La cazadora de ángeles - Karime Cardona Kury - E-Book

La cazadora de ángeles E-Book

Karime Cardona Kury

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Beschreibung

Elizabeth ha vivido los primeros años de su vida entre lujos y felicidad, pero todo cambia el día en que cumple veinte años. Sherise, su hermana gemela, es atacada y contrae una extraña enfermedad. Elizabeth hará cualquier cosa por salvarle la vida, incluso venderle su alma a los cazadores de ángeles, aunque eso signifique asesinar a las criaturas más hermosas de la creación. Antares es un ser de otro mundo, forzado a vivir atado a la tierra de los hombres por una maldición antigua. Vive mirando al pasado, recordando los crímenes que alguna vez cometió en nombre de un amor que ahora yace enterrado en la oscuridad. Su vida se consagra a detener a los cazadores de ángeles, pero cuando se enfrenta a Elizabeth, ninguno de los dos estará preparado para los sentimientos que se despiertan imparables.

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LA CAZADORA

DE ÁNGELES

Karine Cardona Cury

Primera edición en digital: noviembre 2017

Título Original: La cazadora de ángeles

©Karine Cardona Cury

©Editorial Romantic Ediciones, 2017

www.romantic-ediciones.com

Imagen de portada ©Zulfiska ©Designus

Diseño de portada: Olalla Pons

ISBN: 978-84-16927-69-2

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los

titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

Índice

PRIMERA PARTE

EL ROSTRO DEL ABISMO

Mercenarios de Muerte

Grigori

El arte en las sombras

Cadáver hermoso

El traidor

Arcángel

Sangre de virgen

La misión

El negociante

Puruel

Desde las alturas

La llamada

Dualidad

SEGUNDA PARTE

EL ABISMO QUE MIRA DE REGRESO

Santuario

La otra hermana

Entre dos mundos

San Patricio

Despertar

Una melodía de Atlantis

Consigna

Nathaniel

TERCERA PARTE

MELODÍA INMORTAL

Atlantis, la inmortal

Pacto de sombras

Dumah

La masacre de Atlantis

Regreso

Descenso al infierno

Bautizo

Demôn Angelicus

Escape

Indulto

Duelo

Epílogo

Para D,

mi ángel caído.

PRIMERA PARTE

EL ROSTRO DEL ABISMO

Mercenarios de Muerte

La sangre caliente bañó sus pies.

“Este es un lugar horrible para morir”, pensó Lizzy, mirando en torno al búnker en que se encontraban. Las paredes estaban tapiadas con metal, del que se desprendían trozos de óxido y sangre. El techo bajo daba la asfixiante sensación de caer sobre ella. Los grafitis dibujados en él le causaban incertidumbre, como maldiciones en un lenguaje que apenas recordara. El aroma predominante era el de sudor y lágrimas: una combinación de sal y vinagre. Lo único bello de esa habitación se hallaba en el piso.

Se trataba de una muchacha. Tenía cabello largo que brillaba con destellos de oro y plata en esa luz pobre que iluminaba la escena. Su piel era inmaculada. Sus ojos grandes habían poseído una coloración azul índigo, líquidos como el mar.

El cuerpo estaba tendido en un ángulo poco natural. Lizzy sintió la acostumbrada incomodidad: una ansiedad que la asfixiaba, el instinto de proteger a la chica a pesar de que ya estaba muerta. Trató de no contemplar los restos de las alas, que habían explotado en una gótica mezcla de blancos níveos y negros abismales. Ver a un ángel muerto era un espectáculo terrible.

Macario lanzó en ese momento una carcajada similar a un ladrido. Era el más salvaje del grupo, el que disfrutaba cada cacería, el que las buscaba, incluso. Adicto, sin duda. Para él ya no existiría marcha atrás. Su cabello castaño iba cortado en tajos erizados. Se pintaba con delineador negro una línea gruesa debajo de los ojos, para hacerlos ver más oscuros, y cubría su cuerpo con ropa de cuero, picos y crestas. “Como un vampiro de hollywood” pensó Lizzy. “No como lo que es, un mercenario de muerte”.

Cuando Macario se inclinó sobre el cuerpo de la joven, a Lizzy no le extrañó que fuera el primero en cobrar tributo: mucho menos que sumergiera los dedos directo en la sangre plateada de la chica, y se llevara luego los dedos a la boca.

—Deliciosa—confirmó Macario con un suspiro satisfecho.

Asher lo miró, molesto. Él era el líder del grupo, el experto siempre en control. A pesar de ser un poco rígido en sus expresiones, Asher era el más atractivo entre los mercenarios. Tenía un cuerpo alto y muscular. Poseía cabello oscuro, ojos negros y labios delgados. Había algo felino en sus movimientos. Lizzy sospechaba que era un mestizo.

Él conseguía a las víctimas, él hacía los tratos y se llevaba siempre la mejor parte del cobro.

Luego de mirar a Macario sumergir de nuevo los dedos en la sangre, Asher le dirigió a Lizzy una mirada llena de comprensión. Ella trató de disimular su expresión de asco, para evitar burlas entre sus compañeros. Odiaba que todos la trataran como “la novata”, aunque llevara con ellos casi medio año. A pesar de todo, seguía sobresaltándose con las muertes, con los impulsos degenerados de los otros mercenarios, incluso con la recompensa. Tampoco los culpaba por despreciarla. Para ella, todo eso era una pesadilla.

—¿Qué opinas?—le preguntó Asher sin parpadear.

Lizzy se encogió de hombros. Marjorie respondió por ella:

—Vamos a cobrar tributo y largarnos de aquí, antes de que Macario beba de más.

Macario le dirigió una sonrisa por la que escurría sangre. Marjorie puso los ojos en blanco. Adoraba a Asher, y haría cualquier cosa por parecer fuerte delante de él. Era delgada y atlética, con una mata de cabello dorado mezclado con luces rojas, ojos crueles de color verde, y boca caprichosa. Siempre se vestía con ropa ajustada, aunque eso la hiciera un poco lenta para atacar.

Marjorie se inclinó sobre la víctima y cobró su tributo, sin dejar de ver a su líder.

