120 días de Sodoma - Marqués de Sade - E-Book

120 días de Sodoma E-Book

Marqués De Sade

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Considerada como su obra más atrevida. 120 días de Sodoma, además de un relato mórbido y perturbador, un manifiesto que desvela la corrupción en la que se convierte el abuso del poder, y aunque está presente en sus demás obras, es en esta donde se aprecia con mayor detalle por la crudeza con la que se aborda. Escrita durante el encarcelamiento del Marqués de Sade en la famosa cárcel de Bastilla, 120 días de Sodoma no vio la luz hasta inicios del siglo XX, ya que estuvo escondida por más de tres generaciones, probablemente incautada al autor junto con otros manuscritos, debido a la reputación de libertino y propenso a los excesos. Esta obra es sin duda una de la lecturas imprescindibles –para Iwan Bloch, considerado el fundador de la ciencia sexual, es una de las obras cumbre de la humanidad– para adentrarse en la psique del ser humano.

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120 días de Sodoma

120 días de Sodoma (1094)Marqués de Sade

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Julio 2021

Imagen de portada: RawpixelTraducción: Ricardo GarcíaProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

Primera parte

Introducción

Segunda parte

Plan

Tercera parte

Primero de enero

Cuarta parte

.

Suplicios como suplemento

Primera parte

Las 150 pasiones simples o de primera clase que comprenden los treinta días de noviembre empleados en la narración de la Duclos, se entremezclan con los acontecimientos escandalosos del Castillo en forma de diario durante el mencionado mes. 

Introducción

Las guerras considerables que Luis xiv tuvo que sostener durante su reinado, agotando el Tesoro del Estado y las facultades del pueblo, encontraron sin embargo el secreto de enriquecer a una enorme cantidad de sanguijuelas siempre al acecho de las calamidades públicas provocándolas en lugar de apaciguarlas, para poder sacar más ventajas. El final de ese reinado, tan sublime por otra parte, es acaso una de las épocas del imperio francés en que se vio el mayor número de estas fortunas oscuras que sólo brillan por un lujo y unas orgías tan secretas como ellas. En las postrimerías de dicho reinado y poco antes de que el regente hubiese tratado a través del famoso tribunal conocido por el nombre de Sala de Justicia de hacer restituir lo mal adquirido por esa tarifa de arrendadores de contribuciones, cuatro de ellos imaginaron la singular orgía de que hablaremos. Sería un error creer que sólo la plebe se había ocupado de esta exacción, puesto que estaba acaudillada por tres grandes señores. El duque de Blangis y su hermano el obispo, que habían hecho inmensas fortunas, son pruebas incontestables de que la nobleza no desdeñaba más que los otros los medios de enriquecerse por este camino. Estos dos ilustres personajes, íntimamente ligados por los placeres y los negocios con el célebre Durcet y el presidente Curval, fueron los primeros que imaginaron la orgía cuya historia narramos, y tras comunicársela a esos dos amigos los cuatro fueron los actores de los famosos desenfrenos.

Desde hacía más de seis años estos cuatro libertinos, unidos por la similitud de sus riquezas y sus gustos, habían imaginado estrechar sus lazos mediante alianzas en las que el desenfreno tenía más parte que cualquier otro de los motivos que generalmente forman estos vínculos. He aquí cuáles habían sido sus arreglos: el duque de Blangis, viudo de tres esposas, de una de las cuales le quedaban dos hijas, habiendo advertido que el presidente Curval mostraba ciertos deseos de casarse con la mayor, a pesar de estar bien enterado de las familiaridades que el padre se había permitido con ella, el duque, digo, imaginó de pronto esta triple alianza.

—Tú quieres a Julie por esposa —dijo a Curval—. Te la doy sin vacilar, pero con una condición: que no te muestres celoso, y que ella, aunque sea tu mujer, siga concediéndome los mismos favores de siempre, y, además, que te unas a mí para convencer a nuestro común amigo Durcet para que me entregue a su hija Constance, la cual ha suscitado en mí los mismos sentimientos que tú experimentas por Julie.

—Pero no ignoras que Durcet es tan libertino como tú... —dijo Curval.

—Sé todo lo que puede saberse —contestó el duque—. ¿Crees que a nuestra edad y con nuestra manera de pensar detienen esas cosas? ¿Crees que yo quiero una mujer para hacerla mi amante? La quiero para que sirva a mis caprichos, para que vele y encubra una infinidad de pequeñas orgías secretas que el manto del matrimonio tapa de maravilla. En una palabra: la quiero como tú quieres a mi hija. ¿Te imaginas que ignoro el fin que persigues y tus deseos?

Nosotros los libertinos tomamos mujeres para que sean nuestras esclavas; su calidad de esposas las hace más sumisas que si fuesen amantes. Tú sabes cómo se aprecia el despotismo en los placeres que gozamos.

En ese momento entró Durcet. Los dos amigos lo pusieron al corriente de la conversación, y el arrendador de contribuciones, encantado por la oportunidad que se le ofrecía de confesar sus sentimientos por Adélaïde, hija del presidente, aceptó al duque como yerno a condición de que él se convirtiera en yerno de Curval. No tardaron en concertarse los tres matrimonios, las dotes fueron inmensas e iguales las cláusulas.

El presidente, tan culpable como sus dos amigos, confesó, sin que esto molestase a Durcet, su pequeño comercio secreto con su propia hija, ante lo cual los tres padres, deseosos de conservar cada uno sus derechos, convinieron, para ampliarlos más aún, en que las tres jóvenes, únicamente ligadas por los bienes y el nombre de sus esposos, pertenecerían, corporalmente, y por igual, a cada uno de ellos, bajo pena de los castigos más severos si infringían alguna de las cláusulas a las que las sujetaban.

En vísperas de concluir el contrato, el obispo, compañero de placeres de los dos amigos de su hermano, propuso que se añadiera una cuarta persona a la alianza, si es que querían dejarlo participar en las otras tres. Esta persona, la segunda hija del duque, y por consiguiente, su sobrina, le pertenecía más de lo que se creía. Había tenido enredos con su cuñada, y los dos hermanos sabían sin lugar a dudas que la existencia de esta joven que se llamaba Aline se debía ciertamente más al obispo que al duque; el obispo, que se había preocupado de Aline desde el día de su nacimiento, no la había visto llegar a la edad de los encantos sin haber querido gozarlos, como es de suponer. Sobre este punto, pues, estaba a la par de sus cofrades y su propuesta comercial tenía el mismo grado de avaricia o de degradación; pero como los atractivos y la juventud de la muchacha superaban los de sus tres compañeras, la proposición fue aceptada sin vacilar. El obispo, como los otros tres, cedió sin dejar de conservar sus derechos. Así, cada uno de nuestros cuatro personajes se convirtió, pues, en marido de cuatro mujeres. Para comodidad del lector, recapitulemos la situación basada en el convenio:

El duque, padre de Julie, se convirtió en el esposo de Constance, hija de Durcet.

Durcet, padre de Constance, se convirtió en el esposo de Adélaïde, hija del presidente.

El presidente, padre de Adélaïde, se convirtió en el esposo de Julie, hija mayor del duque.

El obispo, tío y padre de Aline, se convirtió en el esposo de las otras tres al ceder a Aline a sus amigos, sin renunciar a los derechos que tenía sobre ella.

Estas felices bodas se celebraron en una magnífica propiedad que el duque poseía en el Borbonés, y dejo a los lectores que se imaginen las orgías que se celebraron allí; la necesidad de describir otras nos priva del placer que hubiéramos experimentado pintando éstas.

A su regreso, la asociación de nuestros cuatro amigos se hizo más estable, y como es importante darlos a conocer bien, un pequeño detalle de sus arreglos lúbricos servirá, creo yo, para arrojar luz sobre los caracteres de esos desenfrenados, mientras esperamos el momento de tratarlos por separado para desarrollarlos todavía mejor.

