La chica del reino de luces y sombras - Asier Garay - E-Book

La chica del reino de luces y sombras E-Book

Asier Garay

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Las Vegas, año 1995. Sylvia Blake ve morir a su hijo por una bala perdida, y es entonces cuando conoce a Rose, una misteriosa chica que la lleva a salir de su agonía y entrar en Pink Penelope, una banda criminal compuesta solamente por mujeres. Allí, tendrá que volver a descubrirse a sí misma y encontrar el dolor en el fondo de su corazón, al tiempo que se enamora perdidamente de ella. Pero la rueda de la ley y el dinero gira sin parar y nadie da nada por nadie. Sylvia se verá forzada a luchar contra su pasado, mientras ella, Rose y el resto de sus nuevas compañeras tratan de jugar al juego de la élite del crimen: ganar a los hombres más poderosos de la ciudad de luces y sombras.

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La Chica del Reino de Luces y Sombras

Asier Garay

ISBN: 978-84-19796-19-6

1ª edición, septiembre de 2022.

Conversão para formato e-Book: Lucia Quaresma

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

SINOPSIS

Las Vegas, año 1995. Sylvia Blake ve morir a su hijo por una bala perdida, y es entonces cuando conoce a Rose, una misteriosa chica que la lleva a salir de su agonía y entrar en Pink Penelope, una banda criminal compuesta solamente por mujeres. Allí, tendrá que volver a descubrirse a sí misma y encontrar el dolor en el fondo de su corazón, al tiempo que se enamora perdidamente de ella. Pero la rueda de la ley y el dinero gira sin parar y nadie da nada por nadie. Sylvia se verá forzada a luchar contra su pasado, mientras ella, Rose y el resto de sus nuevas compañeras tratan de jugar al juego de la élite del crimen: ganar a los hombres más poderosos de la ciudad de luces y sombras.

CAPÍTULO 1

Ciega pequeña

En esos momentos en los que notas que todo pesa más: los brazos, la cabeza, y esas piernecitas que tanto le quedan por crecer. La mirada en blanco, la suya, y probablemente la mía también. Se le ve tan inocente, tan puro. Nunca he llegado a imaginarme a alguien tan puro como Maxim.

Voy dejándolo en el suelo. Pesa. Me pesa. Y nunca me había pesado así. No sé qué hacer más que eso, dejarlo ahí, quietecito, durmiendo. Se le ve tan dócil. A veces llego a pensar que para mi pequeño el tiempo no pasa, que todo es un juego y que él siempre gana.

En mi boda, dentro de dos semanas, va a llevar un precioso traje azul y va a estar junto a mí en el altar. Lo tengo todo pensado. A Sonny le encanta la idea. He tenido que convencerle de que él no se vista también de azul, sería demasiado vistoso. Le tiene mucho cariño a Maxim, y ha estado considerando seriamente la adopción. La idea de tenerlo como el padre de mi hijo me asusta, me inquieta y me enamora al mismo tiempo. Quizás solo es cuestión de probarlo.

Mi pequeño no acaba de empezar el tercer grado y ya está esperando con ansia las vacaciones de Navidad. Quiere irse a casa de su abuela en Glenbrook, cerca de Carson City. En verano le encanta bañarse en el lago, llenar un cubo de agua, mojarle los zapatos a mi madre y luego correr huyendo de ella. Es algo que ya se ha convertido como en una tradición. A su padre le divertía bastante, y a mí también. A ella no tanto, claro.

De repente no noto el peso de Maxim. Me siento como aliviada, como si me quitaran de encima una carga. Descanso, y respiro. Veo luces moverse. En esta ciudad hay muchas luces, y no termino de acostumbrarme. Sonny siempre dice que Las Vegas nunca te deja cerrar los ojos. Y que me encantará. De lo primero ya me ha convencido; de lo segundo, el tiempo dirá.

Las personas me hablan. ¿Qué personas? Buena pregunta. Al tocar mis pies el suelo me doy cuenta de que he estado subida en un coche. Huele a gasolina, y escucho el ruido de varios motores. Siguen hablándome. Otros, de fondo, gritan. Espero que no sea a mí. Todo el mundo parece estar preocupado por algo. ¿Debería yo preocuparme también? No lo entiendo, nada es corriente, nadie lo es. Esto está durando demasiado, y me estoy sintiendo una estúpida.

Un fuerte impacto de flexos me pega en los ojos. Me quedo ciega. Decenas de manos me arrastran por unos pasillos. Yo camino, sí, pero son ellas las que me empujan y marcan una ruta, que conforme recupero la vista voy reconociendo. La gente sigue gritando y corriendo, pero no entiendo las voces. Estoy como en una burbuja, viendo colores y sombras pasar. ¿Dónde estoy? Que alguien pare esto. Por el amor de Dios, no lo puedo soportar más. El corazón empuja para salirse de mi pecho. Ahora yo también estoy alterada. Necesito una explicación. Necesito que todo se calme.

Necesito ver a mi hijo.

—Señorita Sylvia Blake —dice el hombre—. Madre de Maxim Bradley…

Está sentado enfrente, en un sillón detrás de un escritorio de madera oscura. Hay una lámpara, un ordenador y un montón de papeles desordenados. También hay varias carpetas, con fotos y nombres. Veo algunos mapas, y él va abriendo y cerrando documentos indistintamente, mientras me mira de reojo, con el ceño fruncido y gesto preocupado. Tiene las cejas pobladas, los poros abultados y una barba incipiente y canosa.

—Maxim Blake —le corrijo—. Le queremos cambiar el apellido de su padre y ponerle el mío.

Él me observa con seriedad, abre un archivador y empieza a escribir. Al rato me encuentro respondiendo a burdas preguntas tales como mi edad, procedencia, y otras cosas que voy respondiendo de forma mecánica. Especialmente porque son cosas que él ya sabe y quiere que yo le confirme. ¿Me está analizando? ¿He hecho algo malo?

—No sé a dónde quiere llegar con todo esto —le digo—. Todo está en orden, haga el favor de llevarme con mi hijo.

Me observa de nuevo de soslayo y vuelve a bajar la cabeza. Yo, intentando ahogar mi nerviosismo, miro por la ventana y veo el cielo rosa. Está amaneciendo. Hay algunos coches por la calle, y luego veo pasar una bicicleta. No hace viento. El otoño de Nevada es bastante considerado. Vuelvo a mirar al hombre, que escribe sin parar, sin decirme nada más. De repente me encuentro muy cansada.

—Quiero… —empiezo a decir de nuevo, pero la puerta se abre.

—Inspector Moore, el forense al teléfono —dice una agente, uniformada de los pies a la cabeza.

El hombre asiente, se levanta, camina hacia la salida y desaparece. Me quedo a solas con esa mujer, que hace lo imposible por no mirarme a los ojos. Me cuesta parpadear, por miedo a volver a desvanecerme y perder oportunidades de que me expliquen lo que ocurre. Muevo el pie, nerviosa, hacia adelante, hacia atrás, y en círculos, apoyándome sobre el tobillo, como una peonza. La madera cruje; parece tarima flotante.

