¡Jugad, jugad, malditos! - Luis Díez - E-Book

¡Jugad, jugad, malditos! E-Book

Luis Díez

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La crisis financiera y económica, con sus secuelas de desempleo, precariedad y aumento de las desigualdades, está siendo aprovechada como caldo de cultivo propicio para el florecimiento y la expansión de las casas de juegos de azar y apuestas deportivas, hasta el punto de convertir el Reino de España en una timba. Los juegos de azar representan el 2,3 por 100 del PIB, más de 23.000 millones de euros al año según el último informe del Ministerio de Hacienda (ejercicio de 2017). El subsector no ha dejado de crecer en el último lustro. En este libro se analizan a fondo las tres dimensiones –humana, sociopolítica y económica– de una "industria" (la llaman) del entretenimiento que infecta de salas de juego y apuestas los barrios de menor renta de las ciudades españolas (cada año se abren 500 más) y no parece tener tasa ni límite. Se expande como si unos poderes inescrutables hubieran decidido en algún lugar ignoto inocular a los jóvenes (y no tan jóvenes) el virus de la ludopatía y la autodestrucción. La dimensión humana del problema, la más íntima y reservada, también la más destructiva, se aborda desde todos los ángulos posibles, con el fin de ofrecer una visión completa del proceso de deconstrucción y desgracia de las personas y de las dificultades de su rehabilitación. El estilo del reportaje periodístico, con testimonios, entrevistas, documentos y referencias bibiográficas aporta intensidad al relato y sirve de piedra de toque sobre un sistema voraz e insostenible que ha reducido a cifras económicas los valores humanos y que enarbola el único principio válido: "la ética del beneficio" le dicen. La vertiente sociopolítica del juego (más de dos millones de españoles juegan habitualmente) comprende desde el balbuciente rechazo vecinal a la proliferación de las casas de apuestas hasta el fenómeno de "la mejor liga del mundo", pasando por la propaganda publicitaria, los patrocinios, la sumisión de los medios de comunicación y las complicidades políticas, legislativas, policiales y judiciales con los "operadores". La parte económica se centra en destapar los intereses y personajes que están detrás de una burbuja con un margen de beneficio (y rentabilidad) del 11 al 45 por 100 del dinero que fluye por sus conductos. Fondos buitres, señores del juego en guerra unos con otros, financiación política, amaños, apaños y blanqueo de dinero negro de origen criminal completan la investigación.

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Akal / A FONDO

Director de la colección: Pascual Serrano

Luis Díez y Daniel Díez Carpintero

¡Jugad, jugad, malditos!

La epidemia del juego en España: ludópatas y capos del azar

La crisis financiera y económica, con sus secuelas de desempleo, precariedad y aumento de las desigualdades, está siendo aprovechada como caldo de cultivo propicio para el florecimiento y la expansión de las casas de juegos de azar y apuestas deportivas, hasta el punto de convertir el Reino de España en una timba. Los juegos de azar representan el 2,3 por 100 del PIB, más de 23.000 millones de euros al año según el último informe del Ministerio de Hacienda (ejercicio de 2017).

En este libro se analizan a fondo las tres dimensiones –humana, sociopolítica y económica– de una «industria» (la llaman) del entretenimiento que infecta de salas de juego y apuestas los barrios de menor renta de las ciudades españolas y no parece tener tasa ni límite. Se expande como si unos poderes inescrutables hubieran decidido en algún lugar ignoto inocular a los jóvenes (y no tan jóvenes) el virus de la ludopatía y la autodestrucción.

La dimensión humana del problema, la más íntima y reservada, también la más destructiva, se aborda desde todos los ángulos posibles, con el fin de ofrecer una visión completa del proceso de deconstrucción y desgracia de las personas y de las dificultades de su rehabilitación. El estilo del reportaje periodístico, con testimonios, entrevistas, documentos y referencias bibliográficas, aporta intensidad al relato y sirve de piedra de toque sobre un sistema voraz e insostenible que ha reducido a cifras económicas los valores humanos y que enarbola el único principio válido: «la ética del beneficio» le dicen.

Luis Díez es periodista y doctor en Periodismo por la Universidad Complutense. Corresponsal político de El Periódico de Cataluña (1986-2006), ha colaborado en distintos medios escritos y ejercido como profesor de Periodismo en la Facultad de Comunicación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid (2009-2019). Es autor de la novela El cazador de rayos y de varios libros de historia y de periodismo.

Daniel Díez Carpintero, es autor del libro de relatos El mosquito de Nueva York (XIII Premio Café 1916 y finalista del Premio Setenil al mejor libro de cuentos de 2017). Ha estudiado Filosofía y Literatura Creativa. Ha colaborado en medios de comunicación como cuartopoder.es y diarioabierto.es, y colabora en publicaciones literarias como la revista Quimera.

Diseño de portada

RAG

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Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Luis Díez y Daniel Díez Carpintero, 2020

© Ediciones Akal, S. A., 2020

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4875-6

PRESENTACIÓN

El negocio de los juegos de azar mueve en España entre 25.000 y 30.000 millones de euros anuales, el 2,5 por 100 del PIB. Ahora tenemos en el país más de 180.000 máquinas tragaperras (llegó a haber 240.000), un centenar de casinos, 312 bingos presenciales y más de 3.800 salones de apuestas y juegos de azar. A todo ello hay que sumarle el juego por internet: las estimaciones oficiales indican que en 2020 el juego online legal moverá unos 20.000 millones de euros; el 55,5 por 100 mediante las apuestas deportivas, que crecen a un ritmo del 30 por 100 anual, seguidas de los casinos virtuales y del póker online. La cantidad global que los españoles (y los visitantes) gastamos en juego equivale al presupuesto anual de la Generalitat de Cataluña, y los movimientos de dinero online en esta actividad igualan la cifra de ingresos y gastos de la Comunidad de Madrid.

Algún dato más: los dueños de los casinos se embolsaron 350,6 millones de euros en 2018 y los de los bingos, otros 602,3 millones. Y las apuestas deportivas generaron 752 millones de euros de beneficios, tanto desde los salones de barrio como desde terminales de internet.

Sólo los salones y casas de juego recaudaban una media de 621 euros por familia. Por cada una que usted conozca que no juega –ojalá sean muchas–, puede ir sumando 621 euros de gasto a otra para que se mantenga esa media, así podrá percibir la tragedia.

La primera manifestación de protesta contra los salones de juego que comenzaban a infestar los barrios más humildes de las grandes ciudades se registró en 2018 en el distrito madrileño de Tetuán, y apenas acudieron cien personas tras una pancarta. A la siguiente, en octubre de 2019, cinco mil personas se concentraron en Cuatro Caminos y recorrieron la calle de Bravo Murillo. En los dos últimos años ha habido muchas manifestaciones en los barrios madrileños castigados por la crisis financiera y económica: singularmente Usera, Vallecas y Carabanchel. Pero también en otras ciudades, de Andalucía a Galicia, Euskadi y Cataluña.

