La biología en el siglo XIX - William Coleman - E-Book

La biología en el siglo XIX E-Book

William Coleman

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Beschreibung

El propósito de este volumen es presentar a un amplio público no especializado una historia analítica de la biología a partir del siglo XIX, de sus objetivos, métodos, transformaciones y logros hasta llegar a constituirse como la moderna disciplina que hoy conocemos

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BREVIARIOSdelFONDO DE CULTURA ECONÓMICA

350LA BIOLOGÍA EN EL SIGLO XIX

Traducción de GEORGINA GUERRERO

LA BIOLOGÍA EN EL SIGLO XIX

Problemas de forma, función y transformación

por WILLIAM COLEMAN

CONACYT FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición en inglés, 1971 Primera edición en español, 1983 Primera edición electrónica, 2016

Este libro se publica con el patrocinio del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología

Título original:Biology in the Nineteenth Century. Problems of Form, Function, and Transformation © 1971, John Wiley & Sons, Inc. 1977, Cambridge University Press ISBN 0-521-29293-X

D. R. © 1983, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4412-1 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

PRÓLOGO

Corresponde a las ciencias una parte cada vez más grande del esfuerzo intelectual del mundo occidental. Cultivadas por sí mismas, junto con pretensiones religiosas o filosóficas, o con la esperanza de alcanzar innovaciones tecnológicas o de poner nuevas bases para la actividad económica, las ciencias han creado principios conceptuales distintivos, forjado normas de la preparación y la práctica profesionales y han dado nacimiento a organizaciones sociales e instituciones de investigación. Consecuentemente, la historia de las ciencias —astronomía, física y sus métodos matemáticos asociados, química, geología, biología y diversos aspectos de la medicina y el estudio del hombre— muestra, a la vez, gran interés, con una complejidad excepcional, y opone a la investigación e interpretación dificultades numerosas.

Desde hace más de medio siglo un grupo internacional de eruditos ha estudiado el desarrollo histórico de las ciencias. A menudo tales estudios han requerido del lector un grado considerable de competencia científica. Además, estos autores suelen escribir para un pequeño público de especialistas en la historia de la ciencia. De tal modo, tenemos la paradoja de que las ideas de los hombres que se han comprometido profesionalmente a elucidar el desarrollo conceptual y el influjo social de la ciencia no estén al fácil alcance del hombre instruido moderno, a quien le interesan la ciencia, la tecnología y el lugar que éstas ocupan en su vida y cultura.

Los editores y los autores de la serie Historia de la Ciencia [de la Universidad de Cambridge] se han propuesto llevar la historia de la ciencia a un auditorio más amplio. Las obras que componen la serie tienen por autores a personas plenamente familiarizadas con la bibliografía erudita de su tema. Su tarea, que nada tiene de fácil, ha consistido en sintetizar los descubrimientos y las conclusiones de la moderna investigación en materia de historia de la ciencia y presentarle al lector común un relato breve y preciso, que es a la vez un análisis de la actividad científica de los periodos principales de la historia de Occidente. Aunque cada tomo es completo en sí mismo, los diversos tomos en su conjunto nos dan una panorámica general comprensible de la tradición científica de Occidente. Cada tomo, además, comprende una amplia bibliografía de las materias de estudio.*

GEORGE BASALLA

WILLIAM COLEMAN

I. BIOLOGÍA

LA BIOLOGÍA fue introducida en el siglo XIX. Llegó primero la palabra y se necesitó un siglo de actividad incesante para crear una ciencia floreciente. La biología es el estudio de las criaturas vivas, que incluye la descripción y la explicación de su estructura, de sus procesos vitales y de la forma en que se producen. Entre los fenómenos naturales pocos pueden ser más impresionantes que la armoniosa disposición de partes y procesos que constituyen el ciclo vital de toda planta y todo animal. Desde la Grecia antigua el organismo integral ha sido el fenómeno principal y el problema básico para todos aquellos que eligen el estudio de los seres vivos. Este interés ha continuado, sin disminuir, hasta los tiempos modernos. Sin embargo, el organismo vegetal o animal puede tomarse en consideración en una diversidad de formas, y la definición de esos intereses especiales dio lugar a distintas doctrinas, introdujo nuevas técnicas de investigación y exposición y, de hecho, produjo un cuerpo especializado de investigadores.

Ése fue el destino de la biología durante el siglo XIX. El término biología apareció por primera vez en una nota a pie de página de una oscura publicación médica alemana, en 1800. Dos años después apareció de nuevo, al parecer independientemente, y se le dio amplia publicidad en los tratados de un naturalista alemán (Gottfried Treviranus) y de un botanista francés que se dedicó a la zoología (Jean Baptiste de Lamarck). La nueva palabra se había hecho ya un tanto corriente en el idioma inglés hacia 1820. No obstante la palabra biología pronto iba a designar a una de las ciencias más importantes y más elevadas de la filosofía positivista, del gran filósofo social francés Auguste Comte. Y mayormente, por medio de sus escritos de la década de 1830 y de la ulterior propaganda hecha por sus discípulos, el término ganó adeptos y llegó a albergar bajo su amplio techo una multitud de temas y estudiosos anteriormente dispares.

Pero ningún término constituye una ciencia sólo por sí mismo y las definiciones tempranas de la biología sugieren límites, así como extensiones, de los entonces corrientes estudios de plantas y animales. Para Treviranus, los

objetos de nuestra investigación serán los diferentes fenómenos y las diferentes formas de la vida, las condiciones y las leyes bajo las que ocurren y las causas que los producen. A la ciencia que se ocupa de estos objetos la llamaremos Biología o Ciencia de la Vida.

