Karma al instante - Marissa Meyer - E-Book

Karma al instante E-Book

Marissa Meyer

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Beschreibung

Prudence es… Prudence. Está segura de que nadie puede hacer nada en el mundo mejor que ella. Especialmente el flojo e irresponsable de su compañero de Biología: Quint. Y el universo parece estar de acuerdo con ella, porque luego de un hilarante accidente despierta con la capacidad de provocar Karma al instante a las personas y comienza a castigar toda mala acción a su alrededor: de actos de vandalismo a chismes maliciosos. Todos reciben su merecido. Todos… excepto Quint. Que parece ser inmune a sus poderes. ¡¿QUÉ TIPO DE BROMA CÓSMICA ES ESA?! Cuando Prudence comience a trabajar durante el verano en el Centro de rescate de animales marinos de su ciudad, descubrirá que quizá Quint no es el tonto irresponsable que creía, sino que alguien increíblemente noble y… bastante lindo. Y también deberá aprender una lección: EXISTE UNA DELGADA LÍNEA ENTRE LA GENEROSIDAD Y LA CODICIA, LA VIRTUD Y LA VANIDAD, EL AMOR, EL ODIO… Y EL DESTINO.

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Para papá,quien siempre llenó nuestra casa de música.

1

Quint Erickson está llegando tarde.

Otra vez.

No debería sorprenderme. No lo estoy. Estaría más asombrada si, de hecho, llegara a horario. Pero ¿en serio? ¿Hoy? ¿De todos los días?

Burbujeo en mi silla, mis dedos tamborilean sobre el soporte visual que preparé para la presentación de hoy; el cartón está plegado sobre nuestra mesa de laboratorio. Mi atención se divide entre mirar el reloj sobre la puerta de nuestro salón y repetir en silencio las palaras que he estado memorizando toda la semana. Nuestras playas y costas son el hogar de algunas especies destacables. Peces, mamíferos, tortugas de mar y…

–Los tiburones –dice Maya Livingstone parada delante del salón– han sido severamente maltratados por Hollywood durante décadas. ¡No son los monstruos que los humanos dicen que son!

–Además –añade su compañero de laboratorio, Ezra Kent–, ¿quién se come a quién? Quiero decir, ¿sabían que la gente come tiburones?

–Para esclarecer –Maya le echa un vistazo a Ezra frunciendo el ceño–. En general, solo sus aletas.

–¡Correcto! Hacen sopa con ellas –añade el chico–. La sopa de aleta de tiburón es un manjar exótico porque son como gomosas y crocantes a la vez. ¡Imaginen eso! Definitivamente la probaría.

Algunos de nuestros compañeros simulan arcadas, aunque es obvio que Ezra intenta obtener precisamente esa reacción. La mayoría de la gente lo llama EZ, como “fácil” en inglés. Solía pensar que era una alusión a su vida sexual, pero ahora creo que solo es por su personalidad básica. Los profesores aprendieron a no sentarlo cerca de Quint.

–Como decía –Maya intenta encaminar la presentación. Explica los métodos horribles para atrapar a los tiburones y cortar sus aletas para luego regresarlos al agua. Sin sus aletas, se hunden hasta el fondo del océano y se ahogan o son devorados por otros depredadores.

Toda la clase esboza una mueca.

–¡Y luego los hacen sopa! –grita Ezra, solo en caso de que alguien se hubiera perdido esa parte antes.

Pasa otro minuto.

Muerdo el interior de mi mejilla, intentando calmar los nervios que se retuercen dentro de mí. La misma queja se repite en mi mente por enésima vez.

Quint Erickson es el peor.

Hasta se lo mencioné ayer. “Recuerda, Quint, tenemos una presentación importante mañana. Tienes que traer el informe. Se supone que debes ayudarme con la introducción. Así que, por favor, por el amor de todo lo que es bueno y justo en este mundo, esta única vez, no llegues tarde”.

¿Su respuesta?

Encoger los hombros.

“Soy un hombre ocupado, Prudence. Pero haré mi mejor esfuerzo”.

Seguro. Tiene tantas cosas que hacer un martes antes de las 8:30 a. m.

Sé que puedo lidiar con la introducción por mi cuenta. Después de todo, he estado practicando sin él. Pero se supone que traerá las copias que preparamos. Hojas que el resto de la clase puede mirar mientras hablamos. Papeles que mantendrán sus aburridos y desinteresados ojos alejados de mí.

La clase empieza a aplaudir con poco entusiasmo y me concentro de golpe. Uno mis manos para uno, dos aplausos antes de dejarlas caer sobre mi escritorio. Maya y Ezra recogen su presentación. Le echo un vistazo a Jude en la primera fila y, aunque solo puedo ver su nuca, sé que sus ojos no abandonaron a Maya desde que se puso de pie y no lo harán hasta que la chica vuelva a sentarse y no tenga otra opción más que desviar la mirada o arriesgarse a llamar la atención. Siento gran cariño por mi hermano, pero su enamoramiento por Maya Livingstone ha estado bien documentado desde quinto año de primaria y, siendo honesta, parece ser un caso perdido.

Tiene mi apoyo, en serio. Después de todo, es Maya Livingstone. Casi toda nuestra clase está enamorada de ella. Pero también conozco a mi hermano. Nunca tendrá las agallas para finalmente invitarla a salir.

Por consiguiente, caso perdido.

Pobre Jude.

Pero regresemos a pobrePrudence. Maya y Ezra se acomodan en sus asientos y todavía no hay señales de Quint ni de las copias que se suponía debía traer con él.

En un acto de desesperación, busco mi labial rojo en mi bolsa y lo apoyo sobre mis labios, solo en caso de que se haya desvanecido la capa que apliqué antes de clase. No me gusta usar mucho maquillaje, pero un labial atrevido incrementa mi confianza instantáneamente. Es mi armadura. Mi arma.

Puedes hacer esto, me digo a mí misma. No necesitas a Quint.

Mi corazón comienza a bailar dentro de mi pecho. Mi respiración se acelera. Vuelvo a guardar el labial en mi bolsa y tomo mis tarjetas ayuda memoria. No creo que las necesite. He practicado tantas veces que puedo hablar sobre hábitats y ecología mientras duermo; pero tenerlas conmigo me ayudará a calmar mis nervios.

Por lo menos, eso creo. Espero que sí.

De repente, temo que mis palmas sudorosas puedan borronear la tinta y la tornen ilegible y mis nervios vuelven a recuperar fuerza.

–Y llegamos a la última presentación del año –dice el señor Chavez y me mira casi con compasión–. Lo lamento, Prudence. Hemos demorado todo lo posible, tal vez Quint se nos una antes de que termines.

–Está bien. –Fuerzo una sonrisa–. De todos modos, planeaba hablar la mayor parte del tiempo.

No está para nada bien. Pero nada puede hacerse ahora.

Me pongo de pie lentamente, guardo mis notas en mi bolsillo, tomo la presentación y la bolsa de tela que traje repleta de materiales extra. Mis manos están temblando. Pauso solo lo suficiente para exhalar completamente, cerrar los ojos con fuerza y repetir la frase que siempre me digo a mí misma cuando tengo que hablar o presentarme en público: Solo son diez minutos de tu vida, Prudence, y luego terminará y podrás seguir adelante. Solo diez minutos. Puedes hacerlo.

No soy terrible hablando en público, de hecho, una vez que empiezo, soy bastante buena. Sé cómo proyectar mi voz para que todos puedan oírme. Siempre practico ad nauseum, hasta el cansancio, para no trabarme y trabajo duro en ser vivaz y entretenida.

Los momentos previos son espantosos. Siempre estoy segura de que algo saldrá mal. Mi mente se pondrá en blanco y olvidaré todo. Empezaré a sudar. Me ruborizaré. Me desmayaré. Pero una vez que empiezo, suelo estar bien. Solo tengo que decir la primera oración… y luego, en un abrir y cerrar de ojos, todo terminará. Y escucharé lo mismo de siempre: “Guau, Prudence. Eres una oradora natural. Eres una presentadora excelente. Buen trabajo”.

Palabras que tranquilizan mi alma frenética.

