La Avenida de los Muertos - Brian L. Porter - E-Book

La Avenida de los Muertos E-Book

Brian L. Porter

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Beschreibung

En las ruinas de la antigua ciudad de Teotihuacán, el cuerpo mutilado de un joven aparece como mudo testigo de la obra de un asesino en serie.

Luego de la trágica muerte de su hermano, el detective Juan Morales decide tomarse unas merecidas vacaciones. Sin embargo, aquel cadáver de un joven cuyo corazón ha sido arrancado en La Avenida de los Muertos, no es precisamente el tranquilo descanso que tenía en mente.

En ese mismo lugar trabaja la inteligente y atractiva arqueóloga, Sophia Kanakarides, por quién Morales se siente fuertemente atraído. Mientras surgen más crímenes espantosos, Sophia pone su experiencia a disposición de la policía y, sin darse cuenta, cae en manos del asesino.

Alucinante y de trama muy bien elaborada, La Avenida de los Muertos revive el escalofriante mundo de los asesinatos rituales y los sacrificios humanos.

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LA AVENIDA DE LOS MUERTOS

BRIAN L. PORTER

TRADUCIDO PORGLORIA CIFUENTES DOWLING

Derechos de autor (C) 2019 Brian L. Porter

Diseño de Presentación y Derechos de autor (C) 2022 por Next Chapter

Publicado en 2022 por Next Chapter

Arte de la portada por The Cover Collection

Este libro es un trabajo de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se usan de manera ficticia. Cualquier parecido con eventos reales, locales o personas, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Todos los derechos reservados. No se puede reproducir ni transmitir ninguna parte de este libro de ninguna forma ni por ningún medio, electrónico o mecánico, incluidas fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso del autor.

ÍNDICE

Agradecimientos

Nota del autor

Un Diablo Que Conoces

Hidalgo del Parral, México, marzo de 2005

La Avenida de los Muertos

Prólogo

1. Ciudad de México, época actual

2. Teotihuacán

3. ¿Un sacrificio?

4. Reflexiones

5. Amanece un nuevo día

6. El dolor de una madre

7. Cuahátal

8. Escalada de crímenes

9. Sophia Kanakarides

10. Hora de rituales

11. Reunión de expertos

12. ¿No hay testigos?

13. Despertando al terror

14. Piezas faltantes

15. Primera pista

16. ¿Otro sacrificio?

17. Es asunto del burro

18. La revelación

19. Cambio de planes

Epílogo

Querido lector

Acerca del Autor

Este libro está dedicado a la memoria de Enid Ann Porter (1914 – 2004); su amor y su apoyo nunca me fallaron.

Para Leslie, mi difunto padre, y para mi esposa Juliet, quien suministra día a día lo necesario para nuestra vida juntos.

AGRADECIMIENTOS

Nunca es fácil encontrar las palabras correctas para agradecer a aquellos que han ayudado a inspirar una historia o a convertir esa historia en un libro. Algunas veces el apoyo brindado es del tipo intangible y es casi imposible de cuantificar. Tales palabras de reconocimiento, en particular, se aplican en el caso de “Un diablo que conoces”y en “La Avenida de los Muertos”, aunque haré todo lo posible por referirme como es debido a todos quienes corresponda.

Mis primeros agradecimientos son para un hombre maravilloso que conocí durante una visita a la costa oeste de México hace algunos años. Su nombre era Jesús, pero su apellido era, en ese entonces, casi impronunciable para mí y nunca tuve la ocasión de anotarlo. Ya era un anciano cuando lo conocí en la ciudad de Puerto Vallarta, en el estado de Jalisco, y resultó fundamental para despertar mi interés en la historia de México y de su gente. Se convirtió en una auténtica fuente del saber, pues parecía conocer la historia de todas las civilizaciones antiguas que, en distintas épocas, vivieron, prosperaron y finalmente desaparecieron dentro de los límites de su país. Estaba orgulloso de su tierra natal y de su familia, y solo ansiaba sentarse y platicarme de su vida, sus hijos, sus nietos y de la historia de México. Aprendí más de él en ese breve tiempo de lo que podría haber hecho en una biblioteca repleta de libros o en un curso universitario de historia.

