La Casa de la Muerte - Sarah Pinborough - E-Book

La Casa de la Muerte E-Book

Sarah Pinborough

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Beschreibung

Un rutinario análisis de sangre trastocó por completo la vida de Toby. Apartado de su familia, vive ahora en la Casa de la Muerte con otros jóvenes bajo la atenta mirada de la supervisora y su equipo de enfermeras. Esperan la aparición de los primeros síntomas de la enfermedad. Cualquier signo de que algo ha cambiado en ellos. Entonces es el momento de llevarlos al sanatorio. Nadie vuelve del sanatorio. Toby pasa los días absorto en sus recuerdos y preguntándose cuánto tiempo le queda. Hasta que llega alguien que rompe esa frágil calma y hace que todo cambie. "En este libro hay momentos sombríos, es cierto. Hay momentos escalofriantes. Pero espero que a lo largo de él también haya rayos de luz. Porque me encariñé con los adolescentes que viven en sus páginas. Creo que sus personalidades resplandecen a través de la tristeza. Es una historia sobre amistades y peleas, y sobre los lazos que se crean entre las personas, lo queramos o no. Es una historia sobre la vida y la muerte, y sobre los sacrificios que hacemos unos por otros, pero también sobre seguir viviendo. Sobre la fuerza del amor. Sobre aprovechar el momento y no rendirse nunca. Porque todos morimos... Pero lo importante es cómo elegimos vivir." Sarah Pinborough "Una historia maravillosa, contada honestamente." Neil Gaiman "Pinborough reúne un maravilloso relato del primer amor apasionado con la amistad y la hermandad que sólo sienten los que están destinados a morir juntos. Emocionante." Strange Horizons "Una gran historia con un final sorprendente." Irvine Welsh, autor de Trainspotting

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Veröffentlichungsjahr: 2015

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LA CASA DE LA MUERTE

Sarah Pinborough

Traducción de Francisco Muñoz de Bustillo

Índice

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Créditos

Para Johannes, compañero de fatigas y alegrías. Mucho amor.

Sé feliz durante este momento. Este momento es tu vida.

OMAR JAYAM

Uno

—Según dicen, te sangran los ojos. Parece que se van a salir de la cabeza y luego sangran.

—¿Quién lo dice?

—La gente. Es lo que he oído.

—Te lo has inventado.

—No es verdad —protesta Will—. ¿Para qué iba a inventarme una cosa así? Lo escuché en alguna parte. Primero te pones como loco y luego te sangran los ojos. Creo que puedes llegar a sangrar por toda la piel.

—Eso es una chorrada.

—Calla de una vez y duérmete —me doy la vuelta. La manta áspera me irrita la piel y mi mosqueo por la imaginación desorbitada de Will me irrita por dentro. Suelto una bocanada de aliento caliente contra la lana. Estos días me enfado fácilmente y me fastidia estar mosqueado. El cabreo surge como una bola negra que va creciendo poco a poco desde la boca del estómago. Menos mal que los chicos guardan silencio. Yo soy el mayor, el perro viejo, el jefe, el papá. Al menos del Dormitorio 4. Mi palabra se tiene en cuenta.

Estiro de la sábana almidonada hasta cubrir el borde de la vieja manta. No hace frío, pero el dormitorio está gélido. Tiene ese frío que se va incrustando en los ladrillos y la argamasa de los edificios centenarios, una frialdad fantasmal y melancólica que se apodera de los objetos que forman parte del pasado y solo perviven en parte. Creo que este es un sitio adecuado para nosotros y esa sensación hace que la bola de mi estómago se contraiga. Empiezo a tiritar y encojo las piernas hasta tocarme la barbilla con las rodillas. Siento una punzada en la vejiga. Joder.

—No puedo dormir —dice Will en tono lastimero—. No paro de darle vueltas a eso en la cabeza —bosteza y veo a través de la penumbra como se sienta con las piernas cruzadas y juguetea con las barras metálicas de los pies de la cama. Es el más joven de nuestra habitación y además es pequeño para su edad. Se comporta como si fuese aún más pequeño.

Hay un susurro constante procedente de la cama que está enfrente de la de Will, al otro lado de la habitación. Ashley, el cuco de nuestro nido, está de rodillas y reza junto a la cama, como cada noche cuando se apagan las luces. Religiosamente.

—Dada la situación —le digo en voz baja—, no creo que Dios te escuche.

—Dios siempre escucha—su remilgada voz flota en el aire glacial, como el silbido de la brisa cuando hace vibrar los juncos—. Él está en todas partes.

Siento otro pinchazo en la vejiga, me rindo y aparto las mantas. El suelo está frío —las rodillas de Ashley le deben estar jodiendo bien— pero paso de ponerme las zapatillas. No soy un abuelo.

—Entonces no sirve de nada que reces —afirma Louis con sentido práctico. Su cama es la más próxima a la puerta y él está con la mirada fija en el techo y el pelo todo revuelto. A pesar de estar tumbado, no deja de gesticular mientras habla—. Porque, si tu Dios estuviera en todas partes, estaría también dentro de ti y podrías hablarle toda la noche si quisieras desde la intimidad de tu mente, sin tener que pronunciar ningún sonido, y aun así te escucharía. Aunque, por supuesto, no existe ninguna prueba científica de la existencia de cualquier forma de deidad, o de que seamos algo más que un conjunto de células y agua, por lo que ese Dios no es más que un producto de la imaginación de alguien que tú has decidido creerte. Básicamente, estás perdiendo el tiempo.

El murmullo se hace más fuerte.

—A lo mejor se la está meneando debajo de la cama e intenta tapar el ruido —sugiero mientras alcanzo la puerta—, fuap, fuap, fuap —y sonrío mientras repito el gesto con la mano.

Louis se ríe por debajo de la nariz y Will suelta una risita.

