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Jaque a la reina es una emocionante novela histórica de intrigas, conjuras y choque de aceros en las oscuras callejuelas de la Villa y Corte, que a su vez conformará el escenario de una hermosa historia de amor. Felipe IV ha muerto. En Madrid, mentidero de la monarquía, en un ambiente de clérigos intolerantes, de nobles engreídos y de veteranos soldados que pululan por la villa sin oficio ni beneficio, las intrigas y la lucha por el poder marcan la vida de la corte, ante la minoría de edad de Carlos II, un enfermizo rey de cuatro años. La reina viuda, de carácter adusto e intransigente en sus planteamientos, asume una regencia llena de dificultades, apoyándose en su confesor, el padre Everardo, un jesuita al que el pueblo odia por haber cerrado los corrales de comedias y ser extranjero. Sobre su figura circulan todo tipo de rumores, muy escabrosos cuando se refieren a su relación con la reina. Frente a ellos el ambicioso Juan José de Austria, hijo bastardo del monarca difunto y de una comedianta, intriga para hacerse con el poder. Dos personajes más, el capitán de tercios Gonzalo de Santa Cruz y la enigmática Elena de Zúñiga, un antiguo amor del capitán, atraerán el centro de la intriga palaciega mientras intentan recuperar el amor perdido. «Del panorama literario actual, José Calvo Poyato es uno de los autores que mejor nos traslada a épocas pasadas». Onda Cero «Un referente de la novela histórica española». El Periódico «Combina con sabiduría la novela histórica y el thriller». Juan Ángel Juristo, ABC «Un gran historiador. Un excelente novelista». J. J. Armas Marcelo
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Seitenzahl: 459
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
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28036 Madrid
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Jaque a la Reina
© José Calvo Poyato, 2003, 2025
Autor representado por Silvia Bastos, S. L. Agencia Literaria
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
Arte de cubierta: CalderónSTUDIO®
Imágenes de cubierta: Alamy
ISBN: 9788419802866
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Epílogo
A todos aquellos que, en la vorágine del poder, lucharon por un ideal
Hasta el momento, la primavera había presentado un perfil desapacible. Los días lluviosos con cambios rápidos y bruscos de temperatura desorientaban a los vecinos de Madrid en aquel año de 1668 en que, bajo la regencia de doña Mariana de Austria, la Monarquía Católica vivía momentos de zozobra.
Doña Mariana era regente por disposición testamentaria de su difunto esposo el rey Felipe IV y ejercía el cargo en nombre de su hijo, quien, si llegaba a reinar, lo haría con el nombre de Carlos II. Aquel niño de siete años era enfermizo desde su nacimiento y endeble de constitución. Las afiladas lenguas de la corte señalaban que había sido engendrado en la última cópula carnal que el rijoso monarca había tenido con la reina. La opinión más generalizada apuntaba a que no llegaría a ser rey porque no superaría la pubertad.
La noche anterior al 19 de mayo había nevado de forma copiosa. Aquella nevada, algo extraordinario a tales alturas del año, fue interpretada por muchos como augurio de malos sucesos. Había cubierto Madrid con una capa blanca que lo tapaba todo; sin embargo, tal blancura se transformaría pronto en agua corriendo por pendientes y desniveles porque había amanecido un día soleado.
En la plaza de Santa Catalina la chiquillería y también algunos adultos se arrojaban bolas de nieve entre bromas, risotadas y ligeros quejidos cuando alguno de los que así se entretenían era alcanzado en parte sensible de su cuerpo.
Alejándose de las carreras, morisquetas y escorzos de los que jugaban de aquella forma cruzó presurosa, con paso firme y decidido, una figura embozada en su negra capa y cubierta con un sombrero calado hasta las cejas. Diríase, por el embozo y por lo calado del sombrero, que trataba de ocultar su identidad a posibles miradas indiscretas. Había salido del mesón del Moro y cruzaba la plaza hacia la calle de la Fuente. Se desplazaba con rapidez y resaltaba sobre el blanco que se extendía por todas partes. La energía de su paso fue perdiendo fuerza, conforme avanzaba. Primero se hizo más reposado, después se detuvo. Su respiración era agitada y entrecortada, como si tuviese un problema en los pulmones o padeciese alguna enfermedad.
El rostro de aquel individuo, hasta donde se podía ver, mostraba signos de congestión y estaba perlado por pequeñas gotas de sudor; en sus ojos se percibía la punzada de un dolor a duras penas contenido. Hubo un momento en que sufrió una especie de vahído que le nubló la vista y le obligó a agarrarse a la reja de una ventana para no dar con sus huesos en el suelo. Cogido al improvisado asidero, trató de serenarse; dejando caer el embozo de su capa, buscó entre sus ropas un pañuelo con el que se secó el sudor que ya le empapaba el rostro, luego aspiró el aire fresco de la mañana. Su cara se relajó un poco, pero un agudo dolor le hizo contraerse de nuevo. La mano que le sostenía asido a la ventana se crispó atenazando el barrote con fuerza. Con un movimiento rápido echó para atrás la capa y se quitó el sombrero, dejando al descubierto sus facciones.
Era de unos cuarenta años, alto y desgarbado. Tenía una incipiente calvicie, en buena parte disimulada por la media melena que poseía, de un pelo lacio y negro, con las puntas remetidas hacia dentro, a la moda. También respondían a los gustos del momento una fina perilla y unos delgados y atusados mostachos, cuyas puntas se levantaban casi verticales. Tenía la piel blanca y sonrosada. La ropa que vestía era de buena calidad, pero presentaba el deterioro de un uso prolongado.
El aire que entró en sus pulmones y el que sintió en su rostro parecieron aliviarle en algo el dolor que padecía. Compuso el ademán y con paso vacilante reanudó la marcha, pero no había caminado más de un centenar de pasos cuando de nuevo sufrió un espasmo. Los síntomas del cansancio pintado en su rostro eran cada vez mayores, si bien, ahora, parecía menos preocupado por la imagen que podía ofrecer que cuando tuvo que buscar la ayuda de la ventana. Se desabrochó sin miramientos el cuello de la camisa y la botonadura de la parte superior del jubón. Pareció mejorar un poco y reemprendió su camino en un intento de alcanzar cuanto antes su destino. Consiguió llegar a la posada de la Estrella en la plazuela de los Herradores, frente al convento de las Clarisas, cerca de la Plaza Mayor.
Cuando cruzó el zaguán su rostro presentaba una palidez mortal. En pocos minutos su aguileña nariz se había afilado de forma extraordinaria y los ojos, hundidos en sus cuencas, presentaban unos oscuros cercos a su alrededor; los tenía vidriosos y velados. En la mirada de aquel hombre se reflejaba la cercanía de la muerte. Un grito estentóreo salió de su boca con una fuerza mucho mayor de la que parecía posible, dado el aspecto que ofrecía:
—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Me han envenenado!
