La anarquía - William Dalrymple - E-Book

La anarquía E-Book

William Dalrymple

0,0

Beschreibung

En 1765, la Compañía de las Indias Orientales derrocó al joven emperador mogol y puso en su lugar un gobierno controlado por mercaderes ingleses que extorsionaba impuestos merced a su ejército privado. Fue este el momento que señaló la transformación de la Compañía de las Indias Orientales en algo muy distinto a una empresa: una corporación internacional pasó a ser un agresivo poder colonial. Durante el siguiente medio siglo, la Compañía continuó extendiendo su poder hasta que prácticamente toda la India al sur de Delhi era controlada desde un despacho londinense. William Dalrymple, autor del aclamado El retorno de un rey, cuenta en La anarquía. La Compañía de las Indias orientales y el expolio de la India cómo el Imperio mogol, que había dominado el comercio y la manufactura mundiales, y que poseía recursos casi ilimitados, se derrumbó y fue reemplazado por una corporación multinacional enclavada a miles de kilómetros al otro lado del mundo. Una corporación que respondía a unos accionistas que jamás habían estado en la India y que no tenían la menor idea del país cuya riqueza les reportaba jugosos dividendos. A partir de fuentes inéditas, Dalrymple narra la historia de la Compañía de las Indias Orientales como nunca se ha hecho: una historia sobre los devastadores resultados que puede tener el abuso de poder por parte de una gran corporación, y que resuena amenazadoramente familiar en nuestro siglo XXI de todopoderosas empresas transnacionales.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 1030

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

 

«Un historiador excepcionalmente dotado».Max Hastings, Sunday Times

«El sugestivo arte del don narrativo de Dalrymple atrae al lector a acontecimientos que son casi insoportables, pero su relato es tan perceptivo y tan cálidamente humano que uno nunca se siente tentado a abandonarlo».Diana Athill, Guardian

«Un maestro narrador que infunde esa pasión, viveza y ánimo en los personajes históricos».Barnaby Rogerson, Independent

«El magnífico relato de William Dalrymple en torno a la Compañía de las Indias Orientales es un estudio de caso acerca de lo que puede salir mal, muy, muy mal, cuando las empresas y los líderes carecen de sentido de la decencia».Ian Morris, The New York Times

«Excepcional, una historia vívida y rica […] quizá la mayor virtud de este desazonador pero entretenido libro no son tanto las preguntas que responde sino las que genera acerca de cómo encajan las corporaciones en el globo, tanto antes como ahora […] Un libro que debería leer todo el mundo».The New York Times Book Review

«Dalrymple es un excelente historiador con una comprensión visceral de la India. Un libro de gran belleza».Gerard DeGroot, The Times

«Un escritor que posee el don de hacer que los temas históricos más recónditos cobren vida y que cada libro sucesivo se convierta en un compañero cada vez más entretenido y esclarecedor».Alexander McCall Smith, New Statesman

«Ciertamente, toda una rareza: un estudioso de la historia que puede escribir de verdad».Salman Rushdie

La anarquía

Dalrymple, William

La anarquía / Dalrymple, William [traducción de Javier Romero].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2021 – 512 p. ; lám. 48 p. ; 23,5 cm – (Historia Moderna) – 1.ª ed.

D.L.: M-9878-2021

ISBN: 978-84-122212-7-5

94(540)“18”

325.53 323.269.6

LA ANARQUÍA

La Compañía de las Indias Orientales y el expolio de la India

William Dalrymple

Título original:

The Anarchy. The Relentless Rise of The East Indian Company

This translation of The Anarchy. The Relentless Rise of The East Indian Company is published by Desperta Ferro Ediciones by arrangement with Bloomsbury Publishing Plc.

Esta traducción de The Anarchy. The Relentless Rise of The East Indian Company la publica Desperta Ferro Ediciones según el acuerdo con Bloomsbury Publishing Plc.

© William Dalrymple 2019

ISBN: 978-1-4088-6437-1

© de los mapas e ilustraciones: Olivia Fraser, 2019

© de las imágenes en color: Dominio público

© de esta edición:

La anarquía

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12, 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-122213-6-7

D.L.: M-9878-2021

Traducción: Javier Romero

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro

Primera edición: junio 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2021 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

Una compañía comercial tiene esclavizada a unanación de doscientos millones de personas.León Tolstói, Carta a un hindú,14 de diciembre de 1908

Las empresas no tienen cuerpos que puedan sercastigados ni almas que puedan ser condenadasy, por tanto, obran como les place.Edward, primer barón Thurlow (1731-1806),lord canciller durante el procesode Warren Hastings

Índice

Mapas

Dramatis personae

Introducción

1 1599

2 Una oferta que no podrá rechazar

3 Barrer con la escoba del saqueo

4 Un príncipe de escasa capacidad

5 Sangre y confusión

6 Asolados por la hambruna

7 La desolación de Delhi

8 El proceso de Warren Hastings

9 El cadáver de la India

Epílogo

Glosario

Bibliografía

DRAMATIS PERSONAE

1 LOS BRITÁNICOS

Robert Clive, primer barón Clive

1725-1774

Contable de la Compañía de las Indias Orientales que, gracias a su notable talento militar, logró ascender hasta el cargo de gobernador de Bengala. Lacónico y corpulento, estaba dotado de una ambición feroz y de una energía fuera de lo común. Fue un jefe violento y despiadado, pero de extraordinarias capacidades, de la Compañía y de sus fuerzas militares en India. Tenía ojo de pandillero para calibrar a sus adversarios y era capaz de asumir grandes riesgos con una audacia agresiva e impresionante. Clive fue quien logró establecer la supremacía político-militar de la Compañía de las Indias Orientales en Bengala, Bihar y Orissa, así como asentar los cimientos de la dominación británica sobre la India.

Warren Hastings

1732-1818

Erudito y lingüista, fue el primer gobernador de la Presidencia del Fuerte William, jefe del consejo supremo de Bengala y primer gobernador general de facto de India entre 1773 y 1785. Hastings era diligente, culto y vivía con sencillez. Era austero y adicto al trabajo y un indiófilo notable que en su juventud luchó con denuedo para impedir que sus colegas saqueasen Bengala. Pero su disputa con Philip Francis provocó la acusación de corrupción y que el Parlamento británico incoase su proceso (impeachment). Tras un largo proceso que suscitó gran expectación, fue absuelto en 1795.

Philip Francis

1740-1818

Político y conspirador nacido en Irlanda. Se cree que es el autor de The Letters of Junius. Francis fue el principal oponente y antagonista de Warren Hastings. Estaba convencido, erróneamente, de que este constituía el origen de toda la corrupción de Bengala y ambicionaba reemplazarlo en el cargo de gobernador general; le atacó desde 1774 hasta su muerte. Trató de matar a Hastings en un duelo, pero no lo logró y además se llevó un pistoletazo entre las costillas. Una vez recuperado, regresó a Londres, donde sus acusaciones condujeron al impeachment de Hastings y del juez jefe de Calcuta, Elijah Impey. Los dos fueron absueltos.

Charles Cornwallis, primer marqués de Cornwallis

1738-1805

Cornwallis, el general que rindió las fuerzas británicas en Yorktown en 1781, fue nombrado gobernador general de India para impedir que ocurriera lo mismo en ese país. Se reveló como un administrador de sorprendente energía, que incrementó las rentas de la tierra de la Compañía en Bengala y derrotó al sultán Tipu en la Tercera Guerra Anglo-Mysore (1782).