Al menos mis profesores suelen decir cosas así. El resto de mis compañeros raramente se molestan en prestarme atención.

Lo que no me molesta en absoluto.

Tardo un par de segundos en acomodarme, acomodo la presentación sobre la pizarra blanca y apoyo mi bolsa con sorpresas en un costado. Luego, muevo la mesa con rueditas con la maqueta que traje antes de que iniciara la clase, todavía está cubierta por una tela azul.

Sujeto mis tarjetas en una mano y con la otra tomo la vara que el señor Chavez usa para señalar detalles en sus diapositivas de PowerPoint.

Le sonrío a mis compañeros.

Intento encontrar la mirada de Jude, pero está haciendo garabatos en su cuaderno y no recibe mensajes.

Genial, hermano. Gracias por el apoyo.

El resto de la clase clava en mí su mirada prácticamente comatosa por el aburrimiento.

Se me retuerce el estómago.

Solo empieza.

Solo son diez minutos.

Estarás bien.

Inhalo.

–Iba a tener material suplementario para que puedan mirar –mi voz suena aguda y hago una pausa para aclarar mi garganta antes de continuar– y seguir la presentación. Pero Quint debía traerlo y… no está aquí.

Aprieto los dientes. Quiero hacer notar la injusticia de esta situación. ¡Los compañeros de todos los demás vinieron! Pero el mío no se molestó en aparecer.

–Bueno –continúo y agito la vara en el aire con dramatismo–. Aquí vamos.

Camino delante de la presentación y exhalo entrecortadamente.

Solo empieza.

Sonriente, inicio mi introducción ya preparada.

–Algo que he aprendido sobre la biología marina, gracias al tutelaje excepcional del señor Chavez… –pauso para señalar con entusiasmo a nuestro profesor–, es que somos muy afortunados de tener acceso a una floreciente vida marina aquí en Fortuna Beach. Nuestras playas y aguas costeras son el hogar de especies maravillosas. Peces y mamíferos, tortugas marinas y tiburones…

–Los tiburones son peces –dice Maya.

Me tenso y le lanzo una mirada fulminante. Nada como una interrupción innecesaria para descarrillar una presentación bien ensayada.

Las interrupciones son el enemigo.

Vuelvo a invocar mi sonrisa. Estoy tentada a volver a empezar, pero me obligo a seguir adelante. Peces y mamíferos, tortugas marinas y tiburones…

–… hasta los ricos ecosistemas de plancton y vida vegetal que pueden encontrarse en la bahía de Orange Bay. Estos recursos son un tesoro y es nuestra responsabilidad disfrutarlos y protegerlos. Por eso, para nuestro proyecto, Quint y yo decidimos concentrar nuestros esfuerzos en… –Hago una pausa para un efecto dramático–. ¡Conservación marina a través de ecoturismo!

Con un movimiento elegante, levanto la tela azul y revelo mi modelo hecho a mano de la calle principal de Fortuna Beach, el centro turístico se despliega de manera paralela a la playa y a la rambla.

No puedo resistir y echo un vistazo a mi alrededor para ver las reacciones de mis compañeros. Algunos en las primeras filas estiran el cuello para ver la maqueta, pero la mayoría tiene la mirada clavada en las ventanas atravesadas por rayos de sol o intenta enviar mensajes con su teléfono debajo de su escritorio discretamente.

Por lo menos, el señor Chavez parece intrigado mientras estudia el modelo. Jude alzó la cabeza, sabe las largas horas de trabajo que le dediqué a esta presentación. Encuentra mi mirada y alza los pulgares de manera sutil, pero alentadora.

Me ubico detrás de la mesa para poder inclinarme sobre la maqueta y señalar las secciones más importantes. Siento la adrenalina en mi cuerpo, ya no tengo la sensación de que me desmoronaré en una pila de pánico. Ahora estoy energizada.

–Nuestro nuevo centro turístico será el Resort & Spa Orange Bay, pensado para una clientela de alto nivel. Visitantes que aprecien lujos y anhelen aventuras, pero… ¡cielos! –chasco mis dedos con picardía–, que también se preocupen por nuestro medio ambiente. –Señalo un rascacielos con la vara–. Una construcción con materiales reciclados y numerosos mecanismos para conservar agua y ahorrar energía, este resort será de lo único que hable la ciudad. Pero nuestros turistas no solo vendrán aquí a dormir. Vendrán a explorar. Por ese motivo, Fortuna Beach necesita nuevas estaciones para alquilar bicicletas eléctricas posicionadas en los dos extremos de la rambla. –Señalo las pequeñas estaciones con bicicletas con la vara–. También podrán alquilar botes eléctricos que partirán desde el muelle privado del resort. Pero lo que realmente atraerá turistas, lo que verdaderamente distinguirá a Fortuna Beach como destino imperdible para nuestros viajeros con conciencia ecológica…

La puerta del aula se abre de golpe y se golpea con fuerza contra la pared.

Me sobresalto.

–¡Lo lamento, señor C! –dice una voz que eriza los cabellos de mi nuca. Mi sorpresa desaparece y es reemplazada por ira apenas contenida.

Aprieto los dientes y le lanzo una mirada fulminante a su cabeza mientras llega a nuestra mesa compartida en la última fila y deja caer su mochila. El cierre es tan ruidoso como el motor de un avión. Comienza a silbar –silbar– mientras hurga entre el caos de papeles, libros, plumas y las porquerías que acumuló durante nueve meses en esa cosa.

Espero. Alguien tose. Por el rabillo del ojo, puedo ver a Jude moviéndose en su lugar, incómodo por mí. Salvo que, por algún motivo, no estoy incómoda. Normalmente, una interrupción tan gigante como esta me hubiera transformado en una masa de nervios, pero en este momento estoy demasiado ocupada estrujando la vara mientras pretendo que es el cuello de Quint. Podría quedarme aquí parada todo el día, a pesar del silencio incómodo, esperando a que Quint se percate de la irrupción que causó.

Pero, para sumar a mi frustración sin fin, Quint parece alegremente absorto. De mi molestia. De haberme interrumpido en el medio de nuestra presentación. Del silencio incómodo. No estoy segura de que sepa lo que significa “incómodo”.

–¡Ajá! –anuncia victoriosamente y toma una carpeta verde neón de su mochila. Incluso desde aquí puedo ver que la esquina está doblada. Abre la tapa y toma nuestros informes. No puedo notar cuántas páginas son. Tres o cuatro, probablemente en doble faz, porque ¿quién desperdicia papel en un informe sobre ecología?

Espero que lo haya hecho en doble faz.

Quint distribuye nuestros informes; páginas abrochadas para nuestros compañeros y una carpeta de tres anillos para el señor Chavez. No lo hace con el método eficiente de “toma una copia y pasa las demás” que yo hubiera utilizado, posiblemente porque es el ser humano más ineficiente del planeta. No, avanza por los pasillos y entrega una por una. Sonríe, recibe sonrisas. Podría ser un político cortejando a las masas con su paso informal y expresión relajada. Una de las chicas hasta agita sus pestañas cuando toma el informe y murmura de forma coqueta: “Gracias, Quint”.

Mis nudillos están blancos alrededor de la barra. Imagino que Quint se lastima el dedo gordo del pie con una de las mesas o que se resbala por químicos derramados y se dobla un tobillo. Incluso mejor, imagino que por su tardanza y apuro tomó la carpeta equivocada y está repartiendo treinta y dos copias de una apasionada carta de amor que escribió para nuestra directora, la señora Jenkins. Incluso él no puede ser inmune a ese tipo de humillación, ¿o sí?

Nada de esto importa, por supuesto. Mis sueños de justicia cósmica nunca se hacen realidad. Pero mis nervios se han calmado un poco para cuando Quint llega al frente del salón y finalmente se digna a mirarme.

El cambio es instantáneo, lo domina una actitud defensiva, alza el mentón, oscurece los ojos mientras nos alistamos para la batalla. Algo me dice que ha estado preparándose para este momento desde que entró al salón. Con razón se tomó su tiempo para repartir las copias.

Intento sonreír, pero el resultado se parece más a una mueca.

–Qué bueno que hayas podido acompañarnos.

