Keyle la Pelirroja - Isaac Bashevis Singer - E-Book

Keyle la Pelirroja E-Book

Isaac Bashevis Singer

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Beschreibung

Corre el año 1911 cuando Keyle, una prostituta judía, conoce al amor de su vida, Yarme, ex convicto. La joven pareja sueña con escapar de la miseria del gueto de Varsovia, donde viven bajo la constante amenaza de los pogromos, así que cuando Max, un viejo conocido, les ofrece participar en sus lucrativos negocios en Sudamérica, no lo dudan ni un momento. Pero Max también se siente atraído por Yarme, y surge un funesto triángulo amoroso que atormentará a Keyle tanto en las oscuras calles del gueto como en las avenidas de una gran ciudad estadounidense. En esta brillante novela, inédita en español, Singer retrata, con la maestría de Dickens o Dostoievski, los bajos fondos de la comunidad judía poblándolos del rico elenco de singulares personajes con los que crea un vívido fresco de toda una sociedad y una época. «La novela nos muestra a un Singer convencido de que salir del gueto psicológico es tan duro como escapar de las circunstancias adversas del origen. La idea de que el pasado siempre nos persigue está aquí en la entraña de la historia. Isaac Bashevis Singer es un consumado contador de historias y Keyle la Pelirroja es de esas novelas que consiguen mantenerse frescas, vivas y conmovedoras, pese al paso de los años». Lourdes Ventura, El Cultural «Padre fundador, es innegable que Singer inauguró la veta más fecunda, iluminadora, perversa, agresiva, inteligente, sutil y ambiciosa de ficción escrita en la segunda mitad del siglo XX. Keyle la Pelirroja se inscribe en el vitalismo amoral con el que el autor parece reescribir a Balzac en clave judía». Gonzalo Torné, La Lectura (El Mundo) «No hay libro de Singer que no muestre la calidad de un contador de historias, de un maestro de la creación de personajes y de la sugerente complejidad que reside en el corazón humano». José María Guelbenzu, Babelia (El País) «En sintonía con esta época tan especial entre el viejo y el nuevo mundo, la pluma de Isaac Bashevis Singer combina la ligereza y la violencia, el humor y la oscuridad, lo grotesco y lo sublime con una asombrosa naturalidad». Javier García Recio, La Opinión de Málaga «Un vivido retrato del gueto de Varsovia y de Nueva York como tierra de promisión, así como del avispero ideológico de comienzos del siglo XX». Iñigo Urrutia, El Diario Vasco «Como un elegante maestro de ceremonias, Singer ofrece en esta inquietante novela una mirada que, de alguna manera, va más allá del trasfondo político y muestra el corazón invisible del alma humana, intangible, oscura, tan oscura como los tiempos de guerra». Diego Gándara, La Razón «He aquí una historia colorida llena de fantasía, que forma parte de la tradición de los cuentos yidis tan queridos por el autor polaco. Una novela que hechiza por su aparente ligereza, pero a la vez tan cruda y tensa, teñida de cierta amargura». Javier García Recio, Abril (El Periódico) «Los buenos novelistas son eternos, y el judío polaco Isaac Bashevis Singer es uno de ellos. Por sus novelas no parece haber transcurrido el tiempo, y Keyle la Pelirroja es un buen ejemplo de esta permanente actualidad, porque Isaac Bashevis Singer huía de las explicaciones y se limitaba a los hechos, y los hechos nunca pierden vigencia». Fulgencio Argüelles, El Comercio «Singer analiza la compleja relación que tuvo con el judaísmo y hace que nos planteemos preguntas universales, como: ¿Dios existe? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué valor tiene la moral y la ética?». David Valiente, Librújula

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ISAAC BASHEVIS SINGER

KEYLE LA PELIRROJA

TRADUCCIÓN DEL YIDDISH

DE RHODA HENELDE Y JACOB ABECASÍS

ACANTILADO

BARCELONA 2023

TABLA

PRIMERA PARTE

I — II — III — IV — V — VI — VII

SEGUNDA PARTE

VIII — IX — X — XI

Glosario de términos hebreos y yiddish

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I

1

Su verdadero nombre era Yirmiyahu Eliézer Holtzman. En la plaza de la calle Krochmalna, sin embargo, no había paciencia para los nombres largos. A él lo llamaban Yarme y añadían el apodo «Bódik» [el ‘Espino’]. A su esposa, Keyle Lea Kupermintz, la conocían como «Di Roite» Keyle, es decir, Keyle la Pelirroja, debido a sus flamígeros cabellos.

Con el nombre bódik se designaba en Varsovia a los arrancamoños que los muchachos se arrojaban mutuamente al invadir la calle en el día de ayuno de Tisha b’Av. Cuando una de esas bolas de espinos daba en la barba de un varón o la cabellera de una fémina, no era nada fácil desenredarla. Y Yarme el Espino, en particular, disfrutaba ejercitando la puntería sobre sus camaradas, así como sobre las muchachas con las que tenía trato.

A sus treinta y dos años, Yarme ya había «visitado» cuatro veces la terrible cárcel de Pawiak, acusado de robo (era un experto en forzar cerraduras), y asimismo lo habían detenido varias veces por negociar, tal como él lo llamaba, con «mercancía viva». Keyle la Pelirroja, a sus veintinueve años, ya había pasado por tres burdeles: uno en la calle Krochmalna, otro en la calle Smocza y el último en Tomkis. Su primer proxeneta fue nada menos que Itche el Ciego. Yarme conoció a Keyle en la posada de la calle Krochmalna, 6. Pasar con ella un día y una noche le bastó para conducirla ante un rabino de la calle Stavsky y pedirle que los casara. A diferencia de otros rabinos, el de la calle Stavsky no hacía demasiadas preguntas a quienes venían a él con intención ya fuera de unirse bajo palio o de divorciarse. Se limitaba a aceptar los tres rublos de rigor y, acto seguido, estampar su firma en el certificado matrimonial o de separación.

Eso sucedió en 1911, unos seis años después de la revolución obrera. Los huelguistas, en cooperación con los que lanzaban bombas, habían conseguido lo suyo y el zar Nicolás II redactó una Constitución. Sólo que la primera Duma, el Parlamento, fracasó y enseguida fueron elegidas una segunda y una tercera. Los partidos políticos rusos y polacos se enfrentaron entonces para alcanzar el poder. Al igual que en Rusia la banda de los Cien Negros, prozarista y antisemita, incitaba a las masas a perpetrar pogromos, en Polonia los nacionalistas llamaban a boicotear la mercancía de los judíos. Cientos de miles de muchachas y muchachos judíos cruzaron clandestinamente la frontera en dirección a Prusia o a Galitzia para, desde allí, marcharse a buscar fortuna en América, al otro lado del océano. Por otra parte, desde hacía años, cada semana los políticos y los periódicos en yiddish venían comparando a la península balcánica con un polvorín; no sólo predijeron la guerra de Serbia, Bulgaria y Montenegro contra los turcos, también el enfrentamiento entre Rusia y Alemania. Los sionistas, pese al fallecimiento del doctor Theodor Herzl en 1904, continuaban celebrando cada año su congreso. Los socialistas, por el contrario, en sus proclamas, definían al sionismo como una fantasía vacía de contenido. Según ellos, los trabajadores judíos deberían luchar por el socialismo en los países donde vivían y dejar de soñar con un país semidesierto y habitado sólo por árabes. El sultán Abdul Hamid1 nunca les otorgaría un fuero propio.

En la posada de la calle Krochmalna, 6, sin embargo, ni leían periódicos ni se ocupaban de política. Eso sí, recordaban el ataque que habían lanzado los socialistas a los bajos fondos de la ciudad. Los rebeldes, irrumpiendo en los burdeles, habían apaleado a las prostitutas, habían rajado la ropa de cama y dejado a su paso multitud de ojos morados y costillas rotas. Desde entonces, ya había pasado mucho tiempo. Un buen número de aquellos agresores fue deportado a Siberia, otros fueron ahorcados en la fortaleza, y muchos de ellos perecieron durante el conocido como «miércoles sangriento».

La verdad es que Yarme el Espino sí era capaz de leer un periódico yiddish. Aunque provenía de los ladrones de Piasek, durante algún tiempo incluso estudió en una yeshive de Lublin. De modo que, cuando algún ladrón o un proxeneta del clan necesitaba enviar una cartita a casa de sus padres, o a Buenos Aires, acudía a Yarme y él se la redactaba en yiddish, añadiendo al final la dirección en ruso.