Mi mosqueo se suaviza. Me caen bien Will y Louis. Ojalá no fuera así, pero no puedo evitarlo. Echo un vistazo hacia atrás mientras cierro la puerta. Resultan pequeños en una habitación tan grande, con demasiadas camas para nosotros cuatro, seis en cada pared. Es como si todos los demás se hubieran ido a casa y por alguna razón nos hubieran olvidado. La puerta suena al cerrarse mientras me deslizo por el corredor. El baño queda muy lejos y, aunque hay otras cosas importantes que me asustan más que las sombras y los espacios vacíos de la destartalada mansión, me muevo con rapidez. Todavía no han hecho la última ronda.

Bajo deprisa la gran escalera de madera, aferrándome al pasamanos en la oscuridad, como si se tratara de la barandilla de un barco que surcara con lentitud el océano nocturno. Toda la casa está en silencio, aparte de los suaves crujidos y chirridos que emite el propio edificio. Pienso en los otros, que duermen en habitaciones desperdigadas por las distintas alas de la mansión atravesadas por corrientes de aire, en las enfermeras y los profesores que están en su sección. Y no puedo evitar imaginarme el piso de arriba. Solo se puede acceder en ascensor. Allí es donde desaparecen por la noche los chicos que se ponen enfermos, trasladados con eficacia mientras la mansión duerme. Se los traga el ascensor y les llevan al sanatorio. Ya no hablamos nunca del sanatorio. Nadie abandona jamás la casa y nadie vuelve del sanatorio. Todos lo sabemos. Igual que sabemos que todos nosotros acabaremos allí. Un día seré yo el chico que desaparece durante la noche.

Hago pis sin cerrar la puerta ni encender luz, disfrutando del alivio a pesar del ruido que provoca el chorro al golpear la cerámica. Al terminar no tiro de la cadena —recuerdo lo que nos decía mamá de no hacerlo por la noche—, bostezo frente al espejo y paso de lavarme las manos. Esa regla ha cambiado porque en nuestra situación los microbios ya no son un gran problema. Aunque, para ser sinceros, tampoco es que antes me las lavara mucho.

Según dicen, te sangran los ojos.

Me acerco al espejo apoyándome en el lavabo y me miro fijamente a los ojos. Normalmente son de un color azul vivo pero en la penumbra nocturna parecen de un gris apagado. Tiro de uno de mis párpados inferiores y puedo percibir las venillas diminutas que se adentran en el ojo. Pero no está sanguinolento. A lo mejor ni siquiera es cierto y no es más que la jodida imaginación de Will. Yo estoy bien; todos estamos bien. De momento.

—Deberías estar en la cama.

Aunque la voz es suave, me sobresalta. La Supervisora está en el pasillo, junto a la ventana, y la luz de la luna que atraviesa el cristal hace brillar el uniforme blanco. Su cara insulsa es apenas visible.

—¿No tienes sueño?

—Tenía que hacer pis.

—Lávate las manos y vuelve a la cama.

Me mojo las palmas con agua fría, paso apresuradamente a su lado y subo las escaleras de dos en dos. Es la frase más larga que me ha dirigido desde que llegué a este lugar. No quiero que me hable, ni que se dé cuenta de mi presencia, por si eso pudiera cambiar las cosas.

—Viene la Supervisora —susurro al llegar a mi cuarto.

—Están dormidos —contesta Louis. Las palabras se confunden, lo que no me sorprende. Es la hora.

—No entiendo por qué nos dan las vitaminas antes de ir a la cama —masculla Louis—. No entiendo por qué nos dan vitaminas.

Su comentario me provoca media sonrisa bajo las mantas ásperas y las sábanas que crujen. Tal vez Louis —que obtuvo sobresaliente en los exámenes de bachillerato a la edad de trece años y entró ridículamente pronto en la universidad para ponerse a estudiar como un loco hasta que esto se lo impidió— sea algún tipo de genio, pero tampoco se ha dado cuenta de lo que es evidente: no son vitaminas, son píldoras para dormir. La Supervisora y las enfermeras quieren que la casa esté en silencio por la noche.

Espero en tensión otros diez minutos más o menos hasta que escucho girar la manilla de la puerta y el suave arrastrar de pies de la Supervisora mientras comprueba cada cama. La última ronda hasta la madrugada. Espero a que se vaya antes de abrir los ojos y respirar tranquilamente.

Vinieron un viernes. Hacía calor, más calor de lo normal, y se había entretenido al volver de la escuela. Paró en el kiosco de la esquina para comprar un refresco, pero la nevera no funcionaba y estaba caliente y pegajoso. Aún así se lo bebió, echó un fuerte eructo después del último trago y lanzó la lata de una patada al otro lado de la calle. Su cabeza divagaba por los paisajes del día. El señor Settle hablando incansablemente sobre la inestabilidad del clima global mientras todos se achicharraban y dormitaban aburridos en clase. El trabajo de Historia que tenía pendiente. La pelea con Billy. Ese asunto traería cola. Ni siquiera tenía claro por qué la había empezado, como no fuera porque Julie McKendrick le había mirado, lo que al parecer llevaba haciendo unos cuantos días, aunque él no pudiera creérselo. Mañana por la noche era la fiesta. Mañana por la noche, todo podía cambiar.

Julie McKendrick siempre estaba ahí, en algún lugar de su cerebro. Hacía demasiado calor para trabajar y demasiado calor para ir a la escuela, pero no para pensar en Julie McKendrick y en el hecho de que a lo mejor él le gustaba. Andaba tan perdido en su propio mundo que ni siquiera se dio cuenta de lo tranquila que estaba la calle, de que todos los chiquillos estaban en sus casas y no sentados en las aceras o echando carreras con las bicis como era habitual. Billy y el trabajo de Historia se habían desvanecido y, básicamente, andaba preguntándose si lo que sentía por Julie era realmente amor o si lo único cierto es que Julie era la chica más guapa de la escuela y que a lo mejor podría besarla. Con suerte, conseguiría tocarla por debajo del sujetador. Solo pensarlo le secó la boca y le aceleró el corazón. Intentaba imaginar lo que sentiría al hacerlo y si saldría de dudas al día siguiente en la fiesta. Aunque vio la furgoneta delante de casa, donde su padre aparcaría el coche más tarde al volver de trabajar, en ese momento no ató cabos. Hasta que oyó a su madre dando gritos. Pero entonces ya era demasiado tarde. Y hacía demasiado calor para correr.

