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En una tierra llena de secretos, puedes hacer tus propias reglas. Joan Seabrook ha cumplido su sueño de viajar a Arabia y ha llegado a la antigua ciudad de Mascate con su prometido, Rory. Desesperada por escapar del dolor de una tragedia personal, ella anhela explorar el fuerte del desierto de Jabrin y desenterrar las maravillas que contiene. Pero Omán es una tierra perdida en el tiempo, y obtener permiso para explorar podría resultar imposible. La decepción de Joan solo se ve aliviada por la emoción de conocer a su heroína infantil, la exploradora pionera Maude Vickery y escuchar las historias que capturaron su imaginación cuando era niña. La amistad que se forma entre las dos mujeres lo cambiará todo.
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Seitenzahl: 713
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Bedford, Inglaterra, octubre de 1939
Mascate, noviembre de 1958
Lyndhurst, Hampshire, 1890
Mascate y Matrah, noviembre de 1958
Egipto, abril de 1895
Mascate y Matrah, noviembre de 1958
Lady Margaret Hall, Oxford, 1901
Mascate, noviembre de 1958
Palestina y Siria, abril de 1905
Mascate, diciembre de 1958
Salalah y el cuarto vacío, Omán, marzo de 1909
Jebel Akhdar, diciembre de 1958
El cuarto vacío, Omán, marzo de 1909
Nizwa y Mascate, diciembre de 1958
El cuarto vacío, Omán, abril de 1909
Mascate, diciembre de 1958
Mascate, Nizwa y Tanuf, Omán, abril de 1909
Mascate, diciembre de 1958 y enero de 1959
Nota de la autora
Agradecimientos
Creditos
Seis días después de la visita del tío Godfrey, el padre de Joan andaba hecho un mosaico. El término se lo había inventado la propia Joan, porque en aquella época le recordaba a su muñeca de trapo: le faltaba relleno y tenía dos cruces cosidas por ojos. Ahora Daniel usaba aquella misma palabra, aunque él tan solo tenía cinco años y todavía no entendía el significado. Joan tenía siete, pero tampoco sabía muy bien lo que quería decir. De normal, su padre era un torbellino. Siempre en movimiento, o haciendo ruido; cantando o pregonando; haciendo malabares con las manzanas; bailando claqué sobre los azulejos marrones desportillados de la cocina. Pero cuando estaba en plan mosaico, no se le oía, y deambulaba de un lado para otro como si no supiera a dónde iba, los hombros caídos, la expresión floja; dejaba de afeitarse y ducharse, y usaba el mismo jersey durante toda la semana. No pasaba muy a menudo, pero a Joan no le gustaba nada de nada, porque era como si el mundo se fuera a acabar.
El padre de Joan, David, era un hombre menudo y delgado. Tenía el rostro alargado, con aquellos ojos azul claro detrás de las gafas con montura de alambre, los pliegues profundos que su sonrisa imprimía en sus mejillas, y el pelo de ratón peinado hacia atrás con gomina Brylcreem. Olía a tabaco, jabón de afeitar y ungüento de mentol para el pecho. Godfrey, su hermano mayor, era alto y de porte elegante. Llegaba en el coche más grande que Joan hubiera visto jamás, tan gris y brillante como los pingüinos mojados del zoológico; llevaba un traje oscuro y un sombrero que no se quitó. Echó una mirada rápida e indignada al estrecho pasillo y sonrió a los niños con tanta suficiencia que estos no se atrevieron a hablar.
—Si no te ven, es por tu culpa.
Fue lo que Joan oyó. Sabía que no debía escuchar a escondidas, pero la casa era tan pequeña que a duras penas podías evitarlo.
—Dios, si supieran que he venido a verte… Tú tienes la culpa de que te hayan repudiado, David.
—¿A qué has venido, Godfrey? —preguntó David con esa voz que ya empezaba a sonar como un mosaico.
Joan también había oído una vez a su madre decirle a la señora Banks, la del número 12, que la familia de David era más rica que la de Creso. A saber lo rico que era el tal Creso.
Los padres de Joan no eran ricos. La gente rica vivía en castillos y conducía coches como el del tío Godfrey en lugar de coger el autobús, aunque Joan sentía una pizca de curiosidad por saber lo que realmente significaba ser rico. Su padre era el director del cine local, el Teatro Rex, con sus cortinas mohosas y sus cuerdas de terciopelo rojo, y a veces llevaba a los niños a ver las películas, sentados sobre sus rodillas desde la cabina de proyección. Después les contaba historias maravillosas sobre los lugares que habían visto en la gran pantalla, los diferentes países, ciudades y pueblos del mundo. Joan consideraba que el Teatro Rex era una bendición mucho mayor que cualquier coche o castillo. Era la envidia de sus compañeros de clase.
—De todos modos, no puedes alistarte —dijo mamá a papá tras la visita del tío Godfrey, sin levantar la vista de las patatas que estaba pelando. Las palabras fluyeron entrecortadas y, tras ella, llegó una densa pausa—. No con tu pecho así, como lo tienes. Ni siquiera te ves bien —agregó.
David se sentó a la mesa de la cocina, tras ella, limpiando las gafas con un pañuelo, sin decir nada. La reacción de mamá, cada vez que papá andaba hecho un mosaico, era darle de comer. Sus comidas se volvieron tan grandiosas y elaboradas como lo permitían los estantes del supermercado. Había tortitas llamativas y complicadas a la hora del té, de consistencia blandengue y forma de hombre con armadura; rebanadas atrevidas, en todo caso gigantescas, parecidas al filete de un pez dorado gigante. Pero la comida no tenía ningún efecto sobre papá, salvo el de hacerle criar una tripa enorme. Cuando Joan y Daniel le pidieron que les leyera un cuento para dormir, sonrió ligeramente y negó con la cabeza.
—Decídselo a vuestra madre, cachorrillos míos. Vuestro padre está un poco cansado esta noche.
Pero sus historias eran mucho mejores que las de mamá. Cobraban vida en sus labios, ponía cientos de voces, caras y gestos diferentes; podía ser un viejo, o una arpía, o un retorcido ladrón, o una hadita. Joan se preguntaba si era por la guerra. La habían declarado contra los alemanes justo antes de que Godfrey viniera. En teoría, Joan sabía lo que era una guerra, pero no tenía ni idea de cómo era ni lo que era. Estuvo algo preocupada durante algunos días, porque su maestra, la señorita Keighley, se deshizo en lágrimas una buena mañana al coger la hoja de registro para pasar lista; pero luego parecía que estar en guerra no se diferenciaba mucho de lo normal.
—Todo saldrá bien, papá —le había dicho ella refiriéndose a la guerra. Pero su sonrisa se desvaneció sin tan siquiera darle una respuesta, y Joan se quedó más confundida que antes.
Al sexto día, supo lo que tenía que hacer. Las mil y una noches. Era su talismán, su arma secreta, porque era el favorito de su padre, y el suyo también. Llevaba el libro en las manos cuando fue a pedirle que le contara un cuento, determinada a no aceptar un no por respuesta. Trepó hasta su regazo para que él no pudiera ignorarla. Cuando él bajó los ojos para mirarla, parecía estar haciéndolo desde un lugar muy remoto. Ella apretó el libro, tensa por la importancia del momento. Daniel estaba pisándole los talones con la manta bajo el brazo y el pulgar en la boca.
—Por favor, ¿nos lees uno? ¿Por favor, por favor, por favor? —Miró la cara de su padre, la barba rasposa en sus mejillas, las sombras alrededor de sus ojos—. ¿Por favor? —suplicó de nuevo.
David respiró hondo, luego se agachó y levantó a Daniel junto a Joan.
—Está bien, cachorrillos —dijo en voz baja—. Joan sintió un ligero mareo de alivio.