Yarme acostumbraba a adquirir cada mañana el periódico Di yiddishe Blat, pero en él sólo leía la novela por entregas: La mujer sanguinaria, La dama con velo, y otras parecidas. A menudo le leía a Keyle en voz alta algún fragmento, o le contaba después lo que había sucedido en la novela. Los ojos verdes de Keyle se iluminaban a causa de las ocurrencias de los escritores.

—¡Ay!—solía comentar—. ¡Los escritores tienen unas ideas tan extrañas! Son capaces incluso de juntar una pared con la de enfrente.

—¡Bah! Todo es inventado—replicaba Yarme—. Cuando esos petimetres se sientan con una pluma en la mano, empiezan a imaginar una feria en el cielo. Por sí mismos no son capaces ni de atar a un gato por la cola.

—Todo eso les viene de estudiar la Torá—decía Keyle—. Se sumergen en los grandes tomos de la Guemará y eso les sorbe los sesos…

—Sí, es verdad. Jéskele «Shpigl-glas» [el ‘Espejo’], por ejemplo—contó alguna vez Yarme—, recordaba hasta la letra pequeña de la Torá. Si uno de los nuestros acudía a él para pedirle consejo, empezaba a frotarse la frente como un rabino. Se burlaba de esos idiotas rusos que ocupan media Polonia. Tal era su habilidad que, en cierta ocasión, le birló el reloj de oro al mismísimo jefe de la policía.

—¿Lo pillaron?—preguntó Keyle.

—¡Qué va! Él mismo se lo devolvió. Dijo: «Excelencia, aquí tiene usted su reloj». El alto oficial casi sufrió un ataque de apoplejía.

El matrimonio se sentía a gusto, y no sólo mientras dormían juntos, sino también mientras charlaban. Después de acostarse, en su vivienda de la calle Krochmalna, 8, se pasaban la mitad de la noche conversando. Keyle la Pelirroja conocía millones de chascarrillos, y por cada uno que ella relataba, Yarme soltaba otros diez. Desde que la sacaron de la provincia, veinte años atrás, Keyle nunca se había alejado en Varsovia más allá de la calle Ragatka. Lo más lejos que llegó fue hasta la calle Praga o Pelcevizna. Yarme el Espino, en cambio, se había movido mucho. Durante algún tiempo, acostumbraba a viajar en tren y jugar con los pasajeros a la «cadenita» y otros juegos de azar parecidos, aptos para desplumar a cualquier primo. Después estuvo actuando como contrabandista en Mlova, donde ayudaba a cruzar clandestinamente la frontera a los que se marchaban a América. Más tarde se dedicó a pasar contrabando a Prusia y desde allí a Rusia. No faltó mucho para que lo enviaran en barco a Buenos Aires acompañando a un transporte de hembras. Estaba confabulado con proxenetas y con atracadores de cajas fuertes de media Polonia. En su agenda llevaba anotados los datos de las ferias de toda Rusia. Keyle solía confesarle entusiasmada:

—Yármele,2 soy la mujer más afortunada del mundo. Sólo le pido a Dios una cosa: que no se me tuerza la suerte. Siempre procuro meter dinero en la hucha para los pobres y ruego a Dios por tu salud.

—Keyle, yo no te cambiaría por otra, aunque me dieran tu peso en oro—replicaba Yarme.

—Un amor como el nuestro no ha existido desde que el mundo es mundo—musitaba Keyle.

Pese a ser todo esto verdad, entre ellos habían acordado que si a Yarme le gustaba alguna hembra—o si a ella le atraía algún varón—no deberían molestarse por ello, sino hacer lo que el corazón les pidiera. Con una sola advertencia: no guardar secretos, sino contar inmediatamente después la verdad al otro. Ambos cumplían ese acuerdo.

Durante los dos años y medio que llevaban juntos, Yarme había tenido pocos apaños, y sólo cuando tuvo que viajar fuera de la ciudad. Keyle, sin embargo, aquella misma semana se había entregado por primera vez a Itche el Ciego. Ocurrió mientras éste yacía en el hospital de la calle Czista a raíz de que un vendedor de mercancía robada lo había apuñalado. Itche el Ciego consiguió una habitación individual gracias a sus contactos. Cuando Keyle fue a visitar al enfermo y le ofreció una tarta de queso que había preparado para él, Itche, todavía vendado, le rogó que le permitiera, en nombre de los viejos tiempos, hacer con ella lo que él necesitaba.

Enfermo y con fiebre como estaba, la arrastró a su cama. Todo ello no duró más de un minuto, pues al otro lado de la puerta se encontraba la enfermera, de cháchara con el celador de turno.

Cuando, a la noche siguiente, Keyle contó a Yarme lo que había sucedido, él la cubrió de besos.

—¡Kéileshi—exclamó—, has hecho una buena acción! ¡Enhorabuena!

—Después de que sucediera aquello, lloré todo el día.

—¿Lloraste? ¿Por qué? No eres ninguna muchachita que se haya descarriado. Y yo tampoco soy ningún santo.

—¡Ay, Yármele! Yo quería mantenerme pura para ti, pero él me dio un tirón y, antes de que me diera cuenta, ya había pasado todo. Le escupí en mitad de la cara.

—No debiste hacerlo. Itche el Ciego podría muy bien ser tu padre.

—Entonces, no sientes celos, ¿eh?

—Al contrario.

Yarme exigió a Keyle que le relatara todos los detalles, «cada miguita», le dijo. La interrogó una y otra vez. Se excitó extremadamente y cayó en una especie de embriaguez salvaje. Cierto es que, cuando era Yarme quien confesaba a Keyle sus aventuras con una cocinera de Kalish o con la esposa de un carpintero de Lodz, ella reaccionaba exactamente del mismo modo.

Aquella noche Yarme comenzó a insinuar que Itche el Ciego se estaba haciendo viejo, que ya no era el mismo de antes y que cuando saliera del hospital sería justo invitarlo a casa y dejar que se quedara con ellos varios días, incluso un par de semanas, hasta que se recuperara.

—No olvides que él fue tu primero—dejó caer, de sopetón.

—Yármele, los he olvidado a todos. Vine a ti virgen.

—Una virgen con un certificado en la mano… Recuérdalo: «no seas tonta y saborearás la crema»…

El sábado siguiente, después de la comida del chólent a mediodía, Yarme y Keyle acudieron al hospital para visitar de nuevo a Itche el Ciego e interesarse por su salud. Yarme había comprado para el enfermo una caja de bombones y un bote de caviar, además de un ramo de flores. Mientras la pareja atravesaba la calle llevando los regalos, eran seguidos por las miradas de los vecinos desde las ventanas y balcones.

Keyle, de estatura media y busto prominente, tenía la cintura fina y caderas redondeadas. Sus piernas eran estrechas en los tobillos y anchas en las pantorrillas. En realidad, sus caderas eran rectas como las de un muchacho, pero utilizaba almohadillas como relleno. Sus rizos pelirrojos, bajo el brillo del sol, reflejaban la luz como si estuvieran en llamas.

Yarme, más alto que ella, mantenía una pose esbelta como la de un joven. De mejillas hundidas, sus grandes ojos negros parecían desalineados, mientras que la nariz unas veces se diría que era recta y otras encorvada como el pico de un pájaro. Su mentón era puntiagudo y con un hoyuelo en el centro.

Marido y mujer iban caminando con una ligereza de bailarines. Yarme se había puesto un traje nuevo, una corbata florida sujeta por un alfiler de perla, zapatos marrones con un cierre de hebilla y sombrero hongo. Keyle, por su parte, se había engalanado con un vestido amarillo abierto a ambos lados, zapatos también amarillos con hebillas doradas y altos tacones finos, y finalmente un sombrero adornado con falsas cerezas y flores. Del cuello le colgaba una cadena con un medallón, y de las orejas, unos zarcillos bamboleantes. En ambas muñecas lucía brazaletes.

Todo el mundo sabía hacia dónde se dirigía la pareja: a visitar a Itche el Ciego, que había sido el primero de Keyle y que luego la traspasó a Jáymele, el campesino de Potcheyov. Itche el Ciego se había emparejado entonces con Réitzele la Gorda quien, hasta ese momento, se había negado a convivir con él mientras no mandara a Keyle la Pelirroja a vivir en un barrio diferente.

2

Cuando Yarme y Keyle llegaron, la habitación de Itche el Ciego en el hospital se hallaba, en esta ocasión, repleta de camaradas. Aunque estaba prohibido llevar a los enfermos alimentos de difícil digestión, a Itche le obsequiaron con cebolla picada y frita en grasa de ganso, chólent, kíguel, guefilte fish, tripa rellena con masa, griben, además de vino, licor y coñac. La matrona de un burdel, por su parte, le había llevado al paciente un ramo de una docena de rosas.