–No me lo perdería, compañera.

Su mandíbula se retuerce. Sus ojos avanzan hasta la maqueta y, por un momento, hay un dejo de sorpresa en su rostro. Hasta podría estar impresionado.

Como debería ser. Impresionado y también avergonzado porque es la primera vez que la ve.

–Linda maqueta –murmura y se acomoda al otro costado de mi miniatura de la calle principal–. Veo que omitiste el centro de rehabilitación que sugerí, pero…

–Tal vez si hubiera tenido más ayuda, podría haber concedido pedidos innecesarios.

Suelta un gruñido por lo bajo.

–Cuidar de los animales que resultan heridos por el turismo y el consumismo no es…

El señor Chavez tose sonoramente sobre su puño e interrumpe la disputa. Nos mira cansado.

–Dos días más, chicos. Tienen que soportar la presencia del otro literalmente solo dos días más. ¿Podemos continuar con la presentación sin derramar sangre?

–Por supuesto, señor Chavez –afirmo.

–Lo lamento, señor C –dice Quint al mismo tiempo y echo un vistazo en su dirección.

–¿Prosigo o quieres contribuir algo?

Quint finge una reverencia y me hace un gesto con la mano.

–El escenario es tuyo –dice y añade por lo bajo–. De todas formas, no lo compartirías.

Algunos de nuestros compañeros en la primera fila lo escuchan y sueltan una risita. Ah, sí, es graciosísimo. La próxima vez, ustedes intenten trabajar con él y vean cuán divertido es.

Vuelvo a mostrar mis dientes.

Pero cuando miro nuestra presentación, mi mente se pone en blanco.

¿En dónde estaba?

Oh, no. Oh, no.

Esta es mi peor pesadilla. Sabía que esto sucedería. Sabía que mi mente quedaría en blanco.

Y sé que es culpa de Quint.

El pánico inunda mi cuerpo, tomo mis tarjetas y las paso torpemente con una sola mano. Resort y spa… bicicletas eléctricas… Algunas caen al suelo. De repente, mi rostro está tan caliente como una hornalla.

Quint se inclina y recoge las tarjetas. Se las arrebato de la mano y mi corazón se acelera. Puedo sentir los ojos aburridos de la clase sobre mí.

Odio a Quint. A su completo desinterés por todos menos él. A su negativa a llegar a tiempo. Su incapacidad de hacer algo útil.

–¿Podría decir algo también? –dice Quint.

–¡Lo tengo bajo control! –replico.

–Bueno, está bien. –Alza las manos de manera defensiva–. Quiero decir, también es mi presentación, sabes.

Cierto. Porque hiciste tanto para ayudarnos a prepararnos.

–Lo que verdaderamente distinguirá a Fortuna Beach –susurra Jude. Me quedo quieta y lo miro, estoy tan agradecida por él como irritada con Quint. Mi hermano sube otro pulgar y tal vez nuestra telepatía de mellizos sí está funcionando porque estoy segura de que puedo escuchar sus palabras alentadoras. Tú puedes, Pru. Solo relájate.

Mi ansiedad disminuye. Por enésima vez, me pregunto por qué el señor Chavez tuvo que torturarnos y elegir nuestros compañeros de laboratorio cuando Jude y yo hubiéramos sido un equipo excelente. Este año hubiera sido sencillo de no ser por Biología Marina con Quint Erickson.

2

“Gracias”, le agradezco sin sonido a Jude y apoyo mis notas. Lo único que necesitaba era un recordatorio para que las palabras volvieran a fluir. Sigo con mi discurso y hago mi mejor esfuerzo para ignorar la presencia de Quint. Por lo menos, algunos de nuestros compañeros están concentrados en las copias que repartió así que no todos me siguen mirando.

–Como decía, lo que atraerá a un nuevo tipo de viajeros eco-conscientes será nuestra fenomenal oferta de eventos y aventuras. Los visitantes podrán ir al fondo del océano a bordo de submarinos privados para fiestas. Tendremos paseos en kayak hasta la isla Adelai en donde podrán ayudar a identificar, rastrear y hasta nombrar a su propia foca. Y, mi evento preferido, fiestas increíbles en la playa todas las semanas.

Algunas miradas con ojos brillantes se despiertan ante mis últimas palabras. Ezra hasta suelta un silbido. Por supuesto.

Con más confianza, sigo con determinación.

–Correcto. Fortuna Beach pronto será famosa por sus habituales fiestas de playa en las que los turistas podrán disfrutar de mariscos y aperitivos obtenidos de manera sustentable en tanto se codean con individuos eco-conscientes como ustedes. ¿La mejor parte? Todos en la fiesta recibirán una bolsa para desechos cuando lleguen y al final de la noche, después de que hayan llenado esa bolsa con basura recogida de nuestras playas, podrán intercambiarla por regalos exclusivamente seleccionados. Cosas como… –Apoyo la vara y me estiro para tomar lo que apoyé en el suelo–. ¡Una botella de aluminio libre de BPA! –Tomo la botella y la lanzo entre mis compañeros. Joseph, aturdido, apenas la atrapa–. ¡Utensilios de bambú portátiles! ¡Un cuaderno hecho con materiales reciclados! ¡Barras de champú con envases libres de plástico!

Lanzo los regalos, definitivamente mis compañeros están prestando atención ahora. Una vez que se terminaron los presentes, hago una bola con la bolsa de tela y la lanzo hacia el señor Chavez, pero solo llega a mitad de camino porque Ezra la toma en el aire. La gente está empezando a notar que cada uno de los ítems tiene el logo y el eslogan que inventé.

Fortuna Beach: ¡ambiente amigable, amigable con el medioambiente!

–Estas ideas y muchas otras están desarrolladas con detalles en nuestro informe –digo haciendo un gesto hacia una de las copias de las mesas cercanas–. Por lo menos, asumo que allí están. De hecho, no lo vi y algo me dice que lo terminaron esta mañana, diez minutos antes de que empiece la clase.

Sonrío con dulzura hacia Quint.

Su expresión es tensa; molesta, pero un poco petulante.

–Supongo que nunca lo sabrás.

Su comentario causa un sobresalto de incertidumbre en mi columna y estoy segura de que esa era su intención. Después de todo, el informe también tiene mi nombre. Sabe que me vuelve loca no saber su contenido y si es bueno o no.

–Antes de terminar –digo mirando a mis compañeros–, queremos tomarnos un momento para agradecerle al señor Chavez por enseñarnos tanto sobre este maravilloso rincón del mundo en el que vivimos y sobre la increíble vida marina y ecosistemas ubicados a tan solo metros de nuestros hogares. No sé qué piensan ustedes, pero sé que yo quiero ser parte de la solución, garantizar la protección y conservación de nuestros océanos para nuestros hijos y nietos. Y, afortunadamente para nosotros, creo que hemos logrado probar hoy que ¡si Fortuna Beach se pinta de verde, podrá atraer otros verdes! –Froto mis dedos entre sí pretendiendo estar sosteniendo efectivo. Le dije a Quint como planeaba terminar mi discurso. Se suponía que lo diría conmigo, pero, por supuesto, no lo hizo. Ni siquiera pudo molestarse en sostener el dinero imaginario–. Gracias por escuchar.

La clase empieza a aplaudir, pero Quint da un paso adelante y alza una mano.

–Si pudiera añadir algo.

–¿Tienes que hacerlo? –Me derrumbo.

Me lanza una sonrisita con satisfacción antes de darme la espalda.

–La sostenibilidad y el turismo no suelen ir de la mano. Los aviones causan mucha contaminación y la gente suele producir más desechos cuando viaja en contraposición a cuando se queda en casa. Dicho eso, el turismo favorece a la economía local y, bueno, no desaparecerá. Queremos que Fortuna Beach sea conocida por agasajar a sus turistas, seguro, pero también por su vida silvestre.

Suspiro. ¿No dije esto ya?

–Si leen el informe delante de ustedes –sigue Quint–, cosa que estoy seguro de que ninguno hará, salvo por el señor Chavez, verán que una de nuestras mayores iniciativas es transformar el Centro de Rescate de Animales Marinos en una de las principales atracciones turísticas.