La sociedad disponía de una bolsa común que administraba por turno uno de los miembros durante seis meses, pero los fondos de esta bolsa, que sólo debían emplearse para los placeres, eran inmensos. Su excesiva fortuna les permitía sobre este tema cosas muy singulares y el lector no debe sorprenderse cuando se le diga que había destinados dos millones anuales para atender únicamente a los placeres de la buena mesa y la lujuria.

Cuatro famosas alcahuetas para las mujeres y otros tantos alcahuetes para los hombres se dedicaban por entero a encontrar, en la capital y en las provincias, todo lo que de un modo u otro podía satisfacer su sensualidad. Por regla general hacían juntos cuatro cenas cada semana —en cuatro diferentes casas de campo situadas en los cuatro extremos de París—. En la primera de estas cenas, destinada únicamente a los placeres de sodomía, sólo se admitía a hombres. En ella se veía regularmente a dieciséis jóvenes entre veinte y treinta años cuyas inmensas facultades hacían gozar a nuestros cuatro héroes, en calidad de mujeres, los más sensuales placeres. Eran escogidos exclusivamente por la talla de su miembro, y era casi necesario que ese soberbio miembro fuese de tal magnificencia que nunca hubiese podido penetrar en ninguna mujer. Era una condición esencial. Y como no se escatimaban gastos para la despensa, rara era la vez que no estuviese repleta. Pero con el fin de gozar a la vez de todos los placeres, a estos dieciséis maridos se sumaba el mismo número de donceles mucho más jóvenes y que tenían que cumplir las funciones de mujeres. Estos eran escogidos entre la edad de doce y dieciocho años. Para ser admitidos era necesario poseer una lozanía, un rostro, una gracia, un porte, una inocencia y un candor muy superiores a todo lo que nuestros pinceles podrían pintar. Ninguna mujer podía ser recibida en estas orgías masculinas, donde se realizaba todo lo que Sodoma y Gomorra inventaron de más lujurioso.

La segunda cena estaba consagrada a las muchachas de buen tono que, obligadas a renunciar a su orgulloso lujo y a la insolencia ordinaria de su comportamiento, eran obligadas —debido a las sumas recibidas— a entregarse a los caprichos más irregulares, incluidos los ultrajes, de los libertinos. Por lo regular eran doce, y como París no hubiera podido abastecer, para variar este género con la frecuencia precisa se alternaban estas veladas con otras, donde sólo se admitía el mismo número de damas distinguidas, desde la clase de los procuradores hasta la de los oficiales. Hay más de cuatro o cinco mil mujeres en París que pertenecen a una u otra de estas clases, a las que la necesidad o el lujo obliga a tomar parte en este tipo de fiestas; sólo es cuestión de estar bien servido para encontrar mujeres de éstas, y como nuestros libertinos lo estaban en gran medida, encontraban a menudo maravillas en esta clase singular. Pero por más que se fuese una mujer honrada, era preciso someterse a todo, y el libertinaje que nunca admite límites se enardecía de una manera particular imponiendo horrores e infamias a lo que la naturaleza y las convenciones sociales parecían inclinadas a apartar de tales pruebas. Si se iba allá era necesario hacerlo todo, y como nuestros cuatro miserables tenían todos los gustos del más crapuloso e insigne desenfreno, este consentimiento esencial a sus deseos no era poca cosa.

La tercera cena estaba destinada a los seres más viles y mancillados que puedan existir. A quien conoce las desviaciones del desenfreno este refinamiento le parecerá algo muy sencillo: resulta muy voluptuoso revolcarse, por decirlo así, en la basura con seres de esta clase; en ella se encuentra el abandono más completo, la más monstruosa crápula, el envilecimiento más completo, y estos placeres, comparados con los que se gozaron la víspera o con las criaturas distinguidas que nos los proporcionaron, hacen más picantes uno y otro exceso. En este caso, como la orgía era más completa, nada se había olvidado para hacerla más numerosa y excitante. Tomaban parte, durante seis horas, unas cien putas, y muy a menudo no todas las cien salían enteras. Pero no nos anticipemos; estos refinamientos tienen detalles de los que no podemos ocuparnos aún.

La cuarta cena estaba reservada a las vírgenes, cuya edad oscilaba entre los siete y los quince años. Su condición daba lo mismo; sólo se trataba de su rostro, que tenía que ser encantador, y en cuanto a la seguridad de sus primicias era necesario que éstas fuesen auténticas.

¡Increíble refinamiento del libertinaje! No se trataba de que ellos deseasen ciertamente coger todas aquellas rosas. ¿Cómo hubieran podido hacerlo si ellas eran ofrecidas siempre en número de veinte, y si de nuestros cuatro libertinos solamente dos se encontraban en estado de poder entregarse al acto de que se trata, y uno de los otros dos, el arrendador de contribuciones, no experimentaba ninguna erección y el obispo no podía en absoluto gozar más que de una manera susceptible, hago la precisión, de deshonrar a una virgen pero que la dejaba siempre entera? No importa.

Era necesario que las veinte primicias estuvieran allí, y las que no resultaban perjudicadas por ellos se convertían ante ellos en presa de ciertos criados tan libertinos como sus amos y que siempre tenían cerca por más de una razón.

Independientemente de estas cuatro cenas, había todos los viernes una secreta y particular, mucho menos numerosa que las otras cuatro, aunque tal vez infinitamente más cara. A dicha cena sólo se admitían cuatro señoritas de alcurnia, raptadas de casa de sus padres a fuerza de engaños y de dinero. Las mujeres de nuestros libertinos participaban casi siempre en esta orgía, y su extrema sumisión, sus cuidados, sus servicios, la hacían siempre más excitante. En cuanto a la comida de estas cenas, es inútil decir que era tan abundante como exquisita. Ninguna de aquellas cenas costaba menos de diez mil francos y se acumulaba allí todo lo que Francia y el extranjero pueden ofrecer de más raro y exquisito.

Los vinos y los licores eran de primera calidad y abundantes; las frutas de todas las estaciones se encontraban allí hasta en invierno. Se puede asegurar, en una palabra, que la mesa del primer monarca de la Tierra no estaba servida con tanto lujo y magnificencia.

Volvamos ahora sobre nuestros pasos y pintemos lo mejor que nos sea posible, para el lector, a cada uno de estos cuatro personajes, no embelleciéndolos para seducir o cautivar, sino con los mismos pinceles de la naturaleza, la cual, a pesar de todo su desorden, es a menudo sublime, incluso cuando más se deprava. Porque, osemos decirlo de paso, si el crimen carece de esa clase de delicadeza que se encuentra en la virtud, ¿no tiene continuamente un carácter de grandeza y de sublimidad que lo hace superior siempre a los atractivos monótonos y afeminados de la virtud? Nos hablarán ustedes de la utilidad del uno y de la otra. ¿Pero es que nos incumbe escrutar las leyes de la naturaleza y debemos decidir nosotros si el vicio, siéndole tan necesario como la virtud, no nos inspira quizás en igual proporción la inclinación hacia uno u otra en razón de sus necesidades? Pero prosigamos.