Allí estaban todos: Shmuel «Smétene» [el ‘Nata’], Leibush el Larguirucho, Mórdjele «Flam» [el ‘Llama’], Shaye «Tzvániak» [el ‘Sabiondo’] y Réitzele la Gorda, que ahora vivía con un conductor de camiones de carga quince años más joven que ella. Incluso un agente de la policía secreta del séptimo distrito había ido a visitar al enfermo. Itche y la policía eran uña y carne. En aquellos días, los guardias andaban buscando a Bérele «Kishke» [el ‘Tripas’], el vendedor de mercancía robada que había clavado a Itche el cuchillo en el cuello. Todos consideraban un milagro del cielo que hubiera escapado vivo. Y no sólo la policía, también los buenos camaradas de Itche buscaban a Bérele el Tripas por toda Varsovia. Lo calificaban ya de medio cadáver, puesto que, en cuanto lo pillaran, lo matarían.

Itche, ciego de un ojo y con una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda, yacía con el cuello vendado. Era un tipo corpulento, con dos garras capaces de estrangular a un buey, la nariz gruesa, el cabello espeso de color sal y pimienta, un ojo cubierto con un parche negro y el otro malhumorado, abierto, con la mirada seria de un líder. Sin Itche, ¿qué valor tendría la posada de la plaza en la calle Krochmalna, 6? Estaba metido en todo. Es verdad que pertenecía a la vieja generación, y aunque había surgido una nueva hornada de carteristas, chantajistas, bravucones y ladrones comunes que por unos pocos groschen estaban dispuestos a matar a alguien y arriesgar su libertad, ésta aún era lo bastante fuerte para no dejarles arrimarse demasiado al plato.

En la calle se decía que Itche el Ciego incluso guardaba una pistola debajo de la almohada o dentro del colchón del hospital. Tenía muchos amigos, pero no le faltaban enemigos. Lo cierto es que, al cabo de los años, Itche el Ciego no había ahorrado nada como producto de sus actividades. Era desprendido y siempre estaba dispuesto a ayudar a cualquiera, incluso hacía donativos a sinagogas, orfelinatos y escuelas de Torá para los niños. Cuando a un buen camarada lo metían en la cárcel, Itche le enviaba paquetes y ayudaba a la esposa.

Al presentarse Yarme y Keyle en el umbral, todos les abrieron paso. Itche el Ciego levantó un brazo en señal de saludo a la pareja. Tiempo después de renunciar a Keyle la Pelirroja por Réitzele la Gorda se arrepintió de haberlo hecho. Cuando Keyle la Pelirroja se casó con Yarme el Espino, Itche le envió cincuenta rublos como regalo de boda. Era poco frecuente que una hembra que había servido en tres burdeles se casara, y además con un tipo culto y medio intelectual como Yarme el Espino. Para las demás prostitutas de Varsovia eso había sido una señal de que nunca debían perder la esperanza y de que aún existía el amor en el mundo, incluso si una ya estaba metida en el arroyo hasta el cuello.

Alguna vez sucedía que un cliente se enamoraba de una furcia y se iba a vivir con ella, pero quienes lo hacían se alejaban enseguida de la calle Krochmalna, viajaban a América o a Sudáfrica y nunca más se sabía de ellos. Yarme el Espino y Keyle la Pelirroja, sin embargo, se habían quedado a vivir en la misma calle Krochmalna. Acudían cada día a la posada para jugar al dominó o a las cartas, a charlar y chismorrear. Yarme el Espino no se había convertido en un ciudadano respetable, y aún seguía ganándose la vida con asuntos turbios. Ambos gozaban de la total confianza de la gente de Krochmalna.

Itche el Ciego, después de haber hecho lo que hizo con Keyle cuando ésta había ido a visitarlo en el hospital, temía que Yarme se convirtiera en su enemigo. Le había ordenado a Keyle que guardara silencio sobre lo que pasó. Incluso le preocupaba que la propia Keyle lo despreciara a él, un hombre tan fuerte, por haber demostrado la debilidad de meter mano a la esposa de un amigo. Por esa razón, cuando Itche vio entrar a la pareja con regalos en la mano, sintió como si le quitaran un gran peso del corazón, como suele decirse.

Olisqueó las flores que le habían traído y pidió a Keyle que abriera la caja de bombones y le diera a probar uno. Quiso mostrar de ese modo lo mucho que le agradaba la visita de la pareja. Con una señal, les invitó a que se sentaran al lado de la cama, mientras otros les cedían las sillas.

Hacía meses que la banda de la posada venía planificando algo que a todos parecía una quimera. Era uno de esos planes que se conocen como «castillos en el aire». Yarme el Espino había contado que en América había un gang, conocido como la Mano Negra, que en su origen, quién sabe cuánto tiempo hacía de ello, debió formar parte de la mafia en Italia y más adelante se había trasladado a la rica América. Los ladrones pertenecientes a la Mano Negra no eran delincuentes corrientes… Enviaban cartitas como la siguiente a algunos millonarios: «Entréganos tanto y tanto dinero, pues de lo contrario recibirás una bala en el cráneo». Iban firmadas por la «Mano Negra». A veces, esa misma banda secuestraba a alguno de los ricachones y pedían que les enviaran el rescate. Si no lo recibían, eliminaban al rehén y nunca se encontraba rastro de sus huesos.

Yarme el Espino había leído este artículo en el diario Di yiddishe Blat de Varsovia, reproducido de un periódico de Nueva York. El plan que él tramaba, no obstante, era diferente: cavar un túnel hasta el interior de un banco y vaciar la caja. Algo parecido también había leído en el Blat. Itche el Ciego, como persona práctica que era, opinó en principio que aquello era el sueño de una cabeza amputada, y que Varsovia no era ni Nueva York ni Chicago. En Varsovia, si se cavara un túnel, los rusos se enterarían enseguida. Además, los chicos duros de la banda, parlanchines como eran, se jactarían ante sus hembras, y las mujeres, ya se sabe, tienen no sólo largos cabellos, sino también largas lenguas. Son incapaces de guardar un secreto.

Existía un tercer proyecto: asaltar un tren con carga postal y robar el dinero, contante y sonante. Ésa no era ninguna hazaña importada de América. Se había llevado a cabo aquí en Polonia en la época en que los socialistas pertenecían a una organización llamada Proletariat. Habían robado sacos llenos de rublos. De modo que, ¿por qué no se podía realizar una vez más? Sólo había que colocar una barra de hierro atravesada en la vía, y el tren se vería obligado a detenerse. El vagón postal no iba vigilado más que por dos o tres guardas. Si parabas el tren de noche y en un bosque, la policía tardaba en enterarse del asunto. A los dos o tres vigilantes se los podía liquidar fácilmente. Y si no se quería derramar sangre, siempre se les podía atar y taparles la boca con trapos.

De nuevo Itche el Ciego argumentó que esa empresa no era para estos tiempos. Los socialistas eran un partido político y se habían propuesto deponer al zar. A sus filas se habían unido hijos de familias ricas, oficiales y hasta generales. Y no sólo eso, sino que muchos miembros de ese grupo habían sido entonces capturados y ahorcados. En cambio, los fortachones de las calles Krochmalna y Smotcza, ni tenían suficiente armamento ni eran capaces de fabricar bombas. Además, ¿dónde iban a esconder los sacos de rublos? ¿Y cómo los repartirían? Itche el Ciego ya había pasado bastante tiempo en chirona, y ahora en su vejez no le apetecía volver a los trabajos forzados ni balancearse colgado de una soga. Por tanto, rechazó todos los planes. Él se contentaba con el dinero semanal que le proporcionaban los burdeles, así como con la extorsión a los tenderos para que no les incendiaran el comercio o vertieran alquitrán sobre sus sacos de harina, sus telas o sus artículos de mercería.

El hecho es que, con el tiempo, entre la banda se había empezado a hablar abiertamente sobre estos planes, tanto en la plaza como en la taberna del número 17. Aquel día, en el hospital, de nuevo surgió la conversación; el objetivo era realizar algo que hiciera temblar a Varsovia y que al mismo tiempo les proporcionara un gran botín. Una vez más, Itche el Ciego hizo oídos sordos a esos planes. Jáskele el Espejo estaba muerto; Varsovia, desde los levantamientos de 1905, estaba plagada de gendarmes, agentes secretos y simples delatores; cada conserje estaba obligado a informar a la policía de su distrito acerca de cualquier nimiedad. El Ayuntamiento se enteraba incluso de que tres zapateros se habían juntado para tomar una copa de cerveza.

—Muchachitos—concluyó Itche—, hoy en día no hay con quien sentarse a la mesa. Mi madre, descanse en paz, solía decir: «De la nieve no se puede fabricar queso».