Necesito utilizar toda mi fuerza de voluntad para no poner los ojos en blanco. Habló durante todo el año de esa idea del centro de rehabilitación. Pero ¿quién quiere pasar sus vacaciones observando a delfines desnutridos en pequeñas tristes piletas cuando pueden nadar con delfines en la bahía?

–Para que las personas puedan entender el efecto que sus acciones tienen sobre el medioambiente necesitan ver en primera persona las consecuencias de dichas acciones, por eso, nosotros –hace una pausa–. Por eso yo creo que todos los planes de ecoturismo deberían centrarse en educación y voluntariados. El informe explicará todo con más detalle. Gracias.

Me echa un vistazo. Compartimos una mirada de desdén mutuo.

Pero… eso es todo. Terminó. Este horrible proyecto que succionó mi alma finalmente terminó.

Soy libre.

–Gracias, señor Erickson, señorita Barnett. –El señor Chavez está hojeando el informe de Quint y no puedo evitar preguntarme si incluyó alguna de mis ideas: el resort, las bicicletas, las fiestas en la playa–. Creo que es bastante obvio, pero solo para clarificar, ¿podrían decirme sus contribuciones a este proyecto?

–Hice la maqueta –digo– y el soporte visual de la presentación y diseñé y mandé a hacer los productos eco-friendly. Diría también que fui la directora del proyecto general.

Quint suelta un resoplido.

–¿Está en desacuerdo, señor Erickson? –El profesor alza una ceja.

–Oh, no –dice sacudiendo la cabeza con vehemencia–. Definitivamente fue la directora. Había tanto para dirigir.

Me quedo rígida. Puedo sentir la respuesta en mi lengua. ¡Alguien tenía que hacerlo! ¡Era obvio que no te ocuparías de nada! Pero antes de que pueda decir algo el profesor hace una pregunta.

–¿Y tú escribiste el informe?

–Sí, señor –dice Quint–. Y aporté las fotografías.

El señor Chavez hace un sonido como si esta fuera información interesante, pero mis labios se retuercen consternados. ¿Aportó las fotografías? Lo lamento, pero un niño de primaria puede cortar fotografías de la revista de National Geographic y pegarlas en una hoja.

–Genial. Gracias a ambos.

Empezamos a caminar hacia nuestra mesa de laboratorio, cada uno elige un pasillo distinto, pero el señor Chavez me detiene.

–¿Prudence? Dejemos la vara en la pizarra, odiaría que el señor Erickson sea empalado cuando falta tan poco para que termine el año.

Mis compañeros se ríen mientras camino hasta el frente, apoyo la vara e intento no sentirme avergonzada. Con las manos libres, tomo la maqueta y la llevo hasta la mesa conmigo.

Quint apoya su rostro sobre su mano y se cubre la boca en tanto me ve acercarme. O mira el modelo. Desearía poder descifrarlo. Desearía poder ver culpa por saber que no hizo nada para ayudarme con esta parte del proyecto. O, por lo menos, por haber llegado tarde el día más importante del año y haberme dejado sola. Hasta amaría ver algo de vergüenza cuando se dé cuenta de que mi parte del proyecto superó ampliamente la suya. O tal vez, que mostrara algo de aprecio por mi iniciativa para sostener nuestro “equipo” durante todo este año.

Apoyo la maqueta y me siento. Nuestras banquetas están en puntas opuestas de la mesa, un instinto para mantener tanto espacio entre nosotros como sea posible. Mi muslo derecho tiene moretones de tanto estrujarlo contra la pata de la mesa.

Quint despega su mirada de la maqueta.

–Pensé que habíamos decidido no incluir los paseos en bote hacia Adelai ya que pueden perturbar a la población de elefantes marinos.

Mantengo mi atención concentrada en el señor Chavez mientras toma su lugar en el frente del salón.

–Si quieres que la gente se preocupe por los elefantes marinos debes mostrarles los elefantes marinos y no los que están casi muertos y son alimentados con biberones en refugios.

Abre la boca y puedo sentir cómo elabora su respuesta. Me preparo para desestimar cualquier comentario inútil que pueda hacer. Mi furia vuelve a incrementar. Quiero gritar: “¿No podías estar aquí? ¿Solo esta vez?”.

Pero Quint se detiene y sacude la cabeza así que también contengo mi enojo.

Nos quedamos en silencio, la maqueta descansa entre nosotros, uno de los informes está a centímetros de mi mano, aunque me niego a tomarlo. Puedo ver la carátula. Por lo menos conservó el título que acordamos: “Conservación a través de ecoturismo en Fortuna Beach”. Informe de Prudence Barnett y Quint Erickson. Biología Marina, Sr. Chavez. Debajo de nuestros nombres hay una triste fotografía de un animal marino, tal vez una nutria o un lobo marino o hasta una foca quizás, nunca puedo distinguirlos. Está enredado en un sedal de pesca, envuelto como si fuera una momia y tiene laceraciones profundas en su garganta y aletas. Sus ojos negros miran a la cámara con la expresión más trágica que vi en mi vida.

Trago saliva. Es efectiva para evocar sentimientos, le concederé eso.

–Veo que pusiste mi nombre primero –digo. No estoy segura por qué lo hago. No estoy segura por qué digo la mitad de las cosas que digo cuando estoy cerca de Quint. Algo en él me impide físicamente mantener la boca cerrada. Es como si siempre hubiera una bala más en mis municiones y no pudiera evitar dar cada disparo.

–Lo creas o no, sé cómo ordenar alfabéticamente –masculla como respuesta–. Después de todo, egresé del jardín de infantes.

–Sorprendentemente –replico y Quint suspira.

El señor Chavez termina con sus anotaciones y le sonríe a la clase.

–Gracias a todos por las fantásticas presentaciones grupales. Estoy impresionado por todo el trabajo duro y la creatividad que vi este año. Mañana les informaré sus calificaciones. Por favor, entreguen sus informes de laboratorio finales.

Chillan sillas y hay ruido de papeles cuando mis compañeros buscan el informe en sus mochilas. Miro a Quint y espero.

Me devuelve la mirada, confundido.

Alzo una ceja.

–¡Oh! –sus ojos se ensanchan, acerca su mochila y comienza a revolver entre el caos–. Me olvidé del informe final.

¡Qué sorpresa?

–¿Olvidaste traerlo? –digo–. ¿U olvidaste hacerlo?

–¿Ambos? –responde después de una pausa y hace una mueca.

Pongo mis ojos en blanco mientras alza una mano, su vergüenza momentánea ya está evaporándose.

–No tienes que decirlo.

–¿Decir qué? –replico, pero una ráfaga de palabras como “incompetente”, “perezoso” y “sin remedio” merodean por mis pensamientos.

–Hablaré con el señor Chavez –dice–. Le diré que fue mi error y que puedo enviarle el informe por correo electrónico esta noche…

–No te molestes –abro mi carpeta de Biología, el informe de laboratorio final descansa arriba de todo, tipeado prolijamente y hasta incluí un gráfico de torta extra sobre toxicología. Me inclino sobre la mesa y apoyo el informe en la pila de hojas.

Cuando miro atrás, Quint luce… ¿enojado?

–¿Qué? –pregunto.

Señala el informe, que ahora desapareció entre los demás.

–¿No creías que lo iba a hacer?

–Y tenía razón.

Giro para enfrentarlo.

–¿Qué pasó con ser un equipo? Quizás, en vez de hacerlo por tu cuenta, podrías habérmelo recordado. Lo hubiera hecho.

–No es mi trabajo recordarte que hagas la tarea. Y si vamos al caso, que debes llegar a clase a tiempo.

–Estaba…

Lo interrumpo alzando mis manos con exasperación.

–Lo que sea. No importa. Solo agradezcamos que este “equipo” terminó al fin.

Hace un ruido con su garganta y, aunque creo que está concordando conmigo, me molesta de todas formas. Llevé adelante a este equipo todo el año e hice mucho más que mi parte. En cuanto a mi concierne, soy lo mejor que le pudo haber sucedido.