Richard Colley, primer marqués Wellesley

1760-1842

Gobernador general de India, Wellesley conquistó más territorio en India que Napoleón en Europa. Despreciaba el espíritu mercantilista de la Compañía de las Indias Orientales y solo obedecía a los dictados de su francófobo amigo Dundas, presidente de la Junta de Comercio. Empleó los recursos y los ejércitos de la Compañía para imponerse en la Cuarta Guerra Anglo-Mysore, que finalizó en 1799 con la muerte del sultán Tipu y la destrucción de su capital. Acto seguido, desencadenó la Segunda Guerra Anglo-Maratha, en la que fueron derrotados los ejércitos de Scindia y Holkar (1803). En esta época logró expulsar a las últimas unidades francesas de India y consolidó el control de la Compañía de las Indias Orientales sobre la mayor parte del subcontinente al sur del Punyab.

Coronel Arthur Wellesley

1769-1852

Wellesley, gobernador de Mysore y «responsable político-militar principal en el Decán y al sur del país de los Marathas». Participó en la derrota de los ejércitos de Tipu en 1799 y de los de los marathas en 1803. Más tarde se hizo famoso al recibir el título de duque de Wellington.

Gerald, primer vizconde Lake

1744-1808

Lord Lake, a quien le gustaba afirmar que descendía del héroe de las leyendas artúricas, Lanzarote del Lago [Lancelot of the Lake] no era hombre que admirase la diplomacia. Se dice que, en cierta ocasión, le gritó a un contable del ejército: «¡Malditos sean sus libros de cuentas… preocúpese de combatir!». Con casi 60 años de edad, era veterano de la Guerra de los Siete Años y de Independencia estadounidense, donde había combatido contra Washington en Yorktown. Famoso por su carisma juvenil, y su inmensa energía, a menudo se levantaba a las 2 de la madrugada, dispuesto a encabezar la marcha con sus refulgentes ojos azules. De gran capacidad, fue comandante en jefe de Wellesley. En 1803 se le encomendó la misión de derrotar a las huestes marathas del Indostán en el teatro septentrional de operaciones.

Edward Clive, primer conde de Powis

1754-1839

Hijo de Robert Clive (Clive de la India). Gobernador de Madrás. Destacaba por su escasa inteligencia.

2 LOS FRANCESES

Joseph François Dupleix

1697-1764

Gobernador general de los asentamientos galos en India. Fue derrotado en las guerras carnáticas en el sur de India en las que participó el joven Robert Clive.

Michel Joachim Marie Raymond

1755-1798

Mercenario. Comandante del batallón francés en Haiderabad.

General Pierre Cuiller-Perron

1755-1834

Perron, hijo de un tejedor provenzal, sucedió a Benoît de Boigne, hombre de capacidad muy superior, al mando de los regimientos de Scindia. Vivía con sus tropas a 160 kilómetros al sudeste de Delhi, en la gran fortaleza de Aligarh. En 1803 traicionó a sus soldados a cambio de que la Compañía le permitiera abandonar India llevándose los ahorros de toda su vida.

3 LOS MOGOLES

Alamgir Aurangzeb

Emperador de los mogoles. Puritano y sin carisma, su conquista del Decán, en exceso ambiciosa, llevó a los dominios mogoles a su máxima expansión, pero acabó ocasionando su posterior colapso. Su fanatismo religioso le enemistó con la población hindú del imperio, en particular con los aliados rajputs, lo cual aceleró el derrumbamiento imperial tras su fallecimiento.

Mohamed Shah Rangila

1702-1748

Rangila era un delicado esteta cuya administración descuidada y falta de talento militar provocaron su derrota en la batalla de Karnal (1739) a manos del señor de la guerra persa Nader Shah. Este saqueó Delhi y se llevó el trono del pavo real, en el que estaba engastado el legendario diamante Koh-i-Noor. Tras la derrota, Mohammed Shah acabó sin poder y sin tesoro; el Imperio mogol había quedado en bancarrota y se había fracturado sin remedio.

Ghazi ud-Din Khan, Imad ul-Mulk

1736-1800

Nieto adolescente y megalomaníaco de Nizam ul-Mulk, primer nizam de Haiderabad. Primero atacó a su mentor, Safdar Jung, al que derrotó en 1753. Un año después, en 1754, cegó, encarceló y finalmente asesinó a su emperador, Ahmad Shah. Colocó a Alamgir II en el trono, pero luego trató de capturar y matar al hijo de este último, Shah Alam. Más tarde, en 1759, asesinó a su emperador títere. Huyó de Delhi tras el ascenso del afgano Najib ud-Daula, quien le sucedió en el cargo de gobernador de Delhi.

Alamgir II

1699-1759

Hijo del emperador Jahandar Shah y padre de Shah Alam II. En 1754, Imad ul-Mulk le sacó de la jaula salatina y le situó en el trono imperial. Pero 1759, cuatro años más tarde, ul-Mulk le hizo asesinar en Feroz Shah Kotla.

Shah Alam

1728-1806

Príncipe mogol. Atractivo y talentoso, toda su vida fue una sucesión de derrotas e infortunios; aun así, hizo gala de una entereza extraordinaria ante una serie de pruebas terribles. Cuando era un muchacho, vivió la entrada de Nader Shah en Delhi y el saqueo de la ciudad. Más tarde, escapó al intento de asesinato de Imad ul-Mulk y sobrevivió en varias batallas contra Clive. Combatió a la Compañía en Patna y Buxar, concedió el Diwani a Clive en Allahabad y regresó a Delhi en contra de la voluntad de Warren Hastings. Junto a Mirza Najaf Khan, pese a tenerlo todo en contra, estuvo muy cerca de reconstruir el imperio de sus ancestros, pero su sueño se desvaneció como un espejismo tras la muerte prematura del último gran general mogol. Por último, el emperador fue atacado y cegado por su antiguo favorito, el demente Ghulam Qadir. A pesar de las terribles circunstancias, nunca perdió el ánimo y tan solo se dejó llevar por la desesperación –y por breve tiempo– cuando los rohillas violaron a su familia y le cegaron. En las circunstancias más adversas imaginables, las de la Gran Anarquía, reinó en una corte de elevada cultura. Además de escribir excelentes versos, también fue un generoso mecenas de poetas, eruditos y artistas.

4 LOS NABAB

Aliverdi Khan, nabab de Bengala

1671-1756

En 1740, Aliverdi Khan, descendiente de árabes y turcomanos afshar, llegó al poder en Bengala, la provincia más rica del Imperio mogol, gracias a un golpe de Estado financiado y planeado por los Jagat Seth, banqueros de inmenso poder. Aliverdi era un epicúreo amante de los gatos que entretenía sus veladas con comida exquisita, libros y narraciones. Tras derrotar a los marathas, creó en Murshidabad una sólida y vibrante corte chií y un centro político y económico estable, una isla de calma y prosperidad en el mar de anarquía del declive mogol.

Siraj ud-Daula, nabab de Bengala

1733-1757

Nieto de Aliverdi Khan. Su ataque contra las factorías de la Compañía de las Indias Orientales en Kasimbazar y Calcuta dio inicio a la conquista de Bengala por parte de la Compañía. Ni una sola de las muchas fuentes del periodo –ya sean persas, bengalíes, mogolas, francesas, neerlandesas o inglesas– contiene una sola buena palabra de Siraj: según su aliado Jean Law, «su reputación era la peor imaginable». Pero el retrato más negativo fue esbozado por su propio primo, Ghulam Husein Khan. Este, que había sido miembro de su personal, estaba profundamente impresionado por un hombre al que calificaba de psicópata y de violador bisexual en serie: «Su carácter era una combinación de ignorancia y libertinaje», escribió.

Mir Jafar, nabab de Bengala

ca. 1691-1765

De origen árabe, Mir Jafar era un soldado de fortuna oriundo de la ciudad santuario chií de Najaf. Mir Jafar participó en muchas de las decisivas victorias de Aliverdi contra los marathas y también dirigió el exitoso ataque de Siraj ud-Daula contra Calcuta en 1756. Se unió a la conspiración urdida por los Jagat Seth para reemplazar a Siraj ud-Daula. Pasó a ser el gobernante títere de Bengala, sometido a los caprichos de la Compañía de las Indias Orientales. Robert Clive lo describió, con razón, como «un príncipe de escasas capacidades».

