Justine o los infortunios de la virtud - Marqués de Sade - E-Book

Justine o los infortunios de la virtud E-Book

Marqués De Sade

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Beschreibung

Publicada por primera vez en 1787, apenas un par de años antes de que estallara la Revolución francesa, Justine o los infortunios de la virtud, retrata de una manera cruda y despiadada a la sociedad francesa de finales del siglo XVIII. Justine o los infortunios de la virtud es la visión de Sade de cómo practicar la virtud es costoso y de cómo quienes practican el vicio y la depravación son recompensados.

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Justine o los infortunios de la virtud

Justine o los infortunios de la virtud (1787)Marqués de Sade

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Septiembre 2021

Imagen de portada: RawpixelTraducción:Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

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Primera parte

Segunda parte

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A mi buena amiga:

Sí, Constance, a ti dirijo esta obra; a la vez el ejemplo y el honor de tu sexo, sumando al alma más sensible la mente más justa y la mejor iluminada, sólo a ti corresponde conocer la dulzura de las lágrimas que arranca la Virtud infortunada. Detestando los sofismas del libertinaje y de la irreligión, combatiéndolos incesantemente con tus actos y tus discursos, no temo en absoluto para ti los que ha necesitado en estas memorias el tipo de personajes trazados; el cinismo de algunas plumas (suavizadas sin embargo lo más posible) no te horrorizará más; es el Vicio el que, gimiendo por ser desvelado, se escandaliza así que se le ataca. El proceso de Tartufo fue inconado por unos santurrones; el de Justine será obra de los libertinos. Me inspiran escaso temor: mis razones, desveladas por ti, no serán condenadas; tu opinión basta para mi gloria, y debo, después de haberte gustado, o gustar a todo el mundo, o consolarme de todas las censuras.
La intención de esta novela (no tan novela como parece) es nueva sin duda; el ascendiente de la Virtud sobre el Vicio, la recompensa del bien, el castigo del mal, suele ser el desarrollo normal de todas las obras de este tipo; ¿no es algo demasiado manido?
Pero ofrecer por doquier el Vicio triunfante y la Virtud víctima de sus sacrificios; mostrar a una desdichada yendo de infortunio en infortunio; juguete de la mal dad; peto de todos los excesos; blanco de los gustos más bárbaros y más monstruosos; aturdida por los sofismas mas osados, más retorcidos; víctima de las seducciones más arteras, de los sobornos más irresistibles; teniendo únicamente para oponer a tantos reveses, a tantos males, para rechazar tanta corrupción, un espíritu sensible, una inteligencia natural y mucho valor; arrostrar en una palabra las pinturas más atrevidas, las situaciones más extraordinarias, las máximas más espantosas, las pinceladas más enérgicas, con la única intención de obtener de todo ello una de las más sublimes lecciones de moral que el hombre haya recibido: convendremos que era llegar al objetivo por un camino poco transitado hasta ahora.
¿Lo habré conseguido, Constance? ¿Provocará una lágrima de tus ojos mi triunfo? En una palabra, después de haber leído Justine, dirás: “¡Oh, cuán orgullosa de amar la Virtud me siento con estos cuadros del Crimen! ¡Cuán sublime es en las lágrimas! ¡Cómo la embellecen los infortunios!”
¡Oh, Constance! Que se te escapen estas palabras, y mis trabajos serán coronados.

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¡Oh amigo mío! La prosperidad del Crimen es como el rayo, cuyos resplandores engañosos sólo embellecen un instante la atmósfera para precipitar en los abismos de la muerte al desdichado que han deslumbrado.

Primera parte

La obra maestra de la filosofía sería desarrollar los medios de que se sirve la Providencia para alcanzar los fines que se propone sobre el hombre, y trazar, a partir de ahí, unos planes de conducta que puedan hacer conocer a ese desdichado individuo bípedo el modo en que debe avanzar en la espinosa carrera de la vida a fin de prevenir los caprichos extravagantes de esta fatalidad a la que se dan veinte nombres diferentes, sin haber llegado todavía a conocerla ni a definirla.

Si, llenos de respeto por nuestras convenciones sociales, y sin apartarnos jamás de los diques que nos imponen, ocurre, aun así, que sólo encontramos zarzas cuando los malvados sólo recogen rosas, personas carentes de un fondo de virtudes lo bastante probado como para superar tales observaciones ¿no considerarán entonces que es preferible abandonarse al torrente que resistirlo? ¿No dirán que la virtud, por hermosa que sea, se vuelve sin embargo el peor partido que pueda tomarse, si resulta demasiado débil para luchar contra el vacío, y que, en un siglo totalmente corrompido, lo más seguro es actuar como los demás? Algo más instruidos, si se quiere, y abusando de las luces que han adquirido, ¿no dirán con el ángel Jesrad, de Zadig, que no hay mal que por bien no venga, y que pueden, a partir de ahí, entregarse al mal, ya que de hecho sólo es una de las maneras de producir el bien? ¿No añadirán que es indiferente al plan general que tal o cual sea preferentemente bueno o malo; que si el infortunio persigue a la virtud y la prosperidad acompaña al crimen, siendo ambas cosas iguales para los proyectos de la naturaleza, es infinitamente mejor tomar partido entre los malvados, que prosperan, ‘que entre los virtuosos, que fracasan? Así pues, es importante prevenir esos peligrosos sofismas de una falsa filosofía; esencial demostrar que los ejemplos de virtud infortunada presentados a un alma corrompida, en la que permanecen sin embargo unos cuantos buenos principios, pueden devolver esta alma al bien con tanta seguridad como si se le hubiera mostrado en el camino de la virtud las palmas más brillantes y las más halagüeñas recompensas. Es cruel, sin duda, tener que describir un montón de infortunios abrumando a la mujer dulce y sensible que mejor respeta la virtud, y por otra parte la afluencia de prosperidades sobre quienes aplastan o mortifican a esa misma mujer. Pero si nace, no obstante, un bien del cuadro de esas fatalidades, ¿sentiremos remordimientos por haberlas ofrecido? ¿Podrá alguien molestarse por haber compuesto unos hechos de los que se derivan para el sensato que lee con provecho la muy útil lección de la sumisión a las órdenes de la Providencia, y la advertencia fatal de que, a menudo, para devolveros a nuestros deberes, el cielo golpea a nuestro lado al ser que se nos antoja haber cumplido mejor los suyos?

Tales son los sentimientos que dirigirán nuestros trabajos, y en consideración a esos motivos pedimos indulgencia al lector por los sistemas erróneos que aparecen en boca de varios de nuestros personajes, y por las situaciones a veces algo fuertes que, por amor a la verdad, hemos tenido que colocar ante sus ojos.

La señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus cuya fortuna es obra de una bonita cara y de una mala conducta, y cuyos títulos, por pomposos que sean, sólo se encuentran en los archivos de Citeres, forjados por la impertinencia con que los toma, y mantenidos en la necia credulidad que los concede: morena, hermoso talle, ojos con una singular expresión; con esta incredulidad muy de moda, que, confiriendo un atractivo más a las pasiones, hace buscar con mayor ahínco a las mujeres en quienes se supone; un poco malvada, sin principio alguno, no viendo mal en nada, y sin embargo sin la suficiente depravación en el corazón como para haber extinguido la sensibilidad; orgullosa, libertina: así era la señora de Lorsange.

Esta mujer había recibido, no obstante, la mejor educación: hija de un importantísimo banquero de París, había sido educada con una hermana llamada Justine, tres años menor que ella, en una de las más famosas abadías de esta capital, donde hasta las edades de doce y quince años, ningún consejo, ningún maestro, ningún libro, ningún talento habían sido negados a ambas hermanas.

