La casa de las miradas - Daniele Mencarelli - E-Book

La casa de las miradas E-Book

Daniele Mencarelli

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Beschreibung

Daniele es un joven poeta en profunda crisis, trastocado por una "enfermedad invisible" que le ha generado una fuerte dependencia del alcohol y ha arrastrado a su familia a habitar un infierno. Sin embargo, la oportunidad de un trabajo en el servicio de limpieza en un hospital pediátrico de Roma abrirá una perspectiva nueva en su vida. El hospital se convertirá para Daniele en una casa particular, en la que irá encontrando miradas que le herirán y le empujarán a plantearse preguntas incómodas sobre el sufrimiento y el dolor. Pero que también le brindarán respuestas. Con la precisión y la maestría propias del poeta, Daniele Mencarelli nos ofrece este impactante relato de tintes autobiográficos con el que transitar el portentoso camino de quien vuelve a nacer tras vivir inmerso en una espiral de soledad, abandono y oscuridad. "La belleza absoluta y la magia de la palabra escrita están en este libro". (Elena Giorgi, La lettrice geniale). "Mencarelli nos enseña, como solo puede hacerlo quien ha sido golpeado por la vida, qué difícil —pero qué necesario— es escribir la alegría, describir el propio renacer". (Davide Brullo, Il Giornale). "Cuando un poeta se pone a escribir una novela y tiene una historia impactante que contar, el resultado es una pequeña obra maestra". (Daria Bignardi, Vanity Fair).

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Daniele Mencarelli

La casa de las miradas

Traducción de Marta Graupera Canal

Título en idioma original: La casa degli sguardi

© Mondadori Libri, S.p.A., Milán 2020

© de la edición en castellano: Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2020

Traducción de Marta Graupera Canal

Un agradecimiento especial a Maria Cristina Olati,

que ha cuidado la edición del texto original.

Esta novela es fruto de la imaginación. La mirada del narrador ha transfigurado la crónica de los hechos y los personajes realmente existentes o existidos. Por lo demás, toda referencia a personas y hechos reales se debe considerar casual.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN EPUB: 978-84-1339-376-6

Depósito Legal: M-27362-2020

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, Bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

A los luchadores

El pueblo

1

No es un despertar. Es un estremecimiento.

Cada mañana me encuentro tirado en la cama, con una congoja que me oprime la garganta, con palpitaciones, con un temblor continuo que me sacude el cuerpo, un delirio de movimientos.

«No recuerdo nada». Es la frase que repito todas las mañanas.

«No recordar nada». Es mi objetivo cada noche.

Me levanto con movimientos bruscos y repentinos, como un autómata sin coordinación ni coordenadas, llevo los pantalones meados, aparto con el pie el orinal que mi madre ha puesto junto a mi cama, está vacío, como siempre.

Son las seis de la mañana, respiro como si acabara de salir a flote desde lo hondo de un océano negro, sin sonidos, sin sueños.

Ella está allí, dormida sobre los tres escalones que suben a mi habitación. Cómo es posible dormir tumbado en tres escalones solo lo sabe la desesperación. Mi madre es una zahorí desafortunada, para ella el agua son tres hijos a los que cuidar, pero uno, el último, le salió con una enfermedad invisible en el cerebro, o en el corazón, o en toda la sangre que circula por su cuerpo.

Mi madre se levanta desasosegada, con dolor, tiene un brazo entumecido, parece una contorsionista al final del espectáculo, me mira como si estuviese esperando algo, una novedad que no se hace realidad.

Un día me olvidaré incluso de ella, ya no amaré nada, porque no puedo defender nada, no puedo salvar nada. Si es así, que se acabe el mundo, que se acabe todo, no quiero ver morir a mi madre, ni a mi padre, ni ver cómo todo arde en la nada.

Médicos caros me pasaron revista, pero no indicaron una solución posible más allá de tomar pastillas y de horas de terapia, más allá de dar diferentes nombres a lo que se supone que tengo o dejo de tener. Maníaco depresivo. Borderline. Trastorno de personalidad. Síndrome de ansiedad generalizada. Y otros nombres que el olvido engulló.

Y, sin embargo, yo no estoy enfermo, estoy más que vivo, desmesuradamente vivo, como una bestia más consciente que las demás bestias. Actualmente ya no está permitido que los hombres nos hagamos preguntas, que abracemos hasta el final la insensatez sobre la que hemos construido certezas absurdas. La vida, el trabajo, el formar una familia... en todo esto tienes que creer, como un soldado en guerra. Como ignorando que una cosa de nada puede desencadenar el destino, terminar con todo. Porque todo termina, no queda nada. Esta nada es lo que me mata, lo que me ha llevado a este presente tan vacío. Bastaría con que dejase de preguntar, de buscar, bastaría con que fingiese no sentir en todas partes la ausencia de algo, de alguien.