La definición de Lamarck es como sigue:

Biología: ésta es una de las tres divisiones de la física terrestre; incluye todo lo que pertenece a los cuerpos vivos y particularmente a su organización, sus procesos de desarrollo, la complejidad estructural que resulta por la acción prolongada de los movimientos vitales, la tendencia a crear órganos especiales y a aislarlos enfocando la actividad en un centro y así sucesivamente.

Estas definiciones concuerdan con una significativa exclusión del terreno propio de la biología. Ni Treviranus ni Lamarck le otorgan a la historia natural tradicional un sitio integral en la nueva ciencia. La descripción y la clasificación de minerales, plantas y animales habían prosperado y progresado desde el siglo XVII. Una vasta visión de los productos naturales (minerales, plantas y animales, en contraste con las producciones del artificio del hombre) encontró albergue análogo en las innumerables Historias Naturales del siglo XVIII. La actividad descriptiva general constituía la esencia de la historia natural y quienes se dedicaban a ella podían llamarse en gran parte naturalistas. Pero los especialistas ya estaban activos. El uso común daba el nombre de botanistas a los estudiosos de las plantas y el de zoólogos a los de los animales. La atención del naturalista, el botanista y el zoólogo se enfocaba en los aspectos externos, la distribución geográfica de las especies y las relaciones supuestas entre diferentes plantas y animales. Principalmente, se intentaba lograr una enumeración cada vez más completa y una clasificación precisa y útil de las especies de criaturas vivas y de los minerales.

Quienes acuñaron el término biología estaban esperando reorientar los intereses y las investigaciones de aquellos que estudiaban la vida. Su interés primordial lo constituían los procesos funcionales del organismo, cuyo efecto agregado podría muy bien ser la vida misma. Ese interés extendió la fisiología desde las investigaciones médicas, su preocupación tradicional, hasta el examen de los procesos vitales de animales y plantas. William Lawrence, un fisiólogo inglés, declaró que había llegado el momento de explotar el reino descriptivo de los naturalistas y dejar de ensancharlo perpetuamente. Ahora tenemos que “explorar el estado activo de la estructura animal [y vegetal]” y hacerlo así comprendiendo claramente que “la observación y el experimento son las únicas fuentes de nuestro conocimiento de la vida”. Con el término biología llegó una obvia petición de confinar esa ciencia a las funciones vitales como la respiración, la generación y la sensibilidad. Hasta ya muy avanzado el siglo la biología y la fisiología fueron virtualmente expresiones sinónimas.

De ninguna manera deberíamos llegar a la conclusión de que esas declaraciones extinguieron los intereses y la práctica tradicionales del naturalista. La historia natural siguió siendo una ocupación próspera durante todo el siglo XIX y, hacia el fin de ese periodo, fue considerada, por hombres con una visión más amplia, como una ocupación que justamente reclamaba una participación necesaria e importante del biólogo. Pero el ascenso de la fisiología vegetal y animal era más espectacular y ofrecía todo el atractivo de una ciencia nueva y potencialmente fundamental. La fisiología misma era una ciencia antigua y sus estudiosos, a menudo, habían recurrido a los animales (pero, como es obvio, rara vez a los vegetales) para instruirse útilmente en las funciones del cuerpo humano. Empero, la fisiología se refería al estudio de las funciones del cuerpo humano y era, en su mayor parte, un tema de interés médico. Con pocas pero significativas excepciones, escasa fue la atención que se acordó, antes de la década de 1780, a los procesos vitales de animales y plantas por sí mismos. En el sentido más tangible, la fisiología estaba aferrada a la medicina: ya muy avanzado el siglo XIX, los fisiólogos, en su mayoría, eran entrenados como médicos y a menudo enseñaban y en ocasiones ejercían la medicina como su principal medio de vida. Sin embargo el acuñamiento del término biología y las implicaciones dadas de su referencia global a todos los fenómenos pertenecientes a la vida, ya fuera en la planta, en el animal o en el hombre, sugieren el desarrollo subsecuente de la ciencia. La biología durante el siglo XIX, aunque no descuidó del todo la historia natural, se dirigió, concentrada en sí misma, al análisis intensivo de las funciones orgánicas. No fue menos lo que la biología hizo por emanciparse gradualmente de sus raíces intelectuales e institucionales en la medicina. Lo que no había sido más que un término esperanzador en 1800, se había transformado en una ciencia vigorosa y autónoma hacia 1900.

LOS BIÓLOGOS Y SUS INSTITUCIONES

Tradicionalmente las universidades y las academias letradas habían sido el foco del estudio científico en la Europa moderna. La calidad y el vigor de esas instituciones habían variado enormemente durante el siglo XVIII. Es evidente una clara sucesión con respecto a las universidades y en especial a sus facultades médicas, cuyos miembros, por vocación e interés, demostraron la mayor preocupación por las ciencias de la vida. La universidad holandesa de Leiden, guiada por profesores cuya excelente instrucción era apoyada por investigación distinguida, dominó la medicina de principios del siglo XVIII. La función de Leiden fue asumida más tarde por Edimburgo. Los medios para la instrucción médica en las investigaciones biológicas en Francia fueron transformados por la Revolución. Después de 1790 París rivalizó con Edimburgo y después tomó su lugar como centro mundial de Occidente para esos estudios. Pero la hegemonía francesa duró sólo hasta la década de 1840. En ese entonces empezaron a sentirse influencias desde más allá del Rin y hubo que pasar pronto el liderazgo, en medicina y biología, a los alemanes.

