaban que sospechaba de qué se trataba.

Encontró a George Fabian sentado en uno de los sofás que flanqueaban la chimenea, ojeando un periódico.

–Buenas tardes, Alex. Sírvete algo –dijo el hombre sin levantar la cabeza.

–Gracias, pero es un poco temprano para mí –echó un vistazo al reloj–. No estoy muy seguro de si me han invitado a tomar el té o a cenar.

–Te sugiero que se lo preguntes a tu abuela –le advirtió su padre cortante–. Esta pequeña reunión familiar fue idea suya, no mía.

–¿Y el motivo? –caminó hacia la chimenea y le dio a los troncos una patada impaciente con sus zapatos caros.

–Creo que para hablar sobre los preparativos de su fiesta de cumpleaños –hizo una pausa–. Entre otras cosas.

–¿En serio? –dijo con las cejas levantadas con ironía–. ¿Se me permite preguntar de qué se tratan esas «otras cosas»?

Su padre le dedicó una mirada seca.

–Imagino que podría salir a colación tu puesto de futuro presidente del banco Perrins.

Hubo un silencio, después, Alex dijo con cierta altivez:

–¿Estás sugiriendo que puede haber alguna duda? No tenía ni idea de que mi aptitud para dirigir el banco estuviera puesta en entredicho.

–Y no lo está, por lo que yo sé –dobló el periódico y lo dejó a un lado–. Es más un asunto de imagen. Demasiadas fotos en las revistas del corazón, demasiados rumores y demasiadas chicas –añadió llanamente.

–No sabía que tenía que hacer votos de castidad para trabajar en Perrins –dijo con el mismo tono pausado, aunque tenía los puños apretados.

El hecho de que había esperado que algo así sucediera, no lo hacía más fácil, pensó con tensión creciente.

–Entonces, vuelve a pensar en el asunto –dijo su padre con brusquedad–. Perrins es un banco chapado a la antigua, dirigido por gente tradicional a la que no le gusta el tipo de publicidad que tú atraes –meneó la cabeza–. Los clientes quieren saber que hay alguien sólido y de confianza a la cabeza, alguien en quien poder confiar. No un donjuán –hizo una pausa–. Te gusta volar muy alto, Alex, ten cuidado no te estrelles.

–Gracias –dijo Alex con peligrosidad–. ¿Te han dicho que me des esta lección de sabiduría o es todo de tu cosecha?

George Fabian suspiró.

–No seas tan puntilloso, chaval. Soy tu padre y tengo derecho a preocuparme. No quiero verte tirar una carrera brillante por la borda.

–Si sucede lo peor, hay otros bancos –dijo con tirantez.

–Desde luego –concedió su padre, mientras le dedicaba una mirada firme–. A menos, por supuesto, de que tampoco les convengas.

Se hizo el silencio. Después, Alex, más calmado, dijo:

–Quizá me tome esa copa, después de todo –se dirigió a la licorera donde estaban las botellas y se sirvió un whisky–. Entonces, se volvió con el vaso en la mano y una mirada retadora–. ¿Cuáles son los rumores?

–Creo que a Peter Crosby lo van a ascender cuando el gobierno vuelva a ganar las elecciones.

Alex se puso tenso.

–¿Y?

–Eso quiere decir que su vida será de más interés para todos –hizo una pausa para dar un trago a su whisky–. Tengo entendido que el Daily Mercury ya está sobre la pista y que ha mandado a un equipo para que vigile de cerca a su esposa.

Hubo otro silencio.

–Entiendo –dijo Alex sin expresión.

–Además –continuó el señor Fabian–. Corre el rumor de que Crosby ha contratado a un detective privado para que siga a su mujer y para que controle sus llamadas. No tienen niños por lo que tal vez esté pensando en deshacerse de ella antes de que esta estropee su marcha triunfante hacia el poder con más indiscreciones. No eres el primero, ¿sabes?

–Ya lo sé –dijo con un tono frío.

–Y de ninguna manera se va a divorciar sin complicarle la vida a alguien. Tiene fama de ser muy vengativo.

–Es una pena que los cotillas no tengan nada mejor que hacer –dijo Alex y le dio un buen trago a su vaso.

