Diálogo entre sacerdote y moribundo - Marqués de Sade - E-Book

Diálogo entre sacerdote y moribundo E-Book

Marqués De Sade

0,0

Beschreibung

"El sexo es tan importante como comer o beber, y debemos satisfacer este apetito con tan pocas restricciones y falso decoro como los otros".   Las ideas revolucionarias del Marqués de Sade están presentes en su obra narrativa, donde conviven tumultuosamente el erotismo, la violencia y su pensamiento libertario, siempre oponiéndose al poder establecido por las leyes y la religión. Pasó más de treinta años de su vida encerrado en prisiones y manicomios, es allí donde imaginó y escribió estos relatos magistrales.   "A juzgar por el conocimiento expuesto por teólogos, solo podemos concluir que Dios creó a la mayoría de los hombres simplemente para abarrotar el infierno".

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 136

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice de contenido

Portadilla

Diálogo entre un sacerdote y un moribundo

El alcahuete castigado

El cornudo de sí mismo o la reconciliación inesperada

Hágase como se ordena

La simulación feliz

El marido escarmentado

La crueldad fraterna

La ley del talión

La mojigata

La mujer vengada

Los estafadores

MARQUÉS DE SADE

DIÁLOGO ENTRE UN SACERDOTE Y UN MORIBUNDO

y otros relatos

Sade, Donatiene Alphonse F., marqués de

Diálogo entre un sacerdote y un moribundo y otros relatos / Donatiene Alphonse F., marqués de Sade ; compilado por Carlos Santos Sáez. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Díada, 2018.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-1427-56-7

1. Narrativa Francesa. I. Sáez, Carlos Santos, comp. II. Título.

CDD 843

© Díada de Editorial Del Nuevo Extremo S.A., 2016

A. J. Carranza 1852 (C1414 COV) Buenos Aires Argentina

Tel / Fax (54 11) 4773-3228

e-mail: [email protected]

www.delnuevoextremo.com

Imagen editorial: Marta Cánovas

Versión: Carlos Santos Sáez

Diseño de tapa: Sergio Manela

Diseño de interior: Marcela Rossi

Digitalización: Proyecto451

Primera edición en formato digital: diciembre de 2017

ISBN: 978-987-1427-56-7

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Diálogo entre un sacerdote y un moribundo

EL SACERDOTE: En esta hora fatal en la que el velo del sueño solo se rasga para dejar al hombre reducido a sus errores y sus vicios, ¿no te arrepientes, hijo mío, de los múltiples desórdenes a los que te condujo la debilidad humana?

EL MORIBUNDO: Sí, mi amigo, me arrepiento.

EL SACERDOTE: Entonces aprovecha este feliz remordimiento para obtener del cielo, en esta tregua, el perdón general por tus faltas, y piensa que es por la mediación del santísimo sacramento de la penitencia que te será posible obtenerlo del Eterno.

EL MORIBUNDO: No nos entendemos.

EL SACERDOTE: ¡Cómo!

EL MORIBUNDO: Dije que me arrepentía.

EL SACERDOTE: Así lo oí.

EL MORIBUNDO: Sí, lo oíste, pero no lo entendiste.

EL SACERDOTE: ¿Qué debo interpretar?

EL MORIBUNDO: Que fui creado por la naturaleza con inspiraciones calientes y pasiones salvajes, que fui colocado en este mundo exclusivamente para entregarme a ellas y satisfacerlas, y que estos efectos de mi creación no son más que necesidades relativas, o, si lo prefieres, derivaciones esenciales de los proyectos de la naturaleza para mí, todos en razón de sus leyes, solo me arrepiento de no haber reconocido bastante su omnipotencia, y mis únicos remordimientos solo se refieren al mediocre uso que hice de las facultades (criminales según tu pensamiento, muy simples según mi entendimiento) que ella me había dado para servirla. La he resistido algunas veces, de eso me arrepiento. Cegado por tus procedimientos absurdos, censuré el ímpetu de mis deseos, que había recibido de una inspiración más que divina, de eso me arrepiento. Coseché solo flores cuando pude hacer una amplia cosecha de frutos. Estos son los motivos de mi desconsuelo. Valórame en algo para entenderme.

EL SACERDOTE: ¡Adónde te llevan tus equívocos, adónde te conducen tus falsedades! Le das a la cosa creada todo el poder del creador. ¿No ves que esas infortunadas simpatías que te extravían no son más que efectos de la naturaleza corrompida, a la cual atribuyes toda la fuerza?

EL MORIBUNDO: Amigo, me parece que tu dialéctica es tan falsa como tu espíritu. Quisiera que razonaras con más precisión o que me dejaras morir en paz. ¿Qué entiendes por creador, y qué entiendes por naturaleza corrompida?

