La búsqueda del cielo en el corazón de las montañas - Ignasi Beltrán Ruiz - E-Book

La búsqueda del cielo en el corazón de las montañas E-Book

Ignasi Beltrán Ruiz

0,0

Beschreibung

En un perfecto círculo rojizo se apagan los fuegos que iluminaron el día, el horizonte de árboles que contornean las cimas de las montañas parece esconder tras su límite, un bosque indefinido que arde en los espejismos del atardecer. Las llamas que se reflejan en las nubes con formas caprichosas, dibujan en ellas con suave trazo de tímidos bostezos de viento, estilizadas formas, que ahora se tiñen de los colores del bosque, del fuego, del azul de los últimos escenarios del atardecer. Todo aparece engalanado para unirse en la profundidad noche… Y celebrar así, el día que pasó, el que vendrá, los que vendrán después, y los años, los siglos, el tiemplo incontable de historias infinitas. Pero inexorable emerge desde la paz del anochecer, el contador atemporal de historias; el espléndido disco nacarado que nace tras las mismas montañas ascendiendo pausadamente en el cielo, crea en su ambiente la mezcla del frescor del cosmos que le sostiene, y la humedad que parece emanar de su mirada. Lágrimas de felicidad se descuelgan y se atomizan en la confiada caída al reencontrar calidez y ternura en la tierra sedienta, que besan cuasi de madrugada. La magia de la transformación del día y de la noche, de la simplicidad de las cosas, y el encanto profundo de poder cambiar en la propia contemplación del escenario, en el que todo aparece y se extingue, con la paralela transformación de nuestro corazón iluminado, que se llena de colores, engalanado para descubrir tras las sombras nuestros atávicos miedos e inseguridades, nuestras vanidades y orgullo. El embrujo de la noche, nos puede ayudar con consciencia de ello, a cambiar los dictados del ego y pasear por nuestro bosque interior sin temores. Mientras esto sucede, las montañas en el fondo del decorado vivo de los días, y las noches, mantienen su silencio, su quietud. Pero si en un lúcido imaginario, las colocamos en primer plano, sucede el milagro—Aparecen incontables caminos hacia ellas, qué si transitas con constancia en lo que parece su superficie, y habitas retirándote a la profundidad de sus cuevas, te permitirán entrar en el espíritu vivo de las montañas, en su corazón que también late, y en la sabiduría primordial del mundo y el universo. Este libro habla de algunos de esos tránsitos, y algunas aparentes magias, que en su sencillez transforman el corazón y la mirada, para así ver la Clara Luz que envuelve todos los paisajes.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 361

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



La búsqueda del cielo en el corazón de las montañas

La búsqueda del cielo en el corazón de las montañas

Ignasi Beltrán Ruiz

TITULO: La búsqueda del cielo en el corazón de las montañas

AUTOR:Ignasi Beltrán Ruiz©, 2021

COMPOSICIÓN: HakaBooks - Optima, cuerpo 12

CORRECCIÓN: Tu voz en mi pluma

DISEÑO PORTADA: Hakabooks©

FOTOGRAFÍAS PORTADA E INTERIOR: Ignasi Beltrán Ruiz©

1ª EDICIÓN: noviembre 2022

ISBN: 978-84-18575-33-4

HAKABOOKS

08204 Sabadell - Barcelona

+34 680 457 788

www.hakabooks.com

[email protected]

Hakabooks

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos por la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier forma de cesión de la obra sin autorización escrita de los titulares del copyright.

Todos los derechos reservados.

A mi esposa, por lo que soñamos juntos, por las realidades que vivimos,por todos estos años para amarnos y crecer.Algunas cosas… de las que no te hablé.

A mis hijos; entre los sueños, ¡si es que lo son!,aparecen retazos de una realidad que si la cultiváis os señalará un camino,más allá de conceptos…Realidades relativas y sueños.

Introducción

Donde paseaba mi infancia, solo veía llanuras, extensos campos de cultivo y árboles; si me subía a ellos para mirar con cierta perspectiva hacia el horizonte, todo lo que alcanzaba la vista era plano, apenas pequeñas lomas.

Si andaba hacia la parte más elevada del pueblo, en la plaza había un antiguo castillo con una torre, el punto de más altura, desde donde aparecía el mismo panorama. No lo entendía, yo en mis sueños veía montañas que mis ojos nunca habían podido ver despierto.

Para ese tipo de enigmas no podía contar con mis padres y mis abuelos, sus respuestas eran insuficientes para mí, les faltaban adjetivos, precisión, temporalidad. Tenía que recurrir a mi abuela Magdalena. Para mí, era sabia: si en la cocina miraba su figura a trasluz o iluminada por el fuego de la chimenea y los fogones, un halo curioso la envolvía; me parecía una mujer de las que conocen todas las cosas, incluidas las magias y los sueños.

Le preguntaba en repetidas ocasiones y ella se escapaba sistemáticamente. Cuando intuía que la situación era favorable y daría alguna explicación válida a mis percepciones, le volvía a preguntar si era como las adivinas o las magas de su pueblo. Me miraba, se reía y me decía primero que no, luego que un poco, y como creo que me veía perplejo y preocupado, o tal vez cómico teatrero, me preguntaba «¿qué quieres saber?».

Le explicaba mis sueños frecuentes con unas montañas y con un hombre mayor que parecía un náufrago perdido en un espeso bosque, pero era mi amigo, y me enseñaba las montañas, las cuevas, los diferentes árboles. Y pasaba a describirle los paisajes con cada uno de los detalles que el hombre me explicaba y yo podía ver.

Ella me hablaba de las montañas donde había vivido y me daba mucha información sobre los árboles, las rocas, las nieves y las cuevas. Pero esas no eran las montañas de mis sueños. Yo insistía y, al final, un día me sentó en su regazo y me explicó que las montañas de las que le hablaba estaban en un lugar lejano a las suyas, y que aquel hombre tenía mucho que ver conmigo, que yo era un soñador como él, que nos parecíamos mucho y que lo seguiría viendo frecuentemente en mis sueños. Esa sería la oportunidad para preguntarle muchas cosas pues, como las mujeres que yo llamaba ‘sabias’, él conocía bien esa forma de sabiduría y muchas otras cosas que seguro me explicaría. Pero ella ya no podía decirme nada más, el resto lo descubriría yo mismo pues, en definitiva, se trataba de eso, ya que el secreto de los caminos no es saber el final, sino conocer su tránsito.

Me pasé todo lo que restaba del día merodeando la cocina. Me miraba y me decía: «Yo no te puedo explicar más… Has de tener paciencia, no es una historia pasada de las que te cuento habitualmente, es una historia que se relaciona con tu futuro, y eso has de vivirlo, no se puede explicar».

Me insistió en que dejara que mis sueños me orientaran y luego los desplegara en las posibilidades o las relaciones de lo soñado con mi propia vida. Así, poco a poco, entraría en la corriente del río especial que nos lleva a las personas hacia un lugar elegido sin consciencia de ello, pero anhelado y reconocido en lo más recóndito de nuestro ser.

Confiaba en lo que me había dicho, pero seguí insistiendo. No me dijo nada más al respecto, pero me las ingenié para que me hablara de muchas otras cosas en rededor de lo que yo fisgoneaba; lo hizo de forma amorosa y magistral. Ahora veo cómo se desveló en mí todo un aprendizaje vital en su cálida compañía, que duró años.

No tengo su tipología ni fortaleza, y evidentemente no soy una mujer de sabiduría, pero engramé profundamente sus enseñanzas, y luego vinieron a ayudarme otras personas cuando las necesitaba. Tanto aprehendí de la relación con su persona que su calidez y sabiduría nunca me abandonaron.

Se gestó en mi interior un puente vital que comunicó muchas vidas, ajenas y propias, y me ayudó a atravesar algunas fronteras de tránsitos difíciles.

Creo que, al final, como se suele decir: de casta le viene al galgo.

¡Gracias, abuelita!

Prólogo

Qué felicidad es mirar al Despierto*y mantenerse en compañía del sabio.Seguid entonces a los brillantes,a los sabios, a los despiertos, a los amorosos,pues ellos saben trabajar y ser indulgentes.

Pero si no puedes hallaramigo ni maestro que vaya contigo,sigue tu viaje en soledad;como un rey que ha renunciado a su reino,como un elefante en la selva.

Dhammapada (Proverbios de Buddha)

Tuve, y espero que tendré, qui lo sa, compañeros y compañeras de viaje que llegaron a ser personas entrañables, con los que hice largos trechos del camino de la vida, a los que algunos creo transcendentes y otros puede que más mundanos.

Aunque, si ponemos atención, es en la simplicidad del mundo y en el quehacer cotidiano donde se esconden muchos de los inicios transcendentes, que no percibimos de forma consciente si no ligados a vivencias y recuerdos que rozaron, y aún lo hacen, la materia sensible de nuestras almas, y se mantienen así indelebles como referentes vitales.

Creo que estos itinerarios se unen también a un orden superior y tienen como objetivo mejorarnos como ‘personas’, palabra de cuya expansión desconocemos los posibles límites. Si bien algunas de estas cuestiones ya las traté de forma diferente en el anterior libro —El tiempo fugaz desde mi ventana—, ahora voy a intentar darles una cierta continuidad añadiendo otros elementos, a riesgo de repetirme en algunos aspectos (aunque no lo considero en absoluto una segunda parte; es más, siguiendo la didáctica o las formas escogidas, en la relatividad de los sucesos que acontecen y las personas que aparecen convenimos que no hay segundas partes, sino un continuum indivisum).

En este libro repasaré algunos aspectos nucleares de mi vida, que me llevan a diversos encuentros con otras personas y maestros, así como a un recuperar simbólico y otro real de mi esencia, a través de algunos pasajes de mis vidas y a un abandono de lo mundano, con una postrera despedida.

En este caso, me he basado también en los recuerdos, pero desde otro punto, que tiene que ver con el desarrollo de mis percepciones y los sucesivos encuentros y despedidas parciales que concluyen en un retiro a las montañas como un eremita. De una prolongada historia de soledades, experiencias e indagaciones he dejado solo lo que he creído esencial para acercarnos a ese proceso, desde un relato con pretensiones didácticas, y a ratos sin pretensiones, desde una escritura espontánea y por momentos desde una vertiente poética, en la que creo profundamente como instrumentación cálida para incitar algunos cambios o invitar a visualizar en su interior algunos paisajes plenos de imágenes de la naturaleza que nos envuelve, armonizada con lo profundamente humano y su abanico de sentimientos.

Como suelo hacer, transcribo al papel lo ya escrito en mi interior —a mí me ayudó—. Es más una forma de lenguaje que una escritura. Y dado que mi profesión es de ayuda a las personas, espero de corazón que al menos para algunas pueda serlo; y a otras, si lo dejan ahí, reposando en los recuerdos, puede que un día les sirva, tal vez cuando menos lo esperen. Lo he llenado todo de magia blanca, pura, transparente como cristal; aunque pudiera no parecerlo, es traslúcida como el agua. En algunos casos, cuasi infantil, en otros, muy de adultos. Con crítica inevitable a lo ortodoxo y en unos puntos, como ya cité, llena de poesía. Por momentos puede que el conjunto parezca increíble o fantasioso, pero la vida y la relatividad manifiesta de lo que llamamos ‘realidad’ se tejen en la trama de lo que parece fantasía, mezclada con hilos de diferentes magias, sueños y también, ¡cómo no!, de lo que creemos realidades.

Prolegómenos

Sentado en silencio sin hacer nada,la primavera llegay la hierba crece por sí sola.

Dicho Zen

Prosiguiendo con el relato de mi vida, si sigo un punto desde el continuo de mi respiración y recupero el sentimiento de mi antiguo llanto infantil, a partir de unos temas interconexos puedo construir, entre realidad y fantasía, unas escenas llenas de sentimientos cálidos, inseguridades, miedos y anhelos, y un dolor antiguo que en aquel entonces atenazaba mi vientre, produciéndome angustia, con la sensación de que no estaba protegido y nutrido en el seno materno.

Puedo percibir que también en mi madre se despertaba una ansiedad asociada a otras vidas, que ella a su vez llevaba adherida a las carencias de la suya —su madre murió prematuramente durante su infancia de un enfermedad aguda—. Y finalmente yo recibí muchas herencias, antiguas y dolorosas, de difícil manejo, así como otras que me fueron de gran ayuda. Por tanto, en el conjunto de algunos recuerdos importantes que conforman mi vida consciente, siempre ha habido y persiste una sed de algo transcendente —mezclada con miedos atávicos inespecíficos, y otros muy claros, que cuando se agudizan se expresan en forma de dolor físico, con afectaciones tanto psicosomáticas como energéticas, y también a nivel emocional, como sufrimiento— que ha ido expresándose en mi tórax y abdomen. Más adelante lo veremos en capítulos sucesivos, en la medida que me ha sido posible recuperar el origen y explicarlo en algunos temas claves.

Aunque por su naturaleza estos aspectos son hasta cierto punto indescriptibles, incluso para uno mismo, siempre he anhelado incorporarlos resueltos a la autenticidad de mi ser, para poder vivirlos sin tanto sufrimiento o al menos entendiendo su finalidad desde la aceptación y con plena consciencia.

Más allá de ello, el contacto continuo que afortunadamente he tenido con una fuente de sabiduría universal, aprehendida a medida de mis posibilidades y nivel de consciencia, que se inició de forma prematura desde las enseñanzas de mi abuela paterna y de otras muchas personas de sabiduría,* maestros y lamas han sido y siguen siendo un precioso legado de aprendizaje.

Lamento, entre otras muchas cosas, no haber sabido regalarle a mi madre, de forma resuelta y manifiesta en mi propia vida, la solución a ese laberinto agotador de angustia del que ella no pudo salir desde el anclaje a su pasado. Me consuela, y quizás con ello me autoengañe, haber podido hacerlo en cierto grado con mi padre, hacia la etapa final de su vida, y con mi madre en sus últimos días. Mientras mi hermana le leía algún pasaje de mis libros, yo me colaba en la narración; fue la forma que encontré de confrontarlo con ella, pensé que ya no era el momento—. Lo hice como me enseñaron algunos maestros peculiares, y así, en la sombra, silenciosamente, ponía un mensaje subliminal a la lectura, intentando ayudarla y expresarle mi afecto. En un capítulo específico, «Mi encuentro con los brujos», veréis cuándo aprehendí a realizarlo por lo reflejado en él —aunque no es un método concreto—. No podía expresárselo en directo, el mismo nudo antiguo en la garganta y el estómago que me atenazaba de niño o cuando estaba en su vientre, igual que le pasaba a ella, volvía y no me dejaba expresar lo que le hubiera querido decir, ni nada de lo aprehendido. Solo me salía un llanto entrecortado que con gran esfuerzo intentaba que ella no viera.

Después de un rato, me serenaba, cogía su mano y le explicaba desde la profundidad del espacio que posibilita el silencio el secreto irresuelto de sus miedos, a partir de lo que yo creía saber. Puede que fuera desde mi tristeza, que de tantas cosas me alejó… convirtiendo muchas ocasiones llenas de posibilidades de crecimiento en dolor, ignorancia y lejanía, vacías del aprendizaje que la vida me ofrecía como regalo. Aunque también es cierto que recogí muchas con plenitud, consciencia y pletórico de agradecimiento.

Lo cito así porque siento que intento ampliar partes que den sentido a mi vida pasada, escapando de la rutina de lo convencional. Aunque visto el resultado puede que en parcelas de esas partes de mi vida fantaseara o soñara lo que acontecía. Pero, como iré desarrollando, y pienso que ya he insinuado, siento que tanto realidades como sueños nos pueden llevar a una perspectiva adecuada a propósito de la ruta que podemos seguir, y encaminarnos de forma paulatina a metas que se suceden enlazadas, desde lo que pudiera parecer un punto de irrealidad.

En mi caso, creo que tenía algunos compromisos, adquiridos desde las fuentes de las ciencias, el humanismo y la magia natural, que también nutren la vida en general, y en particular en muchas ocasiones de forma muy precisa la mía —relacionando sus pasajes sin quedarme enganchado en ellos—. ¡Eso sí!, lleva implícita como condición a su riqueza vital, no vanagloriarse ni utilizarla en provecho propio sin una necesidad imperativa, sino en beneficio de los demás.