Mir Qasim, nabab de Bengala

Muerto en 1763

Mir Qasim era un hombre lo más diferente que cabía imaginar con respecto a su caótico e iletrado suegro, Mir Jafar. Descendiente de la nobleza persa, nació en las tierras que su padre poseía cerca de Patna. Era de complexión pequeña y tenía escasa experiencia militar, pero también era joven, capaz, inteligente y, sobre todo, decidido. Conspiró con la Compañía para reemplazar al incompetente Mir Jafar, al que derrocó en 1760 en un alzamiento, y logró crear un Estado que, dirigido con mano firme, se dotó de un ejército de infantería moderna. No obstante, menos de tres años más tarde entró en conflicto con la Compañía. En 1765, los restos de sus fuerzas sufrieron una derrota definitiva en la batalla de Buxar. Huyó al oeste y murió en la miseria cerca de Agra.

Shuja ud-Daula, nabab de Awadh

1732-1774

Shuja ud-Daula, hijo del gran visir mogol Safdar Jung y sucesor de este en el cargo de nabab de Awadh, era un hombre gigante. De casi 2,13 metros] [7 pies] de estatura y bigotes untados en aceites que se proyectaban de su rostro como las alas de un águila, tenía una inmensa fuerza física. En 1763, ya pasada su plenitud, se decía que era lo bastante fuerte para cercenar la cabeza de un búfalo con un solo tajo de su espada, o levantar a dos de sus oficiales, uno con cada mano. Sus vicios eran una ambición desmedida, aires de superioridad y la convicción exagerada de sus capacidades. Ghulam Husein Khan, un intelectual cosmopolita, se dio cuenta de ello de inmediato. Le consideraba una leve carga, tan necio como audaz: Shuja, escribió, «era tan orgulloso como ignorante». Fue derrotado por la Compañía en la batalla de Buxar en 1765. Clive le volvió a situar en el trono de Awadh, que rigió hasta el fin de su vida como aliado de la Compañía de las Indias Orientales.

5 LOS ROHILLAS

Najib Khan Yusufzai, Najib ud-Daula

Muerto en 1770

Pastún yusufzai y antiguo tratante de caballos. Sirvió a los mogoles como jefe de caballería pero se pasó al bando de Ahmad Shah Durrani durante su invasión de 1757. Pasó a ser gobernador de Delhi en nombre de Ahmad Shah. Durante la fase final de su reinado gobernó desde su ciudad epónima de Najibabad, cerca de Saharanpur, hasta 1770, año de su fallecimiento.

Zabita Khan Rohilla

Muerto en 1785

Caudillo rohilla. Combatió en Panipat y se rebeló en repetidas ocasiones contra Shah Alam. Era hijo de Najib ud-Daula y padre de Ghulam Qadir.

Ghulam Qadir Khan Rohilla

ca. 1765-1787

Ghulam Qadir era hijo de Zabita Khan Rohilla. Fue capturado por Shah Alam después de la caída de Ghausgarh en 1772 y llevado de vuelta a Delhi, donde fue educado como un príncipe imperial en Qudsia Bagh. Algunas fuentes afirman que era el favorito de Shah Alam e incluso que pudo haber sido su catamita. En 1788, posiblemente para vengar ofensas anteriores, atacó Delhi, saqueó el Fuerte Rojo, torturó y violó a la familia real y cegó a Shah Alam. Poco después fue capturado y torturado hasta morir por las tropas marathas de Mahadji Scindia.

6 LOS SULTANES DE MYSORE

Haidar Ali

Muerto en 1782

Oficial del ejército de Mysore que derrotó a los rajás de Wadyar de Mysore en 1761 y los reemplazó en el poder. Aprendió tácticas de guerra moderna de infantería de las unidades francesas, lo cual le permitió ofrecer una fuerte resistencia a la Compañía de las Indias Orientales. Su victoria más notable, obtenida junto con su hijo Tipu, tuvo lugar en Pollilur en 1780.

Sultán Tipu

1750-1799

Sultán guerrero de Mysore. Derrotó a la Compañía de las Indias Orientales en varias campañas, en particular junto con su padre Haidar Ali en la batalla de Pollilur (1780). En 1782 sucedió a su padre y reinó con gran eficiencia e imaginación en la paz, pero con gran brutalidad en la guerra. En 1792 se vio obligado a ceder la mitad de su reino a la Triple Alianza de lord Cornwallis con los marathas y los haiderabadíes. En 1799 fue derrotado y muerto por lord Wellesley.

7 LOS MARATHAS

Shivaji Bhonsle

Muerto en 1680

Caudillo de guerra maratha que creó sobre las ruinas del sultanato Adil Shahi de Bijapur un reino en el Decán con el que combatió al Imperio mogol, que había conquistado Bijapur en 1686. Se convirtió en el peor enemigo del emperador Aurangzeb: construyó fuertes, creó una armada y lanzó profundas incursiones por territorio mogol. Fue coronado chhatrapati, o señor del parasol, en dos ceremonias de coronación celebradas en Raigad hacia el final de su vida, en 1674.

Nana Phadnavis

1742-1800

Estadista originario de Pune y ministro de los peshwa, Phadnavis era conocido como «el Maquiavelo maratha». Fue el primero en comprender que la Compañía de las Indias Orientales suponía una amenaza vital para la India y trató de organizar una triple alianza con los haiderabadíes y los sultanes de Mysore para expulsarlos, pero no logró llevar a término su proyecto.

Tukoji Holkar

1723-1797

Audaz caudillo maratha que, tras sobrevivir a la batalla de Panipat, se convirtió en el gran rival de Mahadji Scindia en la India septentrional.

Mahadji Scindia

1730-1794

Caudillo y estadista maratha, Scindia fue el gobernante indio más poderoso en el norte del Indostán por un periodo de veinte años a partir de la década de 1770. Malherido en la batalla de Panipat (1761), la herida le dejó una cojera que duró toda su vida, lo cual le provocó una enorme obesidad. Era un político astuto que tomó bajo su protección a Shah Alam a partir de 1771 y convirtió a los mogoles en títeres de los marathas. Creó un poderoso ejército moderno mandado por el general saboyardo Benoît de Boigne, pero, hacia el final de su vida, su rivalidad con Tukoji Holkar y su paz unilateral con la Compañía de las Indias Orientales en el Tratado de Salbai socavó la unidad maratha y creó las condiciones para la victoria final de la Compañía, nueve años después de su fallecimiento.

Baji Rao II

1775-1851

El último peshwa del Imperio maratha. Reinó de 1795 a 1818. Cuando accedió al musnud era un muchacho de 21 años de edad de complexión liviana, tímido y de aspecto inseguro, de mentón débil y un fino vello en el labio superior. No tardó en demostrar su incapacidad para mantener unidas las facciones que conformaban la base de su poder. El tratado que firmó con la Compañía de las Indias Orientales en Bassein en 1802 dio lugar al desmoronamiento final de la gran Confederación maratha.

Daulat Rao Scindia

1779-1827

Cuando Mahadji Scindia murió en 1794, su sucesor, Daulat Rao, tan solo tenía 15 años. El muchacho heredó el magnífico ejército que Benoît de Boigne había instruido para su predecesor, pero no mostró ningún talento ni visión para su empleo. Su rivalidad con los Holkar y su incapacidad de crear un frente común contra la Compañía de las Indias Orientales dio lugar a la desastrosa Segunda Guerra Anglo-Maratha de 1803. Tras esta contienda, la Compañía se consolidó como la principal potencia en India y allanó el camino hacia el Raj británico.

Jaswant Rao Holkar

1776-1811

Jaswant Rao era el hijo ilegítimo de la unión de Tukoji Holkar con una concubina. Aunque era un jefe de guerra notable, su dominio de la diplomacia no estaba a la altura, pues permitió a la Compañía de las Indias Orientales dividir la Confederación maratha, derrotar a Scindia y forzar su rendición al año siguiente. Gracias a esto, hacia finales de 1803, la Compañía logró dominar la mayor parte del Indostán.