Había razones para movilizarse. El crecimiento actual de las salas de juego en los barrios es de 300 nuevas al año, hasta llegar a las 3.426 a finales de 2018, según los datos de la patronal del sector. Tenemos un salón de juego por cada 5.545 hogares.

No existen datos precisos sobre porcentaje de personas ludópatas o con problemas de adicción al juego en España, pero algunos estudios estiman una prevalencia de la ludopatía del 1,8 por 100 y de jugadores problemáticos entre el 2,5 y el 5 por 100. Ya en 2009 se hablaba de un millón y medio de españoles con problemas de juego patológico. Y un 11 por 100 de los que hoy son tratados en las consultas de ludopatía son menores de edad.

Todas estas cifras nos las trae este nuevo libro de la colección A Fondo, ¡Jugad, jugad, malditos! La epidemia del juego en España: ludópatas y capos del azar, de Luis Díez y Daniel Díez Carpintero, probablemente la mayor investigación sobre el negocio de los juegos de azar en España. Todo lo que uno se imaginaba (y algo más) y nadie había recopilado e investigado con tanta minuciosidad: los orígenes y trayectorias de las empresas, los nombres de los que se están forrando con el negocio, los políticos cómplices de tramas de favoritismos, los mecanismos de burla y evasión fiscal. Y, sobre todo, los testimonios de hombres, mujeres y jóvenes que han arruinado su vida por su dependencia del juego.

Con este tema, la colección A Fondo aborda, una vez más, asuntos de actualidad que forman parte del debate social y sobre los que es necesario profundizar e investigar.

La obra de Luis y Daniel Díez también nos introduce en las motivaciones y explicaciones psicológicas de los juegos de azar. Nuestros autores nos recuerdan que el juego es algo necesario, especialmente en la infancia y en el proceso de crecimiento en la medida en que supone un entrenamiento para la vida adulta. En ese mundo de mentira sin consecuencias graves se puede ser piloto de Fórmula 1 o asesino a sueldo, casarte con tu compañera de escuela o comprar frutas de plástico o edificios de mentira con dinero falso, y no pasa nada. El problema surge cuando se incorpora a todo ello el dinero real, y más todavía si se hace en edades en las que la mente del joven no ha saltado del juego de mentira al juego de verdad. Es como si, de golpe, la pistola de juguete comenzase a disparar balas auténticas, dejaras el coche de choque de la feria y cogieras el de tu padre por una autopista o con la compañera del colegio con quien te casabas de risas tuvieras relaciones sexuales.

La emboscada añade estratagemas como el entorno de aparente lujo que rodea el ambiente de las casas de juego o la idea de contratar como anunciantes a figuras del deporte para que asociemos su éxito al juego de azar. En 2017 se contabilizaron 2.744.100 anuncios en diferentes soportes y medios incitándonos a apostar y jugar. Sólo en el primer trimestre de 2019 las casas de apuestas destinaron 92,25 millones de euros a mercadotecnia, mucho más que cualquier campaña educativa o preventiva por parte de nuestras autoridades.

Pero, además, recuerdan los autores, el juego es tan traicionero y falso que provoca que fijes en tu recuerdo la adrenalina del momento en que alguna vez ganaste, y así, rememorándolo, sigas jugando y jugando, y perdiendo y perdiendo. Porque, no debería hacer falta decirlo, los juegos están ideados para que, a la larga, siempre gane la banca.

Si nos paramos a reflexionar, el juego de azar, incluso en su versión más inocente, en la medida en que muchos pierden un poco para que otro gane mucho, es la antítesis de la justicia social, lo contrario del principio de la redistribución de la riqueza. Porque lo opuesto a repartir el dinero de un rico entre muchos pobres es que muchos pobres pierdan dinero para hacer a uno rico. Siempre me ha resultado hilarante ese comentario habitual tras el sorteo del gordo de Navidad cuando los testimonios y los periodistas insisten, como dato muy positivo, en que el premio ha sido muy repartido. Repartido estaba antes de poner a la venta los décimos, puesto que entonces todo el mundo tenía en su bolsillo esa pequeña cantidad con la que jugó, y nadie acumulaba miles de euros en premios.

La investigación de ¡Jugad, jugad, malditos! combina lo mejor de dos magníficos profesionales: la larga trayectoria periodística de Luis Díez y la de escritor de Daniel Díez Carpintero. El resultado es esta investigación donde el rigor y la precisión sólo se ven superados por la sensibilidad y empatía con las víctimas del juego y sus familias. Ojalá en no mucho tiempo, como reclaman nuestros autores, la intervención de los poderes públicos logre atajar esta lacra y no tengamos que lamentarnos de más familias destrozadas por haberse arruinado con los juegos de azar.

Pascual Serrano

INTRODUCCIÓN

La ludopatía es una enfermedad que mata. Incluida en el manual de diagnóstico de la Asociación Americana de Psiquiatría en el capítulo de las adicciones, es un trastorno comparable a la dependencia a la heroína o la metanfetamina. Figura entre las adicciones sin sustancia, pero hay un elemento sustancioso que los adictos consumen frenéticamente, como rayas de coca, como pastillas de éxtasis: el dinero. No se juega para ganar. Ni para recuperar lo perdido. Se juega para seguir jugando, mientras quede materia prima para continuar: monedas, billetes, saldo en la cuenta del banco. El juego va abarcándolo todo, devorándolo todo, devastando y comiéndose la vida del jugador.

Los narcos del juego –salones de apuestas, empresas operadoras de juego por internet– ofrecen su mierda a los más vulnerables. Instalan sus negocios en las zonas pobres de las ciudades, cerca de colegios, junto a institutos de secundaria, donde saben que venderán su mercancía –esa esperanza narcótica en forma de máquinas tragaperras– con mayor facilidad y que conseguirán más clientes. Se anuncian en la televisión en horario infantil. Y contratan a ídolos de adolescentes como Cristiano Ronaldo o Rafael Nadal para que aparezcan en sus spots. Diseñan juegos cada vez más adictivos, con ciclos más rápidos, más trepidantes, y los ponen a disposición de cualquiera: en los teléfonos móviles, en las calles, sin que las restricciones a los menores supongan ningún problema para que juegue todo el mundo. Y lanzan promociones agresivas. Desayuno gratis, bebida gratis, 20 euros gratis. La palabra gratis abunda en un negocio en el que no se desperdicia ni un céntimo. Un negocio en el que se amontonan fortunas a base de calderilla: monedas introducidas por rendijas, por slots.

El juego mueve en España entre 25.000 y 30.000 millones de euros anuales, el 2,5 por 100 del PIB. Desde su legalización en 1977 como actividad privada (con reserva estatal de la Lotería Nacional, la Quiniela y los sorteos de la ONCE), ha experimentado un crecimiento constante en su modalidad presencial, con más de 180.000 tragaperras (llegó a haber 240.000), un centenar de casinos, 312 bingos presenciales y más de 3.800 salones de apuestas y juegos de azar distribuidos por España (datos de 2019), y ha generado grandes fortunas particulares al mismo tiempo que unos estragos personales, familiares y sociales habitualmente ignorados por las autoridades. La contaminación de políticos y gobernantes, engrasados por los grandes operadores del sector, ha sido (y sigue siendo) un hecho frecuente.