Las universidades alemanas fueron, tal vez, las más distintivas instituciones intelectuales del siglo XIX. Su efecto en todos los dominios del aprendizaje fue vasto y en las ciencias, entre ellas la medicina y la biología, fue abrumador. De Alemania llegaron nuevos ideales de una legión de hombres con inventiva soberbiamente entrenados. Hacia los últimos decenios del siglo la influencia alemana en la biología se sentía en todo el mundo, de Rusia a Estados Unidos, de Japón al África. El liderazgo alemán en biología desapareció sólo después de la doble catástrofe de la primera Guerra Mundial y por las purgas de facultades y cuerpos de universidades e institutos hechas por los nazis.

Por supuesto los intereses médicos y biológicos no son coextensivos. Empero se creía generalmente y se entiende con facilidad, que las investigaciones ahora juzgadas como predominantemente biológicas se iniciaron en un ambiente médico. Esto se comprueba por el significado en evolución del tema y el término de la medicina teórica o fisiología, según se hizo notar antes y es aún más evidente con respecto a la botánica. La cátedra de materia médica era un fundamento esencial en la facultad de medicina. Era responsabilidad del ocupante de ese cargo dar conferencias sobre las cualidades medicinales de las plantas, durante mucho tiempo la fuente principal de los remedios, y a menudo, dirigir el jardín botánico de la facultad. A través de los siglos la cátedra de materia médica evolucionó hasta ser un puesto que, para todos los propósitos prácticos, estaba dedicado al estudio de las plantas exclusivamente, es decir, a la botánica. Ésa fue, por ejemplo, la posición ocupada por Carl von Linneo, el prominente botanista del periodo moderno. El estudio de la botánica llevó también a investigaciones de organismos inferiores, sobre todo de los organismos microscópicos.

Durante el siglo XIX se aceleró esta evolución, común a casi todas las ramas del aprendizaje. Las ciencias se estaban volviendo especializadas, exactamente cuando la biología se definía a sí misma como una profesión. Botanista y zoólogo ya eran designaciones especializadas. Muchas más habrían de agregarse: fisiólogo (en el sentido no médico), histólogo, embriólogo, paleontólogo, biólogo evolutivo, bacteriólogo y bioquímico. Este proceso ha continuado hasta el siglo XX, sin disminuir el paso. Asimismo tanto los maestros de estas especialidades como los biólogos generales requieren, en común con las necesidades de todas las profesiones aprendidas, entrenamiento distintivo, fuentes de empleo, fondos, espacio y equipo para la prosecución de sus investigaciones, instalaciones para la instrucción y medios convenientes y eficaces de comunicación para anunciar descubrimientos y discutir problemas especiales. Tales necesidades impusieron demandas a la sociedad. La necesidad más obvia, y perennemente la menos satisfecha, era la de dinero. La miserable suma disponible para el trabajo científico en la Francia del siglo XIX se convirtió en un abierto escándalo y sin duda contribuyó a su precipitada declinación, a pesar de que no faltaran genio ni esfuerzo, en cantidad y calidad global del trabajo científico, incluyendo la biología, en esa nación. Las instituciones británicas dirigentes tenían, en gran parte, fondos privados. Oxford y Cambridge fomentaban las matemáticas, pero sólo en forma lenta y con extrema renuencia dedicaron sus activos a otros trabajos científicos. Los recursos efectivos para la biología experimental llegaron muy tarde a Inglaterra; se iniciaron en 1870, con el nombramiento de Michel Foster para un puesto en fisiología en el Trinity College, en Cambridge. John Dalton (1825-1889), entrenado en París por Claude Bernard y activo en la ciudad de Nueva York después de 1857, contribuyó a introducir la nueva biología experimental en los Estados Unidos de América. Sin embargo tal trabajo requería considerables haberes materiales. Se tenía que comprar equipo experimental, obtener espacio para un laboratorio y proporcionar apoyo a los estudiantes. En reconocimiento de estos hechos y debido a la fortuna de poseer una fundación amplia, tomó importancia la creación de un laboratorio y una cátedra de fisiología, con el nombre de Johns Hopkins, en 1876. La nueva universidad hizo una gran contribución a la biología y pronto recibió su recompensa siendo testigo de la significativa investigación a la que dio lugar y, más importante aún, de una notable generación de investigadores y maestros.

No obstante, el dinero público y privado y una gran estima popular hacía mucho que se habían prodigado en una institución biológica prominente: el museo de historia natural. Los museos poseedores de muestras de plantas y animales fueron conocidos en la antigüedad y revividos por la pasión renacentista de coleccionar toda clase de objetos exóticos. Los jardines botánicos a menudo incluían colecciones de muestras desecadas; los animales planteaban mayores problemas de conservación y eran menos favorecidos. Las primeras grandes colecciones de historia natural empezaron con instituciones nacionales para la investigación o con propósitos de museo. El museo de historia natural de París fue fundado en 1635 (como jardín botánico real); el Museo Británico se inició en 1753, y sus colecciones de historia natural llegaron a una situación especial y ampliamente independiente en 1881. En los Estados Unidos de América los intereses privados se dirigían a esta actividad. Las suscripciones de ciudadanos de Filadelfia fundaron la Academia de Ciencias Naturales en 1812 y Louis Agassiz creó el Museo de Zoología Comparativa de Harvard durante la década de 1850. La colección nacional sólo se hizo posible en los años que siguieron al establecimiento, en Washington, del Instituto Smithsoniano (1846).

