Invitados a reconstruir - Sor Lucía Caram - E-Book

Invitados a reconstruir E-Book

Sor Lucía Caram

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La guerra duele. La guerra me duele. Sus heridas han impactado en mi corazón y os aseguro que siento cómo un pueblo se desangra y muere. Aunque está vivo y no deja de luchar, incluso en aquellos que abandonados solo pueden gemir implorando una paz o una tregua que no acaba de llegar. Por eso no puedo dejar de clamar y reclamar atención sobre ellos, porque están entre nosotros. Hemos abierto corredores humanitarios, y ellos y ellas no son cifras, ni números, ni estadísticas: son personas. Por ellas, hoy, en estas páginas, quiero recoger su recuerdo, su testimonio, y también llamar la atención sobre todo lo que estamos haciendo, desde aquí, para ayudarles a reconstruir su esperanza.

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Invitados a reconstruir

Ucrania, la guerra y la compasión

Sor Lucía Caram

Primera edición en esta colección: febrero de 2024

© Sor Lucía Caram, 2024

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2024

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-10079-66-3

Diseño de cubierta: Sara Miguelena

Realización de cubierta y fotocomposición: Grafime S.L.

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

Introducción1. ¿Ucrania? Mucho gusto2. Crisis y emergencia: juntos somos más3. Corredores humanitarios4. El aniversario en Kiev5. Testimonios6. Odesa: una ciudad maravillosa profanada por la maldad7. Ayuda humanitariaEpílogoTestimonios de voluntarios

Vaticano, 3 de enero de 2024

Querida hermana,

Recibí nuevas noticias de lo que hiciste y hacés por Ucrania. Y te lo quiero agradecer de corazón.

Has arriesgado la vida para ayudar y sostener a tanta gente, víctimas de la guerra. Tu libro Invitados a reconstruir es un testimonio de ello.

Deseo que este libro sea recibido y leído con el corazón. Que quien lo lea pueda preguntarse: «¿Y yo qué puedo hacer?»

Rezo por vos, por favor hacelo por mí.

Que Jesús te bendiga y la Virgen Santa te cuide.

Fraternalmente,

FRANCISCO

Introducción

Llego con tres heridas: la de la vida, la de la muerte y la del amor.

Vienen con tres heridas:

la de la vida que les han arrebatado;la de la muerte, que les roba a los suyos cada día;la del amor, que les hace mantenerse en pie a pesar de todo.

Vengo de la guerra. Vengo de Ucrania, y vengo con ellos y ellas en el corazón.

Con tres heridas voy:

la de la vida;la de la muerte;la del amor.

Sí, vengo de la guerra, con las heridas profundas que deja una guerra absurda y cruel, y aunque no he estado en el frente, en la primera línea de fuego, en medio de los bombardeos, he estado al lado de las víctimas, de los heridos, de los mutilados, de aquellos a los que les han robado a sus padres, hermanos, parejas, hijos y amigos.

Vengo de compartir con aquellos y aquellas que lloran en silencio, que tienen miedo, pero no tiran la toalla porque el precio de tanta sangre derramada no puede quedar estéril, y saben, y quieren, y esperan que florezca en una Ucrania libre en la que sus hijos puedan vivir en paz y progresar.

Vengo de compartir los silencios de aquellos y aquellas que ya no se hacen preguntas porque no encuentran respuestas. Y una de las preguntas sin respuestas a tanto dolor, es por qué después de tantos meses, y justo cuando la guerra, la crueldad y las catástrofes son más violentas, crueles y dramáticas, el mundo ya no se acuerda de ellos.

He mirado a los ojos y he apretado la mano a jóvenes, muy jóvenes, que ya no verán sus sueños cumplidos y a los que no solo les han herido con la metralla o con los efectos devastadores de las torturas, o las diversas y crueles formas de violencia que ejercen aquellos que han deshumanizado a sus víctimas para machacarlos sin piedad, y les he sentido gemir, y sin mediar palabra, he descubierto en sus miradas perdidas en el horizonte una tristeza devastadora que pesa sobre sus vidas como una losa que mata, angustia y desespera. Tanto, que muchos, no uno ni dos, han decidido o planean quitarse la vida. Sienten que no les merece la pena vivir.

También he visto el coraje, la valentía, la fuerza, la persistencia y el ardor de los que no se resignan y no quieren abandonar y quieren ayudar a su pueblo y acompañarlo: desde la retaguardia, en la primera línea o desde donde se les necesite.

He estado en ciudades en las que las alarmas no te dan tregua y en las que la gente intenta recuperar una normalidad que no existe, básicamente porque ya la inmensa mayoría arrastran el peso de la muerte, la herida, o la pérdida de sus casas, proyectos o de un ser querido o de sus familias enteras, arrasadas por la ola criminal en las ciudades sitiadas. He escuchado el lamento de personas, fundamentalmente de mujeres, que hoy pueblan ciudades que no son las suyas porque han debido desplazarse o exiliarse, y que contra viento y marea intentan sobrevivir al horror de la violencia despiadada, de los saqueos llenos de avaricia y de las violaciones asquerosas y repugnantes de hombres cobardes y ruines, que sin piedad y poseídos de pasiones desenfrenadas y de crueldad les han destrozado la vida, la suya y la de sus hijas.

He visto la fidelidad en el cementerio de aquellas mujeres que van cada día a la misma hora a visitar a los suyos. O de los que se aferran al muro en el que un retrato recuerda a uno, al que amaban, y que perdió la vida de forma violenta.

Amigos, la guerra duele. La guerra me duele. Sus heridas han impactado en mi corazón y os aseguro que sangran, y siento cómo un pueblo se desangra y muere. Aunque está vivo y no deja de luchar, incluso en aquellos que abandonados solo pueden gemir implorando una paz o una tregua que no acaba de llegar.

Y siento que no puedo dejar de clamar y reclamar atención sobre ellos, porque están entre nosotros. Hemos abierto corredores humanitarios, y ellos y ellas, no son cifras, ni números, ni estadísticas: son personas. Y por ellas, hoy, en estas páginas, quiero recoger su recuerdo, su testimonio, su dolor: sus heridas.