EL SACERDOTE: El Creador es el Señor del universo, es Él quien lo ha hecho todo, quien todo lo ha creado, y quien conserva todo por la simple acción de su omnipotencia.

EL MORIBUNDO: Es un gran hombre, sin duda. Pues bien, dime por qué este hombre, que es tan poderoso, ha hecho, sin embargo, según tú, una naturaleza corrompida.

EL SACERDOTE: ¿Cuál hubiera sido el mérito de los hombres si Dios no les hubiera dejado su libre albedrío, y qué mérito hubiesen tenido para disfrutarlo si no hubiera habido en la tierra la probabilidad de hacer el bien y la posibilidad de evitar el mal?

EL MORIBUNDO: Entonces tu dios ha querido hacerlo todo oblicuamente solo para tentar o probar a su criatura. ¿No la conocía? ¿No sospechaba las consecuencias?

EL SACERDOTE: Sin duda que conocía a su criatura, pero una vez más quería dejarle el derecho de la elección.

EL MORIBUNDO: ¿Para qué? ¡Si sabía el partido que tomaría! Si, como tú pregonas, ese señor es tan omnipotente y todo solo depende de él, ¿por qué no ayuda a su criatura a elegir el bien?

EL SACERDOTE: ¿Quién puede interpretar las intenciones infinitas de Dios con respecto al hombre, y quién puede comprender todo lo que ve?

EL MORIBUNDO: El que simplifica las cosas, mi amigo, sobre todo aquel que no multiplica las causas para enredar mejor los efectos. ¿Para qué necesitas un segundo problema cuando no puedes explicar el primero? Desde el momento en que es posible que la naturaleza haya hecho por sí sola lo que le atribuyes a tu dios, ¿por qué quieres buscarle un amo? La razón por la que no entiendes es porque no sabes simplificar. Perfecciona tu física y comprenderás mejor la naturaleza, depura tu cabeza y no tendrás necesidad de dios.

EL SACERDOTE: ¡Desdichado! Solo te creía sociniano, tenía armas para combatirte, pero veo claramente que eres ateo, y desde el momento en que tu corazón se niega a la inmensidad de las pruebas auténticas que recibimos cada día de la existencia del Creador, no tengo nada más que decirte. No se le da luz a un ciego.

EL MORIBUNDO: Mi amigo, admite un hecho: de los dos, el más ciego es seguramente aquel que se pone una venda que el que se la arranca. Tú edificas, inventas, multiplicas; yo destruyo, simplifico. Tú agregas error sobre error; yo los combato. ¿Cuál de los dos es el ciego?

EL SACERDOTE: Entonces ¿no crees en Dios?

EL MORIBUNDO: No. Por una razón muy simple. Es perfectamente imposible creer en lo que no se entiende. Entre el entendimiento y la fe debe existir una conexión inmediata; la comprensión es el primer alimento de la fe; cuando la comprensión no actúa, muere la fe, y los que pretendieran tenerla mienten. Te desafío a que creas en el dios que me predicas —ya que no sabrías demostrármelo, ya que no está en ti el definírmelo, y, por lo tanto, no lo comprendes— y desde el momento en que no lo comprendes, no puedes suministrarme de él ningún argumento razonable, pues, en una palabra, todo lo que está por encima de los límites del espíritu humano es quimera o inutilidad. Si tu dios no puede ser más que una u otra cosa, en el primer caso sería un loco si creyera en él; un imbécil, en el segundo. Amigo mío, pruébame la inercia de la materia y te concederé el creador. Pruébame que la naturaleza no se basta a sí misma y te prometo suponerle un dueño. Hasta entonces, nada esperes de mí, solo me rindo a la evidencia y solo la recibo de mis sentidos; donde ellos se detienen, allí mi fe queda sin fuerzas. Creo en el sol porque lo veo, lo concibo como el centro de reunión de toda la materia inflamable de la naturaleza, su marcha periódica me complace sin asombrarme. Es una operación de física, acaso tan simple como la de la electricidad, pero que no nos está permitido comprender. ¿Qué necesidad tengo de ir más lejos? Cuando me hayas levantado los andamios de tu dios por encima de esto, ¿qué habré avanzado? ¿No necesitaré hacer tanto esfuerzo para comprender al obrero como el gastado en definir la obra? Por consiguiente, no me has prestado ningún servicio con la edificación de tu quimera, has turbado mi espíritu sin iluminarlo y debo odiarte en vez de agradecerte. Tu dios es una máquina que fabricaste para que sirva a tus pasiones, y la has hecho mover a tu capricho, pero desde el momento en que incomoda los míos, permíteme que la haya derribado. En el instante en que mi alma débil tiene necesidad de calma y de filosofía, no vengas a espantarla con tus sofismas, que la asustarían sin convencerla, que la irritarían sin hacerla mejor. Mi amigo, esta alma es lo que la naturaleza quiso que fuera, es decir, el resultado de los órganos que ha querido formarme en razón de sus designios y de sus necesidades; y como ella tiene una necesidad igual de vicio y de virtud, cuando quiso llevarme hacia el primero, así lo ha hecho, cuando ha querido la segunda, me ha inspirado deseos por ella, y me ha entregado a ambos de igual modo. Busca sus leyes como única causa de nuestra inconsecuencia humana, y no les busques a ellas más principios que su voluntad y su necesidad.