Dos

—Yo apuesto por uno de los gemelos —dice Louis mirándome—. ¿Aún aceptas apuestas, Toby?

Estamos desayunando. El timbre nos ha congregado en la habitación revestida de madera que posiblemente fue un salón enorme en otra época pero que ahora utilizamos como comedor. El historiado hogar de piedra permanece apagado y la única muestra de que el aposento tuvo una vida anterior es un diván desgastado de terciopelo morado arrimado a la pared y algunos cercos brillantes en la pintura amarilla descolorida, donde debió haber cuadros colgados. Afuera, el sol traspasa por un momento los nubarrones y sus rayos se derraman a través de los amplios ventanales dando vida a una curiosa danza de motas de polvo. Siento un agradable calorcillo en la cara y, mientras termino el té, me pregunto si la Supervisora y las enfermeras echan algo en las bebidas del desayuno, como oí que solían hacer con los reclusos de las cárceles para quitarles las ganas de follar o de pelear.

Louis está intentando comer un sándwich con una tostada poco hecha y un huevo frito con la yema líquida. La mayor parte se le derrama por la camiseta, lo que no parece importarle demasiado. Estamos sentados en nuestra mesa, la misma que se nos adjudicó desde que llegamos. Uno se acostumbra con rapidez a los nuevos hábitos. Hay dieciséis mesas, aunque solo se utilizan ocho, una por cada uno de los dormitorios ocupados. No solemos hablar mucho con los chicos de los otros dormitorios, aunque solo quedamos veinticinco. Las únicas chicas, Harriet y Eleanor, se sientan en una mesa de atrás. No estoy seguro de cuántos años tienen, pero Eleanor todavía es bastante joven. Harriet podría ser algo mayor pero no es nada atractiva. Es empollona y regordeta y su boca suele mostrar una mueca desagradable. Siempre se han excluido ellas mismas y, por lo general, me olvido de que están ahí.

—Ajá —respondo—. ¿Por cuál?

—Por cualquiera de ellos. No puedo distinguirlos. Por el que intenta disimular que le gotea la nariz. ¿Es Ellory o Joe? Sea el que sea, lleva enfermo varios días aunque intenta esconderlo.

Los gemelos están en el Dormitorio 7. El Dormitorio 7, al igual que el nuestro, aún está completo. El asunto ha creado cierta rivalidad tácita entre nosotros: qué dormitorio conseguirá que sobrevivan por más tiempo sus miembros. Para mí, el 7 es el único dormitorio que cuenta. Observo fijamente la mesa de enfrente y veo que Louis tiene razón. Uno de los dos chicos larguiruchos y con granos se limpia furtivamente la nariz con el dorso de la mano. No se preocupa por utilizar un pañuelo aunque hay servilletas de papel en las mesas. Me quedo mirándole. Es difícil de decir. Los síntomas pueden ser muy diferentes.

—Te acepto la apuesta. ¿Dos turnos de lavado de platos?

—Vale —Louis sonríe—. Doblo la apuesta o me retiro. Si él se va, el siguiente es el otro.

—¿Por qué? —Will se sienta con otro tazón de cereales. Will será pequeño, pero come más que cualquier otro—. ¿Porque se conocen?

—No, por razones científicas. Los dos son idénticos. Si uno lo coge, es lógico pensar que el otro lo cogerá poco después. Es cuestión de genética.

—Oh —dice Will—, es cierto.

—Pero eso me recuerda… —Louis se levanta, goteando huevo desde la barbilla, y antes de que pueda darme cuenta de lo que está haciendo, se lanza hacia la mesa del Dormitorio 7, sonriendo a Jake.

—Mierda —murmuro.

—Jake —comienza a decir Louis—, estaba preguntándome si podrías echarme una mano con algo. Estoy haciendo una especie de estudio sobre el lugar del que procedemos todos nosotros y el tiempo que nos llevó llegar hasta aquí. Al principio era para saber exactamente dónde nos encontrábamos, pero ahora ya nos hemos hecho más o menos una idea de eso, así que…

—Oh, esto no va a terminar bien —dice Will, mirando por encima de sus gafas.

Refunfuño interiormente. Louis y su estúpida recogida de información. Ninguno de los que estamos aquí procede de la misma zona del país. Eso ya lo sabemos. Entonces, ¿para qué necesita conocer los detalles? ¿A qué viene esa manía de precisarlo todo? En la última semana se ha obsesionado por intentar recopilar toda la información posible sobre los internos, tal y como él nos llama. Por lo general, la cosa no ha funcionado. Para empezar, no ha considerado que la gente miente. Yo he mentido y estoy seguro de que los demás también. Nadie quiere hablar de su vida privada de antes y menos a una persona de otro dormitorio. La cordialidad nerviosa que compartíamos al inicio ha desaparecido. Los dormitorios se han convertido en pandillas y cada uno se mantiene dentro de la suya.

—¿Qué tiene que ver eso contigo? —Jake se levanta lentamente. Habla con calma, pues las enfermeras están cerca de la mesa de la comida, pero la amenaza puede palparse en el aire. Los chicos dejan los cubiertos en la mesa y giran la cabeza.

—Pensé que sería interesante saberlo —Louis, el genio, el niño prodigio, no es consciente de la tensión.

—¿Por qué no te vas a tomar por culo?

