La cara oculta de la luna - Susan Krinard - E-Book
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La cara oculta de la luna E-Book

Susan Krinard

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Beschreibung

En el pasado, Dorian Black controlaba con su puño de acero las guerras entre clanes de vampiros del Nueva York de los años veinte. Pero en la actualidad era un excluido y, apartado de los suyos, recorría solo los oscuros callejones de la ciudad... Hasta la noche en la que conoció a la periodista Gwen Murphy y sintió algo dentro de él que llevaba muchas décadas sin sentir. Gwen estaba inmersa en la mejor historia de su carrera periodística. Existía una misteriosa secta de bebedores de sangre en Nueva York y estaba dispuesta a todo para descubrir la verdad y demostrar su valía, sin importarle el peligro que pudiera correr. Aunque no sabía hasta qué punto Dorian estaba involucrado en la historia, sintió que necesitaba algo de amabilidad y su amistad. Lo que no esperaba era entregarle también su corazón. Pero, para poder proteger a Gwen, Dorian se verá obligado a hacer algo inconcebible...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2008 Susan Krinard. Todos los derechos reservados. LA CARA OCULTA DE LA LUNA, Nº 14 - noviembre10 Título original: Dark of the Moon Publicada originalmente por HQN™ Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9306-0 Editor responsable: Luis Pugni E-pub x Publidisa

En memoria de mi querido amigo, compañero leal y compañero del alma. Nunca te olvidaré. Brownie 1993-2007

Agradecimientos:

A Jakob Whitfield por su generosa ayuda con los aviones de1920 y a Sun Ray Verstraete por proporcionarme las palabras y frases en español.

Inhalt

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Capítulo Veintidós

Capítulo Veintitrés

Epílogo

Contraportada

Prólogo

Tenía las manos manchadas de sangre.

Dorian echó a correr entre los árboles con la mente en blanco. Se le enganchaba la ropa en las ramas y su piel se iba llenando de arañazos. Pero las heridas se curaban rápidamente. No sentía nada de dolor.

No sentía nada.

Raoul Boucher había muerto.

La pistola que sostenía en la mano era una parte más de su cuerpo. El metal le quemaba la palma, dejando allí su impronta. Raoul había muerto y no podía cambiar ese hecho.

Corrió durante mucho más tiempo, hasta que consiguió calmarse.

Se detuvo al ver que había llegado cerca de un pueblo de humanos. El cálido sol del verano iluminaba las casas. La gente lo miraba con descaro al verlo en la calle principal. No le extrañó. Su ropa estaba hecha jirones. Un hombre de mediana edad lo llamó al verlo pasar.

—¿Está bien, señor? —le preguntó desde la acera—. ¿Necesita ayuda?

Dorian lo miró extrañado, sin entender lo que le decía. Era la primera vez que alguien le ofrecía ayuda. Lo miró a los ojos y el humano hizo una mueca y se apartó.

Su reacción no le sorprendió. Los humanos siempre se asustaban en su presencia.

El encuentro lo devolvió a la realidad y rebuscó en sus bolsillos. Vio que tenía un billete de veinte dólares en su cartera y fue hacia la pequeña estación de autobuses del pueblo. Cuando subió al autobús, nadie lo miró a los ojos. Se sentó en su asiento y no se movió hasta que llegaron a Manhattan. Se bajó y prosiguió caminando sin destino, dejando que sus pies decidieran por él.

No podía volver al cuartel general del clan, eso lo tenía claro. Con Raoul muerto, ya no era su sitio. Imaginó que el lugar sería un caos total, igual que el clan.

Sin saber cómo ni por qué, llegó al río. Olía al petróleo de los barcos, a agua estancada y a sudor. Paseó con la mirada perdida en las sucias aguas del río.

Era difícil matar a un vampiro. Y era mucho más difícil que un vampiro se quitara la vida, pero tenía voluntad de sobra para intentarlo, nunca le había faltado.

Se colocó al borde mismo del muelle, con la punta de sus zapatos sobresaliendo. Sólo tenía que dar un paso más para terminar con todo.

—Yo que tú no lo haría —dijo alguien a su espalda.

Vio que se le acercaba un anciano algo cojo y con el rostro lleno de profundas arrugas. Era delgado y vestía harapos. Pocas veces se encontraba a un humano que se le acercara sin miedo.

—No puede ser tan malo —le dijo el hombre con una sonrisa desdentada—. Nunca lo es —añadió mientras se metía las manos en los bolsillos—. A todo el mundo le ocurren desgracias de vez en cuando, por eso tenemos que permanecer unidos y ayudarnos en lo que podamos.

Dorian miró al hombre a los ojos y el anciano le devolvió la mirada sin temor.

—Me llamo Walter —le dijo—. Walter Brenner — añadió mientras alargaba la mano hacia él.

Dorian dudó un segundo. Era la primera vez que lo saludaba un humano.

—No tengo nada contagioso —comentó el hombre al ver que no lo saludaba—. Pero tengo algo de comida, si tienes hambre. Y un sitio donde puedes dormir, al menos esta noche. Después puedes decidir qué hacer. Todo parece mucho mejor por la mañana, ya lo verás.

—Me llamo Dorian Black.

—Muy bien, Dorian Black, será mejor que vengas conmigo. Así me gusta, buen chico —le dijo el anciano mientras lo apartaba de la orilla—. El viejo Walter cuidará de ti, no te preocupes.

Dorian fue con el hombre, no tenía nada mejor que hacer.

Por fin era libre, pero su vida había terminado.

Capítulo Uno

Octubre de 1926, Nueva York

Las aguas sucias y negras envolvieron por completo a Gwen. Sin poder ver nada, agitó brazos y piernas como una loca, pero su cuerpo parecía de plomo. No podía pensar ni hacer nada más, pero su instinto de supervivencia le impedía abrir la boca y tragar agua.

«¿Me estaré muriendo?», pensaba durante unos pocos segundos de lucidez.

Se estaba hundiendo. Cada vez estaba más débil y sus músculos no hacían lo que les pedía. Un pez se detuvo para observarla con sus grandes ojos, después se alejó y se perdió entre las oscuras aguas. Empezaban a quemarle los pulmones y le tentaba la idea de respirar.

Escaparon unas burbujas de sus labios y se fijó en la luz que entraba desde la superficie. Parecía estar a mil kilómetros de distancia.

Quería nadar, pero no podía. No había salvación. Estiró los brazos con las últimas fuerzas que le quedaban, convencida de que estaba a punto de morir.

Sintió de pronto que agarraban su mano y no pudo sofocar un grito que la dejó totalmente sin aliento. Lo último que vio antes de perder la conciencia fue un rostro. No sabía si era el rostro de un ángel o del diablo más encantador que había visto en su vida.

—¡Respire!

La voz le llegó a Gwen desde muy lejos. Estaba perdida en un lugar donde no existía el tiempo ni el espacio. Pero esa voz, con su gran insistencia, consiguió sacarla de su estado.

Notó que le daban la vuelta para que estuviera boca abajo y que alguien golpeaba su espalda.