No es el momento de las excusas:

Hay muchos intereses creados.Es el negocio de las armas.Aquí se reparten el pastel entre unos y otros...

Y todo eso es verdad, pero lo cierto es que:

hay víctimas y personas que sufren y mueren sufriendo;hay un pueblo que ha sido invadido, arrasado, diezmado, crucificado y desde lo alto de su cruz implora, llora y suda sangre por sus hijos que ya no verán florecer la esperanza, la alegría y la felicidad que añoran y que les pertenece.

Y la balanza de la justicia tiene que inclinarse necesariamente hacia las víctimas, hacia aquellos que vivían en paz y han sido invadidos, violentados y atacados.

En una guerra nadie gana, perdemos todos, porque pierde la Humanidad.

Un joven que lo ha perdido todo, estudiante de veinticinco años de Mariúpol, me decía, hundido en su dolor: «Quien no ha perdido su casa. Quien no ha perdido un amigo. A quien la guerra no le ha matado a su padre, a su novio o novia. Quien no ha estado noches y días en un búnker sintiendo los ataques, incomunicado y temblando de miedo, ¡No sabe lo que es la guerra!».

Pienso en tanta crueldad, en tantos inocentes que están pagando un precio demasiado alto de dolor y sufrimiento: nadie en la guerra puede decir que esto no es una locura.

La guerra es una locura y una sinrazón.

Pienso en aquel soldado que perdió a su hijo de dieciséis años, y que en medio del drama de su muerte una mina le voló un brazo. O en Andriy, cirujano dedicado a salvar vidas en primera línea, a quien los rusos le ametrallaron sus dos piernas hasta arrancárselas para que dejara de curar soldados ucranianos. O en Alona, que con veintiocho años perdió a su hijo, a su único hijo, después de que los «orcos» entraran en su casa de Bucha y le asesinaran al grito de nazi.

Pienso en Kati, que huía de los bombardeos de Járkov con sus tres hijos a cuestas y cuyo coche fue alcanzado por un misil derribado, y que tuvo que cargar con su bebé de tres meses para salvar la vida de los cuatro, con la angustia de saber que Maksym, su marido, estaba en el frente, en medio de los bombardeos de Bajmut.

Nunca olvidaré el dolor de Olena, que en Bucha nos explicó cómo entraron en su casa y violaron a su hija de trece años, y tuvo que convivir pared con pared en su casa durante tres días con los violadores de su hija, hasta que se marcharon de la ciudad, dejando las habitaciones de su casa destrozadas y la ciudad sembrada de cadáveres con signos evidentes de torturas. Esta mujer ya no levantará cabeza, y cada vez que mira a su hija se desea a sí misma la muerte, pero sabe que por su hija tiene que vivir y sobreponerse, porque su niña se aferra a ella y la abraza por las noches cuando suenan las alarmas, suplicando protección y pretendiendo inútilmente alejar los recuerdos que vienen a su mente y sacuden su cuerpo de dolor y repugnancia por lo vivido y padecido en lo que parecía un infierno sin final.

¿Te imaginas lo que es estar en tu casa y que en dos minutos te invadan, disparen, saquen y te dejen sin tus seres queridos, y salir a la calle para pedir ayuda y ver que está sembrada de los cuerpos sin vida de tus vecinos y amigos y que disparan sin parar unos tipos que van borrachos y sedientos de sangre y de vidas para aniquilar? Hombres deshumanizados que brindan y dan gritos de victoria cada vez que matan a alguien. Y si la puntería acertó en la cabeza, y de un tiro lo fulminan, ese se siente el rey del mambo. Y no poder gritar, decir, hablar...

No estoy aquí para hablar del terror y el horror de la guerra.

Estoy como testigo de un drama y estoy para decir que no les olvidemos.

Que a esto, a esta dinámica del odio y del absurdo, solo la vamos a vencer a fuerza de bondad. De compromiso, de proximidad.

Voy a seguir yendo a Ucrania.

Quiero ir en nombre vuestro y quiero seguir ayudando a salvar vidas.

No tengan miedo por mí: no tengo nada que perder. Todo está entregado y confiado a las mejores manos.

Pero necesito seguir ayudando y para eso os necesito.

Es mi forma de gritar por la paz y de trabajar en nombre de todos por construirla.

Hoy escribo estas páginas porque no quiero que nos acostumbremos a la guerra. No quiero que abandonemos al pueblo de Ucrania ni olvidemos su dolor.

Escribo porque quiero pedir a la comunidad internacional y a todas las personas de buena voluntad y de corazón noble que no escatimen sus esfuerzos para hacer prevalecer el diálogo y aliviar el sufrimiento de tantas personas que desesperan en su dolor.

Invito a todos a la generosidad: no dejemos de ayudar. Me ofrezco a ser cauce de las ayudas, de la ayuda humanitaria. No tengo miedo y llevo la ayuda personalmente. Y en cada viaje, visitando a los heridos, intento llevar un poco de consuelo y de paz.

Pido con confianza, y con una mano recibo, y con la otra entrego. Podemos hacer entre una mano y otra un puente de bondad y generosidad para llegar, juntos, más lejos y a más personas.

La paz está herida de muerte. La paz es muy frágil. Necesitamos ser cada uno, artesanos de la paz.

Que callen las armas asesinas y que hable el amor.

No más guerras.

Y que de una vez por todas estalle la paz.

Con nuestro pensamiento estamos cerca de las personas de Ucrania y rezamos por todas las personas cuya vida está amenazada y condicionada, por todos aquellos que anhelan la plenitud de la vida que solo el Señor puede dar. ¡Imploramos la paz!1

PAPA FRANCISCO

1. ¿Ucrania? Mucho gusto

Ucrania no era un país que figurase en el universo de mi atención. Era «uno más», y no por desinterés, sino porque el mundo es tan amplio que no todos los rincones nos llaman la atención, a no ser por alguna referencia personal, familiar, coyuntural, cultural, histórica, turística, o por alguna emergencia que nos despierte y movilice, cosa que ocurrió de forma inesperada para mí, entre los años 2014 y 2015, y de forma determinante en febrero de 2022 con la llamada «operación militar especial», que en realidad fue el inicio de una guerra que hoy parece no tener fin.