Luego, llegó el turno de Vexen, el más callado de todos. Se colocó unos guantes y recogió su porción de sangre en un frasco esterilizado. Llevaba el cabello rubio sobre el rostro. Usaba gafas cuadradas y era tan delgado que nadie lo creería capaz de atacar. Pero era feroz ante las víctimas caídas. Él hacía eso por “el poder” de matar sin piedad a un ángel, y cobrarse tributo. El turno le llegó a Lizzy más pronto de lo que deseaba. Se agachó, lo más alejado posible al cuerpo de la muchacha. Ahora sentía que ya no podía mirarla. Hundió por un segundo los dedos en la sangre plateada. Al instante, sintió calma y tranquilidad, un estado muy extraño de éxtasis, como si flotara y escuchara voces del infinito.

Antes de eso, jamás habría creído en cosas sobrenaturales. Sin embargo, a últimas fechas, todo la empujaba a aceptar las rarezas del mundo.

Al momento que la sangre se internó en su piel, comenzó a dibujarse un círculo en su antebrazo. Asher le había explicado que era normal: de hecho, era consecuencia de su tributo. La sangre de ángel era benéfica de muchas formas diferentes. No obstante, dejaba una huella física en los que la utilizaban. Una cicatriz visible que los marcaba.

Lizzy lo había aceptado, a pesar de todo. Era la única forma de salvar a su hermana Shery. Recogió el resto de su tributo en un tubo de ensayo, y aguardó paciente a que Asher hiciera los últimos rituales: un cántico, una ofrenda, recibir su tributo, y guardar el resto para el contratista. Lizzy se estremeció de solo imaginar lo que toda esa sangre haría en una persona normal, si la consumía de golpe. Pero sin duda, los contratistas no eran personas normales. Ni siquiera debían ser personas.

Pasaron del búnker a un corredor plagado de símbolos. Lizzy sabía que eran protecciones, quizá incluso maldiciones. No le importaba. Su alma estaba condenada de cualquier manera. No se atrevió a preguntar qué sería del cadáver. Siempre desaparecían sin dejar rastro. Pensar en un cementerio de ángeles le parecía tétrico, así que siempre que esas reflexiones comenzaban, las apartaba de su imaginación lo más rápido posible.

—La noche es joven—dijo Macario, aunque según el reloj biológico de Lizzy, debía ser más de la una—. ¿O debería decir eterna?—continuó Macario, lanzando una carcajada irreal.

Las calles de Nueva York hervían aún a esa hora, con trasnochados viajeros que se escurrían por las grandes avenidas y los puentes de pago. Pero eso era en la distancia, en el mundo de la luz. Lizzy se hallaba en la parte más retorcida y despreciable de Manhattan.

El búnker desembocaba en un callejón frío y oscuro, que olía a una mezcla de orines y basura. Las farolas encendidas se vislumbraban a cien metros de ellos, distantes como la realidad. Lizzy se estremeció de pies a cabeza. Cada vez que salían de ese búnker, tenía la misma sensación: eso que vivía era una pesadilla, un sueño febril provocado por alguna enfermedad. Esta Elizabeth no era la real, solo una ilusión. Podía imaginar que no iba acompañada por asesinos de ángeles, y que no se ocultaba en las sombras como la ladrona que era.

Macario seguía armando ruido por delante de todos, bailoteando entre los botes de basura y las ratas. Lizzy se volvió a ver los edificios que asomaban a los costados. Todas las luces estaban apagadas. Las ventanas habían sido rotas a disparos. Ese era un vecindario fantasma. Ningún humano con sentido común se aproximaría.

—Un, dos, tres, me largo de aquí—canturreó Macario y sin más preámbulo, corrió hacia la luz distante del mundo real.

Apenas se había distanciado unos metros de ellos, cuando su cuerpo se desplomó en la acera. La cabeza de Macario voló fuera de su sitio, y rodó hasta los pies de Marjorie.

La mujer dio un alarido, que laceró los oídos de Lizzy. Se quedó petrificada, mientras su cerebro se esforzaba por comprender. ¿Qué había pasado con Macario? ¿Qué estaba ocurriendo?

Una figura alta emergió de entre las sombras. En la mano izquierda traía una guadaña manual, de la que escurría sangre. Lizy tardó en entender que era el arma con la que segó la vida de Macario. Solo se quedó entumida, viendo el brillo de la guadaña en plena oscuridad.

—Vida por vida—pronunció el hombre, con una suavidad inquietante.

Lizzy salió de su estupor. Se volvió al sujeto, pero él no los veía: sus ojos estaban clavados en Asher. Su líder correspondía en silencio. Se había colocado entre su grupo y el invasor, con su usual movimiento felino.

—La próxima vez que nos veamos, mercenarios de la muerte, no seré tan generoso—concluyó el asesino.

La figura se desvaneció en el aire. Lizzy se dejó caer contra la pared más próxima, sintiendo calambres en las piernas. El miedo le ascendía como una arcada por la garganta. En algún lugar, Marjorie continuaba dando alaridos, y Vexen vomitaba.

Asher sujetó a Marjorie y la jaló lejos del cuerpo de Macario.

—Vámonos de aquí—ordenó con sequedad.

Vexen miró a Lizzy. Jamás lo había visto tan asustado. Sin duda, el pánico de sus ojos era un reflejo del miedo que ella misma sentía. Luego, extendió una mano dudosa hacia ella, con una expresión de sorpresa dibujada en el rostro. Parecía asombrado de su propia caballerosidad.

Lizzy se incorporó y asintió un par de veces. No quería que Vexen la tocara. Tambaleándose, siguió las siluetas de Marjorie y Asher hasta el carro.

Era un Ford Fiesta de color negro, un auto discreto y rápido, según Vexen comentó en una ocasión. Lizzy trató de enfocarse en eso, pero aun así, sentía el corazón golpeándole las sienes.

Asher abrió la ventana y encendió un cigarrillo como si nada hubiera sucedido. En esos momentos de incertidumbre, Lizzy no pudo menos que admirar su sangre fría. Marjorie iba en la parte delantera del automóvil, sollozando como un demente. Vexen trataba de calmarse, repitiendo entre dientes que seguía vivo. Sus ojos detrás de las gafas giraban de un lado al otro al menor ruido. Lizzy sentía que su cuerpo estaba atrofiado. No podía moverse ni reaccionar. Una parte de ella se quedó allá atrás, con el cadáver de Macario.