—¡Respire!

Pudo por fin inhalar algo de aire. Las manos que habían estado sacudiéndola con brusquedad para reanimarla se relajaron de repente. Sintió que la levantaban y sujetaban contra algo firme y cálido. Escuchó latidos de corazón, lentos y seguros, sintió músculos contra su cara y un aroma algo fuerte, como si esa persona no se hubiera cambiado de ropa en una semana.

Seguía mareada y no podía dejar de temblar. La brisa y su piel mojada aumentaban la sensación de frío y dejó que la abrazaran. Sabía que era ridículo sentirse segura en los brazos de un completo extraño, pero sintió que podría quedarse para siempre allí.

Aunque aún no se sentía lo bastante fuerte para levantarse, empujó las manos contra el torso del hombre para apartarse un poco y él la sostuvo mientras intentaba sentarse. Lo miró entonces a la cara. Era el mismo rostro, mitad ángel mitad demonio, que había visto en el río.

Era joven y apuesto. La luz de la luna iluminaba la perfecta simetría de sus facciones. Su piel parecía suave, como si estuviera recién afeitado. Y le extrañó que fuera así cuando el resto de su apariencia parecía tan descuidada. Tenía unos pómulos fuertes, una barbilla cuadrada y masculina y el cabello negro como la noche. Sus ojos eran también oscuros.

Su mirada fue lo que más le llamó la atención. Era oscura y peligrosa como un callejón a medianoche. Imaginó que mucha gente se habría sentido atemorizada al ver una mirada como aquélla, pero Gwen Murphy era distinta. Siguió observándolo con detenimiento.

Los puños de su camisa estaban algo rozados y deshilachados, la chaqueta parecía vieja y el resto de su atuendo no era mucho mejor. Estaba claro que la vida no le sonreía. A pesar de lo fuerte que era la economía en esos tiempos, había mucha gente como él en Nueva York. Gente que había quedado impedida durante la Gran Guerra en Europa, viudas que tenían que luchar lo indecible para sacar adelante a sus hijos, inmigrantes que aún no habían conseguido adaptarse y hacerse un hueco en ese nuevo país y borrachos que se bebían todo su dinero.

Su héroe parecía un hombre sano y fuerte y no le pareció que estuviera ebrio. Imaginó que podía tratarse de un forastero que no hablaba suficiente inglés para encontrar un buen trabajo.

Se dio cuenta de que sólo había una manera de responder todas las preguntas que se estaba haciendo.

—Me ha salvado la vida —le dijo por fin con la voz algo ronca—. Gracias.

El hombre agachó la cabeza sin dejar de mirarla.

—Me llamo Gwen Murphy —añadió.

El hombre miró entonces su mano. No parecía decidirse a aceptar su saludo, como si temiera poder contagiarse de alguna manera. Estaba a punto de bajarla cuando la tomó él con la misma fuerza con la que había conseguido sacarla del río.

—Dorian —repuso entonces con una voz muy particular—. Dorian Black.

Estaba tan nerviosa que estuvo a punto de echarse a reír, pero trató de calmarse. El señor Black no parecía tener sentido del humor y decidió que era mejor controlarse.

—Señor Black, no sé de dónde ha salido ni cómo ha conseguido aparecer justo en el momento más oportuno, pero le estoy inmensamente agradecida.

—No es nada —repuso con esfuerzo—. ¿Necesita un médico? —No, estoy bien —repuso ella—. Tengo algo de frío, eso es todo. Y estoy empapada...

La siguió mirando sin sonreír, pero frunció el ceño como si estuviera preocupado por ella. Se quitó entonces la chaqueta y la colocó con cuidado sobre sus hombros.

—Gracias.

El hombre se encogió de hombros; parecía incómodo, como si no estuviera acostumbrado a que le dieran las gracias.

—¿Cómo ocurrió? —le preguntó de repente.

Le sorprendió la pregunta. El señor Black era un hombre tan serio y taciturno que no creía que estuviera de verdad interesado. Imaginó lo difícil que sería entrevistar a alguien como él, pero le gustó que al menos intentara fingir algo de interés por lo que había pasado.

—Soy periodista. Trabajo para El Centinela —le dijo ella—. Estaba en el muelle investigando un tema cuando me asaltaron unos delincuentes. Supongo que me vieron como a una presa muy fácil... —añadió avergonzada mientras se tocaba el chichón que le había salido en la cabeza—. Cuando vieron que trataba de defenderme golpeando, uno de ellos me dio con algo en la cabeza y me tiró al río.

Black entrecerró los ojos. Miró a su alrededor como si esperara encontrar aún allí a los jóvenes que la habían atacado. Cabía la posibilidad de que se hubieran quedado un tiempo para comprobar que su víctima se había ahogado en el río, pero debían de estar escondidos. La zona estaba muy mal iluminada y había muchos recovecos y callejones donde ocultarse.

No quedaba mucho para que amaneciera y los marineros y pescadores comenzaban a llegar a los muelles. Pero la zona en la que estaban era la más aislada y apartada. De otro modo, no habrían podido hacerle daño.

—¿Acostumbra a merodear por esta zona tan peligrosa en mitad de la noche? —le preguntó Black con tono reprobatorio.

Ella levantó un poco más la cara y se estiró, no estaba dispuesta a que un desconocido la reprendiera.

—Hay ciertas actividades que llaman menos la atención a esas horas —le explicó ella—. No quería que nadie me viera.

—Pues parece que no lo logró —repuso él.

—Pero los que me vieron no fueron los mismos que trataba de evitar. —¿De quiénes habla, señorita Murphy? Se le revolvió el estómago al pensar en ellos. —Se trata de información confidencial —le dijo mientras trataba de levantarse—. Creo que debería llamar a un taxi.

Black se puso deprisa en pie y la sujetó antes de que perdiera el equilibrio.

—No está en condiciones de andar por ahí sola, señorita Murphy. La acompañaré hasta una cabina de teléfonos.

—No, de verdad, estoy bien. Sin decir nada más, la sujetó con fuerza contra su cuerpo y caminó con ella. Era agradable sentirlo tan cerca.

Pero seguía mareada y con náuseas. Había tragado gran cantidad de agua y no ayudaba que la hubieran golpeado en la cabeza. Pero se veía con fuerzas suficientes para superar todo aquello. Después de todo, era la hija de Eamon Murphy.

—No va a conseguir llegar a ninguna parte así —le dijo de repente Black. —Claro que sí. Necesito un poco más de tiempo, eso es todo. Su salvador miró hacia el este. Empezaba ya a amanecer sobre el barrio de Queens. —No hay tiempo —musitó para sí—. Venga conmigo —le dijo. Gwen se pasó las manos por la cara, tenía una horrible jaqueca.

—¿Que vaya con usted? ¿Adónde?

—A un sitio donde pueda descansar.

Sus palabras la alertaron, no había pasado el peligro.

—Le estoy muy agradecida. De verdad, señor Black —murmuró con desagrado—. Y me encantaría poder devolverle el favor, pero tengo que volver a casa. Deje que me vaya y...