También debo agradecer a Graeme S. Houston de la ahora desaparecida Editorial Mythica. Graeme fue el primero en ver el mérito del personaje de Juan Morales y resultó fundamental en la publicación de “Un diablo que conoces”, donde Morales hace su primera aparición, inicialmente en la revista Capture Weekly y luego en un libro electrónico con derechos reservados. Desde entonces ‘Diablo’ ha aparecido en mi colección Murder, Mayhem and Mexico de Eternal Press, la que, lamentablemente, ya no se encuentra disponible. Graeme se convirtió en la fuerza conductora tras mi decisión de traer de vuelta a Morales en La Avenida de los Muertos. Mi agradecimiento también debe hacerse extensible a sus habilidades críticas y a sus correcciones.

La inspiración final para comenzar a escribir definitivamente La Avenida de los Muertos procede de una maravillosa serie de fotografías realizadas por una dama de nombre Sue Jones, a quién nunca he conocido, y que tomó en una reciente visita a México y en un recorrido por las ruinas de la ciudad de Teotihuacán. Fue una de esas fotos en particular la que me sugirió el título de esta historia, que hasta entonces no tenía nombre. Agradezco a mi difunto amigo Malcolm Davies por enviármelas, con la autorización de Sue.

Finalmente, todo mi reconocimiento va para Juliet, que me alienta en todo lo que hago. Gracias.

NOTA DEL AUTOR

Aunque Hidalgo del Parral, las ruinas de la ciudad de Teotihuacán y la mayoría de los lugares descritos en “Un diablo que conoces” y en “La Avenida de los Muertos” son reales, los personajes representados en el libro y los incidentes descritos son producto de la imaginación del autor. Por lo tanto, cualquier semejanza con personas, vivas o muertas, o sucesos reales, es solo coincidencia.

UN DIABLO QUE CONOCES

HIDALGO DEL PARRAL, MÉXICO, MARZO DE 2005

-Pues bien, Juan, finalmente ha terminado -dijo el obispo mientras nos alejábamos de la tumba.

-Sí, monseñor, así es. Espero que en la muerte pueda encontrar la paz que no logró tener en estos últimos años -respondí.

El funeral no había tenido gran concurrencia, excepto por el obispo, que había celebrado el servicio, dos hermanas de la misericordia provenientes del seminario y yo.

No hubo una gran ceremonia que destacara el fallecimiento del padre Rodrigo, cuyo nombre había sido pronunciado con mucha reverencia por la gente de Parral, aquellos a quienes había servido tan bien y por tanto tiempo. Ahora, cuando la tarde se extendía ante mí con casi nada en qué ocuparme por el resto del día, mis pensamientos regresaron al recuerdo del hombre que había ayudado a tantos. Rodrigo, el sacerdote de gran corazón, nunca había abandonado a quien lo necesitara, ya fuera una persona sin hogar en busca de un lugar donde dormir o algún alimento, o bien un niño huérfano que necesitara de cuidados y una familia. De hecho, es probable que todos en Parral alguna vez hubiesen oído hablar de Rodrigo y de su labor caritativa, todo lo cual había terminado tan abruptamente unos pocos años atrás.

-¿Cree usted que ahora todos lo han olvidado? -pregunté.

-Somos criaturas volubles, somos humanos, Juan -replicó el obispo-. Todos en esta ciudad conocían las obras y las buenas acciones de Rodrigo, pero el tiempo a veces borra incluso los recuerdos más profundos. Lo mejor es que será recordado por aquellos que realmente lo conocieron y será acogido eternamente por Dios en el cielo.

-Supongo que tiene usted razón, su excelencia -respondí.

El obispo me miró y luego, como recordando algo olvidado durante todos estos años, me habló con una expresión seria en su rostro.

-Por supuesto ya sabes que, ahora que él se ha marchado, te libero de tu promesa, Juan. Puedes hablar de esto con quien quieras.

-Lo sé, pero realmente por ahora no deseo hablar con nadie acerca de Rodrigo, su excelencia.

-Tal vez no ahora, pero quizá algún día -respondió.

Entonces me cogió del brazo y nos miramos uno al otro durante un instante, como si compartiéramos recuerdos. Luego estrechamos nuestras manos, al tiempo que sentí que esta sería la última vez que me reuniría con monseñor Armando Entierro.

-Ve en paz, hijo mío, y que Dios te acompañe -dijo el obispo cuando nos separamos.

Yo simplemente asentí con un gesto a modo de respuesta; no podía encontrar las palabras precisas. El secreto que habíamos compartido durante tanto tiempo permanecería enterrado junto con Rodrigo en aquel pequeño cementerio de Hidalgo del Parral. Yo deseaba que así fuera.

