Más fuerte que la sangre - Susan Krinard - E-Book
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Más fuerte que la sangre E-Book

Susan Krinard

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Beschreibung

Terminada la Gran Guerra, Gillian Maitland debía casarse con un hombre lobo elegido cuidadosamente por su padre para preservar así la pureza de su linaje. Pero aún no había conseguido olvidarse de Ross Kavanagh, el americano que había conseguido despertar en ella una pasión prohibida y desconocida hasta ese momento. Y, cuando Ross reapareció inesperadamente en su vida, comprobó que ya no era el joven que ella recordaba, sino un ex agente de policía con un oscuro secreto. Ross Kavanagh, tras descubrir que tenía un hijo con Gillian del que no sabía nada, decidió que debía demostrarle su valía, a pesar de no ser un hombre lobo de pura raza como ella. Pero una misteriosa serie de asesinatos lo apuntaba a él como presunto culpable y se vio obligado a elegir entre su sentido de la obligación y el deseo. Gillian sabía que no le convenía dejar que Ross entrara de nuevo en su vida, pero la pasión que los había unido en el pasado regresó con más fuerza que nunca.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2008 Susan Krinard. Todos los derechos reservados. MÁS FUERTE QUE LA SANGRE, Nº 18 - diciembre 2010 Título original: Come the Night Publicada originalmente por HQN™ Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9451-7 Editor responsable: Luis Pugni E-pub x Publidisa

Inhalt

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Capítulo Veintidós

Capítulo Veintitrés

Capítulo Veinticuatro

Capítulo Veinticinco

Capítulo Veintiséis

Capítulo Veintisiete

Capítulo Veintiocho

Capítulo Veintinueve

Capítulo Treinta

Contraportada

Prólogo

Cumbria, Inglaterra, 1910

—¡Transfórmate! ¡Maldita seas, transfórmate de una vez!

La voz de su padre no era más que un susurro, pero a Gillian le daba la impresión de que estaba gritándole. Se enroscó aún más en sí misma y trató de concentrarse con todas sus fuerzas.

«Vamos, tengo que transformarme, he de hacerlo...», se dijo.

Pero su cuerpo se resistía. Sabía que su padre iba a enfadarse aún más, no era la primera vez que le echaba en cara que fuera tan atrasada en comparación con los hijos de otros hombres lobo.

—No te esfuerzas —le dijo él entonces—. Estoy harto de que no cumplas con tus responsabilidades, no pienso aguantarlo más. Harás lo que te diga aunque tenga que convencerte a palos.

A Gillian no le costó creer sus amenazas. Su padre solía hacer uso del cinturón a menudo por infracciones mucho menos importantes que aquélla. Aun así, soñaba con ganarse su respeto y admiración.

«He de transformarme, vamos», se repitió.

Apretó con tanta fuerza los ojos que comenzó a ver pequeñas luces blancas danzando en sus párpados. Sus músculos se retorcían de dolor. No podía dejar de pensar en lo maravilloso que sería convertirse en lobo. Creía que el mundo sería entonces un lugar distinto y perfecto.

Y por fin podría ser como los demás.

Dejó que su mente se quedara en blanco y que su cuerpo se relajara. Aflojó brazos y piernas. Aún podía oír la voz de su padre, pero parecía llegarle desde algún lugar muy lejano. Sintió algo fluir en su interior como un rayo de luz en estado líquido.

Fue entonces cuando comenzó la transformación sin que ella pudiera hacer nada para controlarla. Había creído que sería un proceso doloroso, pero no fue así. No le pareció algo extraño ni difícil, era completamente natural. Sintió que dejaba de ser una niña de catorce años, ni demasiado lista ni demasiado guapa, según las propias palabras de su padre. Y se vio de pronto a cuatro patas y sumergida en un mundo lleno de olores y sonidos nuevos.

Se enderezó y sacudió su maravilloso pelo dorado. Sabía que su padre estaría orgulloso de ella. Lo miró esperanzada.

Su padre sonreía y se sintió feliz y muy aliviada. Pegó un saltó ayudándose de sus poderosas patas traseras, se giró en el aire y aterrizó suavemente en el suelo. Sus músculos eran fuertes, ágiles y flexibles. Miró el bosque que se extendía en la parte de atrás de la casa, deseaba salir corriendo hacia allí y disfrutar de su nueva forma. Pero no era el momento.

—Bueno, ya es suficiente —le dijo su padre—. Tengo asuntos pendientes.

Cuando se transformó de nuevo en humana, su padre ya había entrado en casa. Sintió el frío de la mañana contra su piel desnuda y se vistió rápidamente, poniéndose el vestido que había dejado sobre un banco. Volvía a ser la misma Gillian de siempre, delgada, sosa y torpe.

Lamentó haberse hecho ilusiones. No podía esperar una celebración por haber sido capaz de transformarse como lo hacía cualquier hombre lobo, no era un día especial.

Se calzó y fue a su dormitorio. Lo único que le consolaba era pensar que su padre ya no la obligaría a ocupar la habitación donde había pasado su infancia. Después de todo, acababa de demostrarle que ya era una mujer.

Una mujer cuyo futuro ya había sido decidido.

Se dejó caer en su cama y se cubrió la cara con las manos. —¿Gillian? ¿Estás bien? Abrió los ojos de repente. Hugh estaba a su lado y parecía preocupado. Se incorporó y forzó una sonrisa.

—Claro que estoy bien. ¡He conseguido transformarme!

Hugh la miró con sorpresa.

—¿De verdad, Gillian? ¿Cómo fue?

—Maravilloso —mintió.

No podía quitarse de la cabeza el desprecio con el que su padre se había marchado de su lado, destruyendo el breve momento de felicidad.

—Ahora que eres una adulta, ya no querrás jugar conmigo.

—No digas tonterías —le dijo mientras lo abrazaba—. No me voy a ninguna parte y no va a cambiar nada.

Hugh dejó que lo abrazara un poco más, y después se enderezó para dejarle claro que también se estaba haciendo mayor y no necesitaba tantos mimos. Sabía que para él todo sería más fácil. Siempre había sido el favorito de su padre.

—Queda poco para que empiecen las lecciones, así que ¿quieres aprovechar para salir a jugar un rato con la pelota? —le preguntó ella.

Hugh sonrió y salió corriendo de la habitación. Gillian sonrió al escuchar el golpe de sus pisadas en la escalera. Si su padre llegaba a reñirlo por algo, sería por lo ruidoso que era. Pero, cuando sir Averil Maitland estaba ensimismado en sus asuntos, nada ni nadie podía distraerlo.

Gillian bajó también las escaleras y se puso a jugar con Hugh en el césped. Recordó entonces que había quedado con Ethan esa noche después de la cena, cuando su padre estuviera leyendo en su despacho.

Ethan era humano y no podía entender muchas cosas. Pero ella le había contado lo que eran y su amigo no tenía ningún miedo. Sabía que la escucharía pacientemente, como hacía siempre, y eso haría que se sintiera un poco mejor.

Oyeron la campana y Hugh suspiró. Era la señora Beattie avisándolos de que comenzaban las lecciones. No podrían volver a jugar en todo el día.