INTRODUCCIÓN

Una de las primeras palabras indias que pasó a formar parte de la lengua inglesa fue el término coloquial indostaní para botín: loot. Según el Oxford English Dictionary, hasta finales del siglo XVIII este vocablo rara vez se utilizaba más allá de las llanuras del norte de la India. Pero, en ese momento, de repente, se convirtió en un término de uso común por toda Gran Bretaña. Para comprender cómo y por qué esta palabra se estableció y floreció en tierras tan distantes, basta con hacer una visita al castillo de Powis, en las Marcas Galesas.

En el siglo XIII, el último candidato al trono galés, Owain Gruffydd ap Gwenwynwyn, de memorable nombre, edificó el castillo de Powis sobre un peñasco fortificado. Esta posesión era su recompensa por ceder Gales al dominio de la monarquía inglesa. Pero su tesoro más espectacular data de un periodo de conquista inglesa muy posterior.

Powis está, simple y llanamente, abarrotado de botín de la India: habitaciones y habitaciones de pillaje imperial sustraído durante el siglo XVIII por la Compañía de las Indias Orientales inglesa (CIO). En esa residencia privada de la campiña galesa hay más piezas mogolas que en ningún otro lugar de la India, incluido el Museo Nacional de Delhi. Entre sus muchos tesoros hay narguilés de oro bruñido con incrustaciones de ébano púrpura; espinelas de Badajsán soberbiamente grabadas y dagas cubiertas de pedrería; rubíes centelleantes del color de la sangre de los pichones y multitud de esmeraldas verde lagarto. Hay cabezas de tigres festoneadas de zafiros y topacios dorados; ornamentos de jade y marfil; colgantes de seda bordados con amapolas y lotos; estatuas de dioses hindúes y armaduras elefantinas. Ocupan un lugar de honor dos grandes trofeos de guerra capturados tras la derrota y muerte de sus propietarios: el palanquín que Siraj ud-Daula, nabab de Bengala, abandonó en su huida del campo de batalla de Plassey y la tienda de campaña del sultán Tipu, el Tigre de Mysore.

Tal es el esplendor de estas riquezas que, en mi visita del verano pasado, estuve a punto de perderme el enorme lienzo enmarcado que explica cómo había llegado hasta allí todo aquel botín. El cuadro pende en la penumbra, sobre el dintel de una cámara de madera situada al final de una oscura escalera de roble. No es una obra maestra, pero vale la pena estudiarla con detalle. Muestra a un afectado príncipe indio, vestido con tejido de oro, sentado en su trono elevado bajo un palio de seda. A su izquierda, permanecen en pie oficiales de su ejército, armados con cimitarras y lanzas, y a su derecha se ve un grupo de caballeros de época georgiana con sus pelucas empolvadas. El príncipe entrega de buen grado un pergamino en manos de un inglés, algo obeso y vestido con una casaca roja.

El cuadro representa una escena que tuvo lugar en agosto de 1765, cuando el joven emperador mogol, Shah Alam, exiliado de Delhi y derrotado por las tropas de la Compañía de las Indias Orientales, se vio obligado a lo que hoy denominaríamos un acto de privatización forzosa. El pergamino es una orden que destituye a los recaudadores de impuestos mogoles de Bengala, Bihar y Orissa y los reemplaza por un grupo de mercaderes ingleses nombrados por Robert Clive –el nuevo gobernador de Bengala– y por los directores de la Compañía, a los que el documento describe en los siguientes términos: «Los altos y poderosos, los más nobles entre los nobles, los caudillos de ilustres guerreros, nuestros fieles servidores y sinceros bienquerientes, dignos de nuestro favor real, la Compañía Inglesa». A partir de ese momento, la recaudación de impuestos mogoles fue subcontratada a una poderosa empresa multinacional, cuyas operaciones recaudatorias estaban protegidas por su propio ejército privado.

La licencia fundacional de la Compañía le autorizaba a «hacer la guerra». De hecho, ya desde su viaje inaugural, en 1602, la Compañía había empleado la violencia para lograr sus fines; durante este viaje, abordó y capturó una nave portuguesa y ya desde la década de 1630 controlaba pequeñas áreas en torno a sus establecimientos indios.1 Pero el año 1765 fue el momento en el que la Compañía de las Indias Orientales dejó de ser algo remotamente parecido a una empresa comercial convencional, que mercadeaba con sedas y especias, y se convirtió en algo mucho más inusual. En pocos meses, 250 funcionarios de la Compañía, respaldados por una fuerza militar compuesta por 20 000 soldados indios reclutados en el país, se convirtieron en los gobernantes de facto de las más ricas provincias mogolas. Una corporación internacional se estaba transformando en una hostil potencia colonial.

Hacia 1803, momento en que su ejército privado había crecido hasta sumar casi 200 000 hombres, la Compañía había sometido u ocupado de forma directa todo el subcontinente. Lo increíble es que esto le llevó menos de medio siglo. Las primeras conquistas territoriales de importancia tuvieron lugar en Bengala en 1756; 47 años más tarde, los dominios de la Compañía se extendían en dirección norte hasta la capital mogola de Delhi. Casi toda la India al sur de dicha ciudad se gobernaba de facto desde una sala de conferencias de la ciudad de Londres. «¿Dónde queda nuestro honor, cuando tenemos que recibir órdenes de un puñado de mercaderes que no saben ni limpiarse el trasero?», se preguntaba un dignatario mogol.2

Aún hoy hablamos de la conquista británica de la India, pero esta frase oculta una realidad más siniestra. No fue el Gobierno británico el que comenzó a ocupar grandes extensiones de territorio indio a mediados del siglo XVIII, sino una peligrosa empresa privada sin ningún control con sede en una pequeña oficina de no más de cinco ventanas de ancho de la ciudad de Londres y dirigida por un violento depredador empresarial, completamente despiadado y con brotes intermitentes de inestabilidad mental: Robert Clive. La transición de la India hacia el colonialismo tuvo lugar bajo la dirección de una corporación con fines de lucro, cuyo único propósito era enriquecer a sus inversores.

En el momento álgido de la era victoriana, a mediados del siglo XIX, los métodos brutales, mercantiles y turbios con los que habían fundado el Raj provocaban a los británicos una gran incomodidad. Los victorianos consideraban que la política del Estado nación era el elemento constituyente de la verdadera historia. Esta, y no las operaciones económicas de corporaciones corruptas, debía ser la unidad fundamental de estudio y el verdadero impulso para la transformación de los asuntos humanos. Es más, los británicos gustaban considerar el imperio una mission civilisatrice; una benigna transferencia nacional hacia oriente del conocimiento, del ferrocarril y de las artes de la civilización occidentales. Hubo una amnesia deliberada y calculada del pillaje empresarial que dio inicio al dominio británico en la India.

Existe una segunda pintura, un encargo de William Rothenstein para las paredes de la Cámara de los Comunes, que demuestra el éxito de los victorianos en su intento de modificar y revertir la memoria oficial de este proceso. El cuadro puede verse hoy en la sala de San Esteban, el resonante vestíbulo de recepción del Parlamento de Westminster. La pintura forma parte de una serie de murales titulada La construcción de Gran Bretaña. Estos representan los momentos más destacados de la historia británica según el criterio del comité encargado de seleccionar las obras: la derrota de los daneses a manos del rey Alfredo en 877, la unión parlamentaria de Inglaterra y Escocia en 1707 y así sucesivamente.

El fresco de la serie que trata de la India muestra a un príncipe mogol sentado en un estrado elevado bajo palio. También estamos ante una escena cortesana, con criados diligentes a ambos lados y toques de trompetas. También aquí vemos a un inglés ante el mogol, pero esta vez el equilibrio de poder es muy diferente.