El duque de Blangis, dueño a los dieciocho años de una fortuna ya inmensa, la cual se acrecentó después por las rentas que percibió, sufrió todos los numerosos inconvenientes que surgen en torno de un joven rico, con influencia, y que no se niega nada; casi siempre en tal caso la medida de las fuerzas se convierte en la de los vicios, y uno se contiene tanto menos cuanto mayores son las facilidades de procurarse todo. Si el duque hubiese recibido de la naturaleza algunas cualidades primitivas, tal vez éstas hubiesen equilibrado los peligros de su posición, pero esta madre extravagante que parece a veces entenderse con la fortuna para que ésta favorezca todos los vicios que da a ciertos seres de los cuales espera cuidados muy diferentes de los que la virtud supone, y esto porque ella necesita tanto éstas como aquéllos, la naturaleza, digo, al destinar a Blangis una riqueza inmensa, le había precisamente ofrecido también todos los impulsos, todas las inspiraciones necesarias para abusar de su fortuna. Con un espíritu muy negro y perverso, le había dado el alma más vil y más dura, acompañada de los desórdenes en los gustos y los caprichos de donde nacía el espantoso libertinaje al que el duque se sentía tan singularmente inclinado. Había nacido falso, duro, imperioso, bárbaro, egoísta, tan pródigo para sus placeres como avaro cuando se trataba de ser útil, mentiroso, glotón, borracho, cobarde, sodomita, incestuoso, asesino, incendiario, ladrón, y ni una sola virtud compensaba tantos vicios. ¡Qué digo!: no solamente no respetaba ninguna, sino que todas las virtudes le causaban horror, y a menudo se le oía decir que un hombre, para ser verdaderamente feliz en este mundo, no sólo debería entregarse a todos los vicios, sino además no permitirse nunca ninguna virtud, y que no se trataba solamente de obrar mal siempre, sino también de no hacer nunca el bien.

El duque decía:“ Hay mucha gente que sólo se entrega al mal cuando es impulsada por sus pasiones; una vez recobrados de sus extravíos, sus almas regresan tranquilamente a los caminos de la virtud y pasan sus vidas de combates en errores y de errores en remordimientos sin que sea posible afirmar qué papel han representado en la Tierra”. Tales seres, continuaba, “deben ser desgraciados: siempre flotantes, siempre indecisos. Su vida transcurre odiando por la mañana lo que han hecho por la noche. Muy seguros de arrepentirse de los placeres que disfrutan se estremecen al permitírselos, de manera que se convierten a la vez en virtuosos en el crimen y criminales en la virtud. Mi carácter, más firme —añadía nuestro héroe—, no se desmentirá nunca de esta manera: no dudo nunca en mis decisiones, y como siempre estoy seguro de hallar el placer en lo que hago, jamás el arrepentimiento mella lo que me atrae. Inmutable en mis principios, porque me formé sólidamente en ellos desde mis años mozos, obro siempre de acuerdo con ellos. Por ellos he conocido el vacío y la nada de la virtud; la odio, y nunca caeré en ella. Mis principios me han convencido de que el vicio está hecho para que el hombre experimente esa vibración moral y física que es la fuente de las más deliciosas voluptuosidades, a las que me entrego. Desde el inicio me coloqué por encima de las quimeras de la religión, convencido de que la existencia del creador es un escandaloso absurdo en el que ni siquiera los niños creen. Ni siquiera necesito forzar mis inclinaciones para complacerlas. He recibido de la naturaleza estas inclinaciones, y no quiero irritarla frenándolas: si la naturaleza me las ha concedido malas es porque eran necesarias para sus designios. Yo sólo soy en sus manos una máquina que ella hace funcionar a placer, y ni uno solo de mis crímenes deja de servirle; cuantos más crímenes me aconseja, más necesita, y sería yo un necio si me opusiera a ella. Por lo tanto, sólo tengo contra mí a las leyes, pero las desafío. Mi oro y mi influencia me ponen por encima de esos azotes vulgares que sólo deben golpear al pueblo.”

Si se le objetaba al duque que en todos los hombres existen ideas acerca de lo justo y lo injusto que no podían ser más que fruto de la naturaleza, porque se encontraban también en todos los pueblos, hasta en los que no estaban civilizados, contestaba que estas ideas eran siempre relativas; que el más fuerte encontraba siempre muy justo lo que el débil consideraba como injusto y que si se les cambiaba de lugar ambos, al mismo tiempo, cambiarían igualmente de manera de pensar, de donde concluía que lo único realmente justo era lo que causaba placer e injusto lo que causaba aflicción; que en el momento en que tomaba cien luises del bolsillo de un hombre, realizaba una cosa muy justa para él, aunque el hombre robado la considerase todo lo contrario; que todas estas ideas, por ser arbitrarias, servían para encadenar a los tontos. Mediante estos razonamientos el duque justificaba todos sus desafueros y, como tenía mucho ingenio, sus argumentos parecían decisivos. Adecuando, pues, su conducta a su filosofía, el duque, desde su mocedad, se había abandonado sin freno a los extravíos más vergonzosos y extraordinarios. Su padre, que había muerto joven, lo había dejado, como he dicho, dueño de una fortuna inmensa, pero había puesto una cláusula en su testamento en virtud de la cual el joven dejaría gozar a su madre, mientras viviera, de una gran parte de dicha fortuna. Tal condición disgustó pronto a Blangis, y como criminal consideró que sólo el veneno podía ayudarlo, así que decidió emplearlo inmediatamente. Pero como el bribón comenzaba entonces la carrera del vicio, no se atrevió a obrar personalmente: encargó a una de sus hermanas, con la que mantenía relaciones criminales, la ejecución del envenenamiento, dándole a entender que si tenía éxito le entregaría parte de la fortuna que él recibiría como consecuencia de la muerte de la madre. Pero la joven se horrorizó ante tal proyecto, y el duque, viendo que su secreto mal confiado podía traicionarlo, decidió al punto de añadir a su víctima a la que había querido hacer su cómplice; las llevó a una de sus heredades, de donde las dos desgraciadas mujeres no regresaron nunca. Nada alienta tanto como un primer crimen impune. Después de esta prueba, el duque rompió todos sus frenos. En cuanto alguien oponía a sus deseos el más ligero obstáculo, el veneno era empleado inmediatamente. De los asesinatos necesarios pasó pronto a los de la voluptuosidad: concibió esta desgraciada perversión que nos hace encontrar placer en los males de los demás; se dio cuenta de que una conmoción violenta impuesta a un adversario cualquiera proporciona al conjunto de nuestros nervios una vibración cuyo efecto, al irritar los espíritus animales que circulan en la concavidad de dichos nervios, los obliga a presionar los nervios erectores y a producir, tras esta sacudida, lo que se llama una sensación lúbrica. En consecuencia, empezó a cometer robos y asesinatos, teniendo como único principio el desenfreno y el libertinaje, de la misma manera que otro, para acrecentar estas mismas pasiones, se contenta con ir a una casa pública. A los veintitrés años, junto con tres de sus compañeros de vicio, a los cuales había inculcado su filosofía, decidió detener una diligencia en pleno camino real, violar tanto a las mujeres como a los hombres, asesinarlos después, apoderarse del dinero del que no tenían ninguna necesidad y encontrarse los tres, aquella misma noche, en un baile de la ópera a fin de tener una coartada. Este crimen fue cometido: dos encantadoras señoritas fueron violadas y asesinadas en los brazos de su madre, y a eso puede añadirse muchos otros horrores, pero nadie sospechó nada. Cansado de una esposa encantadora que su padre le había dado antes de morir, el joven Blangis no tardó en mandarla a hacer compañía a los manes de su madre, de su hermana y de sus otras víctimas, y esto para poder casarse con una doncella muy rica, pero públicamente deshonrada, y que él sabía bien que era la amante de su hermano. Era la madre de Aline, una de las protagonistas de nuestra novela, de la cual se ha hablado antes.