Dando tumbos, más que pasos, pudo llegar hasta una de las mesas de la sala a la que se accedía a través del portón que la separaba del zaguán. Apoyó en ella las manos, jadeante e inclinado hacia delante. Su cuerpo se arqueó y de forma casi simultánea una arcada sacudió su estómago. Las tres mozas que faenaban, atendiendo a la escasa parroquia que había en aquel momento, se acercaron.
—¿Qué os ocurre señor de Saint-Aunais? —le preguntó una.
—¿Os sentís mal? —lo interrogó otra.
Saint-Aunais no tenía fuerzas para responder. Harto hacía con soportar las arcadas que ahora, una tras otra, le mortificaban, sin llegar a convertirse en un vómito liberatorio. Tenía la mirada perdida y se apretaba con ambas manos el estómago, en un intento inútil de contener los espasmos que lo sacudían. A su alrededor se formó un corrillo de curiosos que lo miraban, impotentes, comentando que aquel sujeto había dicho que le habían envenenado.
Apareció el posadero, un tripudo individuo cuyos rasgos más llamativos eran unas pobladas cejas, negras y corridas, y una calva absoluta y brillante, quien ordenó a las mozas que sacaran un jergón para tender al enfermo. Al identificar quién estaba postrado no pudo contener su sorpresa:
—¡Señor marqués! ¡Pronto, que avisen a un médico!
Una de las mozas se ajustó el corpiño, estiró los pliegues de su falda y se alisó con las manos el pelo, que llevaba en un moño malamente recogido, y salió a toda prisa a cumplir el encargo de su amo.
Los presentes miraron al posadero, quien tomaba una de las manos del enfermo. El marqués de Saint-Aunais entreabrió los ojos, aspiró tratando de llenar sus pulmones y pidió al posadero, con voz entrecortada:
—Antón, un poco de agua. Algo me quema por dentro… ¡Me está abrasando las entrañas!
El posadero no necesitó dar la orden porque una de las mozas acudió a una cantarera y de un panzudo búcaro vertió como medio azumbre de agua en una jarrilla de barro. El marqués, tras un gran esfuerzo, logró beber un par de tragos que, además de refrescar su garganta, empaparon su pechera por la dificultad que tenía para tragar. Hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y apretó la mano del posadero:
—Antón, escúchame con atención. No dispongo de mucho tiempo…
—Pero, por la Virgen Santísima, decidme, señor, ¿qué es lo que os ha ocurrido?
—No me interrumpas, no dispongo de tiempo —gimió.
El posadero abrió la boca para contestar de nuevo, pero la mirada del moribundo hizo que quedase en un intento.
—Más que un matasanos, que nada podrá hacer, manda por un sacerdote a quien confiese mis pecados, que son muchos y notables. Pero antes, escúchame. Mi muerte no es cosa de la naturaleza, ni de enfermedad. Es por un tósigo que me han suministrado hace poco rato.
—¿¡Que os han dado un veneno!? ¿Quién? ¿Dónde? ¿Cómo? —El posadero abría los ojos de forma desmesurada.
—No me interrumpas, Antón, te he dicho que tengo poco… Aaah… —Un nuevo espasmo sacudió su cuerpo, que se arqueó contraído, para desmadejarse a continuación—: Escucha sin que me interrumpas más. Aunque sería conveniente que mandases ya a por el confesor.
Antón dio un vozarrón a la moza que había traído el agua.
—¡Ve y busca al padre Diego!
—¿El… el jesuita? —titubeó la moza.
—¡Quién coño, si no! ¡Ve y dile que el caso apremia!
—Ahora escucha lo que voy a revelarte. —El marqués parecía haberse serenado algo.
El posadero miró a la concurrencia que se arracimaba en torno a él y a Saint-Aunais, quien, alzando la voz lo que pudo, para que lo oyesen todos:
—Lo que tengo que decir no es secreto, pueden escucharlo vuesas mercedes y sepan que es la verdad. La dice un hombre que sabe que es poco lo que le resta de vida. ¡Lo juro por ésta! —Hizo una cruz con los dedos y, llevándosela a los labios, la besó—. Esta mañana —continuó el marqués—, fui al mesón del Moro, el que está cerca de la plaza de Santa Catalina, para verme con un sujeto que la víspera me dijo que me reuniera con él. Me haría partícipe de un plan de mucho interés…
El moribundo dejó de hablar, sorbió con gran dificultad otro trago de agua y continuó con esfuerzo:
—Nada me dijo del asunto a tratar, tentando así mi curiosidad. Llegado al mesón, hube de aguardar hasta que apareció por allí. —La respiración de Saint-Aunais era cada vez más fatigosa, sorbió otro trago de agua y se tomó un breve descanso—. Llegó acompañado de un conocido mío: un hidalgo aragonés llamado Malladas. Ambos se deshicieron en disculpas por su tardanza, antes de que manifestase mi enfado por el tiempo de espera. Echaron la culpa a la nevada y las dificultades para transitar por algunos lugares. Malladas, a título de desagravio, ofreció pagar desayuno y, sin pedir parecer, encargó migas con torreznos, lonchas de jamón y chocolate bien espeso… —Otra vez la fatiga lo obligó a detenerse y una nueva punzada en su estómago le hizo retorcerse—. Mientras lo preparaban, Malladas me explicó el plan, al tiempo que solicitaba mi colaboración. Con mucho detalle expuso la situación que se vive en la corte. En su opinión, los males que aquejan a la monarquía se derivan de la incapacidad del valido de la reina. —La respiración del marqués era cada vez más entrecortada y mayores sus dificultades para hablar, sólo el deseo de dar cuenta de lo ocurrido le daba fuerzas para proseguir—. Afirmaba que sólo la caída del valido puede poner fin a una situación que, de continuar así, aunque sea por corto tiempo, agravará aún más los daños que padecemos. Le respondí que la caída del padre Everardo era algo que dependía de la voluntad de la reina y que doña Mariana no estaba por prescindir de los servicios del jesuita. Malladas coincidió en esa apreciación y me desveló el plan para poner fin a esa situación.
—¿En qué consistía el plan? —La pregunta había surgido del corro de curiosos, pero la respuesta se demoró por una nueva punzada de dolor. Saint-Aunais dejó escapar un quejido y se apretó con las manos el estómago.
—He participado en numerosas intrigas cortesanas. En los últimos años no ha habido ninguna de cierta relevancia en la que no haya tomado parte. A veces al lado de unos, a veces al lado de otros. ¡Necesidades que impone la vida! —El marqués parecía tratar de justificar lo que había sido una vida de intrigas, vinculada al mejor postor—. He tomado parte activa en tramas que se tejen y destejen en torno al poder. Pero nunca, lo juro por la salvación de mi alma que pronto ha de comparecer ante el Altísimo, he manchado mis manos con sangre. Malladas me proponía participar en un asesinato. ¡Quería que cometiese un crimen!
—¿A quién pretende asesinar? —preguntó el posadero, que agarraba otra vez una mano del moribundo marqués.