Hidalgo del Parral, conocido simplemente como Parral, es una pequeña ciudad minera del sur de Chihuahua, en México, famosa tanto por su tradición minera como por tratarse del lugar donde fue asesinado el famoso revolucionario Pancho Villa. Ha sido mi hogar desde que nací y he servido en su cuerpo de policía durante toda mi vida adulta, aunque mi ascenso en el escalafón parece haberse estancado en el rango de capitán, el que ostento desde hace ya quince años. Soy bueno en mi trabajo, al menos eso creo, y mis superiores parecen respetarme y valorar mi contribución a mantener la ley y el orden en nuestra ciudad. Tal vez mi posición actual en la vida resultará ser la cumbre de mis logros en esta tierra. Si es así, estoy feliz de aceptar mi destino y me siento agradecido por haber tenido la oportunidad de servir al bien público, en cierta medida, durante tanto tiempo. Algunas personas nacen para cosas más grandes, pero, al parecer, yo no, y, de cualquier modo, ¿quién quiere ser comisario de la policía?

Cinco minutos después de abandonar el cementerio, regresé a mi coche que había dejado estacionado en la Plaza del Niño. Mientras buscaba torpemente las llaves para abrir la portezuela, una voz me llamó por mi nombre desde unos pocos metros más allá.

-¡Capitán Morales, debo hablar con usted!

Miré a mi alrededor y la vi avanzando hacia mí: una mujer de cabello oscuro muy hermosa, tuve que admitir, de unos treinta años, vestida de cierta manera formal con traje de falda roja que combinaba con sus zapatos del mismo color de tacones de cinco centímetros y con el inconfundible aroma a “prensa” emanando por cada poro de su cuerpo.

-Lo siento, señora, recién asistí a un funeral y no deseo hablar con usted ni con nadie más en este momento.

-En realidad soy “señorita”, señorita María López y trabajo para el periódico Hoy. Precisamente es del funeral al que acaba de asistir de lo que quiero conversar.

No tenía idea qué quería ella de mí y no estaba de humor para descubrirlo. De pie junto a la puerta abierta de mi coche, intenté deshacerme de ella lo más cortésmente que pude.

-No ahora, por favor, señorita. No tengo tiempo para satisfacer los chismes de gente ociosa ni de charlar acerca de la persona muerta.

-Pero capitán, usted estaba allí cuando sucedió todo. Usted formó parte de la investigación inicial y hay ciertas cosas que necesito saber, cosas que la gente quiere saber.

-Señorita, todo ocurrió hace ya mucho tiempo y el padre Rodrigo ahora está muerto. No hay nada más que discutir respecto a este asunto. No tengo ningún escándalo para que le comunique a sus lectores. Lo siento.

Ella me lanzó una mirada que me atravesó como una flecha y sus siguientes palabras me tomaron por sorpresa.

-Capitán Morales, no estoy aquí por el periódico, estoy aquí por un asunto personal. Hace quince años murieron seis niños y el padre Rodrigo fue encontrado agónico en los terrenos de su iglesia. Nunca se arrestó a alguien ni se hicieron cargos al respecto por la muerte de los niños o por el ataque al sacerdote. Usted tuvo conocimiento de todo lo que sucedió. Yo estaba en Estados Unidos estudiando en UCLA en ese tiempo y regresé a casa cuando encontraron los cuerpos. Capitán, ¡Pablo López era mi hermano!

De eso se trataba. Me sentí atrapado. No iba a resultar fácil dar media vuelta y simplemente alejarme de esta joven tan resuelta, con su traje formal, pero con una indiscutible herencia de sus ancestros aztecas centelleando desafiante por sus ojos. Comprendí que no tenía intención de dejarme ir.

-¿Le gustaría beber un café? -pregunté.

Ella asintió.

-Súbase -dije señalando mi coche.

La joven se sentó junto a mí y su falda se alzó levemente al hacerlo. No podía ayudarla, pero sí admiré el bien torneado par de piernas que lucía cuando, tímidamente, reacomodó el dobladillo de la falda para preservar su recato.

Nos tomó diez minutos cruzar el puente que atraviesa el río Parral e ingresar en la zona norte de la ciudad.

Estacioné el coche cerca de la catedral y escolté a mi pasajera caminando unos pocos metros hasta el bar del Hotel Moreira, donde Pepe Fonseca sirve el mejor café de la ciudad.

Encontré una mesa para nosotros en la esquina menos iluminada del bar y le indiqué que se sentara. La muchacha intentó entrar de lleno en la conversación, pero yo levanté mi mano y comprendió que debía esperar hasta que sirvieran los cafés.