Con la aparición y la extensión del juego telemático en la primera década del sigloXXI, los operadores británicos e israelíes (también los suecos, los canadienses y ahora los rusos) entrarona sacoen el mercado de las apuestas deportivas y de los casinosy las tragaperrasonline. A la vez los fondos buitresestadounidensesse apoderaban de las principales empresas dematriz española. La renuencia reguladora, con claros signos de complicidad de gobernantes y legisladores (el abuso publicitario esevidente), les ha facilitado un crecimiento extraordinario antes, durante y después de la crisis que sumió a España en la depresión económica en 2008. Ejercen su actividad desde paraísos fiscales y territorios de baja fiscalidad, no pagan impuestos como el resto de las actividades económicas por los beneficios (crecientes) que extraen, y lo que es peor: han conseguido enganchar a cientos de miles de jóvenes a una adicción de insondables efectos destructivos, todavía ignorados por los gobernantes a pesar de las crecientes protestas sociales.

En este libro se aborda la epidemia de los juegos de azar y las apuestas en España en sus dos vertientes: la humana y social –la enfermedad y el daño del juego en las calles–, y la empresarial y política –las cifras, los que se lucran con el tráfico de esta droga invisible–. Dos vertientes de un mismo río contaminado, a las que nos acercaremos en capítulos alternos.

I

EL HOMBRE DE ORO

Un hombre en un Audi descapotable de color oro aparca delante de un salón de apuestas Trébol-Sportium. Estaciona mal, sin hacer el esfuerzo de maniobrar. Se baja del coche. Va vestido a juego con su Audi. Americana dorada, pantalones ocre brillantes, zapatos dorados. Le asoma un reloj de oro, sólido, rotundo, de la manga de la chaqueta. Camisa abierta porel cuello:cuatro o cinco cadenas gruesas de oro colgando sobre el pecho.

Junto a la puerta hay tres chavales de menos de veinticinco años. Vestidos con vaqueros y zapatillas de deporte sucias: Nike, Converse manchadas de la calle, del hollín del asfalto, de las horas paseando por el barrio y bebiendo latas de Mahou que compran en las tiendas de alimentación de los chinos. Lo reconocen, lo saludan, él les ofrece un cigarrillo, lo aceptan. El hombre de oro ronda los cuarenta y cinco años. Pero los jóvenes lo miran con veneración mientras habla gesticulando con sus manos cargadas de anillos, que disparan centelleos de ese lujo de los futbolistas y las estrellas de la música comercial, compuesto por dos elementos: dinero y mal gusto. Creen que es rico. Lo tiene todo. Un coche caro, un fajo de billetes que sacará del bolsillo de su pantalón ocre en cuanto entre en la casa de apuestas, joyas y mujeres hermosas –al menos en sus fotografías en el teléfono móvil– y ese aire de mafioso secundario en una película de Scorsese: el gánster demasiado ostentoso, demasiado tonto, que muere de un tiro en la nuca en un descampado.

(Lo que seguramente no saben es que debe mucho dinero. Un jugador compulsivo medio acumula una deuda de 21.122 euros en el momento presente y ha saldado deudas pasadas de 14.478 euros, según el último estudio –de 2017– sobre los factores de riesgo del trastorno del juego en la población española, de la Dirección General de la Ordenación del Juego, en el que participaron 470 personas que habían acudido a centros de ayuda para adictos repartidos por el país.)

El hombre de oro y los tres chavales entran en el salón de juego después de barrer los alrededores con una mirada. Un vistazo panorámico, furtivo, que quiere cerciorarse de que no hay policías antes de hacer algo comprometedor. Es un tic. Un gesto imitado de raperos, de cantantes de reguetón, de jugadores de fútbol que intentan parecer chulos de barrio. De barrio estadounidense, del Bronx. No están haciendo nada ilegal. Aunque alrededor de la casa de apuestas flota una atmósfera medio clandestina: un local sin ventanas, con una puerta de hierro negra, en cuyo interior no hay relojes. Sin tiempo. Un lugar que comparte con losnight clubsel clima adulto y moralmente impreciso. Representan a dos generaciones de jugadores: el señor de cuarenta y muchos, los chicos que apenas llegan a los veinte.

Según el mismo informe de la Dirección General de la Ordenación del Juego, en 2017 el perfil del jugador compulsivo aún se parecía más al hombre de oro que a los tres jóvenes. Cuarenta y tres años de edad, sexo masculino (92,4 por 100 de los casos), español de nacimiento (95,9 por 100), de nivel socioeconómico bajo o medio-bajo (77,5 por 100), con empleo (54,9 por 100), que vive con su pareja o con su familia (83,6 por 100), con un sueldo de 1.392 euros mensuales.

Pero el negocio del juego se extiende a una velocidad epidémica. Bwin, Luckia, 888casino, Casino777, Betfair, Betway, Bet365, William Hill, Codere. Nos familiarizamos con estos nombres calibrados al milímetro para que los jugadores experimenten excitación y urgencia, para que ciertas regiones de sus cerebros se aceleren, como en otro tiempo nos familiarizábamos con las tiendas de telefonía móvil y los Starbucks, con los bazares chinos y los supermercados Mercadona. Brotan. Salpican las ciudades. Pasamos junto a las puertas de estos salones, junto a los carteles de «dinero gratis», «sorteos de dinero en efectivo», con el asco apenas advertido de la costumbre. En Madrid, por ejemplo, había en 2013 unos 300 locales en los que se podía jugar o hacer apuestas deportivas. En 2017 eran ya 600. El número de inscritos en el registro de autoprohibidos de la capital –la lista de las personas que han pedido voluntariamente que se les impida entrar en las salas de juego, porque saben que no podrán controlar la necesidad de meterse en la primera que encuentren y jugar y seguir haciéndolo hasta que se les acabe el dinero o cierren el salón– pasó de 4.227 nombres en 2013 a 17.735 en 2017, según los datos del Gobierno de Madrid. Más del cuádruple: ludópatas y jugadores problemáticos.

Casas de juego junto a colegios. Locales con el logotipo de Luckia o Codere cerca de las tiendas de alimentación a las que los estudiantes de secundaria van a comprar bebidas y patatas fritas en el recreo. Varios salones muy juntos –en Puente de Vallecas, en la calle Bravo Murillo– que forman pequeños guetos del juego. Metástasis de casas de apuestas (Sportium, Juegging) en los barrios más pobres –Usera, Tetuán, Vallecas, Carabanchel–. Los empresarios de la ruleta y las tragaperras quieren atraer a los más vulnerables. Los que más necesitan que llegue la suerte, los desesperados.