Una ausencia inmensa, que vuelve infeliz incluso el amor.

Mucha gente me dice que escriba, que vuelque todo allí.

Porque yo escribo poesías, hace un par de años publiqué algunas en una revista de literatura, y a partir de ahí en otras. Muchos aprecian mi obra, incluso poetas importantes.

La poesía permite dar testimonio del dolor, pero no lo cura. Las palabras siempre me han acompañado, son cristal y raíz, viaje y cuchilla, lo son todo menos medicina. La poesía no cura, a lo sumo abre, descose la herida, destapa. Pero ya no tengo fuerzas para hacer poesía.

Miro mi imagen en el espejo, el pecho cubierto de quemaduras de los cigarrillos que se me caen cuando me duermo, en la frente un moratón que me hice quién sabe cómo. Tengo veinticinco años, de los últimos cuatro solo tengo esta imagen en el espejo. Y luego el dolor que me ha hecho llorar, y todo ese llanto en el pecho de un padre y una madre, de un hermano y una hermana, sus vidas interrumpidas por mi caída, perfecta como el salto de un campeón olímpico.

Cuatro años logré borrarlos de la memoria, poco a poco lo borraré todo.

2

Más que una enfermedad, es un destino. Una extrañeza infame. Lo que en otros se convierte en tesoro, en mí se transforma en dolor. Es el destino de quien nació para sucumbir.

Mientras que los demás a la nostalgia le sonríen, yo lloro, el recuerdo es un veneno que no sé dosificar, me quema dentro desde que era un niño que quería volver atrás, atrás, hasta el tiempo de una felicidad remota, como de una infancia que nunca viví.

Mientras que los demás gozan del amor que dan y reciben, yo sufro, en mí sucede algo incomprensible que me hace vivir perennemente el amor en el umbral del adiós. No acepto que aquello que amo pueda dejarme, que exista un tiempo para vivir y morir, mis amores tienen la profundidad del universo y nadie me los debería tocar. Pero no es así.

Los hombres dejan de vivir como si fuese natural, se dan por vencidos ante la muerte y nada pueden hacer.

Mis amores mueren cada día. El miedo hace girar como una noria las imágenes en mi cabeza. Ahí cobran vida crueles escenas, ahí mis amores acaban en tragedia, y yo sufro como si esas visiones fueran de carne y hueso.

El miedo es mi demonio, antes de que lo viva lo transforma todo en un desastre que ya estaba escrito, con él he perdido el combate antes de empezar.

Entonces, a curarse.

Métase en el cuerpo la medicina que hace olvidar, que mata el miedo.

Y las medicinas las he probado todas, hasta esta última. Ahora salgo para beber y bebo para salir.

En el certificado del último ingreso el médico escribió: «Abuso de alcohol como adicción secundaria respecto a sustancias estupefacientes».

Me matará una adicción de segunda, la última carta de la baraja.

3

El día típico comienza buscando el coche como primer paso hacia un nuevo olvido. A menudo me lleva horas, recordar la noche anterior es como intentar recordar los meses que anteceden al nacimiento. En la mente un vacío que de vez en cuando escupe un color, una pesadilla, un rostro que surge de quién sabe dónde.

Lo encuentro con un cristal roto y el morro doblado como un acordeón. Ayer tuve tres accidentes, el último a las dos de la tarde por un golpe de sueño. De este me acuerdo perfectamente. El olvido avanza con las horas, arremete a partir del final de la tarde.

Del accidente de hace un mes, en cambio, no recuerdo nada, solo que me encontré volcado en plena carretera, alertado por los frenazos de los coches, instantáneamente sobrio, por lo menos durante los primeros cinco minutos.

Después de ese accidente mi padre dejó de arreglarme el coche, los chapistas donde lo lleva son todos amigos suyos y no quiere que vean «cómo estoy».

La última vez un amigo suyo me invitó a un café, por los temblores ni siquiera podía acercármelo a la boca. Me lo dio mi padre, con su mano me acercaba el vasito de plástico a la boca como a un paralítico mientras trataba de quitarle importancia a la situación ante su amigo.

Nunca le he visto fingir tan mal.

Lo primero que bebo es más que suficiente, lo que vendrá después no cuenta.