El personaje representado es sir Thomas Roe, el embajador enviado por Jacobo I a la corte del mogol. Se le ve frente al emperador Jahangir en 1614, en un momento en que el Imperio mogol aún vivía su momento álgido de riqueza y poderío. Jahangir heredó de su padre, Akbar, una de las entidades más ricas del mundo, tan solo comparable a la China Ming. Sus tierras se extendían por la mayor parte de India, lo que hoy es Pakistán y Bangladés, y la mayor parte de Afganistán. Gobernaba sobre cinco veces más población que los otomanos –100 millones de personas, aproximadamente– y sus súbditos producían alrededor de una cuarta parte de todas las manufacturas del globo.

El padre de Jahangir, Akbar, había flirteado con un proyecto para civilizar a los inmigrantes europeos llegados a la India, a los que describía como «un hatajo de salvajes», pero descartó su plan por irrealizable. Jahangir, que sentía atracción por lo exótico y por las bestias salvajes, dio la bienvenida a sir Thomas Roe con el mismo entusiasmo que había mostrado ante el primer pavo que llegó a la India y le hizo numerosas preguntas acerca de las peculiaridades de Europa. Aunque, para el comité que planificó las pinturas de la Cámara de los Comunes, este encuentro significó el inicio de la intervención británica en la India: dos Estados nación que entraban en contacto directo por primera vez. Pero, como demostraremos en el primer capítulo del presente libro, las relaciones británicas con la India no comenzaron con diplomacia y encuentros entre enviados reales, sino con una misión comercial encabezada por el capitán William Hawkins, un lobo de mar de la Compañía que bebía como una esponja. A su llegada a Agra, aceptó la esposa que le ofreció el emperador y, sin pensárselo mucho, se la llevó con él de vuelta a Inglaterra. Esta fue la versión de la historia que el comité de pinturas de la Cámara de los Comunes optó por olvidar.

La Compañía de las Indias Orientales era, en muchos aspectos, un modelo de eficiencia comercial. Después de cien años de historia, tan solo tenía 35 empleados fijos en su oficina central. Aun así, este reducido personal ejecutó un golpe corporativo sin parangón en la historia: la conquista militar, sometimiento y saqueo de vastas extensiones de Asia meridional. Es, con casi total certeza, el acto de violencia empresarial más importante de la historia del mundo.

Los historiadores proponen numerosas razones para el asombroso éxito de la Compañía, que incluyen la fragmentación de la India mogol en Estados diminutos y enfrentados; la ventaja bélica que los adelantos militares de Federico el Grande proporcionaron a las empresas europeas; y, en particular, las innovaciones europeas en gobernanza, política impositiva y bancaria que permitió a la Compañía reunir enormes sumas de dinero en muy poco tiempo. Pues, tras los uniformes escarlata y las mansiones paladinas, las partidas de caza del tigre y las polkas en la residencia del gobernador siempre estuvieron los libros de cuentas de los contables de la Compañía, que registraban ganancias y pérdidas y el valor fluctuante de esta en el mercado bursátil de Londres.

Pero el factor crucial fue, probablemente, el apoyo que el Parlamento británico proporcionó a la Compañía de las Indias Orientales. La relación entre ambos se fue haciendo simbiótica en el transcurso del siglo XVIII, hasta dar lugar a lo que hoy podríamos denominar un consorcio público-privado. Magnates procedentes de India como Clive emplearon su riqueza para comprar tanto escaños como miembros del Parlamento: los famosos burgos podridos. A su vez, el Parlamento respaldó a la Compañía con el poder del Estado, al proporcionarle los buques y soldados necesarios cuando las compañías de Indias de franceses e ingleses entraron en conflicto.

La Compañía siempre tuvo dos blancos en el punto de mira. Uno era las tierras donde llevaba a cabo sus operaciones, pero el otro era el país donde había nacido. En este, sus abogados, lobistas y socios parlamentarios fueron subvirtiendo, lenta y sutilmente, la legislación del Parlamento para que favoreciera a la Compañía. Es probable que la Compañía de las Indias Orientales inglesa inventase el lobbying corporativo. En 1693, menos de un siglo después de su fundación, se reveló que la CIO empleaba sus acciones para comprar parlamentarios. Cada año pagaba 1200 libras a ministros y destacados diputados. La investigación parlamentaria correspondiente, que supuso el primer escándalo de lobbying corporativo del mundo, sentenció a la CIO por soborno y tráfico de influencias: el lord presidente del consejo fue sometido a un proceso [impeachment] y el gobernador de la Compañía encarcelado.

Aunque era el Estado británico el que le prestaba su capital comercial, la Compañía de las Indias Orientales, cuando convenía, hacía mucho énfasis en su separación legal del Gobierno y defendía, con éxito, la idea de que el documento firmado por Shah Alam en 1765 –el Diwani– era propiedad legal de la Compañía, no de la Corona, aun cuando el Gobierno había gastado una suma enorme en operaciones navales y terrestres para proteger las posesiones indias de la CIO. En realidad, los parlamentarios que votaron para mantener esta distinción no eran precisamente neutrales. Casi una cuarta parte de ellos poseía acciones de la Compañía, cuyo valor se habría desplomado en caso de que la Corona hubiera tomado posesión de aquella. Por este mismo motivo, la necesidad de proteger a la Compañía de competidores extranjeros constituyó una de las metas principales de la política exterior británica.

La transacción representada en esta pintura tuvo consecuencias catastróficas. Como ocurre con todas las corporaciones, tanto entonces como ahora, la CIO tan solo era responsable ante sus accionistas. El gobierno de la Compañía no tenía la menor responsabilidad en la justa gobernanza de la región, o en su bienestar a largo plazo, por lo que tal gobierno no tardó en convertirse en un puro y simple saqueo de Bengala, cuyas riquezas eran extraídas y enviadas a occidente.

En poco tiempo, la provincia, que ya había quedado devastada por la guerra, fue castigada por la hambruna de 1769 y arruinada por los elevados impuestos. Los recaudadores de tasas de la Compañía cometieron lo que en la época se denominó «sacudir el árbol pagoda» y que hoy calificaríamos de graves violaciones de los derechos humanos. La riqueza de Bengala fue absorbida con rapidez por Gran Bretaña y sus prósperos tejedores y artesanos fueron coaccionados por sus nuevos amos, que los trataban «como si fueran esclavos».

Buena parte del botín de Bengala fue directo al bolsillo de Clive. Este regresó a Gran Bretaña con una fortuna personal valorada en 234 000 libras, cifra que le convertía en el hombre de negocios más acaudalado de Europa. Tras la batalla de Plassey de 1757 –una victoria que no solo se debió a su eficiencia militar: también se ganó por medio de traición, contratos fraudulentos, banqueros y sobornos– Clive transfirió al tesoro de la CIO no menos de 2,5 millones de libras* requisadas a los gobernantes de Bengala, una cifra sin precedentes en la época. No hizo falta mucha sofisticación. La Compañía se limitó a embarcar todo el tesoro de Bengala en un centenar de barcas que descendieron por el Ganges desde el palacio del nabab de Bengala, en Murshidabad, hasta el Fuerte Williams, cuartel general de la Compañía en Calcuta. Una parte de los beneficios fue empleada en la reconstrucción de Powis.

La pintura de Clive y Shah Alam del castillo de Powis es sutilmente engañosa: su autor, Benjamin West, nunca estuvo en la India. Ya en la época, un observador señaló que la mezquita del fondo tenía un sospechoso parecido «a nuestra venerable cúpula de San Pablo». En realidad, no hubo ninguna gran ceremonia pública. La entrega del documento tuvo lugar en privado, en el interior de la tienda de Clive, que había sido plantada en el patio de armas del recién conquistado fuerte de Allahabad. Con respecto al trono de seda de Shah Alam, en realidad era la silla de Clive, que, para la ocasión, había sido colocada sobre su mesa de comedor y cubierta con una colcha de cretona.