Jake tiene la misma edad que yo, pero desde el día que llegó corrieron historias sobre él, susurradas de boca en boca. Ha estado en un reformatorio. Ha robado coches. Aunque yo no me creo gran parte de las historias salvajes de antes que circulan por la casa, Jake es diferente. Tiene los nudillos llenos de cicatrices y cuando llegamos llevaba el símbolo de una banda rasurado en la nuca. Si te fijas de cerca, aún puede verse la silueta bajo el pelo nuevo. No tengo ninguna intención de meterme con Jake. No es un como el Billy de décimo tercer curso*.

—¿Le va a dar Jake un puñetazo? —Will me está mirando y, peor aún, Ashley también. Si quiero conservar el respeto que puedan tener por mí, no tengo elección.

—Voy a hablar con él —si hay algún tipo de droga en el té, ahora no la siento.

Mis nervios afloran mientras me acerco a ellos. No por lo que vaya a pasar ahora —las enfermeras no suelen interferir aunque dudo de que se quedaran quietas si hubiera una pelea— sino por lo que pueda pasar después. Billy no llegó a darme una paliza, quizás sea Jake quien me la dé.

—Perdona, Jake —digo intentando parecer relajado—. Louis no pensaba en lo que decía —miro al chico desgreñado que está entre nosotros—. Ve a limpiarte el huevo de la cara. Pareces una polla.

—Parece que hubiera estado chupando una polla —dice Jake. Sus compañeros de mesa se ríen disimuladamente. Contemplan a Jake como si fuese un dios.

Yo fuerzo una sonrisa.

—Sí, supongo que sí —lo peor de todo, y ahora miro a Louis, es que Jake tiene razón. Lleva un hilillo de clara de huevo poco hecha pegado a la barbilla.

Louis parece herido, se descompone un poco y se limpia la boca.

—Es huevo —dice.

—Cállate y vuelve a la mesa —gruño. Louis, sobresaltado por mi tono, deja caer la cabeza y regresa lentamente a donde le esperan Will y Ashley, consciente al fin de que todos los ojos de la habitación están puestos en él. Miro a Jake, sin saber muy bien qué hacer a continuación—. Bueno, ya te he dicho. Perdona —doy la vuelta y me voy.

—Jodidos subnormales —le oigo decir a mi espalda.

Subnormales no, Jake, jodidos Defectuosos. Aquí todos somos Defectuosos.

Pero no lo digo. Me limito a sentarme, dar un sorbo al té y esperar que todo termine así. Nadie habla mientras vemos a los del Dormitorio 7 recoger sus platos. Daniel, el más joven, un chiquillo regordete de unos once años, retira el de Jake. Luego se marchan en fila detrás de su jefe, burlándose de mí, como si todos pudieran medirse conmigo, no solo Jake. Yo les ignoro. Louis no levanta la vista hasta que todos se han ido.

—No hacía falta que le siguieras la corriente —dice afligido.

—Sí hacía falta —responde Ashley, mientras mordisquea una tostada cuidadosamente untada de mantequilla—. Solo por ser inteligente crees que lo sabes todo. Y no es así. A veces eres claramente estúpido —habla en un tono engreído, probablemente enfadado aún con Louis por haberse cachondeado de él anoche, cuando rezaba.

—Vamos a olvidarlo —quiero terminar de desayunar. Me gustaría poder ser amigo de Jake. No es que me caiga bien, pero al menos somos de la misma edad. Si fuéramos amigos no sentiría que tengo que comportarme como una maldita niñera todo el tiempo.

—A lo mejor hoy recibimos cartas —comenta Will—. Dijeron que nuestros padres podían escribirnos. Ya deberían haberlo hecho. Llevamos semanas aquí. A lo mejor también pueden visitarnos.

—¿Todavía quieres aprender a jugar al ajedrez? —le pregunta Louis—. Te enseñaré, si quieres.

Will sonríe y se olvida por el momento de las cartas. Puede que yo sea el jefe del dormitorio, pero Will siente más fascinación por Louis y es evidente que a Louis también le cae bien Will, aunque sus mentes estén a kilómetros de distancia. Me pregunto cómo sería la vida de Louis antes de esto, con toda su genialidad, pero siempre varios años más pequeño que sus compañeros de clase. Sin verdaderos amigos. Siempre tratado como un bicho raro. Supongo que Louis ha mencionado el ajedrez a propósito para distraer a Will. No va a llegar ninguna carta y mucho menos vamos a tener visitas. Eso estaba claro, a juzgar por la cara de mi madre al gritar mi nombre cuando me metían en la furgoneta. Así ninguno tiene por qué enterarse cuando ocurra. Es más sencillo.

Al menos para nuestras familias.

* En el sistema educativo británico, el décimo tercer curso equivale al 2º de Bachillerato español, al que se accede a los 17-18 años. (N. del T.)

Tres

Después del desayuno tenemos clases. Asistimos a ellas por grupos, cada dormitorio en un aula diferente, y los profesores rotan de una a otra. Ocupamos habitaciones que en otros tiempos probablemente fueron cuartos, comedores o cualquiera otra cosa, pero que ahora sirven como pequeñas aulas. Aunque algunos de los grupos son solo de dos personas, la estricta rutina no se altera y no nos mezclan unos con otros.

Dada las diferencias de edad entre nosotros, principalmente utilizamos libros de texto, respondemos preguntas generales, aprendemos un francés que no llegaremos a utilizar o simplemente nos quedamos mirando por la ventana esperando el cambio de profesor. Hay un descanso de diez minutos entre clases pero no tenemos patio para salir al recreo. Así que básicamente es una pausa para ir al baño. No hay castigos. Si no haces los deberes y te limitas a estar tranquilamente sentado, los profesores pasan. Al final, terminas haciendo las tareas de todos modos, para que la mañana discurra más deprisa. Cuatro horas es mucho tiempo para dedicarlo a estar sentado y pensar, especialmente cuando no tienes cosas buenas en las que pensar.