Todos estos avances reaparecieron, en forma exagerada, en las instituciones científicas y biológicas, nuevas o revividas, apoyadas por los diversos estados alemanes. Prusia fue líder en esta actividad. En 1809 se creó en Berlín una universidad destinada a convertirse en una de las mayores del mundo. Se hicieron nuevas fundaciones también en Breslau (1811) y en Bonn (1818). El gobierno bávaro estableció una universidad en Múnich en 1826. Su crecimiento es indicativo de la singular prosperidad de las universidades alemanas. En 1826 se hicieron los primeros nombramientos. Setenta años después Múnich poseía 178 instructores, de los cuales 98 tenían el título de profesor. Había 3 798 estudiantes inscritos, incluyendo 1 485 en medicina y farmacia. Cuatro profesores y 13 ayudantes de diversos rangos se dedicaban exclusivamente al estudio de los animales vivos y extintos. Se había creado un amplio espectro de institutos especiales, fundados, equipados y provistos del personal correspondiente para la realización de trabajo avanzado en zoología, fisiología, paleontología y otros temas.

FIGURA I.1. Muchos museos de historia natural no sólo coleccionaban y exponían muestras, sino que brindaban instrucción avanzada en botánica y zoología. Este documento certifica que Leopold Fabroni, de Toscana, siguió el curso de zoología de invertebrados impartido en el Museo de Historia Natural de París, por Jean Baptiste de Lamarck. Fue en este famoso curso donde Lamarck expuso sus puntos de vista sobre la evolución. (American Philosophical Society.)

El instituto de investigación y entrenamiento, afiliado a la universidad, se transformó en un rasgo característico de la vida científica alemana. Proporcionaba grandes retribuciones científicas y se convirtió en un modelo muy envidiado por fundaciones similares en otros países. Entre esos institutos tal vez fueran los más conspicuos los dedicados a la fisiología, conservados como dependencias del programa médico de las universidades. El afamado instituto de Carl Ludwig en Leipzig, al que se dieron instalaciones espaciosas e independientes en 1869, fue diseñado por el fisiólogo mismo pensando en las necesidades especiales de su ciencia. Tenía forma de E, con el cuerpo principal y las alas externas dedicadas cada una a una rama separada de la fisiología: experimentación animal, anatomía microscópica y química. La corta ala central albergaba un salón de conferencias. Se le proporcionaron laboratorios completamente equipados, una biblioteca científica y ayudantes entrenados para cooperar tanto en la investigación como en la instrucción. Efectivamente, fue esta actividad combinada de investigación original y enseñanza lo que definía el trabajo universitario de nivel superior en las instituciones alemanas. Los estudiantes en busca de grados superiores participaban en el programa de investigación del profesor o del instituto. Su entrenamiento formaba parte inseparable de la actividad especializada del instituto. Eran estudiantes de investigación trabajando ya en su ocupación vital. Era pues extraordinario el estímulo proporcionado a la investigación original continua y no es sorprendente que después de 1870, cuando la actividad política, económica e intelectual de Alemania se había disciplinado por completo, un periodo de trabajo en las universidades e institutos alemanes se transformara en un componente necesario en el entrenamiento de todos aquellos que aspiraran a la preeminencia en biología.

Algunas de las características más notables del establecimiento de la biología como miembro distinto de la ciencia incluyeron posiciones universitarias para el maestro y, no menos importantes, para sus estudiantes; laboratorios con instrumentos adecuados y suministros para instrucción e investigación; creación de organizaciones profesionales y de periódicos y otras publicaciones especializadas; aumento continuo de las colecciones de museos y nuevos descubrimientos en la flora y la fauna (especialmente, por medio de estaciones marítimas, las riquezas de la vida del mar). Los motivos tras esa actividad son múltiples y aún están poco explorados. Seguramente, un interés sentimental y el placer en la naturaleza y los seres vivos desempeñaron una función tan grande en la creación de museos, como la clara tendencia a adquirir la gloria nacional. Intereses como los de la agricultura y la ingeniería sanitaria esperaban lograr ventajas de la biología y por lo tanto le prestaron su apoyo. Las posibles aplicaciones médicas, así como una función integral en el entrenamiento de los futuros médicos, alentaron para que se diera más y más apoyo a la fisiología y a otras especialidades biológicas. Los jactanciosos ideales de las universidades alemanas: Lernfreiheit y Lehrfreiheit, o sea la libertad del individuo para aprender y enseñar, sujeto sólo al control de su propio buen juicio, anunciaron al mundo que aprender tenía valor por derecho propio, que pertinencia y aplicabilidad rápida no eran necesariamente las mejores normas para juzgar todo pensamiento y acción y que el empeño universitario, en su expresión más genuina, era el logro más alto de los hombres racionales. En este elevado plano la biología también encontró su sitio propio.