Por entonces estaba inmersa gestionando la Fundació del Convent de Santa Clara y sus proyectos emergentes, intentando dar respuesta a personas que se encontraban en riesgo de exclusión social a causa de la pérdida de trabajo, de vivienda, de la capacidad para cubrir las necesidades básicas, etc. Mi gran obsesión era conseguir recursos para mantener los necesarios espacios de contención, como es la plataforma de los alimentos, duchas para personas que estaban en la calle, pero también pensando y activando proyectos de transformación, acompañando historias de vida y buscando salidas de inserción laboral y social.

Me resonaba de forma particular, y no sin una buena dosis de angustia —debido a la climatología de Manresa en los meses de invierno— la problemática de las personas sin hogar. Estábamos gestionando la residencia-albergue para acoger y proteger a los más vulnerables. En ese momento, además, comenzábamos a abrir pisos de acogida.

Fue entonces cuando llegó a mí el impacto de un conflicto que se estaba gestando y agravando de forma acelerada en la región ucraniana del Dombás, al que, de forma inesperada, me vi vinculada. Es lo que ocurre cuando acogiendo a las personas intentas practicar la proximidad y su realidad te afecta; cuando conociendo de cerca «no te acostumbras a su dolor» y cada historia, rostro y persona se convierte en un compañero o compañera de camino, y también en una mochila que hay que cargar y compartir para aligerar el peso y el dolor de los que deben cargarla y a los que estás viendo.

Ocurrió en una tarde-noche del mes de febrero de 2015 cuando me preparaba para una reunión de voluntarios de la fundación. Por la mañana me habían explicado que había un matrimonio con una niña de Ucrania que, huyendo de la amenaza de guerra y buscando un futuro de paz y estabilidad para su hija, habían salido del país y se encontraban ya en Manresa. Después de casi seis meses de estancia en España no conseguían que el Gobierno de España les diera el estatuto de refugiados ni tan siquiera la protección internacional. En ese momento, España no reconocía el conflicto bélico, que llevaba casi un año, y la amenaza de una guerra que ya comenzaba a estallar y que tenía sus primeras víctimas que huían de lo que intuían sería un desastre, como ocurrió realmente.

Al acabar la reunión me abordaron los voluntarios, que les habían conocido por la mañana y que habían quedado impresionados por su relato. Todas las puertas se les cerraban, y me pedían que les acogiéramos en nuestra residencia, haciendo una excepción porque no nos estaba permitido acoger menores y ellos eran padres de una niña. No sabía cómo podíamos hacerlo, pero acostumbrada a saltarme las normas cuando está en juego la vida de las personas, comencé a plantearme tirarme a la piscina y buscarles un refugio, más allá de la legalidad impuesta, porque claramente esta no era acorde a la Justicia. Aquella noche solo pude conciliar el sueño cuando decidí que les acogeríamos, y las dificultades y trabas administrativas... ya las solucionaríamos.

Al día siguiente les llamé por teléfono —con absolutamente todas las limitaciones del lenguaje—, ya que su castellano era casi nulo y mi ucraniano cero patatero. Estaban en el consulado buscando su pasaporte para regresar a Ucrania, llenos de frustración y mucha tristeza. Les dije que vinieran a verme y que, a pesar de no tener papeles, buscaríamos una solución para que pudieran permanecer entre nosotros.

Los escuché atentamente y pude ponerme en su piel. Entablamos una amistad y se convirtieron en amigos y compañeros de largas caminatas matutinas que me permitieron durante muchos meses escucharlos y poder empatizar con el drama del pueblo ucraniano. Su hija Anna fue la primera en incorporarse al proyecto #Invulnerables que poníamos en marcha desde el convento con la Fundación “la Caixa” y en el que queríamos igualar oportunidades entre los niños en riesgo de exclusión.

Mack y su mujer Inna comenzaron a explicarnos cómo se había gestado esta guerra, y de repente comprendimos que aquello que sabíamos de oídas tenía unas repercusiones que acabarían poniéndonos a todos contra las cuerdas. En estos años fui conociendo a sus familias y pudimos acoger incluso a un matrimonio originario de Bajmut —ella rusa y él ucraniano— que huían porque la ocupación de su territorio y sobre todo la tensión de los bombardeos les hacían temer lo peor, además de estar amenazados. Ambos habían sido militares de la antigua Unión Soviética.

De la mano de ellos supimos que el conflicto venía de lejos, que se había ido cocinando a fuego lento, pero dejando muchas víctimas en el camino, fundamentalmente a partir de 2014 con la invasión y anexión de Crimea a Rusia y comenzando los conflictos armados entre el Gobierno de Ucrania y las fuerzas separatistas prorrusas. Nos hablaban de la corrupción que imperaba en el país y de cómo la democracia estaba herida de muerte, hasta el punto de que habían podido hacer caer tras numerosas manifestaciones en Kiev2 al presidente prorruso Víktor Yanukóvich, que se resistía a apoyar la voluntad de los ucranianos de unirse a la Unión Europea.

Con sus relatos vitales pudimos constatar que sus heridas emocionales estaban muy abiertas. Ucrania comenzaba a resonar con fuerza en nuestro universo y comenzamos a interesarnos por una guerra que allí se gestaba y que expulsa personas hacia sus fronteras, primero, y luego fuera del país. El goteo de ciudadanos ucranianos que pedían asilo y llegaban a España, y llegaban también a nosotros, iba en aumento, y con ellas la conciencia y el conocimiento de una guerra latente a las mismas puertas de Europa.

Los ucranianos se sentían en un callejón sin salida y en medio de la oscuridad y el desconcierto. La corrupción que imperaba en el país les imposibilitaba pensar en un futuro próspero y la amenaza imperialista de Putin, después de la anexión de Crimea, parecía insaciable en su vocación de reconquista del territorio de Ucrania, convirtiéndose en una amenaza draconiana para la estabilidad del país y para sus vidas.