En este aprendizaje, pasaron tantos momentos de mi existencia, ¡y creé tantas ausencias! Ausencias en las que mi propia familia, mis amigos, mis parejas y yo mismo vivimos un personaje un tanto desdoblado, o ausente; un hombre con un pie firme en la vida, en las rutinas del cotidiano, y otro en sus rituales tanto cercanos como desubicados de lo que acontecía, como una vida paralela, perdido en lejanas montañas y parajes recónditos de los bosques. No piensen que era una especie de psicopatía, yo era plenamente lúcido, consciente y un clarividente cuerdo de todo lo que sucedía, de la obviedad viva del paisaje en el que todo acontecía y, paralelamente, del oscuro bosque en el que había aprendido a habitar mis ausencias en noches interminables.

Así agoté una parte notable de mi vida, y con ello muchas de sus parcelas consustanciales a la cronología de los ciclos humanos. Ahora siento, en este trozo que me queda… y lo pienso con cierto desasosiego: ¿qué hago?

El caso es que, sin prepotencia alguna, creo conocer ínfimos trozos de cielo; quizás solo sea desde la oscuridad del bosque o tal vez, como he dicho, los he soñado. Pero cuando repaso mi vida interior, fueron tantas las huellas de realidad que dejaron en ella que cuestionarlo sería absurdo.

Todo y así, cuando miro detenidamente algunas escenas, bien podrían ser trozos de algunos infiernos en los que al final tuve que aprender a soportar la quema dolorosa de capas y capas de ego, deseos, vanidades y teatralizaciones inútiles de mi propia vida. Pero también, ¡cómo no!, hay territorios extensos sin nombre, que, en apariencia, al relatarlos son de una simplicidad y una inocencia cuasi infantiles, pero que en ellos —que creo todas las personas tenemos— hay una clave simbólica que, si miramos con atención, marca una dirección cuyo tránsito transciende nuestro reducido yo, expandiendo tanto nuestro ser que se disuelve en una magia sin fronteras, ad infinitum, para volver a reaparecer transformado en muchos aspectos cotidianos exquisitos que, fuera de contexto, parecen trivialidades.

En estas claves encontramos también variados pasajes por los que transitan personas muy singulares y diferentes a las que hallamos en el cotidiano contacto humano, pero que, si no estamos atentos, frecuentemente suelen pasar cuasi desapercibidas; en otras ocasiones, al contrario, son impactantes y parecen fragmentar en añicos nuestros parapetos, sin más. Aunque otras que no lo parecen tanto, luego o después de años, vuelven inesperadamente en el momento preciso en que las necesitamos en nuestras vidas.

Por tanto, siento que hemos de estar muy atentos a los encuentros. Cierto es que han de ser desde el corazón, no desde la temerosa hipervigilancia emocional en alerta con la que es frecuente que tropecemos con la misma piedra y volvamos a caer.

No importa que hayamos perdido memoria, vitalidad, esperanza, etcétera. En la medida que desinstrumentalizamos nuestras vidas confortables y dejamos los apegos que nos atrapan, desarrollamos una atención plena desconceptualizada y, desde ese momento, no necesitamos nada, casi todo deviene simple, y el tren pasa a buscarnos puntualmente, llevándonos por paisajes sin nombre que cambian nuestra mirada y nuestros sentimientos, y transforman la profundidad de nuestro ser. Entonces, ya no hay retorno. ¡Aunque, si te empeñas, puede que este sea posible…!

Ahora, es cierto que en este momento yo no puedo subir a lo alto de los árboles, ni a las altas montañas en busca de alguna perspectiva más lejana, como hacía de niño o de joven. Y los aviones me muestran un paisaje irreal de un mundo que, constituido por el atractivo artificio, ya no es el apropiado para las capacidades naturales del ojo y las percepciones humanas, desarrolladas desde el arraigamiento de nuestros pies a la tierra, en una perspectiva limitada, o bien ligada a los sueños y las visiones, que pienso que también forman parte de nuestra naturaleza y sus procesos conectados al inconsciente.

Por tanto, propongo levantar la mirada, como si pudiéramos cambiarla desde la fantasía, e imaginemos ver gigantes o magnificar al extremo las cosas. Podremos entonces construir una hipótesis de lo que vemos diferente a lo habitual y puede que aparezca una nueva perspectiva, que no es del todo veraz, pero tampoco absolutamente falsa. Resulta, pues, que la realidad de nuestra mirada es que con ella alcanzamos en esas circunstancias —hasta cierto punto verificables— más o menos hasta la mitad de la persona gigante o de la magnitud de la circunstancia que emerge. Digamos que vemos clara la altura que hay entre el ombligo y el corazón, el resto queda desdibujado. Aunque exista formateada en nuestro inconsciente, la realidad relativa de lo que es tiene un acceso limitado. Tal vez lo de abajo ya lo conocemos, pero creo que el centro y lo del medio es un tema que nos interesa explorar, pues acaba dándonos el nivel real.

O sea que en esta abstracción posible tendremos un panorama hacia arriba y otro hacia abajo, algo más amplio de lo que las personas vemos habitualmente cuando nos miramos el ombligo, o lo que es igual a nosotros mismos o a nuestros intereses egóicos.

En este punto, podemos reconocer lo que sentimos cuando nos centramos en la percepción de lo que acontece en rededor del corazón de los demás, y encontramos en él, en su eco inequívoco y expansivo, propio de cada ser —en este caso, enorme en amplitud de sentimientos—, desde el que distinguimos lo propio, que deviene como reflejo que obtenemos al contemplar a los demás en su condición de generosidad y apertura. Aunque también es cierto que algunos parecen de cartón piedra, exentos de sentimiento y cerrados como un puño tacaño. No es nuestro trabajo cambiarlos, aunque eso fuera posible, pero sí ver lo que eso del otro refleja en nosotros y nos llama tanto la atención, y entonces posiblemente aflojemos más, critiquemos menos y tengamos más apertura. Encontrar el punto de mira que nos humaniza, adecuado a la persona, normalmente nos conecta con cierta ternura y bondad, consustanciales a la condición humana; o lo que resulta ser la pluridimensionalidad de las personas y sus afectos. En otros casos, conecta con las corazas propias de inseguridades y miedos, también con las que proceden de deseos y conflictos de poder para resolver, que se pueden solucionar o mejorar con los mismos ingredientes descubiertos desde el punto de mira, que vendría a ser como el ojo de una cerradura antigua que nos deja entrever qué es lo que hay detrás del gran portal.

Pues bien, la tesis tiene como resultado un viaje por el corazón de lo humano, o puede ser que desde la perspectiva de cientos de corazones acabe siendo un compendio de todos los sentimientos que manejamos los humanos y el depósito existencial de todos los viajes de nuestras almas, sean jóvenes o viejas, unidas a la manifestación de muchos reflejos del universo en nosotros, todo enlazado a algunos de los recuerdos claves a propósito de diferentes momentos de nuestras vidas. Su contemplación nos puede llevar toda una vida, en la que al final nos damos cuenta de que ya no miramos gigantes o paisajes fantaseados desde una estrategia inicial. De hecho, superamos el propio método y podemos ver sencillamente personas a la altura de nuestros corazones. Y con las visiones comunes que todos tenemos, desde las que vamos elaborando y compartiendo —aunque los procesos sean individuales—, todas son posibles rutas a recorrer, en un trayecto en el que avanzamos a medida que caminamos hacia un origen o un final común, según cómo se mire.

1

El latido del verano

Hay un viento constanteen el tiempo perdidoque nos borra el instantedel sol que hemos tenido.Y el alma de ayer tarde queda solo habitadapor un eco que ardeo una flor deshojada.

Federico García Lorca

Las mañanas despertaban frescas y luminosas, con cielos de diáfano azul, y del sur nacía una suave brisa vivificante que inundaba toda la naturaleza. El nuevo día ya tenía en su inercia consustancial la energía cálida del verano.

Caminaba un rato nutriéndome de los paisajes, respirándolos, fusionándome con ellos, que acababan de despertar al nuevo día. Mientras transitaba los senderos veía disiparse la neblina, como un velo tenue y húmedo que se deshacía a medida que la luz iba ascendiendo. En la misma escena, se escapaban evanescentes los pesares y las inquietudes del sueño, dejando clara mi mente y abiertas de par en par las puertas de mis percepciones, mientras los matices de mis sentimientos abrazaban el inmenso entorno sensorial como un continuo de mi cuerpo.

Pletórico de felicidad, paraba un momento, y atento a mi respiración dejaba que esta se armonizara con la energía de la mañana, inundándome del prana* vivificado desde el alba. Lo observaba absolutamente todo, como partes integradas de la esencia y las manifestaciones de la vida, ahora percibiendo desde una acuidad absoluta y con consciencia plena, como si mirara una vasija transparente llenarse del agua de un manantial esperando en calma su plenitud, sin anhelo alguno, para después verla rebosar y cómo el agua volvía a unirse a las corrientes. Luego, desde el subsuelo, se reintroduciría entre las rocas siguiendo su curso oculto que mi imaginario podía integrar uniendo los matices de todos mis sentidos.

En analogía, las escenas se repetían en mi cuerpo con el ritmo respiratorio, cada vez más tranquilo. Me llenaba todo y me desbordaba a la vez. Pero ahora, de forma absolutamente consciente, trataba de enviar desde mi corazón la energía compasiva de los Buddha colinas abajo, a los pueblos cercanos y a sus gentes, a los lugares más lejanos y a todas las personas y los seres.

La sensación era de una capacidad ilimitada para dar, pero una aún más plena, proveniente de la felicidad de enviar hacia el mundo y hacia las gentes que padecían sufrimientos en sus diferentes formas, para ayudar a que se disiparan o aliviaran también en ellas cualquier tipo de carencias.

Caminaba henchido de gozo y me estiraba sobre la hierba aún fresca, dejando mi cuerpo en postura de savasana,* en quietud total recibiendo la caricia luminosa del sol. Así, viajaba a través del tiempo desde mi edad ya avanzada a mis recuerdos de infancia en las calles de mi pueblo. Allí se unían mi niño de antaño con mi hombre de ahora, para así poder vivir esa fusión amorosa y lúdica.

En mi mente, una cantidad ingente de ideas se desplegaban, y en algún punto más angosto e inidentificable —el de los recuerdos cálidos y afectivos— las imágenes parecían empujarse unas a otras para salir las primeras, corriendo alegres y caprichosas; pretendían surgir todas juntas al desplegarse la luz de una nueva mañana, pues en la atemporalidad del recuerdo ya habían percibido el cambio desde el núcleo de las historias cordiales a las que pertenecían, llenas de vitalidad y energía reactualizada.

Tal vez eran los deseos inquietos que durante la noche soñó un niño en mi interior, donde se fueron reconstruyendo escenas antiguas referidas a muchos estíos, ya cuasi olvidados en el espacio tenue de la cándida ignorancia infantil, que vive momento a momento el encanto de los días y el influjo mágico de las noches.

Me veía en esa época, en las calurosas noches en que paseaba por las calles buscando grillos que colocaba con sumo cuidado en minúsculas jaulitas diseñadas para ellos. Ponía en su interior trozos pequeños de hojas frescas de lechuga y así los alimentaba —creía que pasaban mucha hambre en las calles del pueblo—; los dejaba dos o tres días para que se nutrieran tranquilos, a salvo de los pájaros y de otros niños; los miraba durante horas; los sacaba al patio de casa para que cantaran y oyeran a otros grillos por la noche, y en los días siguientes, cuando empezaba a oscurecer, los llevaba a los lugares que creía más adecuados en los alrededores del pueblo: los campos de algodón, los trigales, los campos de girasoles y los de olivos. Deseaba que fueran libres y salieran de las calles agrestes y peligrosas para ellos; los llevaba a donde, a mi saber, era su medio natural, allí donde creía que habían vivido originariamente, aunque, sin saber por qué, algunos más aventureros se escapaban calles arriba de vuelta hacia el pueblo.

Conocía un lugar solitario, inconfundible, que estaba entre los campos; en él formaban una auténtica sinfonía grillos, cigarras y otros miembros de la comunidad. Allí los soltaba y era feliz liberándolos de las jaulitas, tras su corto cautiverio nutricional.

Me estiraba en el suelo aún caliente por el sol del día, mientras el resto de la naturaleza parecía dormida y solo la luz de los luceros cubría un cielo en el que la luna fresca como una tajada de melón crecía de forma paulatina.

Los visitaba todas las noches que podía y quedaba extasiado con los olores del campo en la noche, con la mezcla de sonidos y silencios que por momentos se producían en las grandes extensiones de cultivos iluminados por la mágica luz nacarada. Algo pasaba durante unos instantes, pues se percibía en el ambiente un latido profundo que se unía al de mi corazón, como una inspiración delicada, como un suspiro de la brisa que junto a la melodía de la noche devenía en silencio. Algo parecido a un cosquilleo partía del latido de mi corazón y se unía a los volátiles perfumes de espigas y flores de algodón, al unísono con otro latido profundo que provenía del suelo y que al aliento de la tierra correspondía. Entonces respiraba todo a mi alrededor, aunado en lo que yo creía eran el latido y la respiración del verano.

De día me despertaba el ruido de las ruedas de madera, cubiertas de aros metálicos, que al girar sobre las piedras de las calles dificultaban el placer de los últimos sueños. Un impulso me levantaba para mirar por la ventana y, al abrirla, la habitación se inundaba de luz y del olor de los naranjos de una plazuela cercana. Me sentaba en el alféizar para ver los carros que iban a los campos, los que traían cántaros, botijos y lebrillos colocados entre paja que se iba perdiendo con el trote del carro, dejando una pista dorada de frágiles cañitas, mientras el conductor vociferaba la calidad de sus productos.

Luego pasaban el afilador de cuchillos, que se anunciaba con su flauta inconfundible, los caballos de pura sangre con su trote altivo bajo la tensión de las riendas de sus señores encopetados, los simpáticos borriquillos con sus tinajas de miel y las cabras y las ovejas con su pastor, mientras el perro inquieto siempre corriendo con la lengua fuera las mantenía unidas. Poco antes del mediodía pasaban los gitanos dicharacheros vendiendo todo tipo de adornos y utensilios de cobre, que me encantaban, y también mostraban algunas bellísimas joyas de plata fina de filigrana.

Hacia el mediodía todo parecía pararse, el sol se apoderaba del día y lo dejaba sin rincones de sombra. Si salía a la calle, tenía el patio de los naranjos en una plazoleta ubicada entre un cruce de calles; en ella me refugiaba en los bancos sombreados que aún conservaban la humedad del riego de la mañana y el perfume de las flores, me sentaba entre los jazmines y los lirios —miraba que no viniera nadie, propio de la timidez infantil— y, cerrando los ojos, me ponía a soñar. Aunque quizás no eran sueños, pues podía oír el respirar del verano mientras esperaba que llegara la noche.

Entonces podía ver a un hombre estirado en la hierba de unas montañas lejanas —con las que siempre soñaba—, y notaba que mi pecho se expandía con el suyo y nuestros corazones se unían en un latido. Sentía algo extraño, mientras percibía como él, que estaba en todos mis sueños. Allí, en su interior, permanecía muy quieto, como en los campos por la noche, con la luz de la luna, escuchando respirar al silencio.

Fui construyendo poco a poco un álbum con todo ello —en mi espacio interior destinado a recuerdos especiales—, que parecía de cromos, de colorido variopinto, con los que iba poniendo luz a muchas escenas y las llenaba de resplandor. Eran cromos de trozos de la vida pasada que querían resurgir, pero no buscaban las imágenes concretas, fluían en la espontaneidad natural de la creatividad de un niño. El resultado era una colección ordenada de personajes, paisajes, momentos de mi vida, como en los álbumes materiales que recordaba de mi infancia, en los que aparecían etnias de muchas zonas del mundo, animales y plantas. Algunos eran grandes, como dobles o triples, y llenaban media página del álbum; era una escena tribal o animal, en la que podías dejar ir cualquier fantasía, y así lo hacía.

Tendido en la montaña, fusionado en un hombre ermitaño de las cuevas, repasábamos ese álbum lentamente, deleitándonos con los recuerdos, como hacía entonces. Pasando las hojas del álbum lentamente, me quedaba embelesado con cada mínimo detalle; al acabar cerraba un rato los ojos, como volviendo a repasar la pantalla interna de mis emociones y sentimientos, que se convertía en el degradado suave de infinitas escalas cromáticas de luz, color, formas y perfumes de antaño mezclados con personas para mí entrañables, y con hechos acontecidos junto a ellas; y sobre aquel hombre que se encontraba un niño, que al final era yo mismo expandido en el tiempo.

Me sentía entonces con plena conciencia de pertenencia sobre su pecho, en el que habitaba, experimentando con delicadeza, amorosamente, cómo nos reuníamos con la respiración atemporal del verano.