TEMAS Y EDICIONES EN LA BIOLOGÍA DEL SIGLO XIX

El pensamiento biológico durante el siglo XIX no presentaba un cuerpo de doctrina conveniente y unitario. Aunque esta diversidad de pensamiento constituye la vitalidad y el interés reales de la biología, impide la generalización histórica simplista. Debe prestarse tanta atención al detalle y a la diversificación de la ciencia como la que se presta a la elaboración de temas esenciales, que daban forma a la biología durante ese periodo. Sin embargo, tiene que presentarse al principio una sugerencia de esos temas esenciales. La explicación histórica requiere hacer mayor hincapié, porque éste era el postulado fundamental de los teóricos de la evolución del siglo XIX. No obstante, su influencia se sintió y reconoció en numerosas áreas de la biología no confinadas estrictamente a problemas de la ascendencia histórica y la modificación de las plantas y los animales. Esa influencia dejó su marca en la teoría celular original, en la descripción y la interpretación de los cambios en el desarrollo de embriones, en doctrinas de la evolución, en teorías de la naturaleza y las relaciones de la sociedad humana. Nuestro punto de referencia ya no necesitó ser un conjunto de verdades intemporales, dadas supuestamente en la creación. A partir de entonces, se encontraría satisfacción intelectual mediante la apreciación cuidadosa de las condiciones antecedentes y las consecuencias. Las leyes de la naturaleza eran invariables, y todos los procesos naturales se capitalizaban en acontecimientos anteriores. El futuro estaba construyéndose sobre las adquisiciones del pasado. La relación indisoluble de las últimas con el primero constituyó un proceso histórico y fue considerada, a pesar del temprano y notable criticismo de Hume y Kant, una verdadera conexión causal. El punto de vista estático, ya sea que exija la inmutabilidad absoluta de las cosas o la noción más común de una ronda infinita de cambio histórico cíclico (sin dirección), parecía simplemente ignorar el argumento y la evidencia producidos por la cosmología, la geología y la biología de que el cambio progresivo era la característica más saliente de los fenómenos naturales.

“Una perfecta y […] satisfactoria anatomía”, escribió Ignaz Döllinger (1824), crítico de la preformación y uno de los primeros defensores de la diferenciación progresiva del embrión, “tiene que dar el momento y la manera de originarse de todas las formaciones del cuerpo humano”. El anatomista tiene que identificar los tejidos del cuerpo y notar cómo y cuándo se diferencian unos de otros. También tiene que estar atento al desarrollo de los órganos de estos tejidos. Tiene que entender la formación del cuerpo adulto a partir de esos componentes y seguir el rastro a ese cuerpo durante todo el transcurso de su vida. Ésta sería una “perfecta anatomía”, porque relaciona la estructura con los importantes procesos del desarrollo. Histórica o, como se le llamó en ocasiones, la explicación genética fue una explicación satisfactoria. Treinta años después, el filósofo de la evolución par excellence, Herbert Spencer, se quejaba de que los hombres “contemplan habitualmente las cosas más bien en su aspecto estático que en su aspecto dinámico, nunca se dan [se darán] cuenta del hecho de que, por pequeños incrementos de modificación, puede generarse en el tiempo cualquier grado de modificación”. Spencer hace aquí hincapié en aspectos de la explicación histórica que critican la doctrina de la evolución: falta de restricción por modificación potencial, la vastedad del tiempo y las posibilidades de gran cambio como resultado de la suma de ligeras variaciones individuales. Los principios decisivos de la explicación histórica fueron ejemplificados admirablemente por la aparición de la lingüística comparativa, un tema cuyas conclusiones y cuyo éxito durante el siglo XIX arrojan una valiosa luz sobre las preocupaciones del biólogo. Los estudiantes del lenguaje del siglo XVIII consideraban el pensamiento como un cálculo de ideas. Estudiando ideas se llegaba directamente a analizar las palabras que les daban expresión. Se buscó una gramática universal, eterna e invariable, y se fundó en la premisa de que la humanidad presentaba una unidad en sus procesos psicológicos. La nueva gramática era intemporal; no se desarrollaba. Buscar y, peor aún, encontrar una gramática universal posiblemente significaba la negación de la diversidad lingüística esencial del presente y seguramente del pasado. No obstante, el estudio atento de la escritura del idioma sánscrito y su comparación con la de las lenguas europeas y del oeste de Asia, muertas y vivas, ya estaban sugiriendo a algunos lingüistas que los grados infalibles de relación podían atribuirse a una conexión familiar y no a una gramática universal. Ningún filólogo, anunció (1786) el gran orientalista William Jones, podría examinar el sánscrito, el griego y el latín “sin creer que habían surgido de una fuente común”, tal vez ya perdida. Las peculiaridades lingüísticas secundarias, aunque notables, no podían oscurecer esa relación, ahora tan firmemente cimentada sobre la ascendencia común y el producto del desarrollo. A partir del trabajo de Jones y de la laboriosidad de los lingüistas alemanes posteriores surgió esa escuela histórica de filología cuyos logros pasmaron al siglo XIX, y para la cual la explicación genética era genuina. El tiempo era, efectivamente, la medida de todas las cosas. La manera de la naturaleza no era estática ni un eterno retorno a los sucesos del pasado. El lenguaje, la sociedad humana y los organismos vivos eran concebidos orgánicamente. Crecían. El curso de su vida era un registro continuo de novedades, divergencia de expectativas y extraños remanentes de circunstancias pasadas. La simple referencia a la cualidad intemporal de la unidad, bien ordenada por Dios, como mecanismo, parecía más y más una explicación inadecuada de esa entidad dinámica: la naturaleza. Más bien tiene uno que aprender cómo ocurre el cambio y creer que los fenómenos presentan una afirmación constante de la calidad esencial del cambio en nuestro mundo. Si las leyes de la naturaleza eran constantes, los productos de su función no necesitaban ser siempre así y los procesos que definían esas leyes eran de la esencia del cambio. Por esas leyes y esos cambios, los biólogos del siglo XIX se vieron enfrentados tanto a una explicación como a fenómenos dignos de la mayor atención. La explicación histórica hacía hincapié en el proceso, la perpetua modificación de las cosas. Este hincapié se expresa por sí mismo, claramente, en los esfuerzos de los evolucionistas del siglo XIX, para definir el mecanismo que controlaba la transformación de los organismos, ya fuera acción ambiental o selección natural. Pero esa insistencia en el proceso de cambio no requería sólo la ascendencia de la explicación histórica para hacerlo un objeto de interés e investigación biológica intensivos.