En esta época, fatal para la virtud de las dos jóvenes, todo lo perdieron en un solo día: una espantosa bancarrota precipitó a su padre en una situación tan cruel que murió de pena. Su mujer le siguió un mes después a la tumba. Dos parientes fríos y lejanos deliberaron acerca de lo que harían con las jóvenes huérfanas; la parte que a cada una le correspondía de la herencia, mermada por las deudas, escasamente llegaba a cien escudos. Como nadie se preocupaba de su custodia, les abrieron la puerta del convento, les entregaron su dote y las dejaron libres de ser lo que quisieran.

La señora de Lorsange, entonces llamada Juliette, y de un carácter e inteligencia prácticamente tan formados como a los treinta años —edad que alcanzaba en el momento que arranca la historia que vamos a relatar—, sólo pareció sensible al placer de ser libre, sin meditar un instante en las crueles desgracias que habían roto sus cadenas. A Justine, con doce años de edad como ya hemos dicho, su carácter sombrío y melancólico le hizo percibir mucho mejor todo el horror de su situación. Dotada de una ternura y una sensibilidad sorprendentes, en lugar de la maña y sutileza de su hermana sólo contaba con una ingenuidad y un candor que presagiaba que cayera en muchas trampas. Esta joven sumaba a tantas cualidades una fisonomía dulce, absolutamente diferente de aquella con que la naturaleza había embellecido a Juliette; de igual manera que se percibía el artificio, la astucia, la coquetería en los rasgos de ésta, se admiraba el pudor, la decencia y la timidez en la otra; un aire de virgen, unos grandes ojos azules, llenos de sentimiento y de interés, una piel deslumbrante, un talle grácil y flexible, una voz conmovedora, unos dientes de marfil y los más bellos cabellos rubios, así era el retrato de esta encantadora menor, cuyas gracias ingenuas y rasgos delicados superan nuestros pinceles.

Les dieron a ambas veinticuatro horas para abandonar el convento, dejándoles la tarea de instalarse, con sus cien escudos, donde se les antojara. Juliette, encantada de ser su propia dueña, quiso por un momento enjugar las lágrimas de Justine, viendo después que no lo conseguiría, comenzó a reñirla en vez de consolarla; le dijo, con una filosofía muy superior a su edad, que en este mundo sólo había que afligirse por lo que nos afectaba personalmente; que era posible encontrar en sí misma unas sensaciones físicas de una voluptuosidad harto intensa como para poder apagar todos los afectos morales cuyo choque podría ser doloroso; que era absolutamente esencial poner en práctica este procedimiento dado que la verdadera sabiduría consistía infinitamente más en doblar la suma de los placeres que en multiplicar la de las penas... En una palabra, que nada había que no se debiera hacer para borrar en uno mismo esta pérfida sensibilidad, de la que únicamente se aprovechan los demás, mientras que a uno sólo le aporta pesares. Pero difícilmente se endurece un buen corazón, pues resiste a los razonamientos de una mala cabeza, consolándose en sus propios goces de las falsas brillanteces de una mente instruida.

Utilizando otros recursos, Juliette dijo entonces a su hermana que, con la edad y la cara que una y otra tenían, era imposible que se murieran de hambre. Citó a la hija de una de sus vecinas, quien, habiéndose escapado de la casa paterna, estaba hoy ricamente mantenida y mucho más dichosa, sin duda, que si hubiera seguido en el seno de su familia; que había que dejar de creer que era el matrimonio lo que hacía feliz a una joven; que, cautiva bajo las leyes del himeneo, sólo tendría, a cambio de muchos malos humores que soportar, una levísima dosis de placeres; mientras que, entregadas al libertinaje, podrían siempre asegurarse del humor de los amantes, o consolarse de él mediante el número de éstos.

Justine sintió horror de tales discursos; dijo que prefería la muerte a la ignominia y, pese a las nuevas peticiones que le formuló su hermana, se negó insistente mente a vivir con ella en cuanto la vio decidida a una conducta que la hacía estremecerse.

Por consiguiente, las dos jóvenes se separaron, sin ninguna promesa de volver a verse, dado que sus intenciones se revelaban tan diferentes. Juliette que, según pretendía, se convertiría en una gran dama, ¿accedería a recibir a una muchacha cuyas inclinaciones, virtuosas pero humildes, podrían deshonrarla? Y por su parte, ¿Justine aceptaría poner en peligro sus costumbres con la compañía de una criatura perversa, que acabaría siendo víctima de la crápula y del desenfreno público? Ambas se dieron, pues, un eterno adiós, y ambas abandonaron el convento al día siguiente.

Mimada desde su infancia por la costurera de su madre, Justine cree que esta mujer será sensible a su desdicha; la visita, le comunica sus infortunios, le pide trabajo... Pero casi no la reconoce y la despiden duramente.

—¡Oh, cielos! —dice la pobre criatura—, ¡es preciso que los primeros pasos que doy por el mundo estén ya marcados por la desgracia! Esta mujer me quería antes, ¿por qué me rechaza hoy? ¡Ay!, porque soy huérfana y pobre; porque ya no tengo recursos en el mundo, y sólo se aprecia a las personas por las ayudas y los agrados que se espera recibir de ellas.

Justine, llorosa, visita a su sacerdote; le describe su estado con el enérgico candor de su edad... Llevaba un vestidito blanco; sus hermosos cabellos descuidadamente recogidos bajo una gran cofia; su seno apenas insinuado, oculto debajo de dos o tres varas de gasa; su linda cara algo pálida a causa de las penas que la devoraban; algunas lágrimas caían de sus ojos y les conferían aún mayor expresión.

—Me ve, señor... —le dijo al santo eclesiástico—, sí, me ve en una situación muy lamentable para una joven; he perdido a mi padre y mi madre... El cielo me los arrebata en la edad en que más necesitaba su ayuda... Han muerto arruinados, señor; no tenemos nada... Eso es todo lo que me han dejado —prosiguió, mostrando sus doce luises—... y ni un rincón donde reposar mi pobre cabeza... Se apiadará de mí, ¿verdad, señor? Es usted ministro de la religión, y la religión siempre fue la virtud de mi corazón; en nombre del Dios que adoro y del que es la voz, dígame, como un segundo padre, ¿qué debo hacer... qué tengo que ser?

El caritativo sacerdote contestó, examinando a Justine, que la parroquia estaba muy cargada; que era difícil que pudiera hacerse cargo de nuevas limosnas, pero que, si Justine quería servirle, si quería trabajar duro, siempre habría en su cocina un pedazo de pan para ella. Y, mientras le decía eso, el intérprete de los dioses le había pasado la mano bajo la barbilla, dándole un beso excesivamente mundano para un hombre de Iglesia. Justine, que le había entendido demasiado bien, le rechazó diciéndole:

—Señor, yo no le pido limosna ni un puesto de criada; hace demasiado poco que he abandonado un estado por encima del que puede hacer desear esas dos mercedes para verme reducida a implorarlas; solicito los consejos que mi juventud y mis desgracias necesitan, y quiera hacérmelos comprar tal vez demasiado caros.

El pastor, avergonzado de verse descubierto, rápidamente expulsó a la joven criatura, y la desdichada Justine, dos veces rechazada en el primer día en que se vio condenada al aislamiento, entra en una casa en la que ve un cartel, alquila un pequeño apartamento amueblado en la quinta planta, lo paga de antemano, y en él se entrega a unas lágrimas aún más amargas por lo sensible que es y porque su pequeño orgullo acaba de ser cruelmente maltratado.