«Le hacía demasiada falta ganar», escribe Dostoievski en El jugador. «Viene a ser lo mismo que le ocurre al que se está ahogando y se agarra a una pajita. Convenga usted conmigo en que, de no haberse estado ahogando, no habría confundido una pajita con la rama de un árbol.»

Los dueños de los salones y los representantes de los operadores de juego justifican esta preferencia por las zonas en las que la moneda de la desigualdad ha caído de cruz: los alquileres son más baratos, argumentan. Pero según los psicólogos hay una relación directa entre las adicciones y ese cóctel de tiempo libre y pérdida de sentido vital: el que sufren los desempleados, los jóvenes que no estudian ni trabajan, los jubilados con poco que hacer. Tipos humanos más frecuentes en los barrios pobres que en los ricos.

El perfil del jugador compulsivo está cambiando. Según la psicóloga Carmen García, que trabaja desde hace 15 años con adictos tanto a sustancias como a comportamientos –el sexo, el juego–, los pacientes son cada día más jóvenes. La mayoría de los que acuden a su consulta tiene entre quince y veinticinco años. Y cada vez hay más familias que recurren a los terapeutas por problemas de ludopatía. «A muchos chavales se les puede quitar la conexión a internet. Apagarles el router o quitarles los datos del móvil para que no jueguen. Pero no se les puede impedir que vayan a las casas de juego. Que pasen por delante de ellas, que las vean», afirma.

Tenemos un chaval de quince o dieciocho años. Este chaval tiene amigos de su edad. ¿Qué hacen los fines de semana? Van juntos, hay un líder. Es un grupo en el que el chaval está creando su personalidad. Hay mucha presión social. El chico lo que quiere es agradar, pertenecer al grupo. No que lo excluyan. Quiere estar ahí con ellos, caer bien. ¿Qué hacemos un sábado por la tarde? Pues, venga, vamos a una sala de juego. A esta edad en los chicos hay comportamientos de riesgo. Son comportamientos frecuentes en esos años. Entran ahí. ¿Qué sucede? Para algunos es un rollo. Me lo he pasado fatal. ¿Pero qué pasa con otros? Pues que, jolín, aquí me evado de los problemas que tenga. Problemas en casa, problemas que me preocupan. Hay una conexión ahí, que yo no la elijo, pero que se está produciendo. Yo no la he elegido, repito. ¿Qué pasa después? Pues que quizá otro día, fuera ya de mi grupo, vuelva yo solo. A lo mejor me lo he pasado muy bien y me he evadido haciendo todo esto [jugando] y me meto en internet, en apuestas y en cosas de estas. Algunos chavales son expertos en la liga china. Conocen hasta los nombres de los jugadores. Nombres chinos. ¿Qué pasa entonces? Pues que van los sábados los chavales a estos sitios, a echar allí la tarde. Horas y horas. Es lo que buscan las casas de juego. Son buenos comerciantes.

Ahora… Se están llevando vidas por delante. Vidas. Muchos jóvenes se estancan. Dejan de estudiar y de desarrollarse como personas. Se quedan ahí. Dedican más tiempo mental al juego, a las apuestas. Se ponen a ello…, a lo mejor piensan en hacer dos cositas y ya. Pero cuando se quieren dar cuenta han pasado cinco o seis horas. Llega un momento en el que todo se da la vuelta. Busco dinero para apostar. Porque ya no es suficiente con la paga, ya no me llega con la paga. En mi mente creo que me va a tocar. En la mente de un ludópata se trata de un negocio. No es azar. No es algo imprevisible. No.

En realidad siempre se juega para perder. Siempre. Si no, esto no sería un negocio tan fructífero. Las empresas no podrían pagar esa publicidad tan cara en las camisetas de los jugadores de fútbol. A costa de lo que la gente pierde, está claro. Pero ellos creen que van a ganar. Están convencidos. Aunque hayan perdido ya muchísimo dinero.

¿Hay suficiente información sobre las consecuencias del juego? ¿Saben los jóvenes en lo que se meten cuando entran en un salón de apuestas; alguien les ha advertido de las trampas con las que se encontrarán? ¿Deberían prohibirse los patrocinios y las promociones y el resto de los mecanismos publicitarios como ya sucede con otras adicciones potenciales, como la del tabaco?

¿Se ha alertado suficientemente a la sociedad sobre el peligro del juego?

¿Cuáles son los riesgos a los que se enfrenta un jugador? «Personas que, si no hubieran venido aquí conmigo, quizá no se hubieran salvado», contesta la psicóloga Carmen García. Todos los terapeutas con los que se ha hablado para escribir este libro coinciden: el juego mata. El juego causa la muerte.

Depresión, ansiedad, bancarrota, fracaso en los estudios. Delitos, mentiras, pérdida de confianza, rupturas matrimoniales o de pareja.

Problemas legales, problemas laborales, problemas con los hijos o con los padres.

Degradación social y familiar (es común que el jugador se convierta en una persona de la que nadie se fía. Porque pide préstamos que nunca devuelve, porque hace promesas que nunca cumple, porque ya no atiende sus obligaciones como padre o como hijo, como estudiante o como trabajador, como amigo). Complicaciones vasculares (debidas al estrés del juego: las pérdidas y las deudas y las ilusiones nunca alcanzadas). Impotencia o falta de apetito sexual, sensación de fracaso personal y de ausencia de sentido vital. Suicidio. «El riesgo de suicidio, la mortalidad por suicido, se incrementa hasta cuatro veces», advertía el jefe de Psiquiatría del Hospital 12 de Octubre, Jiménez Arriero, en el Congreso de los Diputados, el 17 de mazo de 2011, durante una sesión de comparecencia de expertos en relación con el proyecto de ley de regulación del juego.

Son personas que están obsesionadas y preocupadas por el juego, por revivir experiencias previas de juego, por conseguir dinero para jugar, por compensar pérdidas. Gran parte de sus actividades los lleva a estar obsesionados y preocupados por eso; sufren fracasos repetidos por todos los intentos que hacen por controlar o por interrumpir o detener el juego; y normalmente al final terminan con una gran cantidad de engaños hacia el entorno –no solamente hacia ellos mismos en sus fracasos sino hacia el entorno– para ocultar el grado de implicación en el juego.

En la misma sesión, el doctor Jiménez Arriero quiso avisar de un fenómeno frecuente cuando aparece una droga desconocida o una conducta potencialmente adictiva nueva –o una forma novedosa de llevarla a cabo– en una sociedad que aún no está lo bastante informada.

Se ha observado (y no somos el único país en el mundo) un incremento importantísimo cuando surgen nuevas oportunidades de juego, cuando surgen nuevas tecnologías. Ese incremento sube hasta dos o tres veces las tasas de prevalencia normales; es decir que, si estamos hablando de un 1,5, nos colocamos en un 4,5, en un 5 o en un 6. Eso dura una serie de años hasta que la sociedad, preocupada y asustada por lo que ocurre, se moviliza y pone en marcha medidas reguladoras dirigidas a contener eso.

