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Félix María Samaniego, célebre por sus fábulas, escribió también El jardín de Venus, un libro de poemas eróticos en la España del siglo XVIII. Es una colección de relatos en verso eróticos, humorísticos y de contenido procaz. Sorprende esta faceta ignota del autor de fábulas tan conocidas como las de La lechera o La cigarra y La hormiga. Así que, frente a una literatura moralizante, la de las fábulas, tenemos, del mismo autor, esta otra transgresora y desvergonzada. En los poemas eróticos de El jardín de Venus, hay una doble subversión. Por una parte son obscenos porque pintan una sexualidad desenfrenada, pero también son subversivos por evocar una sexualidad «prohibida», a la vez inmoral e ilegal. En la mayoría de los casos se trata de relaciones extra-conyugales o sin lazo de matrimonio con profanos o religiosos, como «La postema», «El panadizo», «El reconocimiento», etc. La presencia del tema erótico bajo cualquier forma de género literario no fue una novedad en las letras hispanas. Sin embargo, en ningún siglo floreció tanto como en el XVIII. A pesar de que el celo de la Inquisición que impidió la edición de cualquier libro que tratara esa temática. Este tipo de «poesía licenciosa» plantea, evidentemente, un principio de transgresión de los valores establecidos que no pasará desapercibido a Marcelino Menéndez y Pelayo, quien, en su Historia de los heterodoxos españoles la consideró como «una de las manifestaciones más claras, repugnantes y vergonzosas del virus antisocial y antihumano que hervía en las entrañas de la filosofía empírica y sensualista de la moral utilitaria y de la teoría del placer».
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Seitenzahl: 141
Veröffentlichungsjahr: 2010
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Félix María Samaniego
Jardín de Venus
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: Jardín de Venus.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9953-5920.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-448-8.
ISBN ebook: 978-84-9897-074-6.
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Créditos 4
Brevísima presentación 13
La vida 13
El país de afloja y aprieta 15
Los gozos de los elegidos 21
Las entradas de tortuga 25
El reconocimiento 29
El piñón 33
El conjuro 37
El loro y la cotorra 41
El voto de los benitos 45
El cabo de vela 49
El ciego en el sermón 53
Las lavativas 57
La fuerza del viento 61
La postema (abceso supuroso) 65
La reliquia 69
El ajuste doble 73
La receta 77
La poca religión 81
Al maestro cuchillada 85
El cuervo 91
La sentencia justa 93
El raigón 97
Los relojes del soldado 101
Diógenes en el Averno 105
La medicina de san Agustín 109
Once y trece 113
La oración de san Gregorio 117
Los nudos 121
La limosna 125
A Roma por todo 129
El resfriado 133
El onanismo 135
La paga adelantada 137
Las tijeras del fraile 139
Cualquier cosa 141
El cañamón 145
La linterna mágica 147
El «¿pues y qué?» 151
El modo de hacer pontífices 155
Las gollerías 157
El miedo de las tormentas 161
Diálogo 169
Las penitencias calculadas 171
Las bendiciones en aumento 173
I. La mujer satisfecha 173
II. El caudal del obispo 175
Los calzones de san francisco 179
La peregrinación 183
El panadizo 187
El sueño 191
El matrimonio incauto 195
La pulga 197
Disculpa 199
El dios Scamandro 201
El pastor enamorado 209
La procuradora y el escribiente 213
La vieja y el gato 217
El avaro y su mujer 219
La vergüenza 221
Las hijas del pobre 223
La mercadera y el tuno 225
La confesión 227
El brocal 229
El sombrerero 231
La campanilla 233
La pulga 235
El miedo de las tormentas 237
Las beatas 243
El inquisidor y la supuesta hechicera 245
El abad y el monje 247
La gallega 249
El pastor enamorado 251
El fraile y la monja 255
El cura y el muchacho 257
Antonio y Pepa 259
Soneto de Manuel 261
Soneto a Nice 263
La melindrosa 265
La semana 267
Dora y Dido 269
Coplas del pájaro 271
Quintillas 273
Décimas 277
Libros a la carta 281
Félix María Samaniego (Laguardia, la Rioja, 1745-1801). España.