Nada había cambiado. Pero sabía que su padre empezaría a pensar en un pretendiente para ella. Trataría de encontrar sin duda un hombre lobo de pura raza.

Miró de nuevo hacia el bosque. Por mucho que soñara con ella, sabía que la libertad no tenía cabida en su vida.

Capítulo Uno

Nueva York, julio de 1927

Ross Kavanagh se quedó mirando embelesado la botella de whisky que tenía frente a él y se preguntó cuánto más necesitaría para emborracharse por completo. Nunca había sido un bebedor, pero todo había cambiado desde que lo echaran de la policía.

No le había parecido que tuviera demasiado sentido beber. Aunque sólo una cuarta parte de él era hombre lobo, también le costaba emborracharse. Además, no había tenido penas que olvidar hasta aquel momento.

Había sido moderadamente feliz y había estado satisfecho con su vida. Y era algo de lo que no había sido consciente hasta que le arrebataron todo lo que le importaba.

Se había acostumbrado a vivir para su trabajo. Los colegas de la comisaría eran casi sus únicos amigos y, al final del día, se iba satisfecho a casa sabiendo que Nueva York era un lugar un poco más seguro gracias a su trabajo. Pero lo había perdido todo y no iba a poder recuperarlo nunca. Levantó la botella y bebió un trago más. El whisky era muy amargo, pero se terminó todo el licor sin respirar.

Pensó en vestirse y salir a comprar otro par de botellas. Sabía que Ed Bower tendría escondido todo tipo de alcohol tras su mostrador, disponible para todo el que supiera qué pedir. Sabía que era ilegal, pero había dejado de creer en las leyes.

En las leyes y en todo lo demás.

Se pasó la mano por la cara. Llevaba días sin afeitarse. Se levantó del sofá y fue hasta el baño. Se miró en el espejo y vio que parecía haber envejecido diez años en sólo un par de semanas. Tenía unas profundas ojeras y le habían salido canas en las sienes. Se preguntó si sus padres serían capaces de reconocerlo si regresara a Arizona.

Pero no iba a hacerlo, eso sería como admitir su derrota y no estaba preparado aún para ello.

Pensó que quizá se decidiera a cambiar de actitud al día siguiente. Podría dejar de beber y tratar de encontrar al tipo que había arruinado su vida, al hombre que no había pagado por su crimen.

Le costaba trabajo pensar en vestirse, asearse y salir a la calle para buscar trabajo. Tenía que recuperar su vida, pero no sabía por dónde empezar. Los policías con los que había trabajado durante doce años no le dirigían la palabra, y los gánsters contra los que había luchado se mofarían de él.

Alguien llamó a la puerta y el sonido lo devolvió a la realidad. No sabía quién podría ser, no le quedaban muchos amigos. Allie y Griffin seguían en Europa y ellos eran los únicos que lo visitarían a esas horas.

Pensó por un momento que quizá fuera el comisario para decirle que habían capturado al culpable y que quería devolverle su puesto de trabajo.

Se rió con amargura. No podía creer que siguiera haciéndose ilusiones. Volvieron a llamar a la puerta y, de mala gana, se puso la camisa y fue a abrir.

Era un hombre vestido con un elegante traje y brillantes zapatos. No lo conocía de nada. Era apuesto y de aspecto muy cuidado. Parecía alguien con dinero y educación.

—¿Señor Kavanagh? —preguntó el hombre, con marcado acento británico.

—El mismo —repuso Ross.

—Me llamo Ethan Warbrick —le explicó el hombre—. Tengo algo muy importante que tratar con usted, señor Kavanagh.

—¿De qué se trata?

—Es algo de lo que preferiría no tener que hablar aquí en el descansillo.

Ross dio un paso atrás y dejó que entrara en su apartamento. El inglés miró a su alrededor con cierta altanería y Ross decidió no sugerirle que se sentara.

—Muy bien, ¿qué es lo que quiere?

—Iré al grano, señor Kavanagh —le dijo el señor Warbrick—. He venido a verlo de parte de una persona con la que usted tuvo cierta amistad en Inglaterra durante los años de la guerra. Ella me ha pedido que lo localice para advertirle que recibirá pronto una inesperada visita.

Tardó algún tiempo en entender las palabras del inglés y, cuando lo hizo, le costó creer que pudiera estar hablándole de aquella persona.

Pero si se trataba de una mujer, de Inglaterra y de la guerra, sólo podía estar refiriéndose a Gillian Maitland, la joven de la que se había creído enamorado, pero de eso habían pasado ya doce años. La misma mujer que lo había dejado plantado en una acera de Londres con la sensación de que acababan de arrancarle el corazón.

—Lo siento —repuso Ross yendo hacia la puerta—. No estoy interesado. —Creo que debería escuchar lo que voy a decirle, señor Kavanagh.

—No tengo mucho tiempo.

—No me andaré con rodeos. La señora Delvaux, a la que usted conoció como Gillian Maitland, cree que su hijo llegará a Nueva York muy pronto. Ross le dio la espalda al inglés. Había estado en lo cierto, se trataba de Gillian. —¿Y por qué me lo cuenta? ¿Qué tiene que ver su hijo conmigo?

—El joven piensa que usted es su padre.

Sintió que todo le daba vueltas.

—¿Qu-qué ha dicho?

—El joven Tobias cree que usted es su padre. Se metió de polizón en un barco que venía hacia América y pensamos que su intención era venir a verlo a usted. Tardó algún tiempo en conseguir que el mundo dejara de girar a su alrededor.

—¿Qué edad tiene? —preguntó con voz ronca.

—Once años. La señora Delvaux me ha encargado que lo intercepte y lo mande de vuelta a casa.

Tenía una presión en el pecho que no podía quitarse de encima.

—¿Es mi hijo?

Warbrick tardó unos segundos en responder, demasiado tiempo.

—La señora Delvaux se casó con un caballero belga poco después de trabajar como voluntaria en Londres. Tobias nació nueve meses más tarde.

Estaba casada. Le había llamado la atención que ese hombre describiera a su marido como un caballero. Aquel detalle era el que le había faltado a él. Y también que no fuera un hombre lobo de pura raza como ella.

Warbrick, en cambio, era humano. A Ross no se le daba tan bien como a otros adivinar quién era hombre lobo y quién no, pero tenía bastante intuición con las personas.

Si Gillian había enviado a aquel hombre para que buscara a su hijo, debía de ser alguien de confianza y que, por tanto, sabría que los hombres lobo existían. Después de todo, eran muchos los humanos que lo sabían.

—¿De qué conoce a Gillian? —le preguntó.

—Eso no es asunto suyo, señor Kavanagh, pero la verdad es que somos vecinos y la conozco desde hace mucho tiempo.

—¿Y dónde está el señor Delvaux?

—Murió en la guerra, poco después de que se casaran.

Ross soltó el aire que había estado conteniendo. Gillian era viuda y no había vuelto a casarse. No sabía por qué esa información lo cambiaba todo. Se dijo que no debería importarle en absoluto, pero no pudo evitarlo.

Lo que no podía pasar por alto era lo del joven Tobias. Se acercó con paso decisivo al hombre y lo agarró por las solapas.

—Es mi hijo, ¿verdad?

Le sorprendió que el hombre no se inmutara. Su rostro no perdió la calma.

—Antes o después, voy a saberlo —le recordó—. Así que será mejor que me lo diga cuanto antes y no perdamos ninguno de los dos más tiempo.

Warbrick se quedó unos segundos en silencio, valorando sin duda si le merecía la pena arriesgarse a tener que pelear con él.

—De acuerdo —dijo por fin—. Sí, es su hijo. Y ahora, suélteme, por favor.

Ross hizo lo que le pedía.

—Tobias es su hijo, pero eso no cambia nada —le dijo Warbrick—. No lo conoce de nada y ni siquiera sabía de usted hasta hace un par de semanas.

—¿Qué pasó entonces?

—Fue algo completamente accidental, se lo aseguro.

—¿Y decidió venir solo a Nueva York?

—Es un joven muy precoz, pero sigue siendo un niño. Y a usted no puede interesarle un niño al que ni siquiera conoce.

Ross dio un paso atrás al oírlo. Lamentó haber bebido demasiado aquella mañana. El alcohol no lo dejaba pensar con claridad. Pero Warbrick estaba en lo cierto. Aunque el chico fuera su hijo, no lo conocía.

Gillian se había asegurado durante años de mantenerlo en la oscuridad. Podría haberle escrito para contárselo, pero no se había molestado. En vez de decirle la verdad, se había casado con ese tal Delvaux y le había hecho creer al mundo que el niño era de aquel belga.

Estaba furioso y sabía que no le costaría mucho dejar que su ira aflorara sin control alguno.

—Así que la señora Delvaux le pidió que me encontrara para asegurarse de que le enviaba de vuelta al niño en cuanto apareciera en mi puerta, ¿no?

—Eso es.

—¿Y cómo cree que el niño va a conseguir encontrarme?

—De la misma manera que lo hice yo. Sabe que usted era policía.

Ross se dio cuenta de que había usado el tiempo pasado. Estaba muy bien informado, y eso le sorprendió.

—¿Y supo todo eso por accidente?

—Eso no importa, señor Kavanagh. La señora Delvaux le estará muy agradecida por su servicio. Me indicó que le ofreciera una generosa suma de dinero para agradecerle su cooperación.

Ross no podía creer que estuviera intentando comprarlo. —¿Por qué no ha venido ella misma? Si tan preocupada está...

—Sabe que llevo un año viviendo en Nueva York, así que no era necesario que hiciera el viaje en persona —le dijo Warbrick—. Me ha autorizado para que le ofrezca este cheque por mil dólares en cuanto el niño esté a salvo bajo mi custodia. Y, aunque lo localice yo antes, recibirá este dinero en agradecimiento por su...

—¡Fuera de aquí!

—¿Cómo?

—Ya me ha oído —le dijo mientras agarraba al inglés por el hombro y lo llevaba hasta la puerta—. Puede decirle a la señora Delvaux que no necesito su dinero.

—Está cometiendo un grave error —replicó Warbrick fuera de sí—. Si es necesario, informaré a la policía...

—Buena idea —le dijo Ross—. Cuidado con las escaleras, no vaya a caerse.

Se quedó esperando en la puerta hasta que oyó que el inglés salía del edificio. Le temblaban las manos. Entró de nuevo en su apartamento y cerró por dentro.

No podía creerlo. Había pasado once años sin saber que tenía un hijo. Gillian no se había molestado en decírselo en todo ese tiempo y lo hacía en ese momento sólo por necesidad. Sabía que había sido un imbécil al enamorarse de una mujer como ella. Era de otra clase social, de pura raza, y lo veía a él como alguien a quien podía manejar de esa forma.

No estaba dispuesto a permitir que siguiera jugando con él, decidió que tenía que despejar su mente para pensar con claridad.

Esperaba que Warbrick diera con el joven antes de que lo encontrara a él. Sería lo mejor para todos. Así podría seguir bebiendo y tratando de olvidar.

Fue al cuarto de baño y se echó agua en la cara. Cuando consiguió despejarse un poco, se duchó y se afeitó. Estaba poniéndose una camisa limpia cuando sonó el teléfono.

—¿Kavanagh? —preguntó alguien cuando contestó.

Reconoció la voz al instante. Era Art Bowen, uno de los agentes que siguió apoyándolo hasta el final cuando el resto lo dejó plantado. Pero también Bowen había terminado por abandonarlo; nadie quería arriesgar su carrera dejando que lo vieran con un sospechoso de asesinato.

—Hola, Art —repuso—. ¿Cómo estás? El agente se quedó callado unos segundos antes de hablar, parecía muy incómodo. —Escucha, Ross. Tienes que venir a la comisaría ahora mismo.

Ross se quedó sin aliento. Pensó que habrían encontrado al verdadero asesino, que ya sabían que era inocente y que su pesadilla estaba a punto de terminar.

—Hay alguien aquí que te está buscando —le dijo Art—. Dice que es inglés.

Una vez más, el mundo comenzó a tambalearse a su alrededor.

—¿Quién es?

—Se llama Tobias Delvaux y dice... Dice que es tu hijo.

Ethan le dio al taxista la dirección de su hotel y le prometió una generosa propina si se daba prisa.

No terminaba de creerlo, pero Kavanagh había estado a punto de hacerle perder los nervios. Teniendo en cuenta las difíciles circunstancias personales del policía, nunca hubiera imaginado encontrarse con tanta hostilidad ni que se negara a aceptar el cheque. Sabía que ese hombre acababa de perderlo todo y que no tenía trabajo. No entendía por qué había rechazado la ayuda económica.

Lamentaba haberle hecho saber que Tobias era su hijo, pero la tentación de ver la cara del americano al saberlo había podido con él.

Le había gustado ver la sorpresa de Kavanagh al saber que Gillian le había ocultado la existencia del niño durante once años. Había sido la única nota positiva de la visita.

No sabía si Kavanagh se había enfurecido al saber que Gillian lo había engañado o si había algo más detrás de esa reacción. Y no podía arriesgarse a que aquel hombre fuera un problema.

El taxi llegó a su hotel al tiempo que decidía qué hacer al respecto.

La secretaria de Bianchi le dijo que su jefe estaba de vacaciones. Cuando Ethan la presionó un poco más, acabó confesándole dónde estaba, pero le dejó muy claro que al gánster no le gustaba que nadie lo molestara cuando se iba a las montañas de Catskills.

No le hizo caso. Bianchi había conseguido mucho dinero gracias a algunas buenas inversiones en Estados Unidos y otros negocios menos legales. Él lo había ayudado a pagar a los mejores abogados la última vez que fue juzgado, y el gánster le debía un gran favor. Además, lo que iba a pedirle no sería difícil de conseguir para alguien con su poder. Creía que era algo peligroso salir de la ciudad en esos momentos, pero había contratado a unos cuantos hombres para que buscaran a Tobias. También había comprado a varios agentes de policía. Y, si algo le pasaba al niño, la tragedia podría acabar viniéndole bien. Llamó al recepcionista para que le preparara un coche e hizo su maleta.