—¿Es que acaso tú no eres capaz de ponerte en mi lugar? —le pregunto a la agente, mientras noto que una leve capa de sudor frío me cae por la frente. Ella me mira—. ¿Ni siquiera tú, que eres...?

—¿... una mujer?

La respuesta ha sido arisca. Si me trata como a una víctima, lo disimula muy bien. Sí, he dado por hecho que por ser mujer debería empatizar con una madre como yo. Me siento como una estúpida, por segunda vez.

Regresa el hombre.

—Ya te puedes ir, Rebecca. —La agente se va. Él retrocede sobre sus pasos y se acomoda en su silla, delante de mí. Siento como si lo detestara mucho—. Bien, poco más que decirle. Va a recibir asistencia psicológica. La doctora Sanders es una profesional, especializada en casos como el suyo. Esté segura de que se encuentra en inmejorables manos.

Le miro a los ojos, arropados por esas cejas tan densas.

—Quiero ver a Maxim.

Él cierra los párpados y asiente.

—Le acompaño en el sentimiento, señorita.

Me llevan del brazo por un pasillo. Al entrar, enseguida me percato de la reacción de los agentes: todos me miran. Los gestos me recuerdan a los de la tal Rebecca, como si se apiadaran de mí al mismo tiempo que desconfían. Pero la torpeza de mis pasos no representa la de mis oídos, y puedo escucharlos hablar.

—No le han encontrado antecedentes —dice un chico, rodeado por dos compañeros suyos, mientras me mira de reojo—. Ni problemas de dinero, ni de bandas… nada. No tiene relación con ninguna de esas mierdas.

Sigo caminando.

—No me quiero ni imaginar cómo debe de sentirse —susurra una mujer negra.

Sigo caminando.

—Todo apunta a que fue una bala perdida —dice otra agente—. Es lo más probable.

Pero a su lado se encuentra la chica de antes, esa tal Rebecca, que me mira con recelo y no le contesta nada a su compañera, no al menos delante de mí. Y yo sigo caminando, y nada me hace frenar, girarme hacia ellos y mirarlos sin parpadear. A pesar de que es lo que quiero, darles miedo y que vean que sus palabras no me afectan.

No me afectan, no me afectan.

Vuelvo a sentarme. Estoy en una habitación mucho menos sobria, pintada de azul cielo. Hay dibujos de niños en la pared, y varias fotos enmarcadas, entre ellas la de una familia feliz tumbada entre la hierba de algún lugar en las montañas. Seguro que es Canadá. También veo estanterías con libros, unas mesas, un par de plantas y varias butacas. Yo estoy en una de ellas, y me resulta bastante cómoda. En el suelo hay una moqueta, y enfrente de mí un dispensador de agua. Me levanto a coger un vaso y lo lleno hasta arriba. Bebo despacio. Me sirvo otro y me lo llevo de nuevo a la butaca.

No hace demasiado frío, pero el azul de las paredes me sobrecoge, hasta provocarme la sensación de estar en un frigorífico. Estoy rodeada de cosas que no significan nada, y todo se me hace un poco eterno. La moqueta que debería ser suave la noto áspera cuando la toco con los dedos. La butaca parece más dura que al principio. Los dibujos, cuando los miro, se me asemejan lóbregos y vacíos. Me siento envejecer conforme pasan los minutos. Ya me he acabado el vaso de agua y no me apetece levantarme a por más, a pesar de toda la sed que tengo. Tengo mucha sed. Tengo sed. Quiero beber, y sé que puedo beber más si vuelvo al dispensador. Pero no lo hago, algo me lo impide. Me encuentro en tensión. Toda la habitación me absorbe y aplasto el vaso con la mano. Estoy temblando, y no paro de temblar por mucho que me lo proponga.

Llevo un rato gritando cuando la puerta se abre. Aquella mujer tiene el pelo rizado y gafas de montura verde. La piel blanca, con algunos lunares, y sutil maquillaje. Está vestida de manera poco formal, pero de trabajo. Me inspira tranquilidad. Al tiempo ella me mira, con unos ojos que a lo lejos me parecen marrones. Su llegada me ha hecho callar, pero me ha escuchado, y cierra tras de sí la puerta con lentitud, sin apartar su vista de mí. Sin embargo, a diferencia de todos los demás en este edificio, y a pesar de haber visto y oído mucho más que ellos, no me mira como a una extraña.

Lo primero que hace nada más entrar es ir hacia una de las paredes, coger la foto retrato de la familia feliz en la hierba y colocarlo boca abajo sobre una de las mesas. La sigo con la mirada; quiero que sea ella la primera que hable. Le pagan para que hable la primera, y yo tenga que decir todo lo que quiera después, largo y tendido, durante días, meses, lo que haga falta para curarme. Es en este momento cuando me doy cuenta de que estoy enferma.

—Me piden que te diga que soy la doctora Sanders —dice la recién llegada. Lleva una carpeta con ella y la deja sobre una de las butacas. Luego viene, me quita el vaso arrugado y va a por otro para rellenarlo. Me lo trae, y bebo—. Pero no lo soporto, así que llámame Dina. De esa forma empezaremos con buen pie algo que nos va a costar mucho a las dos.

La miro de nuevo. Es guapa. Los lunares le dan un toque familiar que me viene de maravilla. Sus ojos tienen algo de verde, muy acorde con sus gafas. Me sigue transmitiendo tranquilidad. Parece buena en lo que hace; veremos si es verdad.

—Yo me llamo Sylvia Blake, pero eso supongo que usted ya lo sabrá. —Ella asiente con la mirada y yo bajo la cabeza—. Y no sé lo que me pasa. Siento un vacío, algo que me quema por dentro, algo que no sé cómo explicar.

—Por eso estamos aquí, Sylvia —contesta ella, acercándose unos centímetros por encima del escritorio y mirándome con condescendencia.

Esta noche no duermo bien. No recuerdo siquiera despertarme, pero ya me encuentro caminando sobre las piedras planas de un bonito parque. Me acompañan muchas personas, aunque las veo a todas borrosas, de un color oscuro, que desfilan a mi alrededor, me cogen, me abrazan y me besan. Y me sobran. Me dan demasiado calor encima de este frío leve, no lo necesito.

—Qué poca vergüenza… —dice mi madre. Recuerdo ahora que llegó anoche de Glenbrook y que se hospedó en un hotel al sur de Paradise, y que me estoy quedando con ella por las noches para no volver a casa—. Espero que Tod pueda dormir bien después de no asistir. —Rompe a llorar otra vez—. Eso espero, de todo corazón.

Que mi exmarido no haya venido no me sorprende. De hecho, me da igual. Una persona menos a la que aguantar. Ya tengo suficiente gente a mi alrededor mirándome con cara de pena. Por lo que recuerdo me parece que no he hecho velatorio, y menos mal, porque no soportaría algo como esto dos veces.

—¡Sylvia!