–Ahora bien. –El señor Chavez toma los últimos informes que llegan al frente–. Sé que mañana es su último día de tercer año de secundaria y que todos están ansiosos por disfrutar de sus vacaciones, pero deben venir al colegio igual, lo que significa que aquí está su tarea. –La clase emite un gruñido colectivo mientras el profesor destapa su marcador verde y comienza a garabatear en la pizarra–. Lo sé, lo sé. Pero piénsenlo así: está podría ser mi última oportunidad para impartirles mi sabiduría superior. Denme un momento, por favor.

Saco una pluma y comienzo a copiar la tarea en mi cuaderno.

Quint no lo hace.

Cuando suena la campana, es el primero en salir del salón.

3

–En general, no me opongo a hacer tarea –dice Jude mientras pasa las páginas de su libro de Biología Marina mecánicamente–. Pero ¿tarea en el anteúltimo día de clases? Eso es característico de un líder supremo tiránico.

–Ya deja de quejarte –dice Ari escondida detrás del menú. Cada vez que venimos, se toma su tiempo para estudiarlo, aunque siempre terminamos pidiendo lo mismo–. Por lo menos tienen vacaciones de verano. Nuestros profesores nos dieron una lista detallada de lecturas y deberes para “mantenernos ocupados” durante las vacaciones. Julio es el mes de la mitología griega. Por favor.

Jude y yo compartimos una expresión de consternación. Los tres estamos sentados en una cabina en Encanto, nuestro lugar preferido en la calle principal. El restaurante es una trampa para los turistas, ubicado justo en la salida de la carretera; hasta se pueden ver rastros de la playa desde las ventanas del frente. Solo se llena de gente los fines de semana, así que es el lugar ideal para pasar el tiempo después de la escuela. En parte porque la combinación de comida mexicana y puertorriqueña es increíblemente buena. Y en parte porque Carlos, el dueño, nos da toda la soda y los nachos con salsa que podamos comer gratis sin quejarse de que ocupamos una valiosa cabina. Si soy honesta, creo que le gusta tenernos cerca, incluso si solo ordenamos comida entre las tres y las seis de la tarde para recibir el descuento del 50 % en los aperitivos especiales.

–¿Qué? –pregunta Ari cuando nota nuestras expresiones.

–Estudiaría mitología griega en vez de plancton cualquier día de la semana –responde Jude gesticulando hacia una ilustración en el libro.

Ari resopla en señal de “ustedes no lo entienden”. Y tiene razón. Desde que nos conocimos hace casi cuatro años, hemos estado discutiendo qué es peor: atender a la prestigiosa secundaria de St. Agnes Prep o sobrevivir a Fortuna Beach High. Jude y yo siempre estamos celosos de los temas desconocidos y los planes de estudio de los que Ari se queja. Por ejemplo: cómo el comercio transcontinental de especias cambió la historia o la influencia del paganismo en las tradiciones religiosas modernas. Mientras que Ari anhela la normalidad de las películas de adolescentes acompañada por la comida de baja calidad del comedor escolar y no tener que vestir un uniforme todos los días.

Y, quiero decir, parece comprensible.

Algo que Ari no puede negar es que St. Agnes tiene un programa musical muy superior a cualquier secundaria pública. Si no fuera por sus clases de Teoría y composición musical, sospecho que Ari les hubiera rogado a sus padres que la transfirieran a otra escuela.

Jude y yo volvemos a concentrarnos en nuestra tarea mientras Ari se distrae con dos mujeres compartiendo un postre en la mesa del costado. Tiene su cuaderno delante de ella y tiene su rostro de estar pensando en una rima para que funcione la letra de su canción. Imagino una balada sobre budín de coco y amor incipiente. Casi todas las canciones de Ari son sobre las primeras etapas de un romance o sobre la angustia turbulenta de amores que terminan mal. Nunca sobre un punto intermedio. Aunque creo que eso podría decirse de casi todas las canciones.

Leo la consigna otra vez con la esperanza de que tal vez inspirará una idea.

–Doscientas cincuenta palabras sobre un tipo de adaptación submarina que sería útil en nuestra vida sobre el nivel del mar.

No es una tarea difícil. Debería haber terminado hace una hora. Pero pasé las últimas noches terminando el proyecto de ecoturismo y mi cerebro se siente como si hubiera pasado por una trituradora de carne.

–¡Eso es! ¡El tiburón peregrino! –dice Jude y marca su libro con un dedo. La imagen muestra a un tiburón definitivamente espeluznante con su enorme boca abierta, pero no tiene dientes gigantes y filosos, sino algo que parece ser su esqueleto o sus costillas o algo que se extiende hasta su cuerpo. Me recuerda a la escena de Pinocho siendo tragado por la ballena–. Mientras nada recoge la comida que se cruza en su camino.

–¿Y eso cómo sería útil? –pregunto.

–Eficiencia. Podría tragar toda la comida que vea. Nunca tendría que masticar o detenerme para comer. –Hace una pausa y sus ojos se tornan pensativos–. De hecho, sería un gran monstruo para Calabozos y Dragones.

–Sería un monstruo asqueroso –replico.

Mi hermano encoge los hombros y garabatea una nota en un cuaderno de dibujo que siempre tiene bajo el codo.

–Tú eres la que está obsesionada con administrar tu tiempo.

Tiene un punto. Gruño y hojeo mi libro por sexta vez mientras Jude toma la computadora portátil que compartimos y la acerca a él. En vez de abrir un nuevo documento, simplemente elimina mi nombre y lo reemplaza con el suyo antes de empezar a tipear.

–Aquí tienen, pequeñas abejas trabajadoras –dice Carlos y apoya una canasta con nachos, guacamole y dos tipos de salsa; una dulce a base de guayaba para Jude y para mí y una extra picante, pseudomasoquista del tipo “¿por qué alguien se haría esto?” para Ari–. ¿No terminó la escuela todavía?

–Mañana es nuestro último día –explica Jude–. Ari terminó la semana pasada.

–¿Eso significa que los veré más o menos?

–Más –responde Aire sonriéndole–. Básicamente viviremos aquí este verano, si no tienes problemas con eso –Ari tiene un enamoramiento de colegiala por Carlos desde que comenzamos a venir aquí. Lo que podría parecer un poco extraño considerando que el dueño de Encanto está cerca de los cuarenta, salvo que se parece bastante a un joven Antonio Banderas. Eso se suma a su acento puertorriqueño y al hecho de que el hombre sabe cocinar. ¿Quién puede culpar a una chica por estar un poco embelesada?

–Siempre son bienvenidos –dice–. Pero intenten no aprovecharse demasiado de mi política de recargar bebidas sin cargo, ¿sí?

Le agradecemos por los nachos y se marcha para atender otra mesa.

–Listo –Jude se reposa contra el asiento y limpia sus manos.

–¿Qué? –despego la mirada de una fotografía de un pez rape–. ¿Ya terminaste?

–Solo son doscientas cincuenta palabras. Y esta tarea no contará para nada. Confía en mí, Pru, es una manera del líder tiránico de poner a prueba nuestra lealtad. No lo pienses demasiado.

Frunzo el entrecejo. Ambos sabemos que es imposible que no lo piense demasiado.

–Ese es bueno –dice Ari y señala con su nacho hacia el libro. Una gota de salsa aterriza en la esquina de la página–. Ups, lo lamento.

–No quiero ser un pez rape. –Limpio la mancha con mi servilleta.

–La consigna no dice qué quieres ser –dice Jude–, solo pide una especie de adaptación que podría ser útil.

–Tendrías una linterna incorporada –añade Ari–. Eso podría ser útil.

Tarareo pensativa. No es terrible. Podría incluir algo sobre ser una luz brillante en momentos oscuros, lo que tal vez sea un poco poético para una tarea de ciencias, pero igual.

–Está bien –digo y posiciono la computadora en frente de mí. Guardo el documento de Jude antes de empezar uno nuevo.

Acabo de terminar mi primer párrafo cuando suena una conmoción en la puerta del restaurante. Echo un vistazo y veo a una mujer jalando de un carro con ruedas repleto de parlantes, equipo electrónico, una pequeña televisión, una pila de tres… carpetas y varios cables.