Invasión temida y anunciada

Los medios transmitían la tensión creciente en Ucrania ante las afirmaciones desafiantes de Putin en las que acusaba a Ucrania de nacionalistas y de nazis y en su decisión de recuperar Ucrania. El jueves 24 de febrero de 2022, después de días de tensión, y sin poder dar crédito a lo que nos decían los medios y, sobre todo, por el relato vivo y dramático de las personas de Ucrania que estaban en nuestro entorno, tuvimos que aceptar que la guerra había comenzado, iniciando un nuevo capítulo de fracaso del diálogo y el entendimiento entre las personas y los pueblos.

Había seguido la tensión de los últimos días, fundamentalmente a través de los relatos de mi amiga la periodista argentina Elisabetta Piqué, quien viajó a Ucrania en el último vuelo que pudo aterrizar en el país el día 23 de febrero de 2022.

Todos temíamos lo peor, pero abrigábamos la esperanza de que el diálogo podría frenar lo que se anunciaba y presentía, sobre todo porque nadie ignoraba el espíritu imperialistas insaciable, cruel e irracional que anima y encarna Putin a quien hoy, sin paliativos, me atrevo a calificar como un genocida sin entrañas. No tengo duda de que es la sombra alargada de Hitler, porque ha desencadenado una guerra que se prolonga en el tiempo y pone en jaque al mundo.

El 24 de febrero, poco antes del amanecer en Moscú, Putin lanzó un discurso belicista y furibundo, incendiario, despótico, generando una tensión generalizada. El peor de los escenarios se iba confirmando, y en ese maldito discurso anunció una «operación militar especial» en el Dombás, en el este de Ucrania, con el objetivo de «defender» a los ciudadanos de las regiones separatistas de un supuesto genocidio por parte de los ucranianos, a los que calificaba de nazis y asesinos. Durante la madrugada se registraron grandes explosiones en varios puntos del país: Slóviansk, Kramatorsk, Járkov, a treinta kilómetros de la frontera rusa, e incluso en Kiev, la capital. Al atardecer, ya se habían registrado intensos combates.

El día 24 de febrero, ese «loco de la guerra» llamado Vladímir Putin lanzó por tierra, mar y aire un ataque contra Ucrania y su capital, Kiev, y lo hizo advirtiendo con prepotencia que cualquier interferencia extranjera en esta operación tendría consecuencias nunca vistas. Ante esta ofensiva que se extendía por todo el país, Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania, declaró la ley marcial. El balance de ese primer día fue de decenas de muertos y centenares de heridos.

Las televisiones iban cargadas de imágenes y noticias, las redes sociales ardían y las llamadas de los ucranianos de nuestro entorno se acumulaban y crecía nuestra impotencia y dificultad para decir una palabra oportuna, o planificar cualquier acción para ayudar o para paliar tanto dolor.

Sin saber qué hacer, ni cómo podíamos contener tanto dolor e incertidumbre, convocamos una vigilia de oración por la paz en el monasterio para el viernes 25 por la noche.

Aquella mañana, en el taller de la Fundació del Convent de Santa Clara, nos hicieron una bandera de Ucrania, escogimos un icono de la Virgen que nos había regalado la Mariana, una amiga de Rusia, y dispusimos los bancos de la iglesia de manera que nos ayudara a poner en el centro de nuestra oración al pueblo de Ucrania. Nuestros amigos y amigas ucranianas se unieron a nuestra convocatoria contrarreloj y, contra todo pronóstico, la iglesia se fue llenando de personas que llegaron a ocupar cada rincón de nuestro coro e iglesia.

La oración la transmitíamos en directo por Instagram Live y se unieron a la misma muchas familias desde Ucrania, incluso desde algún refugio. Todas ellas vinculadas a ucranianos que residen en Manresa o en los pueblos cercanos.

El ambiente era de temor, de preocupación extrema y de mucha impotencia. Los rostros de los que tenían familias en el país estaban desencajados de tristeza y de pánico. Pudimos empatizar con un pueblo hermano viendo rostros y lágrimas de incertidumbre; era imposible decir palabras de consuelo o de alivio. Tuve la sensación de estar en un funeral multitudinario en el que las preguntas lo llenan todo y la palabra parecía estorbar. Todo invitaba al silencio y a la oración.

Pensé que nuestros amigos ucranianos de Manresa necesitaban sentirnos cerca, y al día siguiente de la oración les invitamos a comer con la Comunidad.

Durante la comida pudimos leer los mensajes de sus familiares que nos habían enviado durante la plegaria de la noche anterior, y los que les enviaban en tiempo real desde los refugios, casas o coches, desde los que intentaban salir del país en medio de caravanas interminables. Recorría por nuestra piel un escalofrío y una extraña sensación de temblor, seguramente por el miedo y la angustia creciente que se apoderaba de nuestros invitados.

Hicimos alguna conexión por WhatsApp con los que estaban en el refugio en Bajmut, Cherkasy o Járkov. Escucharlos hablar y de fondo sentir una sirena en directo por una amenaza de ataque inminente es algo que te pone en el sitio de aquellos con los que hablas y su drama y su herida pasa a ser tuya, y tu vida de repente cambia y se ve sacudida. Te recorre una inquietud, una insatisfacción y una necesidad imperiosa de hacer «algo», aun a sabiendas de que será muy poco. Y la vida, de repente, se te pone patas para arriba.

Ese día vi a Inna llorar por su madre, que padece párkinson, y además de tener dificultades para comprar la medicación se encuentra atravesando una fuerte crisis de salud, y a la vez siente la urgencia de salir del país con la incertidumbre y desorientación de no saber si será posible.

Svitlana y Vladímir tienen a sus madres en la zona del conflicto de Bajmut —Ucrania— y en Rusia, y a sus hijas y nietos allí. Caminan de un lado para otro, levantan los ojos al cielo, repiten una y otra vez: «No puede ser, no puede ser. Nosotros convivíamos unos con otros, esto no tiene sentido, esto se veía venir, pero no imaginamos lo que estaba ocurriendo».