¿Se nos permitirá abandonarla por algún tiempo aquí, para regresar a Juliette, y para explicar cómo, del simple estado del que la vimos salir, y sin tener más recursos que su hermana, llegó a ser, sin embargo, en quince años, mujer con título, propietaria de una renta de treinta mil libras, bellísimas joyas, dos o tres casas tanto en la ciudad como en el campo, y, por el instante, el corazón, la fortuna y la confianza del señor de Corville, consejero de Estado, hombre del mayor crédito y ministro en ciernes? No hay la menor duda de que su carrera fue espinosa: esas damiselas prosperan gracias al aprendizaje más vergonzoso y más duro; y una que ahora está en el lecho de un príncipe todavía lleva seguramente encima las marcas humillantes de la brutalidad de los libertinos entre cuyas manos la arrojaron su juventud e inexperiencia.

Al salir del convento, Juliette buscó a una mujer de la que había oído hablar a una joven amiga vecina; pervertida como ella deseaba ser y pervertida por aquella mujer, la aborda con su hatillo bajo el brazo, una levita azul muy desordenada, los cabellos sueltos, la más bonita cara del mundo, si es cierto que ante determinados ojos la indecencia pueda ser atractiva; cuenta su historia a esta mujer, y le suplica que la proteja como ha hecho con su antigua amiga.

—¿Qué edad tienes? —le pregunta la Duvergier.

—Quince años dentro de unos días, señora —contestó Juliette. —Y jamás ningún mortal... —prosiguió la matrona.

—¡Oh no, señora!, se lo juro —replicó Juliette.

—Pero es que a veces en esos conventos —dijo la vieja—... un confesor, una religiosa, una compañera... Necesito pruebas seguras. —No tiene usted más que buscarlas, señora —contestó Juliette sonrojándose.

Y proveyéndose la dueña de unos lentes, y después de haber examinado minuciosamente las cosas por todos los lados:

—Vamos —le dijo a la joven—, bastará con que te quedes aquí, prestes mucha atención a mis consejos, presentes un gran fondo de complacencia y de sumisión con mis clientes, limpieza, economía, franqueza conmigo, habilidad con tus compañeras y astucia con los hombres, y antes de diez años te pondré en situación de retirarte a un tercero con una cómoda, dos habitaciones, una criada; y el arte que habrás adquirido en mi casa te servirá para procurarte el resto.

Hechas estas recomendaciones, la Duvergier se apodera del hatillo de Juliette; le pregunta si tiene dinero y, como ésta le confiesa con excesiva sinceridad que tenía cien escudos, la querida mamá se los confisca asegurando a su nueva pensionista que invertirá este pequeño capital en la lotería para ella, pero que no conviene que una joven tenga dinero.

—Es —le dice— un medio de hacer el mal, y en un siglo tan corrompido una muchacha buena y bien nacida debe evitar cuidadosamente cuanto pueda arrastrar la hacia alguna trampa. Te lo digo por tu bien, pequeña —añadió la dueña—, y debes agradecerme lo que hago. Acabado este sermón, la nueva es presentada a sus compañeras; le indican su habitación en la casa, y a partir del día siguiente sus primicias están en venta.

En cuatro meses, la mercancía es vendida sucesivamente a cerca de cien personas; unas se contentan con la rosa, otras más delicadas o más depravadas (pues la cuestión no está zanjada) quieren abrir el capullo que florece al lado. En cada ocasión, la Duvergier encoge, reajusta, y durante cuatro meses son siempre las primicias lo que la bribona ofrece al público. Al término de este espinoso noviciado, Juliette alcanza finalmente la condición de hermana conversa; a partir de este momento, es oficialmente admitida como pupila de la casa, y comparte sus penas y sus beneficios. Otro aprendizaje: si en la primera escuela, con escasas excepciones, Juliette ha servido a la naturaleza, olvida sus leyes en la segunda y corrompe por entero sus costumbres; el triunfo que ve cómo obtiene el vicio degrada por completo su alma; siente que, nacida para el crimen, por lo menos debe llegar al mayor de ellos y renunciar a languidecer en un estado subalterno que, haciéndole cometer las mismas faltas, envileciéndola igualmente, no le acarrea, ni mucho menos, el mismo beneficio. Gusta a un anciano caballero muy libertino que, en un principio, sólo la reclama esporádicamente; ella posee el arte de hacerse mantener magníficamente por él; aparece finalmente en los espectáculos, en los paseos, al lado de las figuras de la orden de Citeres; la miran, la citan, la envidian, y la inteligente criatura sabe hacerlo tan bien que en menos de cuatro años arruina a seis hombres, el más pobre de los cuales tenía cien mil escudos de renta. No necesitaba más para crearse una reputación; la ceguera de la gente de mundo es tal que cuanta mayor deshonestidad ha demostrado una de esas criaturas, más deseosos están de constar en su lista; parece que el grado de su envilecimiento y de su corrupción se convierte en la medida de los sentimientos que se atreven a mostrar por ella.

Juliette acababa de alcanzar sus veinte años cuando un tal conde de Lorsange, gentilhombre angevino, de unos cuarenta años de edad, se enamoró tanto de ella que decidió darle su apellido: le reconoció doce mil libras de renta, le aseguró el resto de su fortuna si moría antes que ella; le dio una casa, servicio, distinción, y una especie de consideración en la sociedad que en dos o tres años consiguió hacer olvidar sus comienzos.

Fue entonces cuando la desdichada Juliette, olvidando todos los sentimientos de su nacimiento y de su buena educación, pervertida por malos consejos y libros peligrosos, apresurada por disfrutar a solas, llevar un nombre y ninguna cadena, osó entregarse a la culpable idea de abreviar los días de su marido. Una vez concebido este odioso proyecto, lo mimó y lo consolidó desafortunadamente en uno de esos momentos peligrosos en que las acciones físicas se ven impelidas por los errores de la moral; instantes en que no nos negamos a casi nada ni nada se opone a la irregularidad de las ansias o a la impetuosidad de los deseos, y se aviva la voluptuosidad recibida en proporción a la cantidad de los frenos que rompe, o a su pureza. Desvanecido el sueño, si nos volviéramos buenos, el inconveniente seria insignificante, sólo se trataría de la historia de los errores de entendimiento; sabemos perfectamente que no ofenden a nadie, pero, desgraciadamente, se llega mas lejos. ¿Qué significará —nos atrevemos a preguntarnos—, la realización de esta idea, si su mera presencia nos exalta, nos emociona tan intensamente? Entonces damos vida a la maldita quimera, y su existencia acaba siendo un crimen.

La señora de Lorsange lo ejecutó, afortunadamente para ella, con tanto secreto que estuvo al amparo de cualquier persecución, y sepultó junto con su esposo las huellas del espantoso delito que le precipitaba a la tumba.

Viéndose libre y condesa, la señora de Lorsange recuperó sus antiguos hábitos; pero creyéndose algo en el mundo, puso en su conducta un tanto menos de indecencia. Ya no era una muchacha mantenida, era una rica viuda que daba estupendas cenas, a las que tanto nobles como burgueses les encantaba ser admitidos; mujer decente en una palabra, pero que aun así se acostaba por doscientos luises, y se entregaba por quinientos al mes.

Hasta los veintiséis años, la señora de Lorsange siguió haciendo brillantes conquistas; arruinó a tres embajadores extranjeros, cuatro recaudadores de impuestos, dos obispos, un cardenal y tres caballeros de las órdenes reales; pero como es inusual pararse después de un primer delito, sobre todo cuando se ha coronado felizmente, la desgraciada Juliette se denigró con dos nuevos crímenes semejantes al primero; uno para robar a uno de sus amantes, que le había confiado una suma considerable, ignorada por la familia de ese hombre, y que la señora de Lorsange pudo ocultar gracias a esta espantosa acción; el otro, para poseer cuanto antes un legado de cien mil francos que uno de sus adoradores le hacía en nombre de un tercero, encargado de devolver la cantidad después de la defunción. A esos horrores, la señora de Lorsange juntaba tres o cuatro infanticidios. El temor de estropear su bonito talle, el deseo de ocultar una doble intriga, todo ello le hizo tomar la decisión de sofocar en su seno el fruto de sus excesos; y esas fechorías, tan desconocidas como las anteriores, no fueron óbice para que esta mujer artera y ambiciosa encontrara diariamente nuevas víctimas.