Los profesores son todos de mediana edad y me pregunto por qué será. A lo mejor eso les facilita distanciarse de nosotros. No sabemos sus nombres —llámame señor o señorita si necesitas algo— y creo que deben estar tan aburridos como nosotros. Se sientan al frente y nos vigilan hasta que tenemos alguna pregunta, pero normalmente si no entendemos algo pasamos sin más al siguiente punto. O, en el caso de nuestro grupo, le preguntamos a Louis. Los libros de texto que utilizamos son antiguos, unos veinte o treinta años más viejos que los de la escuela, y yo creo que eso también es intencionado. Es como una escuela pero no es la escuela. Igual que todo esto es como la vida pero no es vida. Al menos los profesores, que desaparecen en sus propios aposentos cuando terminan las clases, saldrán de aquí. A veces, cuando nos vigilan, me parece que nos observan como si fuéramos animales en un zoo. Nunca estoy seguro de qué tipo de mirada es. Fascinación, miedo, o tal vez un poco de ambos. Apuesto a que también nos observan para detectar los síntomas. Igual que las enfermeras. Me pregunto si los profesores hablan de nosotros por las noches. Me pregunto si hacen apuestas sobre cuál será el siguiente en desaparecer o si comentan cuál quieren que sea el siguiente. Se me ocurre hacer bolitas de papel y tirarlas al otro extremo de la habitación para intentar darle a Ashley en la cabeza, pero nunca lo hago. Además de mi falta de interés por hacer el payaso en este lugar, me imagino que enredar en clase es la mejor manera de atraer la atención de la Supervisora. No quiero ser un alborotador. No quiero que se fije en mí. Así que anoto las respuestas en el papel y dejo pasar la mañana.

Cuando acabamos el almuerzo y escapamos corriendo por los inmensos corredores de la casa como ratas en las alcantarillas, el sol ya ha desaparecido y, hacia las dos de la tarde, empieza a caer una manta de lluvia desde el cielo plomizo. No hace frío, pero lleva días lloviendo. De todos modos, no es que me apetezca mucho salir. Estoy cansado.

Will y Louis se han instalado en una pequeña mesa en la esquina de la sala común que nadie suele utilizar, con las piezas del ajedrez de plástico entre ellos. Louis le explica cuidadosamente cómo se mueve cada una y Will ya parece hecho un lío. La sala común tiene un aspecto extraño; está fuera del tiempo, como el resto de la casa. Hay estanterías con juegos de mesa en cajas medio rotas y un viejo tocadiscos en un extremo, pero nadie conoce la música y, de todas formas, ¿quién sabe utilizar un tocadiscos? Aunque en la habitación solo hay cuatro o cinco chicos más, ni Will ni Louis me miran cuando me detengo en la puerta. Esto no me sorprende. Cuando Louis se pone a hacer algo, le dedica toda su atención. Puede que no nos conozcamos desde hace mucho, pero empezamos a conocernos bien.

En la biblioteca, Eleanor está acurrucada junto a un radiador con un libro, ignorada por los dos chicos que juegan a las cartas sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Es un libro fino de bolsillo, con la portada de colores vivos y páginas amarillentas. Mientras lee, se estira un mechón de pelo, perdida en el mundo que cobra vida en el papel. Pienso en coger un libro, pero ninguno me llama la atención. No leía mucho antes, ni siquiera lo que me mandaban en la escuela, y ahora me resulta una tarea pesada. Además, no quiero leer sobre cosas que nunca voy a hacer. Solo serviría para engordar la bola oscura de mi estómago.

Ashley está en el cuarto de manualidades, ocupado con una cartulina como las que utilizan en las escuelas de primaria, y tiene una selección de rotuladores de colores junto a él. Harriet está pintando un cuadro tomando como modelo un jarrón vacío que ha colocado sobre una mesa con libros alrededor. Saca la lengua mientras se concentra en darle vida, incorporando flores imaginarias de colores vivos que sobresalen de la boca del jarrón. Ashley mira por encima y me saluda muy serio con la cabeza. No sé lo que pretende, pero sea lo que sea creo que debería dejar que Harriet lo terminara por él. Su cuadro es muy bueno. Les dejo a lo suyo.

Me paro un rato en un pasillo, apoyado sobre la pintura cuarteada del alféizar de la ventana, y miro cómo cae la lluvia fuera. Los jardines de la casa están vacíos. El viejo roble que ocupa un lugar central está inmóvil. Ni un pelo de aire mueve sus hojas o sus ramas, como si se limitara a devolverme la mirada esperando algo. En medio del silencio, puedo escuchar mi corazón bombeando furiosamente a un ritmo que no es precisamente el natural. Me escuecen los ojos. Necesito dormir. No me importa estar cansado o aburrido. Siempre estoy aburrido. A veces me pregunto si me gusta el aburrimiento porque hace que el tiempo pase más despacio.

Las imponentes tetas de Julie McKendrick me vienen a la cabeza y me encierro en uno de los baños. Me dejo llevar por los recuerdos de sus camisetas escotadas y sus pantalones cortos, tan cortos como para ver las curvas del culo. A veces me preocupa no poder recordar su cara con la misma claridad, aunque solo hace un mes más o menos que no la veo, pero me concentro en sus tetas, en su culo y en su cálida piel, y me dejo llevar por la fantasía de su cuerpo casi desnudo envolviéndome, mis dedos dentro de ella y su cálido aliento en mi oreja mientras me susurra lo mucho que le gusta y lo que quiere hacerme, y luego me introduzco en su boca. No sé si Julie McKendrick habrá hecho alguna vez una mamada, pero a estas alturas la chica de mi cabeza es una mezcla de Julie y de una estrella del porno que vi en una ocasión, con los chicos de la escuela, en medio de un gran cachondeo y palpitante asombro por mi parte. Supongo que no tiene mucha importancia lo que haga con ella en mi imaginación. Nunca llegará a saberlo.