Daniel se acurrucó bajo el brazo de David, ya con los ojos vidriosos por el sueño, escuchando la voz de su padre, sin enterarse de la historia, pero Joan se aferró a cada palabra. En realidad, no importaba qué historia hubiera elegido, pero había optado por Alí Babá, y cuando empezó a leer, Joan le preguntó dónde estaban aquellos lugares y cómo eran, a pesar de que conocía de antemano las repuestas, porque su padre mejoraba un poco cada vez que los describía.
—Vaya, ¿pero no lo sabes todavía, Joanie? ¡Arabia es un lugar desbordante de magia! ¿De qué otra manera podría alguien vivir en semejante desierto? Arabia es un océano de arena, el más grande del mundo. Se extiende a través de cientos y cientos de kilómetros en todas direcciones. ¿Te imaginas algo así? Colinas y valles serpenteantes, todos hechos de arena dorada y seca como el hueso.
—¿Y no hay nada más que arena? —preguntó.
—Bueno, ¿por qué crees que los hombres que viven allí lo llaman el Cuarto Vacío?
—¿Y cómo son los hombres que viven allí? ¿Qué comen?
—¡Magia! Ya te lo he dicho. Allí viven también los genios, que son los que ayudan a los hombres. Los genios pueden convertir la arena en oro, o en agua, comida, o en lo que quieras, así que más vale tenerlos de tu parte. Pero son unos embaucadores, siempre regateando.
—¿Regateando qué, papá?
—Bueno, cuando yo estuve allí conocí a un genio llamado Derviche, y…
Cuanto más leía David y más preguntas hacía Joan, menos mosaico se volvía. Una ola de felicidad la inundó. Sabía que por la mañana no olería a jerséis sucios ni a té, sino a jabón de afeitar y mentol. Volvería a ser el mismo, un torbellino en movimiento, ni callado ni perdido. Joan sabía, con total seguridad, que su padre era un hombre mágico; que Las mil y una noches era un libro mágico, y que Arabia era un lugar mágico. Sabía que algún día su padre la llevaría allí.
–¿Lista? —Rory alzó la mano y enderezó el sombrero de Joan, aunque no era necesario—. Estás muy guapa, deslumbrante —dijo.
Con todas las preocupaciones, Joan olvidó agradecerle el cumplido. Respiró hondo y asintió. El aire era caliente y seco, con un inesperado sabor a mar extrañamente nada refrescante. Se sentía incómoda con las mangas largas de su blusa y los pantalones que había de llevar debajo de la falda, e intentaba no moverse.
—Creo que jamás he estado más lista en mi vida. Vete, ¿quieres? Dijo que viniera sola y no quiero que vea que me has acompañado hasta aquí.
—Pues claro que he tenido que acompañarte; ya no estamos en Bedford. Y por cierto, de nada…
—Perdona, Rory… Gracias… Es que… —La mano que posó sobre su brazo temblaba ligeramente. Encogió un hombro.
—Lo sé. Sé lo que esto significa para ti. Solo espero que no… Bueno, da igual. Espero que esa mujer esté a la altura de todas tus expectativas.
Hablaban en voz baja porque la calle estaba vacía y las sombras entre los edificios miraban como bibliotecarios censuradores. El sol brillando detrás de Rory lo convirtió en una silueta parcial; una versión oscura e indistinta de sí mismo. Tenía una cara redonda, de osito de peluche, como ella siempre lo imaginaba, con mejillas suaves, ojos castaños, la boca ligeramente malhumorada y un pelo rizado y oscuro muy similar al suyo, pero el calor y las noches de insomnio le habían producido ojeras y una mirada cerosa. Apenas parecía él. Molesta, Joan entrecerró los ojos ante la antigua torre de vigilancia recortándose fuertemente sobre ellos contra el deslumbrante azul. Estaban frente a una modesta casa de adobe de Harat al-Henna, el distrito a extramuros de Mascate, cerca de la puerta principal de la ciudad. Al atardecer, un antiguo cañón disparaba desde uno de los fuertes que había junto al mar; a la noche cerraban las puertas del distrito y nadie podía entrar en la ciudad sin un permiso oficial.
—Por supuesto que estará a la altura de mis expectativas —dijo Joan con una sonrisa.
—Ya, pero a veces conocer a nuestros héroes puede ser… decepcionante. Cuando te das cuenta de que son solo humanos, quiero decir.
—Tonterías. No alguien tan extraordinario como ella. He leído todo lo que ha escrito; siento como si ya la conociera.
—Vale. ¿Llevas un fósforo para encender el candil a tu vuelta?
—Tengo todo lo que necesito, Rory, en serio.
Sintió una súbita impaciencia. Quería que se fuera y la dejara a solas para poder disfrutar de aquel instante en la intimidad, con tiempo y espacio para poder saborearlo a fondo. Y no quería testigos de su aprehensión, porque aquello siempre parecía empeorar las cosas.
—De acuerdo. Suerte. No te quedes atrapada fuera sin poder entrar, ¿estamos? —Se inclinó para besarle la mejilla pero Joan se apartó chasqueando la lengua con gesto negativo.
—No delante de los árabes, ¿recuerdas? —dijo.
Joan esperó hasta que el sonido de sus pasos se desvaneció por completo, tras lo cual se tomó un respiro y se giró hacia la puerta que había junto a ella. Estaba hecha de madera de acacia antigua, como todas las demás, nada fuera de lo corriente; reseca y maltratada por el sol en la textura y la dureza de la piedra. Las paredes de ladrillos de barro habían sido pintadas de blanco en algún momento, pero ahora guardaban un patrón con una red de fisuras veteadas, como las venas de una hoja, a través de las cuales se veía el desmoronamiento del revoque. La casa tan solo tenía dos plantas de altura, cuadrada y de techo plano, con las contraventanas cerradas al cielo del este. Estaba enclavada en las faldas de las montañas. Era imposible que hubiera una puerta trasera. Aquellas cumbres de color marrón oxidado se alzaban por todas partes, como manos dentadas, acunando la ciudad con incongruente cuidado. Había piedra, roca y sol implacable por doquier, sombras densas, y ni rastro de suavidad. Pasó un minuto y Joan se reprochó su cobardía, por estar ahí parada, haciendo observaciones, retrasando el momento que tanto había deseado. Llamó a la puerta con el corazón en un puño. Un hombre alto, de tez negra, abrió la puerta de inmediato. Iba vestido al estilo omaní, turbante gris, la túnica larga y suelta que usaban los hombres, abrochada con un cinturón del que pendía una daga curvada, un janyar. Tenía las mejillas ahuecadas, la parte blanca de sus ojos salpicada de marrón, como el café con leche; los irises completamente negros, la barba blanca, como los pocos mechones de pelo visibles bajo el pañuelo anudado. Joan no pudo adivinar su edad: el rostro anciano, la espalda recta, los hombros caídos. La miraba con la silenciosa solemnidad de un gólem, taladrándola, dejándola sin palabras, muda. Joan se fijó en las enormes manos que colgaban holgadamente en sus flancos, con los dedos tan largos como las patas de una araña. Tras un momento, habló:
—Es usted Joan Seabrook. Su voz era como la de un junco.
—Sí —dijo Joan sonrojándose, avergonzada de sí misma—. Soy Joan Seabrook —reiteró sin sentido—. ¿Es esta la casa de Maude Vickery? Creo que me están esperando.
—La esperan. De lo contrario, no le habría abierto la puerta —dijo el anciano sonriendo ligeramente, retorciendo los arrugados labios. Su inglés no tenía prácticamente acento, formando cada palabra con deliberado cuidado, dejándola tan perfecta como la piedra labrada—. Suba las escaleras. La señora está esperando. —Se hizo a un lado para permitirle la entrada, y Joan pasó junto a él. En el interior, la casa olía a establo. Sin apenas detenerse, se tapó la nariz con la mano. Era sofocante. No es que oliera peor que los establos de casa, pero sí resultaba del todo inesperado. La puerta se cerró tras ella y casi no podía ver en la repentina oscuridad; creyó oír el seco silbido de la risita del anciano a su espalda. Se giró para mirarle, pero su rostro permanecía en la sombra. Él no se movió ni volvió a hablar, pero ella captó el brillo de sus ojos vigilantes. Agitada, como una niña torpe y aturdida, Joan cruzó el pasillo hasta el pie de la escalera de piedra y subió por ella.