Es cierto, por tanto, que la prosperidad puede acompañar la peor conducta, y que en el mismo centro del desorden y de la corrupción, cuanto los hombres denominan la felicidad puede esparcirse sobre la vida; pero que no nos alarme esta cruel y fatal verdad; que el ejemplo de la desdicha, persiguiendo por doquier a la virtud, como no tardaremos en ofrecer, no atormente más a las personas honradas. Esta felicidad del crimen es engañosa, sólo aparente; además del castigo reservado sin duda por la Providencia a quienes han seducido sus éxitos, ¿no alimentan en el fondo de sus almas un gusano que, royéndolos incesantemente, les impide regocijarse con estos falsos fulgores, y sólo deja en sus almas, en lugar de delicias, el recuerdo desgarrador de los crímenes que les han llevado donde están? En cambio, el infortunado al que la suerte persigue, tiene su corazón como consuelo, y los goces interiores que le procuran sus virtudes le compensan muy pronto de la injusticia de los hombres.

Esa era, pues, la situación de la señora de Lorsange cuando el señor de Corville, de cincuenta años de edad, gozando del crédito y de la consideración que antes hemos descrito, decidió sacrificarse enteramente por esa mujer y retenerla para siempre con él. Sea por las atenciones recibidas, sea por los procedimientos empleados, o bien por la habilidad de la señora de Lorsange, el señor de Corville lo había conseguido, y llevaba cuatro años viviendo con ella, exactamente como con una esposa legítima, cuando la adquisición de una bellísima finca cerca de Montargis les obligó a ambos a pasar algún tiempo en esa provincia.

Un atardecer, en que la bondad de la temperatura les animó a prolongar su paseo desde la propiedad que habitaban hasta Montargis, encontrándose demasiado cansados para decidir volver tal como habían venido, se detuvieron en la posada donde para la diligencia de Lyon, con la intención de enviar desde ahí un hombre a caballo a buscarles un coche. Reposaban en una sala baja y fresca, que daba al patio de esta casa, cuando la diligencia de la que acabamos de hablar entró en la hospedería.

Es una diversión bastante natural contemplar cómo descienden los pasajeros de una diligencia; es posible apostar por el tipo de personajes que salen de allí y, si uno ha nombrado una ramera, un oficial, unos cuantos curas y un fraile, puede estar casi siempre seguro de ganar. La señora de Lorsange se levanta, el señor de Corville la sigue, y los dos se divierten viendo entrar en la posada al traqueteado grupo. Parecía que ya no quedaba nadie en el coche cuando un jinete de la gendarmería, bajando del pescante, recibió en sus brazos de uno de sus compañeros, también situado en el mismo lugar, una joven de veintiséis a veintisiete años, vestida con una mala chambra de india y envuelta hasta las cejas por una gran manteleta de tafetán negro. Estaba maniatada como una criminal, y tan débil, que seguramente habría caído si sus guardianes no la hubieran sostenido. Ante el grito de sorpresa y de horror que suelta la señora de Lorsange, la joven se gira, y deja ver junto al más bello talle del mundo, el rostro más noble, más agradable, más interesante, todos los atractivos en suma más placenteros, hechos mil veces aún más excitantes por la tierna y conmovedora aflicción que la inocencia añade a los rasgos de la belleza.

El señor de Corville y su amante no pueden dejar de interesarse por la miserable joven. Se acercan, preguntan a uno de los guardias qué ha hecho la infortunada.

—Se la acusa de tres delitos —contesta el jinete—: de asesinato, de robo y de incendio; pero les confieso que mi compañero y yo jamás hemos conducido a un criminal con tanta desgana; es la criatura más dulce, y aparentemente la más honesta.

—¡Ya, ya! —dijo el señor de Corville—, ¿no podría tratarse de uno de esos errores habituales de los tribunales de segundo orden?... ¿Y dónde se ha cometido el delito?

—En una posada a pocas leguas de Lyon; la han juzgado en esta ciudad y, siguiendo la costumbre, la trasladamos a París para la confirmación de su sentencia, ya que volverá a Lyon para ser ejecutada.

La señora de Lorsange, que se había acercado y escuchaba este relato, comentó al señor de Corville que desearía enterarse por boca de la propia joven de la historia de sus desdichas, y el señor de Corville, que compartía también el mismo deseo, lo comunicó a los dos guardias presentándose ante ellos. Estos no consideraron necesario oponerse. Decidieron que convenía pasar la noche en Montargis; pidieron un alojamiento cómodo; el señor de Corville respondió de la prisionera, la desataron; y cuando le hicieron tomar algunos alimentos, la señora de Lorsange, que no podía dejar de sentir por ella el más vivo interés, y que sin duda se decía a sí misma: “Esta criatura, tal vez inocente, es tratada, sin embargo, como una criminal, mientras que alrededor de mí... que me he manchado con crímenes y horrores, todo prospera”, la señora de Lorsange, digo, al ver a la pobre muchacha algo mejorada, algo consolada por las caricias que se apresuraban a hacerle, le rogó que contara por qué acontecimiento, con una apariencia tan dulce, se hallaba en una circunstancia tan funesta.

—Contarle la historia de mi vida, señora —dijo la bella infortunada, dirigiéndose a la condesa—, es ofrecerle el ejemplo más sorprendente de las desdichas de la inocencia, es acusar a la mano del cielo, es quejarse de las voluntades del Ser Supremo, es una especie de rebelión contra sus sagrados designios... No me atrevo...

Brotaron entonces abundantes lágrimas de los ojos de la interesante muchacha y, después de haberlas dejado correr un instante, comenzó su relato en los siguientes términos:

—Me permite, señora, ocultar mi nombre y mi origen; sin ser ilustres, fueron honrados, y en nada me destinaban a la humillación en la que me ves reducida. Perdí muy joven a mis padres; creí que con la poca ayuda —que me habían dejado podría aguardar un empleo conveniente y, rechazando todos los que no lo eran, me comí sin darme cuenta, en París, donde he nacido, lo poco que poseía; cuanto más pobre me volvía, más despreciada era; cuanto más apoyo necesitaba, menos confiaba en obtenerlo; pero de todas las durezas que experimenté en los comienzos de mi infortunada situación, de todas las frases horribles que me dirigieron, sólo le citaré lo que me ocurrió en casa del señor Dubourg, uno de los más ricos comerciantes de la capital. La mujer en cuya casa me alojaba me encaminó hacia él, pues su crédito y riquezas podían suavizar seguramente el rigor de mi suerte. Después de una larga espera en la antecámara de ese hombre, me hicieron pasar: el señor Dubourg, de cuarenta y ocho años de edad, acababa de salir de la cama, envuelto en una bata flotante que apenas ocultaba su agitación; se disponían a peinarle, ordenó que se retiraran y me preguntó qué quería.

—¡Ay!, señor —le contesté confusísima—, soy una pobre huérfana que todavía no tiene catorce años y que ya conoce todos los grados del infortunio. Imploro su conmiseración, tenga piedad de mí, se lo ruego.

Y entonces le detallé todos mis males, la dificultad de encontrar un trabajo, quizás incluso la pena que sentía en buscarlo, al no haber nacido para ese estado. La desgracia que había tenido, durante todo eso, de comerme lo poco que tenía... La falta de trabajo. La esperanza que tenía de que él podría facilitarme los medios de vivir. En suma, todo lo que dicta la elocuencia del infortunio, siempre presta en un alma sensible, siempre remisa en la opulencia... Después de haberme escuchado con escasa atención, el señor Dubourg me preguntó si yo había sido siempre buena.