—¿Qué fue eso?—gimió al fin, Vexen.

Asher lo miró a través del espejo retrovisor, sus ojos negros brillando con furia. Al final, solo dijo una palabra:

—Grigori.

Llovía cuando llegó al departamento de su familia.

Carlos, el portero, se le quedó mirando con una profunda arruga en la frente. Con los jeans manchados de sangre plateada, la sudadera desgarrada, y los lentes oscuros, Lizzy contrastaba con el viejo portero, como si fuera un ente del espacio exterior. Carlos jamás lucía desaliñado, parecía cepillar su traje cada cinco minutos y lustrar sus zapatos tres veces al día. Lizzy se preguntó si la habría dejado acercarse al edificio de no ser hija de los Anderson.

—Buenas noches, Carlos—saludó con una sonrisa que esperaba fuera cortés. El hombre respondió con un asentimiento, pero sus ojos oscuros estaban llenos de desdén.

Lizzy cruzó como una exhalación el lobby, y entró al elevador que llevaba hasta el pent-house. El esplendor del edificio luchó por permanecer en sus retinas. Todo en el entorno respiraba soberbia: las paredes de cristal del elevador, el lobby con sus candiles de oro e inmensos cristales Swarovski; las mucamas que, a pesar de la alta hora, se deslizaban silenciosas por los corredores, limpiando; las alfombras persas, los jarrones chinos con flores de la temporada pendiendo del cielo raso; la música suave que palpitaba en el elevador. Un contraste tan crudo con el búnker, que podría enloquecer a cualquiera.

Cuando la puerta se abrió en el último piso, Lizzy se recargó contra la pared, aspirando bocanadas de aire. La arcada que subía por su garganta comenzó a ceder, pero el dolor en su brazo aumentó. Siempre era así, dolía durante un par de horas, la muchacha tomaba ibuprofeno, y se tendía en su cama a dormir. No obstante, ahora había presenciado una muerte más de la que estaba preparada a digerir. Macario. Siempre le pareció un imbécil, una clase de perro rabioso, pero no deseaba su muerte. Mucho menos, de esa manera.

—Grigori—susurró, recordando la palabra que Asher había pronunciado. ¿Qué clase de criatura sería esa?

En los últimos meses, aprendió más de lo que deseara del “otro” mundo. Ese mundo que era invisible para las personas ordinarias. Ese mundo que influía, afectaba y cambiaba sus vidas, sin que tuvieran poder para evitarlo. Ese mundo que le arrebató a su gemela.

Sherise era su única amiga. Sus padres odiaban todo lo ordinario y, sin embargo, vivían vidas sin encanto. Aislados en negocios, en viajes o fiestas privadas, la frivolidad era la orden del día. Shery, era diferente. No existía una persona más dulce que su hermana, una mujer más sensata, un genio más legítimo. Shery era con mucho, la mejor de las dos. Ella nunca habría llegado al extremo de matar ángeles para regresarle a Lizzy la salud.

Apretó los labios y se enderezó. El universo giró en su letanía de colores y sabores dulces, pero poco a poco se estabilizó. Estaba en el recibidor del pent-house familiar. Se encontraba a salvo.

Armándose de valor, cruzó el pasillo hacia la tercera recámara.

Sherise llevaba en estado vegetativo desde hacía un año, cuando ambas cumplieron los veinte. Se trató de un accidente extraño, para el cual Lizzy no tenía explicación. Decenas de doctores desfilaron por su hogar: los mejores especialistas en diferentes áreas. Todo en vano. Shery no le otorgaba su secreto a nadie. Los doctores se encontraban perdidos en explicaciones comunes. Solo llenaban a su hermana de medicinas, y dolor silencioso.

“Es como si solo estuviera dormida y no pudiera despertar”, fue el comentario del jefe de urgencias del hospital presbiteriano.

“Ha vivido fuera de su tiempo, consumiendo la vela de su vida más pronto que otros”, dijo un ministro de la iglesia, al que su padre expulsó de la habitación de su hija, con amenaza de demanda. Robert Anderson no estaba acostumbrado a que nadie le dijera cómo manejar su bien cuidado imperio, que abarcaba incluso a sus tres hijos.

Ni todo el dinero del mundo pudo comprar una cura para Shery. “No, el dinero no”, pensó Lizzy. “Pero mi alma, sí”.

Se deslizó en silencio hacia la habitación de su hermana. Se encontraba como siempre, en semipenumbra. Aun así, eran visibles los estantes de madera en las paredes, cargados de muñecos de felpa, libros de la universidad, cedés, un equipo de sonido Bosé, y medicinas; un rápido viaje por la vida de su hermana.

Al centro de la habitación se anidaba la cama, entre una serie de grotescos tubos, luces palpitantes, monitores y vías sobresaliendo de diversos sectores de la piel de Sherise. Suministraban medicina o alimento, manteniéndola en estado de eterna juventud y tristeza.

Juliana, la enfermera de noche, dormitaba tumbada en una poltrona suave. Tenía oídos agudos y reflejos rápidos, así que, al detectar el movimiento de la puerta, se enderezó azorada.

—Buenas noches, Elizabeth.

Era una mujer grande, robusta, de cara amable y piel oscura. Debía rondar la cincuentena y había algo desvalido en su aire. Lizzy sospechaba que Juliana moría un poco con cada paciente que perdía. Solo un alma caritativa como ella soportaría las extravagancias de los Anderson.

—Buenas noches, Juliana. Te traje pastel de tapioca.

La enfermera sonrió.

—¿Sabes, Lizzy? Cualquiera diría que yo soy la paciente aquí.

Lizzy trató de devolverle la sonrisa.

—Cuidas a Sherise con mucho empeño. Ella te lo agradece, y yo también. Aunque solo yo puedo demostrarlo por las dos.

El rostro blando de Juliana se desdibujó. Por unos segundos, pareció como si luchara contra el impulso de llorar.