–Quizá deberías sentirte agradecido. Si te vieras implicado en un divorcio de esas características, el comité de Perrins podría no perdonártelo.

Alex sonrió irónico.

–La gratitud no es el sentimiento que me embarga en este momento.

–Espero que no vayas a decirme que Lucinda Crosby es el amor de tu vida.

–Por supuesto que no –dijo encogiéndose de hombros–. De hecho, no creo que exista algo así. De todas formas, ya había pensado cortar con ella. Espero que eso te satisfaga.

–Sí, pero todavía no las tienes todas contigo. ¿Le has oído a tu abuela alguna vez hablar de un primo suyo que se marchó a Sudáfrica antes de la guerra? ¿Archie Maidstone?

Alex frunció el ceño pensativo.

–Sí, lo ha mencionado en alguna ocasión. Creo que sentía algo especial por él, pero se metió en problemas, o algo así.

–Efectivamente –asintió Fabian–. Trabajaba en Perrins y desfalcó dinero. La familia se encargó de tapar el desfalco, pero le advirtieron que nunca volviera a Inglaterra.

–Debe ser ya muy viejo.

–De hecho, está muerto. Pero su nieto no, y ha estado por aquí de visita. Por lo visto, está construyendo puentes. Parece que le ha causado una gran impresión a tu abuela. Incluso lo ha invitado a Rosshampton a pasar el fin de semana.

–Continúa –dijo Alex, prestando mucha atención.

–Está casado. Tu abuela le ha pedido que vuelva para su cumpleaños y que traiga a su mujer con él para enseñarle Rosshampton. Quizá tu herencia no esté tan segura como pensabas –dijo fríamente–. Hay otro candidato alternativo.

–Yo soy su único nieto. Siempre me ha dicho que Rosshampton es para mí. ¿De verdad crees que hay alguna duda?

–No lo sé. Pero se ha encariñado mucho con él. Y con el hecho de que esté casado… estable. Le gusta eso.

Alex miró al cuadro que tenía enfrente, un retrato de lady Perrin a los dieciocho años. En el cuadro aparecía la casa de piedra gris rodeada de árboles milenarios, con el sol cayendo sobre los campos verdes y, en la distancia, el brillo del agua.

Pensó en todo el tiempo que había pasado allí de niño y en cómo había vuelto allí siempre que había sentido la necesidad de sentirse protegido. Siempre le había cautivado y siempre había esperado convertirse algún día en el señor de todo aquello.

Su abuela siempre lo había animado. De hecho, lo había hecho querer a la casa y le había permitido pensar que un día sería suya.

Y, ahora, por primera vez, había una duda.

El nieto de un hombre que había caído en desgracia, pensó apretando el vaso con fuerza. ¿Aquel desconocido sudafricano iba a robarle su Rosshampton? ¡Eso sería sobre su cadáver!

La puerta se abrió y entró lady Perrin. Llevaba un vestido negro de noche bastante favorecedor y el pelo, blanco como la nieve, lo llevaba recogido en un moño.

Alex vio que llevaba uno de sus bastones de plata. Normalmente, se negaba a utilizar nada por lo que debía tener muchos dolores para haberse concedido esa debilidad. La rabia que sentía fue remplazada por la compasión, aunque no se atrevió a mostrar sus sentimientos.

Primero, saludó a su padre que la recibió con una inclinación de cabeza. Después, la mirada se volvió hacia él y lo recorrió de los pies a la cabeza.

–Mi querido Alexander.

Alex le tomó la mano y le dio un beso en la mejilla.

–Abuela.

Selina Perrin se dirigió hacia el sofá donde se sentó con cierto esfuerzo. Después, aceptó el jerez que Alex le llevó.

–Ven a sentarte conmigo y cuéntame todo lo que has estado haciendo. Aparte de lo que ya leo yo en las revistas, que no es poco.

–No te creas todo lo que dicen.

–Pero lo que sí es cierto es lo de la mujer de Crosby. Y no mires a tu padre, que él no me ha dicho nada.

Alex se mordió el labio.

–Qué pena que nunca trabajaras para la CIA, querida abuela.