Pasado un rato, todos salieron y los únicos que quedaron fueron Yarme el Espino y Keyle la Pelirroja. Justo en ese instante Keyle sintió necesidad de ir al lugar adonde el propio zar va a pie, y Yarme tomó la palabra:

—Ítchele, Keyle me lo ha contado todo. De ningún modo debes avergonzarte. Ambos somos hombres y no unos tiernos corderitos. Tú la tuviste antes que yo. Eres como un padre para ella. ¡Buen provecho!

Itche el Ciego permaneció mudo un rato. Luego dijo:

—De estar tumbado tanto tiempo, la sangre se calienta. Le pedí que guardara silencio.

—Sí, pero nos habíamos prometido, con un apretón de manos, que entre nosotros no habría secretos.

—Bueno, eres un verdadero amigo. Choca esos cinco.

Itche le agarró la mano con tal energía que Yarme casi soltó un grito de dolor.

—¡Ay! Eres fuerte como el hierro. ¡Así se meta el diablo por tu sucio ombligo!—le espetó Yarme, a modo de piropo.

—A veces me parece que ha llegado mi fin—confesó él.

—Itche, cuando salgas del hospital ven a nuestra casa. Te recibiremos como a un padre.

—¿Cómo dices? ¿Por qué razón merezco yo tal cosa? Yármele, tú llegarás lejos. Y nunca olvides que alguna vez hubo un Itche en el mundo.

Ya empezaba a anochecer cuando Yarme y Keyle regresaron del hospital a los bajos fondos del barrio judío, entre la calle del Hierro y la calle Gnoina. Aunque podría parecer que tanto la plaza como las calles vecinas estarían habitadas por gente de dudosa reputación, lo cierto es que en ellas vivían muchos judíos devotos y amas de casa respetables, y había sinagogas y oratorios jasídicos. Hasta un jéder para los pequeños había, e incluso yeshives. A aquella hora, en los oratorios ya estaban celebrando la tercera comida a la salida del shabbat y se podía oír los himnos de despedida del descanso sabático saliendo de los portales. Las mujeres, asomadas a las ventanas abiertas, rezaban cantando el «Dios de Abraham».

Ambos, tanto Yarme como Keyle, procedían de hogares observantes de la religión. Aunque el tío de Yarme, el de Wisoka, era un ladrón, su padre era un judío piadoso, además de artesano fabricante de sombreros ribeteados en piel. Envió a Yarme a estudiar, primero al jéder y más adelante incluso a una yeshive de Lublin. En cuanto a Keyle, su padre era bedel de la pequeña sinagoga de los sastres en el shtetl donde nació. Cada sábado, desde que anochecía y hasta que aparecían las tres primeras estrellas, una silenciosa melancolía invadía las calles. Tanto el padre de Yarme como el de Keyle, así como la madre de ésta, ya descansaban en el cementerio. Por muy hondo que Keyle se hubiera hundido en el fango, nunca olvidó encender una vela en el aniversario de la muerte de sus progenitores. En algún lugar tenía un hermano y dos hermanas que llevaban una vida decente y habían borrado de sus corazones el nombre de ella. Yarme, por su lado, aún tenía una madre anciana y un hermano. En definitiva, ni Yarme ni Keyle provenían, como suele decirse, de una pila de basura. Keyle solía jactarse de que su abuelo estudiaba en un libro de la Guemará tan grande como la mesa entera. Yarme, cuando a veces se cruzaba por la calle con algún alumno del jéder que llevaba bajo el brazo un libro sagrado, abordaba al chaval y le hacía alguna pregunta sobre el Pentateuco. Incluso se sabía de memoria la primera página del tratado de la Mishná relativo a las leyes sobre daños y perjuicios. Con todo, se tenía por un hereje y con frecuencia afirmaba que Dios no existía. En cambio, Keyle sí creía en Dios, en los demonios, en los espíritus y en el mal de ojo.

En ese momento del sábado, cuando se acercaban a su casa en el número 8 de la calle, ya se veían brillar las tres estrellas encima de los tejados de cinc. Incluso la luna había aparecido flotando en el cielo.

—¡Yármele, que tengas una buena semana!—exclamó Keyle.

—¡Buena semana y buen año tengamos!

—¡Una semana de buena suerte!—le deseó Keyle.

—¡Ojalá!

Ambos necesitaban esa buena suerte. Desde que se casaron, Keyle no había ganado ni un groschen. ¿En pago de qué iba a ganarlo? Tampoco Yarme había hecho ningún negocio desde hacía mucho tiempo. En el pasado asumía riesgos. No le asustaba apostarlo todo si había posibilidad de algún beneficio. Desde que se casó con Keyle, sin embargo, se había tornado más aprensivo: temía arriesgar su libertad. Sabía muy bien que si a él lo metían a la sombra, Keyle no tendría otra alternativa que regresar al burdel. Él ya se había habituado a comer a su hora, a irse a dormir pronto y a tener ropa de cama cuidada, una camisa limpia, ropa interior pulcra, además de comida casera, como la que su madre preparaba en su Wisoka natal. Sólo pensar en verse encerrado de nuevo entre barrotes, recibir golpes de los carceleros, comer el pan con sabor a arcilla y las sopas grasientas de la cárcel, le producía horror. Hasta llegó a sentir compasión por la gente que habría sufrido robos, en general personas más bien pobres que habían trabajado duro por conseguir cada prenda de vestir o cada camisa, y ahorrar unas pocas monedas.

A veces hablaba acerca de esto con los buenos colegas de la posada y ellos se burlaban:

—Yármele, te has vuelto blandengue.

—No soy ningún santo—se justificaba él—. Pero a quien come cerdo le rebosa la grasa por el mentón…

Ansiaba encontrar algún negocio que valiera la pena y se dejaba arrastrar por toda clase de falsos sueños. Mientras tanto, vivía de las rentas, hasta el punto de que casi había despilfarrado los ahorrillos que Keyle guardaba en un pañuelo. Pese a ello, al mal tiempo ponía buena cara y a menudo se mostraba más desprendido de lo que podía permitirse. Los costosos regalos que acababan de llevar al hospital aquel día para Itche eran un buen ejemplo.

Quienes lo conocían, sin embargo, sabían que todo eso era un engaño.

3

Aquel sábado por la noche, la pareja iba a acudir al teatro, a la representación de una obra llegada de América: El tío Sam. Yarme había sacado dos entradas de las primeras filas al precio de un rublo cada una. Marido y mujer se prepararon para tomar antes en casa una rápida tercera comida del sábado. Del ágape del mediodía solamente les había quedado la cola de un pescado que Keyle había preparado el viernes, una jalá ya reseca, la mitad de un arenque con sus huevas y un cazo de leche que ella, como buena ama de casa, había puesto a cuajar sobre un bloque de hielo la víspera en el sótano.

Yarme solía decir que Keyle podría cocinar para el propio zar y que, además, era una experta en regatear toda clase de gangas en el patio de Yanosh. En lugar de comprar huevos intactos al precio de una moneda de dos groschen la pieza, elegía los huevos que, por estar algo agrietados, se vendían casi gratis. En lugar de adquirir carne vacuna, como por ejemplo un solomillo, lomo o un redondo para asar, al precio de veinte kopeks la libra, regateaba en la casquería y compraba muy barato una cabeza de gallina o de ganso, tripas o mollejas. Con esos ingredientes preparaba unos guisos y caldos cuyo sabor, en palabras de Yarme, era exquisito. Lástima que, si seguían tirando de los ahorros, acabarían puliéndoselos.

Yarme y Keyle habían empezado a considerar seriamente emigrar a Norteamérica o a Buenos Aires. Ahora bien, en primer lugar, el viaje costaría una fortuna y, además, quien llegaba a América sin un groschen se veía obligado a trabajar en un sweatshop, como llamaban a los talleres por lo mucho que se sudaba planchando pantalones catorce horas al día. Por otro lado, ese año se había producido una gran depresión en Nueva York. Llegaban noticias de huelgas de larga duración, de que los trabajadores pasaban hambre y hasta buscaban restos de comida en los cubos de basura. En lo que respecta a Buenos Aires, lo conveniente era llegar allí con «mercancía viva» y no con las manos vacías.

Yarme había probado en su infancia el sabor de la obligación de trabajar. Su padre lo había entregado como aprendiz a un sastre del shtetl, pero allí, en lugar de enseñarle el oficio, le mandaban a vaciar los orinales y a mecer la cuna del niño. Incluso escatimaban el mendrugo que le daban. Ahora en Varsovia, aunque un supuesto edicto llegado de San Petersburgo ordenaba acortar la jornada laboral, los obreros, vestidos de harapos, seguían trabajando desde la madrugada hasta la noche, malvivían en sótanos y escupían sangre.