—No estaría tan pobre ni tan preocupada, señor —le contesté—, si hubiera querido dejar de serlo.

—¿A título de qué —me replicó a eso el señor Dubourg— pretendes que las personas ricas te ayuden si tú no les sirves para nada? —¿Y a qué servicio se refiere usted, señor? —contesté—. No pido otra cosa que prestar aquello que la decencia y mi edad me permiten cumplir. 

—Los servicios de una criatura como tú son poco útiles en una casa —me contestó Dubourg—. No tienes edad ni constitución para colocarte como pides. Mejor harías en ocuparte de gustar a los hombres, y de trabajar en encontrar a alguien que quiera ocuparse de ti. Esta virtud que tanto exhibes no sirve de nada en el mundo; por mucho que te arrodilles ante sus altares, su inútil incienso no te alimentará. La cosa que menos halaga a los hombres, aquella a la que prestan menos atención, la que desprecian más soberanamente, es la decencia de tu sexo: aquí sólo se aprecia, hija mía, lo que beneficia o lo que deleita. ¿Y qué beneficio puede significar para nosotros la virtud de las mujeres? Son sus desórdenes los que nos sirven y nos divierten, pero su castidad es lo que menos nos interesa. En una palabra, cuando las personas de nuestra clase dan, sólo es para recibir. Ahora bien, ¿cómo una chiquilla como tú puede agradecer lo que se hace por ella si no es abandonando cuanto se quiera su cuerpo?

—¡Oh, señor! —contesté con el corazón henchido de suspiros—. ¿Ya no existe honradez ni beneficencia entre los hombres?

—Muy pocas —replicó Dubourg—. Si se habla tanto de ellas, ¿cómo quieres que existan? Estamos de vuelta de esta manía de ayudar a los demás gratuitamente; se ha reconocido que los placeres de la caridad sólo eran goces del orgullo y, como nada se disipa con mayor rapidez, se han querido sensaciones más reales. Se ha visto que con una criatura como tú, por ejemplo, era mucho mejor quedarse como anticipo con todos los placeres que puede ofrecer la lujuria que con los muy fríos y muy fútiles de aliviarla de manera desinteresada. La reputación de un hombre liberal, caritativo, generoso, no es nada comparada, en el instante en que mejor se disfruta, con el más ligero placer de los sentidos.

—¡Oh, señor! ¡Con semejantes principios, es necesario pues que el infortunado perezca!

—Qué más da, hay un exceso de súbditos en Francia. Con tal de que la máquina tenga siempre la misma elasticidad, ¿qué le importa al Estado el mayor o menor número de los individuos que la aprietan?

—Pero ¿cree que los hijos, cuando son así maltratados, respetarán a sus padres?

—¿Qué le importa a un padre el amor de unos hijos que le estorban?

—¡Sería mejor entonces que nos hubieran ahogado en la cuna!

—Probablemente. Es lo que se hace en muchos países; era la costumbre de los griegos y es la de los chinos: allí los niños desgraciados son abandonados o se les da muerte. ¿Para qué dejar vivir unas criaturas que ya no pueden contar con la ayuda de sus padres, porque carecen de ellos, o porque no han sido reconocidos, cuando en tal caso sólo sirven para sobrecargar al Estado con un producto que ya le sobra? Los bastardos, los huérfanos, los niños deformes, deberían ser condenados a muerte desde su nacimiento. Los primeros y los segundos porque, al no tener a nadie que quiera o que pueda ocuparse de ellos, manchan la sociedad con unas heces que un día u otro tiene que resultarle funesta; y los otros porque no pueden resultarle de ninguna utilidad. Las dos clases son para la sociedad como excrecencias de la carne que, alimentándose del jugo de los miembros sanos, los degradan y los debilitan, o, si lo prefieres, como esos vegetales parásitos que, juntándose a las plantas buenas, las deterioran y las roen adaptándose su simiente nutritiva. A esas limosnas destinadas a alimentar a semejante escoria, esas casas dotadas de todos los lujos que se tiene la extravagancia de construirles, son abusos escandalosos. ¡Como si la especie de los hombres fuera tan escasa, tan preciosa que hubiera que conservar hasta su más vil porción! Pero dejemos una política de la que no debes de entender nada, hija mía: ¿por qué quejarse de su suerte cuando sólo corresponde a uno mismo remediarla?

—¡A qué precio, santo cielo!

—Al de una quimera, algo que sólo tiene el valor que tu orgullo le atribuye. Por lo demás —prosiguió el bárbaro al mismo tiempo que se levantaba y abría la puerta—, eso es todo lo que puedo hacer por ti. Consiente, o libérame de tu presencia. No me gustan los mendigos...

Corrieron mis lágrimas, fue imposible retenerlas, y créame, señora, que en lugar de enternecer a aquel hombre lo irritaron. Cierra la puerta y agarrándome por el cuello del vestido, me dice brutalmente que me obligará a hacer a la fuerza lo que no quiero concederle de buen grado. En este instante cruel, mi desgracia me insufla valor. Me libero de sus manos y, abalanzándome hacia la puerta, le digo mientras escapo:

—¡Hombre odioso, ojalá el cielo, tan gravemente ofendido por ti, te castigue un día como mereces, por tu execrable crueldad! No eres digno ni de tus riquezas, de las que haces tan vil uso, ni siquiera del aire que respiras en un mundo manchado por tus barbaries. Me apresuré a contar a mi hospedera la acogida de la persona a la que me había enviado, pero cual fue mi sorpresa al ver a esa miserable abrumarme con reproches en lugar de compartir mi dolor.

—Miserable criatura —me dijo encolerizada—, ¿imaginas que los hombres son tan necios como para dar limosnas a unas muchaxfchitas como tú, sin exigir el interés de su dinero? El señor Dubourg es demasiado bueno por haberse portado como lo ha hecho; en su lugar yo no te habría dejado salir de mi casa sin haberme contentado. Pero ya que no quieres aprovechar las ayudas que te ofrezco, arréglatelas como quieras. Me debes dinero: o me lo das mañana, o te envío a la cárcel.

—Señora, tenga piedad...

—Sí, sí, piedad... ¡Con la piedad uno se muere de hambre! —Pero ¿qué quiere que haga?

—Volver a casa de Dubourg, satisfacerle y traerme dinero. Yo le veré y le avisaré. Enmendaré, si puedo, tus tonterías. Le daré excusas tuyas, pero piensa en comportarte mejor.

Avergonzada, desesperada, sin saber qué hacer, viéndome duramente rechazada por todo el mundo, casi sin recursos, le dije a la señora Desroches (era el nombre de mi hospedera) que estaba decidida a todo para satisfacerla. Se fue a casa del financiero, y, a la vuelta, me dijo que lo había encontrado muy irritado; que con mucho esfuerzo había conseguido inclinarlo a mi favor; que a fuerza de súplicas había conseguido, sin embargo, convencerle de que volviera a verme la mañana siguiente; pero que tuviera cuidado con mi conducta porque si la desobedecía una vez más, ella misma se encargaría de hacerme encarcelar de por vida.

Llegué a su casa muy turbada. Dubourg estaba a solas, en un estado aún más indecente que la víspera. La brutalidad, el libertinaje, todas las características del exceso estallaban en sus miradas hipócritas.

—Agradece a la Desroches —me dice duramente— que quiera en su favor concederte por un instante mis bondades. Tienes que sentir lo indigna que eres de ello después de tu conducta de ayer. Desnúdate, y si sigues ofreciendo la más ligera resistencia a mis deseos, dos hombres te esperan en mi antecámara para llevarte a un lugar del que no saldrás en toda tu vida.