–En mis tiempos, no había tantas oportunidades para las mujeres –hizo una pausa–. ¿No crees que ha llegado el momento de que dejes en paz a las mujeres de los otros y te busques una chica decente y respetable?

Él esperaba una emboscada durante la cena y no, ese ataque frontal. Hizo un esfuerzo por recobrar la compostura.

–Yo sería el último hombre con el que una chica así querría casarse.

–Tonterías –dijo la mujer con desprecio–. Y tú lo sabes muy bien. Comportándote así no le estás haciendo ningún favor a la familia. Además, me niego a que el banco y su reputación se vean afectados por tu comportamiento. Esto tiene que acabar, Alexander. ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta y tres?

–Treinta y dos –dijo él, furioso consigo mismo por haber mordido el anzuelo.

–Exactamente. Ya deberías haber asentado la cabeza.

–¿Te gustaría sugerirme alguna candidata?

–Podría sugerirte una docena –le dijo la abuela con clama–. Pero no te hace falta. Te lo digo muy en serio. Mi cumpleaños es dentro de tres meses y espero que vayas con tu prometida.

Alex se quedó de piedra. Desde el sofá de enfrente, su padre los estaba mirando con una incredulidad evidente.

–Querida abuela, eso es imposible. ¿Cómo se supone que voy a conocer a alguien… y persuadirla de que se case conmigo en tan poco tiempo?

–Eres rico, claramente atractivo y tienes más encanto del que te mereces –dijo Selina con determinación–. Está totalmente dentro de tus posibilidades –hizo una pausa–. No quiero que me decepciones.

La advertencia estaba allí, implícita.

–Abuela… –comenzó a decir desesperado.

–Además –continuó ella como si él no hubiera hablado–. Rosshampton es una casa familiar, un hogar esperando a que lo ocupe una familia. Debo advertirte, Alexander, de que no quiero que se convierta en la guarida de un soltero. ¿Te ha quedado claro?

Alex la miró fijamente, con la cara blanca como la cera y el corazón retumbándole en los oídos.

–Claro como el agua –dijo con la voz enronquecida y vio que ella sonreía satisfecha.

Alcanzó el bastón y se puso de pie.

–Vamos a cenar. Espero que tengáis hambre.

No sabía lo que sentiría su padre, pensó Alex mientras la seguía hacia la puerta, pero él tenía tal nudo en el estómago que no podría probar bocado.

Había ido allí preparado para una regañina y, en lugar de eso, se había encontrado con un ultimátum.

Pero él no iba a dejar escapar Rosshampton sin luchar, se dijo a sí mismo. Y aunque su abuela era exasperante, la quería.

Si su herencia dependía de que encontrara a una chica para casarse, entonces eso haría.

«Pero una esposa en mis propios términos», pensó mientras se sentaba a la mesa. «No en los tuyos, querida abuela. Ya veremos quién ríe el último.

Capítulo 1

 

LOUISE, ¿Estás ahí arriba? ¿Qué diablos estás haciendo?

Louise Trentham, estaba de rodillas en el desván, rodeada de baúles abiertos llenos de ropa antigua cuando escuchó la llamada de su madrastra.

–Estoy buscando ropa de los años treinta –dijo en voz alta–. Para la función del pueblo.

–Por favor, baja –le dijo Marian Trentham con voz afilada–. No puedo mantener una conversación a través de un agujero.

Lou suspiró y se acercó a la trampilla. Después sus piernas delgadas aparecieron por la escalera.

–¿Qué pasa? –preguntó mientras bajaba–. Ya he arreglado las habitaciones como me dijiste y he colocado las flores. Y la comida está lista en el frigorífico para cuando llegue la señora Gladwin.

–Ese es el problema –dijo la señora Trentham enfadada–. Acaba de llamar para decirme que su hijo mayor está enfermo de nuevo y que no podrá cocinar esta noche. Y ya sabe lo importante que es esta noche para nosotros.

Lou pensó que probablemente no había ni un alma en todo el universo que no supiera que Alex Fabian iba a ir el fin de semana. Y el porqué.

–No es culpa suya. Tim no puede evitar ser asmático. ¿Por qué no vais a cenar al Royal Oak?