Se apartó de él de repente. Las náuseas le ganaron la batalla y vomitó. No sólo se encontraba fatal sino que además se sentía avergonzada. No era una novata y le dolía mostrar tanta debilidad. Estaba acostumbrada a superar todo tipo de adversidades y le disgustó que alguien la viera en un estado tan vulnerable.

El hombre sujetó con amabilidad su brazo, pero ella se apartó.

—Estoy bien —insistió.

—Vendrá conmigo, señorita Murphy.

Sacudió la cabeza y el movimiento hizo que se mareara una vez más. Cayó desmayada al suelo. No podía respirar y se sentía sumergida en la oscuridad de nuevo.

Vio cómo las negras aguas la envolvían por completo sin posibilidad alguna de encontrar la superficie.

El sonido de unas voces despertó a Gwen. Lo primero que notó fue que estaba tumbada sobre algo bastante blando. Escuchó unos segundos antes de abrir los ojos, y reconoció la voz del enigmático desconocido que la había sacado del río.

La otra voz era la de un hombre mayor y algo bebido. Hablaba con dificultad, arrastrando las palabras y en un tono amigable y locuaz. No podía oír qué decían. Cuando por fin abrió los ojos, se encontró con el rostro oscuro y misterioso de su salvador.

Vio entonces que sus ojos eran grises. No había podido distinguir su color en el muelle, pero ya se había imaginado que podían ser del color del acero. Vio que había acertado.

Intentó sentarse, pero él la sujetó y la obligó a tumbarse de nuevo. Lo hizo apoyando su mano sobre su torso, no parecía tener consideración alguna por su anatomía. Ella, en cambio, se estremeció al sentir que tocaba sus pechos. Sólo los cubría la fina tela de su blusa. Estaba tan conmocionada que no pudo reaccionar. Ya no llevaba la chaqueta. Imaginó que se la habría quitado para que estuviera más cómoda. Y fue un alivio ver que había decidido no quitarle nada más, sólo los zapatos. Las medias, la falda y su blusa seguían donde debían estar y ya estaba todo seco. Debía de haber pasado mucho tiempo a su cuidado.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—En un lugar seguro —le dijo Black.

Le costaba creer que no fuera a decirle nada más. Miró a su alrededor. A su izquierda había una pared de madera sin ventanas. A la derecha tenía a Black y estaba tan cerca que no podía ver más allá. Le dio la impresión de que seguían en la calle, pero alguien había separado esa zona del resto con cajas vacías de madera. Era como una pequeña habitación en la que sólo cabía el colchón en el que estaba tumbada, un taburete viejo y una mesa. Había visto a gente que vivía en circunstancias aún peores, pero no era lo normal.

—¿Seguimos en los muelles? —le preguntó.

Black asintió con la cabeza. Gwen ya se había dado cuenta de que era un hombre de pocas palabras. —Supongo que me desmayé —reconoció. —Perdió el conocimiento por completo —le informó

Black. —Sólo porque me ha salvado la vida no tiene por qué sentirse responsable ni ocuparse de mí. —Ya que le he salvado la vida, no me gustaría echar a perder el trabajo realizado —repuso él.

—Pero ya es de día, me habría encontrado alguien.

—No me pareció el tipo de mujer al que pudiera gustarle que la encontrara alguien tumbada en el muelle al lado de su propio vómito.

Le sorprendió que fuera tan directo con ella, pero no podía echárselo en cara. La verdad era que prefería que la hablaran sin rodeos. Era algo a lo que sus compañeros en El Centinela no terminaban de acostumbrarse.

—Bueno, supongo que tiene razón... —repuso ella mientras se pasaba la lengua por los labios—. ¿Me podría dar un poco de agua?

Black se giró y llenó una taza con el agua de una jarra que había en la mesa. La tomó con algo de suspicacia, incluso olió el líquido antes de probarlo, pero comprobó que era sólo agua.

—Gracias —le dijo mientras le devolvía la taza.

Se quedó mirándolo a los ojos, estaba completamente hipnotizada. Se sentía como una quinceañera en presencia de una estrella del cine. Se sentía ridícula, pero no podía evitarlo.

—¿Quién es usted? —le preguntó de repente—. Me gustaría saber dónde estamos y qué hace aquí.

Black la miró unos segundos antes de contestar, como si estuviera intentando decidir si era digna de obtener una respuesta.

—Ya le he dicho cómo me llamo —le dijo él—. Vivo en este viejo almacén. No molestamos a nadie.

Gwen se preguntó por qué habría sentido la necesidad de defenderse asegurándole que no hacían mal a nadie con su presencia en ese lugar. Pensó que a lo mejor la había visto algo asustada.

—Nadie vive así por elección propia —repuso Gwen.

La mirada de Black se tornó más sombría aún al escucharla y ella imaginó que había pasado por algún trágico suceso. No le sorprendió que fuera así.

—Eso no es asunto suyo —replicó él.

Acababa de ver que tenía su orgullo. A pesar de no tener casa ni trabajo, no había perdido su dignidad. No era extraño en personas como él. Sabía que lo mejor que podía hacer era callarse y no meterse en líos.

Pero ella había centrado su vida profesional en contar las historias de esos hombres y mujeres que malvivían en las calles de la gran ciudad. Había convertido esa realidad en su personal cruzada. Al menos hasta la muerte de su padre, cuando había tenido la necesidad de cambiar sus objetivos y centrarse en otra realidad muy distinta, con la que estaba obsesionada.

Había algo en ese hombre que la tenía completamente hipnotizada. Algo le decía que no era un vagabundo más. Imaginó que quizá tuviera un pasado como delincuente.

Pero creía que no podía tratarse de un ladrón sin más. Esos tipos eran demasiado avispados para abandonarse de esa manera y no se molestarían en rescatar a alguien que estaba a punto de ahogarse en el río. Sabía que los que trabajaban para un gánster no acababan tampoco durmiendo en la calle. Era imposible dejar de formar parte de una banda y seguir con vida.

—No pasa por un buen momento, ¿verdad? ¿No consigue trabajo? —¿Por qué cree que he intentado buscar un empleo? —le preguntó él.

—Es joven y saludable —repuso ella sentándose—. Está claro que es también inteligente y que tiene algo de cultura.

—¿Y?

—La verdad es que me gustaría saber un poco más de usted, un hombre dispuesto a arriesgar su vida para salvar a otra persona.

—¿Acaso no confía en la galantería natural de los de mi género?

—No soy nada romántica, señor Black.

—Yo tampoco.

—Aun así, me gustaría saber cómo llegó a vivir en estas circunstancias. ¿Está solo en la ciudad?

—¿Acaso tiene pensado escribir una historia en su periódico sobre mí, señorita Murphy?

—Si escribiera algo así, señor Black, no usaría nunca su nombre. Pero la verdad es que no era ésa mi intención —le dijo ella mientras se cubría con su abrigo—. ¿Participó en la Gran Guerra?

—No.