Esta segunda esposa, pronto sacrificada como la primera, dio paso a una tercera, que poco después también corrió la misma suerte que la segunda. Se decía que era su corpulencia lo que mataba a todas sus mujeres, y como su gigantismo era exacto en todos sus puntos, el duque dejaba que se propagara un rumor que velaba la verdad. Aquel coloso horrible daba la impresión, en efecto, de Hércules o de un centauro: el duque tenía una estatura de cinco pies y once pulgadas, miembros de gran fuerza y energía, articulaciones dotadas de tremendo vigor, nervios elásticos. Añádase a esto un rostro viril y fiero, grandes ojos negros, hermosas cejas oscuras, nariz aquilina, hermosos dientes, un aspecto de salud y frescura, robustos hombros, anchas espaldas, aunque bien torneadas, bellas caderas, nalgas soberbias, las más hermosas piernas del mundo, un temperamento de hierro, una fuerza de caballo y el miembro de un verdadero mulo, sorprendentemente velludo, dotado de la facultad de lanzar su esperma tantas veces como quisiera en un día, incluso a la edad de cincuenta años, que era los que tenía a la sazón; una erección casi continua de dicho miembro cuyo tamaño era de ocho pulgadas de circunferencia por doce de largo, y tendremos el verdadero retrato del duque de Blangis.

Pero si esta obra maestra de la naturaleza era violento en sus deseos, ¿en qué se convertía, Dios mío, cuando la embriaguez de la voluptuosidad hacía presa en él? No era un hombre, sino un tigre furioso. ¡Desgraciado aquel que entonces servía a sus pasiones! Gritos espantosos, blasfemias atroces salían de su pecho hinchado, sus ojos llameaban, su boca soltaba espuma, relinchaba, se lo podía tomar por el dios de la lubricidad. Fuese cual fuese su manera de gozar entonces, sus manos necesariamente no sabían lo que hacían, y se le había visto más de una vez estrangular a una mujer en el momento de su pérfida descarga. Vuelto en sí, la despreocupación más completa sobre las infamias que acababa de permitirse tomaba pronto el lugar de su extravío, y de esta indiferencia, de esta especie de apatía, nacían casi inmediatamente nuevas chispas de voluptuosidad.

En su juventud el duque había llegado a descargar su miembro dieciocho veces en un mismo día, sin que se lo viera más agotado la última vez que la primera. Siete u ocho veces seguidas no lo asustaban, a pesar de haber cumplido el medio siglo. Desde hacía casi veinticinco años se había habituado a la sodomía pasiva, cuyos ataques sostenía con el mismo vigor con que los devolvía activamente, un momento después, él mismo, cuando le gustaba cambiar de papel. En una apuesta había soportado hasta cincuenta y cinco asaltos en un día. Dotado, como hemos dicho, de una fuerza prodigiosa, le bastaba una mano para violar a una muchacha, cosa que había hecho varias veces. Un día apostó que ahogaría a un caballo entre sus piernas, y el animal reventó en el momento que el duque había indicado.

Sus excesos en la mesa superaban, si ello es posible, los de la cama. La cantidad de víveres que tragaba era casi inconcebible. Hacía regularmente tres comidas al día, tan copiosas como largas, regadas con diez botellas de vino de Borgoña; había llegado a beberse treinta y estaba dispuesto a apostar contra cualquiera que llegaría hasta cincuenta, pero su embriaguez cobraba el cariz de sus pasiones: cuando los licores o los vinos le subían a la cabeza se ponía tan furioso que era preciso amarrarlo. Y con todo eso, quién lo hubiera dicho, de tal modo es verdad que el alma responde muy mal a las disposiciones corporales, un niño resuelto hubiera espantado a aquel coloso, porque cuando para deshacerse de su enemigo no podía emplear sus trampas o la traición se convertía en un ser tímido y cobarde, y la idea del combate menos peligroso incluso en igualdad de fuerzas lo hubieran hecho huir hasta el fin del mundo. Sin embargo, como era costumbre, había intervenido en una o dos campañas militares, con tan poca honra que había tenido que abandonar el servicio. Sosteniendo su bajeza con tanto ingenio como descaro, pretendía altaneramente que siendo la cobardía un deseo de conservarse era perfectamente imposible que la gente sensata la considerase como un defecto.

Conservando absolutamente los mismos rasgos morales y adaptándolos a una existencia física infinitamente inferior a la que acaba de ser trazada, tendremos el retrato del obispo. hermano del duque de Blangis. La misma negrura de alma, la misma inclinación al crimen, el mismo desprecio por la religión, el mismo ateísmo, la misma bellaquería, el espíritu más flojo y sin embargo más hábil y artero en perder a sus víctimas, pero con un talle más esbelto y ligero, un cuerpo canijo, de salud vacilante, nervios delicados, un refinamiento mayor en los placeres, facultades mediocres, un miembro muy común, incluso pequeño, pero manejado con tanta habilidad y eyaculando siempre tan poco que su imaginación continuamente distorsionada lo hacía susceptible, como en el caso de su hermano, de gozar del placer con tanta frecuencia como éste. Por otra parte, sus sensaciones eran de tal finura, sus nervios se excitaban hasta tal extremo, que a menudo se desmayaba en el instante de su descarga y casi siempre perdía el conocimiento.

Tenía cuarenta y cinco años, cara de rasgos delicados, muy bellos ojos, pero una boca perversa y dientes podridos; cuerpo blanco y sin vello, trasero pequeño y bien formado y un miembro de cinco pulgadas de circunferencia, por seis de largo. Idólatra de la sodomía, tanto la activa como la pasiva, y más de ésta que de aquélla, se pasaba la vida haciéndose dar por el culo, y este placer, que nunca exige un gran consumo de fuerza, se acomodaba con lo menguado de sus medios. Más adelante hablaremos de sus otros gustos. Respecto de los placeres de la mesa, los llevaba casi tan lejos como su hermano, pero ponía en ellos un poco más de sensualidad. Monseñor, tan infame como su hermano mayor, tenía por otra parte ciertos rasgos que lo ponían al mismo nivel sin duda que las célebres hazañas del héroe que acabamos de pintar. Nos contentaremos con citar una, que bastará para que el lector vea de qué podía ser capaz tal hombre, y lo que sabía y podía realizar habiendo hecho lo siguiente:

Uno de sus amigos, hombre muy rico, había tenido en otro tiempo amores con una hija de buena familia con la que había procreado dos hijos, un niño y una niña. Sin embargo, nunca había podido casarse con ella, y la muchacha se casó con otro. El amante de esta desgraciada murió joven, pero dueño de una inmensa fortuna; sin parientes por los que sintiera afecto, decidió dejar sus bienes a los dos desgraciados frutos de sus amores.

En el lecho de muerte, confió su proyecto al obispo y le entregó las dos grandes dotes, que puso en dos carteras iguales, encomendándole la educación de los dos huérfanos y le pidió que entregase a cada uno de ellos lo que le correspondía cuando fueran mayores de edad. Al mismo tiempo, pidió al prelado que manejara los fondos de sus pupilos para que su fortuna se doblara. Le testimonió al mismo tiempo que deseaba que la madre ignorase siempre lo que hacía por sus hijos, y exigía que nunca se hablase del asunto con ella.