—Quieres tus diez minutos de privacidad—dijo la enfermera, con conocimiento de causa. Su cuerpo abandonó la poltrona con un crujido—. Estaré afuera, comiendo pastel.

Juliana ya conocía la rutina. Todos los días, Lizzy pedía “diez minutos” a solas con su hermana. En ese lapso, hablaba con Sherise de su día, tratando de mantenerla al tanto de todo. Y lo más importante, le administraba una medicina que los doctores no conocían.

Lizzy se quedó observando a su gemela, tratando de reconocerla en medio de esa palidez de tumba. Tenía los rizos castaños enredados, y su rostro ovalado se veía anguloso. Las largas pestañas no se movían en absoluto. Había círculos morados en torno a los ojos, y sus labios carecían de color. Esos labios en otro tiempo fueron carnosos y rojos; ahora parecían los de un cadáver. Solo el rítmico movimiento de su pecho debajo de la sábana, daba la seguridad de que su hermana continuaba con vida.

—Hola, Shery. Hoy tuve un día agitado.—Movió la mano hasta la frente de su gemela, y removió un bucle castaño—. Asher te manda saludos.

Por un momento recordó la escena del callejón, y no pudo seguir. Shery solo “sabía” que Asher era un compañero de Lizzy, un chico atractivo. Jamás le mencionó a lo que se dedicaban. Lizzy asistía de ordinario a la escuela de arte, cosa que hacía solo para fastidiar a su padre.

—Traje tu medicina—concluyó sin más presentación.

De su bolsa extrajo el tubo de ensayo. En el interior se deslizaba el líquido plateado, que brillaba bajo la luz artificial de la recámara. Su tributo, su pago por la muerte del ángel.

Destapó el frasco, y empinó su contenido con cuidado por los labios de su hermana. Era una tarea titánica: inclinar su cabeza al ángulo correcto, asegurarse de que el líquido no corriera por la comisura de los labios y se desperdiciara, hacer que los músculos del cuello accionaran el reflejo de tragar. Al menos sabía que sus esfuerzos rendían frutos. Cada vez el reflejo llegaba más rápido.

Cuando se terminó el líquido, una suave coloración rosada tiñó el rostro de Sherise. Sus párpados temblaron una fracción de segundo. Las cuencas de los ojos comenzaron a moverse. Shery estaba soñando.

Lizzy sintió que la tensión abandonaba sus hombros. Acarició las manos de su hermana, y dirigió la vista hacia Juliana, que acababa de entrar a la habitación. El tubo de ensayo desapareció entre los pliegues de su chamarra.

—Delicioso—asintió la enfermera, con una sonrisa.

—Me alegra que lo disfrutaras—dijo Lizzy, fingiendo un bostezo.

—Ve ya a dormir, niña desvelada—reprendió la enfermera, retomando su posición en la poltrona—. Estas no son horas para andar por el mundo de la vigilia.

Lizzy se inclinó sobre la frente de Juliana, y le dio un beso. La enfermera se asombró de la muestra de cariño, y Elizabeth prefirió salir de la habitación antes de que la situación fuera demasiado incómoda.

Cerró la puerta de su recámara con llave, y se echó sobre la cama. Odiaba todo en esa habitación, desde la alfombra suave hasta las pinturas que decoraban las paredes. Era un cuarto que más bien semejaba un pequeño piso, con su vista a la tercera avenida, sus persianas de madera, y sus candelabros. Tenía un recibidor, acondicionado con un par de sofás cómodos. También un área de trabajo, donde se hallaba su caballete de trabajo.

En él, se veía el esbozo de una ciudad muy diferente a la que adornaba la ventana. En ese lugar, jamás caía la noche. Era un sitio de cúpulas doradas, columnas broncíneas, y mar. Ahí, las personas dedicaban sus días al arte y el estudio. Se trataba de un lugar al que le habría gustado escaparse, si existiera de verdad, y no solo en sus sueños.

Su tío Gerald había apoyado su vocación artística. Un desperdicio de tiempo, como enfatizó su padre. Para él, cualquier actividad que no generara metálico, era catalogada de pérdida financiera. Incluso tenía una gráfica sobre el déficit que Elizabeth generaba en la economía familiar. Lizzy no sabía nada de acciones, Wall Street o divisas. Su única pasión eran los colores.

Pero ya no lograba encontrar paz en su actividad favorita. No, desde que se involucrara con los parroquianos del bar Sangre de virgen. Todas sus visiones se habían vuelto sangre, demonios, y criaturas sobrenaturales.

Se desnudó sobre la cama y arrojó la ropa a un lado. Cerró los ojos, tratando en vano de encontrar un escape en su pasado. Era una actividad que realizaba al menos una vez al día: rememorar esa tarde lluviosa en la sala de espera del hospital, aguardando, sufriendo de antemano el veredicto de los doctores. Ninguno de ellos encontraría la respuesta. Shery vagaría en su estado vegetativo por siempre, suspendida en un instante del universo.

Su hermano Robert hijo, no se había dignado a sentarse junto a ella. Permaneció recargado contra un ventanal inmenso, mirando hacia la calle al tiempo que usaba el móvil. Cuando no se encontraba en la oficina, Robert sentía consuelo en sacudir a sus empleados a través de la línea telefónica. Les gritaba, despotricaba con palabras elegantes, y miraba hacia abajo a cualquiera que se viera interesado en su discusión. Era tan parecido a su padre, que a Lizzy le daban escalofríos.

A él no le afectaba la enfermedad de su hermana. Para él, el padecimiento de Shery era solo un daño colateral.

Su madre se hallaba en la cafetería, tratando de conseguir alguna bebida alcohólica. Su padre reprendía al médico, a la enfermera, y a cuanto se cruzaba en su camino. Protestaba por las pruebas no concluyentes, por la inhabilidad del hospital de diagnosticar y curar a Shery, por los costos elevados del suero y la habitación. Todo para él era un negocio fallido. Lizzy se sentía asqueada de los tres, no soportaba encontrarse en su cercanía.