Si algo se le daba bien de verdad era descubrir si alguien le estaba mintiendo. Antes de que Black abriera la boca para contestar ya había visto la verdadera respuesta en sus ojos. Vio cómo se nublaba su mirada, como si estuviera recordando aquellos días, como si temiera que sus preguntas acabaran por devolverlo a un mundo del que nunca había conseguido escapar.

Tragó saliva. También ella tenía dolorosos recuerdos.

—Supongo que conoce bien este lugar y lo que pasa en esta zona de la ciudad.

Vio cómo fruncía el ceño, sin duda sorprendido al ver que cambiaba de tema.

—Algo sé.

—¿Ha oído hablar de los asesinatos que ha habido aquí durante los últimos días?

El hombre se puso deprisa en pie. Parecía algo nervioso.

—¿Por eso está aquí, señorita Murphy? ¿Para investigar los asesinatos?

Se dio cuenta en ese instante de que sabía algo de esas extrañas muertes y que quizá tuviera incluso algún interés personal en lo que había pasado. Pensó que quizá hubiera visto algo.

—Según el forense, los cuerpos estuvieron muchas horas en el muelle antes de que alguien alertara a la policía —le dijo ella.

Black miró a un lado y otro como si estuviera buscando una manera de escapar. —Creo que no debería meterse en esos asuntos, señorita Murphy. —No puedo evitarlo. Mi trabajo consiste en investigar esas cosas. —¿Cómo es que le han dado a una mujer un trabajo así?

—Le sorprendería saber lo bien que se nos da a las mujeres este tipo de investigaciones. A la hora de resolver un enigma como éste, se nos ocurren ideas en las que los hombres no piensan.

—¿Como la idea de acercarse sola a los muelles a media noche y sin ningún tipo de protección?

—Había quedado con un posible testigo, pero no apareció —se defendió ella—. No conocerá a un hombre que se hace llamar Jones el Chato, ¿no?

—No. Se dio cuenta de que había vuelto a mentirle, aunque tenía que reconocer que lo hacía muy bien. —Supongo que se arrepintió o alguien le impidió que se encontrara conmigo, no lo sé. —Creo que ese testigo debería haber sido más discreto.

—No puedo culpar a nadie por no querer abrir la boca, es normal que tenga miedo. Está claro que alguien dejó allí los cadáveres para que sirvieran de advertencia.

—Parece que ya tiene a algunos sospechosos, señorita Murphy. —Tengo algunas ideas. Lo que sé es que fue la obra de alguien completamente desquiciado.

—¿Está segura de que los atracadores que la asaltaron no intentaban silenciarla para que no hiciera preguntas incómodas?

—¿Esos chicos? No, no lo creo. Me pareció que eran simples aficionados. Capaces de tirar a alguien al río, sí, pero no creo que se mancharan las manos sacando la sangre de sus víctimas. Según el informe del forense, los cadáveres estaban completamente...

Dejó de hablar al ver que Black se detenía. Su rostro se sonrojó durante un segundo. Después palideció. Vio cómo se contraían sus pupilas. Algo que le extrañó enormemente. Estaban en la penumbra, no llegaba apenas luz. Vio que abría y cerraba los puños, los abría y cerraba, era como un tic nervioso.

—Señor Black...

—No —murmuró entre dientes—. No estaba...

Gwen intentó ponerse en pie.

—Dorian, ¿se encuentra...?

El hombre se giró hacia ella enseñándole los dientes. La miraba con crueldad, fuera de sí. Sobresalían los fuertes tendones de su cuello, podía ver la piel temblando en su garganta al ritmo de su pulso. Los músculos se contrajeron bajo su camisa y arqueó los dedos como si fueran garras. No había nada humano en su rostro y parecía estar observándola a ella como si fuera su enemigo.

O quizá su presa...

Capítulo Dos

Gwen se puso en pie y dio un paso atrás. El abrigo cayó al suelo entre los dos. Pensó que quizá habría sido mejor que se hubiera quedado inmóvil, pero intentó prepararse para defenderse.

—Señor Black —comenzó con voz temblorosa—. Dorian... Soy yo, Gwen.

Separó los labios y vio que sus colmillos eran más largos y afilados de lo habitual. Pensó durante un segundo que quizá había estado buscando a los asesinos en el lugar equivocado. Cabía la posibilidad de que los asesinos no fueran un grupo de lunáticos, sino un solo hombre, uno lo suficientemente inteligente y demente para llevar a cabo tal baño de sangre.

Pero recordó entonces lo amable que había sido con ella, cómo la había abrazado y lo preocupado que había estado tras sacarla del río, y supo que no podía ser él, no podía ser el culpable de unos crímenes tan horrendos.

Estaba segura de que Dorian Black había sufrido una experiencia muy traumática que lo había marcado para siempre. Era un hombre enfermo, pero no creía que pudiera ser un asesino.

—Sé que no quiere hacerme daño, Dorian —le dijo ella mientras se tocaba la cruz que llevaba colgada del cuello—. Es un buen hombre y sólo quiero ayudarlo.

Un sonido gutural y salvaje salió de la garganta de Black. Se dio la vuelta y golpeó con furia las cajas de madera, haciendo que cayeran al suelo como una torre de juguete. Cuando la miró de nuevo, su rostro se había relajado por completo. Parecía otra persona.

—Váyase —le ordenó con la voz ronca y grave—. ¡Fuera de aquí!

—No pienso dejarlo así.

Lentamente, Black levantó el rostro hacia ella, pero parecía absorto y perdido. Le daba la impresión de que no podía siquiera verla.

—Por favor... —insistió él.

Volvía a sacar el orgullo. Parecía dominado por el orgullo, el dolor y el miedo. Gwen volvió a decirse que era un hombre que había sufrido mucho, que había perdido el control y que se odiaba por haberse mostrado tan débil. Había conocido a muchos hombres sin heridas visibles ni cicatrices de la guerra. Pero, muchas veces, esos hombres eran los que más perjudicados habían quedado.

—No pasa nada —le dijo ella—. No tengo miedo.

—Debería tenerlo.

—Sé que no va a hacerme daño, Dorian. Estoy segura. —Está siendo muy ingenua, no sea tonta... —No soy tan ingenua como cree. Necesita un médico, Dorian, alguien con quien pueda hablar de lo que le preocupa.

—Ningún médico podría ayudarme.

—Muy bien, no puedo obligarlo a que haga nada — le dijo.

Pero estaba dispuesta a insistir e insistir hasta que diera su brazo a torcer. Sentía que tenía una deuda enorme con ese hombre y ella se enorgullecía de pagar siempre sus deudas.

Además, creía que Black podría ayudarla a encontrar a los asesinos.

—Bueno, será mejor que me vaya —le dijo mientras se colocaba el abrigo sobre los hombros—. Pero si hay algo que pueda hacer por usted, cualquier cosa...

Recordó entonces que no tenía sus tarjetas. Estaban dentro de su bolso, que también había desaparecido. Imaginó que se lo habrían robado los que la asaltaron. No tenía ni un penique para llamar a un servicio de taxis. Pero al menos estaba viva y podía andar. Ya ni siquiera estaba mareada. Decidió que iría a la comisaría más cercana y llamaría desde allí.