Todas las imágenes tenían algo en común: procedían de la tibieza que, desde mi piel, se unía a mis más profundos sentimientos, con una cadencia que se iba paseando cambiante con el discurrir del día. Como yo lo hacía en mi infancia, cogido de la mano de una persona querida, paseaba por extensas avenidas de eucaliptus que llegaban hasta un río, al que, mientras era posible, acompañábamos a lo largo de su curso. Lo hacíamos en silencio, escuchando el rumor del agua para mí inolvidable, y el viento suave con aromas de árboles y romero, mezclados con la humedad del ambiente fluvial. Entretanto, de alguna forma la conjunción de elementos perceptivos me desdoblaba, y con alas invisibles yo viajaba por la superficie de su cauce encantado, como una libélula. Creía que no tenía final —en aquel entonces, estos árboles y parajes me parecían gigantes que con sus agradables sombras y frescura húmeda protegían a los humanos mientras paseaban—, aunque sabía que al final todo acababa en un lejano delta hasta fundirme con el mar.

Entonces no lo había conocido, pero al verlo de adolescente el trayecto del río se convirtió en una metáfora viva, llena de una energía natural y fluyente que experimenté durante años y años —diría que toda mi vida—, aprovechando los ilusorios picos felices del samsara, prevista la impermanencia* manifiesta de mi cuerpo y sus percepciones, con una aspiración profunda a diluirme en el Nirvana o, si no pudiera ser, en las aguas del río de mi infancia.

Ahora podía respirar profundamente, ligero de ropa, tenía la sensación de que todo en mi rededor respiraba a su vez rítmicamente acompasado; el guion, el impulsor y el álbum de mi vida, que ahora se actualizaba de forma jovial y llena de una sensibilidad rebosante de sentimientos.

Necesitaba recuperar estas sensaciones y así revivir ese aspecto ligado a mi niño sensible, soñador, con ganas de explorar el mundo. Sin él no hubiera podido hacer, muchos años después, el camino a las montañas. Pienso de nuevo en el álbum que reunía todos esos momentos, y muchos más, de una época de la que creía no recordar nada sino tristezas, cuando era cuasi lo contrario.

Dejé los recuerdos flotando en mi interior, me sumergí una vez y otra en ellos antes de abrir los ojos, pero me quedé dormido… Unido a la hierba sobre la que yacía, a sus raíces y a la profundidad de la tierra, una parte de mí se volatilizaba fundiéndose en las nubes viajeras, y soñaba con la música y las imágenes del silencioso latir del verano. Así quedé en el limen de la vacuidad,* disuelto en la nada que me recogía, y pasó como toda una vida.

Desperté del sueño entrada la noche. Mientras conectaba con el ahora, una lluvia de pequeños luceros parecía caer del cielo; contemplándolos pude integrarme en el continuo de la naturaleza. Inspiré con toda la profundidad que me permitían mis pulmones, sintiendo de nuevo la sensación de haber recuperado en permanencia la respiración y el latido del verano, junto a lo más cálido de mi infancia.

2

El comienzo del camino

Esta mañana, como tantas otras veces,paseo entre los grandes troncos de los plátanos. Las hojas otoñales del suelo me parecen de un tinte triste,y mis ojos insisten en buscar en su lienzo de antiguos anhelos.

Me cuesta levantar la mirada al cielo.Cuando a ratos lo consigo, las sombras limitan las luces,mis pisadas sobre las hojas sienten su quebranto lastimero, cuando en otros momentos fueron canción de amanecer.

Nada ha cambiado en apariencia,pero una sensación gélidainvadió lo que era tibieza,me llevó sobre el filo dañino de algo que intuía dolor, creí perder los paisajes montañosos de referenciay entré a un mar turbio y agitado.

Mi cuerpo era frágil barca para afrontar las olas;yo, inexperto marinero para gobernar un timón sin rumbo,no podía mirar la inmensidad del horizonte,percibía solo profundidades oscuras.

Era como un niño pusilánime perdido en la noche.

Me llenaba de incertezas que me cubrían como un telón húmedo,y quedaba atrapado en atávicos miedos,pequeño y angustiado; parecía hundirme en desasosiego.

Y en el momento más oscuro,cuando parecía acabar todo, de la profundidad fría voló mi tristezaenganchada a densas nubes de viejos miedos,como un pájaro nocturno ascendíadecolorándose en grises y blancos en el paisaje del cielo.

Al final, el ave indefinida se transformaba en paloma libre.

Voló con brío hacia los brillantes rayos solares,se acabaron la fragilidad de la barca,la impericia del navegante, los agrios terrores de las pesadillas.

Mi corazón latía con la vibración del cielo;incliné mi cabeza, humilde, luego me estiré hacia la Clara Luz,levantando mis manos, y me entregué a ella, ¡tan decidido!

Lo haré mientras duren mis posibles vidas. No sé cómo, me encontré de nuevo entre los árboles, los abrazaba, besaba las hojas del suelo. Volví a mi casa en las montañas, lejos del mar oscuro.

En el momento de entrar,a través de las ventanas,todo se inundó de sol.

3

La magia de mi libreta

Cojo con delicadeza mi cuaderno de escritura,

me encanta su suave papel de color marfil,

escojo lápices de punta gruesa y blanda,

que parecen deslizarse por su suavidad,

con su trazo dibujo figuras, paisajes

que se concretan en letras, frases, imágenes,

las ordeno en una cadencia tranquila,

en ellas encierro perfumes, recuerdos y emociones.

Cada día escribo algunas líneas de versos, y las que puedo de prosa, del libro que ahora lees.

Pasan los días, las semanas y los meses,

al final de cada estación, entre las páginas se crea un jardín

que habla de lo que nos humaniza,

de los árboles y las flores, de mi camino.