Para un numeroso y rápidamente extendido grupo de biólogos, la explicación histórica era de poco interés y probablemente no pertinente. Su tema era la fisiología. La necesidad expresada por Lawrence de “explorar el estado activo” del organismo circunscribe claramente su interés: deseaban sondear cada vez más profundamente en las operaciones funcionales de la criatura viva. Virtualmente, todo fenómeno que observaban era atrapado en el flujo incesante de la vida y la apreciación y el control de ese flujo eran el gran objetivo del fisiólogo. La investigación fisiológica avanzó con rapidez asombrosa en el transcurso del siglo. Hacia 1900 presentaba numerosas pruebas de logros concretos. Hacía mucho que se había resuelto el misterio del calor animal y se habían asentado los cimientos para analizar las relaciones de energía de la vida. Se había descubierto la naturaleza del impulso nervioso y, más significativamente, estaban madurando medios conceptuales y experimentales para comprender la integridad de comportamiento del organismo. Iba a descubrirse que los agentes químicos, expresados fisiológicamente como secreciones internas, cooperan con el sistema nervioso asegurando el funcionamiento armonioso del organismo. Se habían hecho progresos excepcionales con respecto a las estimaciones de la naturaleza y las proporciones de los nutrientes requeridos para la conservación de la vida. Esta lista puede extenderse fácilmente y emplearse para demostrar el progreso innegable, así como las vacilaciones, las direcciones equívocas y los errores de la fisiología. Hacerlo así crea un sentido razonable de los logros prácticos de una ciencia importante y hace hincapié forzosamente en la especialización que se apoderó de la biología y de sus principales subdisciplinas. Sin embargo, este registro de logros, por sí solo, confunde y pospone la tarea de aislar las preocupaciones comunes, si había tales, de los fisiólogos del siglo XIX.

Ese terreno se explora mejor en el dominio del método y los modos de explicación. El pensamiento biológico en el transcurso del siglo disfrutó de una aturdidora variedad de vitalismos y mecanismos. Detrás de esas doctrinas particulares había una meta común, la de anunciar en términos explícitos lo que tiene que ser el ser último o la esencia de la vida. Al definir las tareas de la nueva biología, Treviranus hizo notar que

el objeto de nuestras investigaciones es la vida física. El primer paso hacia ese objetivo tiene que ser, por consiguiente, responder a la pregunta: ¿qué es la vida? Pero esta pregunta es la más difícil de contestar de todas.

Una respuesta (la del vitalismo panteísta) fue ofrecida por los filósofos naturalistas alemanes en los primeros decenios del siglo. Otra y ferozmente opuesta respuesta fue proclamada por los mecanicistas radicales o fisiólogos materialistas del decenio de 1850. Finalmente ambos grupos tomaron prestada su biología de su metafísica. Los fisiólogos ingleses en general se inclinaban por una forma o formas de vitalismo menos estridentes. Materialismo, mecanicismo y vitalismo son términos globales y sus significados están sujetos a una desalentadora variación; sin calificación plena y explícita, su empleo suele ser pernicioso.

Hacia la mitad del siglo y por consiguiente en forma contemporánea a las más acaloradas disputas entre los modos de explicación rivales, surgió una búsqueda autoconsciente para hacer de la biología una ciencia experimental. La aplicación de procedimientos experimentales en organismos vivos tiene una historia que se remonta a la Antigüedad. Las retribuciones de tales procedimientos eran obvias para todos los que habían estudiado, por ejemplo, los informes del fisiólogo suizo Albrecht von Haller o, más impresionante aún, las publicaciones de los notables fisiólogos experimentales de fines del siglo XVIII en Italia. Los de mente más tranquila entre los mecanicistas alemanes abogaban por la experimentación y la aplicaron en forma fructífera a materiales biológicos. Los fisiólogos franceses e ingleses no harían menos.

Empero, fue hacia mediados del siglo cuando esa práctica, entonces familiar, cayó bajo la inspección inquisitiva y extensa de los experimentalistas mismos. La famosa Introduction á l’étude de la médecine expérimentale de Claude Bernard (1865)1 fue un notable informe sistemático. El experimentalista buscaba, por encima de todo, circunscribir rigurosamente los fenómenos pertinentes a sus intereses y luego especificar y explicar los términos (las condiciones variables) por los que podían producirse o modificarse los fenómenos. Los resultados de experimentos, ejecutados adecuadamente, podían entonces ordenarse y se podían aventurar proposiciones generales con respecto a las diversas funciones del cuerpo. A partir de 1880, aproximadamente, los intereses experimentales adquirieron progresivamente ascendencia sobre la biología en general. El trabajo de los experimentalistas, así como su campaña de publicidad, se propagó a través de Europa y de los Estados Unidos y dejó una marca experimental distintiva sobre la biología del siglo XX.