Las escaleras se elevaron a mitad de camino; la luz se derramó a través de una ventana abierta desvelando una corteza de boñigas de estiércol, como las de una oveja o una cabra, y briznas de heno dispersas. Joan frunció el ceño. Estaba confundida. En la parte superior de las escaleras solo había dos habitaciones, una a cada lado del pequeño rellano. Se detuvo allí, pero un momento después, oyó una voz que la llamaba a su derecha.
—No tema, quienquiera que sea. Estoy aquí dentro. Tendrá que disculparme por no levantarme a recibirla, pero no puedo, ya ve. —Era una voz fuerte, con tono quejumbroso y el acento de los condados del este y sudeste de Inglaterra.
A Joan se le aceleró el pulso. No pudo evitar sonreír. Por un instante, pensó que podría reírse a carcajada limpia. Siguió la voz hasta una habitación cuadrada con paredes blancas y ventanas arqueadas en la parte baja de la pared delantera, cerradas con contraventanas de madera. Únicamente la ventana que daba a las escarpadas rocas del sur permanecía abierta, dejando que la luz se extendiera a través de la habitación. Había una antigua bicicleta negra apoyada en el extremo de una estrecha cama hecha con mantas descoloridas y bien ajustadas debajo del colchón. A cada lado del lecho se alineaban sobre el suelo unas macetas con palmeras, así como una elaborada linterna de metal. Había un escritorio ordenado y una gran librería cuyos estantes superiores estaban vacíos. Todos los libros estaban a una altura de un metro o menos, apilados sobre el suelo cuando no había más espacio. Las sillas de madera daban a un sofá estilo chesterfield que descansaba sobre una alfombra filiforme situada en el centro de la estancia, y junto a él, un montón de diarios árabes e ingleses volcados y revueltos.
Dos perros de raza saluki de pelo dorado dormían en un nido de mantas junto a la pared trasera, enredados de tal manera que patas, orejas y colas parecían comunales. Uno abrió su ojo ámbar para mirar a Joan, y por un momento sus suaves ronquidos fueron el único ruido que se oyó en la habitación; el olor de los animales formaba parte del aire viciado. Un cofre de madera labrada hacía las veces de mesita de café, y al lado había una de esas antiguas hechas de mimbre, donde Maude Villette Vickery estaba sentada. Joan trató de no quedarse mirando fijamente. Tenía la inquietante y casi surrealista sensación de estar cara a cara con la persona que tantas veces había imaginado que parecía improbable que pudiera existir en el mundo real.
En lo primero que se fijó fue en el tamaño diminuto de Maude. Casi infantil. Las rodillas y los codos delgados sobresalían como puntas afiladas a través de una falda anticuada de cintura alta y una blusa de cuello alto; los tobillos y los pies, apoyados en el travesaño de la silla, guardaban la delicadeza de una muñeca. Llevaba medias gruesas, a pesar del calor. Su cabello era liso y gris como el hierro, anudado severamente en la parte posterior de la cabeza. El rostro hundido y arrugado, pero con huesos fuertes bajo la piel. Tras unos segundos, los rasgos se resolvieron en lo que Joan conocía de las fotos que había visto de ella cuando era joven: ojos claros, entre azules y grises, con una expresión aguda brillando en su interior; nariz aguileña. Joan se mantuvo alejada, sin querer sobresalir por encima de ella.
—Acérquese un poco más, que no voy a morderla —dijo Maude.
Joan avanzó obedientemente. Sus pies levantaron pequeñas nubes de polvo en la alfombra. Maude entrecerró los ojos para examinarla.
—Madre mía, qué alta es. O a lo mejor no. Es que a mí todo el mundo me parece alto. ¡Abdulá! —exclamó de repente, inclinándose hacia la puerta y provocando que Joan se sobresaltara—. ¡Té! —No hubo grito de respuesta. Se volvió hacia Joan con un encogimiento de hombros—. Sé que puede oírme. Ese viejo tiene las orejas de un murciélago.
Hubo otra pausa.
—Es maravilloso conocerla, señorita Vickery. Siento una emoción inmensa. Llevo mucho tiempo siguiéndola… —Enmudeció al ver que una gacela entraba en la habitación. Joan se quedó mirándola. El animal se detuvo para observarla con ojos líquidos rodeados por sombras negras y blancas, como un maquillaje exagerado; luego resopló suavemente y se acercó a Maude, olfateando sus dedos. Ella sonrió.
—Bestia codiciosa. Tú también tendrás tus dátiles cuando te los, bueno, cuando Abdulá las traiga, y no antes —dijo.
—Tiene una gacela —señaló Joan estúpidamente.
—Pues sí, la tengo. Es un macho. Lo encontré en el zoco, listo para la matanza. Abdulá quería cocinarlo, pero mira qué carita tan divina. ¿Quién podría resistirse? Con esas orejas tan ridículamente grandes. Parecía una cosa tan patética que no soportaba la idea de comérmela. —Miró a Joan con tristeza—. Soy una debilucha, lo sé.
—Tengo entendido que las mujeres no pueden entrar en el zoco —dijo Joan, perpleja.
—Y no pueden —asintió Maude acariciando el pelaje de la gacela sin dar más explicaciones. La piel trigueña del animal parecía tan flexible como la seda.
—Bueno, ahora ya entiendo lo de… —Joan se contuvo, estaba a punto de hablar con demasiada libertad. Maude alzó la vista rápidamente.
—¿Las boñigas? Sí. Y supongo que huele mal, ¿verdad? Bueno, me disculpo por ello. Estoy tan acostumbrada que ni me doy cuenta. Me las arreglo para gobernar esta habitación, pero no tengo mucho control sobre lo que pasa en el resto de la casa. Hablaré con Abdulá.
—Lo siento, señorita Vickery, no pretendía ser grosera —dijo Joan.
Maude le hizo un pequeño gesto con la mano.
—Nos llevaremos mucho mejor si dice lo que piensa. Es lo que siempre he hecho yo, y ahorra mucho tiempo.
—¿No le atacan los perros? —Joan señaló a los salukis durmientes.
—¡No sea ridícula! ¡Mírelos! Llevan años sin perseguir nada. Ya habían pasado su mejor momento cuando ese viejo astuto, Bin Himyar, me los dio. El Señor de la Montaña Verde. ¿Qué le parece el mote que le han puesto? Vaya un insulto de cumplido. También tenía un oryx, un regalo personal del sultán Taimur bin Feisal, después de quejarme de que jamás había conseguido matar uno en mis viajes. Creo que quería que le disparara, pero me pareció muy antideportivo hacerlo con el bicho atado a un poste. Pero era un salvaje, en serio, había que dejarlo fuera. ¡Los cuernos que tienen! Potencialmente letal. No tardó mucho en escaparse. Nunca más le volví a ver. Me vi obligada a mentir y decirle al sultán que le había pegado un tiro y me lo había comido, y lo delicioso que estaba. —Señaló unos cuernos de oryx, estriados y oscuros, que colgaban de la pared—. Hasta me hice con esos para probar mi historia. Qué pérdida de tiempo. No creo ni que se acordara de haberme regalado aquella criatura.
—He leído que tenía usted una relación muy cercana con el sultán Taimur, a diferencia de cualquier otra mujer occidental.
—Y con su padre también. Bueno, ya sabe —dijo Maude vagamente—. En aquella época yo era la novedad, ya me entiende. Y siempre le gustaron los juguetes nuevos. Como a todos los hombres.
El alto y anciano sirviente que había abierto la puerta a Joan entró silenciosamente con una bandeja sobre la que portaba una tetera de estaño, un par de vasitos, un tazón de dátiles y otro de azúcar. Se inclinó lentamente, puso la bandeja sobre el cofre sin hacer ruido y sirvió el té sin que nadie se lo pidiera.