Por lo tanto, caminó por los corredores del hospital, y se sentó en unas bancas del jardín exterior. El aire frío de la noche golpeó todos sus sentidos, sumergiéndola en continuos escalofríos. No le importó, el mundo seguía derrumbándose en el piso diez de ese hospital, en la habitación en que su gemela permanecía suspendida en el tiempo.

—Una gatita congelándose en una banca—dijo alguien a un lado de ella.

Saltó de la sorpresa: no lo escuchó llegar. El hombre que la observaba con interés desde el asiento contiguo tenía el rostro pálido y el cabello negro. Lizzy pensó con sobresalto en los vampiros que salían en los programas de televisión y las películas. Este sujeto era de una edad entre los treinta y los cuarenta, vestido con mezclilla y botas mineras. Sacó un cigarrillo de su bolsillo y se lo ofreció.

—No, gracias, no fumo—dijo Lizzy de forma automática, alejándose un poco.

El hombre se encogió de hombros y encendió el cigarrillo. Durante tres caladas ninguno dijo nada. Lizzy consideró entrar de nuevo al hospital, pero su miedo era absurdo. Sería una grosería si se levantaba en ese momento.

—La vida es una mierda—dijo de pronto el hombre—. Sigues el plan divino a la perfección: vas a misa los domingos, ayudas a tus hijos y prójimos, te empeñas en sacar bien tu trabajo, ¿y para qué?—Una calada profunda más—. De pronto estás en un salón de ventanas negras y muros blancos, viendo morir a uno de tus seres amados.

Se volvió hacia Lizzy. A la luz de halógeno de las lámparas, el tono de sus ojos la sobresaltó por su color ámbar oscuro. Esa parecía la mirada de un león, no la de un hombre.

—¿Cuál es tu historia, maja?

Lizzy brincó cuando su celular comenzó a sonar. Ruborizada por el miedo irracional que había sentido, se disculpó con el hombre y respondió:

—¿Dónde estás, Elizabeth?—demandó la voz pomposa de Robert—. Nuestro padre te está buscando con ahínco.

Lizzy puso los ojos en blanco.

—Ya voy—dijo, cerrando el celular. El hombre la observaba con curiosidad—. Lo lamento, me llaman.

Él asintió, e hizo un movimiento de mano elegante, como si le diera permiso de partir.

La mañana contenía una bruma espesa, una ausencia de luz, que relacionaba con malos presagios. Su hermano Robert la había despertado antes de la salida del sol, pronunciando con su acento más indiferente (celular en mano), que Shery había tenido que ser llevada de nuevo al hospital. Lizzy saltó, se puso unos pantalones de mezclilla, una sudadera y botas. Después, caminó hacia la puerta, descolgando las llaves de la camioneta de su madre, sin preguntarse quién estaría despierto, aunque el olor a café imperaba en el ambiente. Sin duda, su padre estaría leyendo el periódico como cada mañana, tomando una taza de cafeína tras otra.

La camioneta era ostentosa, con acabados en lujo, aunque Brandy Anderson rara vez manejaba. Era difícil hacerlo con algunas onzas de alcohol encima, y Brandy tenía por costumbre comenzar a tomar desde que el día despuntaba, hasta que la noche cubría el cielo. De ordinario, un chófer de nombre Bruno la conducía por toda la ciudad, en especial por la quinta avenida. Lizzy no se atrevería siquiera a pedirle prestado el vehículo a su madre, mucho menos tomarlo sin permiso, pero eso calificaba como una emergencia.

Le pidió a Bruno que saliera del auto, como si lo estuviera asaltando. Él levantó la diminuta línea de sus cejas, y obedeció sin reparos. Lizzy no se molestó en agradecerle. Maldijo todo el camino hacia el hospital, sonando el claxon más de lo necesario, e insultando a los adormilados conductores.

Ascendió distraída, su reflejo distorsionado acompañando al de dos hombres en el elevador. No los miró a los ojos hasta que estuvo en el piso seis, cuando uno de ellos se volvió a ver al otro, mientras la puerta se abría a sus espaldas. Tenían los ojos brillantes y ámbar de los hombres bestia. La espalda de Lizzy se tensó. ¿Cómo no detectó el suave olor a almizcle que despedían sus cuerpos?

Pero ninguno de ellos la importunó. Ambos salieron en el sexto piso, y cuando ella llegó al décimo, ya había olvidado el incidente, pues todos sus sentidos estaban concentrados en Shery.

Trotó por el pasillo azul, ganándose las miradas de reproche de las enfermeras. No conocía a ninguna en ese piso. Esa era una clínica privada, llena de habitaciones espaciosas, así que Lizzy no dudaba que llamaran a seguridad. No se detuvo a preguntar por la habitación de su hermana. Debía ser la misma de siempre.

Cuando abrió la puerta, se quedó de piedra. Shery lucía como un ángel recortado contra todos los artificios mecánicos en derredor, un aura de tecnología que la hacía lucir desvalida. Su piel estaba tan pálida como la de la chica que yacía en el búnker. Lizzy sintió el corazón subirle por la garganta, pero la sorpresa era demasiada. A pesar de su aspecto famélico y desvalido, Shery se incorporó.

Parecía más un movimiento reflejo que una intención precisa. Los ojos de Shery lucían inmensos, tristes. Brillaban con tonalidades verdosas a la luz fluorescente de las lámparas. Su gemela contemplaba sus manos ensartadas con agujas, como si no comprendiera nada. Por un instante, Lizzy sintió que las lágrimas se le escapaban. ¿Era verdad? ¿Al fin su hermana despertaba? ¡Qué extraño debería parecerle todo, alzarse rodeada de aparatos!

—¡Sherise!—gritó, corriendo hacia ella. La mirada de su gemela la detuvo. La observaba con horror, como si no la reconociera.

—¿Lizzy?—dijo en un tono que parecía ser el de una sonámbula. Extendió la mano hacia ella, su boca moviéndose sin articular palabra; una muñeca rota tratando de pedir ayuda—. Lizzy…—gimió.

Elizabeth caminó hasta ella, pero Shery fue más rápida. De algún lugar extrajo un bisturí de cirujano, y lo clavó en su propio pecho. Lizzy trató de gritar. Sin embargo, el sonido había abandonado su mundo. Su hermana siguió cortando, perforando en sus entrañas, hasta que sacó algo largo y brillante de su interior, y se lo ofreció a su gemela.