—¡Oh, señor! —digo llorando y precipitándome a las rodillas de aquel hombre bárbaro—, cambie de idea, se lo suplico. Muéstrese generoso para ayudarme sin exigir de mí lo que me cuesta tanto que se ofrecería mi vida antes que someterme a ello... Sí, prefiero morir mil veces que infringir los principios que he recibido en mi infancia... Señor, señor, no me obligue, se lo suplico. ¿Puede concebir la dicha en medio de disgustos y de lágrimas? ¿Se atreve a esperar el placer donde sólo verá repugnancias? Así que haya consumado su crimen el espectáculo de mi desesperación le colmará de remordimientos...

Pero las infamias a las que se entregaba Dubourg me impidieron continuar. ¿Cómo había podido creerme capaz de enternecer a un hombre que ya encontraba en mi propio dolor un acicate más a sus horribles pasiones? ¡Crees, señora, que inflamándose con los agudos acentos de mis lamentos, saboreándolos con inhumanidad, el indigno se preparaba él mismo para sus criminales tentativas! Se levanta, y mostrándose finalmente ante mí en un estado en el que la razón triunfa raras veces, y en el que la resistencia del objeto que la hace perder no es si no un alimento más al delirio, me agarra con brutalidad, aparta impetuosamente los velos que todavía siguen ocultando aquello de lo que arde por disfrutar. Sucesivamente, me injuria... me halaga... me maltrata y me acaricia... ¡Oh, qué escena, Dios mío! ¡Qué mezcla increíble de crueldad... de lujuria! ¡Parecía que el Ser Supremo quisiera, en esta primera circunstancia de mi vida, grabar para siempre en mí todo el horror que yo debía sentir por un tipo de delito del que debía nacer la afluencia de los males que me amenazaban! Pero ¿debía de quejarme de ello entonces? No, sin duda; a sus excesos debo mi salvación. Con menos desenfreno, yo habría sido una muchacha manchada. Los ardores de Dubourg se apagaron en la efervescencia de sus empresas, el cielo me vengó de las ofensas a las que el monstruo iba a entregarse, y la pérdida de sus fuerzas, antes del sacrificio, me preservó de ser su víctima.

Con ello, Dubourg se volvió mas insolente. Me acusó de los daños de su debilidad... Quiso repararlos con nuevos ultrajes y con invectivas aún más mortificadoras. No hubo nada que no me dijera; nada que no intentara, nada que la pérfida imaginación, la dureza de su carácter y la depravación de sus costumbres no le hiciera emprender. Mi torpeza le impacientó; yo estaba lejos de querer actuar, ya hacía mucho con prestarme: mis remordimientos no se han extinguido... Sin embargo, no consiguió nada, mi sumisión dejó de enardecerle. Por mucho que pasara sucesivamente de la ternura al rigor... de la esclavitud a la tiranía... de la apariencia de la decencia a los excesos de la crápula, ambos nos encontramos agotados, sin que, afortunadamente, él consiguiera recuperar lo que debía para asestarme más peligrosos ataques. Renunció a ello, me hizo prometer que volvería al día siguiente, y para obligarme con mayor seguridad sólo quiso darme la cantidad que yo debía a la Desroches. Así que regresé a casa de esa mujer, ultrajada por semejante aventura y totalmente decidida, sucediera lo que sucediera, a no exponerme a ella por tercera vez. Se lo advertí al pagarle, mientras echaba todo tipo de maldiciones sobre ese malvado capaz de abusar tan cruelmente de mi miseria. Pero mis imprecaciones, lejos de atraer sobre él la cólera de Dios, sólo consiguieron aportarle fortuna: ocho días después, supe que el insigne libertino acababa de obtener del gobierno un cargo de administrador general que aumentaba sus ingresos en más de cuatrocientas mil libras de rentas. Yo me encontraba absorbida en las reflexiones que nacen inevitablemente de semejantes inconsecuencias de la suerte, cuando un rayo de esperanza pareció relucir un instante ante mis ojos.

La Desroches me dijo un día que finalmente había encontrado una casa en la que me recibirían con placer, siempre que me portara bien.

—¡Gracias a Dios, señora! —le dije, arrojándome entusiasmada a sus brazos—. Esta es la condición que yo misma pondría, ¡figúrese si la acepto con gusto!

El hombre al que debía servir era un famoso usurero de París, que se había enriquecido no sólo prestando con fianza, sino también robando impunemente a sus clientes siempre que no corriera ningún peligro en ello. Vivía en un segundo piso de la Rue Quincampoix, con una mujer de cincuenta años, a la que llamaba su esposa, y que era no menos malvada que él.

—Thérèse —me dijo el avaro (ese era el nombre que yo había adoptado para ocultar el mío)—, Thérèse, la primera virtud de mi casa, es la probidad. Si alguna vez te llevas de aquí la décima parte de un denario, te haré ahorcar, ya ves, hija mía. El escaso bienestar del que disfrutamos mi mujer y yo, es el fruto de nuestros inmensos trabajos y de nuestra perfecta sobriedad... ¿Comes mucho, pequeña?

—Unas cuantas onzas de pan al día, señor —le contesté—, agua y un poco de sopa, cuando soy tan afortunada de poder tomarla.

—¡Sopa, diantre, sopa! Oye esto, amiga mía —dijo el usurero a su mujer—, asómbrate ante los progresos del lujo: está buscando colocación, se muere de hambre desde hace un año, y quiere comer sopa. Nosotros, que trabajamos como galeotes, apenas la cocinamos una vez cada domingo. Hija mía, tendrás tres onzas de pan al día, media botella de agua de río, un viejo traje de mi mujer cada dieciocho meses, y tres escudos de sueldo al cabo del año, siempre que estemos contentos de tus servicios, que tu economía responda a la nuestra, y que finalmente hagas prosperar la casa con el orden y el arreglo. Tu trabajo es poca cosa, se hace en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de fregar y limpiar tres veces por semana este apartamento de seis habitaciones, de hacer las camas, de contestar a la puerta, de empolvar mi peluca, de peinar a mi mujer, de cuidar del perro y de la cotorra, de fregar la cocina y la vajilla, de ayudar a mi mujer cuando cocine, y de emplear cuatro o cinco horas al día en coser ropa, medias, gorros y otras cositas de la casa. Ya ves que no es nada, Thérèse; te sobrará mucho tiempo, te permitiremos utilizarlo por tu cuenta, siempre que seas buena, hija mía, discreta y sobre todo ahorrativa, que es lo esencial.

Podrá imaginar fácilmente, señora, que había que estar en estado tan horrible como en el que yo me hallaba para aceptar semejante empleo. No sólo había infinitamente más trabajo del que mis fuerzas me permitían emprender, sino que ¿cómo podía yo vivir con lo que me ofrecían? Sin embargo, procuré no ofrecer resistencia, y me instalé aquella misma noche.

Si mi cruel situación me permitiera divertirle un instante, señora, cuando sólo debo pensar en enterneceros, me atrevería a contarle alguno de los rasgos de avaricia de que fui testigo en aquella casa; pero a partir del segundo año me aguardaba una catástrofe tan terrible que me resulta muy difícil detenerme en unos detalles divertidos antes de relatarle mis infortunios.