Ross sintió que estaba dentro de una de sus pesadillas al entrar en la comisaría de nuevo. Aunque todo parecía normal, todo había cambiado. Un par de compañeros se sobresaltaron al verlo entrar, pero no tardaron en apartar la vista e ignorar por completo su presencia.

Le pasó con todos los agentes que se encontró hasta llegar al mostrador. El joven que estaba detrás lo miró con el ceño fruncido, y después fingió estar demasiado ocupado para atenderlo.

—Vengo a ver a Art Bowen —le anunció Ross. El agente siguió ignorándolo y Ross se acercó más a él. —Me está esperando. Sea bueno y dígale que estoy aquí, por favor.

El joven no pudo seguir fingiendo que no estaba allí y avisó por teléfono a su compañero. Bowen apareció en el vestíbulo pocos minutos después.

—Vayamos a un sitio más tranquilo —sugirió el policía.

Ross asintió y lo siguió hasta una de las salas de interrogatorios. Entraron y Art cerró la puerta por dentro. Sentado a la mesa estaba un niño bastante menudo. Se puso en pie en cuanto los vio entrar. Los dos se quedaron mirándose a los ojos con fascinación.

Lo primero que le llamó la atención fue ver cuánto se parecía a su madre. Tenía aspecto inteligente y delicado. Y los mismos ojos marrones y pelo castaño de su madre.

Tenía su propio olor, pero percibió notas que le resultaban muy familiares.

—¿Es tu hijo, Ross? —le preguntó Art.

Trató de encontrar algo que le recordara a él mismo. Quizá su barbilla o sus finos labios... —¿Cómo está, señor? —lo saludó el joven con educación.

Tenía el mismo acento británico y aristócrata del señor Warbrick. Parecía algo nervioso, sólo era un niño, pero su voz mostraba firmeza. No tenía miedo.

—Hola, Tobias —le dijo él con voz temblorosa.

—Preferiría que me llamara Toby, si no le importa.

—Bueno, parece que no te sorprende verlo —intervino Art—. No sabía que tuvieras hijos. Ross no supo qué contestar. —¿Qué es lo que te ha contado? —No mucho. Que ha venido desde Inglaterra para verte. Y parece que ha venido solo.

—Es cierto —repuso Toby con orgullo—. ¿Estoy detenido? Ross no pudo evitar echarse a reír. —¿Qué es lo que le has contado, Art? —Nada —repuso el agente—. Hice algunas llamadas y no aparece su nombre en el listado de pasajeros de ningún barco.

Warbrick le había dicho que se había colado en uno como polizón. Ross tenía treinta y un años, pero se sintió en ese momento mucho más viejo. Se agachó para mirar al niño a los ojos.

«Es mi hijo», se dijo.

Se dio cuenta de que la mejor manera de enfrentarse a aquella situación era tratándola como un caso más.

—Toby, tengo que hacerte algunas preguntas y espero que seas sincero —le dijo.

—Por supuesto, papá.

Ross se quedó sin aliento al oír esa palabra.

—¿De verdad has venido solo desde Inglaterra?

—Sí, pero no me metí en ningún lío, ni siquiera me encontraron. —¿No le dijiste a nadie que venías? —No —repuso el chico mientras bajaba la mirada. —¿Cuánto tiempo llevas en Nueva York? —Unos días... —repuso algo cabizbajo—. Creo que alguien me ha estado siguiendo —susurró mientras se acercaba más a él—. Así que me escondí hasta que me libré de ellos.

—¿Quién te seguía?

—No lo sé, a lo mejor eran gánsters.

—No creo que fueran gánsters, Toby. Pero, si pensabas que estabas en peligro, deberías haber venido antes a la comisaría.

—Es que a lo mejor era la policía la que me seguía — susurró mientras miraba a Art de reojo—. Vine porque era la única pista que tenía para encontrarte.

De repente, le sonrió. El gesto cambió por completo su rostro, que se iluminó. Ross recordó que a Gillian le ocurría lo mismo.

—Estaba seguro de que vendrías a buscarme —añadió el chico.

—Muy bien —repuso Ross—. Tengo que hablar a solas con Art. Espéranos aquí.

—No sabías nada de él, ¿verdad? —le preguntó Art en cuanto salieron al pasillo.

—Lo he sabido esta mañana.

—La guerra, ¿no?

—Algo así —repuso él.

—¿Te fue a ver Warbrick? —le preguntó Art.

—¿Tú también has hablado con él?

—Sí. Vino hoy a primera hora. Quería hablar con el jefe, pero tuve que atenderlo yo. Nos pidió que lo avisáramos si aparecía el niño. Nos dijo que se había escapado y que cabía la posibilidad de que se personara en la comisaría.

—¿Te dijo por qué?

—Lo supuse después de que me pidiera tu dirección. Me dijo que el niño pensaba que tú eras su padre, pero que no era así. Me amenazó con quejarse a las autoridades competentes si no colaborábamos con él —le contó Art con desagrado—. Me pareció un imbécil.

—Vino a mi casa contándome lo mismo —le dijo él—. Tuve que echarlo.

—Decidí no hacerle caso, por eso te llamé a ti cuando apareció el chico.

—Gracias, Art. Te debo una.

—Te lo vas a llevar, ¿verdad?

Sabía que lo mejor que podía hacer era entregarle el niño a Warbrick, pero no era tan fácil. No podía olvidar que era el hijo de Gillian. Y su propio hijo.

—Sí, me lo llevo —repuso poco después.

—Muy bien. Entonces será mejor que salgáis por la puerta de atrás.

Se le pasó de repente algo por la cabeza que lo dejó sin aliento.

—No sabrá que... No le habrás dicho...

—No —lo interrumpió Art adivinando qué le preocupaba—. Cree que sigues trabajando aquí.

—Entonces, te debo otra más.

—Ross, si necesitas... Si andas mal de dinero puedo....

—Gracias, Art, pero estoy bien —repuso—. No se morirá de hambre.

Se despidieron y Ross se quedó mirando a su antiguo compañero con envidia. Imaginó que estaría pensando en el caso que tuviera aquellos días entre manos. Así había sido su vida hasta que todo se torció. Suspiró y abrió la puerta de la sala de interrogatorios. Toby se puso en pie deprisa, mirándolo con gesto culpable.

—Ven conmigo —le dijo mientras tomaba la maleta.

—¿Nos vamos a casa? —preguntó el niño.

—A mi apartamento, sí —recalcó Ross.

Salieron a la calle y caminaron durante un buen rato en silencio. —¿Cómo descubriste que era tu padre? —le preguntó de repente.

—Mi madre lo escribió todo. No pensó que fuera a leerlo nunca, pero lo hice y... Y sé que eres mi padre —le dijo con seguridad—. Sé que no esperabas verme, que no sabías nada. Ella tampoco pensaba contármelo a mí y me parece que se ha equivocado, ¿no crees?

—¿Sabes por qué no me lo dijo nunca y tampoco pensaba decírtelo a ti? —Sí, pero a mí no me importa que sólo seas hombre lobo en parte y que no puedas transformarte.