Poco después el cansancio es irresistible y regreso al dormitorio. Cierro la puerta y me echo sin fuerzas sobre la cama. No me tapo con las mantas. La casa se mantiene a una temperatura soporífera durante el día, sea cual sea el tiempo en el exterior. Bostezo y los ojos se me cierran. Escucho el tamborileo de la lluvia contra los viejos cristales y dejo que ahogue mis pensamientos mientras me quedo frito. Siempre duermo después de comer. Es mi costumbre y los demás nunca me molestan. De todas formas no tengo ganas de socializar. ¿Qué sentido tiene?

No tiene ningún sentido, pienso mientras me sumerjo en la oscuridad. Y luego, justo antes de hundirme en la nada, Según dicen, te sangran los ojos.

Cuando el timbre me despierta, estoy tan profundamente dormido que por un momento pienso que he vuelto a la escuela y está sonando la alarma de incendios. Me caigo de la cama con la mirada ausente, confuso durante unos momentos, hasta que me sitúo de nuevo en la casa. Parpadeo, sin poder moverme todavía, y el timbre queda en silencio. Tengo la boca seca y sigo demasiado cansado como para tener hambre, pero sé que debo bajar a cenar. Puede dar la impresión de que la Supervisora y las enfermeras están ausentes la mayor parte del día, ocultas en algún lugar por las paredes de la casa, pero yo sé que controlan a todos y cada uno de los chicos y que nos vigilan en silencio, como fantasmas, sin que nos demos cuenta. Me estiro y me dirijo a la puerta. Cuando voy por mitad de las escaleras me cruzo con los otros chicos, que vienen en sentido contrario alborotados, pero no estoy suficientemente despierto para darme cuenta de lo que pasa.

—¡Tenemos que quedarnos en nuestra habitación! —dice Will—. ¡Tenemos que permanecer allí hasta la cena! —pasa volando, con Louis pegado a sus talones, y mi cansancio se disuelve con su energía y mi propia confusión. Las escaleras resuenan con las pisadas de todos los chicos que regresan a sus habitaciones y, por un momento, la casa cobra vida. Han aparecido las enfermeras, de pie en cada rellano, que vigilan en silencio mientras pasamos corriendo a su lado. Sus ojos se fijan en cada uno de nosotros mientras hacen un recuento mental. Pero no sonríen ni nos ofrecen palabras de ánimo. No están aquí para eso.

Ashley es el último en subir y cuando cierra la puerta los demás ya estamos junto a la ventana.

—Mirad —dice Louis, tan pegado al cristal que su aliento lo cubre de vaho—. Gente nueva. Eso es lo que pasa.

Afuera hay dos furgonetas negras, pegadas a las puertas de la casa. Alguien espera en los escalones bajo un gran paraguas y todos sabemos que es la Supervisora. Ella fue la que nos saludó a nuestra llegada. Aunque entonces había más de dos furgonetas. Toda una fila aparentemente interminable de ellas, ocho o nueve, hasta más allá de las elevadas y sólidas puertas automáticas situadas al final del camino.

—Chavales nuevos —susurra Will con los ojos muy abiertos. Estamos acostumbrados a que el grupo disminuya no a que aumente.

—¿Puedes ver cuántos son? —pregunta Ashley, tocando el cristal con los dedos manchados de verde de los rotuladores. Incluso él está intrigado. Aunque los otros encuentran actividades para llenar las tardes, todos se aburren tanto como yo.

—No muchos, por lo que parece —respondo. Abajo se ha abierto la puerta de una de las furgonetas, pero la Supervisora se ha movido hacia delante y tapa con su paraguas nuestra limitada visión.

—¿De dónde vendrán? —pregunta Louis, pensando ya en su inútil recogida de datos.

—Supongo que enseguida les darán una charla —comenta Will— como hicieron con nosotros.

Cuando bajó de la furgoneta tenía las piernas agarrotadas. Los hombres uniformados que le habían apartado de su madre mientras chillaba le ataron al asiento y le inyectaron algo cuando el vehículo se puso en marcha. Pasó abotargado la mayor parte del viaje. No se había dormido pero tampoco tenía ganas de hablar. Por un momento pensó que podía tratarse de un mal sueño, pero luego el efecto del medicamento se desvaneció poco a poco y, aunque no había ventanas para ver el exterior, en determinado momento escuchó el sonido de un motor más fuerte y sintió el vaivén de las olas por debajo, antes de que la furgoneta volviera a arrancar y un aire más fresco se colara por las junturas de la puerta. Hizo algunas preguntas, pero los hombres no le contestaron, mirando hacia delante como si no estuviera allí. Al final se rindió.

Los hombres no descendieron con él de la furgoneta y, tan pronto como pisó atónito el suelo, la puerta corredera se cerró de golpe y el vehículo se marchó, dejándole a la sombra de la imponente mansión. Detrás llegaron otras furgonetas; tres chicos bajaron de la siguiente y se preguntó si su cara tenía el mismo aspecto de nerviosismo que la de ellos. Enfrente había una mujer con uniforme blanco almidonado que les observaba desde las escaleras. Cuando la última furgoneta descargó a sus ocupantes, les condujo adentro.

Se juntaron en el comedor, unos quince refugiados sin equipaje alguno, solo con las ropas que llevaban puestas, un revoltijo de prendas para jóvenes y diferentes modas. La mujer situada al frente de la habitación esperó pacientemente a que las enfermeras repartieran unos vasos de naranjada que todos se bebieron y les pidió silencio.

—Creo que ha habido un error —dijo un chico junto a él—. Mis resultados deben haberse confundido.