Pertenecía a una familia de la nobleza guipuzcoana. Estudió leyes en la Universidad de Valladolid, pero no acabó la carrera. Luego se casó y vivió en Vergara.
Jardín de Venus es una antología de poemas eróticos escritos por Samaniego, quien ordenó quemarlos al final de su vida. No fueron publicados hasta mucho después.
En lo interior del África buscaba
un joven viajero
cierto pueblo en que a todos se hospedaba
sin que diesen dinero:
y con esta noticia que tenía
se dejó atrás un día
su equipaje y criado,
y, yendo apresurado,
sediento y caluroso,
llegó a un bosque frondoso
de palmas, cuyas sendas mal holladas
sus pasos condujeron
al pie de unas murallas elevadas
donde sus ojos con placer leyeron,
en diversos idiomas esculpido,
un rótulo que había este sentido:
Esta es la capital de Siempre-meta,
país de afloja y aprieta,
donde de balde goza y se mantiene
todo el que a sus costumbres se conviene.
—¡He aquí mi tierra! —dijo el viandante
luego que estoy leyó, y en el instante
buscó y halló la puerta
de par en par abierta.
Por ella se coló precipitado
y vióse rodeado,
no de salvajes fieros,
sino de muchos jóvenes en cueros,
con los aquellos tiesos y fornidos,
armados de unos chuzos bien lucidos,
los cuales le agarraron
y a su gobernador le presentaron.
Estaba el tal, con un semblante adusto,
como ellos, en pelota; era robusto
y en la erección continua que mostraba
a todos los demás sobrepujaba.
Luego que en su presencia
estuvo el viajero,
mandó le desnudasen, lo primero,
y que con diligencia
le mirasen las partes genitales,
que hallaron de tamaño garrafales.
La verga estaba tiesa y consistente,
pues como había visto tanta gente
con el vigor que da Naturaleza,
también el pobre enarboló su pieza.
Como el gobernador en tal estado
le halló, díjole: —Joven extranjero,
te encuentro bien armado
y muy en breve espero
que aumentarás la población inquieta
de nuestra capital de Siempre-meta;
mas antes sabe que es el heroísmo
de sus hijos valientes
vivir en un perpetuo priapismo,
gozando mil mujeres diferentes;
y si cumplir no puedes su costumbre,
vete, o te expones a una pesadumbre.
—¡Oh! Yo la dejaré desempeñada
—el joven respondió—, si me permite
que en alguna belleza me ejercite.
Ya veis que está exaltada
mi potencia, y yo quiero
al instante jo... —¡Basta! lo primero
—dijo el gobernador a sus ministros—
se apuntará su nombre en los registros
de nuestra población; después, llevadle
donde se bañe; luego, perfumadle;
después, que cene cuanto se le antoje;
y después enviadle quien le afloje.
Dijo y obedecieron,
y al joven como nuevo le pusieron,
lavado y perfumado, bien bebido y cenado,
de modo que en la cama, al acostarse,
tan solo panza arriba pudo echarse.
Así se hallaba, cuando a darle ayuda
una beldad desnuda
llegó, y subió a su lecho;
la cual, para dejarle satisfecho,
sin que necesitase estimularlo,
con diez desagües consiguió aflojarlo.
Habiendo así cumplido
las órdenes, se fue y dejó dormido
al joven, que a muy poco despertaron
y el almuerzo a la cama le llevaron,
presentándole luego otra hermosura
que le hiciese segunda aflojadura.
Ésta, que halló ya lánguida la parte,
apuró los recursos de su arte
con rápidos meneos
para que contentase sus deseos,
y él, ya de media anqueta, ya debajo,
tres veces aflojó, ¡con qué trabajo!
No hallándole más jugo
ella se fue quejosa,
y otra entró de refresco más hermosa,
que, aunque al joven le plugo
por su perfección rara,
no tuvo nada ya que le aflojara.
Sentida del desaire,
ésta empezó a dar gritos, y no al aire,
porque el gobernador entró al momento
y, al ver del joven el aflojamiento,
dijo en tono furioso:
—¡Hola! Que aprieten a ese perezoso.
Al punto tres negrazos de Guinea
vinieron, de estatura gigantea,
y al joven sujetaron,
y uno en por de otro a fuerza le apretaron
por el ojo fruncido,
cuyo virgo dejaron destruido.
Así pues, desfondado,
creyéndole bastante castigado
de su presunción vana,
en la misma mañana,
sacándole al camino,
le dejaron llorar su desatino,
sin poderse mover. Allí tirado
le encontró su criado,
el cual le preguntó si hallado había
el pueblo en que de balde se comía.
—¡Ah, sí, y hallarlo fue mi desventura!
—el amo respondió. —¿Pues qué aventura
—el mozo replicó—, le ha sucedido,
que está tan afligido?
En esa buena tierra
no puede ser que así le maltrataran.
—Mil deleites —el amo dijo— encierra
y, aunque estoy desplegado, yo lo fundo
en que si como aflojan no apretaran,
mejor país no habría en todo el mundo.
Iba un guardia de corps, lector amado,
a más de media noche, apresurado
a su cuartel y, al revolver la esquina
de la calle vecina,
oyó que de una casa ceceaban
y que, abriendo la puerta, le llamaban.
Determinó acercarse
porque era voz de femenil persona
la que el lance ocasiona,
y sin dudar, a tiento,
de uno en otro aposento,
callado y sin candil, dejó guiarse
hasta que, al parecer, llegó la dama
donde estaba la cama
y le dijo: —Desnúdate, bien mío,
y acostémonos pronto, que hace frío.
El guardia la obedece
metiéndose en el lecho que le ofrece,
cuyo calor benéfico al momento
le templa el instrumento,
y mucho más sintiendo los abrazos
con que en amantes lazos
la dama que le entona
expresiva y traviesa le aprisiona.
Entonces, atrevido,
intentó la camisa remangarla
y rijoso montarla;
más quedó sorprendido
al ver que ella obstinada resistía
la amorosa porfía,
y que, si la dejaba,
también de su abandono se quejaba,
hasta que al fin salió de confusiones
oyendo de la dama estas razones:
—¿Cómo te has olvidado
de modo con que habemos disfrutado
siempre de los placeres celestiales?
¿Los deleites carnales
pudiera yo gustar inicuamente
cuando mi confesor honestamente
sabes que me ha instruido
de cómo gozar debe el elegido
sin que sea pecado?
¡Pues bien que te has holgado
conmigo en ocasiones
sin faltar a tan puras instrucciones!
El guardia, deseando le instruyera
en lo que eran caricias celestiales,
dejó que dispusiera
la dama de sus partes naturales;
y halló que su pureza consistía
en que el varonil miembro introducía
dentro de su natura
por cierta industriosísima abertura
que, sin que la camisa se levante,
daba paso bastante,
—como agujero para frailes hecho—
a cualquier recio miembro de provecho.
Con tal púdico modo
logró meter el guardia el suyo todo,
gozando a la mujer más cosquillosa
y a la más santamente lujuriosa.
Mientras los empujones,
ella usaba de raras expresiones,
diciendo: —¡Ay, gloria pura!
¡Oh celestial ventura!
¡Deleites de mi amor apetecidos!
¡Ay, goces de los fieles elegidos!
El guardia, que la oía
y a su pesar la risa contenía,
dijo: —Por fin, señora,
no he malgastado el tiempo, pues ahora
me son ya conocidos
los goces de los fieles elegidos.
Al escuchar la dama estas razones,
desconoció la voz que las decía;
mas, como en los postreros apretones
entorpecer la acción no convenía,
exclamó: —¡Ay, qué vergüenza! ¡Un hombre extraño....!
¡No te pares...! ¿Se ha visto tal engaño...?
¡Angel del paraíso....! ¡Qué placeres....!
¡Ay, métemelo bien, seas quien fueres!