Los que nacieron antes de la década de los noventa se acordarán del cowboy de Marlboro cabalgando por la libre extensión del desierto. Anuncios de marcas de cigarrillos en los alerones de los coches de Fórmula 1. En la publicidad se asociaba el tabaco con la libertad y la rebeldía. Lucky Strike, Chesterfield. Se empezaba a fumar para mostrar carácter, independencia. Y se seguía fumando porque el cigarrillo resultaba ser más adictivo de lo que uno se había imaginado. Tuvieron que pasar muchos años de cabinas de avión y vagones de tren manchados del aceite amarillento de la nicotina, bares y restaurantes en los que se tiraban las colillas al suelo, hospitales y aeropuertos con zona de fumadores, millones de cánceres de pulmón y de garganta, de infartos, de ataques de asma, de obstrucciones en las arterias, para que se prohibiese la publicidad del tabaco y se advirtiera a la sociedad de cuán peligrosos y adictivos eran los cigarrillos. Y el número de fumadores empezó a descender.

¿Se está haciendo lo mismo con las modalidades nuevas del juego? ¿O corremos el riesgo de que la desinformación y el descontrol conviertan el problema de la ludopatía en una epidemia para los más vulnerables? «No regulado o no adecuadamente manejado, en algunas personas puede ser tan peligroso como dejar a un niño que juegue con un arma», advirtió el doctor Jiménez Arriero.

Inauguración de una casa de juego y apuestas Codere (Casino Park, Sports Bar). Rivas, Madrid. 13 de junio de 2019.

Junto a las puertas automáticas del Centro Comercial Santa Mónica, uno de los primeros que se abrieron en Rivas, uno de los más prósperos, dos chicas de menos de veinte años, con pantalones vaqueros muy cortos y camisetas negras de Codere, reparten propaganda de la nueva casa de apuestas. «¡Inauguración! Salón de juego Rivas.» Sobre las llamas de una explosión se lee: «Sorteos de dinero en efectivo». En la parte de atrás: «¡Promoción saco de la suerte!». Es un papel plastificado y brillante, que parece negro hasta que uno lo mira con atención. Dentro del negro, en un mundo subliminal, han sido lanzados al aire billetes. Dinero. Flotan en la atmósfera. No es fácil verlos, hay que fijarse bien. Entonces te das cuenta de que el dinero está ahí, esperando a que tú lo cojas cuando caiga.

El local es el segundo más grande del centro comercial: detrás del que ocupa el Supermercado Plaza. Durante años ha pertenecido a una familia china. Era una de esas tiendas que simbolizan el triunfo de la heterogeneidad, en las se pueden comprar juguetes y repuestos para el coche y cuadernos escolares y artículos de ferretería y aparatos electrónicos. Y esos gatos chinos de color oro que mueven el brazo arriba y abajo. Hace tiempo que colgaron el cartel de «Liquidación». Tuvieron que pasar dos o tres años para que la liquidación se convirtiera en un hecho sólido. Pero pocos meses antes del verano de 2019 clausuraron definitivamente el local. Y empezaron las obras.

La casa de juego está a dos minutos caminando del Colegio Público Jarama, a la misma distancia del Centro de Día para Mayores Concepción Arenal, a dos pasos –cruzar una calle– del Centro de Salud Santa Mónica. Justo enfrente (puerta con puerta) hay una sucursal de Bankia, en cuyos tabiques de cristal se lee el lema publicitario: «Tu negocio no es un juego».

El primer paso hacia el interior de una sala de juego es sorprendentemente agradable. Moqueta de color rojo oscuro con pequeños logotipos de Codere, paredes rojas. Una línea de luz recorre el vértice entre el techo y la pared, iluminación suave, noctámbula, acariciadora, en medio de la que resaltan los centelleos de las tragaperras, los televisores con resultados deportivos. Frondosas butacas de piel sostenidas sobre una sola pata metálica como el tallo de una copa de vino –alrededor de la ruleta, delante de cada máquina–, cestitas con caramelos gratis a la mano del jugador. Es una atmósfera de agasajo al cliente, de lujo. Un ambiente que te susurra al oído: «Estás en tu casa». Como un amigo rico que te invitase a pasar el fin de semana en su mansión, a conducir su Maserati y abrir las botellas que prefieras de su bodega. Sólo porque le caes bien, a cambio de tu compañía. Únicamente por jugar, nada más que por echar un poco de dinero en la máquina. «¿Hay algo que te preocupa? Tranquilo», te dice tu amigo. «Relájate, te lo mereces. Olvídate del trabajo y de tu jefe, de los problemas que tengas en casa. ¿Acaso no estamos a gusto aquí? Mañana puede que tengas que hacer lo que sea. Pero primero está este momento. Está hoy, está esta noche».

No hay reloj. Todo ha sido ideado para que pierdas la noción del tiempo, para que no te acuerdes del mundo exterior. (En el descontrol de la adicción, en el frenesí de los envites y las apuestas, el jugador suele olvidarse de que el planeta gira todavía. «Cinco minutos más, una jugada más. Espera. Otra, la última. Ahora voy a ganar, estoy seguro. Bueno, era sólo una jugada de prueba. Ahora sí, ahora estoy seguro de que gano. Bueno, otra más. La última, lo prometo. No, espera. Un rato más, uno corto. Tengo un presentimiento».) A los buenos jugadores, los habituales, les dan bebidas alcohólicas gratis. Y les permiten incluso golpear las máquinas, patearlas, insultarlas. (El alcohol, como sustancia desinhibidora, propicia que se tomen decisiones impulsivas, rápidas, que alimentan el gusano siempre hambriento de la compulsión: un fenómeno que los magnates de las casas de juego han estudiado bien.)

Las máquinas tragaperras (o slots) no son ya esos muebles estridentes que llenaban los bares con su música de hojalata, con sus efectos sonoros que no dejaban tomar el aperitivo en paz. No. Ahora son grandes y complejas, con los bordes elegantemente cromados, llenas de botones, como el tablero de mandos de un gran vehículo. Su lenguaje se dirige directamente al sistema nervioso del jugador. «La temática de las tragaperras es siempre igual», afirma J. M., psicólogo especialista en adicciones, que trabaja en la Asociación Dombenitense de Ayuda al Toxicómano (ADAT): «Tesoros en lugares idílicos: monedas brillantes y cofres en islas con palmeras». Un lenguaje chillón que nos habla de lo que podemos conseguir y de quiénes somos. Podemos conseguir lujo y placeres y mujeres bellas, objetos valiosos, símbolos de poder y de riqueza. Somos guerreros, superhéroes, protagonistas de películas o de videojuegos.

También está ese universo de combinaciones numéricas (777, 888) y trípticos frutales (cerezas, manzanas) que apela a las supersticiones que hacen creer al jugador que él es quien controla la máquina. Que no todo es una cuestión de azar.