Yarme y Keyle terminaron su cena a toda prisa, a fin de no tener que utilizar un droshky, un coche de punto, y ni siquiera el tranvía, para acudir al teatro. Sin embargo, cuando atravesaron el portal ya era demasiado tarde para ir caminando hasta la calle Abazhna, e incluso para tomar el tranvía. Por tanto, se sentaron cómodamente en un droshky y Yarme comentó:

—El último billete de cuarenta kopeks ya no va a cambiar nada. De todas formas, éste es realmente un año negro.

—Es verdad, pero con un billete de cuarenta kopeks se puede subsistir un día entero—replicó Keyle.

Como cada sábado, de día la plaza se hallaba más o menos vacía. Los postigos atrancados en las tiendas eran prueba de que todo el mundo descansaba: tanto los que negociaban con mercancía robada como los que vendían números de lotería que luego premiaban con un pastel o una tarta de queso; y lo mismo los vendedores y vendedoras de garbanzos hervidos, limonadas, pastelillos de patata, habas calientes y castañas asadas. Hasta las prostitutas evitaban, desde la noche del viernes, hacer la calle bajo los portales. Pero en cuanto las velas encendidas señalaban que los judíos piadosos habían bendecido el final del sagrado día de descanso, la plaza se llenaba de hombres con gabanes negros, dándole el aspecto de una gran torta salpicada de semillas de amapola. Se oía entonces un gran estruendo, no sólo por la multitud que se congregaba, sino también por la música de gramófonos que llegaba desde las ventanas abiertas de par en par: canciones de teatro americanas, piezas litúrgicas y temas de operetas yiddish conocidas. Se había puesto de moda, además, una tonadilla con alusiones picantes:

Esconde un gran secreto,

aunque también una nimiedad,

y al mismo tiempo un deleite,

del que el médico sabe una barbaridad…

Yarme azuzaba al cochero para que forzara la marcha porque no quería llegar en mitad del primer acto, pero la multitud impedía avanzar. Por si fuera poco, como empezaba a ser habitual, estalló un incendio y acudieron los bomberos y la ambulancia de socorro rápido, equipados de sirenas. Se veía salir huno y llamas por la ventana de la buhardilla de una de las casas. Por delante de los coches de bomberos, que hacían sonar las campanas y las estridentes sirenas, iba un pregonero avisando del peligro a la gente. Montado en un caballo al galope, tenía que abrirse paso fustigando a quienes se le ponían delante. Siempre sorprendía que no resultaran pisoteadas algunas personas en medio del caos.

Por las demás calles tampoco era fácil transitar. El droshky bajó por la calle Gnoina, atravesó Graniczna, salió a la calle Krulewska, desde allí siguió hacia Pruszna y finalmente llegó a Abazhna. Al pasar por Krulewska, que bordeaba los Jardines Sajones, Yarme y Keyle inhalaron a fondo el aroma de los castaños de frondosas copas que sobresalían por encima de las vallas de hierro. En esos jardines no se permitía la entrada a los judíos vestidos con largos gabanes negros, acompañados de sus esposas con pelucas y bonetes. De modo que, si querían respirar aire fresco, se conformaban con sentarse sobre la base de cemento de la valla.

Afortunadamente, la obra de teatro también se había retrasado y la pareja logró encontrar sus asientos antes de que se levantara el telón. En su misma fila vieron sentadas a otras personas a las que conocían por haberse encontrado alguna vez en la posada. Enseguida, uno de los colegas entregó a Yarme una bolsita con frutos secos y una de las prostitutas le ofreció a Keyle pastelillos de chocolate recubiertos de semillas de amapola. No obstante, la inmediata apertura de la representación resultó tan vistosa, rica y llena de colorido que la pareja no llegó a agradecer lo que les habían ofrecido.

Llenaba el escenario el salón de un millonario de Nueva York, donde había un piano dorado, muebles lujosos, tapices, lámparas de araña y grandes candelabros. En el centro estaban de pie el millonario, Sam, vestido con frac y chistera, y su esposa, Bessie, con vestido de cola y sombrero decorado con plumas de pavo real. Él le estaba presentando a una recién llegada emigrante de Polonia, es decir, una grine en el lenguaje de la calle, una muchacha bonita y pobremente vestida que acababa de bajar del barco.

—Bessie, querida—dijo Sam—, ésta es mi sobrina Tsírele, hija de mi hermana Beile Guitl, que descanse en paz en el luminoso Edén. Al morir me dejó en su testamento el encargo de que trajera a América a su única hija, me ocupara de que recibiera una buena educación y que, en definitiva, la cuidara como si fuera mi propia hija. Puesto que no se nos ha concedido descendencia, Tsírele será como una hija. Desde hoy serás tú, Bessie, su madre y yo su padre. La enviaremos a estudiar en la mejor universidad, la vestiremos como a una princesa, la casaremos con un apuesto joven de elevada formación y, después de cien años, le dejaremos nuestra gran fortuna, ya que nadie vive eternamente, ni siquiera en el país de Colón.

Estas palabras de Sam fueron acogidas en el teatro con un gran aplauso. Sam, Tsírele y Bessie hicieron una profunda reverencia ante el público. Cuando se impuso el silencio, sin embargo, Bessie, sujetando por el mango sus anteojos, examinó a Tsírele de arriba abajo y de abajo arriba, y sentenció:

—Mi querido esposo Sam: has hecho ese plan sin contar conmigo. Yo soy el ama y nunca jamás dejaré entrar en mi casa a un animalucho como tu Tsírele. Fíjate en cómo va vestida: con harapos. No habla inglés, sólo esa maldita jerga, el yiddish. Únicamente sobre mi cadáver se convertirá esta guarra polaca en hija nuestra. Si sabes lo que te conviene, Sam, envíala de vuelta inmediatamente al lugar de donde ha venido. De lo contrario, mi hermano el juez os mandará a ambos de vuelta al país de los cerdos. Y de nuevo serás lo que fuiste treinta años atrás: un indigente, aprendiz de zapatero en Pinchev, y un vago de siete suelas.

Un fuerte abucheo recorrió el teatro. Alguien soltó un grito:

—¡¡¡Vieja birria!!!—Y arrojó sobre la dama americana una patata podrida.

4

Entre el primer y el segundo acto, mientras Keyle permanecía sentada, Yarme salió a fumar un cigarrillo. De pronto, alguien lo llamó por su nombre.

Era una voz masculina, aguda y familiar. Abriéndose paso a empujones entre la multitud, llegó hasta él un hombrecillo calvo, sin barba ni bigote. Vestía un traje de cuadros, zapatos amarillos y una corbata con bordados en hilo de oro, y tres perlas formando un triángulo en el ancho nudo. Se apoyaba sobre un bastón de empuñadura dorada. Aunque tanto el rostro como la voz le resultaron conocidos, Yarme no recordaba quién era aquella persona. «¿Quién lleva un bastón en el teatro?—se preguntaba Yarme—. ¿Por qué no lo habrá dejado en el guardarropa?». En ese momento notó que el hombre renqueaba, y enseguida lo reconoció: ¡Max el Cojo! Yarme lo miró asombrado. Tres meses había estado encerrado con ese Max en una celda, dentro del arsenal de armas de la calle Dluga. De eso hacía ya nada menos que cuatro o cinco años. A él lo habían encerrado por un robo y a Max el Cojo por haber intentado cambiar en el banco Landau un falso billete de cien rublos. Por aquel entonces, Max el Cojo tenía el cabello rubio y un bigotito con las puntas enceradas y retorcidas hacia arriba. Aunque le llevaba unos diez años a Yarme, ambos se hicieron tan buenos amigos en la prisión que Max el Cojo se empeñó en convencerlo de entablar una relación homosexual. Fue entonces cuando a Yarme lo trasladaron a la cárcel de la calle Makatov, y ya no volvió a encontrarse con Max. Según había oído, se marchó a algún lugar del extranjero, seguramente América, después de haber cumplido su condena. Los que se iban al otro lado del océano era como si hubieran muerto y enseguida eran olvidados. Sin embargo, ahí lo tenía, hablándole con su aguda vocecita medio nasal:

—Yármele, ¡¿eres tú?! No me reconoces, ¿eh? Max, Max Levitas. ¡Que el diablo se lleve al hijo de tu padre!

—Sí que te recuerdo—respondió Yarme—. ¿Dónde está tu pelo? ¿Lo has vendido a un fabricante de pelucas?