–¡Llegaste! –dice Carlos desde detrás de la barra tan fuerte que, de repente, todos están mirando a la mujer. La recién llegada se detiene y parpadea para que sus ojos se ajusten al cambio de la luz brillante del sol a la iluminación tenue del restaurante. Carlos se apresura hacia ella y toma el carro–. Llevaré eso. Pensé que podías instalarte por aquí.

–Oh, gracias –agradece y acomoda un largo flequillo teñido de color rojo cereza. Además de los mechones que casi cubren sus ojos, su cabello está peinado en un rodete alto desprolijo; pueden verse sus raíces rubias. Viste prendas que demandan atención: botas de vaquera desgastadas, jeans oscuros que tienen tantos agujeros como tela sana, un top de terciopelo color borgoña y suficientes bisuterías para hundir a un pequeño barco. Es muy diferente de las ojotas y short de surf que la gente viste en la calle principal a esta altura del año.

También es hermosa. De hecho, deslumbrante. Pero es un poco difícil darse cuenta por la capa de delineador negro y labial violeta corrido. Si fuera local, definitivamente la hubiera visto, pero estoy segura de que nunca la vi.

–¿Qué te parece aquí? –pregunta Carlos ignorando el hecho de que la mayoría de sus clientes los están mirando.

–Perfecto. Maravilloso –responde con un leve acento sureño. Carlos, que suele ofrecer música en vivo los fines de semana, se para en la pequeña plataforma en donde se presentan las bandas. Se toma un segundo para inspeccionar el área antes de señalar a la pared–. ¿Ese es el único toma corriente?

–Hay otro allí atrás –Carlos aleja un carro con vajilla sucia de la esquina.

–Excelente. –La mujer pasa un minuto girando en su lugar e inspeccionando los televisores instalados por todo el restaurante, casi siempre transmiten eventos deportivos–. Sí, genial. Funcionará. Tienes un lindo lugar.

–Gracias. ¿Necesitas ayuda para acomodarte o…?

–Nah, yo puedo. No es la primera vez que hago esto.

Lo ahuyenta con las manos.

–Bueno, está bien –Carlos da un paso hacia atrás–. ¿Puedo traerte algo de tomar?

–Oh. Eh… –piensa unos pocos segundos–. ¿Un Shirley Temple?

–Seguro –Carlos ríe.

Carlos regresa al bar y la mujer comienza a mover mesas e instalar los equipos que trajo. Después de unos minutos toma la pila de carpetas y se acerca a la mesa más cercana. Nuestra mesa.

–¿Acaso ustedes forman parte de la distinguida juventud de Fortuna Beach? –pregunta observando nuestros libros y computadoras.

–¿Qué está sucediendo? –indaga Ari, señalando con la cabeza hacia las cosas que trajo la desconocida.

–¡Tardes semanales de karaoke! –responde la mujer–. Bueno, de hecho, hoy es la primera, pero esperamos que sea algo semanal.

¿Karaoke? Inmediatamente me cubren imágenes de ancianos canturreando, señoras en sus cincuentas graznando y unos cuántos ebrios que no pueden seguir la melodía y… oh, no. Allí se van nuestras sesiones de estudio en silencio. Al menos el año escolar ya casi termina.

–Soy Trish Roxby y seré su anfitriona –sigue. Cuando nota nuestras expresiones poco entusiasmadas, señala el bar con su pulgar–. ¿No vieron los carteles? Carlos me dijo que lo ha estado publicitando hace algunas semanas.

Le hecho un vistazo al bar, tardo un minuto, pero luego lo noto. En la pizarra para tiza al lado de la puerta, sobre la lista de los especiales del día, con letra desprolija, alguien garabateó: únete a nuestro karaoke semanal, todos los jueves a las 18:00 a partir de junio.

–Entonces, ¿se nos unirán esta tarde? –pregunta Trish.

–No –respondemos Jude y yo al unísono.

–No es tan terrible como parece –ríe Trish–. Lo juro, puede ser muy divertido. Además, a las chicas les gusta les canten serenatas, ¿sabes?

Al darse cuenta de que le está hablando a él, Jude se avergüenza inmediatamente.

–Eh. No. Ella es mi hermana melliza. –Inclina la cabeza hacia mí y luego gesticula hacia Ari–. Y nosotros no somos… –no termina la oración.

–¿En serio? ¿Melliza? –Trish ignora lo que sea que Ari y Jude no sean. Sus ojos se posan en mi hermano y en mí por un momento y luego asiente lentamente–. Sí, es verdad. Ahora me doy cuenta.

Está mintiendo. Nadie cree que Jude y yo somos familia, mucho menos mellizos. No nos parecemos en nada. Él mide un metro ochenta y cinco y es delgado como papá. Yo mido uno sesenta y siete, y tengo curvas como mamá. (A nuestra abuela le encanta bromear y decir que robé los kilos extra de bebé de mi hermano en el útero y me los quedé para mí. Nunca me pareció una broma particularmente divertida cuando éramos niños y no cambié de opinión con el paso del tiempo. Inserte emoji con los ojos en blanco aquí).

Jude es rubio y superpálido, casi como un vampiro. Su piel se quema a los treinta segundos de entrar en contacto con el sol, lo que hace que vivir en el sur de California no sea ideal para él. Por otro lado, yo tengo cabello castaño y tendré un bronceado semidecente a fines de junio. Jude tiene pómulos, yo tengo hoyuelos. Jude tiene labios carnosos que lo hacen lucir como un modelo de catálogo, aunque odia que diga eso. ¿Y yo? Bueno, por lo menos tengo mi labial.

–Entonces –Trish se aclara la garganta luego de un instante de incomodidad–, ¿alguno hizo karaoke antes?

–No –responde Ari–, aunque pensé en hacerlo.

Jude y yo intercambiamos miradas porque, a decir verdad, sí hemos participado en karaokes antes. Muchas veces. Cuando éramos niños, nuestros padres solían llevarnos a un pub-restaurante que tenía un karaoke apto para familias el primer domingo del mes. Cantábamos a todo pulmón una canción de los Beatles tras otra y papá siempre terminaba “su set”, como él le decía con Dear Prudence y después nos llamaba para cantar todos juntos Hey Jude. Al final de nuestro turno, todo el restaurante cantaba Naaaa na na... nananana! Hasta Penny se sumaba, aunque solo tenía dos o tres años y probablemente no tenía idea de lo que estaba sucediendo. Era como mágico.

Una pequeña parte nostálgica de mí se ilumina al pensar en la versión ligeramente desafinada de papá de Penny Lane y en los intentos un poco exagerados de mamá de Hey Bulldog. Pero una vez, cuando tenía diez u once años, un borracho en la audiencia gritó: “¡Tal vez esa niña debería pasar menos tiempo cantando y más tiempo haciendo abdominales!”.

Todos sabíamos a quién se refería. Y, bueno, la magia se arruinó después de eso.

Ahora que lo pienso, puede que ese haya sido el inicio de mi ansiedad al hablar en público y de mi miedo general de que todos estén observándome, criticándome y esperando que me humille a mí misma.

–Bueno, chicos, solo piénsenlo –dice Trish y apoya la carpeta al lado de los nachos. Toma una pluma y una hoja de papel de un bolsillo y también los apoya–. Si encuentran una canción que quieran cantar, solo escríbanla y denme el papel, ¿sí? Y si la canción que quieren no está en la carpeta, díganmelo. A veces puedo encontrarla en internet –nos guiña un ojo y luego se marcha a la próxima mesa.

Nos quedamos mirando la carpeta como si fuera una serpiente venenosa por unos segundos.

–Seh –murmura Jude y comienza a guardar sus cosas en su mochila–, eso no sucederá.

Me siento exactamente igual. Ni, aunque me paguen cantaría delante de un grupo de desconocidos. Es más, tampoco de conocidos. Fortuna Beach no es un pueblo grande y es imposible ir a algún lugar sin encontrarse con un conocido en algún grado. Incluso ahora, echo un vistazo a mi alrededor y veo a la peluquera de mi mamá en el bar y a la gerente del supermercado en una de las mesas pequeñas.