Se crea la ilusión de que uno puede acceder a ese mundo de placeres y riquezas si juega bien, si se comporta como un guerrero, si es «lo bastante bueno». En la publicidad de los operadores de juego se insiste en que ganar es una cuestión de méritos: depende de la astucia o la inteligencia del jugador. «Los mejores jugadores…», se lee en unbannerde una página web de noticias. «Se atrevió a soñar. Dio la sorpresa. Ganó el torneo», dice un vídeo de publicidad en Facebook. Se trata de una creencia común en los ludópatas: que el resultado del juego depende de ellos, de su modo de jugar, de si han acertado o se han equivocado. Pues bien: en las tragaperras o en la ruletanadadepende de ellos. Nada. Son aparatos diseñados para que gane la banca: el empresario de Codere o Luckia y el dueño del local en el que operan esas marcas. Ellos siempre ganan. El jugador siempre pierde.

Aunque este hecho tan sencillo puede resultar inadmisible para una persona que ha gastado miles de euros en la trampa del juego. Y que a cambio ha recibido deudas y miseria, ansiedad, sentimiento de vergüenza, un matrimonio destruido y unos hijos que dejaron hace tiempo de respetarle. Esa persona tiene que creer que controla la máquina. Tiene que autoengañarse. De lo contrario nunca se hubiera metido en el agujero del juego. Es la publicidad la que se encarga de alimentar el autoengaño del jugador.

En la nueva sala de la casa Codere en Rivas los chinos se distribuyen alrededor de la mesa con los canapés. Arreglados como nunca habían sido vistos. Mujeres con tacones y vestidos de noche, hombres con traje. Comen, se ríen. Ninguno juega: ellos se hallan en el otro lado del negocio. Quienes están manipulando los botones de la ruleta sentados en las butacas de piel son todos españoles. Jóvenes. Quizá alguno menor de dieciocho años. En cualquier caso, no hay nadie en la puerta pidiendo los carnets. Tres pequeños cuadros acristalados de color verde cuelgan de la pared. Uno hace referencia a la Ley de Ordenación del Juego de 2011. En otro se lee que jugar «puede producir ludopatía». El tercero habla de «limitaciones», entre las cuales figura el máximo de 2.500 euros para los premios en efectivo.

Aparte de los chinos hay otros dos hombres con aire de propietarios. Están colocando las tragaperras. Un poco más a la izquierda, ahora un poco a la derecha. Dan los últimos retoques mientras los chinos parlotean muy deprisa en su lengua y sueltan veloces carcajadas. Son los representantes de Codere. Uno de ellos, de cincuenta y tantos años, grueso, con abundante pelo cano, con prendas caras pero casuales –hombre de negocios de mediana edad fuera de la oficina, que sale a resolver un asuntito antes de la cena–, se dirige a uno de los autores de este libro, que ha estado paseando y observando las máquinas, y le pregunta por qué mira tanto las tragaperras si no juega. ¿Acaso le interesan? Añade: «Hay gente que viene a jugar y no quieren que los vean, que los reconozcan». ¿Por eso han tapiado las ventanas? Asiente. Dice que todo es legal –una afirmación que difícilmente podría resultar más sospechosa–, que se cumple con la legislación de la Comunidad de Madrid. «Va a haber gente en la puerta pidiendo el DNI. Pero, bueno, hoy es la inauguración.» Señala los globos de colores en los rincones –seguramente una idea de los chinos– y se encoge de hombros. «Se pedirá el carnet para evitar que entre aquí la gente que se haya autoprohibido, los de la lista de prohibidos. A partir de… muy pronto.» Como si se tratase de un alto el fuego de la ludopatía. Hasta… muy pronto, por motivo de la inauguración del salón de apuestas, todos los ludópatas dejarán de serlo.

Una semana después en el Centro Comercial Santa Mónica hay una escena insólita para ese lugar civilizado, entre chalets con garaje y jardín, donde los vecinos en pantalón corto y zapatillas de deporte se saludan y se paran a charlar cinco minutos, sosteniendo las bolsas del súper y de la farmacia, o desayunan en los bares de la planta de abajo mientras sus hijos saltan y dan volteretas en el pequeño castillo inflable.

Dos adolescentes borrachos caminan deprisa de un lado a otro del pasillo, sobre las baldosas de granito, entre la música de ascensores y urinarios.

«Tenía que haber puesto en el rojo, tío.»

«Pues sí. Eres un poco gilipollas.»

«Oye, tío, préstame cinco euros. Por favor, por favor.»

Se para. Se coloca enfrente del otro en una actitud implorante. Junta las manos y baja la cabeza como si rezara.

«No. Paso de prestarte. Tú lo pierdes siempre todo.»

II

EL DINERO DEL JUEGO: COMPARACIONES ODIOSAS

Juego, fuego.

Refranero español

El dinero huele bien, venga de donde venga. Lo saben los fondos buitre que manejan el mercado de los juegos de azar y las apuestasonliney que en los últimos años se han apoderado de dos grandes operadoras españolas: Codere y Sportium. También lo saben las entidades financieras que suministran leche materna a los operadores gallegos de Luckia, a los murcianos de Orenes y a otros conglomerados para que crezcan y desarrollen su industria sin fronteras. Y eso que la tarta del juego es abundante en España. Quintuplica, por ejemplo, la cantidad de dinero que el Sistema Público de Dependencia dedica al cuidado de los ancianos y discapacitados que no pueden valerse por sí mismos; duplica el presupuesto anual de las 48 universidades públicas; cuadruplica el objetivo nunca alcanzado del 0,7 por 100 del PIB en ayuda al desarrollo de los países empobrecidos.

A riesgo de abundar en comparaciones odiosas, ¿quién puede sustraerse al hecho de que los 26.037,34 millones de euros de facturación del juego (datos de Hacienda de 2017) equivalen a la mitad del presupuesto de Educación prometido por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, para el año 2020? Es obligado preguntarse qué beneficios se derivan de la educación y qué bienes y satisfacciones obtenemos de una actividad basada en la «distribución inversa» (mucho para unos pocos). La educación forma a las personas, el juego las deconstruye y destruye. De ahí el refrán popular que equipara juego y fuego y anticipa que quien juega con fuego se quema.

Cuando las autoridades implantaron la Lotería Nacional, el periodista Rafael Barrett, nacido en Torrelavega (Cantabria) y expulsado de varios países porque su acerada pluma era un peligro para políticos y patrones, reflejó el hecho con las siguientes palabras:

En la Argentina, en el Uruguay, en España, llueven los millones. El Estado falla, traficando con la corrupción pública. ¿Por qué no monopoliza también el alquiler y venta de mujeres? La prostitución daría grandes entradas al Erario, y afianzaría el Poder Administrativo. El Gobierno es tanto más sólido cuanto más débiles y viciosos son los ciudadanos.