Cuentan en cambio las estaciones de mi viaje: dos bares, uno al principio y otro al final del pueblo. Por dónde empiezo y dónde acabo importa poco.

En cada bar un vaso de vino blanco. Un vaso de vino blanco de principio a fin. Es lo que cuesta menos de todo.

El destino del viaje es desconocido, los temblores no, llegan como sacudidas, cada vez más fuertes.

Aunque hoy parece que algo nuevo me visita.

El temblor se ha convertido en calambre, me ha doblado la cabeza y no logro enderezarme.

Quizás es el delirio que avanza, o finalmente me estoy muriendo.

Voy hacia el hospital, luego el olvido llama a la puerta y yo abro.

Cuando me despierto me encuentro en una camilla con un gotero en el brazo, las muñecas atadas con cinta adhesiva, mi padre y mi madre a un lado, dos policías al otro, obligados a desempeñar su papel. Sentirme limitado por la cinta adhesiva me hace perder instantáneamente la calma. Que me liberen. En seguida. Pero no lo hacen.

De lejos una doctora, muy joven, me mira como se podría mirar a un dragón.

Un tirón más fuerte y la cinta salta, me quito el gotero, me empieza a salir sangre de la vena a chorros larguísimos. Veo a gente que corre, incluso los policías, porque no quieren ser bautizados con mi sangre.

Me dan el alta por agotamiento, es la tercera vez que me ingresan en dos meses, y además cuando la psiquiatra de turno, la mujer que me miraba aterrorizada, dijo que no soy un sujeto «medicable», salieron de mi boca palabras vergonzosas en su contra.

Me gustaría saber qué palabras usé, pero eso es territorio del olvido.

Llegamos a casa, mi padre no dice nada, no mira nada, se dirige hacia su habitación encerrado entre sus hombros encorvados, nunca le había visto tan pequeño, a él que es grande como una montaña, tan fuerte que dobla el hierro.

Mi madre en cambio se queda a mi lado, de repente me coge de la mano, hace ademán de que la siga fuera en plena noche.

«Si es que tiene que ser así, por lo menos hagámoslo juntos».

Mi madre me lleva al puente monumental, que es la puerta de entrada a mi pueblo, se para exactamente en el centro.

«Así dejamos de sufrir de una vez por todas».

Mi madre es una pluma dispuesta a volar, está ahí al borde de la vida y no siente nada, desea la muerte que yo le estoy dando gota a gota desde hace cuatro años. Estoy matando a quienes querría proteger de cualquier fenómeno natural, el mal soy yo, yo soy quien está destruyendo todo.

Permanecemos allí un tiempo que no son segundos ni minutos, por mi cabeza pasa el pensamiento de volar hacia abajo, sesenta metros en vuelo de ángel con mi madre, bastaría con transformar este pensamiento en impulso nervioso y todo habría terminado, estoy a punto de hacerlo, y mi madre conmigo.

En cambio, la llevo a casa de la mano, ella ahora parece ausente, tiene en sus ojos el cansancio de quien ha dejado de vivir, aunque estemos volviendo del puente por nuestro propio pie.

Me meto en la cama casi lúcido, ni me acuerdo desde cuándo no me sucedía, en lugar de sueño tengo temblores, es un corazón que late hasta dentro de los oídos. Siento pasos en los tres escalones, es ella que me trae un somnífero, que me quita el jersey manchado de sangre, que todavía tiene el valor de acariciarme. Va a sentarse en su escalón, centinela agotada, un puñado de carne y huesos. Yo me doy la vuelta hacia el otro lado, sin saber qué esperar.

4

Cuando llamo a Davide no siento vergüenza, si uno pide ayuda tiene que hacerlo bien, no me puedo permitir ir con pudor.

Davide es un poeta, un amigo, el único. Es director de una revista literaria, aquella en la que debuté hace un par de años. Me pongo en sus manos, entre otras cosas porque no tengo a nadie más. Tengo que romper la cadena con la que he atado mi vida, todo mi cuerpo, no sé qué quiero llegar a ser, qué quiero ser, pero tengo que intentar seguir vivo.

La llamada es breve, Davide sabe en qué estado de degradación he caído, me dice que hará lo posible, sin pararse a pensar demasiado qué o dónde, lo que cuenta es que yo pueda salir de casa.

Porque, además, ¿qué objeciones podría plantear? En mis miserables condiciones, ¿a qué trabajo puedo aspirar? No necesito mirar hacia atrás para ver todos los fracasos que he cosechado en los últimos años. Mil estudios comenzados y abandonados, oficios otros tantos. Trabajé de representante de climatizadores, de guardia urbano con contrato temporal, de encuadernador de libros, de pinche de cocina. Estudié dos años de Derecho, luego Ciencias de la Comunicación, ambas carreras abandonadas sin demasiados remordimientos.