Miró a Dorian y, sin saber por qué, le entraron ganas de apartarle un mechón de pelo que cubría sus ojos. Sabía que su gesto no sería bien recibido y se contuvo. Quizá estuviera arrepintiéndose incluso de haberla sacado del río.

—Mire, me gustaría volver a verlo. No podré pagarle lo que ha hecho por mí, pero...

—No quiero la caridad de nadie.

—¿No podría al menos dejar que le cortara el pelo? Se me da muy bien. —No vuelva —repuso él. Sabía que a veces era mejor no discutir y aceptar las cosas tal y como ocurrían, era algo que su padre le había enseñado. Él le había aconsejado siempre que tenía que ser más paciente, una cualidad que consideraba fundamental en un periodista.

Y no se le daba bien ser paciente, pero estaba dispuesta a intentarlo por el bien de Dorian. —Muy bien —le dijo al fin—. ¿Por dónde salgo de este sitio?

—Yo la acompañaré —repuso otra voz.

Vio a un anciano entre las sombras, vestido con ropa tan vieja como la de Dorian. Su rostro estaba cubierto de arrugas y le brillaban los ojos.

—Me llamo Walter Brenner —anunció el tipo mientras tocaba caballerosamente su sombrero—. No suelen visitarnos damas como usted, pero no quiero que piense que no tenemos modales.

—¿Cómo está, Walter? —repuso ella ofreciéndole la mano—. Me llamo Gwen Murphy. —Eso he oído —contestó él mientras la saludaba—. Parece que se cayó al río, ¿no?

—Algo así —repuso Gwen mientras salían juntos del viejo almacén—. Fue una suerte que estuviera por allí el señor Black.

—Dorian no siempre está de tan mal humor —le susurró el hombre de manera confidencial—. Pero de vez en cuando, tiene días en los que está como encerrado en sí mismo y con muy mal genio. Me he dado cuenta de que es mejor no decirle nada y esperar a que se le pase.

—¿Hace cuánto que conoce a Dorian?

—Desde que se vino a vivir a esta zona al lado del río. Supongo que unos tres meses.

—¿Y conoce su historia? ¿Lo que le pasó para acabar así?

—Ha pasado por algo horrible. No sé de qué se trata. Se niega a hablar de su pasado. Habla por las noches, pasa el día escondido aquí como si fuera una rata y casi nunca come. Me trae comida cuando sale, pero él no la prueba.

—Es amigo de Dorian y quiere ayudarlo, ¿no?

—Claro —repuso Walter—. Me cuida bien cuando caigo enfermo. Mi corazón me juega malas pasadas de vez en cuando y no sé qué haría sin su ayuda.

Gwen decidió aprovechar la ocasión para averiguar algo más.

—¿Vio usted los cadáveres, Walter?

El hombre se estremeció al escucharla.

—Yo lo oí, pero Dorian lo vio todo. Seguro que en parte está de tan mal humor por lo que ha pasado —le dijo Walter—. No es un mal hombre, ya lo ha podido comprobar. Nunca lo había visto tan interesado en otra persona hasta que la trajo a usted.

Le sorprendieron sus palabras. No le parecía que Dorian hubiera mostrado ningún tipo de interés en ella. De hecho, había estado deseando librarse de ella desde el principio.

Pero creía que empezaba a entender qué había dentro de ese hombre. Y supo en ese instante que no iba a poder contenerse, tenía que averiguar por qué era así y qué le había pasado.

Ese hombre había conseguido despertar su curiosidad como ningún otro.

—¿Volverá por aquí? —preguntó Walter—. Creo que a Dorian le vendrá bien verla. Estoy seguro.

—Tengo que volver al muelle por trabajo. Pero, aunque no fuera así, lo haría para ver cómo va. Después de todo, me ha salvado la vida.

—Pero es más que eso, ¿verdad? —repuso el hombre—. No es fácil llevarse bien con Dorian, pero a usted le ha gustado desde el principio, ¿no es así?

No estaba tan segura como el anciano. Apartó la vista y pensó en lo que acababa de decirle. Mitch y el resto de los reporteros pensaban que era demasiado impulsiva y emocional, como todas las mujeres. Pero cuando se trataba de hombres...

Pensó que quizá le gustaba Dorian. Procuraba siempre ser honesta consigo misma y trataba de asumir lo que le pasaba. La verdad era que había encontrado a Dorian Black extrañamente atractivo. Parte de esa atracción provenía de su físico, pero había algo más.

Mitch solía reprocharle con frecuencia que era demasiado proclive a dejarse llevar por causas perdidas, y Gwen creía que ése iba a ser tu fin. Sabía mejor que nadie que no podía salvar el mundo, pero pensaba al menos intentarlo y mejorarlo, aunque sólo fuera un poco.

—No se preocupe, Walter. Le prometo que haré todo lo que pueda.

Satisfecho, el anciano se dio media vuelta y se perdió entre las sombras, sin duda para pasar el resto del día bebiendo. Había sido un consuelo ver que Dorian Black no se había dado también a la bebida. Aunque pensaba que quizá le habría servido para sufrir menos.

Suspiró y siguió caminando con paso decidido hacia la comisaría más cercana.

Dorian la observó mientras se alejaba. Tuvo cuidado de no salir de la oscuridad de su refugio. Gwen Murphy andaba con seguridad y energía. El traje que llevaba le daba un aspecto muy profesional. La chaqueta era ancha y la falda recta, pero no conseguía ocultar sus curvas, que no dejaban de moverse con cada paso que daba.

Gwen Murphy...

No había oído su nombre hasta la noche anterior. Nunca había prestado demasiada atención a los periódicos, ni siquiera cuando había estado trabajando para Raoul. Se había limitado a hacer su trabajo de manera eficiente y tratando de implicarse lo menos posible. Hasta el día en el que todo su mundo, todo lo que conocía, había quedado destruido para siempre.

Y sabía que estaba a punto de caer de nuevo en ese agujero de destrucción, como le pasaba cada mes con la luna nueva. Había empezado a sentir los primeros síntomas unos días antes. Se sentía más irritable y perdido que de costumbre y no podía controlar sus negros pensamientos. En cuanto a sus emociones, sabía que no podía confiar en ellas. Recordó entonces cómo había estado a punto de agredir a Gwen, cómo se había vuelto contra ella como una bestia.

Se estremeció al pensar en los cadáveres del muelle. Estaba casi seguro de que no había sido el autor de esas muertes. Que él supiera, no había asesinado a nadie desde lo de Raoul.

Creía que la masacre la habría provocado alguno de los bandos que se habían creado desde la desintegración del clan. Llevaban algún tiempo enzarzados en una batalla constante.

Aunque él había permanecido al margen de cualquier asunto relacionado con el clan de vampiros de la ciudad, sabía que el nivel de violencia existente entre los distintos bandos se había incrementado mucho durante los tres meses anteriores.