—Al padre Nithard…
En ese momento, como si hubieran estado de acuerdo, irrumpieron en la posada el padre Diego y el médico. Su llegada produjo cierto alboroto que se confundió con las exclamaciones de los presentes al conocer la identidad de la víctima en los planes de Malladas. Saint-Aunais se encogió, contraído por otra dolorosa punzada, ahora acompañada de una ruidosa arcada que hizo brotar por la comisura de sus labios un hilillo de sangre, e indicó al médico:
—Es poco lo que podéis hacer por mí. Dejad que el padre me oiga en confesión, porque me han envenenado. El veneno me lo han suministrado en una jícara de chocolate, aprovechando que acudí a orinar, después de negar mi participación en un plan urdido para poner fin a la vida del valido de la reina.
—¿Pretenden asesinar al padre Nithard? —Quien preguntaba, con voz trémula, era el padre Diego de Sotomayor, compañero de orden del valido.
—Y por negarme —Saint-Aunais apenas tenía ya un hilo de voz— a colaborar pago con mi propia… mi propia vida.
Una nueva arcada acompañada de un vómito de sangre que enrojeció su pechera sacudió al moribundo. El sacerdote ordenó a la concurrencia que se alejase para escuchar, hasta donde fuese posible, la confesión de aquel desdichado que estaba a punto de abandonar esta vida.
En medio de un relativo silencio punteado de murmullos, todos se retiraron a una distancia prudencial. Desde allí asistieron a los momentos finales del marqués de Saint-Aunais, un intrigante profesional que había vendido durante años sus servicios en las enconadas luchas cortesanas que se vivían en la capital de España, a quien escuchaba en confesión y reconfortaba el jesuita Diego de Sotomayor.
Su muerte habría pasado casi desapercibida de no ser por las circunstancias que se daban. En pocas horas Madrid fue un hervidero de rumores: había un plan para acabar con la vida del padre Nithard, el confesor de doña Mariana de Austria, que también era su valido e inquisidor general.
El padre Sotomayor, acalorado y sudoroso, caminaba por las calles de Madrid a la velocidad que le permitían su larga zancada y su juventud. Aún no había cumplido los treinta años. No salía de su asombro después de haber escuchado en confesión a quien ya era el difunto marqués de Saint-Aunais. Se resistía a correr, porque una persona de su dignidad estaba obligada a guardar las formas y la compostura debidas. Hubiera causado escándalo ver a un padre de la Compañía corriendo, con los hábitos remangados, como un pillastre cualquiera de los que pululaban por calles y plazas de aquel Madrid enervado por los enfrentamientos de los llamados nithardistas y donjuanistas, remoquetes con los que se calificaba respectivamente a los partidarios del valido y a los de don Juan José de Austria, hijo bastardo del anterior rey, habido con una comedianta: la Calderona.
Iba a la sede de la Suprema. Le molestaba, por primera vez en su vida, el entretenimiento que suponía el hecho de que mozalbetes desocupados y beatas con las que se cruzaba se le acercaran para besarle en la mano, que él mostraba con prisas e incomodidad. Sabía que era de suma importancia ganar los minutos. Al doblar la esquina de la calle que le conducía hasta la plaza de la Encarnación, que era su destino, clavó su mirada en un pasquín impreso. Hacía poco rato que lo habían pegado porque aún estaba fresca, empapando el papel, la mezcla de engrudo y goma arábiga que habían utilizado para fijarlo a la pared. A pesar de las prisas se detuvo y conforme avanzaba en su lectura se enervaba aún más de lo que estaba. Lo que se decía allí era un nuevo ataque que los partidarios de don Juan lanzaban contra Nithard:
A la reina doña Mariana de Austria, nuestra señora, cuya vida guarde Dios muchos años:
Ha de saber Su Majestad que las maquinaciones del padre Everardo llegan a tales extremos de sinrazón que resultan difíciles de creer en persona de su condición. Su odio hacia quienes no comparten sus designios, que han puesto a esta Monarquía en la difícil coyuntura que al presente le abruma, se ha desatado en forma de destierros, prisiones y destinos poco honorables. Trata el teatino, por todos los medios a su alcance, de eliminar o de alejar de esta triste corte a todos aquellos que no estén dispuestos a someterse a sus designios y a la vesania de sus actos. Son los buenos y fieles vasallos de Su Majestad aherrojados con grilletes por decir la verdad. Son maltratados de palabra y de obra todos quienes osan disentir de sus decisiones, marcadas por la avaricia y la codicia que es la norma que dicta todos sus actos. Tiene el corazón de tal modo pegado a los talegos que no hay asunto, por mucho interés que el mismo represente y por mucha que sea la necesidad que su solución plantee, que no esté determinado por el afán avaricioso que marca su vida.
Mientras los más esclarecidos vasallos de Vuestra Majestad gimen, vilipendiados en sus personas y en sus bienes, el padre confesor y sus amigos se enriquecen a costa de esta desgraciada y desangrada Monarquía, otrora espejo de cortes y al momento presente sumida en ruina tal que ni puede ser ponderada.
Habrá Vuestra Majestad de poner coto y remedio a tantos desmanes como al tiempo presente nos martirizan y aun amenazan, tomando aquellas disposiciones encaminadas a acabar con un estado de cosas que, de no ponerle solución, acabarán con las esencias mismas y aun la propia existencia de esta Sagrada Monarquía, cuya custodia y depósito dejó en vuestras manos la sacrosanta voluntad de Vuestro difunto esposo, el Rey Nuestro Señor, don Felipe el Cuarto, que gloria de Dios haya.
En la Villa y Corte de Madrid, a viernes,
18 días del mes de mayo del año de gracia de 1668
Con mal disimulada ira Diego de Sotomayor arrancó de un manotazo aquel libelo injurioso que los enemigos de su compañero de orden sacaban a la luz pública. Una calumnia más, lanzada contra el padre confesor por quienes, llenos de envidia, no soportaban el encumbramiento al que lo había elevado su majestad. Su desabrido gesto no pasó desapercibido a un grupo de curiosos que, formando corrillo, había seguido con atención la actuación del jesuita. Cuando éste arrancó el papel fue saludado con una rechifla y algunos insultos dirigidos contra él, contra Nithard y contra la Compañía de Jesús.
—¡Fuera el teatino!
—¡Fuera el confesor!
—¡Fuera los teatinos! ¡Fuera, fuera!
—¡Viva el señor don Juan!
Hizo una mueca despectiva, arrugó el papel en sus manos hasta hacerlo una bola y lo arrojó con furia contra el grupo. Aquel gesto estimuló las iras de los vociferantes, quienes pasaron de las palabras a los hechos. Uno de los presentes se agachó y tomando un canto del tamaño de su puño lo arrojó contra el jesuita, quien pudo esquivarlo. Pero la pedrada fue como una especie de señal para que los congregados se lanzasen en veloz carrera hacia el hijo de san Ignacio. Ahora, el sacerdote, olvidándose de formas y composturas, se arremangó la sotana dispuesto a poner tierra de por medio, y echó a correr sin parar hasta alcanzar el seguro refugio que era la sede del Santo Oficio.