Ari, sin embargo, está mirando fijo a las carpetas. Sus ojos brillan con anhelo. La he escuchado cantar, no es mala. Por lo menos sé que puede sostener una nota y no desafinar. Además, quiere ser compositora. Ha soñado con escribir canciones desde que era una niña. Y todos sabemos que, para tener algún tipo de éxito, habrá oportunidades en las que probablemente tenga que cantar.

–Deberías intentarlo –digo y deslizo la carpeta hacia ella.

–No lo sé –se encoge de miedo–, ¿qué cantaría?

–¿Cualquier canción grabada en los últimos cien años? –responde Jude. Ari lo mira de mala manera, aunque es claro que su comentario le complació.

Ari ama la música de todo tipo. Es una Wikipedia caminante de todo, desde jazz de 1930, punk de los ochenta hasta indie moderno. De hecho, es probable que nunca nos hubiéramos conocido de no ser por su obsesión. Mis padres son dueños de una disquería a una manzana de la calle principal; Ventures Vinyl, en honor a una popular banda de surf-rock de los sesenta. Ari comenzó a comprar en la tienda cuando estábamos terminando la escuela primaria. La mesada que sus padres le daban era mucho más dinero del que yo recibí jamás, y, cada mes, traía el dinero que ahorraba y compraba tantos discos como podía.

Mis padres adoran a Ari, bromean que es su sexta hija. Les gusta decir que Ari sola ha mantenido la tienda abierta estos últimos años, lo que sería encantador si no temiera que, de hecho, pudiera ser bastante cercano a la verdad.

–Podríamos hacer un dueto –dice Ari y me mira con esperanza.

Reprimo mi “no” instintivo y vehemente, en cambio, gesticulo con desgano hacia mi libro.

–Lo lamento, todavía estoy intentando terminar esta tarea.

–Jude tardó diez minutos –Ari frunce el ceño–. Vamos, una canción de los Beatles, ¿quizás?

No estoy segura de si su sugerencia se basa en mi amor por los Beatles o porque, probablemente, sea la única banda de la que sé casi todas las letras. Al crecer en una disquería, mis hermanos y yo hemos estados expuestos a una gran variedad de música, pero nada, a los ojos de mis padres, podrá competir con los Beatles. Hasta nombraron a sus cinco hijos inspirados en sus canciones: Hey Jude, Dear Prudence, Lucy in the Sky with Diamonds, Penny Lane y Eleanor Rigby.

Suspiro cuando noto que Ari sigue esperando una respuesta.

–Tal vez, no lo sé. Necesito terminar esto.

Mientras Ari sigue pasando las hojas con canciones, intento volver a concentrarme en la tarea.

–Un Shirley Temple suena bastante bien –dice Jude–. ¿Alguien más quiere uno?

–¿No es un poco femenino? –bromeo.

–Estoy lo suficientemente cómodo con mi masculinidad.

Encoge los hombros y se desliza en su asiento.

–¡Quiero tu cereza! –Ari grita detrás de él.

–Ey, estás coqueteando con mi hermano.

Jude hace una pausa, me mira a mí y después a Ari, luego su rostro se pone rojo. Nosotras estallamos en risa. Jude sacude la cabeza y camina hacia la barra.

–Sí, ¡también queremos uno! –grito formando un túnel alrededor de la boca con mis manos.

Jude hace un gesto sin mirarnos para hacerme saber que me escuchó.

No podemos cruzar la línea que divide la zona para mayores de veintiuno, así que Jude se detiene en la barrera invisible para darle nuestra orden al camarero.

Logré escribir otro párrafo más para cuando Jude regresa cargando tres vasos altos repletos de soda burbujeante rosa con cerezas extra. Sin preguntar, Ari usa una cuchara y toma las cerezas de mi vaso y las de Jude y las deja caer en su propia bebida.

–Hola a todos. ¡Bienvenidos a nuestra primera tarde semanal de karaoke! –dice Carlos a través del micrófono que Trish trajo con ella–. Mi nombre es Carlos y soy el dueño de este lugar. Realmente valoro que vengan aquí y espero que se diviertan. No sean tímidos. Aquí somos todos amigos, ¡así que anímense y hagan su mejor esfuerzo! Terminada la introducción, me complace presentarles a nuestra anfitriona, Trish Roxby.

Algunas personas aplauden cuando Trish toma el micrófono y Carlos empieza a caminar hacia la cocina.

–Alto, alto, ¿no cantarás? –pregunta Trish. Carlos gira en el lugar con los ojos bien abiertos y aterrorizados. Suelta una pequeña risita.

–¿Tal vez la semana que viene?

–Te lo recordaré la semana que viene –responde Trish.

–Dije “tal vez” –replica Carlos y retrocede unos pasos más.

–Hola, gente –Trish les sonríe a los comensales del restaurante–, estoy muy emocionada por estar aquí esta noche. Sé que a nadie le gusta ir primero, así que yo misma empezaré esta fiesta. Por favor, traigan los papeles y díganme qué quieren cantar ustedes esta noche, caso contrario, tendrán que escucharme durante las próximas tres horas.

Toca algo en su máquina y un riff de guitarra estalla en los parlantes: I Love Rock and Roll de Joan Jett.

Intento no gruñir, pero… por favor. ¿Cómo se supone que vaya a concentrarme y termine esta tarea con eso de fondo? Estamos en un restaurante, no en un concierto de rock.

–Esto es, eh, inesperado –dice Jude.

–Lo sé –replica Ari mientras asiente con la cabeza–. Canta muy bien.

–Eso no –Jude me da un pequeño codazo–. Mira, Pru, es Quint.

4

Alzo la cabeza rápidamente. Por un segundo, estoy segura de que Jude está bromeando. Pero no… allí está. Quint Erickson, deambulando al lado del cartel que dice siéntese usted mismo cerca de la puerta. Está con una chica que no reconozco, es asiática, de contextura pequeña, su cabello está peinado en dos rodetes relajados detrás de sus orejas. Tiene shorts de jean y una camiseta desteñida que tiene una imagen de Pie Grande con las palabras: Campeón mundial de las escondidas.

A diferencia de Quint, quien está observando a Trish cantar a todo volumen, la chica está concentrada en su teléfono.

–Guau –dice Ari, se inclina sobre la mesa y baja su tono de voz, a pesar de que no hay manera de que alguien pueda oírnos sobre las estrofas guturales de Trish Roxby–. ¿Ese es Quint? ¿El Quint?

–¿Qué quieres decir con el Quint? –Frunzo el ceño.

–¿Qué? Es de lo único que has hablado este año.

–¡No es verdad! –Se me escapa una risa dura y sin humor.

–Medio que sí –dice Jude–. No sé quién está más emocionado por las vacaciones. Tú para no tener que lidiar más con él o yo por no tener que seguir escuchándote quejarte de él.

–Es más lindo de lo que imaginé –dice Ari.

–Oh, sí, es un galán –replica Jude–. Todos aman a Quint.

–Solo porque su ridiculez le resulta atractiva al común denominador de la sociedad más bajo.

Jude resopla.

–Además –disminuyo la voz–, no es tan atractivo. Esas cejas.

–¿Qué tienes en contra de sus cejas? –pregunta Ari y me mira como si tal vez debería avergonzarme por haber sugerido algo semejante.

–Por favor, son gigantes. Además, su cabeza tiene forma rara. Es como… un cuadrado.

–Prejuiciosa –murmura Ari y me lanza una mirada en broma que se inyecta debajo de mi piel.

–Solo digo.

No cederé en este punto. Es verdad que Quint no es poco atractivo. Lo sé. Cualquiera con ojos lo sabe. Pero sus rasgos faciales no son elegantes. Tiene ojos marrones aburridos e insulsos y, si bien estoy segura de que debe tener pestañas, jamás llamaron mi atención. Todo esto sumado a su bronceado permanente, su cabello corto y ondulado y su sonrisa idiota. En otras palabras, luce igual que todos los chicos surfistas de la ciudad. Es decir, completamente olvidable.

Apoyo mis dedos en el teclado y me rehúso a permitir que Quint, la tarde de karaoke o cualquier otra cosa descarrile mi concentración. Esta es la última tarea del año escolar. Puedo hacerlo.