Existían dos poderosos e igualados bandos que luchaban por hacerse con el control del clan de los Strigoi, en la ciudad de Nueva York. Además del poder que conllevaba el puesto, Raoul había dejado establecido un bien organizado y lucrativo negocio de contrabando de alcohol.

Fueran cuales fueran los motivos de los asesinatos, creía que el autor de los mismos había cometido un grave error al dejar los cadáveres sin una gota de sangre. Eso atraía aún más la atención de la policía, que de otro modo habría atribuido la masacre a una reyerta entre contrabandistas, y de periodistas como Gwen Murphy.

Se apartó de la puerta. La suerte que corriera el clan de los Strigoi de Nueva York ya no era asunto suyo ni le preocupaba. Su vida se había convertido en una sucesión de noches cazando lo suficiente para subsistir y de días metido en ese almacén con un anciano que no sabía con quién compartía techo. El instinto de supervivencia era el impulso más fuerte y primitivo de los vampiros y le había impedido que se dejara morir sin más.

Pero acababa de suceder algo inesperado. Al ver a una joven hundiéndose en las negras aguas del río, había sentido en ese instante la necesidad de salvar a un ser humano.

Esa buena obra, sin embargo, no había conseguido aliviar en absoluto la carga de culpabilidad que había estado acumulando durante décadas.

No sabía qué lo había llevado a sacarla del río y cuidar de ella en su refugio hasta comprobar que estaba lo bastante fuerte para irse. Nunca le había pasado nada parecido, y no conseguía entenderlo. No se trataba sólo de hambre, no había pensado en usarla como Donante cuando la sacó del río. Y tampoco se había tratado de atracción, aunque también la había sentido.

Creía que, si la señorita Murphy se hubiera mostrado histérica o vulnerable nada más sacarla del río, se habría olvidado de ella y la habría dejado allí. No tenía paciencia ni necesidad de compañía. Pero Gwen parecía haber aceptado con resignación lo que le había pasado y creía que, si no se hubiera sentido indispuesta, se habría ido de allí por sus propios medios y sin darle mayor importancia a lo ocurrido.

Esa actitud había conseguido atraer poderosamente su atención. La valentía de esa mujer había despertado emociones en su interior que no había sentido desde hacía mucho tiempo.

La fuerza que había demostrado Gwen Murphy y la manera en la que se había negado a dejarse llevar por el miedo le habían recordado a la única mujer que había conseguido tocar su corazón en su vida.

Regresó a su rincón favorito. Recolocó las cajas y se sentó en ellas. Se había dado cuenta de que había cometido un error al llevarla allí cuando vio que empezaba a hacerle preguntas. Había intentado deshacerse de ella a pesar de la admiración que había empezado a sentir por su valentía. Y, lo que era aún peor, también su belleza había conseguido atraer su atención, igual que el aroma de su piel y su feminidad.

No había sido sólo hambre. Podría haberse alimentado de su sangre y haberse despedido de ella sin que llegara nunca a saber lo que le había hecho, como había ocurrido con miles de humanos durante toda su vida.

Lo que había sentido por ella había sido una atracción demencial y mucho más peligrosa. Se había dado cuenta de que podía hacerle daño muy fácilmente y que la línea que separaba la lujuria puramente física de la violencia era muy fina.

Y él no quería hacerle daño, no quería ser responsable de lo que Gwen Murphy pudiera llegar a sentir si descubría qué había más allá de sus actos. Imaginó que ella pensaba que le había salvado la vida porque era una buena persona. Pero acababa de descubrir que la deseaba como se deseaban los humanos.

Sabía que su relación nunca podría ir más allá. Porque nunca podría haber una relación, sentimientos ni ningún tipo de unión, ya fuera ésta física o espiritual. Si ella decidía volver al muelle para verlo...

—Te ofrezco un penique por tus pensamientos. Walter entró en el cuarto y fue a sentarse a su lado con una botella medio vacía en su mano.

—No, espera, no me lo digas. Creo que puedo adivinarlo... —agregó el anciano—. Es una monada de criatura, ¿verdad?

Dorian suspiró. Sabía que de nada le iba a servir tratar de razonar con Walter. Era un hombre amable y sencillo, pero tan irracional como el resto de los humanos. De hecho, era casi peor que la mayoría porque veía el mundo con optimismo y bondad.

—Es una mujer que se sale de lo corriente —admitió Dorian de mala gana—. Espero que no se le ocurra volver a acercarse sola a esta zona de la ciudad.

—Parece que no conoces a las mujeres —el anciano rió—. No sé cómo un hombre como tú puede saber tan poco de ellas. Será mejor que te hagas a la idea, está claro que le has gustado.

—Estoy seguro de que se le pasará pronto cualquier interés que pueda tener en mí.

—Que te salven la vida no es algo que se olvide fácilmente, estará muy agradecida...

—Ya le dejé muy claro que no tiene nada que agradecerme.

—Pero no puedes decirle a nadie lo que debe sentir, Dorian. ¿No te has parado a pensar que esa mujer podría ayudarte mucho?

—No le he salvado la vida para que la eche a perder conmigo.

—Lo que pasa es que no tienes fe en ti mismo. Sé que tienes problemas, pero no debes perder la esperanza. Puede que todo lo que necesites es a alguien a tu lado que te dé animo.

—Para eso ya te tengo a ti —repuso Dorian.

—Yo no puedo hacer mucho. Pero sé que a ella si la escucharías. Es una mujer valiente y lista. Yo sólo soy un viejo ignorante. «Y tan inofensivo como un escorpión», pensó Dorian. —Puede que no esté aquí cuando decida volver, si es que vuelve... —dijo. —Claro que estarás aquí. Después de todo, no tienes adónde ir —repuso Walter.

Le ofreció licor a Dorian, como siempre hacía. Cuando él negó con la cabeza, como solía hacer, Walter se encogió de hombros y fue a sentarse a su propio rincón.

No se oía nada más en la vieja nave. Sólo estaban allí Walter y él. Otros hombres llegaban de vez en cuando, pero no se quedaban mucho tiempo. A la mayoría les inquietaba su presencia, incluso cuando su humor no se veía afectado por los cambios lunares.

No le molestaba esa soledad en la que vivía, y esperaba sinceramente que Gwen Murphy no decidiera volver por allí.

La redacción estaba llena de gente cuando llegó Gwen. Estaba así a casi cualquier hora del día. Unos periodistas gritaban al teléfono, otros golpeaban con furia las teclas de sus máquinas de escribir. Casi todos llevaban un lápiz en la oreja. Los aprendices corrían nerviosos de un lado a otro, haciendo recados y sirviendo cafés a sus superiores. El señor Spellman, con el rostro encendido, gesticulaba mientras hablaba en su oficina con un jefe de sección.

Aquel lugar lleno de ruido y actividad era su hogar. Allí se sentía segura. Nadie la vio entrar. Mitch no estaba sentado a su mesa, pero eso era lo habitual. Prefería el trabajo en la calle, le gustaba mucho más que escribir. Saludó a algún compañero y fue hasta la oficina donde trabajaban los empleados menos afortunados.