Sabrá, sin embargo, señora, que jamás había otra iluminación, en el apartamento del señor Du Harpin que la que robaba a la farola felizmente colocada frente a su habitación; jamás ninguno de los dos utilizaba ropa interior: almacenaban la que yo cosía, no la tocaban en la vida; las mangas de la casaca del señor, así como las del traje de la señora, llevaban un viejo par de manguitos cosidos encima de la tela, que yo lavaba todos los sábados por la noche; nada de sábanas, nada de toallas, para así evitar el lavado. En su casa jamás se bebía vino, pues el agua clara, como decía la señora Du Harpin, es la bebida natural del hombre, la más sana y menos peligrosa. Siempre que cortaban el pan colocaban una cesta debajo del cuchillo, a fin de recoger las migas que caían: les añadían puntualmente todos los restos que quedaban de las comidas, y este manjar, frito el domingo con un poco de mantequilla, componía el yantar de los días festivos. Nunca había que sacudir las ropas o los muebles, por miedo a gastarlos, sólo rozarlos ligeramente con un plumero. Los zapatos del señor, así como los de la señora, reforzados con hierro, eran los mismos que calzaron el día de su boda. Pero una práctica mucho más extravagante era la que me obligaban a hacer una vez por semana: había en el apartamento un gabinete bastante grande cuyas paredes no estaban tapizadas; con un cuchillo tenía que raspar una cierta cantidad de yeso de esas paredes, que luego pasaba por un fino tamiz: el resultado de esta operación eran los polvos de tocador con que yo cubría cada mañana tanto la peluca del señor como el moño de la señora. ¡Pero, ay, ojalá hubiera querido Dios que ésas fueran las únicas torpezas a las que se entregaban esos malvados! Nada hay más natural que el deseo de conservar los bienes, pero no lo es tanto el de aumentarlos con los del prójimo. Y no tardé mucho en descubrir que sólo así se enriquecía Du Harpin.

En el piso de arriba vivía una persona muy acomodada, que poseía unas alhajas bastante bonitas, y cuyas pertenencias, sea a causa de la vecindad, sea por haber pasado por las manos de mi amo, eran muy conocidas por él; le oía a menudo lamentarse con su mujer de una cierta caja de oro de treinta a cuarenta luises, con la que se habría quedado, decía, de haber sabido actuar con mayor destreza. Para consolarse al fin de haber devuelto esa caja, el honrado señor Du Harpin proyectó robarla, y a mí se me encargó la negociación.

Después de haberme hecho un gran discurso sobre la indiferencia del robo, sobre la utilidad misma que ejercía en el mundo, ya que restablecía en él una especie de equilibrio, que alteraba por completo la desigualdad de las riquezas; sobre la escasez de los castigos, ya que estaba demostrado que de veinte ladrones no perecían más de dos; después de haberme demostrado, con una erudición de la que no habría creído capaz al señor Du Harpin, que el robo era honrado en toda Grecia, que varios pueblos seguían admitiéndolo, favoreciéndolo y recompensándolo como una acción atrevida que demostraba tanto el valor como la destreza (dos virtudes esenciales para cualquier nación guerrera); en una palabra, después de haberme garantizado que, si era descubierta, su crédito me salvaría de todo, el señor Du Harpin me entregó dos llaves falsas una de las cuales debía abrir el apartamento del vecino y la otra el escritorio donde se hallaba la caja en cuestión, y me rogó insistentemente que encontrara esa caja, porque por un servicio tan esencial aumentaría mi sueldo en un escudo durante dos años.

—¡Oh, señor! —exclamé estremeciéndome ante su proposición—. ¿Cómo es posible que un amo se atreva a corromper así a su criado? ¿Qué me impedirá volver contra usted las armas que pone en mis manos, y qué pudiera objetarme si un día le hiciera víctima de sus propios métodos?

Du Harpin, confundido, se refugió en un torpe subterfugio: me dijo que sólo lo había hecho con la intención de ponerme a prueba, que tenía mucha suerte de haber resistido a sus proposiciones... que estaría perdida si hubiera sucumbido... Me conformé con esta mentira, pero descubrí inmediatamente el error que había cometido al responder con tanta firmeza: a los malhechores no les gusta encontrar resistencia en quienes intentan seducir. No existe desdichadamente un punto medio, en cuanto tienes la mala suerte de haber recibido sus proposiciones: tienes que convertirte necesariamente en su cómplice —lo cual es peligroso—, o en su enemigo —que todavía lo es más—. Con algo más de experiencia, yo habría abandonado la casa a partir de ese instante, ¡pero ya estaba escrito en el cielo que cada uno de mis gestos honestos sería recompensado con nuevos infortunios!

El señor Du Harpin dejó pasar cerca de un mes, o sea más o menos hasta la época del final del segundo año de mi estancia en su casa, sin decir palabra y sin mostrar el más ligero resentimiento por el rechazo que había recibido, pero una noche, cuando me retiraba a mi habitación para saborear unas horas de reposo, oí de repente que abrían mi puerta, y vi, no sin terror, al señor Du Harpin acompañado de un comisario y cuatro soldados de patrulla frente a mi cama.

—Cumplan con su deber, señor —dijo al hombre de la justicia—. Esta desgraciada me ha robado un diamante de mil escudos. Lo encontrarán en su aposento o entre sus ropas, el hecho es seguro.

—¿Robarle yo, señor? —dije, saltando turbadísima de mi cama—. ¡Yo, santo Dios! ¡Ay! ¿Quién mejor que usted sabe lo contrario? ¿Quién puede estar más convencido que usted de cuánto me repugna esta acción y saber mejor la imposibilidad de que yo la haya cometido?

Pero el señor Du Harpin, haciendo mucho ruido para que mis palabras no fueran oídas, siguió ordenando los registros, y el maldito anillo apareció en mi colchón. Ante pruebas de esta categoría, no había nada que replicar. Al instante fui prendida, azotada y llevada a la cárcel, sin que me fuera posible hacer escuchar una sola palabra en mi favor.

El proceso de una desdichada que carece de crédito y protección no lleva mucho tiempo en un país donde se considera a la virtud incompatible con la miseria, donde el infortunio es una prueba decisiva contra el acusado. En esa cuestión, una injusta prevención lleva a creer que el que ha debido de cometer el crimen, lo ha cometido; los sentimientos se miden por el estado en que se encuentra el culpable; y a partir del momento que el oro o los títulos no establecen su inocencia, la imposibilidad de que pueda ser inocente queda entonces demostrada.(1)

Por mucho que me defendiera, por mucho que ofreciera los mejores argumentos al abogado de oficio que me dieron por un instante, mi amo me acusaba, el diamante había sido hallado en mi habitación: estaba claro que yo lo había robado. Cuando quise mencionar el horrible proyecto del señor Du Harpin, y demostrar que la desdicha que me sobrevenía sólo era el fruto de su venganza y la consecuencia del deseo que tenía de deshacerse de una criatura que, poseedora de su secreto, se convertía en su dueña, trataron mis protestas de recriminación, me dijeron que el señor Du Harpin era reconocido desde hacía más de veinte años como un hombre íntegro, incapaz de semejante horror. Fui trasladada a la Conciergerie, donde me vi en la situación de tener que pagar con mi vida el rechazo de participar en un crimen; iba a morir; sólo un nuevo delito podía salvarme: la providencia quiso que el crimen sirviera, por lo menos una vez, de égida a la virtud, que la preservara del abismo donde iba a arrojarla la inepcia de los jueces.

Tenía a mi lado una mujer de unos cuarenta años, tan celebrada por su belleza como por la variedad y cantidad de sus fechorías; la llamaban Dubois, y estaba, al igual que la desdichada Thèrése, en vísperas de su ejecución: sólo el método preocupaba a los jueces. Habiéndose manifestado culpable de todos los crímenes imaginables, estaban casi obligados a inventar para ella un suplicio nuevo, o a hacerle sufrir uno del que está exento nuestro sexo. Yo había inspirado una especie de interés en aquella mujer, interés criminal, sin duda, ya que su fundamento era, como después supe, el extremo deseo de convertirme en su prosélita.

Una noche, tal vez dos días antes de aquel en que ambas debíamos perder la vida, la Dubois me dijo que no me acostara, y que con ella aguardara lo más cerca posible de las puertas de la prisión.