Tenía unos trece años, era gordito y llevaba una camiseta negra demasiado grande, con algo de ciencia ficción al frente. Su nombre resultó ser Henry y sería el primero en desaparecer durante la noche. No había ningún error. Su voz temblaba mientras intentaba parecer confiado, pero sonaba asustado. Alguien rio disimuladamente por detrás y su risa se contagió al resto, Toby incluido. Se dirigieron miradas rápidas unos a otros y se formaron vínculos repentinos, aunque por dentro todos pensaban exactamente lo mismo que Henry había dicho en voz alta.

—Me llamaréis Supervisora —dijo la mujer, ignorando el comentario lastimero de Henry—. Estáis aquí porque vuestros análisis de sangre han mostrado que tenéis activo el gen Defectuoso. Sois Defectuosos. ¿Tengo que explicaros lo que eso significa?

Su voz no era agradable ni desagradable, se ajustaba perfectamente a una cara y una expresión neutras. Otra oleada de risillas nerviosas se propagó entre la audiencia. Todos sabían lo que eso significaba aunque no pudieran creer que les estaba pasando a ellos. Toby no había conocido a nadie que hubiera dado positivo en el test. Los positivos eran raros en estos tiempos, eso es lo que su madre siempre decía. Nunca le ocurría a alguien conocido. Como los accidentes de avión.

La Supervisora continuó hablando.

—Este es vuestro hogar ahora. Se os proporcionará ropa y comida y tendréis actividades para pasar el tiempo. Podéis jugar en los terrenos de la casa si os apetece hacerlo. Tendréis que realizar algunas tareas, lo mismo que hacíais en casa, que veréis asignadas en un cuadro situado en el pasillo que lleva a esta sala. Cambiaréis vuestra ropa de cama una vez por semana. Echaréis al saco de la lavandería que os facilitaremos la sábana de abajo y pondréis en su lugar la sábana de arriba. Asimismo, continuaréis vuestros estudios por las mañanas.

—No jodas —dijo alguien en voz alta. Más risas. Toby miró al que acababa de hablar. Le brillaban los ojos. No tenía ni rastro del nerviosismo de Henry y mostraba una actitud arrogante que podía apreciarse simplemente en el modo en que permanecía en pie. Llevaba cigarros en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Entonces Toby aún no había visto el símbolo rasurado en su nuca, pero Jake ya estaba afirmando su posición de cabecilla en medio de esta colección de desafortunados golfillos.

—Ni las enfermeras ni yo nos meteremos en vuestra vida a menos que sea necesario. Nuestro papel es asegurar que estéis cuidados y cómodos. Os mantendremos con la mejor salud posible mientras podamos.

Mientras podamos.

Las risitas nerviosas se desvanecieron a medida que una realidad irreal empezó a invadir el ambiente. No era pánico —y esa fue la primera ocasión en que Toby se preguntó si había algo en la naranjada para mantenerles tranquilos— sino simplemente un ligero oleaje procedente del océano de pavor surgido de repente frente a ellos.

Cuatro

—¿Cómo te llamas? —pregunta Louis.

—¿Cuántos años tienes? —Will vuelve a estar con las piernas cruzadas sobre su cama—. Pareces mayor que Toby.

El chico nuevo ha alterado la calma del Dormitorio 4. Tiene la piel pálida, pero los ojos y el pelo son oscuros y su boca está tan tensa que la mandíbula, de por sí cuadrada, parece más angular de lo que en realidad es. Tiene la ropa extendida sobre la cama. Vaqueros, camisetas, sudaderas con capucha, todo del tamaño adecuado. Cuando llegan a la casa, todos los chicos son medidos y pesados. Las enfermeras han estado ocupadas hoy.

—Tom —el chico nuevo habla a través de sus labios finos —. Tengo diecisiete años —sus ojos se oscurecen cuando hace una pausa—. Y medio.

—Vaya, joder —dice Louis.

Hay un momento de silencio, solo roto por el golpeteo de la lluvia que cae afuera, mientras asimilamos sus palabras. Puedo entender la amargura que sienten los chicos y mi estómago se tensa ligeramente. Si no sucede antes de los dieciocho el riesgo ha pasado. Todos hemos tenido mala suerte, pero Tom, además, ha recibido una patada en los huevos.

—Háblanos de los otros —interviene Ashley. Esta apoyado en el radiador, para no revolver su cama cuidadosamente hecha.

—Me quedan seis meses —Tom no les mira, sino que contempla la ropa desconocida que ahora es suya—. Solo necesitaba otros seis putos meses para superarlo.

—Así es la vida —digo.

Son las primeras palabras que pronuncio. Tom no me cae bien. No lo conozco, pero no me cae bien. ¿Y si su llegada rompe nuestra racha? Es ilógico, pero el miedo está ahí de todas formas. El Dormitorio 4 ya no es el que era esta mañana. Su llegada ha sido como una fractura en la roca.

—Ajá… Háblanos de los otros —dice Louis.

—Ya sabéis cómo llaman a este lugar, ¿no? —por fin Tom ha levantado la mirada—. La Casa de la Muerte.

—¿A quién le importa cómo lo llamen? —reacciono—. Ahora es nuestra casa —empiezo a sentirme enfurecido. Hemos aprendido a superar nuestro miedo, a convivir con él. Ahora tenemos que superar el miedo de Tom.

—Así lo llaman en Londres. No solo a esta casa, a todas las casas.

—Entonces, ¿tú eres de Londres? —los ojos de Louis se iluminan mientras saca del bolsillo un pequeño cuaderno y garabatea en él—. ¿De qué parte de Londres?

—Eso qué más da —responde con acritud y la boca mohína.

—¿Qué hay de los otros? —Will es el tercero que hace esa pregunta. No somos desagradables a propósito, pero no sirve de nada tener compasión. Eres compasivo con alguien que está peor que tú. Pero aquí todos estamos igual de jodidos. Jugamos en un terreno igualado. Y por lo menos Tom ha llegado a los diecisiete y medio.