Ross intentó controlar sus emociones. A pesar de haber sido sólo un joven enamorado de diecinueve años, ya se había imaginado entonces las razones de Gillian para dejarlo. Y acababa de constatar que había estado en lo cierto.

—No estás enfadado, ¿verdad? No me mandarás de vuelta a Inglaterra, ¿no? Prometo que no te causaré ningún problema.

Tuvo que contenerse para no reír. Le dio lástima verlo tan preocupado. Después de todo, no era culpa del niño que se encontraran en esa situación. Tenía muy claro quién era la culpable de todo aquello. Alguien que no había tenido la valentía de decirle la verdad durante once años.

El niño lo miraba con seguridad y la misma determinación que lo había llevado a cruzar él solo el Atlántico. Le recordó a sí mismo cuando era más joven y estaba lleno de sueños.

—¿Estás bien? —le preguntó Toby mientras le daba la mano.

El gesto del niño consiguió remover algo en su interior. Se sintió extraño, hacía mucho que nadie le hacía sentir nada parecido.

—Estoy bien, chico —le dijo—. Es que todo esto me ha pillado por sorpresa.

—A mí me ha pasado igual.

Era sólo un niño, pero parecía muy maduro para su edad. Esperaba que eso hiciera que las cosas fueran más sencillas entre los dos. Iba a tener que decirle que debía volver con su madre.

Le parecía increíble cuánto había cambiado todo en unas pocas horas. Se había levantado aquella mañana pensando que no podía irle peor, pero había estado muy equivocado.

Decidió que lo mejor que podía hacer con el niño era tomarse las cosas con calma y concentrarse en lo más básico.

—¿Tienes hambre?

—¡Sí! —repuso Toby con una gran sonrisa—. ¿Podría comer una de esas salchichas con pan? —¿Nunca has comido un perrito cliente? —No, pero he leído sobre ellos en los libros. Seguro que son deliciosos.

A Ross le hizo gracia que le entusiasmara tanto la comida y la vida de Nueva York.

—Sí, son sólo para los paladares más exquisitos — respondió él con ironía.

Vio un puesto callejero de perritos. Era el de un tipo que conocía muy bien.

—¡Señor Kavanagh! —exclamó Petrocelli al verlo—. Hacía mucho que no lo veía por aquí.

Le agradeció que lo tratara como si no supiera nada de lo que había pasado, aunque era de dominio público. Habían hablado de él incluso en los periódicos.

—Dos perritos, Luigi. —Por supuesto —repuso el hombre mientras abría dos panes y preparaba los perritos calientes. Toby mordió el perrito caliente con los ojos cerrados y claro gesto de satisfacción. —¿Es de su familia? —le preguntó el vendedor de perritos calientes—. Se parece a usted.

Las palabras del hombre lo dejaron sin aliento y se despidió deprisa para no tener que inventarse ninguna historia sobre Toby.

El niño no dejaba de mirar a su alrededor, impresionado sin duda por los altos rascacielos. Tuvo que sujetarlo cuando vio que se acercaba ensimismado a la calzada.

—Cuidado, chico. Esto es Nueva York. ¿No has estado nunca en una gran ciudad como ésta? —Fui una vez a Londres con el abuelo y mamá, pero era muy pequeño y casi no lo recuerdo. —Londres no es tan grande como Nueva York. Debes tener cuidado.

—No te preocupes, sé cuidar de mí mismo.

Ross trató de imaginarse cómo habría podido viajar solo desde tan lejos y cruzar la ciudad después desde el puerto sin un adulto que lo vigilara. Estaba claro que era un niño valiente y decidido.

—¿Tienes dinero? —le preguntó.

Toby se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes arrugados.

—Tengo libras y algún dólar que otro —le dijo—. ¿Lo necesitas, papá?

—No, guárdatelo por ahora —le dijo mientras miraba su traje de tweed—. ¿Es la única ropa que tienes? —No, tengo otro en mi maleta —repuso nervioso—. Siento no haber tenido tiempo para cambiarme.

Se comportaba como si esperara que lo riñera por el lamentable estado en el que se encontraba su ropa. Ross se acercó y colocó las manos en sus hombros.

—A mí tampoco me queda ropa limpia. Los que tenemos trabajos como el mío no tenemos siempre tiempo para arreglarnos y vestir de manera elegante.

Vio que el chico se relajaba un poco.

—¿Has detenido a muchos delincuentes, papá?

—Bueno, he llevado a unos cuantos a la cárcel, sí.

—Vaya... —murmuró fascinado mientras miraba a su alrededor—. ¿Crees que nos encontraremos con algún contrabandista?

—Espero que no.

—Pero acabas de decirme que Nueva York es muy peligroso —repuso algo alicaído.

—Y lo es, pero no pretenderás ver una reyerta en cada calle a cualquier hora del día. Lo único que te he dicho es que debes tener cuidado, pero me he dado cuenta de que eres bastante sensato.

—¿Vas a enseñarme Nueva York? Quiero ver el edificio Woolworth y Coney Island.

—Ya veré qué puedo hacer —le dijo—. Antes, debes bañarte y echarte la siesta.

—Pero tengo once años, ya no duermo la siesta.

—Hoy sí.

—Hablas como mi madre —replicó de mala gana.

Ross agarró la mano de Toby y se acercó a la calzada para tomar un taxi.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó entonces.

—Está bien.

—¿Vive sola? —le preguntó en cuanto entraron en un taxi. Toby era un niño muy listo y adivinó lo que quería saber. —No he tenido otro padre —repuso—. Siempre supe que mi verdadero padre no estaba muerto.

—El señor Delvaux...

—Mi madre no me ha hablado mucho de él, puede que ni siquiera existiera. —Entonces, ¿crees que nunca se llegó a casar? Lamentó haber hablado más de la cuenta. Después de todo, sólo era un niño, y temió haberlo escandalizado, pero Toby no parecía ofendido.

—No lo sé, faltaban algunas páginas en su diario. Pero, con lo que quedaba, pude averiguar tu nombre y quién eras.

—¿No pensaste en el disgusto que ibas a darle a tu madre al escaparte así? —No, tiene otras cosas en las que pensar —repuso el niño algo dolido.

Ross quería saber a qué se refería, pero se contuvo.

—Pues está más preocupada por ti de lo que piensas. Se ha puesto en contacto con un hombre, Ethan Warbrick, que vino a verme a casa y me dijo que estaba tratando de encontrarte.

—¿El tío Ethan? —preguntó preocupado—. No le digas que estoy aquí. Por favor, papá.

—¿No te gusta ese hombre?

—No está mal, pero... Creo que quiere casarse con mi madre.

—Pero... Pero no es un hombre lobo, ¿verdad? ¿Crees que ella quiere casarse con Ethan?

—No lo sé —repuso Toby—. No dejaras que lo haga, ¿verdad?

No tuvo ocasión de contestarle. El taxi se detuvo en aquel instante frente a su edifico y Ross vio a alguien esperándolos al lado del portal que lo dejó sin aliento. La reconoció en cuanto giró hacia él la cabeza y lo miró directamente a los ojos.

Gillian Maitland.

Capítulo Dos

Gillian había cambiado.