En términos sencillos la experimentación era simplemente cuestión de procedimientos manipuladores. No era más que un método, y fue llamado para que se transformara en el método preponderante en la biología. La mayoría de los experimentalistas, a pesar de la gloria pública de sus procedimientos, no estaban libres de compromisos metafísicos. En los departamentos de fisiología de universidades e institutos alemanes, donde los medios y el impulso hacia el trabajo experimental eran excepcionalmente grandes, el mecanicismo y el materialismo eran bienes comunes. Solían asumir la forma del reduccionismo, por el que los procesos vitales se “reducirían” a la física y a la química y el contenido conceptual se adscribiría a, o quedaría implicado en esas ciencias, supuestamente, más fundamentales. Bernard era menos temerario filosóficamente y prefería enfocar toda su atención en las relaciones entre los fenómenos biológicos y no en su esencia. Para su desgracia, se encontró con el cargo de dirigente de un nuevo vitalismo.

Para los fisiólogos más astutos o moderados de fines del siglo, la pregunta de Treviranus (¿qué es la vida?) no había perdido su fascinación. Sin embargo había dejado de ser el punto inicial práctico de la investigación fisiológica. Aunque esa gran pregunta podría, muy bien, seguir siendo el objetivo último de la comprensión fisiológica, había sido desplazada de los asuntos diarios de los fisiólogos por intereses más inmediatos. Tenían que describirse los procesos vitales y analizarse las funciones, tanto en sus manifestaciones independientes como en las coordinadas. La cuestión más urgente había llegado a ser la de cómo arreglárselas mejor con esa tarea. De la anatomía tradicional, la fisiología había tomado prestada, y al mismo tiempo explotado, la práctica venerable de la comparación. La naturaleza había variado pródigamente sus producciones y la observación estrecha, seguida de comparación cuidadosa, de los diferentes medios por los cuales se realizaban ciertas funciones (por ejemplo, la respiración mediante pulmones, branquias, tráqueas de insectos o difusión superficial) podría proporcionar información fisiológica de gran valor. La fisiología comparada era considerada, por algunos experimentalistas, como demasiado pasiva y propensa a perder el razonamiento analógico. La experimentación ofrecía certezas; su envergadura podría, en ocasiones, ser reducida, pero sus resultados eran fidedignos; su empleo introdujo en la biología la seguridad que la física y la química modernas parecían disfrutar, al confrontar las infinitas complejidades de la naturaleza.

Podemos concluir, por supuesto, con la debida precaución, que los intereses biológicos generales se desviaron significativamente durante el siglo XIX. El primer lugar perteneció siempre al organismo y sus actividades. Sin embargo la primacía en el pensamiento se alejó, de esforzarse en definir la esencia de la vida, a atender asiduamente los fenómenos de ésta. Esto se observa mejor en el interés vital de ese periodo por las cuestiones de método e interpretación. La biología se estaba volviendo positivista. Quienes deploraban la aparente aridez intelectual de este enfoque vieron disminuir su número y, a menudo, ser destituidos por sentimentales demasiado atados por compromisos espirituales o metafísicos pasados de moda. Las ciencias de la vida estaban cambiando seguramente su constitución.

FORMA, FUNCIÓN Y TRANSFORMACIÓN

Ninguna obra que abarque poco, puede desplegar bastante y ni siquiera cubrir superficialmente los muchos temas perseguidos por la biología del siglo XIX. En este libro se ha seguido un plan severamente selectivo. Ojalá que lo incluido resulte obvio, pero debe prestarse especial atención a las omisiones principales; la más seria es, con mucho, la del campo extenso e importante del trabajo experimental que se ocupa de la electrofisiología, la naturaleza y la transmisión del impulso nervioso y la acción integradora del sistema nervioso. La microbiología, las actividades del sistema endocrino y las secreciones corporales, las bases neurológicas de la mente y la evolución de la psicología también están ausentes y, sin duda, se verá que faltan otras materias. Algunas de esas omisiones pueden resultar sin importancia, pero todas fueron necesarias. Se ha tratado de exponer lo más completamente posible los temas incluidos y para asegurar esto, dentro de los límites impuestos, las distorsiones introducidas por lo menos se reconocerán, si no se corrigen verdaderamente. Las fechas limitantes de 1800 y 1900 ya no tienen importancia intrínseca en la historia de la biología, más que la que brindan a los historiadores en general. Se hace mucho hincapié en el pensamiento y la práctica biológica durante el siglo XIX. No obstante, siempre que fue necesario (y esa necesidad es común), se traspasaron libremente tales límites para servir a la integridad del tema y de la exposición.