Preguntas que generan inquietud y hacen avanzar

Después de comer, Inna y Verónica me invitaron a una manifestación que se celebraba por la tarde en Manresa para pedir la paz. Hace años que no iba a una manifestación, y ellas me daban la oportunidad de hacer algo por ellas y su pueblo: «acompañar» en la distancia, que en este caso era cercanía con ellas.

Nos envolvimos en banderas ucranianas y allá, en el paseo de Manresa, nos dimos cita muchísimas personas. Me impactó la gran cantidad de personas de Ucrania y Georgia. A los pocos metros de comenzar a avanzar sentí que aquel clamor nacía del corazón, que el paso era lento porque costaba avanzar y la tristeza les tenía paralizados y sumergidos en el desconcierto y la desazón.

Aquel espacio, aquella marcha, aquella manifestación, era una especie de peregrinación sagrada que era contemplada por los que paseaban por la ciudad y que miraban sin saber de qué iba. Pero no era una manifestación «al uso», allí se intuían las heridas de una guerra que comenzaba, y que hacía sangrar de dolor los corazones de hijos, madres, esposas, padres y amigos de los que en la distancia se refugiaban del horror como podían, y de los que ya veían cómo muchos perdían la vida en el frente en una invasión que avanzaba por su propio país.

Al llegar a la plaza Sant Domènec de Manresa, y al escuchar por primera vez el himno de Ucrania, cantado con lágrimas y mucho sentimiento, me derrumbé y, de forma cobarde, me pude escabullir entre la gente, buscando de forma «desesperada» un espacio de silencio y oración. Reconozco que no podía resistirlo y, de forma cobarde, desaparecí. Aquella tarde, en las vísperas y el silencio del monasterio, sentí cómo el clamor de la paz subía al cielo como el incienso, como una oración confiada. Confieso que comencé a sentir, hasta físicamente, una especie de desasosiego, pero a la vez mucha fuerza, y una extraña paz mezclada con una inquietud que me tenía en vilo y se manifestaba en la pregunta tímida y punzante: ¿puedo hacer algo por ellos? ¿Qué podemos hacer?

Me quedé hasta altas horas de la madrugada buscando noticias e intentando saber. Inna me preguntó cómo podíamos traer a sus padres, y Svitlana y Vladímir se angustiaban por su hija y familia que estaban intentando salir de Kiev, y que preguntaban si les podríamos acoger. Todo parecía muy incierto, pero lo único cierto era que no había tiempo que perder, porque había una angustia vital padecida por los ucranianos del kilómetro 0, aquellos que ya no eran una cifra ni una «nacionalidad», sino personas, como cada uno de nosotros, que veían cómo la guerra hacía añicos a sus familias y a su país.

Yo tenía mi agenda que explotaba, pero mi corazón estaba inquieto. Y cuando eso ocurre, lo que es esencial y realmente importante pugna por abrirse un espacio en el tiempo hasta que encuentra una respuesta y un lugar.

Seguía de cerca a Elisabetta Piqué en sus crónicas del diario argentino La Nación, y su valor me animaba a no quedarme de brazos cruzados. Si había gente que en primera línea se jugaba la vida por informar, el efecto tendría que ser que nos movilizáramos para ayudar; compartir sus crónicas y sus tuits con todo el mundo porque me parecía un testimonio creíble, realista y de primera mano. Pero no era suficiente, yo sentía que había que hacer algo más.

El martes 1 de marzo de 2022 me llamó mi amigo Juan Carlos Cruz para explicarme con indignación cómo el racismo se estaba instalando en las fronteras ucranianas, en la que se dificultaba la salida a los ciudadanos asiáticos y africanos, pues decían que daban preferencia a los ciudadanos ucranianos para salir. Su relato y las imágenes de las denuncias de este otro frente abierto de un racismo inhumano, iba consiguiendo que el vaso de la inquietud se fuera colmando. Sin duda, una guerra saca lo mejor y lo peor de las personas. En situaciones límites afloran también las miserias humanas, y es difícil digerir que eso ocurra cuando todos se sienten atacados por el mismo enemigo.

Al día siguiente me sorprendí a mí misma, en la plataforma de los alimentos de la fundación, contemplando a las personas de diversas nacionalidades y locales que venían a pedir la comida. Hemos hecho añicos este mundo y no acabamos de humanizarnos, me repetía. Vivimos ausentes de la realidad y a veces hasta nos conformamos con dar las miserias que nos sobran a los que tienen menos, y así tranquilizamos nuestra mala conciencia.

Recibí una llamada de la secretaria de un médico de Manresa que es ucraniana y que me pedía coordinar el envío de ayuda humanitaria desde Sant Joan de Vilatorrada —una localidad vecina de Manresa—, y que los ayudara a conseguir un local. Todo el mundo quería enviar cosas, pero mi pregunta era, a dónde, qué, para quién. Mi inquietud iba más allá y me negaba a comenzar a gastar fuerzas para tapar agujeros. Igualmente facilité una red de contactos para canalizar los primeros envíos, pero sobre todo pude contactar con familias ucranianas cercanas a nosotros.

El miércoles 2 de marzo tenía una reunión en Girona por el programa #Invulnerables. En mi camino de regreso sentía cómo las noticias de la guerra acaparaban toda la actualidad, y cada una de estas me machacaba hasta el punto de que sentía que perdía de vista la carretera y el tiempo se redujo a un instante. Al llegar a casa, y sintiendo que la cabeza me estallaba, me encontré en «la cafetería» a José Luis, un buen amigo y voluntario, que venía de Extremadura. Le comenté que estaba preocupada por nuestros amigos de Ucrania y que no sabía cómo ayudarles. Me parecía absurdo que de forma compulsiva todo el mundo pedía ropa y cosas para enviar, sin saber bien qué ocurría y cuáles eran sus necesidades reales. A veces la solidaridad es irreflexiva y parece que los humanos tenemos necesidad de hacer cosas para «sentir que hacemos algo», y eso sube y baja y se esfuma, y es muy efímero. Ayudas así acaban siendo inservibles, generan dificultades, queman cartuchos que más tarde se podrían aprovechar, y bajan como la espuma. Le dije que me podía ayudar a sacar a algunas personas, pero ni se me pasaba por la cabeza cómo podríamos hacerlo.