—Ya he olvidado que tuve pelo alguna vez—respondió Max con una sonrisita que dejó ver sus dientes separados y puntiagudos como los de un pez—. Es lo que yo me digo: si uno vive lo suficiente, llega a verlo todo. Que tan provechosa te sea la libertad, como verdad es que hoy mismo he pensado en ti. «¿Adónde habrá ido a parar Yarme?», me he preguntado. Pensé que en Makotov te habrían aplastado los pulmones y ya estarías en el cielo con los santos. Pero como suele decirse, mala hierba nunca muere. Tienes buen aspecto, maldito hijo de puta. ¡Choca esos cinco!

Max tendió a Yarme una mano estrecha y menuda, con dedos delgados y uñas largas y brillantes. En uno de ellos lucía un anillo de oro con un diamante y en otro un anillo con sello. «Se ha hecho rico», pensó Yarme, pero lo que dijo fue:

—¿Adónde te marchaste? Desapareciste como una piedra en el agua. Me preguntaba si habrías huido a América.

—A América, ¿eh? Todo es América. Nueva York es América, Buenos Aires es América, y Brasil también. En Nueva York cada cual debe ganarse la vida. En Brasil, sin embargo, se hacen las Américas. ¿Has oído hablar de un país como ése? Cuando aquí es de noche, allí es de día, y cuando aquí es invierno, allí es verano.

—¿Dónde estuviste? ¿En Brasil?

—En Brasil, en Argentina, en Uruguay, en Nueva York, en Chicago e incluso en California. En cualquier país mejor que en la tierra de los rusitos. ¿Dónde te escondes ahora? ¿Todavía en la callejuela de Krochmalna? Acabo de pasar por ahí en un droshky y la peste del agua estancada me ha dejado sin aliento. Mientras pasaba, una moza vació un cubo de basura desde la ventana. Por poco me da en la cabeza.

—Te has vuelto refinado, ¿eh?—preguntó Yarme.

—¿Y tú qué haces? ¿Sigues siendo un ladrón?—respondió Max con una pregunta.

—No, me he transformado en rabino.

—Bueno, el mundo está lleno de mundillos. Realmente, es como está escrito en arameo en los libros sagrados. ¿Aún recuerdas algo de la letra pequeña?

—Sí, lo recuerdo: «Dos montañas nunca se encuentran, pero dos personas sí».

—¡Por mi vida! Sí que lo recuerdas. Y la obra teatral, ¿qué te parece, eh? ¿Te gusta? Es una tontería americana. En Nueva York el público se burló de ella, y algún crítico la puso a parir: «Un artificio vacío», la llamó. Justamente entonces estaba en Nueva York y asistí al estreno. En cuanto llego a Nueva York siempre voy al teatro. Continúo siendo un judío y no un goy. Me gusta oír hablar en yiddish. Compré el periódico local al llegar a Varsovia y vi que la representaban también aquí. «Bueno, vamos a verla otra vez», pensé. Allí se reían de ella, pero veo que aquí la gente se deleita viéndola. ¿Has venido solo al teatro?

—Estoy aquí con mi esposa—respondió Yarme tras una vacilación.

—Conque te has casado, ¿eh? Bueno, Mázel tov. ¿Quién es ella? ¿De los nuestros?

—No es una rébbetsin.

—¿Dónde la pescaste? ¿En un burdel?

—En ningún lugar santo.

—Vamos, el mismo Yarme de siempre. Uno de los nuestros. ¡Por mi salud que ha valido la pena venir a Varsovia! No tengo nada que hacer aquí, pero ya que me encontraba en París, pensé: hay que hacer una parada en Varsovia. Al fin y al cabo es, como suele decirse, nuestro viejo hogar. Todos provenimos del mismo mikve. También tengo familia en esta ciudad, en Radom y en los pequeños shtétlej de la provincia del Rey Pobre, en la zona de Lublin… ¡Vaya, vaya! Casado significa casado. Para todo llega su momento. Puedes tener mil hembras, hacerles lo debido y luego mandarlas a paseo, pero de pronto una se agarra a ti y ya no puedes despegarte. ¿No es así?

—¿Y qué hay de ti?—preguntó Yarme.

—He tenido de todo. No una, ni dos, ni tres, sino un total de cuatro esposas. Y sí, mientras se portan bien todo va de maravilla. En cuanto empiezan a mostrar sus dientes y sus uñas, las mando al infierno. Hay que saber librarse de ellas, de lo contrario te meten en problemas. El amor empieza con besitos y abracitos, pero, antes de que te des cuenta, quieren devorarte vivo, igual que la mantis religiosa, que devora a su propio macho. ¿Has venido al teatro con tu esposa?

—Sí, está aquí.

—Pues preséntamela. Te aseguro que no te la voy a quitar. Sólo te haré un regalo de boda.

—No necesito ningún regalo.

—Ya suena el timbre. ¿Dónde estás sentado? Yo estoy en la primera fila, justo delante del escenario. Iremos a tomar unas copas, viejo rijoso. ¡Ay! En cuanto te he visto, el día se ha vuelto festivo. ¿Por qué? Ni yo lo sé. Te esperaré después del segundo acto. Trae a tu mujercita.

El público los empujaba hacia dentro y Max el Cojo empezó a moverse renqueando. Gritó algo a Yarme, pero éste no lo oyó, y dando una última chupada al cigarrillo, pese al letrero que prohibía tirar colillas encendidas al suelo, arrojó tras él lo que quedaba del pitillo. Yarme no sabía si debía o no estar contento de haber topado con Max el Cojo. Por lo visto, se había convertido en un ricachón. Sintió algo así como vergüenza a causa de su propia situación, comparada a la de Max. Ciertamente, no es que llevara escrito en la frente que se hallaba en un apuro económico, pero a alguien de la calaña de Max era difícil engañarlo. ¿Qué malvado demonio había hecho caer sobre él a ese mal bicho de los viejos tiempos? «Quizá sea mejor darse la vuelta y dejarlo plantado allí sudando», comenzó a cavilar Yarme. Pero enseguida se dio cuenta de que eso no conduciría a nada. Max conocía la posada y también iría allí. En fin, no había remedio.

Cuando Yarme llegó a la séptima fila donde estaba su asiento, vio que al lado de Keyle se había sentado una mujer de avanzada edad, con el cabello entre canoso y azulado, y un sombrero de plumas de avestruz. Ambas estaban tan absortas en su conversación que no notaron que él se abría paso hacia su asiento. De pronto, la mujer de las plumas de avestruz alzó la mirada.

—Ahí viene—gritó.

Al levantarse, su sombrero comenzó a agitarse con todas sus plumas como si estuviera a punto de caer. Bajo el colorete que le enrojecía las mejillas asomaban las arrugas.

—¿Yarme, eh?—preguntó—. Lo sé, lo sé todo. Yo conocía a su esposa desde mucho antes que usted. Qué pequeño es el mundo, ¿eh? Lo importante es estar sanos. Keyle es para mí como una hija. Ella se lo contará todo. ¡No sigamos tratándonos como extraños! Una bonita representación, ¿verdad? Muy americana.

La mujer empezó a salir a través de los asientos ocupados. No era costumbre allí levantarse y dejar sitio al que quería pasar. Yarme sintió un fuerte olor a perfume, a la vez que a algo más viejo y mohoso, cuando las rodillas de la mujer rozaron las suyas. En cuanto él se sentó, Keyle se apresuró a contarle:

—¡Ay, Yármele! Nada más marcharte tú me llamó a gritos y vino corriendo hacia mí. Comenzó a besarme y yo sin saber quién era. Ahora resulta que quiere que vayamos a tomar algo juntos después de la representación.

—¿Quién es?

—Es de Potcheyov.

—¿Tu antigua matrona?

—Su cuñada.

—Yo también he encontrado una lapa—confesó Yarme, tras una leve vacilación—. Keyle, no deberíamos salir a ningún sitio. Siempre se nos pega alguien. Debemos marcharnos de Varsovia de una vez por todas—añadió cambiando de tono.

—¿Quién se te colgó a ti?—preguntó Keyle.

—Alguien con quien estuve encarcelado en el Arsenal, hace como unos seis años. Luego se marchó a algún lugar de América, el diablo sabe adónde. De pronto, ha regresado.

—¿Cómo se llama?

—Max el Cojo.

—¿Max el Cojo está en Varsovia?

—¿Cómo? ¿Lo conoces?

—Solía visitarnos en Potcheyov. Sí, lo conozco—dijo Keyle, como atragantándose con las palabras.

Yarme se puso tenso y preguntó con aspereza:

—¿Fue tu chulo?

—Eso no, pero venía a alborotar. Era un payaso. Un auténtico chiflado. A menudo nos partíamos de risa con sus ocurrencias.

—¿Tuviste tratos con él?—preguntó Yarme, con la voz temblorosa.