Tomadas estas disposiciones, el moribundo cerró los ojos, y monseñor se vio dueño de cerca de un millón en billetes de banco y de dos niños. El miserable no dudó mucho en tomar su partido: el moribundo sólo había hablado con él, la madre debía ignorarlo todo, los hijos sólo tenían cuatro o cinco años. Hizo público que su amigo, antes de morir, había dejado sus bienes a los pobres, y desde ese mismo momento el infame se apoderó de ellos. Pero no era bastante arruinar a los dos infelices niños: el obispo, que nunca cometía un crimen sin maquinar otro inmediatamente, hizo retirar, con el consentimiento de su amigo, a estos niños de la oscura pensión donde eran educados y los colocó en casa de personas de su confianza, decidido a convertirlos pronto en víctimas de sus pérfidas voluptuosidades. Cuidó de ellos hasta que llegaron a la edad de trece años. El primero que los cumplió fue el muchacho; se sirvió de él, lo sometió a todas sus orgías, y como era muy guapo se divirtió con él durante unos ocho días. Pero la chiquilla no tuvo tanto éxito: llegó siendo fea a la edad prescrita, sin que nada detuviera sin embargo al lúbrico furor de nuestro canalla. Satisfechos sus deseos, temió que si dejaba vivir a aquellos muchachos descubriesen algo del secreto que los involucraba. Los condujo, pues, a una finca de su hermano, y convencido de encontrar en un nuevo crimen las chispas de lubricidad que el placer acababa de hacerle perder, inmoló a los dos a sus pasiones feroces y acompañó su muerte con episodios tan picantes y tan crueles que su voluptuosidad renació en el seno de los tormentos a los que los sometió. El secreto es desgraciadamente demasiado seguro, y no hay libertino anclado en el vicio que no sepa en qué medida el asesinato influye en los sentidos y en qué medida determina una descarga voluptuosa. Esta es una verdad que el lector debe asimilar antes de emprender la lectura de una obra que tiene que desarrollar tal sistema.

Tranquilo, después de perpetrados sus crímenes, monseñor regresó a París dispuesto a gozar del fruto de sus fechorías, y sin el menor remordimiento por haber traicionado las intenciones de un hombre incapaz, por su situación, de experimentar ni pena ni placeres.

El presidente Curval era el decano de la sociedad. De sesenta años de edad y singularmente gastado por el desenfreno, parecía un esqueleto. Era alto, enjuto, delgado, de ojos azules de apagado mirar, boca lívida y malsana, mentón saliente y nariz larga. Cubierto de vello como un sátiro, de espalda recta y nalgas blandas y colgantes, que parecían dos sucios paños de cocina oscilando encima de sus muslos, cuya piel aparecía magullada a fuerza de latigazos y tan curtida que no notaba cuando se la pellizcaban. En medio de todo esto se apreciaba, sin que tuviera que separarse la carne, un orificio inmenso cuyo enorme diámetro, olor y color le hacían parecer más un catalejo que el agujero de un culo. Y, para colmo, formaba parte de los hábitos de este puerco de Sodoma dejar siempre esta parte de su cuerpo en tal estado de suciedad que siempre mostraba alrededor del ano un redondel de porquería de dos pulgadas de espesor. En la parte inferior del vientre, tan arrugado como lívido y fofo, se veía en un bosque de pelos un instrumento que, en estado de erección, podía tener unas ocho pulgadas de largo por siete de circunferencia; pero dicho estado era muy raro y era necesaria toda una serie de circunstancias furiosas para lograr que se irguiera. Sin embargo, tenía aún erecciones por lo menos dos o tres veces por semana, y el presidente entonces enfilaba indistintamente todos los agujeros, aunque el del trasero de un joven era el que más le gustaba. El presidente se había hecho circuncidar, de modo que la cabeza de su miembro no estaba nunca cubierta, ceremonia que facilitaba mucho el placer y a la cual todas las personas voluptuosas deberían someterse. Aunque dicha ceremonia tiene como objetivo mantener esta parte limpia, en el caso de Curval no era así: tan sucia como la otra, aquella cabeza pelona, naturalmente grande, resultaba por lo menos una pulgada más ancha que la circunferencia del miembro. Igualmente sucio en toda su persona, el presidente, que a esto añadía inclinaciones tan cochinas como su persona, era un personaje tan apestoso que acercarse a él no podía agradar a todo el mundo. Pero sus compinches no eran gente susceptible de escandalizarse por tan poca cosa y no le hablaban de ello. Pocos hombres había habido tan listos y desenfrenados como el presidente, pero completamente hastiado, absolutamente embrutecido, sólo le quedaban ya la depravación y la crápula del libertinaje.

Se necesitaban más de tres horas de excesos, y de excesos de los más infames, para obtener de él un cosquilleo voluptuoso. En cuanto a la eyaculación, aunque tuviera lugar más a menudo que la erección, y casi una vez cada día, era difícil obtenerla o se lograba efectuando cosas tan singulares y a menudo tan crueles o sucias, que con frecuencia los agentes de su placer renunciaban a ello, lo que suscitaba en él una especie de cólera lúbrica que a veces surtía mejores efectos que los anteriores esfuerzos. Curval se encontraba tan hundido en el lodazal del vicio y del libertinaje, que le hubiera resultado imposible hablar de otra cosa.

Tanto a flor de labios como en el corazón siempre tenía las más soeces expresiones, que entremezclaba con rudas blasfemias e imprecaciones surgidas del verdadero horror que experimentaba, como sus compañeros, por todo lo que se refería a la religión. Este desorden del espíritu, acrecentado aún más por la embriaguez casi continua en la que le gustaba sentirse, le daba desde hacía algunos años un aire de imbecilidad y de embrutecimiento que, según afirmaba, le era muy agradable.

Tan glotón como borracho, era el único que podía competir con el duque, y a lo largo de esta historia lo veremos realizar proezas que asombrarán sin duda a nuestros famosos comedores.

Desde hacía diez años, Curval no ejercía su cargo, no solamente porque estuviera incapacitado para ello: aunque hubiese podido desempeñarlo, creo que le habrían rogado que se abstuviera de ello toda la vida.

Curval había llevado una vida muy libertina. Todos los extravíos le eran familiares, y quienes lo conocían particularmente sospechaban que debía a dos o tres asesinatos execrables la inmensa fortuna que poseía. Sea lo que fuere, es muy verosímil para la historia que sigue que esta especie de exceso tenía el arte de conmoverlo intensamente, y fue a causa de esta aventura que, desgraciadamente, tuvo poca repercusión, por lo que fue excluido de la Corte. Vamos a contarla para dar al lector una idea de su carácter:

Cerca del palacio de Curval vivía un pobre mozo de cuerda, padre de una bella muchacha, que cometía la ridiculez de ser un hombre dotado de sentimientos. Más de veinte veces mensajes de todas clases habían tratado de corromper a aquel infeliz y a su mujer con proposiciones relativas a su hija, sin poder doblegarlos, y Curval, inspirador de aquellas embajadas, irritado por los continuos rechazos, no sabía qué hacer para gozar de la muchacha y para someterla a sus libidinosos caprichos. Pero al final decidió simplemente hundir al padre con el objetivo de poder llevar a la hija a su cama. El medio fue tan bien concebido como ejecutado. Dos o tres bribones pagados por el presidente maquinaron el asunto, y antes de que terminara el mes el desgraciado mozo de cuerda se vio envuelto en un crimen imaginario supuesta mente cometido ante la puerta de su casa y que lo condujo pronto a los calabozos de la Conciergerie. El presidente, como podemos suponer, se encargó enseguida de este asunto, y como no tenía deseos de que el caso se alargara, en tres días, gracias a sus bribonadas y a su dinero, el infortunado hombre fue condenado al suplicio de la rueda, sin que hubiese cometido otro crimen que el de defender su honor y el de su hija.

Tras esto, el asedio volvió a empezar. Se habló con la madre, se le hizo ver que en sus manos estaba la suerte de su marido, que si satisfacía al presidente era seguro que evitaba la terrible suerte que a él le esperaba. Ya no era posible dudar. La mujer fue a aconsejarse; se sabía perfectamente a quién acudiría, y como los consejeros habían sido comprados contestaron de inmediato que no había tiempo que perder. Llorando, la desgraciada mujer lleva por sí misma su hija a los pies del juez; éste promete todo lo que se le pide, pero en realidad estaba muy lejos de cumplir su palabra. No solamente temía que el marido puesto en libertad armase ruido al advertir a qué precio había sido salvado, sino que el canalla experimentaba un placer más agudo haciéndose entregar lo que deseaba sin dar nada a cambio.