No seamos injustos con el vicio, que suele llevar consigo gérmenes de poesía. La degradación no está reñida con el ensueño. Baudelaire sabe que el mal tiene sus flores, y no las menos bellas. En el azar que enriquece o despoja hay una elegante anarquía, un desafío satánico a las leyes económicas. Firmar el contrato de la propia ruina es original; adquirir de pronto una fortuna, sin trabajo y sin mérito, y sin la amenaza del gendarme, es maravilloso, lírico y libertador. Agradezcamos a los Ministerios de Hacienda, Casas de Hadas, esa consagración oficial del juego, esa distribución de un poco de ideal barato a la ingenua multitud[1].

Se sorprendería Barrett del éxito del invento si supiera que las loterías del llamado sector público estatal facturan hoy en España 10.910 millones de euros al año, una cifra equivalente al presupuesto del País Vasco (datos de 2017), superior a los de Canarias y Galicia, y el doble de los recursos públicos que manejan los Gobiernos asturiano y extremeño. Esta cantidad de dinero en décimos, cupones, cuponazos, quinielas, bonolotos, rascas, primitivas y demás productos de la suerte resulta de la suma de las ventas de la Sociedad Estatal Loterías y Apuestas del Estado (SELAE) y la Organización Nacional de Ciegos de España (ONCE), los dos grandes operadores con exclusiva estatal de actividad.

La SELAE declaró unos ingresos de 8.918 millones de euros en 2017. En ese ejercicio, la ONCE facturó 1.992 millones de euros. El margen o cantidad que no devolvieron en premios osciló entre el 30 y el 40 por 100. El ente estatal se quedó 3.226 millones y la organización de invidentes y discapacitados con 980, según los datos de Hacienda del referido ejercicio. Pero jugamos más; si a los dos grandes operadores añadimos las loterías de los Gobiernos autonómicos, la facturación total del sector público asciende a 11.112,34 millones de euros.

La casuística de las loterías autonómicas ha sido variada y ha estado llena de diferencias y diatribas políticas. En términos generales, las formaciones de centro-izquierda, principalmente el PSOE, IU y Podemos, se han significado por su posición renuente, cuando no contraria, a la instauración de estos productos. En cambio, las formaciones de centro-derecha (PP y nacionalistas catalanes, vascos y canarios) las han fomentado dentro de sus límites y competencias. El Gobierno vasco fue pionero en ofertar su lotería (1985), seguido del catalán, que empezó a vender La Grossa (La Gorda) dos años después. El Ejecutivo vasco otorgó la gestión a una empresa privada mediante una licencia renovable cada cinco años; la Generalitat catalana optó, en cambio, por la gestión directa, aunque la falta de transparencia y la baja retribución de los premios la acabaron convirtiendo en un producto residual, con una facturación de poco más de 20 millones anuales. En la Comunidad Valenciana, los socialistas rechazaron en 2019 la propuesta de sus socios de Compromís de crear una lotería autonómica con fines sociales.

Pese a la interesante facturación de 202,34 millones de los productos de azar autonómicos, con un margen de 32,14 millones (algo más del 16 por 100 del dinero recaudado), la mayor parte de los Gobiernos territoriales ha optado por mantener la unidad del mercado, habida cuenta de que los beneficios de la SELAE se reparten íntegramente entre ellos. Durante la crisis financiera y económica los ingresos de la Lotería Nacional sirvieron para nutrir el llamado Fondo de Liquidez Autonómica (FLA), un mecanismo de pago creado por el ministro de Hacienda Cristóbal Montoro, parlamentario irónico y didáctico, quien siempre se mostró muy cauto sobre la fuente del FLA para evitar que los ciudadanos tomaran la lotería como un impuesto y se abstuvieran de comprar el décimo semanal.

Más sorprendería a Barrett (murió en 1910, a los treinta y tres años) la efervescencia del juego privado. En contraste con los años veinte del siglo pasado, cuando el dictador Miguel Primo de Rivera ilegalizó esa industria y se dedicó a perseguir timbas, garitos y casinos (clausuró más de 2.000 en toda España), los supermercados del azar a la puerta de casa han comenzado a inundar la geografía urbana de la llamada piel de toro y sus archipiélagos y plazas en el norte de África, como si en algún lugar nada poético los señores del juego hubieran leído el aforismo de Antonio Machado sobre la insensatez: «De cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa». El sector privado ha superado al público en facturación en la segunda década del siglo XXI, gracias al éxito de las apuestas deportivas online de «la mejor liga del mundo» (y de otras), casinos, póker, blackjack y bingos virtuales y a la eclosión de los salones de juego a lo largo y ancho de la geografía urbana, con especial fijación en los barrios y zonas de menor renta y con mayor número de trabajadores en situación forzada de brazos caídos o con contratos precarios.

En estos supermercadosdel juego se puede probar suerte en la ruleta electrónica, la mesa de póker, las sofisticadas máquinas tragaperras y, por supuesto, cursar las apuestas a las competiciones deportivas y esperar los resultados tomando una cerveza, un refresco, un café... gratis o a mitad de precio. La infección es un hecho y esos salones siguen creciendo a un ritmo superior a 200 establecimientos nuevos cada año. En 2018 se contaban 3.426. Su facturación real se desconoce, aunque la patronal del subsector evita el desglose y afirma que sólo mueven el 7 por 100 del juego. Siguen en esto la recomendación de Graham Greene de no entrar en detalles cuando se miente.

El desglose del sector privado del juego es el siguiente: las apuestas recaudaron 7.538 millones de euros, los casinos facturaron 6.545 millones y los bingos tramitaron el cambio de manos de otros 2.065 millones de euros. Son datos del Ministerio de Hacienda, correspondientes al último año publicado, 2017. Si de las apuestas descontamos los 222,87 millones de euros correspondientes a la histórica Quiniela y el Quinigol de la SELAE, enseguida vemos que la suma de la facturación privada alcanzó la cifra de 15.925 millones de euros, superando en cerca de cinco mil millones al sector público estatal y autonómico.

Los casinos funcionan con un margen en torno al 5 por 100, de modo que los 6.545 euros recaudados en sus variados sistemas de envite y en las modalidades presencial (54 grandes casinos) y online reportaron 344 millones de euros a las empresas privadas. La patronal del juego cifró en 350,6 millones el margen que alcanzaron en 2018. Los avances trimestrales proporcionados por Hacienda indican que el subsector sigue creciendo y ha recuperando ya la cota de beneficios de 2008, el mejor año antes de la crisis financiera internacional que sumió en la depresión la economía española.

El margen de los bingos, con representar el 7 por 100 del volumen global, sigue siendo muy suculento. En 2017 superó el 25 por 100 de los 2.065 millones de euros tramitados por estos establecimientos y se cifró en 590,10 millones. Según la patronal, en 2018 los bingos obtuvieron 12 millones más de margen, alcanzando la cifra de 602,3 millones. Según Fernando Luis Henar, presidente de la Confederación de Organizaciones de Empresarios del Juego del Bingo, el subsector sufrió el estancamiento de la crisis, pero ha vuelto a crecer al 3 por 100 anual a partir de 2016. La facturación se ha incrementado en las 312 salas presenciales gracias a las innovaciones tecnológicas. Y la modalidad online registra un aumento constante.