Hasta los veinte años conseguí mantener a raya la mirada que me ha tocado en suerte, luego explotó todo, los nervios cedieron bajo la continua presión, en su ayuda llegaron los amigos y las drogas, una desesperación divertidísima, por lo menos al principio. Sin embargo, la comitiva se dio cuenta de que mi diversión escondía una voluntad homicida, por lo que a mi alrededor se creó una soledad absoluta. Dios, uno se droga o bebe por diversión, como mucho muere por una casualidad como pueda ser un accidente de tráfico, pero con una cierta moderación, una medida, una capacidad de gestión. Si uno supera ese límite, si en lugar de una alegría desmesurada comienza a producir sufrimiento, se convierte instantáneamente en un paria.

Es una molestia incluso el solo hecho de cruzarse contigo por la calle.

Atardece cuando Davide me llama. Un amigo de un amigo. Una cooperativa de servicios.

Trabajaré en limpieza y portes.

Cuando me dice dónde voy a trabajar no me lo pienso demasiado, escribo todos los datos en un papel.

Desde hace años la cena es una procesión de miradas y silencios. Se come para alimentar el cuerpo, pero ya no para dar vida a un rito de compartir en familia, de diálogo o de juego. Antes no era así. Después llegué yo. Pensarlo me quita la poca hambre que tengo. Solo querría echarme al suelo, besar los pies de aquellos a quienes amo y a quienes estoy haciendo sufrir. Solo querría pedir disculpas, poder volver atrás, no tener que cargar con lo que soy.

«Davide me ha encontrado trabajo, como empleado, en el hospital Bambino Gesù».

Los ojos de mi padre y mi madre están puestos sobre mí. Por lo que entiendo sus sentimientos son distintos. Han recibido la noticia en silencio.

Mi madre tiene miedo, se lo leo en los labios: «En el Bambino Gesù tratan a niños, estuviste también tú de pequeño».

Quizás por el recuerdo, quizás por otra cosa, mi madre se pone a llorar.

«No es un lugar para ti, ver a niños enfermos, ¿estás seguro?».

No respondo, miro a mi padre, me parece como si también él quisiera decir algo, al final permanece en silencio, en la mesa ya no habla casi nada, y menos aún me mira a la cara.

Esa noche llegamos a un acuerdo. Yo propongo no salir siempre que pueda beber tranquilamente en casa. Mis padres al final aceptan, pero solo el poco alcohol que necesito para que me suba todo lo que ya me viaja por el cuerpo.

El olvido llega pronto, en la memoria la última imagen es la de mi madre, la veo como siempre, una peonza en torno a mi cama, menos locuaz de lo habitual. La noticia del Bambino Gesù le bulle dentro sin cesar, se lo leo en cada gesto, en las pausas repentinas que se concede, dominada como está por sus pensamientos.

5

Durante todo el viaje intento recordar la última vez que afronté sobrio un diálogo con otro ser vivo. Nada acude a mi mente. Siento que el miedo aumenta de kilómetro en kilómetro. La timidez del chaval que era con las sustancias y el alcohol se ha transformado en otra cosa, en una vergüenza inmunda, siento sobre mis espaldas una a una todas las miradas del género humano. Esas miradas me desnudan, me ponen de rodillas, esgrimen juicios despiadados sobre mi estado, continuamente. Fobia social, otra patología a incluir en el currículum. La venzo solo con el alcohol, pero esta mañana no puedo beber, se darían cuenta, a estas alturas paso de sobrio a hecho un trapo con medio vaso de vino.

Tomo la vía Appia dirección Roma devorándome las uñas, lo poco que me queda de ellas. Habría podido tomarme un ansiolítico, pero ya es demasiado tarde.

Después del Lungotevere subo hacia el Gianícolo, hace años que no voy por ahí arriba, un fin de año de hace mucho tiempo, no tendría ni dieciocho años. Más atrás un recuerdo borroso, el disparo de cañón a las doce en punto, el teatro de títeres, yo de la mano de mi madre y mi padre. Ahí está. La nostalgia llega con su pedrusco lanzado desde lejos, pero afortunadamente no hay tiempo: un guardacoches sin dientes me propone un sitio infame, en plena curva, sobre el arcén. No me lo tiene que decir dos veces. Son las diez menos diez y en mi vida he llegado tarde a ningún lado, me lo impone mi inseguridad.