No por fuera. Seguía siendo tan bella como el día que la vio por primera vez en el hospital. Sus rasgos estaban algo más marcados, como si la experiencia y la madurez hubiera añadido pinceladas a su cara que la hacían más bella aún. Llevaba su pelo dorado algo más largo y recogido en la nuca.

Su traje era elegante, pero sobrio. La había conocido con el uniforme de enfermera y ya entonces había sido una joven muy formal y prudente, que no tenía nada que ver con las modernas jóvenes de Nueva York. Tampoco había cambiado su aroma. Seguía oliendo a jabón de lavanda.

Pero su mirada...

Eran sus ojos los que habían cambiado. Eran mucho más fríos e indiferentes. Su mirada color avellana, que tanto había admirado, parecía distante.

Vio que se fijaba entonces en Toby y se relajaba todo su cuerpo. Entendió entonces que no se había vuelto tan fría como había creído, al menos en lo concerniente a su hijo.

—Toby —susurró Gillian—. Gracias a Dios…

El niño parecía asustado y fue hacia su madre como un prisionero esperando su castigo. Gillian se arrodilló en la acera y sonrió. Sus ojos se llenaron de vida.

—Mamá —murmuró Toby mientras la abrazaba.

Se quedaron así largo rato. Después, Gillian lo soltó y se puso en pie. —Gracias —le dijo a Ross con formalidad—. Gracias por encontrarlo. —No lo he encontrado —repuso él—. Me encontró él a mí.

—Es verdad, en la comisaría —intervino Toby mientras miraba alternativamente a los dos adultos—. No tenías de qué preocuparte, mamá. Tuve mucho cuidado todo el tiempo.

Gillian sostenía al niño muy cerca de su cuerpo sin dejar de mirarlo a él.

—Siento haberle causado tantos problemas. No me di cuenta de que se había ido de Inglaterra hasta que salió el barco.

—Sí, ya me lo contó todo su amigo. Ethan Warbrick —repuso Ross—. Pero parecía tener muy claro que usted no pensaba venir a Nueva York.

—Supongo que no me entendió bien —aseguró Gillian—. Siento mucho todo esto, señor Kavanagh. Si ha tenido algún gasto...

—Le compré un perrito caliente —replicó enfadado—. Creo que conseguiré no arruinarme, gracias. Y, como le dije a Warbrick, no necesito nada más.

—No entiendo.

—Dígale a Warbrick que puede romper el cheque.

—El cheque... —repitió sorprendida—. No, Ross...

Se detuvo al darse cuenta de que lo había llamado por su nombre de pila.

—Bueno, no queremos molestarlo más, señor Kavanagh.

Se dio la vuelta con el niño, pero Toby clavó los pies en el suelo. No parecía dispuesto a irse sin más. Ross se acercó a ellos furibundo.

—¿Eso es todo? ¿No tiene nada más que decir, señora Delvaux?

—No pensé que quisiera seguir conversando —repuso ella sin inmutarse.

—¿Estábamos acaso conversando? A mí no me lo ha parecido.

Gillian se quedó callada unos segundos. Estaba seguro de que entendía qué le pasaba.

—No es el lugar ni el momento —le dijo ella.

—Tengo un horario muy flexible ahora mismo —replicó él—. Elija dónde y cuándo.

Gillian miró a Toby, que los escuchaba con suma atención.

—No vamos a quedarnos mucho tiempo en América —dijo ella—. El barco...

—¡Pero si acabamos de llegar! —protestó Toby—. Papá ha prometido llevarme a Coney Island.

No había llegado a prometérselo, pero Ross decidió que era mejor callarse.

—Me sorprende que el señor Kavanagh haya tenido tiempo de hacerte promesas —le dijo Gillian.

—Toby sabe muy bien lo que quiere —repuso él—. Me gustan los hombres así.

—No es ningún... Si no le importa, voy a llevar a Toby al hotel. Mi hermano también se aloja allí. Puede quedarse cuidando del niño mientras hablamos.

—¿También ha venido el tío Hugh?

—Sí—. Y te quedarás con él mientras me encargo de organizar el viaje de vuelta a Inglaterra.

—Pero, mamá...

—Obedece a tu madre, Toby —le dijo Ross—. Iré con vosotros. —¿Podremos ir a Coney Island antes de que me vaya? —le preguntó el chico. —Puede que sí —repuso mirando a Gillian—. No le importará que vaya también al hotel, ¿verdad?

—No es necesario, señor Kavanagh.

—Nueva York es una ciudad complicada y peligrosa. Estaría más tranquilo acompañándolos. —Como quiera —le dijo ella de mala gana. Le dio la dirección del hotel. Era uno de los más lujosos de la ciudad. Tomaron un taxi hasta allí. Toby, sentado entre los dos, permaneció callado todo el trayecto. Ross miró a Gillian de reojo. No mostraba arrepentimiento ni parecía avergonzarle que se encontraran en aquella situación. Él, en cambio, trataba a duras penas de controlar su enfado.

Estaba deseando estar a solas con ella para decirle lo que pensaba.

—Hotel Roosevelt —anunció el taxista cuando llegaron a su destino.

Él salió el primero del vehículo y fue a abrirle la puerta a Gillian. Le ofreció la mano para ayudarla a salir y vio que dudaba un segundo antes de aceptarla.

Sabía que no debería haber sentido nada al tocar su enguantada mano. No podía sentir su piel a través del delicado cuero del guante y Gillian lo soltó en cuanto salió del coche. Pero no podía negar que había algo allí, un recuerdo del pasado, cálidas memorias de lo que habían tenido muchos años antes. Miró a Gillian para ver si ella también había sentido algo, pero estaba concentrada en su monedero, contando el dinero que debía darle al taxista.

Se sintió incómodo en cuanto entró en el vestíbulo del hotel. Había pasado su infancia entre el barro y el abono, trabajando como un jornalero más en la granja de sus padres, y nunca se habría podido imaginar en un hotel como aquél.

Gillian fue directamente a los ascensores. Aunque no iba a la moda ni se vestía para llamar la atención, atraía las miradas de todos los hombres del vestíbulo. Había algo en ella elegante y distinguido que todos admiraban.

Subieron en el ascensor en silencio. No tardaron en llegar frente a la puerta de Gillian. Ésta abrió la puerta. Era una majestuosa suite que incluía, entre otros servicios, un mueble bar repleto de bebidas ilegales. Había un joven en la habitación, relajado en el sofá y bebiendo. Ross vio que se parecía a Gillian, pero su pelo era de un rubio algo más oscuro, no tan dorado.

—¡Gillian! —exclamó el joven—. ¡Lo has encontrado! Toby esperó a que Ross entrara en la suite. El hombre parecía no entender qué hacía allí ni quién era.

Gillian estaba nerviosa y tensa, pero le pareció increíble que fuera capaz de mantener tan bien la compostura dadas las circunstancias.

—Hugh, te presento al señor Ross Kavanagh —anunció entonces la mujer—. Señor Kavanagh, éste es mi hermano, Hugh Maitland.

Gillian vio que la cara de su hermano se transformaba al oír el nombre del otro hombre. Hugh miró a Ross con atención, oliendo su rastro.