-De acuerdo, señorita, ¿y ahora qué? No estoy del todo seguro de poder ayudarla o de darle lo que usted está buscando, pero, de cualquier manera, dígame de qué se trata.

María López me miró otra vez con aquellos oscuros ojos aztecas y su mirada suplicando con la fuerza de sus ancestros.

-Mi hermano murió, capitán Morales, y yo no sé por qué o quién fue el responsable. Uno de los sacerdotes más importantes de la ciudad que yo haya conocido, casi fue asesinado y luego simplemente desapareció y nadie sabe dónde estuvo o qué sucedió con él después de que fuera atacado. La primera vez que vuelvo a saber de él es cuando mi periódico lanza un comunicado de prensa desde el seminario informando que está muerto e indicando la hora de su funeral, que será privado, sin permitir la presencia de público. ¿Por qué, capitán? ¿Qué sucedió con él? ¿Dónde estuvo el padre Rodrigo todos estos años? ¿Quedó muy desfigurado o mentalmente marcado por lo que le sucedió? ¿Quién asesinó a mi hermano y a esos otros pobres niños? La policía, y yo entiendo que usted era uno de esos responsables, cerró el caso sin levantar cargos en contra de nadie, pero su presencia en el funeral me dice que usted puede saber más que solo un poco acerca de lo que pudo haber ocurrido. ¿No lo entiende, capitán? ¡Tengo que saberlo!

Suspiré profundamente, con algo más que un poco de simpatía por la joven de ojos inocentes y mirada suplicante sentada frente a mí. Mis propios recuerdos me llevaron atrás en el tiempo y, aunque había intentado olvidar la mayor parte de lo sucedido en la iglesia y en sus alrededores, en el fondo sabía que los eventos del pasado no nos abandonarían jamás y comprendí que, al menos, tenía que ofrecerle a ella algo que le ayudara a aliviar su dolor. Tomé una decisión y le hablé tranquilamente respondiendo a su petición.

-Sí, señorita, lo entiendo perfectamente. Intentaré contarle lo que pueda, aunque sucedió hace ya tanto tiempo.

-Quince años, capitán. Yo tenía diecinueve y nunca tuve oportunidad de ver a mi hermano crecer hasta convertirse en el bello joven que habría sido. Dígame lo que sabe, por favor.

-De acuerdo, escuche con atención. No es sencillo, pero haré mi mejor esfuerzo.

Dejé que mi mente retrocediera lentamente en el tiempo todos esos años atrás hasta aquella noche cuando recibí una llamada telefónica de mi jefe diciéndome que fuera al hospital tan pronto como pudiera. El célebre padre Rodrigo había sido encontrado al borde de la muerte a los pies del campanario de su iglesia, la misma desde donde habían desaparecido seis monaguillos del coro en los últimos seis meses. Mi jefe quería respuestas y las quería rápido.

HIDALGO DEL PARRAL, MÉXICO, JULIO DE 1990

-Soy policía. Estoy aquí para ver al sacerdote -dije casi sin respiración, mientras mostraba rápidamente mi tarjeta de identificación a la enfermera sentada tras el escritorio de la estación de enfermería.

Había conducido a una velocidad vertiginosa cruzando la ciudad, para luego estacionar el coche frente al hospital y subir corriendo cuatro tramos de escaleras hasta la sala de cuidados críticos debido a que el elevador estaba fuera de servicio.

-El padre Rodrigo salió recién de cirugía -respondió la hermana a cargo en ese momento-. El doctor Guerrero está en la oficina al final del pasillo. Quizás debería hablar con él.

-Perfecto, sí, gracias hermana, eso haré -respondí sin aliento, esperando que mis pulmones volvieran a funcionar con normalidad.

Cuando me dirigía por el pasillo hacia la oficina del médico, no pude dejar de notar lo silenciosas que eran mis pisadas sobre el piso del corredor. Nunca antes había reparado en eso, pero deduje que debían construir el piso de esos lugares de tal manera de asegurar el mayor silencio posible para los pacientes. De ningún modo se permitiría el golpeteo de los altos tacones de una mujer sobre estos pisos, pensaba al momento de llamar a la puerta que la hermana me había indicado. Desde el interior, una voz me invitó a entrar.