Sobre todo esto se habían ofrecido a su espíritu episodios de maldad que aumentaban su pérfida lubricidad. Y he aquí lo que maquinó para poner a escena toda la infamia y la excitación que pudo:

Su palacio se encontraba delante de un lugar donde a veces se ejecutaba a criminales en París, y como el delito se había cometido en aquel barrio consiguió que la ejecución tuviese lugar sobre la plaza en cuestión. A la hora indicada, hizo que la madre y la hija se encontrasen en palacio. Todo estaba bien cerrado por el lado de la plaza, de modo que en los aposentos donde tenía a sus víctimas no se veía nada de lo que estaba a punto de suceder. El canalla, que sabía la hora exacta de la ejecución, escogió aquel momento para desflorar a la muchacha en los brazos de su madre. Todo fue dispuesto con tanta habilidad y precisión que el miserable eyaculaba en el culo de la doncella en el momento en que el padre expiraba.

Tras haber terminado, dijo a sus dos doncellas, abriendo una ventana que daba a la plaza:

“Venid a ver... Venid a ver cómo he cumplido mi palabra.”

Y las dos desgraciadas vieron, una de ellas a su padre y la otra a su marido, expirando bajo el hierro del verdugo. Ambas cayeron desmayadas, pero Curval lo había previsto todo.

Este desmayo era su agonía: ambas fueron envenenadas y nunca volvieron a abrir los ojos.

Por más que se cuidó de envolver este crimen, en las sombras del más profundo misterio algo trascendió: se ignoró la muerte de las dos mujeres, pero se sospechó vivamente de prevaricación en el asunto del marido. El motivo fue a medias conocido, y el resultado de todo ello fue su retiro. Desde aquel momento, Curval, sin necesidad ya de guardar el decoro, se precipitó en un nuevo océano de errores y crímenes. Se hizo buscar víctimas por todas partes para inmolarlas a la perversidad de sus gustos. Por un refinamiento de crueldad atroz, y sin embargo fácil de comprender, la clase del infortunio era la preferida para lanzar los efectos de su pérfida rabia. Tenía algunas mujeres que le buscaban noche y día, en las buhardillas y zahúrdas, todo lo más desvalido que la miseria podía ofrecer, y bajo el pretexto de socorrer las envenenaba, lo que era uno de sus pasatiempos favoritos, o bien las atraía a su casa y las inmolaba él mismo bajo la perversidad de sus gustos. Hombres, mujeres, niños, todo era bueno para su pérfida rabia, y cometía excesos que lo hubieran podido llevar mil veces al cadalso si su nombre y su oro no lo hubiesen evitado. Fácil es comprender que un ser así se hallaba tan apartado de la religión como sus compañeros; la detestaba sin duda tan soberanamente como ellos, pero había hecho más para extirparla de los corazones, aprovechándose del ingenio que poseía para escribir contra ella: era el autor de varias obras cuyos efectos habían sido prodigiosos, y estos éxitos, que recordaba continuamente, eran una de sus más caras voluptuosidades.

Cuanto más multiplicamos los objetos de nuestros goces... (1).

(a)... los débiles años de la infancia.

(b) Durcet tiene cincuenta y tres años, es bajo, gordo y robusto, rostro agradable y fresco, la piel muy blanca, todo el cuerpo y principalmente las caderas y las nalgas, completamente como de una mujer, su culo es rozagante, firme y rollizo, pero excesivamente abierto por el hábito de la sodomía. Su miembro es extraordinariamente pequeño, apenas tiene dos pulgadas de circunferencia por cuatro de largo; nunca se empalma, sus descargas son escasas y penosas, poco abundantes y siempre precedidas de espasmos que lo ponen en un estado de furor que lo lleva al crimen. Tiene senos como una mujer, una voz dulce y agradable y es muy honrado en sociedad, aunque tenga una cabeza tan depravada como la de sus amigos. Compañero de escuela del duque, todavía se divierten juntos diariamente. Uno de los grandes placeres de Durcet consiste en hacerse cosquillear el ano por el enorme miembro del duque.

Tales son, en una palabra, querido lector, los cuatro criminales con los cuales voy a hacerte pasar algunos meses. Te los he descrito lo mejor que he podido para que los conozcas a fondo y para que nada te asombre en el relato de sus diferentes extravíos. Me ha sido imposible entrar en el detalle particular de sus gustos, porque al relatarlos hubiera perjudicado el interés de la obra y a su plan principal. Pero a medida que el relato avance, no habrá más que seguirlos con atención y se descubrirán más fácilmente sus pecados habituales y la clase de manía voluptuosa que más le agrada a cada uno. Todo lo que ahora puede decirse, grosso modo, es que eran generalmente susceptibles al placer de la sodomía, que los cuatro se hacían encular regularmente e idolatraban los culos.

(1) Colóquese aquí el retrato de Durcet que se encuentra en el cuaderno 18, encuadernado en rosa, y después de haber terminado este retrato con las palabras de los 12 cuadernos... (a), prosígase así (b):

El duque, sin embargo, debido a su gran corpulencia y más bien, sin duda, por crueldad que por gusto, jodía también coños con el mayor placer.

El presidente también lo hacía a veces, pero más raramente.

En cuanto al obispo, los detestaba tan soberanamente que su sola presencia lo habría desempalmado por seis meses. Sólo había jodido uno en su vida, el de su cuñada, y con la intención de tener un hijo que pudiese procurarle un día los placeres del incesto. Ya hemos visto cómo logró sus propósitos.

Respecto de Durcet, idolatraba el culo por lo menos con tanto ardor como el obispo, pero gozaba de él de una manera más accesoria; sus ataques favoritos se dirigían contra un tercer templo. Más adelante nos será descifrado este misterio. Terminemos con los retratos esenciales para la comprensión de esta obra y demos ahora a los lectores una idea de las cuatro esposas de estos respetables maridos.

¡Qué contraste! Constance, la esposa del duque e hija de Durcet, era una mujer alta, delgada, digna de ser pintada, y formada como si las gracias se hubiesen complacido en embellecerla, pero la elegancia de su talle no superaba en nada a su frescor. Era rolliza, y las formas más deliciosas, que se ofrecían bajo una piel más blanca que los lirios, suscitaban la idea de que el mismo amor se había tomado la molestia de moldearla. Su rostro era un poco alargado, de rasgos extraordinariamente nobles, con más majestad que gentileza y más autoridad que finura. Sus ojos eran grandes, negros, y llenos de fuego; su boca, extremadamente pequeña y adornada con los más hermosos dientes que se pudiese sospechar. Tenía la lengua delgada, estrecha, de un bello color rojo, y su aliento era más dulce que el olor de las rosas. Sus senos eran rotundos, firmes y blancos como el alabastro, sus flancos descendían deliciosamente hasta el culo más artísticamente formado que la naturaleza había producido desde hacía mucho tiempo. Era completamente redondo, no muy grande pero firme, blanco, rollizo, y sólo se entreabría para ofrecer el agujerito más limpio, más gracioso y más delicado. Un leve matiz rosado coloreaba este culo, encantador asilo de los más dulces placeres de la lubricidad. Pero, ¡gran Dios!, ¡cuán poco tiempo conservó tantos atractivos! Cuatro o cinco ataques del duque marchitaron pronto todas las gracias, y Constance, después de su matrimonio, pronto no fue más que la imagen de un hermoso lirio que la tempestad acaba de tronchar. Dos muslos redondos y perfectamente moldeados sostenían otro templo menos delicioso sin duda, pero que ofrecía al partidario de éste tantos atractivos que sería inútil que mi pluma tratara de pintarlos. Constance era más o menos virgen cuando el duque se casó con ella, y su padre, el único hombre que ella había conocido, la había dejado, como se ha dicho, perfectamente entera por ese lado. Los más hermosos cabellos negros que caían en bucles naturales por encima de sus hombros y, cuando se quería, llegaban hasta el lindo vello del mismo color que sombreaba ese coñito voluptuoso, se convertían en un nuevo adorno que hubiera hecho mal en omitir, y acababa de prestar a aquella criatura angelical, que debía tener unos veintidós años, todos los encantos que la naturaleza puede prodigar a una mujer. A todos sus atractivos Constance añadía un espíritu justo, agradable y más elevado de lo que podía esperarse de la triste situación en que la había colocado la suerte y cuyo horror ella sentía completamente, y con una sensibilidad menos delicada hubiera sido sin duda más feliz.