Diego de Sotomayor cruzaba la puerta de la Suprema cuando sus perseguidores se encontraban a una veintena de pasos y hasta sus oídos llegaban nítidos los improperios con que le obsequiaban. Cuando lo vieron entrar allí, volvieron sobre sus pasos con rapidez, incluso mayor de la que habían empleado mientras le perseguían. Los miedos que inspiraba el temido tribunal eran tales que nadie en su sano juicio se atrevía a correr el riesgo de tener un encuentro con sus integrantes. Bastante lejos habían llegado en su agresión a un miembro de la poderosa Compañía de Jesús.
La paz que inundaba claustros, patios, galerías y dependencias del imponente palacio se vio ligeramente alterada con su presencia. Su rostro demudado, su descompuesta figura y la agitación de que era presa contrastaban con la tranquilidad que ofrecían los grupos de familiaresy otros miembros de la Inquisición que allí departían. Llamó la atención de quienes estaban allí la intempestiva llegada del jesuita.
—¡Padre, tenéis mal aspecto! ¿Qué ocurre a vuestra reverencia?
—¿Os aqueja algún mal?
—¿Tenéis algún problema en el que podamos serviros de ayuda?
Hubieron de pasar algunos segundos hasta que recuperó el resuello. Mientras lo hacía, uno de los presentes tuvo la feliz idea de acudir a por agua con que refrescarlo. Los demás aguardaban expectantes a que explicase sus penosas condiciones, pues la imagen que presentaba era poco edificante y nada acorde con su dignidad y rango.
—¡Hay un plan para asesinar al padre Nithard!
Aquella afirmación dicha sin preámbulos causó conmoción. Todo se volvió exclamaciones, comentarios, preguntas.
Uno de los presentes, un individuo enjuto y de facciones tan alargadas que rozaban la anormalidad, se acercó a él. Iba vestido de seglar y completamente de negro. Sin decir palabra, lo agarró por el brazo. Tenía una mano, que apenas era algo más que piel y huesos, rematada en unos dedos largos, afilados, sarmentosos. Era como una garra que había atrapado una pieza.
—¿Tenéis pruebas de eso que acabáis de decir? —Su voz sonaba grave, profunda.
—Así es. Tengo las pruebas de lo que acabo de decir.
—En ese caso, seguidme. —La voz del malencarado individuo, que ni siquiera se había molestado en presentarse, no era una invitación. Era una orden.
Diego de Sotomayor trató de reaccionar:
—¿Quién sois vos para darme tal orden?
La respuesta que recibió fue una mirada cortante. Parecía fulminarle con los ojos. Sin embargo, las palabras que salieron de su boca sonaron ahora suaves, hasta melifluas.
—Disculpad las formas, pero lo que habéis dicho es tan grave… Mi nombre es Pedro de Arista y soy fiscal del Santo Oficio. ¿Tenéis la bondad de acompañarme, padre…, padre…?
—Diego de Sotomayor, de la Compañía de Jesús con residencia en el Colegio Imperial, y realizo trabajos propios de mi ministerio en la parroquia de San Ginés.
—Bien, padre Sotomayor, siendo tan grave lo que acabáis de decir y afirmando que tenéis pruebas de ello, tened la bondad de acompañarme.
En aquel momento llegó el que había ido a por el agua. El jesuita, que bebió varios sorbos con estudiada moderación, agradeció el detalle. Después se compuso las vestiduras y acompañó a aquel individuo. Todos los presentes abrieron pasillo en medio de apagados murmullos.
El jesuita y el fiscal ganaron el claustro que rodeaba aquel patio, en el que se levantaban, poderosos y desafiantes, varios cipreses, y subieron por una amplia escalera de mármol rosa pálido, cuyas paredes estaban decoradas con enormes lienzos, todos ellos retratos de quienes habían sido inquisidores generales, máximos representantes de la institución que asentaba allí sus reales. Llegaron a la planta superior, cuyo suelo entarimado crujió bajo sus pasos que se dirigían a una antesala previa a un gabinete de trabajo, donde el inquisidor general recibía las visitas.
A lo largo del recorrido no cruzaron una sola palabra. Ya en la antesala, donde había varias personas matando el tiempo hasta ser recibidos, el padre Sotomayor preguntó al fiscal:
—¿Está aquí el padre Everardo?
A Pedro de Arista debió de parecerle una confianza excesiva para referirse de tal forma a una personalidad como Nithard:
—Si os referís a su ilustrísima el señor inquisidor general, la respuesta es sí. Espero, además, que su ilustrísima —pronunció la palabra con énfasis— acceda a recibirnos inmediatamente. Aguardad aquí. Sólo un instante.
Los presentes saludaron al fiscal, quien apenas se dignó corresponder. Arista se dirigió a un individuo de pequeña estatura que ejercía funciones de portero, quien le recibió con una profunda reverencia. El padre Sotomayor pudo percatarse de que por la actitud que todos adoptaban ante él era persona de gran autoridad dentro del Santo Oficio. El portero escuchó con atención lo que le susurraba al oído, a la vez que afirmaba con movimientos de cabeza. Luego, sin perder un instante entró en el gabinete.
Para entretener la espera el fiscal sacó de uno de sus bolsillos una bolsa de fino tafilete, extrajo un cigarro y los adminículos para encenderlo, cosa que hizo con la facilidad propia de quien está habituado a ello. En pocos segundos una densa humareda surgió a su alrededor, como si alguien hubiese agitado un incensario, a la vez que un olor acre y un punto pestilente se extendió por la antesala. Algunos de los presentes tosieron de forma ostensible e incluso hubo quien se santiguó apresuradamente. Nada de ello pareció importar al fiscal, que dijo a Sotomayor:
—Esta costumbre de fumar, que ha venido de las Indias, es una de las mejores cosas que nos ha traído el descubrimiento de aquellas tierras. A pesar de que algunos digan que es un vicio asqueroso y repugnante, que es malo para la salud e incluso que tiene algo de diabólico, lo cual es una paparrucha. Lo cierto y verdad es que serena los ánimos y tranquiliza el espíritu en momentos de agitación.
Por primera vez, a Sotomayor las palabras de aquel hombre no le sonaban ni a orden, ni a imposición, ni a amenaza solapada. Eran un simple comentario sobre un asunto que estaba en boca de las gentes y que desde hacía tiempo se prestaba a todo tipo de comentarios e incluso controversias. Se habían dado a la estampa numerosos escritos a favor y en contra de aquella extraña costumbre, que cada vez lo era menos, copiada de los indios. Aunque la iglesia oficialmente no había efectuado ningún tipo de pronunciamiento, eran numerosos los prelados que habían hecho públicas ciertas disposiciones respecto a tan curiosa novedad. En algunas diócesis se había establecido la prohibición de fumar en el interior de los templos por causa de la humareda que producía, el olor que provocaba e incluso las toses y molestias a que daba lugar en muchas de las gentes que asistían a los oficios litúrgicos. Algún ordinario había ido más allá, condenando una práctica que había de estar relacionada con el Maligno como resultaba evidente de algo que permitía echar humo por la boca y las narices. En el extremo contrario se situaba un considerable número de clérigos que se habían aficionado a fumar.
Lo cierto y verdad era que aquel debate levantaba pasiones entre las gentes y que, pese a ciertas condenas como las aludidas, cada vez era mayor el número de quienes se aficionaban al tabaco, que consumían de diferentes formas. Había quienes, como don Pedro de Arista, inhalaban los humos por la boca y los expulsaba por la nariz y la boca indistintamente. Otros lo hacían sólo por la nariz o la boca. Había quienes inhalaban por la nariz —que era el modo en que fumaban los indios— y lo expulsaban por ella o por la boca.
También se había extendido la práctica de masticar las hojas con las que se fabricaban los cigarros, eran las gentes de mar quienes se habían decantado por esta forma. Así lo aconsejaba la prudencia y las estrictas órdenes de los capitanes para evitar incendios a bordo. Algunos lo hacían porque de esa forma nada tenían que ver con humos e incandescencias, que era por donde se podía advertir la mano de Lucifer.
Apenas habían iniciado la conversación cuando el sujeto que oficiaba de portero se acercó a don Pedro y le comunicó algo en voz baja, pero que Sotomayor pudo oír:
—Su ilustrísima os recibirá de inmediato. Acompañadme, por favor.
Abandonaron la antesala donde se guardaba turno y fueron introducidos en un gabinete de pequeñas dimensiones, sumido en una suave penumbra porque no recibía más luz natural que la que entraba por la puerta. Estaba iluminado por un velón en el que ardían las torcidas de sus doce picos. El mobiliario, muy austero, se reducía a una mesa y varios sillones frailunos y una cómoda de grandes proporciones, sobre la que había un crucifijo con el cristo tallado en marfil.
—Aguardad aquí, que enseguida vendrá su ilustrísima.
Apenas pasaron un par de minutos cuando por una puertecilla interior apareció Everardo Nithard. Su figura alargada ofrecía un perfil adusto que sus partidarios relacionaban con el ascetismo que presidía su vida. Iba tocado con un bonete negro de cuatro picos. A primera vista parecía persona más ligada a teologías y cuestiones del espíritu que apegada a las cosas terrenales. Sus picudas cejas y la finura de sus labios, apenas una línea esbozada en el rostro, señalaban un carácter enérgico y fuerte, incluso una voluntad indomable. Usaba bigote y perilla a la moda, y ésta parecía ser su única concesión a las mundanas cosas que eran habituales en la corte, donde desempeñaba un preponderante papel gracias a la confianza que en él había depositado la regia penitente a quien dirigía en su conciencia y vida espiritual. Lo hacía desde que, siendo una niña de poco más de quince años, llegara a España, para contraer matrimonio que, fallecido quien había de ser su esposo, a la postre lo fue con su tío el rey Felipe IV, que le triplicaba la edad.
El inquisidor saludó con estudiada cordialidad a don Pedro, al que estrechó la mano. Le produjo cierta extrañeza encontrarse allí con un miembro de su orden con quien no había tenido trato. Nithard, habituado a lances como aquél, que la vida cortesana le planteaba con frecuencia, hizo un comentario ligero:
—Vuestro rostro me es vagamente familiar, padre… ¿padre?
—Diego de Sotomayor, ilustrísima. Hace pocos días que he llegado…
El valido no le dejó terminar, extendió su mano y el joven hijo de san Ignacio la besó con respetuosa disposición.
—Y bien, don Pedro, ¿qué es eso tan urgente que habéis de comunicarme y que no admite ningún tipo de demora?
—El padre Sotomayor dice tener pruebas fehacientes de la existencia de un plan para asesinar a vuestra ilustrísima.
Cuando Nithard escuchó aquellas palabras un ligero temblorcillo le sacudió el cuerpo. Transcurrieron varios segundos hasta que con cortesana disposición invitó a sus dos visitantes a sentarse:
—Tomen asiento vuesas mercedes porque el asunto, tal y como lo habéis formulado, requiere de la necesaria meditación. ¿Desean vuesas mercedes algún refresco?, ¿agua de canela?, ¿leche aromatizada?, ¿alguna infusión?
Sin esperar a que hubiese respuesta a su invitación, Nithard agitó varias veces una campanilla de plata. Estaba claro que quien necesitaba algún tipo de reconfortante era él. Al instante apareció un criado en actitud solícita.
—¿Qué tomarán vuesas mercedes? —preguntó de nuevo.
—Agua fresca, si es posible —señaló el fiscal.
—También yo —asintió Sotomayor.
—Agua, pues, para todos —ordenó Nithard.
Cuando el criado se hubo retirado, el valido retomó la conversación:
—Veamos qué es lo que tenéis que comunicarme. Como vuesas mercedes comprenderán, necesito conocerlo todo acerca de este asunto.
Arista miró a Sotomayor. Era él quien tenía que hablar. El joven jesuita, un poco desconcertado, comenzó a relatar el acontecimiento que había vivido:
—Veréis, ilustrísima, esta mañana fui requerido en la posada de la Estrella para asistir a un moribundo que pedía confesión. Se trataba del marqués de Saint-Aunais…
—¿Saint-Aunais, decís? —Nithard parecía hacer memoria.
—En efecto, ilustrísima, afirmaba haber sido envenenado y pedía confesión. Según sus propias palabras, el veneno le fue suministrado en el chocolate al que le invitaron unos individuos con los que se había citado en el mesón del Moro. Según dijo, fue envenenado por negarse a participar en un plan urdido para acabar con la vida de vuestra ilustrísima…
El valido se removió inquieto en su sillón. En aquel momento el criado entró portando una bandeja con una jarra y tres copas de cristal finamente labrado, sirvió agua y preguntó:
—¿Desea vuestra ilustrísima alguna otra cosa?
—Nada más, puedes retirarte. Cierra la puerta al salir.
El criado abandonó la estancia silenciosamente mientras el propio Nithard ofrecía las copas a sus interlocutores.
—Don Diego, continuad.
—Como decía a su ilustrísima, aquellos individuos, según Saint-Aunais, tenían un plan para asesinaros. Eso fue lo que en el último trance ha confesado ese desgraciado.
—¿Conocéis los nombres de los individuos que, según Saint-Aunais, le habían suministrado el veneno? —preguntó el inquisidor.
—Me facilitó el nombre de uno de ellos. Al parecer, no conocía al otro.
—¿Y quién era el sujeto conocido?
—Se trata de un hidalgo aragonés apellidado Malladas, ilustrísima.
—¡Malladas!
Fue casi un grito lo que salió de la boca de Nithard, quien de forma casi instintiva se puso en pie. Arista y Sotomayor también se levantaron. Este último le preguntó sorprendido:
—¿Lo conoce vuestra ilustrísima, por un casual?
—¡Claro que le conozco! Por eso me resulta extraño que se trate de esa persona.
Nithard, pese a lo reducido de la estancia, paseaba inquieto de un lado para otro y murmuraba entre dientes:
—No es posible, no puede ser.
Arista le preguntó:
—¿Cree su ilustrísima que todo esto no es sino una patraña del marqués de Saint-Aunais?
Nithard se tomó su tiempo. Sotomayor daba muestras de nerviosismo.
—Saint-Aunais era un intrigante, Dios nuestro Señor le haya perdonado. Nunca tuvo escrúpulos para jugar con barajas diferentes. A veces estuvo con don Juan y a veces con nosotros, dependiendo de la bolsa que cada cual pusiera en sus manos. Incluso. ¡Puedo aseguraros que no era persona de fiar!
—Pero, señor, estaba en trance de morir —sonó la voz temblorosa del padre Sotomayor.
—Se nota que sois muy joven aún, mi querido don Diego, y también que no conocéis a la persona que habéis asistido en el momento de expirar. Saint-Aunais hubiese sido capaz de vender su alma al mismísimo diablo.
Al escuchar aquella exclamación el joven sacerdote se santiguó apresuradamente:
—Su ilustrísima convendrá conmigo en que en el momento de la muerte no se suele mentir y, por otra parte, ¿qué beneficio podría obtener el moribundo mintiendo con una afirmación como la que ha hecho?
—Podría tratarse de la venganza de un embaucador como era el marqués. Hay que conocer al personaje… —Nithard se detuvo un momento y en sus ojos brilló una luz, como una revelación—. Por cierto, don Diego, ¿estáis seguro de que el marqués ha fallecido?
El jesuita pareció encogerse al escuchar aquella pregunta y, tras un instante de vacilación, afirmó:
—Puedo jurar a vuestra ilustrísima que cuando salí de la posada era cadáver.
—¿Dijo en confesión lo del plan para asesinarme y la implicación de Malladas? —preguntó Nithard con cierta inquietud.
El padre Sotomayor enrojeció, poniéndose como la grana:
—No revelaría ni por todo el oro del mundo lo que se me confiase en confesión. Habéis de saber que antes de confesar había dicho a los presentes que le había envenenado el tal Malladas. Utilizó para ello el chocolate del desayuno. Lo único que puedo deciros es que en el acto penitencial ratificó lo mismo que había afirmado poco antes.
Arista, que continuaba fumando con aplicación y llenaba de humo la pequeña sala donde mantenían la reunión, volvió a preguntar al inquisidor:
—¿De qué conoce su ilustrísima al tal Malladas?
Nithard miró a don Pedro con cierta dureza, como reconviniéndole por su curiosidad.
El fiscal captó el sentido de aquella mirada y comentó a modo de excusa:
—Mi pregunta sobre la posible relación de su ilustrísima con Malladas sólo pretende alcanzar alguna vía de conocimiento acerca de la confesión realizada por Saint-Aunais.
—No esperaba yo que hubiera otra intención en vuestra pregunta, mi querido don Pedro —comentó Nithard con cierta sorna. Luego, dirigiéndose a su joven compañero de orden, añadió—: No tengo palabras para agradeceros vuestros desvelos hacia mi persona y vuestro interés en todo este enojoso asunto. También mis más efusivas gracias a vos —habló ahora a Arista— por vuestra celeridad y energía. Muerto Saint-Aunais, creo que lo adecuado es localizar a Malladas y para ello es conveniente no perder un instante.
Nithard dio por terminada la reunión:
—Tenéis nuestra autorización para retiraros.
Arista hizo una leve inclinación de cabeza como saludo de despedida, pero Sotomayor pidió con voz entrecortada:
—Hay algo más que vuestra ilustrísima habría de saber, pero es algo que sólo puedo revelar a vuestra ilustrísima. Sin… sin ningún testigo. —El jesuita estaba azorado.
Nithard le sacó rápidamente del apuro:
—Don Pedro, ¿seríais tan amable de dejarnos un momento a solas?
—¡Cómo no, ilustrísima! —Arista disimuló su cólera, pero no tenía otra opción. Contrariado, salió dejando una estela de humo tras de sí.
Al quedar solos, Nithard, que se había mostrado envarado con la presencia del fiscal, pareció relajarse. Sotomayor se percató de que la presencia de aquel individuo era poco grata al valido. Tampoco a él le gustaban sus maneras.
Nithard lo invitó a sentarse de nuevo e hizo un expresivo gesto con las manos. Estaba en disposición de oír aquello que tenía que contarle en secreto. Sotomayor vaciló un instante y luego, en voz baja, dijo:
—Hay algo más en este asunto…
El valido, que vio la duda reflejada en sus ojos, le animó con voz suave:
—Sosegaos, hermano Diego, y, si creéis que debo saber eso que queréis decirme, hacedlo tranquilamente.
—Verá, su ilustrísima…, es que… es que lo que tengo que contaros no fue dicho por Saint-Aunais para que fuese escuchado por los presentes, como lo relativo a su envenenamiento por Malladas. Esto sólo me lo dijo a mí y… y…
—¿Y? —Nithard trataba de ayudarle.
—Y no sé, ilustrísima, si la revelación que me hizo forma parte del secreto de confesión. No lo sé, no lo sé. —El jesuita se cubrió el rostro con las dos manos.
—Tranquilizaos, Diego, tranquilizaos. —Nithard se levantó y al posar suavemente una mano sobre el hombro de su joven compañero de orden comprobó la tensión que soportaba. Tomó la copa en que había bebido el joven jesuita y se la ofreció—: Un sorbo no os vendrá mal.
El agua pareció tranquilizar algo a Sotomayor, víctima del cúmulo de tensiones soportadas aquella mañana. Nithard comenzó a hablarle de forma reposada, como si tuviera delante a un alumno a quien había de transmitirle una cuestión de índole académica:
—Es lógico que seáis presa de la congoja que os invade si tenéis la duda de que podéis faltar al secreto de confesión. Pero precisamente la existencia de la duda es la mejor garantía que poseéis para dar reposo a vuestro espíritu. Porque en caso de duda hemos de resolver mediante la reflexión. ¿Me permitís que os ayude en ese ejercicio?
Sotomayor asintió con un movimiento de cabeza.
—¿El asunto en cuestión es un pecado o una falta cometida por vuestro penitente y confiada a vos para que le fuese perdonada su culpa?
—No, ilustrísima, no se trata de un pecado ni de una falta.
—Quiere decir eso que la cuestión no forma parte de aquella materia que, stricto sensu, en opinión de cualquier canonista, sería objeto de confesión penitencial.
—Así es, ilustrísima.
—En ese caso, estamos en presencia de una cuestión que no requería ni de atrición ni de contrición.
—Cierto, ilustrísima.
—Por lo tanto, ese secreto que parecéis compartir sólo vos y el marqués de Saint-Aunais no formaba parte del secreto de confesión.
—Vuestro razonamiento es impecable, ilustrísima, pero ese secreto que yo conozco me fue revelado en el acto de la confesión.
—¡Igual que podía haberos contado una anécdota o un chascarrillo! —comentó Nithard un punto enojado.
—Pero no se trataba ni de una cosa ni de otra, ilustrísima.
—Precisamente por ello, mi querido amigo —el inquisidor trataba de recuperar el sosiego—, es por lo que estáis dándole una importancia que no tiene. Porque, decidme, si hubiese sido una cuestión baladí, ¿os estaríais planteando las dudas que tenéis?
—Ciertamente no, ilustrísima.
—Reflexionad, pues, en ello. Por otra parte, y una vez despejada la duda de si era o no materia de confesión ese secreto que guardáis —Nithard daba ya por resuelto el asunto—, habréis de considerar el daño que puede evitarse si reveláis su contenido. Ésa es una cuestión moral que no debéis perder de vista. Quiero deciros, mi querido amigo —Nithard utilizaba su experiencia cortesana—, que podría caer sobre vuestra conciencia el peso de las consecuencias de vuestra decisión sobre la revelación de ese secreto. Y, por último, ¿os dijo el moribundo que lo que os contaba, que no se trataba de pecado ni de falta, os lo transmitía bajo secreto?
—No, ilustrísima, no me pidió compromiso de secreto al revelármelo. Es más, tengo la vaga impresión de que deseaba que se supiese aquello que ponía en mi conocimiento.
—¡Alma de Dios! ¡A qué aguardáis, entonces, para confiármelo!
—Creo que su ilustrísima tiene toda la razón. Pero comprenderéis que en las actuales circunstancias —Sotomayor trataba de justificar su actitud— desee que en mi conciencia no quede un asomo de duda. Después de vuestras reflexiones no las albergo; además, el conocimiento que su ilustrísima alcanzará con ello será de gran utilidad no sólo para su persona, sino también para asuntos relacionados con la política de esta monarquía.
—Os escucho, pues.
—Malladas, ilustrísima, era un simple un peón del plan urdido para asesinaros. Lo que voy a revelaros es quién está detrás de ese plan.
Los ojos de Nithard brillaron de forma especial:
—¿De quién se trata?
—Se trata de… Se trata de don Juan José de Austria. Él es el inductor de toda esta trama.
A Nithard se le dibujó una sonrisa en el rostro:
—Os agradezco infinitamente la información que acabáis de facilitarme. Ahora podéis retiraros y estad siempre en disposición de que pueda localizaros, por si necesitase de vuestro testimonio. —Se puso en pie y alargó la mano para que fuese besada por el joven sacerdote, quien, tras depositar el ósculo, abandonó la sala silenciosamente.
La tarde del mismo día en que Nithard había sido informado de la existencia de un plan para acabar con su vida, un grupo de alguaciles dirigidos por un alcalde de Casa y Corte buscaba a José de Malladas para prenderle. Caía sobre su persona una acusación tan grave como la de maquinación para asesinar a persona principal.
La decisión de detenerle y llevarle preso a la cárcel real se había tomado pocas horas antes, tras una reunión urgente de la Junta de Gobierno, presidida por doña Mariana de Austria. En ella el valido informó de la noticia que había llegado a su conocimiento, pero ocultó su fuente de información. La verdad era que los integrantes de aquel órgano, creado por la voluntad testamentaria de Felipe IV para que asesorase a su viuda en materias de gobierno, ya tenían conocimiento de lo acaecido en la posada de la Estrella, porque la noticia de la muerte del marqués de Saint-Aunais y sus circunstancias habían corrido por Madrid como un reguero de pólvora.
Aunque las versiones que tenían los allí reunidos variaban, todas coincidían en lo esencial: el marqués había muerto y había confesado a gritos que un tal Malladas le había envenenado por negarse a participar en un plan para asesinar al padre Everardo. El debate se centraba en la veracidad de las afirmaciones. Un intrigante como era el marqués significaba que era persona de poca confianza, como había puesto de manifiesto a lo largo de su azarosa vida.
—Me niego a dar crédito a nada de lo que haya podido decir un farsante como Saint-Aunais —decía don Cristóbal Crespí de Valldaura— porque es cosa sabida en esta corte que cuanto más hablaba, más mentía.
—Sin embargo, vuesa merced habrá de coincidir conmigo en que en el trance de la muerte resulta extraño mentir —intervino el conde de Peñaranda.
—Sí, pero de un individuo como Saint-Aunais podía esperarse cualquier cosa, incluso que intrigase y enredase en ese postrer momento en que todo buen cristiano está más pendiente de prepararse para su comparecencia ante el Juez Supremo —terciaba el arzobispo de Toledo.
Nithard, cuya relación con el fallecido había sido intensa, era, contra todo pronóstico, de esta última opinión:
—Conociendo al señor marqués, la confianza que se puede tener en la veracidad de sus afirmaciones resulta escasa, incluso en unas circunstancias como las que han dado lugar a la terrible revelación que ha hecho.
Tras dos horas de reunión, se había llegado a tal extremo, que resultaba complicado tomar una decisión. Fue la reina quien puso fin al debate:
—Una vez más la bondad del padre confesor hace que su actuación quite importancia a las maquinaciones de sus enemigos, que son los nuestros. Es sabido de todos que el difunto Saint-Aunais era persona de poco crédito, pero no es menos cierto que la gravedad de sus afirmaciones nos obliga, por encima de cualquier otra consideración, a tomar una serie de medidas que arrojen la mayor cantidad de luz sobre un asunto tan escabroso como éste. En primer lugar, un posible asesinato por envenenamiento y, en segundo lugar, y más importante, la probable existencia de un plan para acabar con la vida del padre confesor. Por lo tanto, es mi deseo y mi voluntad que se proceda a la detención y arresto del tal Malladas para que se le interrogue sobre el asunto.
Manifestada de forma tan tajante la voluntad de la reina, el debate quedó concluido y Nithard había conseguido su propósito mostrando una generosidad que era sólo una máscara.
Las pesquisas del alcalde de Casa y Corte con los alguaciles a sus órdenes se habían centrado en los alrededores del postigo de San Martín. Era donde tenía su vivienda Malladas, que llevaba varios años afincado en Madrid, participando en asuntos relacionados con la política. Su esposa, una mujer de buen ver y muy dada a las zalamerías, informó al alcalde de que su marido se había marchado por la mañana a primera hora y que todavía no había regresado. Cuando le preguntó acerca de si su esposo tenía costumbre de volver a una determinada hora, respondió que no, que incluso había noches en que no acudía a dormir a casa.
Al alcalde no dejó de llamarle la atención el poco interés mostrado por la esposa de Malladas ante el hecho de que la justicia le buscase e hiciese preguntas sobre su paradero. Aquella mujer se había limitado a dar respuesta a lo que se le preguntaba, sin inmutarse siquiera. Mayor extrañeza aún le produjo el hecho de que, en un momento determinado, la mujer le hiciese ciertas insinuaciones que el alcalde, persona severa y grave, rechazó con destemplanza.
Con los datos obtenidos, que no eran gran cosa, organizó un servicio de vigilancia en torno a la casa por si aquel sujeto aparecía, aunque albergaba serias dudas. Era del parecer de que al hidalgo aragonés también le habría alcanzado la noticia de lo dicho por Saint-Aunais y que habría puesto tierra de por medio, porque don Pedro de Salcedo, que era el nombre del alcalde, cristiano viejo y persona cumplidora de sus obligaciones espirituales tanto para con Dios Nuestro Señor como para con la Santa Madre Iglesia, estaba convencido de que un moribundo no miente jamás, y, en consecuencia, el marqués había dicho la verdad.
Durante las horas de vigilancia los alguaciles pudieron comprobar, primero con extrañeza y con cierto regocijo después, cómo dos sujetos, cada uno por su lado, llegaron a la casa y mediante señales convenidas de antemano, por lo que pudo colegirse de su actitud, les fue franqueada la entrada a la casa por la propia esposa de Malladas y, tras permanecer en ella cierto tiempo, salían de la misma sonrosados y sonrientes. Aquellos hechos dieron lugar a los más variados comentarios.
Era ya la caída de la tarde y el sol se acercaba a la línea del horizonte sin que Malladas hubiera dado señales de vida. Don Pedro de Salcedo, que en un lugar cercano recibía puntual información de todo lo que acontecía y estaba escandalizado con la conducta de la esposa de Malladas, pensaba en relevar a los alguaciles, antes del toque de oración, cuando uno de ellos llegó jadeando:
—¡Don Pedro, Malladas llega a su casa! ¡Viene solo y al parecer confiado!
El alcalde se frotó las manos y mirando al cielo exclamó:
—¡Parece ser que nuestra espera va a tener su recompensa! ¡Vamos allá!
Poco después, a la entrada de su casa, Malladas fue rodeado por media docena de alguaciles. Don Pedro de Salcedo, con voz templada y autoritaria, le gritó:
—¡En nombre de su majestad, daos por preso, señor de Malladas!
El aragonés echó mano de la espada que colgaba de su cintura, pero hubo de desistir, dos aceros le apuntaban a la garganta antes de que hubiese puesto su mano en la empuñadura.
—¿Se puede saber a qué viene todo esto? ¿Cuál es la causa de este desaguisado? ¿Por qué se me prende?
Salcedo se le acercó y lo desarmó personalmente. Desabrochó la hebilla del tahalí del que colgaba la espada y se la entregó a uno de los alguaciles:
—¡Se os acusa de haber envenenado al marqués de Saint-Aunais!
—¡Eso es falso! ¡No hay una sola prueba que pueda dar fe de eso!
—Saint-Aunais está muerto y ha confesado que vos le habéis envenenado.
—¡Maldito farsante! —se limitó a gritar el aragonés.
Aquella tarde en casa de don Bernardo Patiño tuvo lugar una reunión relacionada con las declaraciones del marqués.
Era don Bernardo persona de edad, de porte noble y bonachón, caballero del hábito de la orden de San Juan, que ejercía en la corte como secretario y hombre de confianza de don Juan José de Austria. Vestía de negro invariablemente y siempre lucía en su pecho la venera de su orden. Su fidelidad a don Juan venía dada porque era gran prior de la orden a la que pertenecía y por la estima personal que le tenía. Estaba convencido, como tantos otros, de que don Juan era la única persona capaz de hacer frente con éxito a los graves problemas que tenía planteados la monarquía.
A primera hora de la tarde, después del almuerzo y de una ligera siesta que en don Bernardo era un ritual de tan obligado cumplimiento como la cotidiana asistencia a misa en la iglesia del convento de los agustinos, había recibido a don Pedro de Arista, quien aquella misma mañana le mandaba recado de que había de verle con urgencia por un asunto de suma importancia. Arista era uno de los espías de la red que tenía extendida por todas partes.
Patiño lo recibió con complaciente amabilidad:
—Mi buen don Pedro, siempre es un placer veros. Tomad asiento, tomad asiento.
Don Bernardo le indicaba uno de los dos sillones gemelos, tapizados en piel, que había en la estancia donde lo recibió.
Una vez sentados, Arista le dijo muy serio:
—Es probable que conozcáis algunos de los comentarios que hoy circulan por los mentideros.
—Os referís a los rumores en torno a las afirmaciones hechas por el señor marqués de Saint-Aunais acerca de un plan para acabar con la vida del valido.
—En efecto, de ello se trata. Ignoro lo que habrá de verdad en todo este asunto, pero Nithard ya está informado al detalle. —Don Pedro enfatizaba cada una de sus palabras—. Esta mañana llegó a la sede del Santo Oficio un jesuita, de nombre Diego de Sotomayor, que fue quien asistió a Saint-Aunais en el último trance. Yo mismo, barruntando que poseía información de primera mano y que deseaba transmitírsela al inquisidor, decidí acompañarle hasta su presencia.
Don Bernardo hizo varios movimientos de asentimiento con la cabeza:
—Habéis hecho bien, muy bien.
—Lo primero que he de poner en vuestro conocimiento —Arista se sentía animado por las palabras de Patiño— es que la actitud del inquisidor general fue de recelo ante cualquier cosa relacionada con el difunto. Llegó al extremo de plantearse si Saint-Aunais, incluso a las puertas de la muerte, era capaz de mentir con tal de dejar abierta una intriga.
—No me extraña —le interrumpió don Bernardo—, Saint-Aunais era un sujeto de cuidado. ¡Había engañado a Nithard y también a nosotros!
—Cuando el jesuita indicó que el moribundo afirmaba que el veneno que le estaba matando se lo había suministrado Malladas, el valido no pudo contener una exclamación de sorpresa.
—Tampoco eso me extraña. Malladas vino a Madrid de la mano de Nithard, quien le confirió un empleo de cobrador de rentas que no estaba mal remunerado. A cambio de ello había de ejercer también funciones de espía y colaborador suyo. Sé de buena tinta que le pagaba bien esos trabajos cuando los resultados obtenidos eran valiosos para sus intereses. Pese a todo, Malladas gastaba sin tasa ni medida, de tal forma que ni el sueldo y los gajes de su oficio ni los ingresos extraordinarios que recibía por la vía que os he dicho eran suficientes para satisfacer sus necesidades. Se ha aficionado a la buena ropa, a los lujos en el adorno, a las carrozas, al juego y a las mujeres. Su matrimonio es una pura farsa y su mujer, que le acompaña en el despilfarro, obtiene ingresos comerciando con su cuerpo. Esta actitud no es vista con malos ojos por Malladas, que con tal de conseguir unos ducados sería capaz de cualquier cosa.
—¡Incluso de ser un cornudo complaciente! —exclamó Arista.
Patiño asintió con la cabeza y continuó:
—Pese a todo esto, cada vez han sido mayores sus necesidades y apremios. Acabó apropiándose de parte de las rentas que cobraba, por cuya causa se le abrió un proceso que todavía está dando tumbos. Si aún no le han empapelado es porque el nombre de Nithard también saldría malparado. La decisión que el valido tomó fue privarle del empleo y alejarle de su persona. Los ingresos que hoy tiene Malladas proceden de las fornicaciones de su mujer, que ejerce en su propia casa. El muy cabrito se marcha a primera hora y no regresa hasta la caída de la tarde para facilitarle el oficio y hasta hay noches que no aparece por su casa para facilitar las cópulas de su esposa.
—¡Lo dicho, don Bernardo, cornudo complaciente! —recalcó Arista.