José Luis me dijo: «¿Si quieres ir a Ucrania te acompaño?». Sentí que el cielo se me abría y que con su oferta encendía una mecha que daría cauce al fuego que me quemaba y que me abría la puerta para hacer «ese algo» que me inquietaba y que me permitiría ir a recoger a algunas personas que llegaban a las fronteras y cuyos nombres ya conocía, pero que ignoraba cómo sería el proceso y si este sería viable.

Le pedí que me diera tres días para pensarlo y hablarlo con las monjas. Ellas escucharon y no dijeron nada. Sentí que apoyaban y empatizaban y que decidiera lo que decidiera estarían, como siempre, ahí: incondicionales.

Llamé a Inna y me contó que hablaría con su madre y que lo mejor era ir por Moldavia, y que ella intentaría llegar allí. Vi el mapa y agoté los tres días que pedí a José Luis en un día y medio. Le llamé y le dije: «Pasado mañana salimos para Ucrania». Nos acababan de donar una furgoneta para el traslado de niños a la revisión de los dientes y de la vista en Barcelona, y esta era tan nueva que hasta me faltaban papeles que ignoraba que eran necesarios para salir del país. Todo estaba en trámite, y fue mejor no saberlo, de lo contrario, hubiera retrasado nuestra salida.

Por las redes pedí sacos de dormir y ropa de abrigo nuevos, ya que no quería que la furgoneta se llenara de la limpieza de los armarios, como suele ocurrir algunas veces. Me habían dicho que la gente estaba pasando mucho frío y que en los campos de refugiados de la frontera se necesitaban sacos de dormir.

Hasta la fecha nunca había conducido una furgoneta, me parecía muy grande y temía no controlarla, pero el jueves por la noche pensé: tenemos más de tres mil kilómetros y no puedo cargar a José Luis solo con semejante distancia. Me fui a poner gasolina y en menos de un kilómetro le perdí el miedo. No teníamos previsto parar para descansar. Ese fue un error y una inconsciencia que nos sirvió para, en los viajes sucesivos, que fueron muchos, no cometer los mismos errores. Pero los objetivos se cumplieron.

En pocas horas la gente trajo lo que habíamos pedido, y además una persona de Manresa me ofreció un piso para acoger a una familia de forma gratuita. Algo se activaba y una vez más comprobé que aquello que decía Jesús en el Evangelio de «Pedid y se os dará»3 es una realidad, y que su palabra siempre, siempre, se cumple: ¡Dios no defrauda! Solo tenemos que confiar.

Rumbo a la guerra: Un vía crucis lleno de impactos

El papa había convocado una jornada de oración por Ucrania para el día 1 de marzo, y en su mensaje decía: «Toda guerra deja nuestro mundo peor de lo que lo encontró. La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una rendición vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal», y con la certeza de que al mal se le vence «a fuerza de bien» por insignificante que sea, el viernes 4 de marzo, a las cinco de la mañana, salimos rumbo a Moldavia, no sin antes pasar un rato por la capilla del convento para pedir a Dios que nos bendijese y que bendijera esa misión que emprendíamos con mucho deseo de ayudar, pero sobre todo con la urgencia de construir puentes de bondad para poder vencer la locura del mal y facilitar la llegada de la paz.

Sabía que las monjas se quedaban preocupadas, pero también que ellas venían conmigo. La tarde anterior había dicho a mis hermanos que tal vez sería bueno que mi mamá de noventa y un años no supiera que marchaba hasta mi regreso, para ahorrarle una preocupación, que confieso que yo no tenía porque era más la fuerza que sentía que cualquier excusa. Mis hermanos, de forma unánime, dijeron que mi mamá debía estar al corriente de todo, y ella misma me animó diciéndome que si era mi misión, ella me acompañaba con su oración. Me recordó que a los dieciocho años había comenzado un camino para vivir el Evangelio y que ella siempre estaría a mi lado para ser fiel a lo que Dios me pidiera en cada momento. Sin duda, su fe y su generosidad eran un nuevo impulso para seguir la exigencia del corazón, que es la fuerza del Espíritu, que no deja de «encadenarme» para hacer el bien y buscar con sinceridad y sin mezquindad qué hay que hacer a cada instante.

No sabía mucho a qué íbamos. El objetivo era ir a buscar a unas personas, que no sabíamos si podrían llegar a la frontera, porque las noticias hablaban del caos de la huida y de los colapsos de días de atasco en las fronteras de Ucrania. Tampoco podíamos imaginar qué nos encontraríamos.

Todo iba perfecto, pero a las dos horas de salir de Manresa mi compañero de viaje comenzó a decir incongruencias y le vi desorientado, noté que algo no iba bien. Tal vez una subida de azúcar. Paramos un momento y tuve que tomar una decisión: regresar o correr el riesgo y seguir. Dicen que un paso atrás, ni para tomar impulso, así que cogí el volante y me dediqué a conducir mientras José Luis se iba recuperando y no dejé de hacerlo hasta las once de la noche.

Cuando una fuerza te arrastra a algo que tienes claro, nada te detiene, y el cansancio queda congelado.

Paramos para efectuar el cambio de conductor y estirar las piernas. En el área de servicio no había nadie, y aparcamos un momento en una zona marcada para minusválidos. Allí estábamos nosotros y los de la gasolinera detrás del cristal. Bueno, eso creíamos, porque de repente se acercó una patrulla de la policía italiana a ponernos una multa por estar aparcados en zona de minusválidos. Era evidente que querían dinero, y claramente les dije: «Soy monja, soy pobre, no tengo dinero, y esto es absurdo». El cabreo era inmenso, y más que al explicarle a dónde íbamos, vimos que no les importaba nada: ellos querían pasta y punto. José Luis discutió un rato y ellos marcharon sin conseguir su objetivo y, ya agotada, cedí el testigo del volante a mi acompañante.