Pasado un ciclo anual, todo queda unido,

es la fuerza natural de las estaciones enlazadas.

Al releerlo recuerdo el tiempo que discurre,

que no concibo como pasado,

es el paso vitalizado de un nuevo año

que ya empuja al siguiente.

Si solapo todos los cuadernos,

puedo tener en los grafismos de su escritura

una vida dibujada, la mía,

en relación con muchas otras

cuyo sentido no es otro que el tránsito

y, si es posible, dejar un bello recuerdo,

lleno de historias,

para que los hijos aprendan de sus padres,

para que ellos, de padres, enseñen a sus niños.

Al final, los diferentes libros, de distintas formas,

ajardinan un espacio en rededor de la persona,

que esta cultivó con paciencia en la escritura,

en su propia vida,

confluencia de muchas.

En paralelo, decoramos un pequeño rincón

en el que necesitamos recogernos,

meciéndonos en algún tipo de espera,

que tal vez no sea más que la esencia atemporal

del imaginario al que llamamos ‘vida’.

4

Un sueño

¿Qué os admira? ¿Qué os espanta,si fue mi maestro un sueño,y estoy temiendo en mi miedoque he de despertar y hallarmeotra vez en mi cerrada prisión?Y aunque así no lo sea,el soñarlo solo basta.Pues así llegué a saberque toda la dicha humana,en fin, pasa como sueño,y que hoy quiero aprovecharla.

Fragmento de La vida es sueño (Calderón de la Barca)

Siento que el presente y el pasado se encuentran un día, mientras el corazón pasea por el camino del ahora recogiendo recuerdos de felicidad y buscando nuevas rutas para posibles tránsitos hacia el futuro. En una tarde de primavera, entre lirios, margaritas blancas y flores amarillas, me encontraba bajo la sombra de limoneros y naranjos de penetrante aroma, sentado en un banco de una solitaria plazuela y embriagado por aromas y anhelos. Entonces volé en alas de fantasías, o puede que de realidades, no lo sé… Lo hice hacia lugares lejanos.

Soñaba sueños ya soñados, que estaba en las montañas, en una que parecía escondida entre muchas otras; en ella era también primavera. En aquel tiempo yo no conocía montaña alguna, sino las del soñar y, como dije, solo llanuras inmensas, los cultivos, la alameda del río y las calles del pueblo. Pero estas de mis sueños me eran tan familiares como si las conociera de siempre y hubiera habitado en ellas.

Mientras paseaba por sus caminos, sorprendido, vi a un hombre que venía en mi dirección. Yo iba hacia arriba y el bajaba. Su aspecto era extraño para mí, parecía un vagabundo, vestido con raídas ropas descoloridas, con largas melenas enredadas, al igual que su barba, de incierta edad y caminar cansino. Al encontrarme se paró, me dirigió una sonrisa acogedora y me preguntó: «¿Dónde vas?». Le contesté que no sabía, que creía que era un sueño y me dirigía hacia unas rocas sin saber para qué, y le señalé el lugar. Me contestó: «Pues allí vivo yo, en una cueva, desde hace muchos años. También me vine a realizar un sueño, que ya cumplí, y una despedida, aún pendiente, pero ya próxima».

Lo miré a los ojos y él me devolvió una mirada cálida, me dijo: «¿Quieres que nos sentemos? Estoy cansado». Asentí con la cabeza.

Me explicó cómo era su vida en la montaña, cómo encontró su cueva y cómo había aprendido a hablar con las montañas. Insistió en que no estaba loco. Me contó que tenía un huerto, mitad jardín, y en rededor de él había plantado algunos árboles frutales que, cuando no se helaban en invierno, hacia los inicios de la primavera florecían y daban frutas muy dulces en verano. Me invitó a visitarlo si me apetecía. Yo no sabía aún si era un sueño o era realidad lo que estaba ocurriendo, pero su hablar tranquilo y sus ojos me invitaban a explicarle lo que me ocurría. Empecé por contarle dónde empezó el sueño, pero al poco rato me di cuenta de que él ya conocía la historia.

Él veía que pronto me iría lejos de los campos y del río que tanto amaba, pues mis padres habían decidido marchar a una gran ciudad, al lado del mar, y eso me produciría dolor, aunque luego todo iría bien. Lo conocía todo con detalle. Me empezó a hablar de las despedidas, de cómo estas forman parte inherente de la vida, de sus etapas, de los encuentros y de la importancia de aprender a despedirse como un aprendizaje vital básico. Me explicó muchos episodios de su vida y me decía que yo los vería con mis propios ojos, cosa que yo no acababa de entender. Y así pasé un largo y agradable rato al lado de aquel señor tan peculiar que no me cansaba de escuchar… Me recordaba a mi abuela.

Quedamos en que al día siguiente por la tarde, a la misma hora, si iba a la plazuela, y quería hacerlo, nos podíamos volver a encontrar en nuestros sueños e ir a visitar el huerto y la cueva. Di media vuelta y volví a perderme en el sueño, para aparecer en el banco de piedra desde el que inicié el paseo por las montañas.

Desperté y recordé con emoción que, de muy niño, escondido en la ventana, un día me había quedado dormido. En mi sueño veía a un hombre de largo pelo y barbas que vivía en la cueva de una montaña. Paseaba con frecuencia conmigo y me enseñaba sobre los diferentes árboles, todo tipo de plantas de variados olores y muchos caminos a través de los bosques. Algunos días me llevaba a su huerto, me enseñaba sus plantas y las frutas de algunos árboles que tenía muy cuidados.

Me explicaba muchas historias, insistiéndome en que yo un día las escribiría como recuerdo de mi propia vida, y de otras vidas, aunque entonces no pudiese entenderlo.