Lavinia estaba limándose las suyas mientras contemplaba entretenida la frenética actividad de la redacción. La vio entrar y la saludó. Gwen fue sorteando mesas hasta llegar a la de su amiga y se sentó en una silla junto a su escritorio.

—¿Qué te pasa, cariño? —le preguntó Lavinia—. No tienes muy buen aspecto.

—No me extraña —repuso con una sonrisa Gwen.

A pesar de la rápida ducha que se había dado en su casa, aún se sentía sucia. Estaba por fin asumiendo lo que le había ocurrido. Había estado a punto de perder la vida.

—Has tenido un mal día, ¿no? —murmuró Lavinia mientras le ofrecía un cigarrillo—. Toma uno, cariño, te calmará los nervios.

—Gracias, Lavinia, pero ya sabes que no fumo.

—Peor para ti —repuso su amiga mientras encendía un pitillo—. Bueno, cuéntame, ¿dónde has estado todo el día? Ya empezaba a preocuparme.

—Sabes que fui hasta el muelle...

—Sí, aunque Spellman te aconsejó que no lo hicieras y trató de convencerte para que te ocuparas de otros asuntos.

—Lo sé, pero es que las páginas de sociedad son tu mundo, Lavinia, no el mío.

—Ya, lo que quieres decir es que eres demasiado buena para hacer esa sección. No te preocupes, no me ofendes. Reconozco que son noticias muy aburridas, incluso para una anciana como yo.

—Nadie lo hace mejor que tú, Lavinia.

—Claro, claro —repuso la mujer mientras apuraba su cigarrillo—. Bueno, dime, ¿cómo te fue? —Mi informador no apareció, pero creo que he encontrado otra pista.

—Cuéntame.

No había podido dejar de pensar en Black desde que saliera del almacén donde vivía. —Ya veremos si me sirve de algo... —Lo que quieres decir es que no me vas a contar nada, ¿verdad? —No te lo tomes a mal, Lavinia. Es en Hewitt en quien no confío. —¿Sigues pensando que puedes lograr una exclusiva?

—Voy a dejarme la piel por conseguirla.

—Eso si Spellman no te despide antes de que lo logres —añadió Lavinia con una media sonrisa—. Muy bien, no me digas nada, ya lo averiguaré a su tiempo.

—Así será, Lavinia —le dijo Gwen mientras se ponía en pie—. Tengo trabajo que hacer, pero a ver si podemos comer juntas un día de éstos, ¿de acuerdo?

—Cuando te venga bien, querida.

Fue hasta su mesa, que estaba tan desordenada y llena de cosas como la de cualquiera de los hombres. Sólo había una pequeña esquina que permanecía siempre impoluta, donde tenía una fotografía enmarcada de Eamon Murphy.

Dejó su bolso sobre un montón de papeles y se sentó en su silla mientras comenzaba a leer los titulares de la última edición de su periódico. Hablaban de nuevo sobre el juicio de Ross Kavanagh. Sacudió la cabeza con decepción. Su padre siempre le había dicho que Kavanagh era uno de los pocos policías de Nueva York que no se había dejado corromper por las mafias. Gwen creía que lo estaban tratando muy injustamente y que alguien debía de haberle tendido una trampa para incriminarlo en el asesinato de la amante del concejal Hinckley. E imaginaba que lo habían hecho porque se negaba a dejar que lo manejaran los corruptos.

Pero no podía hacer nada al respecto, sólo podía rezar para que resultara absuelto de los cargos. Apartó el periódico y se dejó caer sobre el respaldo de la silla. Abrió el cajón de su escritorio. Dentro estaban los recortes de periódico de su padre, artículos y notas que había guardado con mucho cuidado mientras trabajó en ese periódico. Miró a su alrededor, sacó del cajón una carpeta y la abrió sobre su regazo para no llamar la atención de nadie.

Los recortes comenzaban ya a amarillear. La historia en cuestión había aparecido enterrada en las últimas páginas de la edición del cinco de junio de 1924. Un hombre había llegado por sus propios medios a un hospital con graves heridas y murmurando algo sobre unos locos que se dedicaban a beber sangre. No tardó mucho en morir. Nadie se había molestado en investigar las acusaciones del hombre.

El resto de los artículos y recortes que su padre había estado coleccionando contaban historias similares. La mayoría hablaba de extraños asesinatos atribuidos a alguna banda de gánsters. Los testimonios de los testigos que habían visto u oído algo eran tan increíbles que nadie los había dado por buenos.

Los artículos, recortados de distintos periódicos de la ciudad, no habrían llamado la atención de la gente que desconocía el interés que su padre tenía en ese tema.

Pero sus compañeros de El Centinela no tardaron en sospechar que a Eamon Murphy le pasaba algo. Parecía haber perdido habilidad como periodista. Estaba siempre distraído, entregaba tarde los artículos y pasaba horas estudiando papeles que no dejaba que nadie viera. Spellman llegó a reunirse con él para tratar de hacerle ver lo que estaba pasando, pero no sirvió de nada. Eamon Murphy estaba obsesionado.

Podía oír sus palabras como si se las estuviera diciendo en esos instantes.

—Si me pasa algo, no dejes que las obsesiones de tu viejo padre destruyan tu carrera antes de empezar —le había dicho una vez—. Encuentra tus propias historias, Gwen. Eres una buena periodista. Mejor de lo que he sido yo. Estás haciendo algo con lo que siempre has soñado.

Su padre había estado en lo cierto. Había querido ser reportera desde que cumpliera los catorce, cuando Eamon la había llevado a visitar la redacción de El Centinela. Entonces no había visto ni una sola mujer reportera, pero no le preocupó que fuera así. Había ido a la universidad para prepararse. Después, mientras buscaba trabajo en todos los periódicos de la ciudad, había pasado mucho tiempo escribiendo artículos en su Remington de segunda mano.

Nadie había querido contratarla. Pero su padre se empeñó en que cumpliera su sueño y, dos semanas después de su muerte, Spellman le ofreció un empleo como reportera en prácticas. Sólo le encargaban los trabajos que los hombres de la redacción consideraban demasiado insignificantes para ellos, pero no le importó. Se agarró a los recuerdos de su padre y a la confianza que había depositado siempre en ella. Trabajó entonces sin descanso, esforzándose al máximo y observando a todos para aprender.

Cuando aparecieron los tres cadáveres a la orilla del río, sin una gota de sangre en sus cuerpos, recordó los artículos de su padre y decidió estudiarlos de nuevo.

«Lo siento, papá, pero no puedo dejarlo pasar. Si fue importante para ti, también lo es para mí y descubriré la verdad», se dijo.

—Veo que ya ha vuelto del centro de belleza, señorita Murphy. La atronadora voz de Hewitt la devolvió a la realidad. Se giró hacia él y le sonrió dulcemente. —Y veo que usted ha vuelto a la Edad Media, señor Hewitt.