Pasando por Italia nos llamaron para decirnos que las personas que íbamos a buscar no podían llegar a la frontera a causa de los bombardeos y de las caravanas eternas, y nos pedían que fuéramos a Rumanía a buscar a una madre y a su hijo que huían de Járkov y que habían tenido que escapar corriendo porque habían disparado a su coche en medio de la huida de los bombardeos a su casa y ciudad. «Se llaman Alona y Nikita, y piensa que no tienen ropa de abrigo ni gorros. Están buscando si alguien les ofrece alguna ayuda mientras intentan llegar a la frontera. Yo te paso su teléfono y una foto». Ir de camino y cambiar de país de destino en un abrir y cerrar de ojos nos hizo darnos cuenta de que, en tiempos de guerra, todo es imprevisible y que hay que adaptarse si lo que se busca es ayudar.

Unas horas más tarde, cuando íbamos por Eslovenia, Inna nos indicó que al día siguiente podríamos encontrarlos en la frontera de Siret y que nos convenía ir a la localidad rumana de Satu Mare, a un campo de refugiados, pasar la noche y hacer al día siguiente los 380 kilómetros de montaña que nos llevaría seis o siete horas hasta llegar a Siret. A medida que avanzábamos la temperatura bajaba y el ambiente que se iba respirando era ya de incertidumbre y de una extraña sensación de ir a lo desconocido, pero movidos por la urgencia de llegar.

La entrada a Rumanía, pasando por Hungría, concretamente por el paso fronterizo de Petea, fue dramático. Por allí pasaban las personas que salían de Ucrania y que iban en sentido contrario al nuestro. Estando en Rumanía, que es Unión Europea, ya no tenían por qué instalar lo que llaman una frontera dura. Las colas eran eternas para los que salían y los que entrábamos, veíamos el follón que había. Fue el primer choque con la huida de la gente de Ucrania. Veíamos coches a reventar de enseres conducidos, fundamentalmente, por mujeres jóvenes y todas iban con niños y adolescentes. Había caravanas interminables. Al costado de la carretera se hacía vida y se improvisaban juegos para los niños, y las diversas ONG y las iglesias de diversas confesiones ya estaban ayudando a la gente. Intentaban facilitar lo que la Guardia de Fronteras húngara dificultaba hasta la grosería y el desprecio. Eran las tres y media de la tarde y estábamos desesperados por llegar. Nos indicaron que en Satu Mare podríamos encontrar un hotel que estaba a unos diez kilómetros, y no pudimos llegar al sitio hasta casi las seis de la tarde, tal era el caos de tráfico, refugiados colapsando la calzada, arrastrando sus pertenencias e intentando controlar a los más pequeños, y la gente desesperada por los requerimientos, registros y atropellos de los encargados de controlar la frontera. Era evidente que no tenían particular cariño, respeto ni sensibilidad hacia los ucranianos.

Al llegar a Satu Mare preguntamos dónde estaba el campo de refugiados, pensando que encontraríamos un campamento como los que tantas veces vimos en casos de guerras y grandes exilios. Nos indicaron que era el hotel Aurora. No entendíamos que un hotel fuera un campo de refugiados, pero efectivamente, en los primeros días de la guerra, los primeros sitios en los que se acogía en diversas modalidades fueron los hoteles fronterizos a los que llegaba la gente que había podido salir de Ucrania con sus vehículos propios o caminando. Es lo que vimos después en España, donde también los hoteles u otros espacios se convertían en CREADE (Centros de Recepción, Atención y Derivación), gestionados por entidades contratadas por el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones.

El frío comenzaba a apretar y la oscuridad se nos venía encima. Conseguimos alojarnos allí y mantuvimos una reunión con la responsable de acogida de refugiados nombrada por el mismo hotel. Nos explicó la situación que vivían y cómo el hotel estaba colapsado con familias que estaban en shock. Nos puso en contacto con una persona que nos guiaría hasta la frontera más cercana, Halmeu, y nos explicó que las carpas y los estacionamientos estaban preparados para acoger un gran número de personas en los días siguientes.

Nos dijo que por la frontera de Halmeu estaba llegando poca gente durante el día, pero que por la noche se colapsaba, que Siret era el punto fuerte y dramático y que la gente tenía desesperación y miedo porque ya estaban apareciendo en las fronteras personas sin escrúpulos que pretendían el tráfico de seres humanos. Por esta razón, nos explicó los pasos a dar para acreditarnos y recibir la autorización para recoger personas refugiadas y dejar abierta la puerta para futuros viajes.

Entre ángeles y demonios

Llegamos a la frontera indicada. Desde dos kilómetros antes se veía una fila de personas que arrastraban sus equipajes. El frío era intenso y el silencio se veía interrumpido solo por el sonido de las ruedas de las maletas sobre el asfalto. Miradas desencajadas y de frustración que se iban fundiendo con una niebla espesa que avanzaba la noche en la frontera.

Había carpas de entidades religiosas y algunas ONG del país, pero también algunos personajes cuya presencia era un ruido en medio del voluntariado. Nos abordó un «entendido» llamado Ion, que afirmaba que por allí llegaba poca gente, pero que él y su equipo tenían todo organizado y que era mejor que por allá no fuéramos y que no nos fiáramos de nadie, que había mafiosos y que era mejor ayudar en otras fronteras, que de esa ellos se ocupaban, y que además las entidades religiosas que había allí se dedicaban a hacer proselitismo religioso, pero que en realidad «molestaban». No creo que molestasen a la gente que agradecía unos brazos abiertos tras la espantada dramática de la guerra, pero seguramente a ellos que tenían «negocios» sí les estorbaban.