Era una espada.

Abrió los ojos, sobresaltada. Durante un par de minutos estuvo tratando de reconocer su propia habitación, y de aceptar que nada de lo visto era real: se trataba de una horrible pesadilla. Permaneció inmóvil, observando la oscuridad, sin atreverse a encender las luces. Trató de convencerse que aún soñaba... cuando de entre las sombras se incorporó una figura. Era la silueta de un hombre, recortada contra la ventana y los cientos de luces provenientes de la avenida.

Lizzy sintió que cada segmento de su ser se erizaba. La figura pertenecía a alguien alto y ancho. También eran claras las alas que emergían de su espalda. La muchacha se quedó pasmada, y por su mente se deslizó una idea casi absurda: esas alas eran mucho más grandes que aquellas representadas en los ángeles de la capilla del hospital. Esas alas podrían sostener de verdad a un adulto en pleno vuelo.

Aplaudió un par de veces, y la luz de las lámparas automáticas inundó la habitación. El hombre se llevó el brazo al rostro para cubrirse de la luz. Vestía pantalones de mezclilla y una gabardina café.

“Qué cliché”, pensó Lizzy, asombrada de su repentina calma.

Cuando bajó el brazo, pudo contemplar su rostro. Tenía la sensual belleza de un dios griego, o de un ángel de Bernini. Sus cabellos eran rubios, extendidos como un halo alrededor de sus facciones. Sus ojos azules resaltaban en su rostro, parecían tener luz interior. Lizzy se encontró imaginándose lo sencillo que sería dibujarlo. Después, se dio cuenta que había imaginado las alas.

—Elizabeth—susurró él. Su voz ronca resonó en las paredes de la habitación, semejantes a un cántico.

Lizzy trató de incorporarse, pero las piernas le fallaron. Ese hombre, esa voz, eran inconfundibles. Los contemplaría por siempre en sus pesadillas. Su mente regresó a toda velocidad al callejón. Pudo ver de nuevo la cabeza de Macario, rodando por el asfalto.

Era un grigori. Así lo había llamado Asher. Lizzy había querido buscar esa palabra en las redes; sin embargo, se le olvidó de todo, al ver a su hermana. Ahora, la duda permanecería con ella por siempre. Nunca más buscaría nada en internet.

Fue una horrible sensación de miedo, golpeándole el pecho. Se quedó sin aliento por unos segundos, mientras el hombre avanzaba un par de pasos en su dirección. Estaba segura de que tendría escondida la guadaña manual entre los pliegues de su gabardina. Por eso usaba esa ropa holgada, para ocultar armas en ella.

Los ojos del invasor relucieron un instante, contemplándola a un par de pasos de distancia. Después, alargó la mano hacia ella. Lizzy se levantó de un salto de la cama, en un acto reflejo. Lo siguiente que hizo, fue tratar de golpearlo en la entrepierna.

El hombre se giró, y el golpe le dio en el trasero. Una mano de hierro se cerró en torno a la muñeca derecha de Lizzy. El contacto la quemó. Quiso gritar, pero no le salió la voz.

—Sangue d’angelo—pronunció él, girando su brazo, hasta que la parte interna estuvo a la luz. Ahí se encontraban claras las marcas que habían ido apareciendo en la piel de Lizzy, conforme cobraba el tributo de los asesinatos—. Sangre de ángel.

—¡Yo no los he matado!—gimió ella, desesperada. La voz le salió en un susurro ronco, desbocado por las lágrimas—. ¡Necesito hacerlo! Es la única forma.

Los ojos del grigori se clavaron en ella, llenos de reproches.

—Nunca creí que llegaras tan lejos, Elizabeth. Mercenaria de muerte.

La lanzó hacia la cama con tanta fuerza, que casi cayó del otro lado. Se le quedó observando, aterrada, preguntándose cómo entró al edificio sin que nadie lo descubriera. Pero después de todo, no era humano.

El grigori comenzó a decir palabras que Lizzy no comprendió. Solo sabía que se trataba de algún lenguaje no humano. Si pertenecía a algún demonio, ángel o brujo, lo ignoraba. Miró indecisa hacia la ventana, y se preguntó si valdría la pena lanzarse por ella, en vez de morir ahí delante de esa criatura.

Él pareció no darse cuenta de su movimiento discreto hacia la ventana. Solo obstruía el camino a la puerta, avanzando de un lado al otro, pronunciando a cada segundo, palabras más exaltadas. Pero cuando el cuerpo de Lizzy se lanzó contra la ventana, y rebotó, el hombre guardó silencio. Sus ojos ardían como halos de fuego, contemplándola.

—No puedes suicidarte—gruñó él—. Eso te condenaría aún más.

—¡Aléjate de mí!—gritó Lizzy histérica, tratando de eludirlo. El hombre ya estaba a un paso de ella. Se movía muy rápido.

—El asesino alado vendrá por ti, ahora que has caído—prosiguió él, como si no la escuchara—. Solo hay una forma de evitarlo.

Trató de golpearlo, mas era como luchar contra una pared. Él sujetó la cabeza de la muchacha y oprimió su frente con el dedo pulgar. Un horrible dolor la sacudió. Después, una descarga eléctrica, que volvió el mundo entero del color negro.

Grigori

El ocaso comenzaba en la distancia, más allá del extenso mar que iba y venía con la majestad propia de los dioses. Mientras los tres sacerdotes alineados en una muda procesión ascendían el monte sagrado, el sol comenzó a pintar con sus rayos escarlatas las tibias aguas.

Llegaron a lo alto del monte concentrados en las señales y los rezos, la pregunta de los auspicios cruzando sus labios. No había una sola nota de brisa en la incipiente noche. La luz del sol se apagó, y el carro sagrado inició su recorrido por el inframundo, para no volver hasta vencer las pruebas del mundo desconocido de la oscuridad.

Los sacerdotes colocaron sus preguntas en el aire, suplicando a los olímpicos una respuesta. Iniciaba la temporada de la cosecha. Las dudas en el corazón del pueblo siempre eran las mismas, relacionadas con la lluvia, el sol y la cacería.

Un estallido similar al de mil trompetas de guerra, sacudió los oídos de los sacerdotes a modo de respuesta. Se volvieron como uno al mar, a esa isla gloriosa a miles de nudos de distancia, llamada la tierra de los inmortales. Una bola de fuego, similar al carro del dios sol, iluminó sus miradas, quemando las retinas de dos de ellos.

Solo uno lo vio caer. Prometeo, descendiendo del cielo Olímpico hacia Gea. Luego la lluvia, la eterna lluvia...

El ángel descendió como una estrella fugaz en la noche, desplomándose sin gracia sobre la Tierra. Conforme iba cayendo, sus alas de viento se convirtieron en cenizas, y su cuerpo inmortal en carne y sangre. El cielo eterno se cerraba en torno a él, con pesadas nubes de olvido. El silencio en los coros de ángeles se hizo completo.

El joven miró hacia el cielo ennegrecido. No podía creerlo, sus ojos ya no poseían la capacidad de ver el paraíso que se escondía tras esas nubes. Se sintió solo, vacuo, furioso.

Por un momento, no se percató de la terrible punzada de dolor en su costado. Solo supo que sus sentidos sobrehumanos se cerraban a todo lo que habían conocido.

Comenzó a comprender esas palabras que escuchó antes: hambre, frío, miedo, dolor. Se volvió a su costado para descubrir la lanza, último testigo de su deshonra. Fue arrojado del Paraíso. Luchó contra Puruel y perdió. Ahora yacía en ese mundo frío, lejos de la redención.

Extrajo la lanza, sin cuestionarse qué tan cercano estaba a la mortalidad. El último grigori en caer. Observó sus manos manchadas de sangre, de su propia sangre, como si no supiera qué sustancia era. Sintió el dolor extendiéndose a cada rincón de su ser.

Casi humano. Eso era ahora, una entidad deplorable, arrojada a ese pedazo de tierra. No volvería a su hogar jamás. Lanzó un alarido profundo. Había agua en sus ojos. Agua descendiendo por sus mejillas.

La lluvia comenzó como un torrente de la naturaleza haciendo eco en sus propias lágrimas. Su cuerpo reaccionó con estremecimientos. Pero el frío no lo mataría. Nada lo haría. Se negó a levantarse de ese pedazo de tierra. Dejaría que la hierba creciera en su entorno, y las aves anidaran en su cuerpo.

Su cuerpo.

Lo miró detenidamente. En el principio de los tiempos fue un maravilloso ser, esencia de fuego y alas de viento. Lo que ahora quedaba de él era una vana quimera, mitad humano, mitad ave, con alas quemadas en la atmósfera.

La sangre dejó de manar de la herida, aunque él no se percató en absoluto. Se sentía fascinado con ese espectáculo de horror en el que se acababa de convertir…

Antares.

El sobresalto de encontrarse en Nueva York lo despertó. Cada madrugada ocurría lo mismo, sin importar que hubieran pasado siglos. Ese mundo seguía pareciéndole ajeno, semejante a una pesadilla.

Caminó por su apartamento en penumbra, sin tocar los antiguos jarrones o las estatuas griegas que adornaban la sala. Llegó hasta la prístina cocina y se sirvió una mezcla de brandy con sangre de dragón. Se le estaban acabando las provisiones, debería ir pronto al mercado negro a conseguir más.

Sus ojos se desviaron unos segundos a la guadaña, que colgaba en la pared de la sala como un adorno más. Pensó, no por primera vez, que ese sitio le recordaba a un museo. Por un segundo estuvo consciente de todo lo que lo rodeaba: la mullida alfombra que aún conservaba olor a plástico. La sala de un color blanco que brillaba a la luz de la luna. Las sombras que se deslizaban entre las estatuas y los cuadros de épocas pasadas.

Avanzó hasta la guadaña, eludiendo los enormes cojines. La sujetó con la mano derecha. La sala se desvaneció, dejando en su memoria solo un callejón oscuro, en el que mató al mercenario.

Ashkaniskael lo puso en la pista del grupo de Asher, porque sospechaba de ellos. Pensaba que iban a ejecutar el ritual y reunían sangre de ángel para su cometido. No obstante, a él no le importaban ni el ritual ni el destino de ese mundo.

Abrió los ojos, y levantó las manos. Una cadena casi invisible siguió su movimiento. Seguía encadenado a ese mundo, como lo descubrió una noche, milenios atrás. Las cadenas no eran visibles al ojo común, solo los ángeles podían contemplarlas. Lo evidenciaban como un grigori, así como la descomposición evidenciaba a los demonios.

Salió al balcón. El sol se adivinaba próximo, tanto por el frío de esa hora, como por los suaves contornos luminosos de los edificios.

Observó la ciudad abajo: un conjunto de polución, luces de neón, y automóviles moviéndose uno tras otro, como ovejas en el corral de un cazador. Imaginó la ciudad en llamas, la gente corriendo asustada. Una estampida de animales, que no podría escapar, puesto que el fuego cubriría cada rincón. Consumiría el metal del que estaba construida la Gran Manzana. Los edificios se fundirían, descendiendo sobre sus bases, sepultando a los humanos. Después vendría el mar, entrando por la bahía, concluyendo el trabajo del ángel de la muerte.

Cerró los ojos y se dejó caer desde el balcón. Flotó unos instantes, hasta que sus pies tocaron tierra con suavidad. Solo existía un último cometido en esa vida terrible que ahora llevaba. La venganza.

El Santuario de las Ánimas, se alzaba como una mole fantasmal en un mundo de niebla. Nadie sabía con exactitud quién lo había fundado o con qué fin. Tenía más de tres siglos abandonado, desde que un incendio colosal acabó con parte de la catedral y la hizo inestable. Lo único que quedaba de la nave principal eran piedras ennegrecidas, pero ni el humo lograba ocultar los símbolos extraños, las letras en una lengua no conocida. Parecía un cadáver tapiado, un monstruo amurallado por el gobierno, para que ningún curioso fuera a sufrir un accidente.

La mayoría de las personas se habían acostumbrado a verla sin mirarla.

Antares avanzó como una exhalación por el camino lleno de espinos que crecían en lo que alguna vez fue el atrio. Cruzó las ruinas sin titubear, eludiendo los trozos inmensos de piedra que formaron parte del cielorraso. Se detuvo frente al altar: un promontorio que en otra época albergó trece tronos de oro. Ahora solo quedaban bases de piedra, pues el oro se había derretido en el incendio.

Detrás del altar yacía una puerta disimulada en el suelo de mármol, protegida con magia. Antares unió sus manos y pronunció una sola palabra. La piedra se levantó, revelando unas escaleras por las que el grigori descendió.

El corredor conducía a una cámara ancha, un puesto mortuorio de preparación. Estaba llena de humedad y olor a muerte vieja. En algún momento del pasado eso fue una catacumba, además de un punto de reunión. Si algún arqueólogo hubiera encontrado esa cámara, se habría remontado a las viejas catedrales europeas de los primeros tiempos, en que los muertos reposaban muy cerca de los ángeles y los santos.

Antares cruzó la estancia, y se encontró en un recibidor iluminado por el fuego que ardía en una chimenea de cinco metros. Destacaban dos mullidos muebles, una pequeña mesa central con un juego de té y un escudo con la figura de un grifo.

En uno de los muebles descansaba un hombre de cabellera rojiza, piel dorada, pestañas oscuras y espesas. Su rostro parecía esculpido con cuidado, perfeccionado a tal grado que no lucía humano de tan hermoso. Tenía una constitución delgada, andrógina, y a pesar de encontrarse sentado, era obvio que medía casi dos metros.

Estaba leyendo un periódico, e ignoró la llegada de Antares. No fue hasta un par de minutos después que levantó la mirada, dirigiéndole una sonrisa cálida.

—Antares… hueles a sangre y nephillim. ¿Supongo que los encontraste?

El aludido se encogió de hombros y se dejó caer en el mueble frente a su amigo. Durante unos segundos, lo escrutó con sus ojos azules y asintió.

—Mercenarios de muerte. Comandados por un hijo de Hasmed. Acababan de matar a un ángel del atardecer.

—Oh, un ángel del atardecer…—El hombre dobló su periódico y le dirigió una mirada de reojo a Antares—. Pero sin duda, llegaste muy tarde para detenerlos.

El aludido esbozó una sonrisa.

—No es mi oficio detener mercenarios, Ashkaniskael—respondió Antares con indiferencia—. Estoy buscando lo mismo que las huestes de Lucifer.

Ashkan sonrió.

—Algo más debió suceder. Tu aura está…—aspiró con fuerza— llena de angustia. ¿Qué más viste?

Antares chascó la lengua y se incorporó de un salto. Caminó hacia la mesa y le dio dos golpes con el dedo índice a la tetera que descansaba ahí. Luego sirvió parte del líquido en una de las tazas: un fluido espeso y naranja intenso, y se lo llevó a los labios.

—¿Has encontrado a los portadores?—preguntó Antares.

—No. Pero tampoco lo han hecho Puruel o su hermano caído. Eso me pone muy optimista.

—Solo porque eres un idiota—respondió Antares mirando a Ashkan sin parpadear—. No estamos en ninguna posición de ventaja, y lo sabes.

Ashkan entrecerró los ojos.

—Estás más irritable que de costumbre. ¿El hijo de Hasmed te atacó? ¿Fue una lucha dispar y perdiste? ¿Por eso no pudiste salvar al ángel?

Antares lanzó una risa seca.

—Ya te dije que el ángel no era de mi incumbencia. Ningún hijo de Hasmed podría vencerme. Tus especulaciones absurdas me están cansando. Voy a mi recámara.

—¡Ya lo sé!—cortó Ashkan con un grito triunfal—. Encontraste a un nephillim conocido.

Antares se detuvo en el acto de salir, sintiendo que todos sus músculos se enfriaban. Un golpeteo en la garganta le dijo que, por primera vez en varios años, su sangre se aceleraba.

—¡Lo sabía!—prosiguió Ashkan al sentir el cambio en su amigo—. ¿Duarte? ¿Fenezú?

—Estás cruzando la línea—le advirtió Antares—. Buenas noches, Ashkaniskael.

Los demás salones se hallaban casi vacíos. Era obvio que la mayoría de los grigori se encontraban centrados en otras ocupaciones.

Antares marchó hasta su recámara y se dejó caer en la cama sin desvestirse. Los años que llevaba de vida en ese mundo, le enseñaron que debía regresar siempre al santuario. Sin embargo, en los últimos tiempos se había vuelto un sitio vacío. La mayoría de los ángeles habían emigrado a otras ciudades. Otros, tenían su propia casa. O ya no les interesaba esa batalla.

El mobiliario de su recámara consistía en la cama, una silla y un taburete, en el que Antares no guardaba más que una daga en caso de emergencia. Las paredes eran de piedra y carecía de chimenea. A pesar de eso, la habitación era cálida. Muchos de sus compañeros tenían en sus recámaras tesoros incalculables de épocas pasadas. Antares prefería poner todo eso lejos de Ashkan.

Deslizó la mano al interior de su gabardina y extrajo la guadaña. A la luz del sol, la sangre del hombre relucía en una extraña combinación de negro y plata. La furia de encontrar a los mercenarios le hizo cometer una equivocación: no recolectó el cadáver del decapitado y tampoco el del ángel. Cerró los ojos. Si Ashkan se enteraba, le cobraría tributo por su torpeza. Sujetó la guadaña y la lanzó contra la pared. Se clavó en el muro con un sonido musical, una clase de lamento. La observó un instante, y después, le dio la espalda.

Una serie de escalofríos le corrieron por el cuerpo. Un horrible presentimiento. Sabía que las cosas comenzaban a complicarse.

Aún recordaba la primera vez que vio un grupo de mercenarios de muerte. Eran una mezcla de demonios, humanos caídos y nephillim oscuros. Zigzagueaban por la ciudad, como sombras impuras. Su objetivo era buscar ángeles para acabar con ellos. Tarde o temprano, se convertían en simples autómatas, que ignoraban la catástrofe que se aproximaba. De buena gana los habría matado a todos.