–¿En un hotel? –la señora Trentham dio un paso atrás espantada, como si le hubiera sugerido una hamburguesería.

–Un hotel muy bueno –señaló Lou–. Con un restaurante en todas las guías de cocina. De hecho, serías una afortunada si consiguieras una mesa.

–Se trata de una comida familiar –dijo la mujer muy seria.

–¿Para darle a Alex Fabian un anticipo de la vida hogareña que va a tener con Ellie? –dijo con una sonrisa–. Por lo que tengo entendido preferiría comer en el Royal Oak cualquier día de la semana.

–Por favor, no seas tan exasperante, Louise. En ocasiones como esta el ambiente es esencial.

–¿No crees que él y Ellie deberían crear su propio ambiente? –preguntó ella con amabilidad.

–Bueno, no pienso quedarme aquí discutiendo este asunto. Solo he venido para decirte que tienes que sustituir a la señora Gladwin y preparar la cena.

Lou lo había visto venir y, en realidad no le molestaba, pero le gustaría que alguna vez se lo pidieran por favor.

–¿No crees que debería ser Ellie la que cocinara? –preguntó muy convencida–. Para convencerlo de que es la esposa perfecta.

–No seas ridícula, lo más probable sería que saliera corriendo. Además, cuando esté casada, no tendrá que hacer esas cosas.

–¡Claro! –murmuró–. ¡Qué tonta!

–¿Lo vas a hacer? ¿Vas a preparar la cena? Pensé que podías hacer esa sopa de champiñones que se te da tan bien y… una salsa de naranja para los patos.

–Bien –dijo Lou ecuánime–. ¿Y después, tengo que unirme a esta reunión familiar?

Marian dudó un segundo de más.

–¿Cómo no? Si quieres. Por supuesto, tú decides.

A Lou le dio pena.

–En realidad, creo que no voy a estar. Sobraría. Además, tengo que salir. Hay un ensayo en el salón del Ayuntamiento y tengo que llevar estos trajes.

Marian la miró con esa expresión que siempre adoptaba cuando se hablaba de los asuntos del pueblo. Ella era una mujer de ciudad. Le gustaba pasar algún fin de semana en el campo. Para tener algo que mencionar y para invitar a la gente. Y, por supuesto, nunca tomaba parte en las actividades sociales.

–Bueno lo que quieras. Lou, querida –añadió después–, a ver si puedes buscarle algún entretenimiento a Ellie. Se está poniendo muy nerviosa, la tonta.

Cuando se quedó sola, Lou volvió a poner la escalera en su sitio. No le importaba tener que hacer las tareas y tener la casa impoluta para las ocasionales visitas del resto de la familia. De hecho, allí había nacido y allí vivía; pero, a veces, le molestaba un poco que lo dieran todo por hecho.

Pero aquello no duraría mucho, pensó. Porque ella también se iba a casar y se marcharía a la casa de estilo georgiano de la plaza que pertenecía a su futuro esposo, David Sanders. David trabajaba en la oficina de tasación del estado. Recientemente, lo habían ascendido y viajaba con bastante frecuencia a Londres para atender a una serie de cursos. Eso le dejaba a Lou más tiempo libre del que necesitaba.

Ella trabajaba de asistente en un bufete de abogados y el plan era que seguiría trabajando hasta que empezaran a tener familia.

A ella le encantaba cómo sonaba aquello. Le encantaba el futuro que tendrían juntos. Parecía que David siempre había formado parte de su vida. Jugaban juntos desde niños, salían de adolescentes y, después, cuando él volvió de la universidad, se volvieron a encontrar. Y durante todo el año pasado, habían estado prometidos de manera extraoficial.

Habrían celebrado una fiesta para la familia y los amigos, pero la repentina muerte del padre de David había hecho que la pospusieran. Además, a su madre no le apetecía ninguna celebración.

Hasta que se casaran, ella vivía en el chalé de su padre. Sola la mayoría de las veces. Allí había nacido y tenía unos recuerdos preciosos de cuando su madre vivía. Las dos habían compartido una existencia tranquila durante la semana. Su padre trabajaba en Bloomsbury en su propia empresa de publicidad y solo iba al chalé los fines de semana.