El doctor Guerrero se encontraba sentado tras un escritorio y lucía tan cansado como yo sin respiración. Su cabello castaño claro se veía despeinado y sus ojos sostenían una mirada agotada y preocupada, como si el hombre llevara el peso del mundo sobre sus hombros. Tal vez su participación diaria en las decisiones entre la vida y la muerte, los altibajos de su profesión, viviendo siempre tan cerca de la muerte, hacían que luciera así. O simplemente había trabajado un turno muy largo, estaba cansado y necesitaba una buena noche de sueño.

-¿En qué puedo ayudarle? -preguntó.

Me identifiqué como oficial de policía y le pedí que me diera todos los detalles que pudiera acerca de las heridas del padre Rodrigo.

-Por favor, dígame cuanto pueda, doctor. El jefe de la policía me ha enviado para estar seguros de que no dejamos piedra sin remover. Debemos descubrir qué sucedió esta noche. El padre Rodrigo, como usted ya sabe, es muy conocido en la ciudad y si ha sido brutalmente atacado. Debemos hacer cuanto podamos para atrapar a su asaltante.

El doctor Guerrero asintió con un gesto y bajó la vista hasta la hoja clínica que descansaba sobre su escritorio y que, obviamente, se refería a Rodrigo.

-Al parecer, el padre Rodrigo cayó desde una altura aproximada de 15 metros desde el campanario de su iglesia, el Templo de la Virgen del Rayo. Además de las graves heridas en su cabeza, se fracturó ambas piernas, cinco costillas, uno de sus brazos y la muñeca, y tiene un pulmón perforado. Puede haber daño cerebral. En este momento es demasiado pronto para asegurarlo, pero no puede hablar con él hasta que recobre la conciencia, tal vez mañana.

-¿Dice usted que cayó, doctor? ¿Pudo haber sido empujado?

-Esa también es una posibilidad, capitán, pero creo que se relaciona más con su área de trabajo que con la mía. Mi labor consiste en ayudar a mi paciente a recuperarse de sus heridas. Los complejos detalles de cómo el padre llegó a ese estado, se los dejo a usted y a sus colegas.

-Totalmente correcto, por supuesto, doctor. Entonces, si me lo permite, regresaré en la mañana para hablar con el padre Rodrigo.

-Puede hablar con él solo si se ha recuperado lo suficiente y está dispuesto a conversar con usted, capitán. Mi paciente está por sobre su investigación, ¿está claro?

-Perfectamente -respondí sabiendo que el padre Rodrigo estaría en buenas manos bajo el cuidado de este joven médico que colocaba de manera tan obvia el bienestar de sus pacientes en el primer lugar de su lista de prioridades clínicas.

Agradeciéndole nuevamente, le di las buenas noches, prometiendo regresar en la mañana junto con solicitarle que me telefoneara si el padre despertaba antes de que yo regresara al hospital. Accedió a hacerlo así, pero bajo las condiciones que él había estipulado previamente.

De regreso en mi coche, me comuniqué por radio con la oficina central de la policía y aguardé apenas un minuto antes de que el jefe en persona se comunicara conmigo desde el otro lado de la línea.

-Y bien, Juan, ¿descubriste algo acerca de lo que sucedió con el buen padre?

No pude hacer más que repetir lo que me había dicho el doctor Guerrero y, aunque el jefe estaba tan frustrado como yo ante la falta de alguna evidencia concreta con la cual proseguir, aceptó que debíamos esperar hasta que Rodrigo se hubiera recuperado lo suficiente para poder contarnos cómo había sido herido.

Esa noche dormí muy mal. Incluso con el aire acondicionado funcionando a máxima velocidad, el calor en mi dormitorio parecía agobiante. Me di vueltas en la cama mientras el rostro del padre Rodrigo irrumpía en mi mente cada vez que lograba conciliar el sueño por algunos breves instantes. Una pregunta daba vueltas en mi mente: ¿se había caído del campanario o pudo haber sido empujado por alguien?

En los últimos meses habían estado sucediendo demasiadas cosas extrañas en la Iglesia de la Virgen de la Luz. Cuatro miembros del coro, todos muchachos jóvenes menores de diecisiete años, habían desaparecido junto con otros dos niños que ayudaban al sacerdote en el altar. Yo no había estado a cargo del caso, Santiago Merced lo había hecho, encargándose de la investigación, pero, obviamente, ahora el jefe quería un rostro nuevo en el asunto.

A primera hora de la mañana, cansado y medio dormido, visité a Santiago en su oficina del cuartel central de la policía. Mi colega detective se mostró más que feliz de traspasarme todo el caso a mí. No había tenido suerte, no había hecho avances ni tenía pistas que seguir; sin esperanzas ciertas de encontrar una solución, se sentía totalmente desilusionado con todo el caso.