—Entre las siete y las ocho —prosiguió— el fuego se prenderá en la Conciergerie, me he encargado de que así sea. Sin duda, muchas personas se abrasarán, pero no importa, Thérèse —se atrevió a decirme la malvada—. La suerte de los demás no cuenta cuando se trata de nuestra propia salvación. Lo seguro es que nos salvaremos; cuatro hombres, cómplices y amigos, se reunirán con nosotras, y yo respondo de tu libertad.

Ya le he dicho, señora, que la mano del cielo que acababa de castigar mi inocencia, sirvió al crimen favoreciendo a mi protectora. El fuego prendió, el incendio fue horrible, hubo veintiuna personas abrasadas, pero nosotras escapamos. Aquel mismo día llegamos a la choza de un cazador furtivo del bosque de Bondy, íntimo amigo de nuestra banda.

—Ya estás libre, Thérèse —me dijo entonces la Dubois—, ahora puedes elegir el tipo de vida que te guste, pero si tuviera que darte un consejo, te diría que renunciaras a unas prácticas virtuosas que, como ves, jamás te han favorecido. Una delicadeza impropia te ha llevado a los pies del cadalso, un crimen espantoso te salva de él: mira de qué sirven las buenas acciones en el mundo, ¡y si vale la pena inmolarse por ellas! Eres joven y bonita, Thérèse: en dos años yo me hago cargo de tu fortuna. Pero no imagines que te conduciré a su templo por los senderos de la virtud: cuando alguien quiere abrirse paso, mi querida muchacha, hay que emprender más de un oficio y servirse de más de una intriga. Así que decídete, en esta choza no estamos seguras y tenemos que irnos dentro de pocas horas.

—¡Oh, señora! —le dije a mi bienhechora—, le debo grandes favores, y nada mas lejos que querer olvidarlos. Me has salvado la vida, y es espantoso para mí que haya sido gracias a un crimen. Créame que si hubiera tenido que cometerlo, habría preferido mil muertes al dolor de participar en él. Soy consciente de todos los peligros que he corrido por haberme abandonado a los sentimientos honrados que siempre permanecerán en mi corazón. Pero sean cuales sean, señora, las espinas de la virtud, las preferiré en cualquier momento a los peligrosos favores que acompañan al crimen. Tengo grabados unos principios religiosos que, gracias al cielo, no me abandonarán jamás. Si la Providencia me hace penosa la carrera de la vida, es para compensarme de ello en un mundo mejor. Esta esperanza me consuela, endulza mis penas, apacigua mis quejas, me refuerza en la adversidad, y me lleva a desafiar todos los males que Dios quiera enviarme. Esta alegría se apagaría inmediatamente en mi alma si yo acabara por mancillarla con crímenes, y junto al temor de los castigos de este mundo, me perseguiría la dolorosa visión de los suplicios del otro, que no me abandonaría un instante en la tranquilidad que deseo.

—Son sistemas absurdos que no tardarán en llevarte al hospicio, hija mía —replicó la Dubois enarcando las cejas—. Créeme, deja de lado la justicia de Dios, sus castigos o sus recompensas futuras. Todas esas tonterías sólo sirven para que muramos de hambre. ¡Oh, Thérèse!, la dureza de los ricos legitima el mal comportamiento de los pobres: que sus bolsas se abran a nuestras necesidades, que la humanidad reine en su corazón, y las virtudes podrán establecerse en el nuestro; pero en tanto que nuestro infortunio, nuestra paciencia para soportarlo, nuestra buena fe, nuestra servidumbre, sólo sirvan para aumentar nuestros grilletes, nuestros crímenes son obra suya, y seríamos muy tontos en negárnoslos cuando pueden aliviar el yugo con que su crueldad nos sobrecarga. La naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales, Thérèse; si la suerte se complace en estorbar este primer plan de las leyes generales, a nosotros nos corresponde corregir sus caprichos y reparar, mediante nuestra habilidad, las usurpaciones del más fuerte. Me gusta oír a la gente rica, a la gente con título, a los magistrados, a los curas, ¡me gusta verles predicarnos la virtud! Es muy difícil asegurarse contra el robo cuando se tiene tres veces más de lo que hace falta para vivir; muy incómodo no concebir jamás el asesinato, cuando se está rodeado de aduladores o de esclavos para quienes nuestras voluntades son leyes; muy penoso, a decir verdad, ser moderado y sobrio, cuando a cada hora se está rodeado de los manjares más suculentos; les cuesta mucho ser sinceros, ¡cuando no tienen ningún interés en mentir!... Pero nosotros, Thérèse, nosotros a quienes esta Providencia bárbara, con la que cometes la locura de convertirla en tu ídolo, ha condenado a arrastrarnos por la humillación como la serpiente por la hierba; nosotros, a los que se nos mira sólo con menosprecio, porque somos pobres; a los que se tiraniza, porque somos débiles; nosotros, cuyos labios sólo prueban la hiel, y cuyos pasos sólo encuentran abrojos, ¡quieres que nos privemos del crimen cuando sólo su mano nos abre la puerta de la vida, nos mantiene en ella, nos conserva en ella, y nos impide perderla! ¡Quieres que perpetuamente sometidos y degradados, mientras la clase que nos domina tiene para sí todos los favores de la Fortuna, nos reservemos sólo la pena, el abatimiento y el dolor, la necesidad y las lágrimas, la deshonra y el cadalso! No, Thérèse, no: o esta Providencia que tú reverencias sólo merece nuestro desprecio, o no son éstas en absoluto sus voluntades. Conócela mejor, hija mía, y convéncete de que si nos pone en situaciones en las que el mal nos resulta necesario, y nos deja al mismo tiempo la posibilidad de ejercerlo, es porque ese mal sirve tanto a sus leyes como el bien, y gana tanto con uno como con el otro. Si nos ha creado a todos en el estado de la igualdad, quien la altera no es más culpable que quien procura restablecerla. Ambos actúan de acuerdo con los impulsos recibidos, ambos deben seguirlos y disfrutar.

Confieso que si alguna vez me sentí perturbada fue por las seducciones de esta mujer astuta, pero una voz, más fuerte que ella, combatía estos sofismas en mi corazón. A ella me rendí y manifesté a la Dubois que estaba decidida a no dejarme corromper jamás.

—¡Bien! —me contestó—, haz lo que quieras. Te abandono a tu mala suerte. Pero si alguna vez te atrapan y te llevan a la horca, destino del que probable mente no podrás escapar, por esa fatalidad que salva inevitablemente al crimen inmolando a la virtud, acuérdate por lo menos de no hablar jamás de nosotros.

Mientras razonábamos así, los cuatro compañeros de la Dubois bebían con el cazador furtivo, y como el vino apresta el alma del malhechor a nuevos crímenes y le hace olvidar los antiguos, al enterarse los malvados de mis resoluciones decidieron convertirme en una víctima, ya que no podían tenerme como cómplice. Sus principios, sus costumbres, el sombrío reducto en que estábamos, la especie de seguridad en la que se creían, su borrachera, mi edad, mi inocencia, todo les estimuló. Se alzan de la mesa, celebran consejo, consultan a la Dubois, actitudes cuyo lúgubre misterio me hace estremecer de horror, y toman el acuerdo de que tengo que prestarme inmediatamente a satisfacer los deseos de los cuatro, de buen grado, o a la fuerza. Si lo hago de buen grado, cada uno de ellos me pagará un escudo para mis propios usos; si tienen que utilizar la violencia, lo harán igual, pero, para que el secreto quede mejor guardado, me apuñalarán después de haberse solazado y me enterrarán al pie de un árbol.

No necesito describirle el efecto que me causó esta cruel proposición, señora, lo comprende fácilmente. Me arrojé a las rodillas de la Dubois, le imploré que fuera por segunda vez mi protectora. La deshonesta criatura sólo se rió de mis lágrimas.