Pero la muerte repentina e inesperada de Anne Trentham, a causa de una neumonía, lo cambió todo. A ella la mandaron a un internado y las vacaciones las empezó a pasar con su tía Barbara, la única hermana de su madre. Nunca le importó porque le encantaba su familia y la vida en la granja.

No se había acabado de adaptar a los cambios, cuando todo volvió a cambiar.

Su padre, con la cabeza gacha por la vergüenza, le dijo que se iba a casar de nuevo y que tendría una hermanastra.

Ellie iría a la misma escuela que ella y el resto del tiempo lo pasaría entre Londres y el chalé.

Mirando hacia el pasado, Lou se imaginaba que su padre había estado con Marian desde antes que se muriera su madre y, tal vez, incluso Ellie era su hermana; aunque todo aquello ya no importaba mucho. Marian siempre había sido amable con ella y Ellie… bueno, Ellie era un cielo.

Era rubia igual que su madre. Aunque no tan fuerte como esta, sino, más bien, pequeña y esbelta. Tenía los ojos azules y era tímida y bonita, con su cara ovalada. Totalmente diferente a Lou. Lou era alta y más delgada que esbelta. Tenía la piel blanca y los ojos grises con pestañas largas eran su mayor atractivo. Ella no se consideraba ni fea ni bonita. En cuanto al carácter, con el paso de los años, había aprendido a ser comedida.

En la escuela siempre había protegido a Ellie e incluso, ahora de mayores, seguía defendiéndola. Aunque, últimamente, no la veía mucho porque vivía y trabajaba en Londres como editora para Trentham Osborne.

Y ahora, de repente, se iba a casar y otra persona cuidaría de ella. Alguien llamado Alex Fabian.

–Lo conocí en la oficina –le había confesado a Louise hacía solo un par de semanas–. Aparentemente es un banquero y papá y él tienen algún negocio entre manos –dijo la chica y, después, añadió con el ceño fruncido–: Pensé que ni me había visto, pero, al día siguiente, me llamó para invitarme al teatro.

–Qué bien –dijo Lou pensando en lo que le había dicho–. ¿Crees que papá necesita capital?

Ellie se encogió de hombros.

–No lo sé. Pero le he oído decir que son momentos difíciles para las pequeñas empresas.

–Siempre lo son –dijo Lou.

Según le había contado Ellie, el tal Alex Fabian debía ser guapísimo. Por lo visto, no había ningún club que se preciara del que no fuera miembro, ningún restaurante donde no le reservaran una mesa de inmediato. Normalmente, se le veía acompañado de modelos, actrices y mujeres de la alta sociedad. Donde quiera que fuera era reconocido.

Mientras bajaba las escaleras se iba preguntando qué haría un tipo como Alex Fabian con una chica como Ellie que era amable hasta rayar en la inocencia. No solía ir a fiestas y aún vivía bajo la mirada atenta de su madre.

¿Y qué pintaba Ellie en todo aquello? Había hablado de las comidas estupendas a las que habían asistido y de los famosos a los que había conocido. Le había mencionado la ópera, el ballet, las exposiciones privadas en galerías de arte…

Pero no le había dicho nada personal sobre el propio Alex. Un hombre que le ofrecía todas aquellas cosas y que pedía qué a cambio; aparentemente su compañía.

Quizá se había dado cuenta de su inocencia y había decidido respetarla aunque aquello parecía bastante improbable viniendo de un hombre como él.

Así que, quizá era la atracción de los polos opuestos. Fuera lo que fuera iba a visitarla ese fin de semana para pedir su mano. Como resultado, ella tenía un montón de cosas que hacer.

Se encontró a Ellie en el salón, enroscada en la esquina del sofá.

–Hola –la saludó Lou–. Ven conmigo a pelar unas patatas para ese novio tuyo. He pensado asar unas cuantas para el pato.

–Vale. De acuerdo –dijo la muchacha con una débil sonrisa y la siguió a la cocina.

–¿No crees que es un poco pronto para los nervios de la boda? –le preguntó mientras pelaban patatas en la mesa de la cocina–. Ni siquiera estáis comprometidos.