EL SACERDOTE: Así, entonces, todo es necesario en el mundo.

EL MORIBUNDO: Seguramente.

EL SACERDOTE: Si todo es necesario, todo está regulado.

EL MORIBUNDO: ¿Quién dice lo contrario?

EL SACERDOTE: ¿Y quién pudo arreglarlo todo como está si no es una mano omnipotente y sabia?

EL MORIBUNDO: ¿No es inevitable que la pólvora se encienda cuando se le acerca el fuego?

EL SACERDOTE: Sí.

EL MORIBUNDO: ¿Y qué sabiduría encuentras en eso?

EL SACERDOTE: Ninguna.

EL MORIBUNDO: Es posible, entonces, que haya cosas inevitables sin sabiduría, y posible, por consiguiente, que todo derive de una causa primera, sin que haya razón en esta primera causa.

EL SACERDOTE: ¿Adónde quieres llegar?

EL MORIBUNDO: A probarte que todo puede ser lo que es y lo que no es, sin que ninguna causa sabia y razonable lo conduzca, y que efectos naturales deben tener causas naturales, sin que haya necesidad de suponerle otras antinaturales, como lo sería tu dios, ya que él mismo tendría necesidad de explicación sin suministrar ninguna. Y, por consiguiente, desde que tu dios no es bueno para nada, es perfectamente inútil; y como hay gran probabilidad de que todo lo inútil es nulo y de que todo lo nulo es la nada, así pues, para convencerme de que tu dios es una quimera, no tengo necesidad de otro razonamiento fuera del que me suministra la certeza de su inutilidad.

EL SACERDOTE: Sobre este pie me parece innecesario hablarte de religión.

EL MORIBUNDO: ¿Por qué no? Nada me divierte tanto como la prueba del exceso de fanatismo y de la imbecilidad humana sobre este punto. Son extravíos tan prodigiosos que el cuadro, aunque horrible, a mi juicio es siempre interesante. Responde con franqueza, y, sobre todo, destierra el egoísmo. Si yo fuera tan débil que me dejara sorprender por tus ridículos sistemas de la existencia del ser, que hace necesaria la religión, ¿bajo cuál forma me aconsejarías que le rindiera culto? ¿Quisieras que adoptara los desvaríos de Confucio o los absurdos Brahama? ¿Quisieras que adorara a la gran serpiente de los negros, al astro de los peruanos o al dios de los ejércitos de Moisés? ¿A cuál de las sectas de Mahoma quisieras que me rindiese? ¿Qué herejía de los cristianos es, a tu juicio, preferible? Cuidado con tu respuesta.

EL SACERDOTE: ¿Puede ser dudosa?

EL MORIBUNDO: ¡Dila, egoísta!

EL SACERDOTE: No, sería amarte tanto como a mí si te aconsejara lo que yo creo.

EL MORIBUNDO: Y es querernos muy poco el escuchar semejantes errores.

EL SACERDOTE: ¿A quién pueden cegar los milagros de nuestro divino redentor?

EL MORIBUNDO: A quien no vea en él sino al más inculto de todos los pícaros y al más vulgar de todos los impostores.

EL SACERDOTE: ¡Dios, escúchalo sin descargar tu ira!

EL MORIBUNDO: No, mi amigo, todo está en paz porque tu dios, sea por incompetencia, sea por impulso o, en fin, por lo que tú quieras, es un ser al que admito por un momento solo por condescendencia a ti o, si lo prefieres, para prestarme a tus pequeños proyectos, porque ese dios, repito, si existiera como tienes la locura de creerlo, no puede, para convencernos, haber tomado los medios tan ridículos como los que tu Jesús supone.

EL SACERDOTE: ¿Cómo? ¿Las profecías, los milagros, los mártires no son pruebas?