Si se llega, se llega antes, incluso horas.

Antes de cruzar la verja de entrada me asomo al mirador que hay justo delante, con Roma extendida a sus pies hasta los confines más lejanos, justo debajo los edificios de la cárcel Regina Coeli, poco distante la enormidad blanca del Soldado Desconocido, y una belleza profusa sin parsimonia. Más arriba, descollando por encima de todo, el Monte Cavo, los pueblos de los Castelli Romani. Mi casa.

El hospital se divide en varios edificios, pregunto a un vigilante dónde se encuentra la oficina de la cooperativa de servicios, él comienza a indicarme el camino y en seguida me entra el pánico.

Desde que me estalló dentro la fobia social no logro mirar a los ojos a las personas, huyo a otra parte con la mirada, quién sabe qué impresión doy a quien me observa, esta pregunta me la repito continuamente, las respuestas siempre son las mismas, pareceré un loco, un drogado, un pobre demente, a menudo las tres cosas a la vez. Solo el olvido me quita de la cabeza este interrogante y las consiguientes respuestas.

Me encamino hacia allí pensando en la primera indicación de la serie infinita que me ha dado el vigilante, tengo que meterme por un callejón subterráneo, un larguísimo pasillo que une los distintos pabellones, en la planta menos uno.

Como primera impresión, ese túnel infinito me hace pensar en una larga arteria que une un órgano a otro, quizá porque el suelo y la parte baja de las paredes están hechos de baldosas rojas. Ahí debajo me pierdo al menos diez veces, me encuentro con médicos, enfermeros, camillas vacías, por fin llego a la oficina de la cooperativa, está al lado del archivo de los expedientes médicos.

La ansiedad explota cuando veo sentadas allí cerca por lo menos a siete, ocho personas, con uniforme gris, las mujeres con una bata larga del mismo color, el cuello amarillo es el único elemento que resalta. Trato de sonreír a todos, pero sin mirar a la cara a nadie, sudo, me esfuerzo por controlar la respiración, por mantener un ritmo regular, calmado, pero sé perfectamente que el intento va a ser inútil.

Mis futuros compañeros de trabajo me dan la mano, se presentan, me olvido de los nombres en el instante exacto en que los escucho.

«Tú debes de ser el nuevo».

Un hombre de unos cuarenta años sale a mi encuentro, es el único sin uniforme, el único que mira a la cara, me tiende la mano pero sin ademán de bienvenida alguno.

«Soy Fabio, el encargado».

Le doy la mano. «Daniele».

«¿La pulidora la dominas o qué?».

Nunca he oído el nombre de ese aparato, digo que no con la cabeza, él sonríe mirando hacia los demás trabajadores. Mi estado confunde a menudo lo real con lo irreal, pero en este caso no es la fobia social lo que hace que mezcle lo que es verdad con lo que tengo en mi cabeza. Fabio ha sonreído a los demás como diciendo «¿entendéis?», o «¿lo habéis oído?». Es como una bofetada humillante.

«¡Ah! ¡Ha llegado el enchufado!».

El comentario, con voz de hombre, ha resonado a mis espaldas, me doy la vuelta y veo otros rostros que se han añadido al público, ahora me miran todos, no sabría decir quién soltó la frase.

«¿Por lo menos un cristal sabrás limpiarlo, no?».

Instintivamente digo que sí con la cabeza, Cristo santo, un cristal lo sé limpiar, Fabio como única respuesta entra rápidamente en el despacho, oigo que revuelve las cosas, regresa con una rasqueta limpiacristales. Ese utensilio lo veo en los semáforos en manos de gente desesperada, cuando me lo pasa intento recordar sus movimientos, después me exhibo como un mimo en una ventana invisible.

Carcajada general.

Daría oro por arremeter contra Fabio, darle un cabezazo en plena cara y se acabaría esa sonrisa, y después darles a todos, uno a uno, incluidas las mujeres, una patada en el culo. O bien, simplemente escaparme de allí.

«Ven acá, que tienes que firmar el contrato».

Entro en el despacho, por todas partes bidones de detergente, escobillones, rollos enormes de bolsas de basura. Fabio me pasa el contrato.

Firmo. Es 3 de marzo de 1999.

«Empiezas mañana por la mañana a las seis, por orden de la dirección te han puesto en el equipo externo, es la posición donde más se gana por eso de las noches, en este hospital había al menos cuatro chavales que esperaban desde hace siglos pasar a esa posición, si antes algunos te clavaron los ojos encima ahora te quedará más claro el porqué».

Asiento con la cabeza. En mi interior no puedo evitar sonreír. Un enchufado entra como directivo en una empresa, no como chico de la limpieza en un hospital.

Fabio se dispone a leer algunas nóminas, ni siquiera se despide. Fuera ya no hay nadie, por lo que doy un suspiro de alivio.

En lugar de volver a hacer el recorrido subterráneo salgo al aire libre, me doy cuenta de que estoy al lado de la otra entrada, la de Urgencias, un enorme cartel lo señala, DER, DEPARTAMENTO EMERGENCIAS RECEPCIÓN. Como evocada por mi cabeza se oye una sirena, la barrera eléctrica se levanta rápidamente, la ambulancia entra a toda velocidad. Permanezco inmóvil, tal y como ha ordenado un vigilante a todos los presentes. Desde dentro del habitáculo, entremezclándose con la sirena, llega claramente el llanto de un niño. Es un llanto fortísimo, causado por quién sabe qué dolor. La ambulancia se detiene ante el DER, yo me encamino en dirección contraria, trastornado todavía por aquella sirena y por el llanto.

El hospital ha cuidado cada detalle, cada dos metros carteles imperativos recuerdan que está prohibido fumar, incluso al aire libre, y yo estoy en unos dos paquetes y medio de cigarrillos al día. Fortuna rojo duro. Me cruzo con personas que me dan la impresión de tener un objetivo preciso, un lugar que les está esperando. Todo es orden y limpieza, precisión, por lo menos eso parece a primera vista. No es como los otros hospitales en los que he estado últimamente, el de Albano en particular, un edificio que parece que haya sobrevivido a un bombardeo, tanto por dentro como por fuera: si la belleza de un lugar representa —aunque sea lejanamente— su esencia, se explica el motivo por el cual allí dentro se muere con poco.

El guardacoches quiere mil liras más y le doy quinientas.

La idea de que mañana por la mañana a las seis tendré que convivir con esos cabrones me pone de los nervios, no sé si voy a poder, acaricio por un instante las palabras de mi madre, siempre podría decir que el ambiente del hospital no iba conmigo por mi sensibilidad. Casi me da risa, yo sacando provecho de lo que más odio de todo en el mundo. La sensibilidad. La vara de medir de los tontos. Como querer medir cualquier otro sentimiento humano. La retórica del poeta sensible, la ahorcaría. Que se hable, si acaso, de haber nacido con la piel más fina, con un número bajísimo de anticuerpos contra todo bien y mal del mundo, desde el dolor a la ternura, melancolía y amor incluidos. Personas a las que con poco las dejas clavadas, basta una flor para agujerearles la piel.

Regreso a casa, dejo Roma a mis espaldas, al menos casi toda, hasta un bar en la zona de la Pirámide, el aparcamiento libre justo delante parece la invitación de un amigo invisible.

«Un vaso de vino blanco».

El día es de aquellos que anuncian la primavera, no por los signos visibles sino por una inclinación de la luz, algo inefable, intraducible.

El alcohol es una ola de suavidad, hace desaparecer las asperezas que me hieren.

Por lo menos hasta el olvido puedo hablar con naturalidad, y con igual naturalidad reír, abrazar. Con el alcohol soy moderado, divertido, un amigo guay, vamos.

Aparte del tema económico, el alcohol es la sustancia por excelencia, quizá es por esto por lo que se ha ganado la legalidad. Quizá, sin que nadie lo sepa, en las altas esferas hicieron alguna selección antes de declararlo legal, una especie de concurso entre todas las sustancias psicotrópicas en el que el premio era justamente la legalidad, la garantía del Estado, la perfección de las perfecciones. Al alcohol llegué el día que prometí al mundo que iba a dejar las sustancias ilegales que me estaban destruyendo, sin contar el dinero prestado que me estaba fundiendo, el peligro de ser detenido, todo lo que le puede suceder a uno que se codea con criminales de toda clase. Con las sustancias empecé a los diecisiete años, entonces era el juego de un chaval como tantos, y durante un tiempo siguió siendo así, entre unas copas para divertirse y un sábado noche que duraba hasta el domingo a la hora de comer. En esa época lo que se llevaba eran los cigarrillos y las pastillas, el éxtasis, las fiestas rave aquí y allá, las discotecas. No sabría decir qué vino antes, cuál fue el orden de los sumandos, lo que entonces no calculé fue mi contexto mental, psicológico. Una cosa es encender una cerilla en medio de un prado y otra cosa encenderla dentro una habitación saturada de gas. Pasamos a la cocaína más o menos todos juntos, por la opinión común de que, entre una sustancia sintética, creada en quién sabe qué laboratorio holandés, y una sustancia «natural» no había punto de comparación en términos de contraindicaciones y peligros. Entre otras cosas porque con las pastillas más de un amigo se quedó ahí encadenado al día de su fin, que no siempre coincidió con el de su muerte. Alguno detenido, alguno «enganchado», con el cerebro frito por la química, otros muertos de verdad, confundidos con el guardarraíl, quemados.

De la cocaína me encantaba la sensación de control, desconocida y que siempre había anhelado, podrá parecer absurdo, pero en mí tenía el efecto de un calmante sin sueño, con la fuerza de poner la realidad a mis pies. No podía pasar nada incontrolado, y aunque así fuera yo podía dominarlo. Pero eran ochenta mil liras por gramo. Y si el alcohol tiene su culmen buscado y obtenido, la cocaína no, como sucede con cualquier otro estupefaciente por lo demás, así que es inevitable volver al punto de partida, en un bajón de nerviosismo y nostalgia, con un afán brutal de conseguir más, y luego más. Con la cocaína llegó la ruptura con la comitiva, con todos los amigos, ni quería ni sabía dominarme, y además mi malestar ahora era evidente, al igual que los comportamientos y las reacciones exageradas. Salid vosotros con uno que se conmueve por una canción, o que se pelea hasta darse de bofetadas por la más absurda de las paranoias. A mi alrededor quedaron solo los camellos y los cocainómanos que me encontraba por la calle, gente de todo tipo, edad y maldición.

Pero al no tener un patrimonio disponible, ni padres que lo tuviesen y me permitiesen fundírmelo, como sucedió a muchos, pronto empezaron los problemas. Trescientas mil liras que desaparecen por aquí, el oro de la comunión que quién sabe dónde está, deudas inesperadas, tasas universitarias imprevistas. Fue mi hermano quien tuvo la certeza de mi problema, se lo dijeron algunos conocidos. La limitación de la vida de provincia. El poco mundo que quedaba en pie se derrumbó a los ojos de mi madre y mi padre. Hasta ese punto habían sobrevivido, porque para destruir la confianza de unos padres hacia su hijo hace falta tiempo y entrega, pero ese paso decretó su fin hasta nueva orden. Prometí dejarlo, sinceramente, experimenté la cadena de la dependencia, cuando sentí que lo había conseguido levanté el vaso para brindar.

Los festejos por la nueva esclavitud.

«Has bebido».

Mi madre no necesita verme la cara u oírme hablar, basta con que ponga un pie en casa para permitir que exhiba esa especie de talento suyo de mujer sensitiva. No sé si lo dice por costumbre o si le basta con mi silencio, ya ni siquiera se para a decírmelo, ni se cabrea. Menos aún intento defenderme. Me iré a dormir, luego por la tarde a la calle a beber, me gustaría encontrar a alguna chica con quien hacerlo, pero es una esperanza que ya doy por perdida. No tengo chica desde hace años, he querido a varias, desde la adolescencia hasta la última que tuve alrededor de los veinte años. Hablábamos incluso de boda, una casa juntos, una familia, luego todo se convirtió en una mala actuación, una imitación de los que tenía a mi alrededor, mi padre, mi hermano. Fue un adiós muy sufrido, ella fue el primer testigo, fuera de mi familia, de mi acelerado naufragio. Todo sucedió una noche, una de las últimas de nuestra relación. Quería acabar con todo, no veía otra salida, pero pensar en el suicidio y ponerlo en práctica son dos cosas bien distintas. Me limité a la desesperación, a destruir platos y adornos, a dar puñetazos contra las paredes, me hice daño, algo que desde siempre se me da muy bien. Fue el primer agudo, la primera nota que emitió mi sufrimiento cada vez más incontrolable. Ella asistió como lo hace una enamorada, quizá no sucedió nada peor gracias a ella. Unos días después le dije que la relación entre nosotros no podía continuar.

Por lo menos hasta hace poco no había vuelto a pensar en ella, pero solo porque el pasado, respecto a este presente tan poco generoso, te llega como una tierra sumamente bella, aunque no sea así.

«¿Cómo ha ido?».

Mi madre se sienta a mi lado en el salón, quién sabe qué quiere que le responda.

«Firmé el contrato, mañana por la mañana a las seis empiezo. También tendré que hacer turnos de noche».

Los ojos de mi madre, todo su rostro, expresan ahora el culmen de un sufrimiento casi inhumano, no se puede ir más allá, la carne se desgarraría.