Leyendo sus apuntes, pude ver por qué Santiago había caído en tal apatía en lo concerniente a las desapariciones. Había seguido todos los procedimientos de manera correcta hablando con familiares, amigos y conocidos de los niños, solo para chocar contra un muro de ladrillos ante cada consulta que realizaba. El padre Rodrigo había prestado una ayuda enorme, pero incluso él había sido incapaz de arrojar alguna luz sobre las desapariciones.

Para todos los efectos, parecía que los niños simplemente se habían esfumado de la faz de la tierra. Lo más probable, pensé, es que si habían sido asesinados, a estas alturas al menos se habría descubierto alguno de los cuerpos. Si, por otro lado, habían sido secuestrados, la pregunta era por quién y con qué propósito.

Finalmente, toda la línea investigativa de Merced conducía al mismo resultado: nada. Ni una sola pista o indicio de algo útil que pudiera llevar a descubrir qué había sucedido con los niños.

Se acercaba rápidamente la hora de visitar otra vez al sacerdote en el hospital, por lo que coloqué los apuntes de Merced en la carpeta y la guardé en una de las gavetas de mi escritorio. Aunque dichas notas no me dijeron mucho, me darían puntos de referencia durante cualquier investigación futura que pudiera hacer en relación con este último giro en los acontecimientos sucedidos en la iglesia.

Llegué de regreso al hospital a las once y treinta. Al ingresar a la sala, la hermana encargada del turno de día me informó que el padre Rodrigo recién había despertado y que al doctor le gustaría conversar conmigo en su oficina.

El médico de Rodrigo lucía como si no hubiera dormido en toda la noche. En todo caso, su apariencia desaliñada y sus ojos de párpados pesados me hicieron sentir identificado con los pocos períodos de sueño que yo había experimentado. El doctor Guerrero no se tomó la molestia de ponerse de pie cuando ingresé en su oficina.

-Está despierto -dijo cansadamente- pero no parece estar hablando con mucha coherencia. Tal como le dije anoche, puede haber algo de daño en su cerebro. Habla con cierta dificultad, pero cuando lo hace, lo único que dice son pasajes bíblicos y dice, créame, ¡dice que ha visto al diablo!

-¿Y es probable que esa condición sea permanente, doctor? -pregunté.

-En esta etapa, es muy prematuro decirlo, capitán. Puede permanecer así indefinidamente o puede, con el tiempo, recuperar su facultad para hablar de manera normal. Le realizaremos un escáner cerebral y luego diversos exámenes cuando recupere fuerza, pero, por ahora, no sabemos nada más.

Finalmente se puso de pie y salió desde detrás de su escritorio para conducirme hasta la habitación del padre Rodrigo.

Una vez allí, bajé mi mirada hacia el sacerdote que yacía en la cama ante mis ojos. Lucía una palidez mortal y se veía extremadamente vulnerable. Sus ojos parecían mirar fijamente un punto en alguna parte en medio del techo de la habitación y, cuando lo observé, vi algo más: una mirada de terror en su rostro, un miedo que no había visto nunca antes y que, ciertamente, no desearía volver a ver de nuevo.

-Rodrigo, ¿padre Rodrigo? -le hablé en tono amable, tranquilo, esperando no atemorizarlo más de lo que ya parecía estar-. ¿Puede decirme quién le hizo esto? ¿Fue un accidente o alguien lo empujó desde el campanario?

Los ojos del padre Rodrigo no se movieron en ningún momento. Continuó mirando fijamente ese punto en alguna parte del techo o más allá y, sorpresivamente, replicó con voz quebrada:

-El diablo...,el diablo..., el diablo está... en mi iglesia, lo he visto..., el diablo está aquí. “En paz me acostaré y así también dormiré; porque solo Tú, Señor, me ofreces vivir seguro”.

-Salmo 4, versículo 8 -dijo una voz a mis espaldas.

Me giré y vi el rostro del obispo Armando Entierro sonriéndome desde la puerta. Él y yo nos habíamos reunido en un par de ocasiones anteriormente.

-¿Cómo estás, Juan? -me preguntó-. Pero más importante en este momento, ¿cómo está el pobre Rodrigo?

-Yo estoy bien, gracias, su excelencia. En cuanto a Rodrigo, solo el tiempo dirá. Usted mismo puede ver en qué estado lamentable se encuentra él en este momento.