Durcet, que la había educado más como una cortesana que como una hija, y que sólo se había preocupado por darle más buenas maneras que moralidad, no había podido sin embargo, destruir en su corazón los principios de honradez y virtud con que la naturaleza la había dotado. No tenía religión, nunca se le había hablado de ella, jamás se le había permitido que la practicase, pero todo esto no había apagado en ella ese pudor, esa modestia natural que es independiente de las quimeras religiosas y que, en un alma honesta y sensible, difícilmente se desvanecen. No había abandonado nunca la casa de su padre, pese a que el miserable la había utilizado para sus crapulosos placeres desde la edad de doce años. Ella encontró mucha diferencia en los placeres que el duque gozaba con ella, su físico se alteró sensiblemente a causa de ello, y al día siguiente de haber sido desvirgada sodomíticamente por el duque cayó gravemente enferma. Creyóse que el recto había sido absolutamente perforado, pero su juventud, su salud y el efecto de algunos medicamentos devolvieron pronto al duque el uso de esta vía prohibida, y la desgraciada Constance, obligada a habituarse a este suplicio diario, y que no era el único, se restableció completamente y se acostumbró a todo.

Adélaïde, mujer de Durcet e hija del presidente, era quizás una belleza superior a Constance, pero de un tipo completamente distinto. Tenía veinte años, bajita, delgada, fina y frágil, hecha para ser pintada, y con los más hermosos cabellos rubios que puedan verse. Un aire de interés y sensibilidad envolvía toda su persona, especialmente en los rasgos de su cara; le daba el aspecto de una heroína de novela. Sus ojos, extraordinariamente grandes, eran azules y expresaban a la vez ternura y decencia. Dos largas y finas cejas, regularmente trazadas, adornaban una frente poco elevada pero de una nobleza y un atractivo tal que era el templo del pudor mismo. Su nariz estrecha, un poco apretada en la parte superior, descendía insensiblemente en una forma semiaquilina. Sus labios eran delgados y de un color rojo vivo, y su boca, un poco grande, era el único defecto de su celeste rostro; sólo se abría para dejar ver treinta y dos perlas que la naturaleza parecía haber sembrado entre rosas. Tenía el cuello un poco largo, singularmente modelado, y por una costumbre bastante natural la cabeza siempre inclinada hacia el hombro derecho, sobre todo cuando escuchaba. ¡Pero cuánta gracia la prestaba esta interesante actitud! Su pecho era pequeño, muy redondo y firme, pero apenas podían llenar una mano. Eran como dos pequeñas manzanas que el amor, retozando, había llevado allí tras haberlas robado del jardín de su madre. Tenía el pecho ligeramente hundido y muy delicado, el vientre liso, como de raso, y un montecito rubio con poco vello servía de peristilo al templo donde Venus parecía exigir su homenaje. Este templo era estrecho, hasta el punto de que no se podía introducir en él un dedo sin hacerla gritar de dolor, y sin embargo, gracias al presidente, desde hacía cerca de dos lustros la pobre niña no era virgen, ni por este lado ni por el otro, delicioso, del que aún no hemos hablado. ¡Cuántos atractivos poseía este segundo templo, qué bella era la línea de sus flancos, qué corte de nalgas, cuánta blancura y rosicler reunidos! Pero el conjunto resultaba un poco pequeño. Delicada en todas sus formas, Adélaïde era más bien el esbozo que el modelo de belleza; parecía que la naturaleza sólo hubiese querido indicar en Adélaïde lo que había realizado tan majestuosamente en Constance. Si se entreabría ese culo delicioso, un botón de rosa se ofrecía entonces a uno, y era en toda su frescura y en el rosicler más suave como la naturaleza quería presentarlo; ¡pero qué estrecho, qué pequeño!, tanto, que sólo con infinitos trabajos había podido triunfar el presidente, dos o tres veces nada más, en sus ataques.

Durcet, menos exigente, la hacía poco desgraciada sobre este objeto, pero desde que ella era su mujer, ¡con cuántas complacencias crueles, con qué cantidad de otras sumisiones peligrosas tenía que comprar este pequeño beneficio! Y por otra parte, entregada a los cuatro libertinos, en virtud del convenio establecido, ¡cuántos crueles asaltos la esperaban, de la índole de los que agradaban a Durcet, y a todos los otros!

Adélaïde tenía un espíritu acorde con su rostro, es decir, extremadamente romanticón; eran los lugares solitarios los que con más placer buscaba, y en ellos derramaba a menudo lágrimas involuntarias, lágrimas que no se sabe bien a qué obedecen y que diríase que el presentimiento arranca a la naturaleza. Había perdido, hacía poco tiempo, a una amiga que idolatraba, y esta terrible pérdida estaba continuamente presente en su imaginación. Como ella conocía a su padre perfectamente bien, y sabía hasta dónde llevaba sus extravíos, estaba persuadida de que su joven amiga había sido víctima de las maldades del presidente, porque éste nunca había podido convencerla de que le concediese ciertas cosas, lo cual nada tenía de inverosímil. Pensaba que algún día sufriría la misma suerte, lo cual nada tenía de improbable. El presidente no se había tomado, en cuanto a la religión, ninguna molestia con ella, como había hecho Durcet con Constance. Se había limitado a dejar que naciera, y se fomentara, el prejuicio, pensando que sus discursos y sus libros la destruirían fácilmente. Se engañó: la religión es el alimento de un alma como la que tenía Adélaïde. Por más que el presidente predicó y e hizo leer a la joven, continuó siendo una devota, y todos los extravíos del presidente, que ella no compartía, que odiaba y de los que era víctima, estaban lejos de aniquilar las quimeras que constituían la felicidad de su vida. Se ocultaba para rezar a Dios, se escondía para cumplir sus deberes de cristiana, y siempre era castigada severamente por su padre o por su marido cuando cualquiera de ellos la descubría entregada a sus devociones.

Adélaïde lo aguantaba todo con paciencia, persuadida de que el cielo la premiaría algún día. Por otra parte, su carácter era tan dulce como su espíritu, y su bondad, una de las virtudes que la hacían más detestable para su padre, no tenía límites. Curval, irritado contra esa clase vil de la indigencia, sólo intentaba humillarla, envilecerla más o encontrar víctimas en ella. Su generosa hija, al contrario, se hubiera privado de su propio sustento para que lo tuviera el pobre y a menudo se la había visto ir a llevar a hurtadillas todas las cantidades destinadas para sus placeres. Por fin, Durcet y el presidente la reprendieron y frenaron tan bien que la corrigieron de este abuso, y la privaron de todos sus medios. Adélaïde, no teniendo más que lágrimas para ofrecer a los infortunados, iba todavía a derramarlas sobre sus males, y su corazón impotente, pero siempre sensible, no podía dejar de ser virtuoso. Un día se enteró de que una desgraciada mujer iba a llevar a prostituir a su hija con el presidente, debido a su extrema miseria. Ya se disponía el encantado libertino a gozar de este placer, que era uno de sus preferidos; enseguida Adélaïde hizo vender secretamente uno de sus trajes, dispuso que se entregara el dinero a la madre y, mediante esta ayuda y un sermón, pudo apartarla del crimen que iba a cometer. Al enterarse de esto el presidente, y como su hija todavía no estaba casada, la hizo objeto de tales violencias que la muchacha tuvo que guardar cama durante quince días, sin que ello cambiara en nada los tiernos sentimientos de aquella alma sensible.