Tiempo después, los británicos dignificaron este documento al denominarlo Tratado de Allahabad. En realidad, Clive dictó el tratado y Shah Alam, aterrorizado, se limitó a aceptar sus condiciones. Como escribió un historiador mogol de la época, Ghulam Husein Khan, «un asunto de tamaña envergadura, que en cualquier otra época hubiera requerido el envío de sabios embajadores y hábiles negociadores, y mucha negociación y contención de los ministros, fue rematado en menos tiempo del que hubiera requerido la venta de un jumento, o una bestia de carga, o una cabeza de ganado».3

En cuestión de poco tiempo, la CIO abarcó todo el planeta. Ella sola casi logró revertir la balanza comercial, que, desde tiempos del Imperio romano, había consistido en un constante drenaje de metales occidentales hacia oriente. La CIO transportó opio a China y, en su momento, libró las Guerras del Opio para hacerse con una base litoral en Hong Kong y salvaguardar su provechoso monopolio de narcóticos.

Hacia el oeste, la Compañía transportaba té chino hacia Massachusetts. El té, que fue arrojado al puerto de Boston y que desencadenó la Guerra de Independencia estadounidense, pertenecía a la Compañía. Durante la época previa a dicha guerra, uno de los mayores temores de los patriotas americanos era que el Parlamento permitiera operar en las Américas a la Compañía de las Indias Orientales para saquear aquellas tierras como había hecho en la India. En noviembre de 1773, el patriota John Dickinson calificó el té de la CIO de «maldita basura» y comparó un futuro bajo el régimen de la Compañía de las Indias Orientales a ser «devorados por las ratas». Esta empresa «casi en bancarrota», escribió, y que se había dedicado a perpetrar «barbaridades, extorsiones y monopolios sin parangón» en Bengala, dirigía ahora «sus miras a América, un nuevo teatro en el que ejercer su talento para la rapiña, la opresión y la crueldad».4

En 1803, la CIO capturó la capital mogola de Delhi y, con ella, a su monarca ciego, Shah Alam, que residía en su palacio en ruinas. En ese momento, la Compañía había entrenado una fuerza privada de cerca de 200 000 hombres –dos veces el tamaño del Ejército británico– y disponía de más potencia de fuego que ninguna otro Estado nación de Asia. Un puñado de hombres de negocios de una isla distante situada en un confín de Europa gobernaba dominios que abarcaban toda la India septentrional, desde Delhi al oeste a Assam en el este. Casi toda la costa oriental estaba en manos de la Compañía, así como los puntos estratégicos de la costa oeste entre Guyarat y el cabo Comorín. En poco más de cuarenta años, se había enseñoreado de casi todo el subcontinente, cuya población sumaba entre 50 y 60 millones. Había sucedido a un imperio en el que los nababs y otros gobernantes menores reinaban sobre vastas regiones, de tamaño y población superior a los de los países más extensos de Europa.

La CIO, como admitió uno de sus directores, era «un imperio dentro de un imperio» con la potestad de hacer la guerra o la paz en cualquier confín de oriente. Había creado una administración y un funcionariado vasto y complejo, había edificado la mayor parte de los docklands [barrios portuarios] de Londres y generaba cerca de la mitad del comercio de Gran Bretaña. No es ninguna sorpresa que la CIO se refiriera a sí misma como «la más grande sociedad de mercaderes del universo». Pero, al igual que otras megacorporaciones más recientes, la CIO combinaba a un tiempo un inmenso poder y una extraña vulnerabilidad a la incertidumbre económica. Apenas siete años después de la concesión del Diwani, momento en que el precio de las acciones de la compañía se duplicó de la noche a la mañana tras hacerse con las riquezas del tesoro de Bengala, la burbuja de la Compañía de las Indias Orientales estalló debido a que el saqueo y la hambruna de Bengala habían hecho que las rentas agrarias fueran muy inferiores a las esperadas. La CIO quedó endeudada: debía 1,5 millones, además de 1 millón de libras en impuestos impagados a la Corona.* Cuando esto se hizo público, 30 bancos cayeron como fichas de dominó por toda Europa, lo que provocó la paralización del comercio.

En una escena que a muchos nos resulta horriblemente familiar, la corporación tuvo que cancelar su deuda y solicitar un rescate gigante al Gobierno. El 15 de julio de 1772, los directores de la Compañía de las Indias Orientales solicitaron al Banco de Inglaterra un préstamo de 400 000 libras. Dos semanas más tarde, volvieron por más y solicitaron un crédito adicional de 300 000 libras, pero el banco tan solo pudo reunir unas 200 000.** En agosto, los directores estaban sugiriendo al Gobierno que en realidad necesitaban la cifra sin precedentes de un millón de libras. El reporte oficial del año siguiente, redactado por Edmund Burke, preveía que los problemas financieros de la CIO podían, en potencia, «arrastrar al gobierno, como una rueda de molino, a un abismo insondable […] esta condenada Compañía, como una víbora, causará la destrucción del país que la acogió en su seno».

Pero, en realidad, la Compañía de las Indias Orientales inglesa era demasiado grande para caer. Así, al año siguiente, en 1773, la primera corporación expansiva del planeta fue salvada por uno de los primeros megarrescates de la historia. Era el primer ejemplo de un Estado nación que obtenía, a cambio de salvar a una empresa en quiebra, el derecho a ejercer sobre esta un control estricto y una severa regulación.

La presente obra no aspira a presentar una historia completa de la Compañía de las Indias Orientales, y aún menos un análisis económico de sus operaciones comerciales. Lo que pretende es responder a la pregunta de cómo una única empresa, con sede en un edificio de oficinas de Londres, logró reemplazar al poderoso Imperio mogol y llegar, entre 1756 y 1803, a adueñarse del vasto subcontinente indio. Esta obra narra cómo la Compañía derrotó a sus principales rivales –los nabab de Bengala y de Avadh, el sultanato de Mysore del sultán Tipu y la gran Confederación maratha– y tomó bajo su protección al emperador Shah Alam, un hombre cuyo destino fue ser testigo del asalto, que se prolongó por espacio de 50 años, de la Compañía contra India y su ascenso desde una humilde empresa mercantil a una potencia imperial de pleno derecho. En verdad, la vida de Shah Alam viene a ser el hilo conductor de nuestro relato.

Hoy, la visión comúnmente aceptada es que, en contra de lo que sostienen los escritos de generaciones anteriores de historiadores, el siglo XVIII no fue una «edad oscura» para la India. Todo lo contrario: el declive político del Imperio mogol dio lugar a un resurgir económico en otras partes del subcontinente. Numerosos estudios de reciente publicación han profundizado en esta teoría.5 No obstante, todos estos brillantes trabajos acerca del resurgir regional no pueden alterar la realidad de la Anarquía, que es indudable que causó el caos en el corazón de las tierras mogolas, en particular en torno a Delhi y Agra, durante la mayor parte del siglo XVIII. Como expresó el faquir Khair ud-Din Illahabadi, «el desorden y la corrupción dejaron de ocultase, y las otrora pacíficas tierras de la India se convirtieron en la morada de la anarquía (dâr al-amn-i Hindustân dâr al-fitan gasht). Con el transcurrir del tiempo, la monarquía mogola perdió toda sustancia y se desvaneció hasta quedar reducida a un mero nombre, una sombra».6

Aunque, dado que la realidad de la Anarquía no solo fue observada por unos pocos y desconsolados nobles mogoles como Khair ud-Din y Ghulam Husein Khan, sino por todos y cada uno de los viajeros de la época, creo que el proceso revisionista ha ido un poco lejos. Desde Law y Modawe a Pollier y Franklin, casi todos los testigos oculares de la India de finales del siglo XVIII subrayan, una y otra vez, el caos interminable y los derramamientos constantes de sangre, así como la dificultad de viajar de forma segura por muchas regiones del país si no se disponía de una escolta fuertemente armada. De hecho, los primeros que difundieron el concepto de la Gran Anarquía fueron estos primeros testigos.