—Solo hay una chica —responde Tom—. Parece maja. —Sus ojos miran hacia un lado.

—¿Una chica? —se sorprende Will—. No hay muchas chicas —su cara se arruga ligeramente—. Me pregunto si también a ellas les sangran los ojos.

Louis ríe nervioso, no sé si por el comentario o por la expresión sorprendida de Tom. Tampoco sé si Will lo ha dicho a propósito para asustar al nuevo. Es una broma cruel, pero divertida.

—Volvamos a nuestro juego —dice Louis, y Will sonríe. El recién llegado está dejando de ser una novedad y, por otro lado, no va a ir a ninguna parte. Vamos a tener mucho tiempo para conocerle, y en caso contrario, ¿para qué queremos conocerle?

—Vamos a ver, ¿cómo se mueven los caballos?

—Son caballeros, no caballos, y se mueven en forma de L: dos y uno —Louis continúa con la explicación mientras la puerta del dormitorio se cierra tras ellos.

—Voy a regresar a la habitación de manualidades —Ashley se separa del radiador y coge su Biblia de encima de una cómoda de madera. Ni siquiera él, con toda su remilgada caridad cristiana, se ha ofrecido para enseñarle la casa a Tom.

Los dos nos quedamos solos.

—Entonces, tú eres Toby —dice Tom. Cierro los ojos. No quiero hablar. Tampoco es que quiera volver a dormir, pero es preferible. Voy a tener que acostumbrarme a Tom, pero lo haré a mi propio ritmo.

—Eres mayor que los otros —Tom lo intenta de nuevo. Yo no respondo. Pienso en las ganas que tenía de hacerme amigo de Jake, para tener alguien de mi edad con quien andar por ahí, y ahora que Tom ha llegado le estoy rechazando. Pero él no es uno de nosotros. Todavía no, en cualquier caso. Jake, a pesar de todas sus gilipolleces, sí lo es. Además, Tom es mayor que yo. Voy a tener que asegurar mi posición de jefe del Dormitorio 4. Las nuevas llegadas han alterado mi tranquilidad.

Tom no vuelve a hablar pero deja escapar un sonoro suspiro de frustración y luego escucho el crujir y el deslizar de los cajones al guardar la ropa en ellos. Se está instalando. No tiene otra opción.

La tarde discurre lentamente y mi ansiedad crece. Durante la cena, toda la atención está puesta en Tom y en la chica nueva, cuyo nombre, según parece, es Clara. Yo la ignoro. Su mesa está demasiado alejada para verla bien. Además me da la espalda y solo percibo una desaliñada cola de caballo. Pero hay más risas de lo normal en la mesa de las chicas y veo resplandecer la cara de Eleanor. Incluso Harriet parece menos taciturna. Jake se está haciendo el gallito, soltando palabrotas en voz alta. Tom está sentado con nosotros. Cuando se levanta a buscar una taza de té, se detiene en la mesa de las chicas para hablar con Clara y la cara de Tom enrojece de repente. No pasa mucho tiempo antes de que Jake le imite. Si Tom cree que tiene algún derecho sobre la chica porque llegaron juntos, va a tener que aprender mucho más acerca de la casa de lo que piensa. Will y Louis se ríen disimuladamente de los dos chicos mayores que obviamente compiten por llamar la atención de Clara, pero yo paso del tema. Ella debe de ser idiota, todas esas sonrisitas y esas risas, como si estuviera en un campamento de vacaciones o en una excursión escolar. Paso de ese rollo adulador.

En lugar de eso, me fijo en los gemelos; esa es la realidad de la casa y no una chica estúpida que mantiene a todo el mundo girado en su silla. Ellory y Joe son idénticos. O, más bien, eran idénticos. Uno de ellos (creo que es Ellory, porque tiene más acné que su hermano) está sudando copiosamente. Incluso a una distancia de tres o cuatro metros puedo verlo con claridad. Tiene la piel cubierta de un brillo espeso, casi grasiento, que exuda de sus poros. Además se sorbe la nariz continuamente y, de vez en cuando, su pecho se contrae y estira la cara, como si aguantara desesperadamente un ataque de tos. Su hermano se está comiendo la cena de ambos, con el cuerpo algo girado para bloquear la visión de las enfermeras mientras toma bocados del plato de su hermano. Le observo embobado con cierto espanto. Las enfermeras también están observándole, con ojos fríos y oscuros como águilas al acecho de su presa. Los otros chicos del Dormitorio 7 se han apartado un poco de sus compañeros, aunque la misma enfermedad esté propagándose dentro de ellos. Evitan hablar directamente con los gemelos, como si ya no estuvieran ahí. Voy a tener que hacer algún turno de lavado por Louis.

—¿Crees que se lo llevaran esta noche?

Cuando Ashley habla me doy cuenta de que no soy el único que observa a Ellory. Ashley también lo hace, con los labios fruncidos.

—Probablemente.

—Rezaré por él.

—Sí, eso le ayudará —me concentro en la comida, lleno el tenedor de puré de patata y mastico los grumos. No quiero mantener una conversación con Ashley. Puede guardar su mojigatería para sí mismo.

Después de la cena, las enfermeras ponen una película antigua y decido no ir, aunque Will y Louis intentan arrastrarme con ellos. Pero prefiero darme un largo baño con agua muy caliente y tumbarme en la cama mirando al techo. Fuera sigue lloviendo. Me pregunto qué estará pensando Ellory. Me pregunto si ha ido a ver la película. Mi estómago se contrae al pensar que un día, dentro de poco, yo estaré en la situación de Ellory. Me gustaría poder dejar de pensar tanto. Ni siquiera el recuerdo de Julie McKendrick logra distraerme. Termino especulando sobre si se acordará alguna vez de mí o si ya habrá empezado a sonreír a Billy y será él quien deslice la mano por debajo del sujetador en vez de limitarse a soñar con ello.