«Y tú, con lo mal que estás, ¿crees que podrás?».

No respondo en seguida, entre otras cosas porque no sé qué decir, no sé si voy a poder, no sé si quiero de veras.

«Mamá, lo intento, luego ya veremos».

Se me cierran los ojos, haciendo un esfuerzo enorme me voy a mi habitación, ni siquiera me quito la ropa. Otro beneficio del alcohol es esta amistad que te hace entablar con el sueño, siempre tuve problemas para dormir, pasaba horas antes de lograrlo, pero era en el tiempo de la sobriedad. La cuenta con el alcohol se paga al despertar, es como si el cuerpo, sin que lo sepa su dueño, hubiese hecho una serie de repeticiones de los cien metros lisos antes de volver a despertarse. Ya no hay dolores de cabeza, ni náuseas, solo el maldito jadeo y los temblores.

Cuando me despierto es la hora de la cena, debería ducharme, bajo al salón y la mesa ya está puesta. Mis padres a estas alturas hablan un lenguaje sin sonidos, solo gestos, nada se deja al azar, especialmente nada que tenga que ver conmigo.

Una botella de vino blanco en el centro de la mesa es una indicación precisa: ellos querrían que no saliera, sería la segunda noche consecutiva. Lo hacen sin duda por lo que me espera mañana, mi primer día de trabajo. Respondo a su deseo con el mismo lenguaje, ni un sonido. Me siento a la mesa, antes de tocar la comida me lleno el vaso. Mi padre vive este gesto como un latigazo en la espalda que ha de sufrir en silencio, él es un bebedor sano, también mi madre en las ocasiones indicadas bebe medio vasito. Al cabo de pocos minutos emano locuacidad, hablo con optimismo de todo, del trabajo que voy a empezar, de «esta situación» que se resolverá pronto, dentro de poco nos reiremos de ello como de un recuerdo desagradable pero que ha quedado atrás, vencido y superado. Mis padres no responden con la misma locuacidad y optimismo, ya saben que esa labia fluida y chistosa solo es el inicio del fin de mis noches, la alegría que antecede al delirio, nada menos y nada más que un síntoma.

El olvido me invade ahí, sentado al lado de mi padre y mi madre, paso de palabras vacías al vacío absoluto de un modo perfecto, indoloro.

6

La alarma del despertador es una explosión en la oscuridad comprimida de la mente, medio grito es suficiente para sacarme de la cama, me doy cuenta igual de rápido de que la cantidad de sueño que he consumido no es suficiente para darme una sobriedad digna de este nombre. Son las cuatro y cuarenta y cinco minutos.

Sin que me dé tiempo a terminar de constatarlo ya oigo pasos en los tres escalones, se asoman mi madre y mi padre, ella lleva en la mano un vaso rebosante de café, me lo pasa que todavía quema, me cuesta sostenerlo con la mano. Mientras bebo, ellos permanecen mudos, él en su pijama que le queda estrecho por la barriga, ella en su bata de combate.

«Yo te digo solo una cosa, los errores se pueden cometer, la vida hasta un determinado momento te espera, pero llega un punto a partir del cual ya no se vuelve atrás».

Es mi padre quien habló. Aparte de las blasfemias, las ofensas y las maldiciones, merecidas gramo a gramo, hacía tiempo que no me dirigía la palabra. Asiento sin mostrar duda alguna, pero el primero que no se lo cree soy yo, me doy la vuelta para coger la ropa, comienzo a vestirme tratando de no mostrar los problemas de equilibrio que tengo invariablemente, esté sobrio o borracho.

Los dejo en el salón, alrededor de la mesa, uno frente a la otra, imagino las palabras que acompañarán mi salida.

Muchas veces me he preguntado qué harían si se les ofreciese la posibilidad de volver atrás, atrás del todo, hasta ese 26 de abril de 1974, el día en que nací.

Todavía reina la oscuridad, la plaza de Ariccia está completamente desierta, en el puente apenas un par de coches que se dirigen a Roma. En el único bar abierto un café doble en taza grande me arranca el poco aturdimiento que me queda en el cuerpo, luego tiro millas por la vía Appia, desierta y enormemente bella, enormemente bella porque está desierta. Llego en cuarenta y cinco minutos exactos, para hacer el mismo recorrido de día se tarda por lo menos una hora y media. Los aparcamientos en torno al hospital están medio vacíos, todo el Gianícolo parece deshabitado, es marzo, pero el frío matutino todavía es molesto, antes de entrar tomo otro café en el bar de fuera, justo al lado de la entrada.