—Muy graciosa, Murphy —le dijo mientras echaba un vistazo a sus papeles—. ¿Qué está haciendo? ¿Estudiando las extravagantes teorías de su padre?

Cerró la carpeta y la metió deprisa en el cajón.

—Puede meterse conmigo todo lo que quiera, señor Hewitt, pero haga el favor de dejar a mi padre en paz. —Cálmese, señorita. Respetaba mucho a su padre. —Claro que sí —repuso ella con ironía—. Hasta que encontró la manera de traicionarlo.

—Esa acusación no viene a cuento. Creo que su actitud está fuera de lugar, señorita Murphy. Veo que se ha contagiado de las malas formas de sus compañeros. Supongo que es algo inevitable cuando una mujer intenta competir en este mundo de hombres.

—No lo considero rival para mí, Hewitt —le dijo ella.

—Puede seguir haciéndose todas las ilusiones que quiera —repuso—. Pero que no se le olvide lo que le ha ordenado Spellman, no meta las narices en mi artículo.

Se alejó sin darle la oportunidad de replicar. Estaba furiosa, pero sabía que no le serviría de nada perder los papeles. Hewitt la habría acusado de comportarse como una histérica y habría aprovechado para meterse con ella sólo por ser mujer. Estaba empeñada en demostrarle de lo que era capaz y decidió que lo mejor que podía hacer era mantener la cabeza fría.

Tomó la foto de su padre y la miró con cariño.

Su padre solía decirle que era un trabajo muy duro, incluso para un hombre. Había vaticinado que en algunos momentos le entrarían ganas de tirar la toalla y dejar ese trabajo. Pero él siempre había confiado en sus posibilidades y en que algún día encontraría a alguien capaz de ver cuánto valía. Su padre no quería que se conformara con menos de lo que merecía.

Su padre le había dado a Mitch el visto bueno con algunas reservas al ver que empezaba a mostrar interés en ella. El joven había empezado a trabajar en el periódico un año antes de la muerte de Eamon.

Dejó el marco sobre la mesa. Casi se le había olvidado que Mitch había prometido invitarla a cenar al día siguiente. No estaba demasiado ilusionada, seguía sintiendo lo mismo por él. Mitch era un buen amigo, pero no estaba lista para casarse con un hombre al que sabía que no amaba.

Suspiró y comenzó a trabajar en los insignificantes artículos que Spellman le había encargado. Se iba a esforzar al máximo con cada uno de esos temas, como hacía siempre; no pensaba darles ningún motivo para que la echaran de allí. Y, cuando por fin sus investigaciones dieran fruto y consiguiera probar las sospechas de su padre, tendrían finalmente que dar su brazo a torcer y reconocer que estaba preparada para trabajar y competir en ese mundo de hombres.

Había decidido visitar a Dorian Black al día siguiente. No sabía por qué, pero tenía muchas ganas de volver a verlo. Aunque no tuviera información que la ayudara a resolver el asesinato, su instinto periodístico le decía que su historia era digna de ser contada.

En cuanto a los bruscos cambios de humor que parecían afectar a Black, decidió que intentaría evitarlos cuidando mucho cómo lo trataba.

El cinturón golpeó una vez más la espalda de Sammael. Ya llevaba veinte latigazos y su piel protestaba, pero le gustaba sentir el profundo dolor. Levantó los brazos y volvió a golpearse.

«Perdona mi insensatez y mi orgullo. Me has enviado una prueba y he fracasado. Permíteme ganarme de nuevo mi puesto», rezaba sin parar.

Contó otros nueve latigazos y tiró después el cinturón. Le dolían las manos, pero sobre todo la espalda. Era como si estuviera en llamas. Creía que sólo conseguiría redimir su culpa mediante el castigo, el dolor y la sangre. Se levantó lentamente y fue hasta el lavabo de su pequeña celda para refrescarse la cara. No hizo nada con su espalda. Sabía que por la mañana ya no tendría costras ni cicatrices.

Al día siguiente, todo empezaría de nuevo.

Se puso la camisa y se sentó a su escritorio. El libro estaba abierto frente a él, listo para que siguiera corrigiéndolo. Estaba a punto de tomar su estilográfica para escribir cuando alguien llamó a la puerta.

—Pase —repuso.

Entró un guardia joven y fuerte. Todos los nuevos eran igual y todos mostraban lealtad hacia él y hacia el sínodo. El guardia lo saludó inclinando la cabeza y esperando sus órdenes.

—Tenemos más información sobre la mujer —le dijo el joven—. La han visto cerca del río con un antiguo guardia de Raoul.

—¿En serio? —repuso Sammael con interés—. ¿De quién se trata?

—De Dorian Black, señor.

—Lo recuerdo. ¿Y cómo ha conocido a la señorita Murphy? —Nuestros contactos nos dijeron que la sacó del río cuando estaba a punto de ahogarse.

—¿Qué es lo que pasó?

—Fue atacada en el muelle por un grupo de jóvenes que la lanzaron al agua. Sammael sacudió ligeramente la cabeza. —El Señor dijo que los humanos heredarían la Tierra, a pesar de lo indignos que puedan parecernos —comentó mientras tomaba la pluma y jugaba con ella—. No pensé que alguien como Dorian Black quisiera relacionarse con un humano.

—La llevó a su caseta y la señorita Murphy se fue horas después totalmente ilesa.

—¿No la convirtió?

—Tuvo tiempo suficiente para hacerlo, pero era de día cuando se fue la mujer.

—Entiendo —asintió Sammael—. Si Black se limita a permanecer aislado de todo, no nos interesa lo que haga o deje de hacer, pero si vuelve a encontrarse con la joven...

—De acuerdo, señor. —¿Y qué hay de la investigación sobre la señorita Murphy?

—Parece que no ha conseguido progresar demasiado —le contó el guardia—. Creemos que acudió al muelle para encontrarse con alguien que tenía que darle alguna información, pero esa persona no apareció.

—Puede que, como su padre, ella tampoco consiga averiguar nada, pero creo que ha llegado el momento de visitar de nuevo su piso. Cabe la posibilidad de que se nos pasara algo por alto la primera vez. Y tome todas las precauciones necesarias, no queremos que sospeche nada.

—Como ordene, señor —repuso el guardia inclinando la cabeza y saliendo del cuarto. Sammael se concentró de nuevo en el libro. Empezaba a dolerle la cabeza.

La señorita Murphy no era una gran preocupación y Hewitt tampoco, pero habían cometido el error de dejar los cadáveres a la vista en un estado demasiado sospechoso. También había fracasado en su tarea de guardar y conservar intacto el libro original, por eso lo había terminado perdiendo. Aadon había muerto, pero aún no había encontrado el libro. Tenía que recuperarlo para que los humanos y civiles de Pax no tomaran el camino equivocado.

«No pueden dudar, debo conseguir que no duden nunca», se repitió.

Acarició delicadamente las frágiles páginas. Más de la mitad del texto de Micah ya había sido tachado y sustituido por las palabras que había recibido él mismo en sus visiones. Sólo necesitaba algunas semanas más para terminar su trabajo.