—No… Sí… Quizá…—dijo Keyle tartamudeando. Y de pronto estalló—: ¿Por qué me interrogas así? Sabes lo que he sido. Tú mismo has dicho que lo pasado no te importa.

—No, claro, no. ¡Silencio!

Se levantó el telón. Yarme sentía un nudo en la garganta y quemazón en los oídos. «¿Qué me está pasando?», pensaba, asombrándose de sí mismo. Le invadía una especie de bochorno, tanto por su bajo poder económico como por la mujer que había tomado por esposa. «Tengo que huir de aquí. ¡Me marcharé al fin del mundo!—decidió en su interior—. ¡Ay!, debo de quererla mucho para sentir tantos celos». Recordó un chiste que alguien le había contado: cierto personaje apostó a que se comería un cubo lleno de basura. Al cabo de poco rato, sintió náuseas y lo dejó. Cuando le preguntaron qué le había sucedido, respondió: «Es que he encontrado un pelo…».

5

A lo largo del segundo acto, Keyle guardó silencio. En escena, Sam había entregado a Tsírele una cuantiosa dote, un cheque de cincuenta mil dólares, es decir, cien mil rublos. Tsírele se había casado con Leslie, un hijo de familia rica. Pero no era feliz. Leslie la engañaba con otras mujeres, le gustaban los cabarets, los bailes, los guateques, mientras que ella disfrutaba en su lujosa mansión o en su jardín, leyendo libros y dedicándose a ejercer la caridad. Por otro lado, enviaba dinero y cartas de llamada o affidavits a algunos parientes residentes en Pinchev para traerlos a América. A tal punto llegó la situación, que los jóvenes cónyuges se sentían totalmente extraños entre sí. Mientras tanto, la esposa de Sam, Bessie, cayó enferma. Ningún médico fue capaz de prestarle ayuda. La enfermedad despertó en la tía Bessie sentimientos nobles. Comenzó a darse cuenta de lo insensato que había sido su vacío orgullo de todos esos años, y fue estrechando su relación con Tsírele. Pronto brotó entre las dos antiguas enemigas una auténtica amistad. Llegado a este punto, cayó el telón.

Keyle había estado todo ese tiempo en su asiento, inclinada y pensativa.

—Ya verás como Tsírele—le dijo a Yarme—, después de la muerte de la tía Bessie, se divorciará de Leslie y se casará con su tío.

—Desde luego, eso parece—dijo él—. Voy a salir a fumar.

—¡Yarme, no quiero encontrarme con Max el Cojo!

—¿Qué pasa? No te va a morder.

—Yármele, quiero olvidarlo todo, tener un esposo y un Dios. Quiero borrar mi pasado, como si no hubiera existido. Marchémonos a algún sitio donde no nos conozca nadie y empecemos de nuevo.

«¿Me estará adivinando el pensamiento?», se dijo Yarme, aunque lo que respondió fue:

—Para cualquier cosa que queramos hacer necesitaremos dinero. Sin pasta es casi como si fuéramos mancos. Enseguida vuelvo.

Tampoco él tenía muchas ganas de encontrarse de nuevo con Max el Cojo. Sólo que éste, de pie junto al guardarropa con un cigarro en la boca, pareció estar esperándole. En cuanto lo divisó, sus ojos sonrieron y rápidamente sacó el cigarro de entre los labios. Le preguntó:

—¿Dónde estás sentado? Quiero conocer a tu esposa.

—Conoces a mi esposa y ella te conoce a ti—dijo Yarme.

—¿Ah, sí? ¿Quién es? ¿Cómo se llama?

—Keyle, Keyle la Pelirroja. Te acostaste con ella en Potcheyov—le escupió Yarme.

Por un instante el rostro de Max se puso serio, como congelado por la sorpresa. Pero enseguida sus ojos, rasgados como un par de ciruelas pasas, se iluminaron llenos de burla.

—¡Así que era eso!—exclamó—. En ese caso, te mereces una doble enhorabuena. Somos casi como cuñados. ¡Así ardan tus sucias tripas!

—Tengo miles de cuñados de esa clase, ¡viejo crápula!

—¡Cierto, ahora que lo dices…! ¡Keyle la Pelirroja, hay que ver! Pensarás que quiero engañarte, pero me acaba de suceder algo en relación con ella. Han pasado muchos años y ya la había olvidado como a un mal sueño. De pronto, esta noche me desvelé y mi primer pensamiento fue: ¿qué habrá sido de Keyle la Pelirroja? Incluso es posible que haya soñado con ella. Yo empiezo a soñar en cuanto cierro los ojos. Todos los muertos regresan y de nuevo me veo en Varsovia, en la placita, en Potcheyov, en Shuletz, en todas partes. ¿Cómo empezó todo? Keyle era entonces, al fin y al cabo, mercancía de Itche el Ciego. Menuda lengua tenía. Cuando se ponía a maldecir a alguien, nos partíamos de risa. Y si alguien le mencionaba a sus progenitores, ella llegaba hasta los abuelos de sus abuelos; era un milagro que el otro saliera ileso. Por cierto, alguien me dijo que había pillado la sífilis y que la había palmado. Bueno, se ve que fue un error. Tengo la cabeza hecha un lío. No, no se trataba de Keyle, sino de Beile, ahora lo recuerdo claramente. Fue Beile Beilik.

»Beile Beilik ya está en el otro mundo. Se largó hace tres años, en el hospital de beneficencia de la calle Szvienty. Esto es lo que ha debido pasar, cambié a Keyle por Beile. Pero ¡vaya historia! Llévame hasta ella. No puedo esperar al final del tercer acto. A ti aún no te conocía entonces, pero Keyle la Pelirroja ya causaba sensación. ¿Qué edad puede tener ahora?

—Veintinueve años.

—¿Nada más? ¡Vaya, pues así será!

—Y si fuese mayor, nada cambiaría por ello—dijo Yarme.

—Las hembras no se van haciendo mayores, solo más jóvenes de año en año. ¿Qué hacéis ahora? Realmente, se diría que estaba predestinado. ¿A quién más tengo yo aquí en Varsovia, salvo a ti y a Keyle la Pelirroja? ¡Ven, ven!

Max echó a correr, agarrado al bastón por la empuñadura de plata, como por arte de magia. Lisiado como era, a Yarme le pareció que saltaba como una pulga. Keyle se había puesto en pie, tal vez con intención de ir al baño, pero, en un periquete, Max estaba a su lado. Yarme observó cómo él la rodeaba con un brazo y la besaba. «¿Cómo es que de Itche el Ciego no he sentido celos y de él sí?», se preguntaba. Le invadió un intenso odio hacia Max, hacia Keyle y hacia sí mismo. Ambos se besaban, balanceándose como si Max hubiera sido el hermano perdido de ella. Al cabo de un rato, Yarme se acercó a los dos. «Voy a tener que apurar la copa hasta el fondo», resolvió en su interior.

—¡Keyle, has rejuvenecido!—oyó exclamar a Max—. ¡Que me aspen si no es verdad! ¿Cómo cabría imaginar algo así? Está claro que Yarme te sienta bien. Estuvimos juntos encerrados en la cárcel del Arsenal y nos hicimos como hermanos. Quién iba a decir que un día se convertiría en tu esposo. Aquí está él. Es como para publicarlo en los periódicos. Tenemos que corrernos una juerga como Dios manda. ¡Enseguida, esta misma noche! No he perdido dinero en América, ni mucho menos. Yo correré con los gastos. Como dicen los jasídim: «Paga el ricachón». El hecho de que yo emprendiera este viaje tuvo que ser voluntad de Dios. Mientras estaba en el tren de segunda clase iba pensando: «¿Qué voy a hacer yo en Varsovia, salvo ir a visitar las tumbas de familiares en el cementerio?». Así está dicho: «Ojos que no ven, corazón que no siente». Uno se distancia y olvida. Incluso tenía dudas sobre si ir al teatro. Es una obra antigua, me la conozco al dedillo. Pero algo me empujó a acudir. Entro en el teatro y ¿quién viene a mi encuentro? Yarme el ladrón. Juro que ya empezaba a pensar en dar media vuelta y volverme a casa. Tengo parientes en pequeños shtétlej, pero casi me da miedo visitarlos. Allí envejece uno antes de tiempo. Se dejan crecer largas barbas y tienen aspecto de santos. Una barba puede ser negra hoy, pero mañana se vuelve blanca. ¡Eh, Yarme! ¿El champán te gusta?

—Hoy no.

—Nosotros beberemos champán. ¿Qué hay abierto por aquí? Quisiera encontrar un sitio acogedor donde encontrarme con mis buenos colegas.

—¿Un sitio acogedor? La taberna de Eliézer.