El grito viene desde atrás, y suena a Sonny. Es Sonny. «Hola, Sonny», es justo lo que no le digo. Tan solo me dejo abrazar por él y cierro los ojos. Me aprieta mucho, como esas veces que tiene miedo durante una película de suspense. Siento que al acercarse él, el resto de personas se alejan, y lo agradezco. Bien, ahora, que me suelte.

Me toco la cara, y está húmeda. He llorado. Son las siete de la tarde y ya no estoy en aquel parque. Justo en este momento me viene a la mente la puertecita de granito con el nombre de Maxim, y una foto suya en Yellowstone, del año pasado. Hay números grabados, y consigo recordar que entre ellos estaba la fecha de nacimiento de mi hijo. De la otra fecha no logro acordarme.

—Tampoco hace falta —dice Dina. No para de tomar notas, pero me mira de vez en cuando—. En este momento necesitas despejar tu mente. ¿Qué es lo que sentiste al salir del cementerio?

La observo quitarse las gafas, y no digo nada. En realidad, no me costaría inventarme una respuesta para esa pregunta. Melancolía, miedo, pesar, agonía. Podría ser cualquiera de esas, pero no me apetece responder.

Y, sin embargo, respondo.

—Sentí lo mismo que siento cuando salgo de trabajar por las tardes.

—¿A qué te dedicas?

—Eso no importa.

—A mí sí.

A esta chica, Dina, le pagan por saber de mí y ayudarme con lo que yo le diga. No sé de qué le puede servir saber que trabajo en una consultora, en el departamento de recursos humanos, aguantando todo el día el timbre del teléfono porque lo tengo justo al lado, pegado a la oreja.

—Oficina —digo.

—Oficina —dice.

Meto la mano en el bolsillo y saco mi teléfono móvil. Es un Nokia 2010 que me compró Sonny hace cuatro meses. Tengo diez llamadas perdidas suyas. Tal vez sean más; de hecho, probablemente lo sean, pero el móvil solo recoge diez. No tengo ganas de responder ninguna así que lo vuelvo a guardar.

Al día siguiente, otra vez lo mismo. No duermo en mi casa, y dado que no le he dicho a Sonny dónde está el hotel de mi madre, nunca me encuentra. Es como si no me importara. Voy y vengo de la comisaría como si fuera una delincuente, y escucho hablar a Dina como si yo estuviese loca y alguien me tuviera que curar. Ella no para de decir tonterías. Sé que lo hace con buena intención, y que nada más es su trabajo, pero no consigo centrarme. Así que escucho sus palabras como si fueran eso, tonterías, sonidos que no me entran en la cabeza, que solo la golpean.

Y con el inspector Moore es tanto o más de lo mismo.

—Ante todo quiero que sepa que no tenemos ninguna sospecha sobre usted —me dice. Estamos en su despacho, el mismo de siempre—. Pero la causante de todo esto fue una bala, y debemos eliminar toda posibilidad...

—Y yo le responderé: esta ciudad es un nido de mierda —le espeto, acercándome a él desde el otro lado de la mesa—. Podría haberle pasado a cualquier otro, pero le pasó a él. ¿Qué quiere que le conteste?

Moore se me queda mirando, vacilante.

—Verá, tenemos ciertos... objetivos. Hay muchos delincuentes en busca y captura en Las Vegas, y su testimonio puede ayudarnos mucho.

—No habrá ayuda porque no hay testimonio. Yo no vi nada. Y ahora, si no le importa, debo volver a casa con mi hijo.

Al salir, me siento en uno de los bancos del pasillo a descansar. Ya no debe de quedar casi nadie en esta planta de las oficinas. Son las nueve de la noche. Miro hacia el techo y veo uno de los apliques parpadear, casi al son de otro que hay varias puertas más hacia la izquierda. Me pica una pierna y me rasco. Al instante paro, porque sé cómo acaba eso siempre.

Una puerta se abre y sale una cabellera rosa intensa. Debajo hay una persona, claro, pero la melena es tan llamativa que todo lo demás me parece secundario. Luego se gira hacia mí, me mira de reojo y sigue caminando por el pasillo. Se marcha. No, se queda. Va al baño. Espero paciente hasta que escucho la cisterna. La chica tira varias veces antes de salir. Me vuelve a mirar, y esta vez se espera un rato más. Va vestida de negro: una básica oscura, una rebeca arremangada del mismo color, algunos pendientes, algún tatuaje, pantalones apretados. La melena rosa la luce espesa, un poco alborotada, con grandes ondas cayéndole sobre los hombros.

La chica se acerca, pasa por delante de mí y se va en la otra dirección. Desaparece al girar una esquina, y vuelvo a estar sola. El sonido de los pasos es pesado; lleva botas y por lo visto ni me he fijado. Me gustan las botas.

Las botas vuelven. Nadie pega un cambio de sentido dos veces porque sí. La chica del pelo rosa reaparece y se acerca a mí. De repente la tengo al lado, de pie. Me da un poco de miedo, tan de cerca. Me impone. La miro, y me doy cuenta de que tiene la mirada oscura, maquillaje hecho de carbón y los labios en atrevido carmín. Es algo delgada, tiene buena planta. Su tez morena la hace atractiva. Me gustaría tener sus curvas.

La chica da unos pasos hacia atrás y se sienta en el banco de enfrente. Probablemente me sigue mirando, pero mis ojos apuntan al granito del suelo. Siento el pulso fuerte en mi muñeca, y la rodeo con los dedos de la otra mano. Me cuesta un poco respirar. Seguimos ella y yo, solas aquí. El agente de guardia debe haberse ido a fumar, y no sé dónde están ni Moore ni Dina.

Ya da igual.

—¿En qué vía has descarrilado tú? —dice. Tiene un timbre de voz armónico, un hablar calmado, pero estoy tan nerviosa que apenas lo aprecio.

La miro. Solo puede estar hablándome a mí. A veces escucho historias de locas reincidentes, cargadas de espantosos antecedentes, que hablan consigo mismas para redimir sus pecados. O para alentarlos.

—¿Tan fuerte has descarrilado? —insiste; desvío la vista—. ¿Estoy hablando con un cadáver? ¿No puedes hablar?

La vuelvo a mirar. No entiendo por qué no se marcha, sin más. ¿Qué la retiene aquí, hablando conmigo, como si acaso yo quisiese lo mismo? Quiero que se vaya. Me perturba. Quiero estar sola un rato antes de irme de nuevo al hotel.

—¿Sabes lo que creo? —continúa—. Que todos aquí te ven como una pobre chica inocente, una bonita canica que se ha caído rodando por una rampa. —Esta vez no aparto mis ojos de los suyos—. Pero yo creo que tu historia es otra.

No puedo aguantar más.

—No me conoces.

—A veces no me conozco ni a mí misma, como para conocerte a ti. Es tan complicado… Es tan difícil saber qué se encuentra tras las sombras de una persona. De algo te puedo asegurar, canica: son todo sorpresas.

—No me llamo «canica» —le espeto—. Me llamo…

—No quiero saber tu nombre. Ya has escuchado lo que opino de las sombras, y a veces las sorpresas no me gustan. Por miedo a aquello que me pueda sorprender, ¿comprendes?

—Como quieras.

Sigo esperando a que se vaya. Si no se va ella, me voy yo. Sin embargo, ya no me encuentro tan mal. Necesitaba escuchar una voz que no fuera la de Dina dándome lecciones de vida, o la de Moore, o la de mi madre lamentándose. O que las lecciones de vida viniesen de otra persona que no fuera ninguno de ellos tres.

—A mí me llaman Rose —prosigue la chica.

—«Rose» es un nombre.

—Ya, pero puede que no sea el mío, ¿no te parece?

Tiene razón. A lo mejor lleva mintiéndome desde que ha abierto la boca. Rose, la mentirosa. No soporto estar más tiempo aquí, así que me levanto. Ella no hace ni un intento de seguirme, solo me mira, con las piernas cruzadas una encima de la otra y las manos entrelazadas sobre el regazo.

Me voy.

Estoy subiendo unas escaleras. Tal vez haya llegado al hotel sin darme cuenta y lleve pensando en aquella chica desde que salí de la comisaría. Los pasos suenan con eco, y no veo a nadie por ningún lado. Sigo subiendo, hasta que llego a una puerta de metal. Sé de sobra que no es la habitación de mi madre. Entro y mis pies pisan algo irregular. Es grava, miles de piedrecitas blancas. Sigo caminando, y estoy fuera, en el exterior. Veo luces en la distancia, los altos edificios de colores que pintan el cielo. Puedo leer un gran letrero al revés que dice «ECILOP». Me acerco a la «L» y me subo a ella. Me miro las zapatillas y veo los cordones agitarse levemente con el aire.

No hace frío, me siento en calma. El ruido de los coches se me antoja lejos, como si se encontrara a cientos de plantas de distancia. El bullicio de la gente no existe, ni sus risas, ni sus quejas, ni sus pisadas en la acera. Todo está en un mundo aparte que no veo. Solo observo los cordones de mis zapatillas agitarse, deslizarse hacia abajo y colgar muertos. Las últimas veinticuatro horas las he pasado sin llevar zapatos ni tacones; Dina dice que es para que esté más cómoda. Pero Dina, la comodidad no arregla nada. Sigo en el mismo punto, sigo sobre el vacío, como un péndulo sin inercia que se cierne en la gravedad. No veo el suelo, y si no lo veo es que no está. No hay suelo. La noche lo invade todo. Solo las luces del horizonte me alejan de las tinieblas. Los casinos, los hoteles, sus neones vibrantes y su ajetreada vida. En esta ciudad hay mucha gente con vidas muy distintas.

—¿A qué esperas? —dice una voz detrás de mí. La reconozco, porque ya no la soporto—. Hazlo, venga. No dudes. No hay nadie más valiente ni más cobarde que el suicida.

Sé que va a venir hacia mí. Es como si la conociera de toda la vida, como si pudiese anticiparme a sus movimientos con tan solo haberla escuchado hablar unos minutos. Oigo sus pisadas en la grava, la delatan. Camina lento, clavando sus botas entre las piedras. Se me hace eterno. Parece que venga desde el otro lado del planeta, como si nunca fuese a llegar. Quiero que venga, quiero que me coja y me saque de aquí. No quiero estar aquí. De repente siento frío, mucho frío. Los cordones tiran de mí hacia abajo, con una fuerza que solo puede ser fruto de mi imaginación atormentada.

Noto unas manos en la espalda. Rose tiene las palmas abiertas sobre mis omóplatos, como si me estuviese empujando. Siento que con ella ahí es más fácil inclinarme y dejarme caer. Esta chica ha tomado la decisión por mí, tras hablar de valentía y cobardía. Me debe de quedar solamente de esto último. Y sigue sin decirme nada. Tal vez ya lo haya dicho todo; tal vez solo me toque actuar a mí. Ella no sabe lo que me ocurre, no tiene ni idea de mi vida. ¿Qué hace aquí? ¿Y por qué? Me pesan los párpados, me pesa todo el cuerpo. Y sus manos siguen inmóviles.

—Quiero que tengas valor —dice ella tras un rato de silencio.

—¿Por qué te importo tanto?

—¿Importarme? —se ríe—. Ni siquiera me interesa qué es lo que te ha pasado, solo sé que el mundo ha terminado para ti.

—¿Y qué hago ahora?

Noto su aliento en la nuca, se ha acercado a mí. Si Rose extiende los brazos hacia delante de golpe, me empujará al vacío. No confío nada en ella, pero algo me impide moverme.

Sus labios me rozan el levísimo vello de los oídos.

—Morir —dice—, para volver a nacer.

Entonces lo sé. Lo primero que hago es agacharme rápidamente. Casi me caigo al hacerlo, pero sus brazos se apoyan sobre mis hombros y me rodean el cuello. Me siento a salvo, sobre aquella L brillante. Ninguna de las dos dice nada. Tal vez me haya caído y todo esto sea lo que se ve después de la muerte, esa sensación de protección. Esa percepción de que nada malo puede pasarte ya.

—Ven conmigo, canica —me susurra Rose.

CAPÍTULO 2

Mano dominada

Me caigo hacia atrás y me hago daño sobre la grava de la azotea. Miro a mi derecha y veo que esta chica, Rose, me espera desde uno de los bordes, con un pie en la escalera de incendios. Trato de preguntar «¿a dónde?», pero en lugar de eso me levanto y la sigo. Parece que tiene prisa, aunque hasta ahora se la veía calmada. Algo ha cambiado que la ha hecho apresurarse.

Bajamos por las escaleras, haciendo ruido mientras golpeamos la chapa metálica con nuestras pisadas. Continúo detrás, poniendo fe ciega en ella, como si al hablarme al oído me hubiese hechizado y ahora controlase todo lo que hago. Además, de alguna forma está convencida de que puedo alcanzar su ritmo, y por ahora así es, hasta que descuelga una escalera que pega contra el suelo y las dos tocamos pie con piedra.

Estamos detrás de la comisaría, en uno de los callejones.

—¿Y ahora qué? —pregunto yo.

—Ahora, continuamos.

Echa a correr. Yo suelto un suspiro y la sigo. En la noche, las luces de la calle golpean su cabello rosa y lo hacen centellear, mientras este se balancea en ondas de un lado para otro. Desde luego, tengo que confesar que me embruja, como un péndulo que hipnotiza en las sombras y te hace seguir hacia adelante sin pensar un porqué.

Cruzamos por delante de los coches, los escasos que recorren a estas horas las afueras de Las Vegas. Apartamos personas, saltamos vallas, y nos adentramos en siniestros recovecos entre los edificios. Un patrón, un camino definido: Rose ya ha hecho este recorrido antes.

—¿Qué estás buscando? —le pregunto, parándome en seco.

Ella se detiene unos metros más adelante y se vuelve hacia mí. Jadea levemente, pero esboza una tímida sonrisa.

—Yo no busco nada, no en este momento al menos. —Ahora sí que sonríe con toda su amplitud—. No, canica, es a mí a quien buscan.

—¿Cómo?

—No hay tiempo para explicaciones. Me corre prisa, ¡venga!

Reemprendemos la marcha. Yo estoy todavía más confusa que al principio. Sin embargo, no doy media vuelta. Continúo siguiendo a esta chica misteriosa, a esta centelleante cabellera rosa que se difumina en la noche y que no sé muy bien a dónde pretende llegar, o de dónde pretende escapar.

—¡Necesito saberlo! —digo, casi gimiendo, en plena carrera—. ¿Te busca la policía? ¿Eres una criminal?

—¿A cuál de las dos te contesto? —responde ella, sin detenerse, girando la cabeza de lado y mirándome con una mueca.

—¡No lo entiendo! Si pudiste salir de la comisaría es porque no tienes ninguna deuda con...

Pero Rose frena en seco contra una pared, apoyándose sobre los ladrillos y mirando detrás de unos contenedores. No sé muy bien dónde estamos, pero yo me coloco rápidamente a su lado.

—… con la ley, ¿no? —dice ella—. Ojalá fuera la pasma la que me persiguiera, con ellos todo es más fácil.

Dicho esto, pega un salto y se lanza de nuevo a la carrera. Yo dudo un par de segundos, pero enseguida sigo sus pasos, porque no me quiero quedar sola en ese sitio oscuro y en medio de ninguna parte. ¿Con ellos todo es más fácil? ¿Más fácil que qué? Sin duda esta chica tiene antecedentes, pero en vez de sentirme intranquila lo que ella me transmite es... ¿confianza? ¿Es que acaso ya confío en ella?

Cruzamos una calle pegando zancadas, pero en el último momento me coge del brazo y me mete detrás de un coche viejo y gastado.

—Y ahora cállate un momento —me ordena.

—No estoy diciendo nada —le espeto, enojada. Me vuelvo hacia un lado y veo unas sombras pasando por encima de una azotea, iluminadas por la luz de la Luna—. Rose... si es que te llamas así... ¿quiénes son esos hombres?

—En la nueva vida que has elegido, mis problemas son los tuyos, canica. Y descuida, los tuyos serán los míos. Todas compartimos destino.

—¿Todas? ¿Hay más?

—Bienvenida a Pink Penelope.

Me tira del brazo y me mete a través de unos árboles, en una especie de parque. Yo me suelto en cuanto puedo y miro a mi alrededor. Luego me giro hacia ella de nuevo, que me espera con gesto impaciente.

—¿Me llevas a una secta? ¿Es eso?

—¡Cállate y sígueme! No querrás estar aquí en unos minutos.

Por si por algún casual tiene razón, no dudo más y voy tras sus pasos. La maleza nos rodea de repente, y al instante abandonamos lo urbano para penetrar en lo salvaje. Un pequeño bosque plantado en mitad del desierto de Nevada, y nuestras pisadas agrietan hojas secas y pegan patadas a pequeñas piedrecitas. Ya me encuentro cansada.

Y es en este momento cuando escucho el primer disparo. Y luego otro. Nos persigue gente armada, y mi corazón estalla en latidos. No tengo la menor idea de dónde me he metido, pero solo me queda seguirla a ella, porque si a quienes disparan es a nosotras, desde luego sin Rose estoy perdida. No obstante, no puedo evitarlo y me lanzo al césped, con la cabeza gacha bajo las manos.

—¡¡No!! —exclamo.

—¡Canica, no pares! —la escucho decir.

Vuelvo a sentir sus manos en mis brazos y su fuerza tirando de mí. Me apoya en un árbol y me tapa la boca con sus dedos. Debo parecer muy asustada porque la estoy empezando a poner nerviosa.

—Escucha lo que te voy a decir, esto no es un juego —me riñe, con la respiración entrecortada—. Un paso en falso, una caída, lo que sea... y estamos perdidas, ¿entendido?

—¡Pero nos están disparando!

—No a nosotras... —Mira hacia arriba, entre las ramas resecas—. Son ellas. Sí, ya están aquí. Y ahora, ¡corre!

—¿A dónde?

—En la comisaría estaba a salvo de los peligros de fuera, pero en la ciudad reinan otras leyes. No te puedo garantizar tu seguridad si no me sigues. Ni siquiera puedo garantizar la mía.

No necesito escuchar más. En unos segundos volvemos a trotar sobre este parque maltrecho. Al rato estamos de nuevo a través de calles anchas y oscuras, cruzándonos con personas normales y rozando coches que nos pitan y conductores que nos gritan. Y luego llegamos a una avenida, con tráfico y mucha más gente. Creo que sé dónde estamos.

—Esta es la East Sunset Road —digo de repente, frenándome—. Lleva directa al centro. Yo podría...

Rose vuelve hacia mí y me coge por los hombros.

—Adelante, vete, no te voy a detener, aunque asume que ya no te queda otra vida aparte de esta.

—¿Cómo dices?

Pero ella da media vuelta de nuevo y reemprende la marcha. Yo me quedo quieta, petrificada, sin saber qué hacer ni adónde ir. No tardo más que unos segundos en correr hasta alcanzarla de nuevo y agarrarla por un brazo.

—¿A qué te refieres? —le exijo saber.

—Vaya, lo has comprendido... —contesta, sonriéndome—. Entonces es que te quedas.

—¿Qué he comprendido?

—Que ahora perteneces a mi mundo —dice, y me sonríe con cierta picardía que me pone de los nervios—. Nos han visto a las dos, te han visto conmigo.

—Yo no... —titubeo, dando unos pasos hacia atrás.

—Te aseguro que sí. En esa azotea moriste para volver a nacer, y si te alejas de mí morirás de nuevo. Y esta vez no habrá tercera oportunidad.

Reemprendemos la marcha. Mi cabeza es un torbellino de pensamientos. ¿Qué he hecho? ¿Dónde me he metido? ¿Es cierto que ya no tengo vuelta atrás, que me matarán sin preguntarme siquiera quién soy ni de dónde vengo? Hay armas de por medio, hay hombres que persiguen a Rose. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué he tomado una decisión tan mala? Y, sin embargo, continúo a su lado, avanzando en la oscuridad, alejándome de esa ancha calle que tanta seguridad me daba e introduciéndome de nuevo entre bloques, casas y naves industriales. Siguiendo esa cabellera rosa que se ondula, vuelca y brilla contra las luces de la noche.

Me detengo de repente, de nuevo, tras escuchar unos pasos que vienen de frente. Antes de poder reaccionar, dos figuras surgen de la sombra.

Dos mujeres.

—¡Al fin! —exclama una de ellas, de pelo naranja y bastante esbelta, que abraza a Rose en el acto—. No vuelvas a hacerme esto... —Se vuelve hacia mí con una mueca—. ¿Quién es esta?

Rose gira y me mira, dudando, pero antes de que nada pueda decir, la otra chica la interrumpe.

—No nos dijiste de qué se trataba ese trabajo. —Es mulata, de pelo rapado y bastante robusta—. Te fuiste de Excalibur hace días, sin darnos ninguna explicación, ¿qué es lo que pasa?

—No tengo tiempo para explicaciones ni presentaciones —dice Rose, hablando con cansancio y apoyándose sobre sus rodillas—. Estoy sin cargos, eso es lo bueno, pero debo mucho dinero. Nos tienen acorraladas.

—Es el Rey de Picas.

—Lo sé, de eso se trata.

—Los hemos retenido todo lo posible, pero se están reagrupando y van a hacernos una pinza. ¡Tenemos que irnos ya!

Rose asiente y se aparta, mirando hacia todos lados, como decidiendo una nueva ruta. Yo permanezco quieta, sin fingir que no estoy asustada, porque lo estoy. Y la chica del pelo naranja parece darse cuenta.

—¿El juguetito que nos has traído no nos retrasará? —le pregunta a Rose.

—Cállate, Karina —le espeta ella—. Viene conmigo, y sabe mantener mi ritmo. No creo que tenga problema con el tuyo.

Nos ponemos en marcha. Avanzamos a través de jardines, de aparcamientos y algunas calles. De repente un disparo rompe una ventana a pocos metros a mi derecha. Pego un grito. La chica mulata se gira hacia atrás, sin frenar, y dispara dos veces. Contengo el aliento para no chillar más, pero el sudor frío me cae por la frente y el corazón se me va a salir por la boca.

Quiero irme a casa. Sí, pero en lugar de eso nos metemos por el agujero de una valla y acabamos en un campo de asfalto amplio y despejado. No se ve el fin, solo unas luces al fondo del todo, mientras otras rojas, más pequeñas, van moviéndose en la noche de un lado para otro. Es cuando veo las rayas blancas bajo mis pies cuando me doy cuenta que estamos corriendo por el McCarran. Esto es el aeropuerto de Las Vegas.

—¡Cuidado! —chillo.

Un avión se acerca peligrosamente por una de las pistas, pero ni Rose ni las otras dos cambian el rumbo. Yo acelero, apartándome, pero entonces otra bala impacta cerca de mí. No me puedo alejar de ellas, aunque eso implique acercarme peligrosamente a los trenes de aterrizaje.

—¡¿Por debajo?! —pregunto, a gritos.

—¡Por debajo! —contesta la chica rapada.

El avión pasa justo por encima de nosotras. Escucho las ruedas trotar sobre el asfalto a pocos metros de mí. Los disparos pegan en la chapa, pero no nos dan. Las lágrimas se me salen de los ojos por la adrenalina y el viento que me da en la cara. Los reactores me ensordecen. Necesito salir de aquí cuanto antes.

Otro avión va a pasar a nuestro lado, esta vez en la dirección opuesta. Me giro hacia atrás, pero nadie nos sigue ahora. Freno mis pasos y me quedo en mitad de la nada. Respiro con fuerza muchas veces y cierro los ojos. Escucho los gritos de Rose, pero están muy lejos y creo que no me importan. Quiero quedarme aquí y sentir este sosiego que me invade por dentro.

—¡Idiota! —grita ella, ahora a mi lado.

Me coge del brazo y me saca de ahí, justo antes de que el tren del segundo avión me pase por encima. Creía que lo tenía más lejos, o quizás sea mi mente vacía de toda emoción, lo que ahora mismo soy, lo que me hizo creerlo. Me dejo llevar por su fuerza, me dejo arrastrar por la oscuridad como una muñeca rota, como un saco inerte. Tengo la mente en blanco, no siento nada.

—Creo que le ha dado una especie de conmoción —escucho que dice una de ellas. La estúpida del pelo naranja no, la otra—. Tenemos que descansar detrás de ese hangar. No puede seguir este ritmo.

—¡Pues dejémosla aquí!

—¡No! —replica Rose—. Ella se viene con nosotras. Karina, sabes que la matarán. Picas me busca a mí.

—No sería la primera vez que te llenas las manos de sangre.

El sonido de un bofetón me hace volver a la realidad. Miro a un lado y veo a la del pelo naranja con una mano en la mejilla y gesto de sumisión. ¿Ha pegado a su amiga por mí? No doy crédito, y cuando van a tirar de mí para reemprender la marcha, me suelto.

—Puedo ir sola, tranquila.

Pero estoy cansada. Las cuatro debemos de estarlo. En la entrada del aeropuerto, los taxis se agolpan para recoger a los viajeros. Nos introducimos en ese caos de coches, maletas y personas. Miro a mi alrededor, pero no creo que esos hombres nos persigan a través de esta muchedumbre. Rose levanta la mano y llama a un taxi a gritos. Este para y nos subimos a toda prisa, con la chica rapada ocupando el asiento de delante. En el momento en el que ocupo el mío y reposo al fin, una increíble paz se apodera de mí y respiro con toda tranquilidad.

—Rápido, al hotel Excalibur —le dice la mulata al conductor.

El taxista, una vez estamos todas dentro, activa el seguro y las puertas se cierran. Luego se agacha y nos apunta con una escopeta negra, cuyo doble cañón acaba a unos centímetros de mis ojos.

—Se han equivocado de tren, señoritas, este va a descarrilar. Les sugiero que me entreguen todas sus armas, porque un disparo de esta belleza italiana, una Benelli M3, tan cerca de sus rostros les puede provocar un feo resultado.

No sé muy bien qué se hace en estos momentos, pero por mi gesto el hombre queda convencido de que no llevo ningún arma encima. A Rose le cuesta más de creer, y le pide que se quite la ropa allí mismo para asegurarse. Ella lo hace con gesto hosco, lanzándole cada una de las prendas y sacándole la lengua. No la veo asustada, quizás divertida, pero no asustada.

El taxi no nos lleva a ningún hotel. Alejándonos del bullicio del tráfico, y unas cuantas calles más allá, nos metemos en la parte de atrás de un edificio abandonado. Allí nos encontramos con un cerco de hombres armados que nos observan con seriedad. Arriba, en la azotea, varios más vigilan celosamente el lugar en el que nos encontramos. Una puerta se abre de golpe y sale un hombre fornido, acompañado de dos más. Conforme nos sacan del coche y nos acercan a él veo que tiene el cabello ralo y peinado hacia atrás, de un color negro si la noche no me confunde. Su tez es clara, su nariz gruesa, sus ojos pequeños y lleva la perilla recortada. Sin conocerle, ya me desagrada.

—Tenía claro desde el principio que no disparabas a matar —escucho que dice Rose—. Simplemente nos llevabas por donde querías.

—Y lo he conseguido —contesta el grandullón.

—O yo he dejado que así sea.

El hombre estalla en carcajadas, y veo que algunos de los otros esbozan una sonrisa.

—Serías la primera chica que conozco que escapa para que la atrapen —responde, jocoso—. Reconozco que me caes bien, a pesar de no tener palabra.

Nos llevan dentro y llegamos a un lugar sobrio, lleno de cajas vacías, papeles, mesas, sillas y más hombres armados. Está todo absolutamente vigilado, así que no sé si debo sentirme segura o temblar de miedo. Mi exmarido veía este tipo de películas, no yo. Y ahora me arrepiento.

Al entrar en un salón, con unos sofás y lámparas que le puedan dar cierta alegría, veo una mesa ocupada por un pequeño grupito de mujeres. No parece saberse muy bien de dónde han salido, por la etiqueta de su ropa: faldas de Valentino, bolsos de Gucci y Louis Vuitton, bonitas americanas ceñidas y tacones de diseño. Un puñado de niñas pijas, cuya riqueza se deba principalmente al mercado del submundo. Sin embargo, que estén aquí me hace sentirme más tranquila, dado que no creo que nada malo me pueda pasar delante de unas jovencitas como estas. Ellas en cambio se giran hacia nosotras, nos miran con asco, cuchichean y se ríen por alguna broma estúpida.

Al otro lado de la sala veo a un grupo de hombres. Por la edad quizás sean sus novios, pero en lugar de risitas, lo que los ocupa es un montón de cartas de una baraja de póker. Parecen bastante concentrados, mientras miran sus manos y mueven apuestas de fichas. Todos fuman, y no les hacen el menor caso a las chicas de la otra mesa. Veo tanto contraste entre ambos grupos que algo se activa en mi mente y me hace reflexionar.

—Esperad aquí —nos dice el grandullón, que se marcha por una puerta con Rose.

Karina, la otra chica y yo nos quedamos de pie donde nos encontramos. Al principio agradezco que me dejen un momento en paz, pero al cabo de los minutos mi cabeza empieza a dar vueltas. Miro a mi alrededor y veo que las chicas siguen hablando de nosotras, y me doy cuenta de que los hombres que juegan al póker nos echan alguna mirada de extrañeza. Los tíos armados que nos vigilan me dan pavor, y a estas dos amigas de Rose no las conozco de nada. Tampoco conozco de nada a Rose. Empiezo a respirar fuerte. Comienzo a pensar en todo lo que ya he pensado, y en todo lo que todavía no se me había pasado por la cabeza. El corazón me late, me siento atrapada en este sitio. Al cabo de un tiempo flaqueo, mis piernas ceden y me arrodillo en el suelo. Estoy hiperventilando. No quiero estar aquí. Quiero irme. ¿Qué es todo esto? ¿Por qué estoy aquí? ¿Dónde están Sonny y mi madre? Necesito que vengan, necesito que lleguen ya.

—Para ya —escucho que dice una voz de hombre—. ¡Tú, dile a tu amiga que se levante y deje de hacer eso!

—¡Déjala en paz! —escucho que dice la amiga rapada de Rose—. ¿No ves que está asustada?

—Pensaba que en Pink Penelope erais más valientes.

Karina se ríe.

—Tiene razón, Abby, déjala en el suelo. Que se levante sola, si es que no es tan débil como parece.

Pero esta en cambio me ayuda. Me coge por los hombros y me lleva a una silla. Luego me sostiene la cara por el mentón y me mira a los ojos, pero no me dice nada. Aunque sin quererlo, o queriendo, ya me ha dicho que en ella puedo confiar.

—Gracias —le digo.

—Dáselas a Rose por haberte metido en esto —contesta ella.

Al cabo de media hora la puerta se vuelve a abrir y salen de nuevo Rose y el hombre. Él no parece muy satisfecho.

—Te di un nombre y me fallaste —dice—. Ahora quiero mi dinero de vuelta.

—¿Y por qué no terminar el trabajo?

Esta vez la que habla es una de las chicas de la mesa. Se levanta, y veo su perfilada figura y sus ondas del pelo caer con elegancia por uno de sus hombros. Es una jovencita muy guapa, y él le sonríe.

—Ven, Amelie —dice, tendiéndole la mano. Ella se acerca y se cobija bajo su brazo—. Os presento a mi hija, una chica muy prometedora y con gran futuro. Un abismo la diferencia de vosotras, porque ella tiene clase y elegancia. Acaba de entrar en Stanford. Para las que no lo sepáis, es una universidad en Silicon Valley...

—Me importa una mierda la zorra de tu hija —le espeta Rose. La prometedora chica se sobresalta, indignada—. Tendrás tu dinero, Picas, que es todo lo que necesitas de mí.

—Por supuesto. Porque, aunque la idea de Amelie de que termines el trabajo es tentadora, me divierte mucho más que tengas una deuda conmigo. —Se va acercando a Rose, lentamente—. Y en un futuro, ¿quién sabe? Quizás te dé una segunda oportunidad.

Justo cuando levanta una mano hacia su cadera, ella la aparta de un manotazo.

—Tócame y te meto tu dinero por el culo.

La sala entera estalla en carcajadas. Incluidos los que estaban en un rincón jugando al póker. Picas es el que más se ríe, dando unos pasos hacia atrás y ahogándose en su propia mofa. Amelie parece que es la única que permanece seria, todavía dolida por el insulto.

Por su lado, Rose los ignora, me coge del brazo y me lleva a un cuarto aparte. Resulta ser un aseo, con un par de lavabos, y otros tantos inodoros y duchas. Se mira al espejo, se mueve el pelo y se lava las manos. Se mira los dientes, el maquillaje y hace muecas en su reflejo.

—¿Me puedo ir ya a casa? —pregunto—. Mi madre me espera en el hotel...

Rose me mira, y entonces recuerdo la conversación sobre la azotea. «Morir para volver a nacer». No sé qué quiere decir, pero después de todo en lo que me he visto envuelta, sé que si vuelvo con mi madre y con mi hijo los estaré poniendo en peligro. Y tampoco quiero ser un problema para Sonny.

—¿Qué sois? —añado—. Me refiero a vosotras. Me dijiste un nombre...

—Pink Penelope. ¿De verdad quieres saber quiénes somos? Te lo diré: somos la vanguardia de esta guerra.

—¿Qué guerra?

—Me parece que ahí fuera has visto lo mismo que yo. —Se seca las manos con un rollo de papel higiénico y lo tira en un rincón—. ¿No? Sí, seguro que sí. Dos mesas, hombres y mujeres. Unos jugando el dinero, el poder, a la suerte de las cartas, con la astucia que le hace falta a un luchador. Ellas: en su rincón, como gallinas, cacareando y esperando el momento de poner un huevo. Con sus vestiditos y sus bolsitos, siendo aquello que los hombres siempre esperan que seamos. Tú misma te habrás dado cuenta de quién corta el pan aquí. ¿Que de qué guerra hablo? Ahí fuera has visto todo un frente de batalla, pero solo una parte la tiene más grande.

—¿Sois... sois feministas o algo así?

Rose suelta una carcajada y empieza a jugar con un mechón de su pelo color chicle.

—Si estás hablando de las que chillan pidiendo con pancartas que les paguen tanto como a sus novios y a sus hermanos, te equivocas conmigo. No soporto la idea de ganar tan poco como ellos.

—¿Tan poco?

—El mundo en el que vivo es complejo, canica. Nosotras tratamos de hacernos hueco en algo grande, una gigantesca mesa dominada por hombres. Ellos mandan, y los demás obedecen. Los políticos se llenan la boca con palabras, los demás les votan y todo queda ahí, pero tanto saben como ignoran que, al final, todos obedecen al mismo tribunal.

—¿Qué tribunal?

Rose me mira fijamente y luego suelta con energía el mechón de pelo. Parece que le encanta decir lo que está diciendo. Ya la conozco un poco más.

—El tribunal del dinero, bonita. El juego del más fuerte. —Camina hacia la puerta, pasando por mi lado y acariciándome la barbilla—. Quiero jugar al juego de los hombres, eso es lo que reclamo.

Al salir fuera, la primera en echársenos encima es Karina.

—Vámonos ya.

—Como si pudiéramos, pero no. Picas ha dicho que se han visto armas en el aeropuerto y está todo lleno de maderos. La próxima vez que se lo piense mejor, pero de momento pasaremos la noche en este sitio, hasta que él decida que es seguro salir.

—Nos está reteniendo aquí —dice Abby, airada.

—Si nos retiene aquí no puedo reunir el dinero que le debo.

Yo ya no escucho lo que dicen. Me aparto a un lado y me apoyo en una pared. Vuelvo a respirar fuerte, y pasan unos instantes hasta que Rose se da cuenta y viene hacia mí.

—¿Estás bien? —pregunta.

—Esta chica necesita aire —interviene Abby.

—Lo que necesito es salir de aquí —digo yo.

—Saldremos —contesta Rose—, saldremos mañana, descuida, cuando todo se calme.

Yo la miro. No la conozco, todo esto es por su culpa y en cierto modo debería odiarla con fuerza. Sin embargo, por mucho que lo intento no lo consigo, sino que la observo y escucho, dócil como un perrito, mientras espero que la que de alguna forma me ha arruinado la vida, ahora me la arregle.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

CAPÍTULO 3

Carta más alta

Cuando me despierto, no me doy cuenta hasta que pasan unos segundos. Durante ese tiempo, siento que floto, o que estoy sumergida en alguna parte, tratando de separar sueño y realidad, diciéndome a mí misma que todas las imágenes que han pasado por mi mente hasta ese momento no son ciertas.

Esta mañana ese trabajo me cuesta más. Recuerdo luces y sombras, ruidos y viento en la cara. Atisbo la espalda de una chica que corre delante de mí, su melena rosa azotada por las prisas, las pisadas de sus botas hacer eco sobre el suelo. Me muevo y me duelen un poco las piernas. Y los pies. Las sábanas se deslizan sobre mis brazos, y ligeramente abro los ojos.

Lo primero que veo dista mucho de ser el hotel de mi madre. Al principio no reacciono, pero luego empiezo a hilar y me voy dando cuenta de que quizás las imágenes que empapan mi mente sean ciertas y, por tanto, recuerdos. Lo de anoche pasó, el dolor de mis piernas lo demuestra y no sé dónde estoy. Maxim... ¿dónde está Maxim? ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué es este sitio?

Enseguida necesito salir. Voy a la puerta, una metálica clavada en la pared de ladrillo, y descubro que está cerrada. Me pongo muy tensa y de nuevo, como ayer, a respirar fuerte. La habitación es completamente sobria, sin ventanas, solo están la maltrecha cama, la puerta y una bombilla que cuelga del techo. Llevo la ropa de ayer, pero palpo mis bolsillos y no encuentro mi teléfono móvil. Eso me agobia todavía más.

—¡¿Hola?! ¡¿Hay alguien ahí?! —grito.

Sin respuesta a cambio. Al ver que no es suficiente me pongo a pegar en la chapa de la puerta. Primero golpes leves, tímidos, tanteándola; pero luego la sacudo con violencia, sin miedo, pero con pánico en todo mi cuerpo.

Pasan unos instantes hasta que se abre.

—¡Tú! —exclama un hombre grande, de barba incipiente, calvo y con cara de pocos amigos—. No te toca despertarte todavía.

—¿Cómo? —pregunto, asustada.

El recién llegado suelta un rebuzno y cierra la puerta tras de sí, rematándola con un giro de llaves. Estoy atrapada de nuevo, pero con el gorila dentro. Veo que se guarda el manojo en el bolsillo derecho y se acerca a mí. Tiene ojeras, tal vez haya estado vigilando mi puerta toda la noche. No sé muy bien por qué, si en teoría no supongo una amenaza.

—¿Dónde está mi teléfono? —empiezo yo.

—No eres tú quién hace las preguntas aquí —dice él. Tiene un fuerte acento ruso, y temperamento ruso también, por lo visto.

Trago saliva y no me atrevo a preguntarle nada más. El hombretón avanza hacia mi cama y se sienta. Luego, con un gesto, pega con la palma de su mano al lado, indicándome que me siente. Yo lo hago, con lentitud, sin quitarle un ojo de encima. Él hace lo mismo por mí.

—¿Cuál es tu nombre? —me pregunta, una vez me encuentro a su lado, dócil como un gatito.

—Yo... —Y en este momento recuerdo las palabras de Rose. Este hombre no es una excepción—. Yo... me llamo canica. Sí, canica es mi nombre.

—Canica no es un nombre.

—No es un nombre... es mi nombre.

El gorila parece enfurecerse con mis respuestas y se remueve en la cama con mal genio. Baja la guardia, y yo lo aprovecho para lanzarme a su bolsillo derecho e intentar coger las llaves. Pero él me coge el brazo con facilidad con una sola mano, y yo lo intento con mi otro brazo, pero también queda atrapado por su otra mano.

—¿Qué haces? —pregunta, airado.

—Yo... yo...

El hombre no me deja acabar. Me coge por los hombros y me empuja hacia la cama. Yo empiezo a gritar, y él parece muy cabreado. ¿Qué pretendía? Coger las llaves ¿y luego qué? Soy una estúpida, y él mucho más fuerte que yo. Me agarra de los brazos y me quedo completamente inmóvil. Al final, su gesto hosco se transforma en burla. Es ahí cuando realmente empiezo a temer por mí, y por mucho que chille y trate de liberarme, no consigo moverme del sitio. ¿Qué salida tengo? Estamos él y yo, en una habitación sin ventanas ni nadie que nos escuche.

—¡Suéltame! —Y con patadas trato de quitármelo de encima—. ¡Ayuda, Rose!

Tocan a la puerta. ¿Es ella? No, al otro lado resuena una voz de hombre.

—Igor, ¿estás ahí? ¡Abre!

Una vez liberada, el gorila se levanta, coge las llaves y abre la puerta. Yo me reincorporo rápidamente. En el umbral aparece otro hombre, creo que es el que me asistió anoche cuando me encontraba mal.

—Ya se pueden ir —informa—. Picas dice que la situación en el aeropuerto se ha normalizado. Pronto nos iremos nosotros también.

—A ver si es verdad —le espeta Igor—. Este sitio apesta.