Las numerosas guerras de la Compañía, y su saqueo de Bengala, Bihar y Orissa, en particular entre las décadas de 1750 y 1770, supusieron una contribución inmensa a este caos y en regiones muy alejadas de Delhi. Esta es la razón por la que he titulado así el presente volumen. Es indudable que resulta difícil equilibrar la historia militar del periodo, compleja, caótica y muy violenta, con la consolidación a largo plazo de nuevas formaciones políticas, económicas y sociales como las que Richard Barnett y mi antiguo profesor de Cambridge, Chris Bayly, han contribuido tanto a esclarecer. Desconozco si alguien ha logrado encajar entre ellos todos esos diferentes niveles de acción y análisis, pero el presente libro es un intento de cuadrar ese círculo.

La anarquía se basa, sobre todo, en los voluminosos archivos de la Compañía. Los documentos de su oficina central, así como los despachos de sus delegados en la India a los directores con sede en Leadenhall Street, se encuentran ahora en las cámaras de la Biblioteca Nacional británica de Londres. Los registros de la sede india de la Compañía procedentes de la casa del gobernador y del Fuerte William, Calcuta, a menudo más completos y reveladores, se encuentran hoy en los Archivos Nacionales de la India (ANI), en Nueva Delhi, y ahí fue donde concentré mis investigaciones.

Los registros dieciochescos de la ANI son, por otra parte, mucho más difíciles de estudiar que sus colecciones de documentos decimonónicos, mucho mejor catalogadas. Así, durante las primeras semanas tuve dificultades para localizar incluso los índices, problema que fue resuelto por los brillantes y siempre pacientes archiveros del ANI, Jaya Ravindran y Anumita Bannerjee, que se dedicaron a revisar depósitos y trasteros hasta que lograron encontrarlos. Obtuvimos premios notables: en cuestión de semanas, tenía en mis manos el reporte de información original de Port Lorient, que llevó a la Compañía a ordenar al gobernador Roger Drake que reconstruyera las murallas de Calcuta, el casus belli que irritó a Siraj ud-Daula, y el primer despacho remitido por Clive desde el campo de batalla de Plassey.

Junto con los documentos de la Compañía en lengua inglesa, también empleé las excelentes historias en persa escritas durante el siglo XVIII por eruditos historiadores, nobles, munishis y escribas mogoles. La mejor de dichas obras, el Seir Mutaqherin o Reseña de los tiempos modernos, del joven y brillante historiador Ghulam Husein Khan es, con diferencia, la fuente india más lúcida del periodo. Lleva disponible en inglés desde la década de 1790, pero existen otras muchas historias en lengua persa de la época, igualmente reveladoras, que todavía no han sido ni publicadas ni vertidas al inglés.

He podido utilizar mucho estas últimas gracias a la asistencia de mi colaborador desde hace mucho tiempo, Bruce Wannell, cuyas soberbias traducciones de fuentes menos conocidas como el Ibrat Nama, o libro de admoniciones, del faquir Khair ud-Din Illahabadi, o el Tarikh-i Muzaffari de Mohamed Ali Khan Ansari de Panipat, redactadas durante los meses que pasó en su tienda de campaña en mi granja de cabras de Mehrauli, han transformado mi proyecto. También ha contribuido su conocimiento sin par tanto de la India dieciochesca como del mundo islámico en general. Estoy particularmente agradecido a Bruce por el tiempo que pasó en el Instituto de Investigación MAAPRI de Tonk, Rajastán, donde tradujo una biografía inédita de Shah Alam, la Sham Alam Nama de Munshi Munna Lal, y por sus conversaciones en Pondicherry con Jean Deloche, que dio lugar a unas versiones exquisitas de ciertas fuentes francesas del siglo XVIII, sin traducir y apenas utilizadas, como por ejemplo las memorias de Gentil, Madec, Law y en particular los maravillosos Voyages del cosmopolita conde de Modave, amigo y vecino de Voltaire en Grenoble. La obra de Modave proporciona una visión sofisticada, cáustica y lúcida del escenario del siglo XVIII, desde los amplios bulevares de la Calcuta de la Compañía a las ruinas de Delhi, la capital en declive de Shah Alam.

En el transcurso de más de seis años de trabajo acerca de la Compañía, he acumulado numerosas deudas de gratitud. En primer lugar, debo agradecer a Lily Tekseng por los meses de trabajo que dedicó a transcribir los manuscritos que iba desenterrando de los Archivos Nacionales de la India. También a mi cuñada Katy Rowan y a Harpavan Manku, quienes ejercieron una función similar en Londres, donde batallaron tanto contra la caligrafía de los archivos oficiales de la Compañía como con la correspondencia privada de Clive, Hastings, Cornwallis y Wellesley. También estoy agradecido a Aliya Naqvi y a Katherine Butler Schofield por sus bellas traducciones de los versos de Shah Alam.

Numerosos amigos han leído los sucesivos borradores de este libro y a ellos les estoy agradecido en particular: Peter Marshall, Rajat Datta, Robert Travers, Najaf Haider, Lakshmi Subramanian, Jean-Marie Lafont, Nonica Datta, Sonal Singh, Vijay Pinch, Mahmood Farooqui, Yashashwini Chandra, Narayani Basu, Katherine Butler Schofield, Mala Singh, Rory Fraser, Sam Miller, Gianni Dubbini, Jeremy Parkinson, Riya Sarkar, Chiki Sarkar, Jayanta Sengupta, Adam Dalrymple y Nandini Mehta.

Otros muchos me han proporcionado ayuda de valor incalculable. En la India, B. N. Goswamy, Ebba Koch, Momin Latif, John Fritz, George Michel, Shashi Tharoor, Chander Shekhar, Jagdish Mittal, Diana Rose Haobijam, Navtej Sarna, Tanya Kuruvilla, S. Gautam, Tanya Banon y Basharat Peer. Debo agradecer en particular a Lucy Davison de Banyan, con diferencia, la mejor agencia de viajes de la India, que organizó la logística de mis viajes de investigación a lo largo de la costa carnática, a Srirangapatna, a Tonk, por todo el Decán hasta Pune, y, en el viaje más memorable, a Calcuta y Murshidabad durante el Durgá Puyá. En Pakistán: Fakir Aijazuddin, Ali Sethi, Hussain y Aliya Naqvi y Abbas de los Archivos del Punyab, que con gran generosidad me permitió acceder a fuentes en persa y urdu.

En EE. UU: Muzaffar Alam, Maya Jasanoff, Ayesha Jalal, Ben Hopkins, Nile Green, Sanjay Subramanyam, Durba Ghosh, Elbrun Kimmelman y Navina Haidar. En Gran Bretaña: Nick Robbins, Saqib Baburi, Ursula Sims-Williams, Jon Wilson, Malini Roy, Jerry Losty, John Falconer, Andrew Topsfield, Linda Colley, David Cannadine, Susan Stronge, Amin Jaffer, Anita Anand, Ian Trueger, Robert Macfarlane, Michael Axworthy, David Gilmour, Rory Stewart, Charles Allen, John Keay, Tommy Wide, Monisha Rajesh, Aarathi Prasad, Farrukh Husain, Charles Grieg, Rosie Llewellyn-Jones, Richard Blurton, Anne Buddle, Sam Murphy, Henry Noltie, Robert Skelton, Francesca Galloway, Sam Miller, Shireen Vakil, Zareer Masani, Tirthankar Roy, Brigid Waddams, Barnaby y Rose Rogerson, Anthony y Sylvie Sattin, Hew, Jock y Rob Dalrymple y el difunto y siempre añorado Chris Bayly, cuyas clases en Cambridge, hace más de treinta años, me hicieron interesarme por las complejidades de la India del siglo XVIII.