Estaba una señora desahuciada
de esa fiebre malvada
que, sin ser, según dicen, pestilente,
se lleva al otro lado a mucha gente.
Sus criados y amigos la asistían
con celo cuidadoso,
pues por tonto tenían
de la dama al esposo
y, así, de su dolencia
nunca le confiaron la asistencia.
Llególe, al parecer, la última hora
a la pobre señora;
trajéronla, muy listos,
agonizantes cristos,
y de la sepultura
la eterna llave con la Sacra Untura.
Después que bien la untaron
y a su placer los frailes le gritaron,
a media noche túvola por muerta
él médico, y dispuso
dejar del todo abierta
la alcoba de la enferma, según uso,
y que, ya sin cuidados,
se acostaran amigos y criados.
Fuéronse todos a dormir bien pronto;
y luego que esto vio el marido tonto,
quedito entro en el cuarto de su esposa,
que nunca más hermosa
le pareció que entonces, porque hacía
un mes que por su mal no la veía.
Mirándola los pechos,
que a torno parecían estar hechos,
y el ojal del encanto,
en que pecara un santo,
dijo: —¿Se ha de comer esto la tierra
sin más ni más? ¡Ah calentura perra!
Llévese entre responsos y rosarios
toda la retención de mis monarios.
Dicho y hecho: de un brinco
montó, enristró, y al golpe, con ahínco
quedó, sin que más quepa,
clavada en su terreno aquella cepa.
¡Vive Dios que producen maravillas
del masculino impulso las cosquillas,
según se prueba en el siguiente caso!,
porque, lector, al paso
que el marido empujaba,
su mujer se animaba,
y, cuando sintió el fuego
del prolífico riego,
abrió los ojos, medio suspirando
y abrazó a quien la estaba culeando.
Entonces las culadas prosiguieron
hasta el día; y los dos las suspendieron
porque entraron las gentes
de la enferma asistentes
en el cuarto, y, hallándola sentada,
en brazos de su esposo reclinada,
se admiran y, —¡Milagro! —repitiendo,
van a llamar al médico corriendo.
Éste, luego que vino,
la tomó el pulso y dijo: —Yo no atino
qué es lo que la habrán dado,
que así se ha mejorado.
Y el marido, que en tanto se reía,
dijo: —Señor doctor, será obra mía,
porque, así que dejaron a mi esposa
los presentes, entre yo con mi cosa
tiesa, como la tiene el que madruga,
y le di cinco entradas de tortuga.
—¡Bravo! —el médico exclama—;
ya comprendo la cura. ¿Y... por qué llama
con tan extraño nombre
la genital operación del hombre?
—¡Toma! —el tonto replica—;
es un modo de hablar que significa...
¡zas!... soplarlo de golpe hasta lo hondo,
cual las tortugas... ¡zas!... se van al fondo.
Pero, si está mal hecho...
—No —el médico le dice—; has acertado,
pues tus entradas son de tal provecho
que a tu pobre mujer vida le han dado.
Así que esto oyó el tonto,
echó a llorar de pronto,
y el doctor, que el motivo no alcanzaba,
le preguntó qué pena le apuraba.
—¡Ay! —respondió afligido—,
que el dolor me lo arruga.
¡Si yo hubiera sabido
que las tales entradas de tortuga
daban vida de cierto,
nunca mis padres se me hubieran muerto!
Una abadesa, en Córdoba, ignoraba
que en su convento introducido estaba
bajo el velo sagrado
un mancebo, de monja disfrazado;
que el tunante, dormía,
para estar más caliente,
cada noche con monja diferente,
y que ellas lo callaban
porque a todas sus fiestas agradaban,
de modo que era el gallo
de aquel santo y purísimo serrallo.
Las cosas más ocultas
mil veces las descubren las resultas
y esto acaeció con las cuitadas monjas,
porque, perdiendo el uso sus esponjas,
se fueron opilando
y de humor masculino el vientre hinchando.