—¿Te acuerdas de aquel oryx que me dio el sultán Taimur, Abdulá? —preguntó Maude.
—Sí, señora, me acuerdo.
—¿Qué nombre le puse? ¿Te acuerdas?
—Lo llamó Nevadito, señora. —Abdulá le alcanzó un vaso de té.
—¡Nevadito! ¡Sí! Qué imaginación la mía. —Maude suspiró—. Su pelaje era del blanco más puro que jamás hayas visto. Deberíamos tomar café con dátiles, pero me temo que mi estómago ya no puede aguantar ciertas cosas. ¿Cómo me habías dicho que te llamabas, jovencita?
—Soy… Soy… Joan Seabrook, señorita Vickery.
—Así que Joan. La que escribió todas esas cartas. Un vendaval de cartas, más bien. Gracias, Abdulá. Me pregunto qué habrá sido de Nevadito. A lo mejor consiguió volver al desierto, aunque lo dudo mucho. Pero seguro que era lo que deseaba. Más nos valdría estar a los dos en el desierto. ¿Y usted, señorita Seabrook? ¿Qué es lo que usted desea? —De repente, Maude parecía agitada, casi enfadada. Se frotó la falda y juntó las manos—. Todavía no lo capto, a pesar de todas las cartas.
Abdulá se retiró y Joan sintió que sus ojos la cubrían. No pudo evitar darse la vuelta para ver cómo se marchaba. Se movía con una gracia increíble.
—Bueno, yo… —dijo distraídamente.
—Llama la atención, ¿eh? —la interrumpió Maude, siguiendo la mirada de Joan.
—Debo admitir que su sirviente no pasa desapercibido.
—Oh, no es mi sirviente, señorita Seabrook. Es mi esclavo. Me pertenece. Lo compré en una subasta, en una cueva de las colinas, cerca de Nizwa. ¿Qué le parece?
—Había oído que aquí todavía se practicaba la esclavitud —dijo Joan midiendo sus palabras. Estaba perpleja por aquella versión anciana de su ídolo, incapaz de leer su estado de ánimo o adivinar su temperamento.
Maude se apoyó en el respaldo de su asiento. Parecía decepcionada.
—Vaya. Creo que tendré que poner más empeño si quiero escandalizarla, señorita Seabrook.
—Estoy segura de que en cuanto sea capaz de reflexionar sobre ello, estaré muy escandalizada, señorita Vickery. Pero es que todavía me estoy recuperando del impacto de la gacela.
Hubo una pausa. Maude entrecerró los ojos y mostró una sonrisa pícara.
—Ja —dijo en lugar de reírse—. Buena chica. No eres demasiado educada. Me gusta.
Joan se sentó en un extremo del sofá rojo que había junto al escritorio. Bebieron el té, dulce por el azúcar y amargo por la menta, y se comieron los dátiles. El estruendo de las pezuñas de los burros y el traqueteo de las pisadas con sandalias de cuero se colaban desde el exterior. La luz empezó a declinar y un puñado de moscas zumbaba en círculos perezosos por la habitación. La brecha de tiempo desde que Maude le había preguntado a Joan qué quería se había hecho demasiado grande como para responder, así que dejó que sus ojos deambularan por la habitación mientras aguardaba a que su heroína le preguntara de nuevo. Maude estaba masticando un dátil, lentamente. Sus ojos parecían estar muy lejos, pero parecía estar tranquila de nuevo, más bien distante. Había una cajita de lápices de palisandro vacía, excepto por un anillo, pequeño, pero bien hecho, con una banda de estaño y un trozo gordo de piedra azul brillante engastado.
—Qué anillo tan interesante —observó Joan inclinándose hacia él—. Qué piedra…
—¡No lo toque! —soltó Maude interrumpiéndola en voz alta.
—No, no… Yo… —se disculpó Joan agitando la cabeza—. No pretendía cogerlo.
—Ni se te ocurra tocar esa cosa —reiteró la anciana. Su mirada era feroz, y Joan se dio cuenta de que estaba fija en el anillo, no en ella.
Se puso las manos sobre el regazo y buscó el modo de cambiar de tema. No se atrevió a preguntar nada más sobre el anillo.
—¿Esta casa también fue un regalo del sultán Taimur, señorita Vickery? ¿Después de darle el oryx? —preguntó.
Maude parpadeó varias veces, y luego respondió como si nada hubiera pasado.
—Para nada. Esta casa la compré yo, y me costó bastante cara. El padre de Taimur, Feisel, me dio permiso para vivir en Omán durante el resto de mi vida, y ese ya fue un gesto bastante generoso de por sí, porque creo que soy la única. No hay otro europeo viviendo aquí por placer, sin otro motivo oficial o comercial. El actual sultán, Said, es nieto de Feisal. Cada vez que muere uno me pregunto si el sucesor me echará, pero hasta ahora todo ha ido bien. El tal Said es tan conservador como parece, pero tiene sus peculiaridades, como con esos misioneros estadounidenses, por ejemplo. No tengo ni idea de por qué los deja quedarse. Gente dulce, más tontos que un ganso. Se creen que pueden convertir a los árabes al cristianismo, pero la realidad es que el suyo es el único hospital de todo el país, por eso acuden allí. —Señaló a Joan con el dedo—. Ni se le ocurra coger la fiebre tifoidea mientras esté aquí, señorita Seabrook, ni la tuberculosis tampoco. La leche está llena de tuberculosis. Asegúrese de que la hierven antes de que se la echen al café. Cuando me dieron permiso para quedarme en Mascate, solo pude encontrar esta vieja casa. No pude comprar otra cosa. Las mejores casas me fueron negadas. Creo que el gobernador de Mascate quería asegurarse de que me mantendría en mi lugar, ¿me sigue? ¿Ya se lo han presentado? ¿Sayid Shahab? Un tipo temible, casi tan poderoso como el propio sultán Said en Salalah. Se aseguró de que me rindieran mis honores, pero sin pasarse. —Sonrió levemente.
—Me da la impresión de que aquí el gobierno es muy estricto.
—Lo es. Lo que nos lleva a la pregunta: ¿Cómo demonios ha conseguido que le dieran permiso para venir, señorita Seabrook? Omán no es un lugar abierto a los visitantes extranjeros, o a los ociosos curiosos. Nunca lo ha sido. —Maude alimentó a la gacela con un dátil y el animal lo tomó delicadamente de entre las yemas de sus dedos.
—No —respondió Joan, incómoda—. Mi padre fue al colegio con el actual wazir, el ministro de asuntos exteriores del sultán, quien facilitó las cosas. Nos estamos quedando con él en la residencia. Mi prometido, Rory y yo…
—¿Todavía lo llaman wazir? ¿Al visir? Qué pintoresco. Supongo que Omán sigue siendo un protectorado británico, ¿no? Aunque ya no lo llamen así, no todos se avergüenzan de parecer coloniales.
—Mi hermano Daniel también ha estado aquí en los últimos meses. Es soldado adscrito a las Fuerzas Armadas del Sultán, las SAF. Me dieron permiso para ir a verle.
—Pero no has venido por eso, ¿no?
—Bueno, en parte sí… Yo solo… —Joan se detuvo, y por un segundo sintió algo parecido a la desesperación. Sintió como si se estuviera aferrando a algo decidido a escabullirse. La verdad es que no sabía cómo ordenar sus palabras para expresar su necesidad de explorar Arabia. Aquel deseo había estado arraigado en su interior durante tanto tiempo, que había dejado de cuestionarlo; y cuando enviaron a Daniel a Omán, y Robert Gibson se convirtió en wazir, y ella consiguió algo de dinero gracias al testamento de su padre, parecía como si todo se hubiera dispuesto mágicamente para llevarla hasta allí. A Omán, un pequeño rincón lejano de Arabia, sí, pero a pesar de todo, en Arabia. Y de alguna manera, desde su muerte, sentía como si algo de su padre pudiera estar allí también. Había tardado casi un año en superar la conmoción paralizante de su pérdida, y algo más en dar forma a la idea, pero una vez que lo hizo, sabía que nada le impediría hacerlo. Lo más difícil había sido decirle a su madre, Olive, cómo pensaba gastar su pequeña herencia. Se lo confesó mientras estaba cocinando, porque era cuando más feliz se encontraba.
—¿No tengo bastante con tener un hijo en ese lugar dejado de la mano de Dios? —dijo Olive, deteniéndose con dos cuencos de grasa de tocino pegados a la hoja de su gran cuchillo, y esa vibración en su voz convertida en un impedimento permanente—. No es un lugar para ti, Joanie. Además, ¿cómo se te ocurre dejarme sola? —Sacó un pañuelo arrugado del bolsillo del delantal para enjugarse los ojos, y Joan sintió que la culpa se estaba volviendo demasiado familiar, brotando, haciendo que se cuestionara su decisión. Olive parecía desdichada, vulnerable, fácil de herir—. Ni tu padre fue, ¿qué te crees?
Joan lo sabía. Jamás había sido tan incrédula como para pensar que su padre había ido más allá de Francia. A pesar de todos sus cuentos; a pesar de todos sus sueños, entusiasmo y planes. Pero él siempre había querido que Joan viajara, que ella sí conociera esos sitios, que viviera algunos de sus sueños. Y Joan siempre había soñado con Arabia. Escuchó la voz de su padre en su cabeza; se imaginó sus ojos grandes y exagerados. La tierra de Simbad, el Marino, y la reina de Saba, el incienso, los genios y los deseos. Siempre en la cima, deliberadamente, listo para traer magia y maravillas al mundo.
Trató de tragarse el sentimiento de desesperación, pero su audiencia con Maude Vickery no estaba yendo como había cabido esperar o imaginar.
—Es mi heroína, señorita Vickery; lo ha sido siempre, desde que era tan solo una niña. Quiero ir al desierto, como usted; al Rub al-Jali, el Cuarto Vacío, el desierto de arena más grande del mundo… Sé que mucha gente lo ha recorrido, pero la mayor parte es todavía virgen. Quiero explorar el Fuerte de Jabrin, tal vez dibujar algunos planos. Soy arqueóloga, ¿recuerda que se lo mencioné en mis cartas? Bueno, todavía no he acabado la carrera. En realidad, acabo de solicitar un puesto en el museo local, de aprendiz, por supuesto. Empiezo a comienzos de año, eso si consigo el puesto, cosa que debería lograr si consigo demostrarles que reúno los méritos, enseñándoles lo que haya podido estudiar durante mi estancia aquí. Y de veras quiero… —Se detuvo para respirar, pero Maude la estaba mirando de manera poco amistosa, así que se calló.
—Una larga lista de deseos, señorita Seabrook. —Maude la apuntó con el dedo, la uña estriada y sucia—. ¿Debería añadir, además, que es usted tan solo una chiquilla?
—Tengo casi la misma edad que usted cuando atravesó el desierto por primera vez. Veintiséis años.
Maude emitió un gruñido de refunfuño.
—Parece más joven. En cualquier caso, está persiguiendo un sueño. Desea seguir mis pasos, pero ¿de qué le serviría? Eso no es salir a explorar nada, no es una aventura. Y creo que lo que quieres es vivir una aventura. Debes encontrar tu propio camino; forjarlo; tú sola. El propio sultán Said cruzó el Cuarto Vacío hace unos años, en automóvil. No hay ningún misterio ahí afuera. —Parecía amargada. Se inclinó hacia delante lentamente, intensamente, temblando por el esfuerzo—. Si no eres la primera, no vale.
—¡Pero eso no puede ser verdad! No fue la primera en atravesar el Cuarto Vacío y, aun así, es importante que lo hiciera. El desierto es vasto… Y ningún europeo ha explorado nunca el Fuerte de Jabrin, por no hablar de un arqueólogo. Los mapas ni siquiera muestran claramente dónde está, pero usted estuvo allí, ¿no? Lo vio.
—Unas ruinas infestadas de serpientes. —Maude hizo un gesto con la mano. Se frotó la ropa como si estuviera buscando algo, con el ceño fruncido, agitado—. Y tampoco es tan antiguo, apenas tiene unos pocos cientos de años; y su ubicación exacta tampoco es ningún enigma. Bajar a Bahla y girar a la izquierda.
—Pero se rumorea que guarda grandes tesoros…
—No sea tonta. Los árabes no van por ahí abandonando tesoros. Eres peor que los beduinos, están obsesionados con los tesoros enterrados. Toda esa basura que has leído sobre la gente del desierto, que lo único que valoran es el agua, no el oro, es mentira. Valoran el agua, la hospitalidad, el pastoreo, las armas y el oro. Eso es lo que valoran. —Contó con los dedos de la mano—. No hay ningún tesoro enterrado, señorita Seabrook.
—Pero ese lugar ya es un tesoro en sí mismo, ¿no se da cuenta?
—¿Y cómo pretende llegar hasta allí, en tal caso? Los extranjeros no tienen acceso al este de la residencia de Mascate, ni al oeste del cuartel general del ejército de Matrah; ni fuera de los límites de la ciudad. No podrás ir a las montañas, y mucho menos al desierto. Siempre ha sido así. El sultán Said es un hombre muy reservado y extiende esa privacidad suya por todo el país. Y, corrígeme si me equivoco, pero ¿no hay una guerra o algo así en marcha? —La voz de Maude había ido ganando volumen; casi gritaba, aunque Joan no sabía qué era exactamente lo que la había enfurecido.
Tomó un sorbo nervioso de té.
—Guerra guerra, lo que se dice guerra, no es… —dijo—. Al menos no si la comparamos con la auténtica guerra, la Guerra Mundial. El señor Gibson dice que es una «insurgencia». Y ahora mismo el conflicto solo se circunscribe a las montañas, ¿no?
Maude la miró con desprecio durante un momento y luego se incorporó hacia adelante, señalándola una vez más con aquel dedo nudoso.
—No es usted más que una turista. Nada más.
Permanecieron sentadas un rato, notablemente incómodas, hasta que Maude dejó caer la barbilla sobre su pecho. Se había quedado dormida. Joan se sintió atrapada en mitad de aquella embarazosa situación. Cuando Abdulá entró a retirar el servicio de té, le hizo un gesto.
—Venga —dijo en voz baja—. La señora no está acostumbrada a las visitas. Ahora debe descansar.
Joan le siguió, agradecida. Abdulá la dejó salir sin pronunciar una sola palabra, pero su vigilancia era difícil de ignorar. De alguna manera, se sintió juzgada; como si se hubiera quedado corta. El sol se hundía hacia el horizonte, pero el cielo seguía estando claro. Todavía no habían encendido los cañones de luz con la ceremonia del dum dum que marcaba el inicio del toque de queda nocturno.
Joan se puso el sombrero y recorrió la corta distancia de vuelta a través de la puerta principal, sonriendo tímidamente a los guardias que inclinaron la cabeza a su paso tratando de chapurrear algunas palabras en inglés. Se detuvo a poca distancia de la ciudad. No había recibido ninguna invitación para volver a casa de Maude Vickery. La desilusión que Rory le había advertido que podía llegar a sentir no era tanto por Maude como por ella misma. Sabía que la vieja exploradora era un hueso duro de roer; ya desde sus tiempos jóvenes tenía fama de testaruda, con poco tacto y, a veces, espectacularmente grosera. Todo estaba ahí, en sus escritos, biografías y cartas. Joan se había preparado a conciencia para ello, estaba segura de que podía ganársela; que Maude reconocería en ella a un espíritu afín. Pero Joan no había dicho las cosas correctas. Su sinceridad no la había impresionado lo más mínimo. De hecho, no la había impresionado en absoluto. El desprecio con el que Maude la había etiquetado de turista no había ido muy desencaminado. Se sentó sobre un escalón, a la luz del crepúsculo, abatida y agitada, observando pasar a los transeúntes que se apresuraban a salir o entrar antes de que cerrasen la puerta. Mujeres omaníes con sus túnicas y velos negros; mujeres baluchi del territorio del sultán, en el norte de Pakistán, descubiertas, con vestidos brillantes como las flores; indios, persas y rostros negros de esclavos como Abdulá. Parecía que había más extranjeros en Mascate que omanís.