Como siempre, he tenido la gran suerte de contar con mi agente, el incomparable David Godwin, y con mis directores editoriales de Bloomsbury: Alexandra Pringle, Trâm-Anh Doan, Lilidh Kendrick, Emma Bal, Richard Charkin, Yogesh Sharma, Meenakshi Singh, Faiza Khan, Ben Hyman y en particular mi editor durante más de treinta años, Mike Fishwick. También deseo agradecer a Vera Michalski de Buchet Chastel y en Italia al incomparable Roberto Calasso de Adelphi.

Mi adorada familia, Olivia, Ibby, Sam y Adam, me ha mantenido cuerdo y satisfecho durante los seis largos años que necesité para hacer realidad este libro. Olivia, en particular, ha sido una roca, un sostén emocional y una fuerza impulsora del proyecto; mi primera y mejor editora, además de una compañera vital siempre paciente, siempre generosa, siempre amorosa. Con ellos, y con mis queridos padres, que murieron durante la redacción del presente libro, tengo la mayor de las deudas. Mi padre, en particular, estaba convencido de que nunca finalizaría este libro y lo cierto es que no vivió para ver su punto final. Murió el día después de Navidad, cuando todavía me quedaban dos capítulos para darle término. Pero fue mi padre quien me enseñó el amor por la historia y a amar la vida, y es a su memoria a la que dedico este libro.

William DalrympleNorth Berwick-Chiswick-Mehrauli,marzo de 2013-junio de 2019

NOTAS

1 Philip Stern ha demostrado con brillantez que la Compañía tenía poder político real y tangible mucho antes de lo que, por lo común, se creía. Vid. Stern, P. J., 2011.

2 Ali, K., 1952, 63.

3 Khan, S. G. H. T., 1790-1794, vol. III, 9-10.

4Cit. por Rothschild, E.

5 Existen estudios históricos más recientes como los del historiador Richard Barnett y su obra Barnett, R., 1980; el libro de Bayly, C. A., 1983; y el de Alam, quien, en Alam, M., 1986, demuestra que hubo crecimiento económico en la India septentrional durante la primera mitad del siglo XVIII. Este nuevo concepto se ha difundido en numerosas publicaciones. Para una colección de ensayos que presenta este punto de vista «revisionista», vid. Alavi, S. (ed.), 2002; Marshall P. J. (ed.), 2003. Véase también Gordon, S., 1998; Datta, R., abril de 2019; Leonard, K., 1971; Mukherjee, T., 2013; Richards, J. F., 1990, 625-638; Ali, M. A., 1975, 385-396; Gordon, S., 1998b, 327-347; Trivedi, M., 2010; Pelo, S., 2014; Subrahmanyam, S., 1997; Richards, J. F., 1997; Bayly, C. A., 1978; Calkins, Ph., 1970.

6 Fakir Khair-al Din Illahabadi, Fakir, ‘Ibrat Nama, BL, OIOC, Or. 1932. f1v

____________

* N. del A.: 262,5 millones de libras actuales.

* N. del A.: 157,5 millones y 105 millones de libras actuales, respectivamente.

** N. del A.: 400 000 libras serían el equivalente a 42 millones actuales; 300 000 libras vendrían a ser 31,5 millones y 200 000 libras 21 millones actuales.

CAPÍTULO 1

1599

El 24 de septiembre de 1599, mientras William Shakespeare trabajaba en el borrador de Hamlet en su casa situada río abajo del Globe, a apenas veinte minutos a pie del teatro en Southwark, se reunió un variopinto grupo de londinenses en una casona de entramado de madera, iluminada por numerosas ventanas ajimezadas de estilo Tudor.1

Ya en su época, esta reunión fue considerada histórica, pues se presentaron notarios, que, armados de pluma y tintero, dejaron constancia de la representación del Londres isabelino, muy diversa, que aquel día se congregó en Founders’ Hall, frente a Moorgate Fields.2 En la cúspide de la escala social, con la cadena de oro símbolo de su cargo, estaba la robusta figura del lord alcalde en persona, sir Stephen Soame, vestido de fustán escarlata. Le acompañaban dos de sus predecesores en el cargo y varios altos ediles de la ciudad –mantecosos burgueses isabelinos, de barbas blancas encajadas en la maraña escarolada de sus lechuguillas de batista–.3 El más poderoso de todos era sir Thomas Smythe, de grave figura, con perilla, armiño y sombrero de copa. Sir Thomas era el auditor de la ciudad de Londres y había hecho fortuna importando pasas de Corinto de las islas griegas y especias de Alepo. Algunos años antes, el «auditor Smythe» había contribuido a la formación de la Compañía de Levante para sus expediciones comerciales; la presente reunión había sido iniciativa suya.4

Además de estos rechonchos pilares de la ciudad de Londres, figuraban otros muchos mercaderes de menor importancia que esperaban aumentar sus fortunas. También había hombres ambiciosos, de origen mucho más humilde, que buscaban ascender en la escala social. Sus profesiones fueron anotadas con meticulosidad por los notarios: tenderos, vendedores de telas, sastres, un «tundidor», un «vinatero», un «vendedor de cuero» y un «curtidor».5 Había también un puñado de soldados cubiertos de cicatrices. Se trataba de marinos y aventureros barbudos de los muelles de Woolwich y Deptford, lobos de mar azotados por las olas del océano, con sus zarcillos de oro, jubones y dagas ocultas en el cinto. Algunos de ellos habían combatido a la Gran Armada española una década atrás y otros habían entrado en acción junto con Drake y Raleigh contra los galeones del tesoro españoles en las aguas del Caribe, más cálidas. Pero ahora se describían a sí mismos ante los notarios con el educado eufemismo isabelino, privateers, «corsarios». Había también exploradores y viajeros que se habían aventurado aún más lejos: el explorador ártico William Baffin, por ejemplo, que dio nombre a la bahía homónima. Por último, también estaba presente un personaje que se describía a sí mismo como «historiógrafo de los viajes a las Indias orientales», el joven Richard Hakluyt, al que los aventureros le habían pagado la suma de 11 libras y 10 chelines* para que recopilase todo cuanto se supiera en Inglaterra acerca de la ruta de las especias.6

Un grupo tan diverso rara vez se había reunido bajo un mismo techo. Todos habían acudido con un único propósito: presentar una petición a la reina Isabel I, en ese momento una maquillada y empelucada anciana de 66 años de edad, para fundar una compañía cuyo objeto era «aventurarse en un viaje a las Indias Orientales y otras islas y países cercanos, para mercar […] comprar o trocar tales bienes, mercancías, joyas o mercadear según tales islas o países puedan permitir […] (lo cual pluga al Señor que prospere)».7 Dos días antes, Smythe había reunido a 101 de los mercaderes más ricos y les presionó para que se comprometieran a adquirir bonos individuales que iban desde las 100 a las 3000 libras… cifras considerables para la época. En total, Smythe reunió 30 133 libras, 6 chelines y 8 peniques.** Los inversores redactaron un contrato y añadieron su contribución al libro de cuentas: «Escrito de su puño y letra […] por el honor de nuestro país nativo y por el avance del comercio y del mercado en este el reino de Inglaterra».

Siempre es un error leer la historia a posteriori. Hoy sabemos que la Compañía de las Indias Orientales (CIO) llegó en un futuro a controlar casi la mitad del comercio mundial y se convirtió en la corporación más poderosa de la historia. Como expresó Edmund Burke en una célebre frase, la compañía era «un Estado disfrazado de mercader». Visto de forma retrospectiva, el ascenso de la Compañía parece casi inevitable. Pero no era esto lo que parecía en 1599, pues, en el momento de su fundación, pocas empresas parecían tener menos perspectivas de éxito. En aquella época, Inglaterra era un país relativamente empobrecido y en su mayor parte agrícola, que había pasado casi un siglo en guerra consigo mismo por el asunto más controvertido de la época: la religión.8