Para un grupo de biólogos (ampliamente compuesto por anatomistas, histólogos y embriólogos), el aspecto y las estructuras constituyentes del cuerpo de la planta o el animal parecían de capital importancia; estudiaban la forma orgánica y los medios por los que llegaba a ser. Un segundo grupo se concentraba en los procesos vitales (respiración, nutrición, excreción y similares) que manifiestan, en diversas formas, todas las criaturas vivas. Estudiaban la función; su tarea autoasignada como fisiólogos era la de comprender las funciones más internas del cuerpo. Los estudios de la forma y la función no siempre estuvieron separados claramente e iban a obtenerse logros enormes al ocuparse de los problemas con las fuerzas combinadas de la anatomía y la fisiología. Para un tercer grupo el problema de mayor interés era la relación, tanto en el mundo del presente como en el del pasado, entre las diversas especies de plantas y animales y entre los seres vivos y su ambiente inestable. Esos hombres, llamados después evolucionistas, estudiaban las transformaciones de la vida durante vastos periodos, y al hacerlo así remodelaron grandemente los objetivos científicos de la historia natural. Por consiguiente, la forma, la función y la transformación ofrecen puntos ventajosos familiares y susceptibles de expansión desde los cuales observar la evolución de las ciencias de la vida durante el siglo XIX. Bajo esas rúbricas aparece la consideración de las unidades estructurales de la vida (órganos, tejidos, células) y el modelo de su distribución dentro del organismo; los procesos de desarrollo por los cuales se forman esas unidades y los organismos que las constituyen; la identificación y el establecimiento de una explicación satisfactoria de los cambios en la forma y el comportamiento de los organismos a través de largos periodos; la delineación de ciertas ciencias que se ocupan del ser humano como animal y como criatura social, que posee un pasado interesante y recuperable; y las investigaciones especiales y los préstamos tomados de otras ciencias, que brindaron la certeza de que la energía se conserva también en los seres vivos, una demostración que capacitó a los fisiólogos para que designaran confiadamente a la energía como el fundamento último de la mayor parte y probablemente de todas las actividades vitales.

En algún momento, durante el segundo tercio del siglo XVIII, quienes se interesaban en los fenómenos de la vida empezaron a aislar y examinar problemas especiales para tomarlos en consideración y, conscientemente o no, proyectar o articular técnicas y puntos de vista especiales para llevar a cabo su examen. Este proceso avanzó velozmente sin disminuir durante todo el siglo XIX. Su efecto último fue el de crear una organización de hombres que eran biólogos identificables y cuyo tema, que abarcaba una multitud de especialidades, era la biología. La creación de la biología como disciplina reconocida siguió, con sólo una breve demora, al establecimiento del tema legitimado del que se ocupaba la ciencia.

II. FORMA: TEORÍA CELULAR

LA TEORÍA celular ofrece una entre varias respuestas posibles a la pregunta familiar para los biólogos: ¿qué es un organismo? Es una respuesta sustantiva, porque pretende describir con detalles concretos la constitución física, la “sustancia” estructural que compone a la criatura viva. Aunque la constitución física del organismo se debe a la célula y a las estructuras orgánicas mayores compuestas por células (por ejemplo: un órgano como el corazón o el bazo) o producidas por células (por ejemplo: hueso o cartílago), la célula misma es una estructura singularmente compleja. Definida en forma mínima, la célula de cualquier animal o planta posee una membrana circundante excesivamente delgada, un núcleo que contiene cromosomas y el citoplasma (un medio traslúcido y acuoso que llena el cuerpo de la célula y contiene sus propios organelos especializados). Ahora se reconoce que las funciones esenciales y por lo tanto la vida misma del organismo dependen de la organización estructural de la célula. Esta interpretación fisiológica fue común en el siglo XIX, aunque en aquel tiempo se mencionaba más como sospecha de lo que debía ser, que como conclusión derivada de pruebas fidedignas.

Por encima del nivel unicelular, la criatura viva puede concebirse como una acumulación de diminutos elementos anatómicos independientes o interdependientes: las células. La “teoría celular”, una expresión de la que se dio una definición clara sólo hacia 1840, llegó tarde a la biología. Se enfrentó a concepciones anteriores y coherentes de la constitución orgánica, y en su mayor parte las remplazó fácilmente o, mejor dicho, las restableció en armonía con el nuevo punto de vista de la estructura orgánica. La consecuencia es, en mucho, de niveles de resolución anatómica adecuada y obtenible. Los anatomistas del siglo XVIII habían hecho hincapié en la estructura y la función de los órganos y de los sistemas de órganos. Hacia 1800 este punto de vista fue puesto en entredicho, principalmente por los anatomistas del ser humano que introdujeron la doctrina histológica. Rápidamente ganó aceptación. Pero el concepto, tanto de órganos como de tejidos, iba a su vez a ser transformado radicalmente por la enunciación y el establecimiento de la teoría celular. Después de mediados del siglo, la célula se había convertido, para la gran mayoría de los biólogos, en el punto de referencia estructural esencial para la interpretación de la forma orgánica.

Sin embargo, la orientación de la teoría celular va mucho más allá de la simple descripción estructural; sus ramificaciones son muchas. A ellas tenemos que asignarles ampliamente la posición central de la doctrina biológica, que ha llegado a asumir la noción de la célula y sus actividades. Porque la célula, aunque siempre un elemento arquitectónico de importancia primordial, es también la unidad crítica de función orgánica por encima del nivel molecular. La célula es, por consiguiente, el sitio del metabolismo y el intercambio de energía; es la base de la actividad nerviosa y secretoria y, por lo tanto, el fundamento del funcionamiento armonioso, integrador y orgánico; la célula, como se manifiesta en los productos de la reproducción, asegura la continuidad de la vida a través de las generaciones. La sugerencia o, en los dos últimos casos, el descubrimiento y la demostración de estas capacidades fisiológicas múltiples de la célula no es otra, virtualmente, que la historia del triunfo y la vacilación del siglo XIX ante el tema más general de las funciones de las criaturas vivas.

ANATOMÍA Y ÓRGANOS

El anatomista podía y, por supuesto, a menudo realizaba su arte prestando escasa o ninguna atención a los principios teóricos para guiarse. La anatomía puramente descriptiva tuvo muchos practicantes capaces. Hacia el siglo XVIII