—¿Ross Kavanagh? —repitió su hermano—. ¿Ross Kavanagh?

No iba a aclararle quién era, su hermano tendría que llegar a sus propias conclusiones. Él día ya había sido demasiado complicado y no estaba dispuesta a dejar que su hermano le pusiera las cosas aún más difíciles. Se había dado cuenta demasiado tarde de que había sido una equivocación tratar de contactar con Ross pensando que no llegaría a sospechar la verdad.

Y también había sido un error creer que, después de tanto tiempo, no le afectaría volver a verlo. Pensó que, de no haber estado presente el niño, no habría sido capaz de mantener la compostura.

—Perdone —le dijo a Ross—. Pero Toby debe darse un baño y dormir la siesta. Hugh, ofrécele algo al señor Kavanagh, por favor.

Hugh la miró atónito. No parecía haberse recuperado aún de la sorpresa de verlo allí.

—Sí, claro, por supuesto... —le dijo.

—No estoy cansado, mamá —protestó Toby con un gesto de testarudez que era la viva imagen de su padre—. ¿Por qué no puedo...?

Miró a su hijo a los ojos. Pocas veces tenía que mostrarse excesivamente dura y autoritaria con él, pero estaba desesperada y quería sacarlo de aquella habitación cuanto antes. Toby bajó un poco la vista al verla enfadada y consiguió llevarlo hasta el cuarto de baño.

Le preparó un baño y lo dejó allí sin que el niño volviera a abrir la boca para protestar. Volvió entonces a su propio dormitorio y miró por la ventana. Nueva York le parecía una ciudad muy fría y moderna, llena de grandes edificios de cemento y metal y con demasiada gente.

Había creído que estaría preparada, que podría ver de nuevo a Ross de la misma manera en la que se había enfrentado a la ciudad americana, recordando en todo momento quién era ella y lo que era y, sobre todo, por qué estaba allí.

Pero todo había cambiado al verlo aparecer en compañía de su hijo. Lo había recordado como el joven que había sido doce años antes. Era un poco mayor que ella, y nunca había podido olvidar sus ojos castaños ni su atractivo. Aquel joven le había asegurado entonces que la amaba, justo antes de admitir que sólo una cuarta parte de él era hombre lobo y que no podía transformarse.

Pero ese joven había desaparecido y el hombre que la había mirado con los ojos llenos de acusaciones parecía otra persona completamente distinta. Imaginó que no habría tenido una vida difícil. Había elegido una profesión dura. Seguía siendo atractivo, pero parecía mucho más serio, casi amargado. Había percibido en sus ojos algo parecido al dolor que no había querido pararse a analizar.

Pero no había sido su apariencia física lo que más le había afectado. Recordó que, cuando lo conoció, pensó que era humano. E incluso después de que le dijera la verdad, no había podido percibir esa parte de lobo que había en su interior.

Eso había cambiado. Las experiencias que había vivido desde la guerra parecían haber anulado su humanidad, revelando su naturaleza lobuna. Había un brillo nuevo en sus ojos, sus rasgos estaban más marcados, su cuerpo se había vuelto mucho más musculoso y cada movimiento parecía influido por su parte animal.

Aquellos cambios habrían bastado para que ella sintiera algo en su interior. Pero había algo más que había conseguido atravesar sus defensas, algo que no podría haber previsto y que había conseguido conmocionarle.

Habían pasado muchos años, tiempo que había dedicado a sus obligaciones. Había cuidado de su padre y de su hijo. Sabía que no tenía sentido que deseara a un hombre con el que sólo había estado unas pocas semanas durante el caótico periodo de la guerra, un hombre que no había llegado a ser su pareja. Casi había olvidado por completo cómo era sentir esa pasión y ese placer. Esas cosas ya no tenían lugar en su vida. Había pasado once años viviendo como una viuda, aislada del resto del mundo, y ya había aceptado que tampoco habría pasión en su futuro matrimonio.

Por eso le costaba tanto entender que la presencia de Ross le hubiera afectado tanto. Una parte de ella creía que era una especie de castigo del destino por no haber sabido aceptar los cambios que estaba sufriendo Toby. Le costaba entender por qué se había convertido en un niño tan rebelde, capaz de escaparse de su casa.

—¿Gillian? —la llamó su hermano mientras golpeaba la puerta. La voz de Hugh la devolvió a la realidad y fue a abrir la puerta. —Perdona, Hugh —le dijo—. Necesito unos minutos más para acostar a Toby.

—No tardes mucho. Kavanagh no es demasiado charlatán y creo que no soy yo el que tiene que darle explicaciones.

Se preguntó si eso era lo que Ross quería de ella, que le explicara por qué le había ocultado la verdad. Sabía que estaba furioso con ella.

Volvió al baño y se encontró a Toby dormido en la bañera. El agua se había quedado muy fría. Lo despertó y le entregó una toalla para que se secara él mismo.

Después lo acompañó al dormitorio.

—¿Sigue aquí mi padre? —preguntó medio dormido.

—El señor Kavanagh está ahora mismo con el tío Hugh, pero tienes que acostarte, jovencito. Después de la aventura en la que te has metido, necesitas descansar. Ya hablaremos más adelante de lo que has hecho.

—Pero lo veré mañana, ¿verdad?

Había sido así desde que comenzara a hablar. Siempre muy directo, temerario y testarudo. Hasta ese momento, no había sido consciente de cuánto se parecía a su padre.

—No lo sé —le dijo—. No sé qué pensará hacer mañana el señor Kavanagh.

—Sé que no le hablaste de mí.

Ignoró su comentario.

—Tomaré las decisiones que tenga que tomar teniendo siempre en mente lo mejor para ti.

Toby la fulminó con la mirada mientras apretaba los labios. Era un niño a punto de convertirse en hombre, un lobezno a punto de dejar salir al lobo que llevaba en su interior. Ya podía sentir que empezaba a perderlo, pero no estaba aún lista. Creía que no había prisa, que se transformaría cuando llegara su momento.

—A la cama, Toby —le dijo—. Te diré lo que he decidido por la mañana. El chico se metió en la cama de mala gana. Gillian lo tapó y apagó la luz de la mesita.

Había llegado el momento y sabía que era mejor no retrasar lo inevitable. Se alisó la falda con las manos, comprobó que su moño seguía en su sitio y fue hacia el salón de la suite.

Hugh estaba de pie al lado de la chimenea. Ross esperaba también de pie, parecía estar listo para entrar en acción en cualquier momento. Se volvió hacia ella al oírla entrar y le impactó tanto ver de nuevo su intensa mirada que estuvo a punto de tropezar.

—¿No prefiere sentarse, señor Kavanagh?

—Prefiero seguir de pie, señora Delvaux.

—Como quiera —repuso ella mientras miraba a Hugh.

Su hermano parecía muy incómodo y decidió que no tenía derecho a obligarlo quedarse; después de todo, no tenía nada que ver con aquello.

—Hace una noche muy agradable, Hugh. Y apenas hemos tenido la oportunidad de ver la ciudad. ¿No te gustaría salir a dar un paseo?

Su hermano la miró y después a Ross.

—Preferiría quedarme, si no te importa.