La noche no tardó en cernirse sobre Omán, justo antes de las seis de la tarde. Incluso a aquella hora tardía, el sol seguía siendo fuerte, y la temperatura, por encima de los treinta grados, resultaba abrasadora después del año frío y húmedo que habían tenido en Inglaterra. Rory era el que peor lo estaba pasando. Sus mejillas estaban permanentemente rojas, y no dejaba de bostezar. Estaba mucho mejor preparado para el invierno, un invierno británico, frío y seco, donde el rubor de sus mejillas ofrecía un aspecto más saludable, en lugar de infeccioso. Solo llevaban tres días en Mascate. Habían cogido un vuelo con la compañía aérea BOAC, y era la primera vez que Joan volaba. Habían volado a El Cairo, y de allí a Salalah, desde donde iniciaron un lento recorrido en barco por la costa.
—No sabía si lo aguantaríamos —dijo Rory nada más desembarcar—. Ya sabes lo que dicen, mejor en camello que con la BOAC.
Joan lo sabía, pero también sabía que él se moría por decirlo. Pero en lo que a ella se refería, el vuelo había sido mágico. Había visto las pirámides a través de la ventanilla del avión, y aquello la había hecho estremecer de emoción. Todavía no habían podido ir a ver a su hermano Daniel en la base militar de Bait al Falaj de Matrah, alrededor del cabo Mascate. Podían coger un bote para llegar hasta allí, o tomar el camino de tierra que formaba un sendero por la ladera rocosa, pero de cualquier manera, tenían que esperar a que Daniel estuviera de vuelta en la base. Su comandante les había dicho que se encontraba en el interior, dirigiendo unas patrullas de reconocimiento por las montañas. Daniel le había explicado los peligros de la insurgencia en una carta, después de que ella le escribiera diciéndole que estaba planeando ir a Mascate. Había una manera, aunque no era la única, de intentar disuadirla.
A pesar de que Gran Bretaña ha reconocido al sultán como gobernante, tanto de Mascate como de Omán, durante mucho tiempo, lo cierto es que tradicionalmente el sultán gobernaba Mascate y la costa, y dejaba al imán gobernar en Omán, el interior; es decir, el desierto y las montañas. Convivieron en armonía durante generaciones, pero alguien empezó a hablar de petróleo en el desierto, y el sultán Said impuso su soberanía donde nunca la había ejercido. Hubo graves problemas, pero gracias a nuestra ayuda, el imán Ghalib se vio forzado a abdicar en el 55. Sin embargo, la renuncia duró poco, pues no tardó en regresar al poder, alentado por su hermano Talib. Ahora se han replegado y andan escondidos en las montañas con todos sus hombres. El sultán no descansará hasta derrotarlos. Está la cosa complicada, Joanie, no es buen momento para venir de vacaciones. Puede que ni tan siquiera pueda verte; es posible que no regrese a la base. Debe haber algún otro lugar donde prefieras ir. O ven el año que viene, si acaso, cuando todo esto haya terminado.
Pensar en la guerra la asustó. Aquella carta casi hizo que abandonara su plan. La contienda bélica traía a su memoria traumas de la infancia, un miedo abyecto y permanente; un horrible nerviosismo interior que no podía controlar. Pero cuando escribió a Robert Gibson, un viejo amigo de su padre, y este le aseguró que la situación a duras penas justificaba el término «guerra», y que Mascate, de por sí, no corría peligro y que, además, Daniel sería destinado con toda seguridad a otro lugar una vez concluyera la acción militar, se tranquilizó bastante, aunque la razón más importante para seguir adelante es que no había otro lugar en el mundo donde Joan prefiriera ir. Rory estaba igual de ansioso por visitar aquellas tierras, así que obtuvieron los permisos necesarios, dispuestos a no postergar ni un solo día más el viaje. En casa, la vida diaria se había convertido en una rutina deprimente desde la muerte de su padre; el dolor por haberlo perdido inesperadamente se había ido suavizando hasta tornarse en una apatía perenne, una tristeza que hacía que todo supusiera un esfuerzo. Ir a Arabia había sido la única forma que había encontrado para reavivar la vida, y se moría de ganas de ver a su hermano.
Los tambores redoblaron y oyó un cañonazo. Un estruendoso aviso que resonó desde las rocas, retumbando como un trueno. Joan recogió su candil de parafina (la ley establecía que todo aquel que saliera después del dum dum tenía que llevar una), abrió la escotilla y buscó a tientas en su mochila el dichoso fósforo. Debía volver pronto. No era recomendable que una mujer saliera por la noche, aunque llevara el candil reglamentario. Se detuvo todavía un instante con la llama de la linterna silbando débilmente en mitad del silencio y las puertas de Mascate asomando junto a ella para recordar dónde estar y volver a bañarse con aquel sentimiento de maravilla. Era increíble que estuviera tan lejos de casa, en un lugar tan extraño; costaba creer que había llegado más lejos que sus padres. Estaba en el lugar de sus sueños y pensaba aprovecharlo al máximo, aunque para ello tuviera que revisar sus expectativas. Su padre le había advertido muchas veces que no albergara ideas preconcebidas sobre las personas y los lugares. «Espera a ver qué encuentras; no llegues con la vara de medir las cosas». Se incorporó y respiró el aire caliente. Un par de gaviotas casi blancas, luminosas, navegaron en silencio sobre su cabeza rumbo a la ciudad.
La residencia británica ocupaba uno de los edificios más grandes de Mascate, justo al borde del agua, en el extremo oriental de la ciudad, junto con el edificio de aduanas y el palacio deshabitado del sultán, quien prefería permanecer en Salalah, a cientos de kilómetros al suroeste. Llevaba años sin pisar Mascate. Vasta, pálida, cuadrada, la residencia tenía dos pisos altos con un techo almenado y terrazas cubiertas alrededor. Desde las habitaciones separadas que les habían asignado a Rory y a ella, veían el puerto en forma de herradura, sus aguas verdes y brillantes empujando los barcos, sus paredes de roca escarpada con sus nombres inscritos, levantadas por sus tripulantes a lo largo de los siglos, en lo que el sultán denominaba su libro de visitas.
Dos fuertes del siglo XVII, construidos durante la invasión portuguesa, custodiaban la entrada del puerto: Merani, donde sonaban los cañones dum dum, y Jalali, la enorme prisión inexpugnable, aferrada a su afloramiento rocos como un percebe gigante, a la que se accedía por una sola escalinata tallada en la piedra, eclipsando la residencia. La primera noche que durmió allí, vio unas cuantas luces encendidas en el interior del fuerte, reiterando la negrura del conjunto. Creyó captar el hedor del sufrimiento humano, llevado a través del viento. Uno de los sirvientes le había dicho que a veces se oía a los prisioneros sacudir las cadenas.
La bandera de la Union Jack ondeaba débilmente de la parte superior del asta de la residencia cuando Joan llegó, pero cuando la brisa del mar sopló, y las otras banderas que colgaban de las cuerdas se agitaron, se produjo un sonido palpitante, parecido al de las llamas. Joan se dirigió hacia la puerta principal y uno de los sirvientes la dejó entrar con una exigua reverencia. Apagó el candil de un soplido y se lo dio mientras se quitaba el sombrero y se peinaba con los dedos. El joven la miraba fijamente. Ella le respondió con una sonrisa forzada. No estaba acostumbrada a los sirvientes, ni sabía cómo hablarles.
—Buenas noches, Amit —dijo al recordar su nombre—. ¿Es posible que alguien me traiga una limonada?
—Limonada, sahib —se hizo eco de ella.
Entendió la palabra.