–¡Hola, Quint! –grita Jude, su mano sale disparada hacia arriba y lo saluda.

–¡Traidor!

Estoy boquiabierta.

–Lo lamento, hermana. –Jude me mira con una mueca–. Me vio y entré en pánico.

Inhalo lentamente a través de mis fosas nasales y me atrevo a echar un vistazo hacia la puerta del restaurante. Es verdad, Quint y su amiga están caminando hacia nosotros. Él sonríe como siempre; es como uno de esos cachorros un poco tontos que son incapaces de darse cuenta de que están rodeados por amantes de los gatos. Simplemente asumen que todos están felices por verlos, todo el tiempo.

–Jude, ¿todo bien? –pregunta Quint. Su atención cae sobre mí y observa mi libro y la computadora, su sonrisa es endurece un poquito–. Prudence, trabajando duro, como siempre.

–El trabajo de calidad no aparece de la nada –respondo.

–¿Sabes? –Chasquea los dedos–. Yo también solía creer eso, pero después de trabajar un año contigo, empiezo a tener mis dudas.

–Qué placer encontrarte aquí. –Entrecierro los ojos, mi sarcasmo es tan filoso que casi me corta. Vuelvo a mirar la pantalla. Necesito un segundo para recordar cuál era la consigna.

–Quint –dice Jude–, esta es nuestra amiga Araceli. Araceli, Quint.

–Hola –saluda Quint. Desvío solamente mis ojos y veo que chocan los puños. Cuando Quint inicia el movimiento, parece el saludo más sencillo y natural del mundo, a pesar de que no creo haber visto a Ari saludar a alguien de esa manera–. Un placer conocerte, Araceli. Lindo nombre. No vienes a nuestra escuela, ¿no?

–No. Voy a St. Agnes –responde–. Y puedes decirme Ari.

Pongo mala cara, pero mi cabeza está baja así que nadie puede verme.

–Ari, ah, ella es Morgan. Va a la universidad comunitaria en Turtle Cove. –Quint gesticula hacia la chica, quien se detuvo unos pasos atrás y está observando el escenario con algo parecido a consternación.

–Un placer conocerlos –dice, educada pero distante.

Hay una ronda incómoda de saludos, pero la atención de Morgan ya regresó al escenario, donde alguien canta una canción country sobre cervezas frías y pollo frito.

–Morgan dice que la comida de aquí es genial –explica Quint–. Quiere que pruebe… ¿Qué era? Ton… Toll…

Mira a su amiga para pedir ayuda.

–Tostones –responde y vuelve a mirar su teléfono. Luce enojada mientras toca la pantalla con sus pulgares; imagino un intercambio de mensajes bélicos entre ella y su novio.

–Son muy ricos –afirma Jude.

Quint señala hacia el karaoke.

–No esperaba que la comida estuviera acompañada de entretenimiento gratis.

–Nosotros tampoco –murmuro.

–Es algo nuevo que está intentando el restaurante –Ari empuja la carpeta con canciones hacia ellos–. ¿Cantarás?

Quint se ríe, suena casi autocrítico.

–Nah, les tendré piedad a las pobres personas de la rambla. Odiaría espantar a los turistas cuando la temporada recién empieza.

–Todos creen que cantan terrible –dice Ari–, pero muy pocas personas son tan malas como creen.

–Disculpa –Quint inclina la cabeza hacia un costado y sus ojos saltan de Ari a mí–, ¿eres a amiga de ella?

–¿Perdón? –replico–. ¿Qué significa eso?

–Estoy tan acostumbrado a tus críticas –encoje los hombros–; es extraño conocer a alguien que me da el beneficio de la duda.

–¡Ey, miren! –grita Jude–. ¡Es Carlos! Justo a tiempo para evitar un momento dolorosamente incómodo.

Carlos pasa por al lado de nuestra mesa cargando una bandeja con vasos vacíos.

–Solo vengo a ver cómo está mi mesa favorita. ¿Se les unirán? ¿Puedo ofrecerles algo de beber?

–Eh… –Quint le echa un vistazo a Morgan–. Seguro, una bebida suena bien. ¿Qué están tomando? –señala a nuestros vasos con líquido rojizo.

–Shirley Temple –dice Ari.

–Esa es una actriz, ¿no? –Quint luce confundido.

–¿Alguna vez probaste uno? –Ari se endereza–. Sí, era una actriz, se hizo famosa cuando era niña. Pero la bebida… deberías probarla. Piensa en felicidad en un vaso.

–Piensa diabetes y una falta severa de dignidad –masculla Morgan todavía concentrada en su teléfono.

Quint le lanza una mirada casi divertida con una pizca de algo que parece lástima. Me molesta reconocer esa expresión. Me ha mirado de esa manera casi todos los días desde el inicio del año escolar.

–Acabo de darme cuenta de que probablemente te llevarías bien con Prudence –dice.

Morgan alza la mirada, confundida y sé que se está preguntando quién es Prudence, pero en vez de indagar dice:

–¿Por qué eso sonó como un insulto?

–Larga historia –Quint sacude la cabeza y luego mira a Carlos y asiente–. Tomaremos dos Shirley Temple.

–No, paso –interviene Morgan–. Tomaré un café helado con leche de coco.

–Seguro –dice Carlos–. ¿Se unirán a mis clientes habituales?

Quint le echa un vistazo a nuestra cabina; es grande, podrían caber hasta ocho personas si quisiéramos sentarnos cerca. Definitivamente, entrarían dos más.

Pero su mirada cae sobre mí y mi mirada helada y, por milagro, recibe el mensaje.

–De hecho… –Gira en su lugar. El restaurante se está llenando rápido, pero hay una mesa cerca del escenario que acaba de ser liberada; dejaron atrás una bandeja a medio terminar de nachos y servilletas arrugadas–. ¿Esa mesa está libre?

–Sí, haré que la limpien para ustedes –Carlos señala el libro de canciones–. No sean tímidos, niños. Necesitamos más cantantes. Escriban sus canciones, ¿sí? Te estoy mirando a ti, Pru.

Quint hace un sonido con su garganta, algo entre desconcierto y diversión. Hace que sienta un escalofrío.

–Gracioso –dice cuando Carlos se dirige a la barra.

–¿Qué es gracioso? –pregunta.

–La idea de verte cantar karaoke.

–Puedo cantar –respondo a la defensiva, antes de sentirme obligada a añadir–. Me defiendo.

–Estoy seguro de que puedes –dice Quint sonriendo porque, ¿cuándo no está sonriendo?–. Es solo difícil imaginarte lo suficientemente relajada para hacerlo.

Relajada.

No lo sabe, o tal vez sí, pero Quint acaba de tocar un punto sensible. Tal vez sea porque soy perfeccionista. O porque sigo las reglas o me gusta destacarme, el tipo de persona que preferiría ser la anfitriona de una sesión de estudio en vez de una fiesta. Tal vez sea porque mis padres me dieron el desafortunado nombre de Prudence.

No me gusta que me digan que me relaje.

Puedo relajarme. Puedo divertirme. Quint Erickson no me conoce.

Jude, sin embargo, me conoce demasiado bien. Me está observando, su expresión está ensombrecida con preocupación. Luego, gira hacia Quint.

–En realidad, Pru y yo solíamos ir a un karaoke todo el tiempo cuando éramos niños –dice un poco demasiado fuerte–. Mi hermana solía entonar una versión brillante de Yellow Submarine.

–¿De verdad? –dice Quint, sorprendido. Está mirando a Jude, pero luego su mirada de desliza hacia mí y puedo ver que no tiene idea de que mi sangre hierve en este momento–. Pagaría dinero para verlo.

–¿Cuánto? –escupo.

Se detiene, no está seguro si estoy bromeando o no.

Una camarera aparece y les señala la mesa ahora libre de platos viejos y con dos vasos de agua.

–Su mesa está libre.

–Gracias –dice Quint. Parece aliviado de tener un escape de esta conversación. Estoy eufórica–. Fue bueno verte, Jude. Un placer conocerte… Ari, ¿no? –vuelve a mirarme a mí–. Supongo que te veré en clase.