Pero son las apuestas deportivas las que más dinero mueven, con un margen del 10 por 100 para los operadores legales, lo que representa 752 millones de euros de una facturación global de 7.538 millones. Esta cifra engloba tanto las apuestas que se hacen desde los salones del barrio como las que se llevan a cabo desde las terminales individuales (teléfonos, tablets y ordenadores) conectadas a internet.

Luego ya, el extraordinario impacto de las tecnologías de la información y comunicación en el mercado del azar ha modificado la realidad tradicional hasta el punto de que el juego online supera de largo al presencial. La Dirección General de Ordenación del Juego (Ministerio de Hacienda) reconoce que el juego por internet adelantó en 2017 a las timbas y apuestas presenciales, con una facturación de 13.672,88 millones de euros. La cifra real es sin duda más elevada, debido a la gran cantidad de piratas (sin licencia) del ciberespacio. Agarran el dinero y corren, aunque algunas veces les sale mal la jugada. El dato más relevante del año 2017, según el periódico económico Expansión[2], fue el cierre de 271 webs ilegales de juego. Con todo, sólo 16 fueron objeto de expedientes sancionadores. Nada que ver con la dureza policial contra los inmigrantes que ejercen la venta ambulante (el top manta) para sobrevivir.

Conscientes del crecimiento imparable de la facturación por internet, los operadores privados de todas las modalidades de juego, seguidos de la SELAE y la ONCE, se han lanzado a la conquista del éter con las mejores armas a su alcance. Armas o herramientas que casi siempre les proporcionan ingenieros e investigadores formados en las universidades públicas y en los institutos científicos y tecnológicos dependientes del Estado. Las estimaciones oficiales indican que en 2020 el juegoonlinelegal moverá unos 20.000 millones de euros, lo cual significa que la red de redes canaliza dos de cada tres euros de los que gastamos en probar suerte.

Las apuestas deportivas representan más del 55,5 por 100 de la cantidad mencionada. Vienen creciendo a un ritmo del 30 por 100 anual, seguidas de los casinos virtuales y del pókeronline. Si la cantidad global que los españoles (y los visitantes) gastamos en juego equivale al presupuesto anual de la Generalitat de Cataluña (26.000 millones en cifras de 2017), los movimientos de dineroonlineen esta actividad igualan la cifra de ingresos y gastos de la Comunidad de Madrid. Pero crecerán más todavía.

Chistian Tirabassi, de la consultora Ficom Leisure, dice que las industrias del juegoonlinehan saturado el mercado en otros países europeos, pero en España, con un nivel de conectividad superior a Italia e igual a Francia, no han tocado techo todavía. De ahí que la británica Betfred, con más de 1.600 salones de juego y apuestas en Reino Unido, solicitara en diciembre de 2018 las licencias para irrumpir en el mercado español y las obtuviera en pocos meses sin mayor dificultad. Las escenas que siguieron reflejaron la satisfacción de los señores del juego. Así, en una fotografía publicada enInfloplay,una de las webs especializadas del sector, se pudo ver a un hombre perfectamente trajeado de azul oscuro, camisa blanca y corbata con tonos blancos y azules, de unos setenta años, sonrosado, con la cabeza monda y un grueso anillo de oro en el dedo corazón derecho, que posa en la escalerilla de unjetprivado en cuyo fuselaje se lee Betfred en letras versales sobre un rectángulo con fondo rojo que va derivando en azul. El hombre sonríe. Es comprensible, pues las dos licencias generales para entrar en el negocio de «apuestas» y de «otros juegos» y las seis singulares para desarrollar y explotar «máquinas de azar,blackjack,ruleta y apuestas hípicas, deportivas y otras de contrapartida», que permiten apostar contrala cuota o monto que fija la casa, colman su objetivo y satisfacen su ambición.

El hombre de la fotografía se llama Mark Stebbings y ejerce de director de operaciones de la potente entidad británica nacida en Mánchester a finales de los sesenta del siglo pasado. «Es una fantástica oportunidad para Betfred –dice–, ya que la licencia española es parte de la estrategia de expansión de la empresa, que comparte la pasión que hay en España por el deporte, especialmente por el fútbol.» Stebbings y sus jefes se han asociado con Jacob López Curciel, un gasolinero que fundó Optima (sin acento) y ha desarrollado una plataforma multicanal de apuestas y juegos. Curciel cuenta con una oficina en Sevilla y otra en Gibraltar; pero, a diferencia de la mayor parte de los operadoresonline,que fijan sus domicilios fiscales en la colonia británica para no pagar impuestos en el Reino de España, los jefes de Betfred Spain optan por establecer su razón social en Ceuta. De este modo resuelven el problema delbrexity se benefician de las nuevas ventajas fiscales adoptadas por el último Gobierno del PP y acordadas con las autoridades de las dos ciudades del norte de África para que los operadores con sede en Gibraltar afectados por la salida de Reino Unido de la Unión Europea se trasladen a ellas.

La entrada de la multinacional inglesa en el mercado virtual del juego en España, que crecía a un ritmo superior al 20 por 100 anual, es sólo un ejemplo de la laxitud y las facilidades de la normativa española para los operadores de juegoonline.Cuando el Parlamento discutía la nueva ley del juego, el presidente de la Comisión de Economía, Antonio Gutiérrez Vergara (exsecretario general de Comisiones Obreras), convocó una sesión informativa a la que invitó al directivo de la multinacional británica Betfair, Sacha Michaud, presidente a su vez de la Asociación Española de Apuestas por Internet (AEDAPI). El joven ejecutivo –un pelirrojo de ojos chispeantes y aire de Chuck Norris– vino a decir que la mejor regulación es la que no existe. «Las restricciones, las prohibiciones, los bloqueos, no funcionan. No han funcionado y no funcionarán. Un ejemplo perfecto es que en Estados Unidos se aprobó en 2006 una ley prohibiendo el juegoonlineen todas sus formas, con prohibiciones exhaustivas y bloqueos, y hoy día se estima que el 34 por 100, un tercio de todos los usuarios, vienen de Estados Unidos.»

Era el 17 de marzo de 2011 y el señor Michaud apoyó su tesis en que en internet decide el consumidor, no sólo en el juego, sino en todos los productos que existen. «Es el consumidor el que acaba eligiendo el producto que quiere». Y abundó:

La futura oferta de productos o tipos de juego debe ser dimensionada y competitiva. Mirando otra vez al consumidor, necesitará tener todos los productos que quiere y en las condiciones que quiere. Si los operadores de fuera de España ofrecen más o mejores premios que con la legislación española, los usuarios acabarán jugando en esos portales; buscarán la fórmula y acabarán jugando en ellos. Se ha demostrado con otras legislaciones, y la única forma de legislar es darle los productos que quiere y con la sistemática que exige el usuario final.