Hizo reparo en ello por delante
su confesor, gilito penetrante,
por su grande experiencia en el asunto,
y, conociendo al punto
que estaban fecundadas
las esposas a Cristo consagradas,
mandó que a toda prisa
bajase al locutorio la abadesa.
Ésta acudió al mandato
por otra vieja monja conducida,
pues la vista perdida
tenía ya del flato,
y al verla, el reverendo,
con un tono tremendo,
la dijo: —¿Cómo así tan descuidada,
sor Telesfora, tiene abandonada
su tropa virginal?; pero mal dije,
pues ya ninguna tiene intacto el dije.
¿No sabe que, en su daño,
hay obra de varón en su rebaño?
Las novicias, las monjas, las criadas....
¿lo diré?, sí: todas están preñadas.
—¡Miserere mei, Domine! —responde
sor Telesfora—. ¿En dónde
estar podemos de parir seguras,
si no bastan clausuras?
Váyase, padre, luego,
que yo hallaré al autor de tan vil juego
entre las monjas. Voy a convocarlas
y con mi propio dedo a registrarlas.
El confesor marchóse:
subió sor Telesfora, y publicóse
al punto en el convento
de las monjas el reconocimiento.
Ellas, en tanto, buscan presurosas
al joven, y llorosas
el secreto le cuentan
y el temor que por él experimentan.
—¡Vaya! No hay que encogerse,
—él dice—. Todo puede componerse,
porque todas estáis de poco tiempo.
Yo me ataré un cordel en la pelleja
que cubre mi caudal cuando está flojo;
veréis que me la cojo
detrás; junto las piernas, y la vieja
cegata, estando atado a la cintura,
no puede tropezar con mi armadura.
Se adoptó el expediente,
se practicó, y las monjas le llevaron
al coro, donde hallaron
la abadesa impaciente
culpando la tardanza.
En fin, para esta danza
en dos filas las puso;
las gafas pone en uso
y, una vela tomando
encendida, las iba remangando.
Una por una, el dedo les metía
y después —No hay engendro —repetía—.
El mancebo miraba
lo que sor Telesfora destapaba,
y se le iba estirando
el bulto, y el torzal casi estallando;
de modo que tocándole la suerte
de ser reconocido,
dio un estirón tan fuerte
que el torzal consabido
se rompió y soltó al preso
al tiempo que lo espeso
del bosque la abadesa lo alumbraba;
y así, cuando para esto se bajaba,
en la nariz llevó tal latigazo
que al terrible porrazo
la vela, la abadesa y los anteojos
en el suelo quedaron por despojos.
—¡San Abundio me valga!,
—ella exclamó—. ¡Ninguna de aquí salga,
pues ya, bien a mi costa,
reconozco que hay moros en la costa!
Mientras la levantaron
al mancebo ocultaron
y en su lugar pusieron
otra monja, la falda remangada,
que, siendo preguntada
de con qué a la abadesa el golpe dieron,
le respondió: —Habrá sido
con mi abanico, que se me ha caído.
A que la vieja replicó furiosa:
—¡Mentira! ¡En otra cosa
podrán papilla darme,
pero no en el olfato han de engañarme,
que yo le olí muy bien cuando hizo el daño,
y era un dánosle hoy de buen tamaño!
Compró un turco robusto
dos jóvenes esclavos, que un adusto
argelino vendía.
Los llevó a la mazmorra en que tenía
otros muchos cautivos,
y, cerrando la puerta,
detrás de ella a escuchar se quedó alerta
los modos expresivos
con que los más antiguos consolaban
a los recién venidos que allí entraban.
Eran un andaluz y un castellano,
y el que hablaba con ellos italiano,
que dijo en voz de tiple, muy doliente,
a los nuevos llegados lo siguiente:
—Compagni sventurati al par che cari,
i vostri affani amari
io voglio consolar: nostro padrone
e un turco di bonissima intenzione,
pietoso cogli schiavi che la guerra
riduce al suo servizio;
solmente lidesina per l`uoffizio
che si costum là, nella mia terra,
strapazzandi l’occhio del riposo
Tausende von E-Books und Hörbücher
Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.
Sie haben über uns geschrieben: