La chica a la que nunca miró - Cathy Williams - E-Book
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La chica a la que nunca miró E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

Habían crecido juntos, pero él en una mansión y ella en la casa del mayordomo James Rocchi siempre lo había tenido todo: dinero, atractivo y una sonrisa demasiado seductora, algo que le había procurado una larga lista de sofisticadas bellezas a su alrededor. Pero nunca se había fijado en Jennifer, la chica corriente que vivía a su lado. Hasta que su vida en París transformó a Jennifer en una mujer elegante con tentadoras curvas. ¡Entonces, no pudo parar de mirarla! Por eso, cuando James le ofreció un trabajo, estaba claro que su interés iba más allá de lo profesional.

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Seitenzahl: 185

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Cathy Williams. Todos los derechos reservados.

LA CHICA A LA QUE NUNCA MIRÓ, N.º 2199 - diciembre 2012

Título original: The Girl He’d Overlooked

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1219-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

JENNIFER miró su reflejo en el espejo. Se sentía como si hubiera vuelto a nacer. Estaba en un restaurante fantástico, con deliciosa comida, incluso el baño era precioso. ¿Acaso podían irle mejor las cosas? Tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes. Ya no se sentía demasiado alta, ni demasiado flaca, ni su boca le parecía demasiado grande. Era una mujer atractiva en la flor de la vida y lo mejor de todo era que James estaba ahí fuera, esperándola.

Jennifer Edwards conocía a James Rocchi de toda la vida. Desde la ventana de su dormitorio en la casa donde había vivido con su padre, había mirado miles de veces hacia la esplendorosa mansión Rocchi, con su impresionante arquitectura victoriana.

De niña, lo había visto como un héroe y lo había perseguido mientras James había jugado con sus amigos. De adolescente, se había enamorado de él, sonrojándose cada vez que lo veía. Sin embargo, él, varios años mayor, lo había ignorado por completo.

Pero Jennifer ya no era una adolescente. Tenía veintiún años, se había licenciado en Lengua Francesa y la habían contratado en el gabinete de abogados parisino donde había pasado todos los veranos trabajando mientras estudiaba.

Era una mujer hecha y derecha. Y se sentía feliz.

Con un suspiro de placer, se retocó el brillo de labios, se colocó el pelo y salió al comedor.

James estaba mirando por la ventana y ella aprovechó para observarlo sin ser vista.

Era un hombre muy viril y atractivo, de los que hacían que las mujeres se dieran la vuelta para admirarlo. Como su padre, que había sido diplomático, tenía el pelo negro y la piel bronceada, fruto de su origen italiano, aunque había heredado los ojos azules de su madre inglesa. Todo en él irradiaba atractivo, desde su pose arrogante hasta un cuerpo musculoso y perfecto.

A Jennifer todavía le costaba creer que estaba con él. Pero James la había invitado a salir y eso le dio la confianza necesaria para seguir avanzando hacia la mesa.

–Tengo… una sorpresa para ti –dijo él con una sonrisa seductora.

–¿Sí? ¿Qué es? –preguntó ella, sin contener su entusiasmo.

–Tendrás que esperar para verla –repuso él sin dejar de sonreír–. Apenas puedo creerme que hayas terminado la carrera y que estés a punto de irte vivir al extranjero…

–Lo sé, pero una oferta de trabajo en París es algo que no se puede rechazar. Ya sabes que aquí no hay muchas oportunidades.

–Sí –afirmó él. Sabía a lo que se refería. Esa era una de las cosas que le gustaban de ella. Se habían conocido desde hacía mucho tiempo, tanto que casi no tenían que explicarse las cosas. Por supuesto, iba a ser maravilloso para ella irse unos años a París. Kent era un pueblo hermoso y apacible, pero era hora de que volara y conociera mundo.

Sin embargo, iba a echarla de menos.

Jennifer se sirvió otro vaso de vino y sonrió.

–Tres tiendas, un banco, dos oficinas, un puesto de correos… ¡y nada de trabajo! Podría haber buscado empleo en Canterbury, que está más cerca, pero…

–No te habría servido de nada tu licenciatura en Francés. Imagino que John va a echarte mucho de menos.

Jennifer tuvo ganas de preguntarle si él también la echaría de menos. James trabajaba en Londres, a cargo de la empresa de su difunto padre, desde hacía seis años. Lo cierto era que solo volvía a Kent algunos fines de semana o en vacaciones.

–No me voy a ir toda la vida –contestó ella, sonriendo–. Mi padre se las arreglará sin mí. Le he enseñado a usar Internet para que podamos comunicarnos por Skype.

Apoyando la cara en las manos, Jennifer observó a su acompañante. James solo tenía veintisiete años, pero parecía mayor. ¿Sería por las responsabilidades que la vida le había puesto desde muy joven? Silvio Rocchi, su padre, había delegado la dirección de su compañía a su mano derecha, que había resultado ser un hombre de poco fiar. Cuando Silvio había muerto, su hijo había sido quien había tenido que salvar lo que había quedado del negocio paterno. ¿Sería eso lo que le había hecho convertirse en un hombre antes de la cuenta?

–Incluso igual le gusta tener la casa para él solo –comentó James, hablando del padre de ella.

–Bueno, se acostumbrará –opinó Jennifer. No creía que su padre disfrutara de estar solo, sin embargo. Habían vivido siempre los dos juntos, desde que la madre de ella había muerto.

–Creo que tu sorpresa se acerca… –señaló él, mirando detrás de ella.

Jennifer se giró y, cuando vio que se acercaban dos camareros con una tarta con bengalas chisporroteantes, cubierta de helado y salsa de chocolate, se sintió un poco decepcionada. Era la clase de sorpresa perfecta para una niña, pero no para una mujer. James sonreía tanto que ella tuvo que sonreír también y soplar las velas, ante los aplausos de los presentes.

–De verdad, James, no tenías que haberte molestado –murmuró ella, mirando el inmenso postre.

–Te lo mereces, Jen –contestó él y quitó las bengalas–. Lo has hecho muy bien en la universidad y ha sido una decisión brillante aceptar ese trabajo en París.

–No tiene nada de brillante aceptar un trabajo.

–Pero París… Cuando mi madre me contó que te lo habían ofrecido, no estaba seguro de que fueras a aceptar.

–¿Qué quieres decir? –quiso saber ella y probó la tarta, más por compromiso que por ganas.

–Sabes a lo que me refiero. No has estado nunca mucho tiempo lejos de casa. Mientras estabas en la universidad, solías venir un par de veces a la semana a ver cómo estaba tu padre.

–Sí, bueno…

–No es nada malo. El mundo sería un lugar mejor si la gente se ocupara de sus parientes mayores.

–No soy una santa –replicó ella, hundiendo un pedazo de tarta en el helado.

–Siempre haces eso.

–¿Qué? –preguntó ella, un poco irritada.

–Mezclar la tarta con el helado y mancharte la boca de chocolate –observó él y le limpió un poco la nata con el dedo. Luego, se lo llevó a la boca, lo lamió y arqueó las cejas.

–Está muy rico. Acércame el helado, vamos a compartirlo.

Jennifer se relajó. Estaba acostumbrada a que él la tratara como una niña. Se acercó un poco, inclinándose a propósito para que su acompañante pudiera verle mejor el escote. No solía vestirse de forma provocativa, pero para esa cita se había arreglado a conciencia.

Era raro, pero siempre le había puesto nerviosa ponerse ropa ajustada delante de James. Le había dado vergüenza sentir su mirada y había temido que la comparara con sus conquistas… y salir perdiendo en la comparación.

–Bueno, ¿vas a dejar algún corazón roto atrás?

Era la primera vez que James le hacía una pregunta tan personal y directa. Llena de satisfacción, meneó la cabeza, queriendo dejarle claro que estaba disponible.

–Ninguno.

–Me sorprende. ¿Qué les pasa a esos chicos de la universidad? Deberían haber hecho cola para salir contigo.

Jennifer se sonrojó.

–Salí con un par de ellos, pero no me convencieron. Solo querían emborracharse y pasarse todo el día jugando delante del ordenador. Ninguno se tomaba la vida en serio.

–A los diecinueve años, la vida no es algo que te tengas que tomar en serio.

–Tú lo hiciste.

–No tuve elección y tú lo sabes.

–Lo sé y seguro que fue difícil, pero no conozco a nadie que hubiera estado a la altura de las circunstancias igual que tú. No tenías experiencia y, aun así, te pusiste manos a la obra y levantaste el negocio.

–Te pondré en la lista de invitados cuando me nombren caballero andante, no te preocupes.

Jennifer se rio y apartó el helado.

–Lo digo en serio. En la universidad, no he conocido a nadie que pudiera haber hecho lo que hiciste tú.

–Eres joven. No deberías estar buscando a un hombre capaz de echarse el mundo a la espalda. Créeme, tienes mucho tiempo para darte cuenta de lo dura que es la vida.

–¡No soy tan joven! Tengo veintiún años. Tú eres solo un poco mayor que yo.

James rio y pidió la cuenta al camarero.

–No le has hecho justicia al postre –comentó él, cambiando de tema–. Siempre me ha gustado que tuvieras tan buen apetito para los dulces. Las chicas con las que suelo salir ni se atreven a probar el postre.

–Por eso son delgadas y yo, no –repuso ella, esperando un cumplido.

Sin embargo, James tenía la atención puesta en el camarero con la cuenta.

Según la velada llegaba a su fin, Jennifer estaba cada vez más nerviosa. Por suerte, el vino que había bebido le ayudaba a relajarse. Al levantarse, se tambaleó un poco.

–Dime que no has bebido demasiado –murmuró él con gesto de preocupación, sosteniéndola del brazo–. Agárrate a mí.

–¡No voy a caerme! –protestó ella–. Hace falta más que unos vasos de vino para eso –añadió, disfrutando del calor de su contacto.

De forma sutil, Jennifer se pegó un poco más a él cuando salieron a la calle. James le rodeó la cintura con el brazo.

Estar con él así era la gloria…

Sin embargo, él rompió el silencio y empezó a preguntarle por su nuevo trabajo en París y por si tenía dónde quedarse. Se ofreció, también, a buscarle un apartamento, pues su compañía tenía unos cuantos en la capital francesa.

Jennifer no quería que hiciera de hermano mayor con ella. Por eso, le dijo que no necesitaba que nadie la cuidara.

–¿Desde cuándo eres tan independiente? –preguntó él con una sonrisa. Entonces, llegaron al coche y le abrió la puerta–. Recuerdo cuando tenías quince años y me pediste que te ayudara a preparar un examen de matemáticas.

–Debí de ser una molestia –opinó ella con sinceridad.

–Más bien, una distracción muy agradable.

–¿Qué quieres decir?

–Yo estaba agobiado de trabajo llevando la compañía de mi padre. Ayudarte y escuchar tus comentarios del colegio era como un respiro para mí.

–¿Y tus novias?

–No me servían de distracción. No me daban más que quebraderos de cabeza –contestó él e hizo una pausa–. Además, te sirvió pues, si no recuerdo mal, sacaste sobresaliente en matemáticas.

Jennifer no dijo nada. En un momento, llegaron a su casa. Era la oportunidad que ella estaba esperando para demostrarle que ya no era una niña que necesitaba ayuda con los deberes.

Era una casa pequeña, junto a la mansión de los Rocchi. En un principio, había sido pensada para albergar al mayordomo de la mansión. Pero, poco antes de que los Rocchi se hubieran mudado allí, había salido a la venta y el padre de Jennifer la había comprado.

Entonces, su madre había muerto, cuando ella había sido solo una niña, y Daisy Rocchi había actuado de figura materna para ella.

–Mi padre no está –comentó Jennifer, miró a James y se aclaró la garganta–. ¿Quieres… entrar para… tomar algo? Tengo vino y creo que mi padre guarda una botella de whisky en el armario.

Por suerte, James aceptó su oferta, aunque dijo que prefería una taza de café.

Dentro, Jennifer encendió la lámpara de pie del salón y se puso a preparar café con manos temblorosas.

Intentó recuperar la seguridad en sí misma que había sentido al mirarse al espejo en el restaurante, cuando se había creído en la cresta de la ola.

Tan sumida estaba en sus pensamientos, que estuvo a punto de dejar caer las dos tazas. Despacio, se acercó a James, que estaba apoyado en el quicio de la puerta de la cocina.

«Ahora o nunca», se dijo Jennifer con determinación. Llevaba demasiado tiempo pensando en él. Lo cierto era que nunca había conseguido romper el hechizo que la envolvía en lo que tenía que ver con James Rocchi.

–Me gustó… lo que me hiciste antes… –balbuceó ella, nerviosa.

–¿La tarta y el helado? –preguntó él, riendo–. Sé muy bien que tienes debilidad por los dulces.

–No. Me refería a después de eso.

–Lo siento. No te entiendo.

–Cuando me rodeaste con el brazo para ir al coche –señaló ella y posó la mano sobre el pecho de él–. James…

Jennifer levantó el rostro hacia él y, antes de que se arrepintiera, se puso de puntillas y lo besó. Al sentir el contacto de sus labios, ella gimió con suavidad y le rodeó el cuello con los brazos, apretándose contra él.

El corazón se le aceleró a toda velocidad, invadida por una sensación que nunca había experimentado antes. Aquel beso no se podía comparar con los que había compartido con otros chicos.

James la correspondió, besándola también, y eso bastó para que ella le tomara la mano y lo guiara debajo de su blusa, hasta el sujetador de encaje que se había puesto para la ocasión.

Estaba tan perdida en el momento que tardó unos segundos en darse cuenta de que James se estaba apartando de ella. Y necesitó unos segundos más para comprender la noche no iba a terminar como había previsto. Él no iba a llevarla al dormitorio. Ni iba a ver las sábanas lisas que había elegido en sustitución de las habituales de flores. Ni las velas que había preparado para la ocasión.

–Jennifer…

Ella se giró, avergonzada.

–Lo siento. Por favor, vete.

–Tenemos que hablar… sobre lo que ha pasado.

–No.

James se acercó para mirarla a la cara, pero ella no levantó la vista del suelo. Ya no se sentía como una mujer estupenda a punto de conquistar al hombre con el que había soñado desde niña. La cruda realidad era que había quedado como una tonta.

–Mírame, Jen, por favor.

–Me he equivocado, James, y lo siento. Pensé… No sé lo que pensé…

–Es una situación embarazosa y lo entiendo, pero…

–¡No digas nada más!

–Tengo que hacerlo. Somos amigos. Si no lo hablamos, las cosas nunca volverán a ser como antes. Me gusta tu compañía. No quiero perder tu amistad. ¡Por favor, Jennifer, por lo menos, mírame!

Ella levantó la vista y, por primera vez, no se sintió cautivada al verlo.

–No te martirices, Jen. Yo te devolví el beso y me disculpo por eso. No debí haberlo hecho.

Pero ¿qué hombre no sucumbiría a una mujer que se lanzaba a sus brazos?, se dijo Jennifer. Sin embargo, James había sido capaz de recuperar la cordura en cuestión de segundos. Ella ni siquiera había sido capaz de tentarlo.

–Eres joven. Y vas a embarcarte en la mayor aventura de tu vida…

–Oh, no, déjalo. No quiero darte pena.

–¡No me das pena! –exclamó él, meneando la cabeza con frustración.

–¡Claro que sí! He sido una tonta y me he puesto en evidencia. De acuerdo, cuando me invitaste a cenar esta noche, creí que era algo más que una cita entre amigos. Me engañé al pensar que habías empezado a verme como a una mujer. ¡Pero, para ti, sigo siendo una niña patosa y poco atractiva!

–No me gusta que te subestimes así.

–No me subestimo –repuso ella, mirándolo a los ojos–. Soy sincera. Me gustabas mucho…

–Eso no tiene nada de malo…

–¿Lo sabías?

–Me gustaba.

–Sí, ya, una agradable distracción cuando tus rubias explosivas te agobiaban demasiado.

–Eras una adolescente y no tiene nada de malo que yo te gustara –señaló él–. Ahora eres joven y te aseguro que, en menos de un año, te olvidarás de todo esto. Conocerás a un tipo agradable y…

–Sí –le interrumpió ella, deseando que la conversación terminara cuanto antes para poder ir a encerrarse en su cuarto.

Por primera vez desde que la conocía, James sintió que ella no era la niña maleable y complaciente de siempre. Se había convertido en una mujer y estaba echándolo de su corazón.

Por alguna extraña razón, era una sensación extraña para él y no le gustaba.

–Tus sentimientos hacia mí son equivocados –afirmó él con tono brusco–. Ya te he dicho que lo que tienes que hacer es fijarte en chicos sin complicaciones, que solo busquen diversión.

–Lo dices como si solo hubiera estado buscando… algo más que solo…

–¿Una aventura de una noche?

Avergonzada, ella se encogió de hombros.

–Te mereces mucho más de lo que yo puedo darte.

Solo la veía como a una niña, se repitió Jennifer, mortificada porque hiciera de hermano mayor con ella.

–No te preocupes por mí, James –dijo ella, forzándose a sonreír–. Estaré bien. Estas cosas pasan –añadió y dio dos pasos atrás–. Lo más probable es que no te vea antes de irme.

–No.

–Claro, estaremos en contacto y seguro que nos encontraremos de vez en cuando –continuó ella, dando otro paso atrás.

–¿Estarás bien?

–Sí. Como te he dicho, conozco el trabajo que voy a hacer. Estoy segura de que podré manejarme.

–Bien. Me alegro.

–Bueno.

James titubeó, sin moverse del sitio.

–Gracias por la cena, James… Hasta otra.

Despacio, él pasó a su lado, hacia la puerta. Parecía preocupado. ¿Acaso creía que ella se iba a tirar por la ventana porque la había rechazado? ¿Tan patética le parecía?

Cuando, al fin, cerró la puerta tras él, Jennifer se derrumbó. Cerró los ojos y recordó lo excitada que había estado cuando se había comprado ropa especial para su gran cita. Había soñado con seducirlo y con satisfacer sus fantasías. De pronto, le pareció que habían pasado millones de años desde entonces. Sin duda, antes de un año, se olvidaría de él.

Capítulo 1

PASARON dos, tres y cuatro años sin que Jennifer volviera a ver a James. Cada Navidad, había invitado a su padre a reunirse con ella en París. Mientras tanto, había ido ascendiendo en la compañía y había logrado un buen sueldo. Podía permitirse pagarle las vacaciones a su padre. Y las pocas veces que había vuelto a Inglaterra, se había asegurado de que las visitas fueran breves y de que James no estuviera cerca.

Aunque había pasado mucho tiempo desde la noche en que él se había ido de su casa, todavía le dolía. Jennifer no quería volverlo a ver y evitarlo se había convertido en un hábito. James le había enviado correos electrónicos y a ella no le había importado responder. Pero, las veces que él había estado de viaje en París y la había llamado para verla, siempre se había buscado una excusa.

Hasta que…

Jennifer se había quedado dormida en el tren y, cuando se despertó, vio que ya estaban llegando a Kent. Tras recoger sus maletas, bajó al frío helador y nevado de su pueblo natal.

No pensaba quedarse mucho tiempo. Solo lo bastante para solucionar un problema que había surgido en su casa. James le había escrito un correo electrónico informándole de que había pasado por delante y había visto agua saliendo por debajo de la puerta principal. Su padre estaba fuera, se había tomado unas vacaciones de tres semanas para visitar a su hermano en Escocia.

El mensaje que había recibido había sido el siguiente:

Puedes pasarle esto a tu padre, si quieres, pero como creo que estás en el país, supongo que igual quieres verlo tú misma, para que él no interrumpa sus días de pesca. Claro, si es que puedes encontrar un hueco en tu apretada agenda.

El tono del mensaje había sido la gota que había colmado el vaso para romper su larga amistad. Jennifer había huido sin mirar atrás y, en el presente, el abismo que los separaba parecía insalvable. Los correos electrónicos de James habían sido cálidos al principio, se habían ido volviendo más fríos y más formales, en proporción directa a las tácticas evasivas de ella. Desde el último, habían pasado por lo menos seis meses.

En París, a Jennifer no le había importado demasiado pensar que su amistad había seguido su curso natural, como no había podido ser de otra manera. Sus esperanzas infantiles habían sido muy poco realistas, al fin y al cabo. Un hombre rico que vivía en una gran mansión poco había tenido que ver con su vecinita más joven y pobretona.

Sin embargo, al llegar a Kent, cada vez recordaba más sus sentimientos hacia él en el pasado.

Jennifer llegó con las maletas hasta una fila de taxis cubiertos por la nieve.

James le había informado de que habían secado el agua, pero había causado muchos daños, que ella debería valorar para comunicárselo a su compañía de seguros. También, le había informado de que había encendido la calefacción para que, cuando llegara, no se quedara congelada. También sabía que él se había ido a Singapur para unas reuniones de trabajo.

Cuando Jennifer pensaba en cómo había terminado su amistad, no podía evitar sentir un nudo en la garganta. Entonces, se recordaba a sí misma la terrible noche donde había quedado como una tonta. Si hubiera sido más fuerte y más madura, habría podido superarlo y seguir manteniendo su relación con él. Pero no había podido.

Para ella había sido una dura lección. Y no pensaba tropezar más veces con la misma piedra. Mirando por la ventanilla del taxi, Jennifer se acomodó, preparándose para el viaje de una hora que la llevaría a casa de su padre.

Hacía mucho que no iba a Kent. Su padre y ella habían pasado las vacaciones en Mallorca, dos semanas de sol y mar, y cada seis semanas, lo invitaba a visitarla en París. Le encantaba poder permitírselo. También, había quedado de vez en cuando con Daisy, la madre de James, en Londres. Y le había dado respuestas evasivas cuando Daisy había querido saber por qué su hijo y ella ya no se veían.