Julie, mujer del presidente e hija mayor del duque, hubiera eclipsado a las dos precedentes de no haber sido por un defecto capital para muchas personas y que tal vez había sido decisivo en la pasión que Curval experimentaba por ella, tan es verdad que los efectos de las pasiones son inconcebibles y que su desorden, fruto del hastío y la saciedad, sólo se puede comparar con sus extravíos. Julie era alta, bien formada, aunque gruesa y rolliza, con los más bellos ojos oscuros posibles, nariz encantadora, rasgos salientes y graciosos, cabellos muy castaños, cuerpo blanco y deliciosamente regordete. Un trasero que hubiera podido servir de modelo para el que esculpió Praxíteles; el coño caliente, estrecho y de un goce tan agradable como puede serlo un local así, bellas piernas y encantadores pies; pero la boca peor ornada, los dientes más podridos, y llevaba el cuerpo tan sucio, principalmente los dos templos de la lubricidad, que ningún otro ser, lo repito, ningún otro ser excepto el presidente, poseedor del mismo defecto y amándolo, ningún otro ser seguramente, a pesar de sus atractivos, se hubiera liado con Julie. Pero Curval estaba loco por ella; sus más divinos placeres los libaba en aquella boca repugnante, entraba en delirio cuando la besaba, y en cuanto a su natural suciedad estaba bien lejos de reprochársela; al contrario, la estimulaba y finalmente había obtenido que ella se divorciara completamente del agua. A estos defectos, Julie añadía algunos otros, pero menos desagradables sin duda: era muy glotona, inclinada a las borracheras, poco virtuosa y creo que, si se hubiese atrevido, el puterío no la hubiese asustado. Educada por el duque en una ignorancia total de principios y maneras, ella adoptaba esta filosofía; pero por un efecto muy extravagante del libertinaje, sucede a menudo que una mujer que tiene nuestros defectos nos gusta mucho menos en nuestros placeres que otra que sólo tiene virtudes: una se nos parece, y no la escandalizamos; la otra se asusta, lo cual resulta un atractivo mucho más seguro.

El duque, a pesar de lo enorme de su construcción, había gozado de su hija, pero se había visto obligado a esperarla hasta los quince años, y a pesar de eso no había podido evitar que saliese muy estropeada de la aventura, de tal manera que, teniendo deseos de casarla, se había visto obligado a interrumpir sus placeres y a contentarse con ella con placeres menos peligrosos aunque igualmente cansados. Julie ganaba poco con el presidente, cuyo miembro, como sabemos era muy gordo, y por otra parte, aunque ella era sucia por negligencia, no le gustaba la inmundicia de las orgías del presidente, su querido esposo.

Aline, hermana menor de Julia y realmente hija del obispo, estaba muy lejos de las costumbres, del carácter y de los defectos de su hermana.

Era la más joven de las cuatro; apenas había cumplido los dieciocho años. Tenía un rostro fresco y casi travieso, ojos oscuros llenos de vivacidad y expresivos, nariz pequeña y una boca deliciosa, talle bien formado aunque un poco ancho, bien carnoso, la piel un poco morena pero suave y bonita, el culo un poco grande pero bien moldeado, el conjunto de las nalgas más voluptuoso que pueda presentarse a los ojos del libertino, un monte oscuro y bonito, el coño un poco bajo, lo que se llama a la inglesa, pero perfectamente estrecho y cuando fue ofrecida a la asamblea era totalmente virgen. Lo era todavía cuando se celebró la partida del placer cuya historia escribimos, y ya veremos cómo fueron destruidas estas primicias. Con relación a las del culo, el obispo gozaba de él tranquilamente cada día, pero sin haber logrado dar gusto a su querida hija, la cual, a pesar de su aspecto travieso y risueño, sólo se prestaba sin embargo por obediencia y no había demostrado aún que el más ligero placer le hiciera compartir las infamias de que era diariamente víctima. El obispo la había dejado en una ignorancia absoluta, apenas sabía leer y escribir y desconocía completamente lo que era la religión. Su espíritu natural era pueril, contestaba con chuscadas, jugaba, quería mucho a su hermana, detestaba soberanamente al obispo y temía al duque como al fuego. El día de las bodas, cuando se vio desnuda en medio de cuatro hombres, lloró y dejó que hicieran con ella lo que quisiesen sin placer y sin ánimos. Era sobria, muy limpia y sin otro defecto que el de la pereza, reinando la indolencia en todas sus acciones y en toda su persona, a pesar del aire de vivacidad que había en sus ojos. Odiaba al presidente casi tanto como a su tío, y Durcet, que no tenía miramientos con ella, era no obstante el único que, al parecer, no le inspiraba ninguna repugnancia.

Tales eran, pues, los ocho principales personajes con los cuales te haremos vivir, querido lector. Es hora ya de que te descubramos el objeto de los placeres singulares que se proponían:

Es aceptado por los verdaderos libertinos que las sensaciones transmitidas por el órgano del oído son las que halagan más e impresionan más vivamente; en consecuencia, nuestros cuatro criminales, que querían que la voluptuosidad penetrase en sus corazones lo más profundamente posible, habían imaginado a tal efecto una cosa bastante singular.

Después de haberse rodeado de todo lo que mejor podía satisfacer a los otros sentidos mediante la lubricidad se trataba de hacer que se narrara con todo lujo de detalles, y por orden, los diferentes extravíos de esta orgía, todas sus ramificaciones, todos sus escarceos, lo que se llama, en una palabra, en el idioma del libertinaje, todas las pasiones. Es difícil imaginar hasta qué punto las varía el hombre cuando su imaginación se magnifica, su diferencia entre ellos, excesiva en todas sus manías, en todos sus gustos, lo es todavía más en este caso y quien pudiese fijar y detallar estos extravíos haría tal vez uno de los mejores trabajos sobre las costumbres, y quizás uno de los más interesantes. Se trataba, pues, en primer lugar, de hallar personas en condiciones de dar cuenta de todos esos excesos, de analizarlos, alargarlos, detallarlos y, por medio de todo ello, comunicar interés al relato. Tal fue, en consecuencia, el partido que se tomó. Después de un sinfín de informaciones y averiguaciones, hallaron cuatro mujeres que estaban ya de vuelta —era lo que se necesitaba, puesto que en esta situación la experiencia era lo más esencial—. Cuatro mujeres, digo, que habían pasado sus vidas en orgías desenfrenadas, y que se hallaban en situación de ofrecer un relato exacto de sus aventuras; y como se había procurado escogerlas dotadas de cierta elocuencia y de una contextura de espíritu apta para lo que de ellas se exigía, después de haber sido escuchadas una y otra vez las cuatro se encontraron en disposición de contar, cada una en las aventuras de su vida, los extravíos más extraordinarios del libertinaje, y esto dentro de tal orden que la primera, por ejemplo, introduciría en el relato de los acontecimientos de su vida las ciento cincuenta pasiones más sencillas y las desviaciones menos rebuscadas o las más ordinarias. La segunda, en un mismo marco, un número igual de pasiones más singulares y de uno o varios hombres con varias mujeres. La tercera, igualmente, en su historia, debería introducir ciento cincuenta manías de las más criminales e insultantes para las leyes, la naturaleza y la religión, y cómo todos estos excesos conducen al asesinato, y estos asesinatos cometidos por el libertinaje varían hasta el infinito, y tantas veces cómo la imaginación inflamada del libertino adopta diferentes suplicios. La cuarta tendría que añadir a los acontecimientos de su vida el relato detallado de ciento cincuenta diferentes torturas de esas.