Joan cruzó el recibidor y trotó por las escaleras. El interior del edificio era sombrío y estaba lleno de eco. Los oficinistas y secretarios que se pasaban el día mecanografiando y haciendo papeleos habían terminado su jornada laboral y se habían ido a casa. Ya casi no quedaba ninguno. Joan hubiera deseado que hubiera más bullicio con el que llenar el espacio porque aquel silencio le recordaba a su casa, después de la muerte de su padre, sofocantemente tranquila.
El dormitorio de Rory estaba en la parte superior del edificio, en otra planta diferente a la de Joan, junto a sus anfitriones, por lo que no había posibilidad de visitas ilícitas después de apagar las luces. Él no estaba dentro, así que fue hasta al cuarto de baño que había al final del pasillo, comprobó que no había moros en la costa y tocó a la puerta.
—¿Joan? —Era la voz de Rory, al otro lado de la puerta, así que entró.
Estaba en la bañera, con los ojos cerrados, tumbado de espaldas, con el pelo de rizos negros mojado, y un cigarrillo encendido entre los dos primeros dedos de su mano izquierda. Joan sabía que el agua estaba fría, a temperatura ambiente, en un intento de apagar el calor. Ella habría cerrado la puerta con llave si fuera a darse un baño. Rory nunca la había visto desnuda, pero verle a él no parecía algo tan impropio. Tal vez porque la primera vez que se vieron ella le estaba preparando un baño; solo tenía once años y él había venido a quedarse en casa. O a lo mejor, simplemente, era porque Rory se sentía cómodo estando desnudo. A veces bromeaban sobre ello, teniendo en cuanto lo tímido e introvertido que podía llegar a ser en otros ámbitos. Ojalá pudiera sentirse tan cómoda como él estando desnuda.
Joan se acercó hasta él y le quitó el cigarrillo, tirando la ceniza por la ventana antes de pegar una profunda calada. El rostro de su prometido se tornó nebuloso y gris a través del humo. Su madre odiaba verla fumar, y lo cierto es que casi nunca lo hacía; solo cuando necesitaba sentirse fuerte, o más valiente.
—No te quedes dormido, no sea que te ahogues, ¿vale, cariño? O peor; mira que si incendias el lugar… —dijo sonriendo mientras Rory abría un ojo.
—No estaba durmiendo, solo descansando los ojos y disfrutando de la sensación de no sentir que estoy a punto de arder. —Giró la cabeza hacia ella y le quitó el cigarrillo cuando esta se lo ofreció.
Joan le besó la frente húmeda; sabía a jabón y a agua dura del manantial de Mascate. Se secó la boca en el dorso de la mano en lugar de lamerse los labios. Llevaban mucho cuidado a la hora de no beber más que agua hervida, pero ambos tuvieron la impresión de que se estaba limpiando el beso.
—Ha sido… Difícil. —Volvió a la ventana y se apoyó en el alféizar, con el cielo malva todavía tras ella, y el mar acaparando los últimos fragmentos de luz.
—¿Difícil? Vaya… No me digas que no es lo que esperabas.
—No, creo que no. —Joan suspiró sintiendo la decepción, el sentido de fracaso. Turista. No se veía con fuerzas para repetirle a Rory la fulminante evaluación que Maude le había hecho.
—Parecía mayor de lo que es. La cabeza no le funciona muy bien. Y luego se quedó dormida.
—¿Cuántos años tiene?
—Setenta y seis. —Joan lo sabía con exactitud, como la fecha de su nacimiento, el 25 de mayo de 1882; sabía quiénes eran sus padres y qué había estudiado; su título en Oxford, sus viajes, sus escritos; todos los puntos más destacados de su vida. Solo que no sabía cómo hablar con ella, reflexionó con tristeza. Aquella pena suave y sutil había vuelto. Se mordisqueó la piel alrededor de la uña, un mal hábito que arrastraba desde la infancia, buscando en su interior una chispa.
—Tendrías que haberla oído hablar… La elocución. Con qué afectación… Mamá estaría de lo más impresionada, si la oyera.
—Ven aquí. —Rory se puso de pie, chorreando. Dejó caer el cigarrillo en el agua, salió de la bañera, y se envolvió una toalla de lino alrededor de las caderas—. Ven aquí y abrázame. No era lo que esperabas, ¿es eso?
Joan asintió dejándose abrazar por él, aplastando la mejilla contra el pelo húmedo de su pecho, bañándose en el maravilloso olor a limpio. Aquella intimidad física era algo nuevo, medio prohibido; una fascinante mezcla de comodidad y peligro.
—Lo superaré —dijo con voz apagada.
—Claro que sí. —Le levantó la barbilla y la besó dulcemente. Un beso casto, con los labios cerrados—. Siempre lo haces.
—Vas a tener que vestirte antes de la hora del cóctel, Rory. —Joan se giró de espaldas mientras él se secaba, y se entretuvo girándose el anillo de compromiso del dedo. Había pertenecido a la abuela de Rory. Un topacio cuadrado con dos pequeños diamantes engastados en una banda de oro desgastada, que le quedaba como si lo hubieran hecho especialmente para ella.
El puesto de ministro de Relaciones Exteriores estaba ostentado por un británico. Había sido así durante generaciones, desde que se firmaron los primeros tratados entre Gran Bretaña y el sultán, a finales del siglo XIX. Conocido como wazir, su trabajo era guiar al sultán en materia de relaciones exteriores y comercio; sugerir y aconsejar, pero jamás ordenar. Y, por supuesto, también estaba allí para mantener al gobierno británico informado de todo lo que ocurría en Arabia. La cena se servía a las ocho en punto, pero solían reunirse a las siete y cuarto en la terraza del primer piso, donde el actual wazir, Robert Gibson, servía abundante ginebra con tónica a los asistentes. La terraza era un espacio enorme, decorado con macetas de adelfas de dos metros de alturas, recargadas de flores rosadas, y una buganvilla morada que caía desde el tejado inclinado. Desde allí, se divisaba la tierra prohibida, una línea que ninguno de ellos podía cruzar sin el permiso expreso del sultán: hacia el este, más allá de la ciudad, pasando por el cabo de Ras al Hadd, donde la costa se volvía hacia el sur extendiéndose a lo largo de cientos de kilómetros hasta Adén, la desembocadura del mar Rojo. Montañas y desierto; polvo seco; una llanura costera salada que un breve monzón besaba cada año, haciendo brotar las flores y crecer la hierba; una tierra con un corazón antiguo, tan extraño y bizarro, que Joan sintió ansias al contemplarla desde los confines de la terraza; ansias de conocerla; reluctante a admitir que probablemente nunca lo haría.
Observó a Rory mientras hablaba con sus anfitriones, vestido con su traje de verano, el cabello húmedo peinado hacia atrás; sonrió. Le sorprendió que aceptara tan fácilmente ir a Arabia con ella. «¿Arabia? Suena fabuloso». Sabía cuánto había soñado con hacer aquel viaje, lo imposible que siempre había parecido, hasta aquel momento. Luego bromearon sobre el hecho de que, normalmente, la luna de miel se hace después de la boda, pero ellos no eran como todos los demás. Rory trabajaba para su padre en una modesta sala de subastas que su familia llevaba dirigiendo durante generaciones, vendiendo muebles anticuados y platería de los comedores de los parientes muertos de la gente, por lo que había sido realmente sencillo cogerse un tiempo libre. Y Joan llevaba sin trabajar desde que la echaron como secretaria en una imprenta, hacía un mes, por pillarla leyendo libros en lugar de estar haciendo facturas. Su madre y ella habían estado viviendo de la pensión de viudedad desde entonces, y una de las principales objeciones que Olive le había hecho era que fuera a gastarse el dinero de la herencia en aquel viaje al extranjero, un auténtico derroche. «Ese dinero son seis meses de comida y calefacción para las dos, ¡te has vuelto loca!». Joan se sentía culpable cuando imaginaba la cara asustada de su madre cada vez que llegaba una factura, alguna de ellas con letras rojas ominosas: «Aviso urgente». Antes, el que se ocupaba de las finanzas familiares era su padre. Olive examinaba las cifras concienzudamente, con la pluma sobre la chequera, como si tuviera miedo de suspender un examen. Pero, por muy imprudente que pudiera parecer, Joan sabía que debía hacer aquel viaje.
Rory le había preguntado por qué Arabia. ¿Por qué, entre todos los lugares del mundo en los que no había estado, quería ir allí? Fue hace seis años, antes de hacerse pareja. Rory había entrado en la estrecha salita para sentarse con Joan mientras Daniel se cambiaba para salir. Ella estaba leyendo Las puertas del sur de Arabia mientras una lluvia muy inglesa golpeaba contra los cristales de la ventana en ráfagas maliciosas, con olor a vinagre y semillas de mostaza en el aire. En la cocina, donde su madre estaba envasando el chutney que habían estado haciendo por la mañana, el olor acre casi impedía respirar. Cuando no estaba en la escuela de equitación ayudando con la esperanza de recibir una clase gratis, pasaba el tiempo leyendo sobre Arabia. Las paredes de su cuarto estaban llenas de fotos de jeques del desierto y un retrato de T. E. Lawrence que había encontrado en libros antiguos, en lugar de recortes de revistas de Johnnie Ray. Pero cuando Rory le preguntó por qué, tuvo que pensarlo un rato antes de poder responder. Todo había empezado con su padre, con los cuentos de Las mil y una noches que le leía; pero aquella tarde lluviosa, parecía más fácil hablar sobre Aladino. Aladino era un caballo como ningún otro que Joan hubiera visto antes. Las otras chicas del establo y ellas se quedaron como pasmarotes cuando le vieron salir del remolque hacia al patio, con cada músculo vibrando y la cola doblándose hacia arriba sobre el lomo, observando alrededor. Sus pezuñas parecían bailar sobre el cemento. La dueña, Annabelle, una orgullosa niña bien, dejó claro que los establos de Broadbrook solo eran una parada temporal, hasta que encontrase otro alojamiento más adecuado para su caballo, en algún lugar con menos alambre de púas, menos cordel de envolver, menos charcos y menos ponis que mordían.
El pelaje de Aladino era castaño brillante, el color del fuego; tenía una crin larga, una raya blanca en el rostro esculpido, y orejas en forma de media luna que casi se rozaban cuando las levantaba. Era, sin lugar a dudas, la criatura más bella que Joan había visto nunca, y cuando Annabelle le dijo que era un caballo árabe de pura raza, supo que Arabia tenía que ser tan maravillosa como ella siempre había imaginado; un lugar donde podías mirar hacia el horizonte resplandeciente, trotar en círculos con la vista de una grupa peluda al frente; un sitio donde la gente se vestía de seda, en lugar de ponerse jerséis de lana húmedos que picaban; donde no había barro, ni lluvia, ni cielos grises o calles suburbanas adormiladas. Limpia, cálida, bella; totalmente distinta de la vida que ella conocía. Y estaba empezando a darse cuenta de lo mucho que deseaba que esa vida, la que ella conocía, fuera diferente. Necesitaba un cambio.
La risa fuerte de Robert Gibson la trajo de vuelta al presente. Joan había accedido a ponerse, a petición suya, un vestido de noche en lugar de los pantalones de vestir, un simple cambio de atuendo con un cinturón verde. Las sandalias de cuero se cerraban con una correa gruesa y una hebilla de esas que le recordaban a los días de colegio; no eran muy elegantes, pero su madre las había elegido para ella como regalo de despedida, no se había atrevido a llevarle la contraria. Allí en Omán parecían más apropiadas, algo menos desprovistas de gracia. De todos modos, siempre se sentía como una colegiala al lado del hombre al que llamaba tío Bobby. Robert Gibson era un hombre enorme, siempre inmaculado; leonino, con ojos de color verde claro y un bigote de extravagantes cerdas rubias trepándole por las aletas de una nariz ancha que apenas se estrechaba en el puente. Su cabello se estaba volviendo fino y canoso; lo llevaba peinado hacia atrás. Se había librado de ser su padrino porque David Seabrook siempre había sido ateo hasta la médula, y nunca dejó que los bautizasen, ni a ella ni a su hermano Daniel.
Robert tenía la costumbre de acudir siempre junto a ella, poniendo un enorme brazo alrededor de sus hombros y apretando hasta que sentía que sus articulaciones crujían en señal de protesta. Lo había hecho la otra noche, cuando se vieron en Arabia, tal y como lo había hecho la primera vez que le vio, a los cinco años. Papá se había reído de la expresión de asombro de su cara. Si Robert llevaba más de tres tragos en el cuerpo, la levantaba a su altura, de modo que los pies de Joan colgaban sobre el suelo. Era un abrazo más adecuado para una niña que para una mujer, pero aun así, lo disfrutaba. Detestaba pensar que no quedaba rastro de su padre en el universo, que era lo que él creía que pasaba después de la muerte. Quizás había algunos elementos, como las cenizas que mamá guardaba en la repisa de la chimenea de casa, en el interior de un recipiente hortera de ébano, pero allí tampoco quedaba nada de su alma. De algún modo, era como si parte de él estuviera en su viejo amigo, Robert, y en los abrazotes que le daba.
La esposa de Robert, Marian, era de alta de hombros rectos, con rasgos duros y dientes de caballo. Siempre llevaba la melena rubia recogida hacia atrás con una diadema a lo Alicia en el país de las maravillas; los labios pintados de rosa, y zapatos tan apropiados como los de Joan. Era tan respetable y discreta que a veces Joan no se daba cuenta de su presencia. Las mujeres aceptaron las copas rebosantes que Robert les ofreció y se acomodaron en las sillas del patio.
—Chin chin —dijo Robert alzando su copa.
Más allá de la débil luz eléctrica de la terraza, la noche era azul marino, sin llegar todavía a ser negra. El mar permanecía manso y somnoliento en el puerto, y su suave oleaje era un murmullo constante. El primer sorbo de ginebra hizo que Joan temblara un poco y se le adormeciera la lengua. El sorbo de Marian fue más bien un trago, y hubo un visible derretimiento de la tensión de sus hombros al tragar.
—Bueno, Joan, cuéntanos. ¿Cómo estuvo la gran Maude Vickery? —preguntó Robert.
—Pues… —Joan hizo una pausa, considerando qué decir y qué no—. Era menuda. La mujer más menuda que he visto en mi vida. Un tanto irritable. Excéntrica, más bien. Pero no por ello menos genial. —Tomó otro sorbo de ginebra durante la pausa expectante que siguió.
—¿Ya está? ¡No puede ser! —Robert sonaba incrédulo—. Desde que llegaste aquí no hemos oído más que si Maude Vickery esto, que si Maude Vickery lo otro. ¡Y ahora que por fin la has conocido, lo único que tienes que contarnos es que era menuda y tenía mal genio! —dijo riendo.
—¿Cómo era su casa? —se interesó Marian.
—No tan grande como pensaba que sería… La verdad es que estaba sucia. —Joan pegó otro trago. Ya estaba circulando a través de su torrente sanguíneo, infundiéndole una sensación de calor y coraje—. Tiene una gacela por mascota, y dos salukis, y… bueno, había mucha mugre por todas partes.
—Dios mío, ¿es eso cierto? —se horrorizó Marian—. Tiene que tener servicio, alguien que le limpie la casa. ¿Y quién diablos tiene una gacela por mascota?
—Sí, y un esclavo —continuó diciendo Joan.
—¿En los tiempos que corren? —Robert enarcó las cejas rubias—. Bueno, aquí la esclavitud no es como la conocemos… Al menos no en la actualidad. Esos esclavos que todavía quedan por aquí han nacido generalmente siendo esclavos, y a menudo forman parte de la familia. Pero la próxima vez que vayas a verla, dile al tipo que lo único que tiene que hacer es tocar el asta de la bandera del patio para ser libre. Es la ley.
—La mujer va en silla de ruedas, así que no creo que pudiera impedírselo.
—Vaya, pobre mujer —dijo Marian vagamente.