Cuando estábamos hablando con él, se nos acercó un hombre de unos cuarenta años, que hablaba castellano y que nos explicó que había vivido y trabajado diez años en Madrid. Se le veía buena persona y con ganas de colaborar. Nos dijo que él intentaba ayudar a los que salían de Ucrania y que, entre los que iban a ofrecer ayuda, procuraba discernir qué intenciones tenían. En cuanto pudo nos pidió que nos apartáramos de Ion, pues este quería expulsarnos porque tenía intereses creados con los hoteles de la zona y que formaba parte del entramado de las acogidas. Este hombre que nos inspiraba más confianza se llamaba Mihai.

No podía creer que en medio del drama que se estaba viviendo hubiera gente que se había organizado para negociar con todo: alojamiento, traslado, tráfico de personas, venta de billetes para ir a otros lugares, promesas y peajes inventados para todo.

Aturdida por todo aquello y sin saber qué nos esperaba, me atreví a dirigirme hacia la valla fronteriza.

Había ambulancias, coches de policía, un ir y venir de gente uniformada y rincones turbios en los que presentías que tu presencia molestaba. La policía de Rumanía no se caracterizaba por su transparencia ni por su exceso de amabilidad. Imagino que todos estaban desbordados, pero era evidente que aquí había gente que procuraba sacar tajada y beneficio propio al dolor ajeno, y más por la urgencia con la que se había desencadenado todo. Aquello de que «a río revuelto, ganancia de pescadores» era evidente. En la confusión y el caos, hay personas sin escrúpulos que sacan réditos de la desgracia, y encima se presentan como benefactores y salvadores de los que van desesperados y se agarran de un clavo ardiendo.

Mihai vino a buscarme y me propuso ir a otra frontera donde estaba un conocido suyo, Andrei, en la localidad rumana de Sighetu Marmației. Me contó que allí estaban muy bien organizados y que todo era más serio. Allá nos asignarían algunas personas que querían venir a España junto con las personas que debíamos buscar en Siret al día siguiente, y además allí tenían organizado el registro de las entidades que trabajaban con refugiados en Rumanía.

Cuando nos marchábamos, apareció Ion, que controlaba aquel punto y al que le incomodábamos, y me dijo que al día siguiente, antes de marchar a Siret, vendría a vernos al hotel. Que él haría que nos hicieran buen precio y que a los refugiados que lleváramos al hotel Aurora no se les cobraría. Recordé que mi abuela siempre decía: «Cuando la limosna es grande, ¡hasta el santo desconfía!». Ya veía que aquí había intereses «hoteleros», que no hospitalarios.

Tenía la necesidad de marchar de allí, pero sabía que nos lo encontraríamos y que, en el fondo, ellos son los que controlaban todos los movimientos de aquella frontera, porque se hacían omnipresentes con sus tentáculos. Después supe que les interesaba que los «no ucranianos» fuéramos a los hoteles con los que él estaba vinculado, y que él era el encargado de negociar con la administración el pago de las plazas de los refugiados y el encargado de dirigir allí a posibles clientes, como era nuestro caso. Aumentaban las personas que venían de diversas organizaciones a ofrecer su ayuda, y aquí había una oportunidad de negocio.

Nos quedaban unos cien kilómetros y casi dos horas de viaje en medio de curvas y montañas para llegar a Sighetu Marmației y el paso fronterizo al que se referían Mihai, y por eso nos largamos sin más preámbulos.

Nada más subir a la furgoneta Mihai me hizo notar el trapicheo que había en Halmeu. Nos explicó que había mafias, entre las que había muchos funcionarios, incluso para cobrar por dejar pasar la frontera: en el pasaporte ponían entre cinco y diez mil euros y los intermediarios gestionaban el paso y los dejaban salir. Y esto se daba en puntos tanto de la salida de Ucrania como de la entrada de Rumanía. No solo cobraban a algunos hombres cuyo paso por la frontera de Ucrania estaba más limitado por la ley marcial,4 sino también a las mujeres que tenían libertad para salir y a las que engañaban diciendo que para entrar en Europa tenían que pagar. Estas mafias se aprovechaban de su posición de poder y de la desesperación e ignorancia de la gente, dejando en la más absoluta intemperie a miles de mujeres con sus hijos.

No llevábamos ni diez días desde el inicio de la guerra y el negocio estaba montado. Mihai nos iba preparando para lo que nos encontraríamos en las fronteras de Sighetu Marmației y nos dijo: «La ayuda que traéis la podréis dejar en lugar seguro, y vosotros mismos veréis cómo se nota quiénes ayudan de verdad y quiénes se dedican a mercadear con el drama de los refugiados, aprovechándose de su vulnerabilidad para atraparlos en redes criminales que les acaban sometiendo a la explotación sexual, laboral, de tráfico de órganos o de otro tipo, pero siempre abusos de gente con pocos escrúpulos».

Al llegar al paso fronterizo, el movimiento de gente era increíble. Miles de voluntarios, entidades, tenderetes de reparto gratuito de ropa de abrigo, juguetes, comida, medicamentos, sillas de ruedas, tarjetas de teléfono, etc. Un desbordamiento de humanidad y de calor humano en medio de aquella noche cerrada, gélida y de extraña sensación de desconcierto, miedo, ansiedades. Y mezclado con todo eso la evidente lacra de las mafias que nos había descrito Mihai. Los veías en los pasillos y en las esquinas ofreciendo regalos a los niños e intentando hacerse los simpáticos, y si notaban una presencia que podía descubrirles mientras intentaban cazar a sus víctimas, se ponían muy nerviosos y hasta agresivos. Intentaban camuflarse entre los voluntarios, pero sus miradas turbias y su animosidad hacía saltar las alarmas, y cuando se detectaba eso, corría la voz y grupos organizados de seguridad les perseguían y amenazaban, provocando de forma momentánea su huida, hasta que volvían para intentarlo nuevamente.

La marea humana formada era impresionante. Era como cuando hay grandes manifestaciones en las que el tumulto es tan grande que se te pierde la vista en la multitud. Y en cada una de esas personas había un drama y mucho mucho miedo, inseguridad y una vida a sus espaldas.