Se le encogió el corazón. Aunque Hugh era el favorito de su padre, siempre había sentido la necesidad de protegerlo. Era buena persona, pero débil e irresponsable. Sir Averil no había conseguido inculcar en su hijo las cualidades propias de un poderoso lobo. Era la primera vez que lo veía sacrificando una buena noche de fiesta para ayudar a su hermana y le enterneció que estuviera tan dispuesto a defenderla si llegaba el caso.

—Será mejor que se vaya, joven —le dijo Ross de mala manera—. Esto es entre su hermana y yo.

Hugh agachó levemente la cabeza, pero no se calló.

—Como van a hablar de mi sobrino, también me concierne a mí —repuso el joven.

Ross lo miró de arriba abajo y salió de su garganta un fuerte sonido gutural. Aunque sólo una cuarta parte de él era lobo, consiguió intimidar a su hermano.

—Estoy seguro de que su hermana le contará todo después —le dijo Ross—. Salga de aquí si no quiere tener problemas conmigo.

Gillian vio que el rostro de su hermano pasaba de la ira a la indignación para después resignarse.

—De acuerdo —repuso—. Pero si me necesitas estaré cerca, Gillian —y salió del salón tratando de preservar su maltrecha dignidad.

—Hugh no merecía que lo tratara así —le dijo ella en cuanto se quedaron solos—. Sólo era un niño cuando nos conocimos. —No tengo nada contra él —repuso Ross—. ¿Está dormido el niño?

—No, pero no tardará en dormirse.

—Entonces, podemos hablar con libertad.

Lo miró a los ojos. No había olvidado su aroma. Era una fragancia masculina y cálida, mucho más intensa que cuando lo conoció en Londres.

—Siempre supe que venía usted de una familia adinerada —le dijo Ross—. Pero, hasta hoy, no tenía ni idea de hasta qué punto. Supongo que por eso Warbrick trató de comprarme. Imagino que puede prescindir de mil dólares sin apenas notarlo.

Lo miró perpleja. —Si el señor Warbrick lo ha ofendido sin querer, desearía disculparme en su nombre. No le dije...

—¿Sin querer? —repitió Ross riendo—. Por cierto, ¿dónde está su amigo? Parecía estar deseando arreglarlo todo para que usted no tuviera que molestarse.

—No sé dónde está —le dijo ella con sinceridad.

Había tratado de localizarlo en su hotel al llegar a la ciudad, pero no había tenido suerte. —Le aseguro que no pretendía ofenderlo. Él... —Intentó hacerme creer que no era mi hijo —la interrumpió Ross—. ¿Le dijo usted que lo hiciera?

—No le dije que lo engañara, no.

—¿Aunque eso mismo es lo que ha estado haciendo durante los últimos doce años? —Siento que haya sido así, Ross. No quise hacerte daño —le dijo tuteándolo por primera vez.

Se preparó para que le diera una mala contestación, pero Ross la sorprendió. Su rostro dejó de expresar emoción alguna.

—No recuerdo haberte acusado de hacerme daño — replicó él con frialdad.

Fue entonces cuando supo que Ross no iba a decirle lo que había sentido cuando ella lo había dejado plantado. Había imaginado que una gran parte de su ira iba dirigida hacia ella. Y no por haberle ocultado la existencia de su hijo, sino porque lo había apartado completamente de su vida después de que él le declarara su amor.

Entendía que la odiara. Ella también había sufrido, tratando de decidir qué hacer.

Poco a poco, había tratado de olvidar los sentimientos que Ross le había confesado. Una parte de ella había soñado durante mucho tiempo con que él apareciera de repente en su vida para huir juntos, pero su sentido común le había recordado siempre que habría sido un error. Después, viendo que no trataba de luchar por ella, había llegado a la conclusión de que su amor había sido como el de ella, un sentimiento que había tenido más que ver con la pasión que con algo duradero.

Le dio la impresión de que Ross había llegado a la misma conclusión. Creía que, si parecía dolido, no era porque aún sintiera algo por ella. Y, si parecía enfadado, debía de ser sólo porque había conseguido herir su orgullo, no su corazón.

—Bueno, supongo que tendrás preguntas sobre Toby —le dijo entonces.

Ross fue hasta la ventana y abrió las cortinas.

—¿Cuándo te casaste con Delvaux?

Se le pasó por la cabeza contarle la verdad, lo que Toby habría descubierto si el diario hubiera estado aún intacto. Pero decidió que lo mejor que podía hacer era contarle lo mismo que le había dicho a Toby en cuanto fue lo bastante mayor para entenderlo.

—Ya estaba prometida con Jacques Delvaux antes de ir a Londres —le dijo.

—¿Estabas prometida?

—Sí. Mi trabajo como enfermera en el hospital pospuso unos meses la boda, pero estaba prometida —le confesó. —Y ese tal Delvaux era un hombre lobo de pura raza, ¿verdad?

Ross, tal y como ella había esperado, había llegado a la conclusión más obvia. La verdad era mucho más difícil de aceptar y permanecía entre los dos, junto con un montón de sueños rotos.

—Sí.

Él podría haberle echado en cara entonces que lo hubiera traicionado y mentido, podría haberle hecho ver hasta qué punto se había conducido de una manera deshonesta, pero no le dijo nada.

—Jacques y yo nos casamos al mes de regresar yo a Snowfell —le dijo ella—. Unos días después, se fue al frente con su regimiento y murió una semana más tarde.

Ross no la miraba a los ojos. —Supiste siempre que Toby no era hijo suyo, ¿verdad? Lo había sabido desde el primer instante, como todas las hembras de su raza.

—Sí, lo supe —admitió.

—¿Se lo dijiste?

Gillian inspiró profundamente antes de contestar. Se preguntó qué habría hecho si las cosas hubieran ocurrido de verdad como se las estaba contando. No quería ni pensar en lo que habría pasado si sir Averil hubiera conseguido ocultar su embarazo y si su matrimonio, el que de verdad había sido cuidadosamente organizado por su padre, se hubiera llevado a cabo.

Pensó que era mejor dejar que Ross pensara mal de ella. Ya no le importaba y era más fácil de digerir que la verdad.

—No —repuso ella—. No tuve tiempo.

—Pero todo el mundo creyó que Toby era hijo de Delvaux, ¿verdad? Estuvisteis juntos el tiempo suficiente para que tu hijo pudiera tener un padre legítimo y socialmente aceptable.

A pesar de las duras palabras, ya no parecía hablarle con amargura. No había hecho nada para aplacar su ira, todo lo contrario. Acababa de darle más razones para que la despreciara, pero las palabras de Ross eran racionales, casi como si aquello no fuera con él. Sentía que estaba hablando con una persona distinta, no parecía el mismo de una hora antes.

—El mundo apenas ha cambiado en estos años —le dijo ella—. No quería que nadie mirara mal a Toby si llegaban a saber que había sido engendrado fuera del matrimonio.

—Pero no creo que te preocupara demasiado lo que pensara la gente. Peor habría sido la reacción de todos esos hombres lobo con grandes planes para nuestra raza; tampoco ésos habrían estado demasiado contentos.