—¿En Krochmalna?

—Yo a la taberna de Eliézer no voy—dijo Keyle.

—¿Por qué no?—preguntó Yarme.

—Tú sabes por qué.

—No. No lo sé.

—¿Qué clase de taberna es?—preguntó Max—. Ya he olvidado dónde está.

—En el número 17.

—¡Ah, sí, sí! Subamos a un droshky y que nos acerque. Quiero encontrarme con cualquiera que todavía pueda uno encontrar. ¿Cómo está Itche el Ciego?

—Itche el Ciego está en el hospital—respondió Keyle.

—¿Qué le pasa?

—Alguien le clavó un cuchillo.

—¿Quién? ¡Vaya, vaya, vaya! ¡Menudo mundo éste!—exclamó Max—. En América no hay matones judíos. Habrá algunos, pero pasan desapercibidos. Allí nadie se mueve sin una pistola. Para ellos, un cuchillo es algo anticuado. Cuando los gángsteres se pelean, enseguida recurren a los revólveres. ¡Bum, bum!, y ya no vuelves a usar sombrero. Cuando estalla una guerra dentro de la mafia, no pasa un día en que no se encuentre un par de cadáveres. En Argentina se apuñalan sólo por una cosa: por celos. Los hispanos tienen la sangre caliente. Si se te ocurre mirar a su hembra, tu vida corre peligro. Eso, naturalmente, mientras dura la llama del amor. Cuando se les apaga envían a su Dulcinea a la calle a venderse por un peso. Así es como llaman a su moneda. El clima de allí es tal, que las mujeres envejecen antes de tiempo. Hace demasiado calor. Vas por la calle y tropiezas con un árbol cargado de naranjas. El calor hace hervir la sangre en las venas, incluso la de las mujeres. El hispano no deja salir a su hija a la calle sin una carabina, es decir, un vigilante. Si la dejan salir sola, puede volver con una tripa. Sea como sea, si posees un burdel puedes acumular una fortuna. Allí la gente no se avergüenza de ir con una furcia. Todos lo hacen. Cuando llega el sábado, los prostíbulos están abarrotados. El problema es que las hembras no se conservan frescas mucho tiempo. En un par de años están acabadas y hay que buscar nuevas. Allí, Kéileshi, no florecerías como aquí. Estarías en servicio un par de años y te irías al desguace.

—Yo no me iría allí ni que me pusieran delante un saco de oro.

—Estoy refiriéndome a las chicas, no a las matronas. Una cosa es traer mercancía y otra es ser mercancía uno mismo.

—Yo quiero ser una persona y no una mercancía.

—Bueno, ya hablaremos más tarde sobre eso. ¿Sabéis qué? Vamos a salir ya y buscaremos un droshky. El tercer acto no es interesante: Tsírele se divorcia de ese charlatán, Bessie se muere y ella se casa con su tío. Los cristianos lo tienen prohibido, pero los judíos pueden hacerlo. El casamiento sobrina-tío es considerado kosher, mientras que no lo es el de sobrino-tía. ¿Qué diferencia hay? Así lo dispuso Moisés, nuestro maestro.

—Quiero quedarme hasta el final—objetó Keyle.

—Está bien. Ya suena el timbre. Adelante. Enseguida nos vemos.

Max se dirigió velozmente hacia su asiento y Yarme comentó:

—¿Cómo era aquel chiste? Ah, sí: «El sordo oyó cómo el mudo dijo al ciego: mira cómo corre el cojo».

—Yármele, no quiero ir con él a la taberna.

—¿Cómo dices? Yo tampoco quiero, pero se nos ha pegado como una liendre. Puede que nos proponga algún negocio.

—¿Qué clase de negocio? Yo quiero que estés conmigo. Me niego a caer, Dios nos libre, en manos de cualquiera.

—¿Y a qué quieres que me dedique? ¿A trabajar de porteador?

—No tendrás que hacer nada. Viajaremos a algún lugar y yo saldré a trabajar.

—¿Y qué harás? ¿Sacar gansos a pastar?

—Por ti estoy dispuesta a trabajar de criada.

—¡Tonterías! Estamos acostumbrados al dinero fácil. No soy ningún gorrón. Si él me prestara dinero para comprar unos billetes de barco e irnos a Argentina, se lo devolvería con intereses.

—Yarme. De él no aceptaré ni un groschen.

—Por el modo en que te lanzaste a sus brazos, pensé que lo echabas de menos terriblemente.

—¿Que yo me lancé a sus brazos? Fue él quien se abalanzó sobre mí como un ladrón y casi me tira al suelo. ¡Yarme, no quiero volver al arroyo!—dijo Keyle con firmeza.

—Bueno, tranquila. No te obligaré a nada. Va a comenzar el tercer acto.

6

En el camino de regreso al salir del teatro, el droshky pasó por delante de la plaza Alexander y de la enorme catedral ortodoxa que construyeron los rusos. Luego giró por la calle de los Senadores hacia la plaza Bankowy y llegó a la calle Zhabia, delante de un portal de hierro. Cada vez que durante el trayecto entraban en una nueva calle, Max el Cojo saltaba en el asiento y señalaba algo con un dedo. Le venían recuerdos de los tiempos en que pensaban robar un banco en la plaza Bankowy, aunque finalmente aquello quedó en agua de borrajas. Más que un banco era una fortaleza. «En América, sin embargo, no se da gran importancia a un banco. Allí un banco es como una tienda más», comentó. A través del portal de hierro se veía luz en las ventanas del salón vienés. Se estaba celebrando una boda.

Llegaron a la semioscura calle Krochmalna, donde la taberna de Eliézer estaba abierta y llena de clientes. Al entrar sintieron el golpe del tufo a cerveza, a coñac, ajo, ganso asado y a hígado picado con cebolla. El olor a béiguels recién salidos del horno provenía de la panadería de al lado.

Allí estaban sentados todos los que, en la mañana de ese mismo sábado, habían ido a visitar a Itche el Ciego en el hospital: Shmuel el Nata, Réitzele la Gorda, Leibush el Larguirucho, Shaye el Sabiondo, Rívkele la Cuba y Mórdjele la Llama. Reconocieron a Max el Cojo e intercambiaron con él besos, exclamaciones y palmadas en la espalda. Juntando algunas mesas de clientes fijos, acercaron sillas e hicieron sitio para Yarme, Keyle y Max el Cojo. El propio Eliézer, el tabernero, con un delantal azul y la camisa remangada hasta los codos, comenzó enseguida a servir la mesa: jarras de cerveza y, para picar, tortitas con semillas de amapola, salchichón y pechuga ahumada, paté de hígado, tripas rellenas calientes, chucrut y mostaza. Max el Cojo anunció de antemano que invitaba él.

Shmuel el Nata, alto y de enorme barriga, con un chaleco de colores del que colgaba una leontina formada por rublos de plata, preguntó:

—Yármele, ¿dónde has encontrado a éste?

—En el teatro.

—Bueno, hoy ya no vamos a dormir. Muchachos, ¡es una fiesta!—Y Shmuel el Nata dio tal puñetazo sobre la mesa de roble que hizo vibrar las jarras y los platos.

—¿Quién quiere un cigarro?—ofreció Max el Cojo, mientras empezaba a repartirlos.

Shmuel el Nata, acostumbrado desde hacía años a fumar cigarros, contempló con burla cómo aquellos que nunca en su vida lo habían hecho, de pronto, al ser gratis, se lanzaron a cogerlos. No sabían bien cómo encenderlos. Shmuel sujetó con cuidado el suyo con dos dedos, lo hizo rodar y se lo acercó a las fosas nasales:

—¡Juro como me veis aquí vivo que es un puro habano!—exclamó—. ¡Ay, Máxele, no me lo puedo creer!

—¡Sólo es tabaco, no es oro!—dijo Max.

—¡Menuda mina de oro habrás encontrado por allí!—exclamó Leibush el Larguirucho.

—América es un país rico. Sólo hay que saber cómo arreglárselas.

Yarme se inclinó hacia Keyle y, al verla beber, le insinuó al oído que no se pasara. Sabía que mientras ella no se emborrachara mantendría la compostura. Últimamente se había vuelto demasiado ensimismada, había caído en una especie de obsesión hipocondríaca. Temía constantemente que le sucediera algo malo a Yarme, que enfermara o que lo acusaran en falso de algo. Sólo por las noches, en la cama, se volvía apasionada.

Tampoco Yarme se resistió a comer y beber esa noche. El almuerzo del sábado había sido escaso y, antes de salir hacia el teatro, no había habido cena ni para clavar un diente. Encima, la opulencia americana de la obra de teatro había despertado en él cierta ansia de emprender algún cambio en su vida.