EL MORIBUNDO: ¿Cómo quieres que pueda recibir como prueba aquello que necesita probarse? Para que la profecía sea una prueba, sería necesario, primeramente, que yo tuviera la certidumbre completa de que ha sido hecha; pues, al consignársela en la historia solo tiene para mí la fuerza de los otros hechos históricos, dudosos en sus tres cuartas partes; y si a esto agrego la apariencia más que verdadera de que me han sido transmitidos por historiadores interesados, estaría, como lo ves, más que en mi derecho para dudar de ellos. ¿Quién me asegura, por otra parte, que esa profecía no ha sido hecha con posterioridad, que no ha sido el efecto de la combinación de la más simple política como la de concebir un reino feliz bajo un rey justo o la de la helada en invierno? Y si esto es así, ¿cómo quieres que la profecía, al tener tanta necesidad de ser probada, pueda convertirse en prueba? Con respecto a tus milagros, ellos tampoco se me imponen. Todos los bribones los han hecho, y todos los tontos los han creído. Para persuadirme de la verdad de un milagro, tendría necesidad de estar muy seguro de que el acontecimiento que tú llamas de esa manera fuera absolutamente contrario a las leyes de la naturaleza, pues solo lo que está fuera de ella puede pasar por milagro. ¿Y quién la conoce bastante para atreverse a afirmar cuál es precisamente el punto en que se detiene y cuál es el que infringe? Bastan dos cosas para acreditar un pretendido milagro, un titiritero y unas mujerzuelas. Vamos, no busques jamás un origen distinto para los tuyos. Todos los nuevos sectarios lo han hecho y, lo que es más singular, todos encontraron imbéciles para creerles. Tu Jesús no ha hecho algo más singular que Apolonio de Tiana, sin embargo, nadie ha pensado en tomar a este por un dios. En cuanto a tus mártires, este es el más débil de tus argumentos, solo falta el entusiasmo y la resistencia para hacer mártires, y mientras la causa opuesta me ofrezca tantos como la tuya, jamás estaré lo suficientemente autorizado para creer a la una mejor que la otra, sino muy inducido, en cambio, a suponer despreciables a ambas. ¡Amigo mío! Si fuera verdad que existe el dios que predicas, ¿tendría necesidad de milagro, mártir o profecía para establecer su imperio? Y si, como dices, el corazón humano fuera su obra, ¿no sería ese el santuario que hubiera elegido para su ley? Esta ley igual, pues emanaría de un dios justo, se encontraría de manera irresistible grabada igualmente en el corazón de todos, y, de un extremo al otro del universo, todos los hombres, al ser semejantes por ese órgano delicado, igualmente serían semejantes por el homenaje que rendirían al dios que le hubiera dado este corazón, no tendrían más que una manera de amarlo, más que una manera de adorarlo y servirlo y tan imposible les sería desconocer ese dios como resistir a la inclinación secreta de su culto. En vez de eso, ¿no veo en el universo tantos dioses como países; tantas maneras de servir a esos dioses como diferentes cabezas o diferentes imaginaciones hay? Esta multiplicidad de opiniones, en la cual físicamente me es imposible elegir, ¿sería, a tu juicio, la obra de un dios justo? Vamos, predicante, ultrajas a tu dios al presentármelo de esta manera. Déjame negarlo completamente, pues si existiera, entonces le ultrajaría menos mi incredulidad que tus blasfemias. Vuelve a la razón, predicante, tu Jesús no vale más que Mahoma, Mahoma, menos que Moisés, y estos tres, menos que Confucio, quien, sin embargo, dictó algunos buenos principios mientras que los otros tres disparataban. Pero, en general, todos estos no son más que impostores, de los cuales el filósofo se ha burlado, y a los cuales la canalla ha creído, y a los cuales la justicia hubiera debido ahorcar.

EL SACERDOTE: ¡Ay de mí, solo lo hizo con uno!

EL MORIBUNDO: Era el que más lo merecía. Sedicioso, turbulento, calumniador, bribón, libertino, grosero, farsante y malvado peligroso, poseía el arte de engañar al pueblo y mereció, por lo tanto, el castigo de un reino en el estado en que se encontraba entonces el de Jerusalén. Fueron muy prudentes al deshacerse de él, y es quizás el solo caso en que mis máximas, extremadamente dulces y tolerantes por lo demás, admiten la severidad de Temis. Excuso todos los errores, salvo aquellos que pueden ser peligrosos para el gobierno en que se vive. Los reyes y sus majestades son las únicas cosas que se me imponen, las únicas que respeto, pues quien no ama a su país y a su rey no es digno de vivir.

EL SACERDOTE: