La ciclista de las soluciones imaginarias - Edgar Borges - E-Book

La ciclista de las soluciones imaginarias E-Book

Edgar Borges

0,0

Beschreibung

“Un día, después de muchas mañanas de asomarme en el balcón de mi piso, vi la nada.”Con esa frase se inicia el testimonio del señor Silva, un funcionario que se siente prisionero de algo. Su barrio, su trabajo en el Ayuntamiento, su matrimonio y, quizá, su mente sean la cárcel de este hombre. Silva padece una extraña enfermedad denominada “el mal de la mirada trastocada”. Sin embargo, él se siente un sujeto normal atrapado entre la ilusión de lo que fue cuando vivió en México y lo que terminó siendo desde que regresó a España. EL AUTOR:Edgar Borges (Caracas, Venezuela, 1966) reside en España desde el 2007. Es autor de obras de ficción y de ensayos periodísticos que cuestionan la lógica de una realidad uniforme. Entre sus libros se cuentan ¿Quién mató a mi madre? (finalista del Premio Internacional de Novela Ciudad Ducal de Loeches, en el 2008); La contemplación (Premio Internacional de Novela Albert Camus, en el 2010); Crónicas de bar (2011); El hombre no mediático que leía a Peter Handke (beca de residencia La Rectoría, en el 2012) y Vínculos. Apuntes con Rubén Blades (2013). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, el italiano y el portugués. Destacados escritores y críticos han coincidido en que se trata de uno de los narradores latinoamericanos más importantes de las últimas generaciones. Sus historias se mueven, turbulentas, en espacios cerrados, como si con su ficción pretendiera implosionar cualquier realidad absoluta.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 232

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías.

Julio Cortázar

La bicicleta, la única máquina que necesitamos para levitar por los caminos de la tierra.

La ciclista

Capítulo 1

El compás

Un día, después de muchas mañanas de asomarme en el balcón de mi piso, vi la nada. Cerré los ojos y dentro de mí estaba el tráfico. Los coches; los autobuses, los camiones cargados de piedras; el zigzag de los trabajadores de a pie y la carrera de los niños rumbo al colegio. Era una realidad ruidosa escenificada en silencio. Abrí los ojos y volví a ver la nada. De pronto mi barrio de todos los días era un vacío. ¿Ceguera? ¿Sordera? ¿Desaparición del mundo exterior? La enfermedad había regresado. Lo primero que hice fue aferrar-me a la calma, entre la nada y el tráfico estaba la memoria. Hubiese deseado ver el bosque del barrio, pero no pude recordar el camino. Tenía que llenar el espacio exterior con algo. Me vi recorriendo la plaza del Zócalo con mis amigos del Club de los contadores renegados; no era una tarde cualquiera de mis años en México, era la primera tarde que veía al abuelo ciego que contaba leyendas al oído. Poco a poco fui escuchando su voz de susurro. Me dijo que él no contaba leyendas sino verdades. Y habló de la ciencia de los mayas, los 13 cielos, las matemáticas, la arquitectura, el tiempo infinito… Era feliz en la añoranza, pero pasaban los minutos y tenía que encontrar una respuesta que permitiera recuperar la imagen de mi presente. Era el día de descanso de mi esposa y ella no era muy amiga de mi enfermedad ni de mi pasado.

De niño, los médicos aseguraron que conmigo nacía el mal de la mirada trastocada; mis padres se dejaron llevar por las normas de los diagnósticos. Ni unos ni otros hubiesen imaginado que de adulto, gracias a una bicicleta, lograría equilibrar la memoria, el oído y la mirada. Siempre desconfié de todas las máquinas con ruedas, de niño ni siquiera me atreví a montar en un triciclo. Mi ignorancia sobre ellas, en un hombre de 42 años, con esposa y tres hijos, se acercaba a la ridiculez. Un individuo en bicicleta sólo significaba un atrevimiento al equilibrio y a la gravedad. Mi descubrimiento de las soluciones imaginarias de la bicicleta ocurrió hacia el final de la mañana cuando vi la nada, la mañana del lunes 2 de junio de 2011. Antes tendría que superar unos minutos de prueba con mi esposa. Pronto escuché sus pasos, venía del dormitorio rumbo al balcón.

Mi esposa vociferaba insultos contra la directora del colegio; me giré hacia ella pero sólo podía ver al abuelo ciego en la plaza mexicana. La escuchaba pero no la veía. Tendría que guiarme por su voz, adivinar su imagen y los espacios de la vivienda; tenía que intentar olvidar la realidad mexicana. En esta fase de la crisis lograba llenar la nada con la memoria pero mis oídos sólo captaban las voces del presente. Lo peor era soportar la creciente necesidad de descontrol. ¿Para quién podría ser fácil ver el ayer y oír el ahora? Para distraer mi problema, centré la atención en analizar el mal humor de mi esposa. La causa no era el fracaso en la arquitectura, ella dejó la carrera en el primer año porque nunca le gustó esa profesión. Terminó despreciando la arquitectura hasta el extremo de prohibirme mencionar el tema. Yo, obediente, borré la arquitectura de mi memoria. Más tarde, mi mujer se dio cuenta de que su vocación era la docencia. Y pasó años dedicada a dar clases de primaria. Su amargura se debía a su nombramiento como profesora de matemáticas del cuarto curso o a mi situación de contable desempleado. Quizá ambas razones alimentaban su rabia. Nuestro matrimonio colapsó a los diez años; los cinco restantes sirvieron para incendiar los buenos recuerdos de los Silva-Montero. Duramos cinco años entre caer y repetir la escalada para volver a caer; el año más duro fue el último, el año de los gritos de ella, el año de mi permanencia en el paro. Desde que la directora le encargó el cuarto curso, agudizó su histeria y profesionalizó su mala intención. Cuando quería alterar mis nervios me llamaba señor Silva y me trataba de usted; decía que ella guardaba el formulario que ocasionó mi despido. Sabía que al marcharse yo sentiría la necesidad de revisar sus cosas. Y pasaría buena parte del día buscando el formulario que nunca supe rellenar. Entre los empleados del ayuntamiento se había expandido el rumor de que yo no sabía rellenar el formulario; pronto el director de recursos humanos me llamó para comprobar lo que se decía en los pasillos. En la oficina del superior, cuando éste acariciaba un formulario, tuve una crisis del mal de la mirada trastocada. En lugar del director vi a Jorge, uno de mis compañeros en el Club de contadores renegados. Era de noche, Jorge me invitaba a sentarme en un semicírculo a un lado del chamán. Había humo, ya el sabio con su tabaco había creado un círculo energético para proteger el lugar de influencias negativas. La gente estaba lista para participar en la ceremonia del ayahuasca. El chamán había centrado su mirada en mí; él sabía que era a mí a quien debía atender primero. Los demás estaban enfermos de saturación visual, lo mío era una enfermedad de direccionalidad de la mirada. Mis ojos sólo veían la realidad que sentía el alma. Una mujer me dijo al oído que el chamán, en lugar de curarme, me bendeciría. El chamán fumó su mapacho (cigarro de tabaco verde), abrió la botella de ayahuasca y sirvió un poco en un utensilio. Luego me invitó a tomar. Confundir el formulario con el utensilio de ayahuasca me valió el despido… Como no atendí a tiempo sus gritos, mi esposa nombró el formulario. Una mañana con ella me hubiese convertido en uno de sus alumnos con licencia de marido. Me angustiaba suponer que en esta historia sólo existiéramos mi esposa y yo. Aquella mañana levanté los puños y liberé un grito de guerra. A tiempo abrí las manos y las estrellé contra lo que presentía era el centro de la mesa. Y partí dando tumbos, bendiciendo el silencio que había provocado mi rabia.

Nunca antes me costó tanto esfuerzo salir del edificio. Como un ciego con la memoria derramada, bajé las escaleras apoyándome en la barandilla. En la planta baja había un plano sobre una mesita de noche. Sabía que esa imagen no era real, pero tampoco la recordaba como un hecho de mi pasado. La crisis había durado más de lo normal; la calma se debilitaba. No podía escuchar la realidad de España viendo la realidad de mi temporada en México. Sin saber qué hacer me quedé detenido en el portal. De pronto volví a ver la calle de mi barrio asturiano. La crisis había terminado. La puerta del edificio de enfrente se abría con dificultad; una joven la empujaba con la espalda mientras sacaba una bicicleta. Al darse la vuelta hubo algo en ella que me anunció la salvación. Anuncio de salvación en su mirada, en su piel aún desde la distancia, en su andar de bailarina que pisa tierra. Salvación en su vínculo con la bicicleta. “Extraña ciclista de sandalias romanas”, pensé. Su anuncio de salvación hizo tambalear mi realidad de marido. Siempre soñé con no ser quien era; alguna vez estuve cerca de ser otro. Pero al final del intento volví a ser el mismo, el hombre de los días repetidos. Aquella mañana fue la primera vez que pensé en el sentido ciclístico de la salvación. “Ella debía ser una nueva vecina”, me dije, la calle principal del barrio era estrecha, no había espacio para no verse. Si bien nunca me importaron las máquinas con ruedas, esa vez algo extraño me hizo sentir involucrado en el mundo de las bicicletas. La muchacha era morena, su piel parecía una tierra despejada; su cuerpo era el centro del juego que sostenían su vestidito gris de playa y la brisa; la mochila marrón que hacía presión en la espalda se encargaba de marcarle los senos. Era muy hermosa para pasar desapercibida en un barrio de mirones. ¿Cuántas crisis del mal de la mirada trastocada me habrán impedido verla? Ella, sin saberlo, acababa de sanar la lógica de mis tiempos. Infinidad de ciclistas habrían pasado por mi lado llevando a pie su máquina, pero el contacto entre esa mujer y su bicicleta era distinto. Había en el paso de la hembra una calma, una armonía, un no sé qué tan similar al giro de la rueda. O, mejor dicho, el giro de la rueda se parecía al paso de la hembra. La bicicleta no era una máquina; ella no era una persona cualquiera. Había entre las dos una frecuencia humana. Sonrisa, manillar, piernas, ruedas. Dos cuerpos invocando la duración… La muchacha subió en la bicicleta y pedaleó con suavidad, había creado un juego circular entre músculos y movimiento. Al poco rato agarró con fuerza el manillar, impulsó cabeza y tronco hacia el cielo, abrió ambas piernas por encima de los pedales, tensó su cuerpo desde la pelvis hasta los pies y partió muy lentamente calle abajo. Había logrado una difícil extensión de la belleza. Por aquel entonces yo no conocía la terminología del ciclismo, aún hoy me es imposible saber si la figura que esa mujer fue haciendo sobre la bicicleta recibe algún calificativo. Y tampoco me importa. Yo bauticé la figura como el compás. No podía existir otro término para definir semejante movimiento pacificador de miradas desubicadas. Mujer y bicicleta se perdieron, muy lentamente, calle abajo, ejecutando un bendito compás.

Capítulo 2

El instante desgraciado

Quedé con la mirada fija en el final de la calle, atrapado en la imagen que articularon mujer y bicicleta. Mientras, La Ciclista se alejaba. Al reaccionar corrí tras ella (mujer, bicicleta y ruta). Pronto volví a ver su figura, su velocidad contenida, su quietud; el compás. Sus pies no ejercían ninguna presión sobre los pedales. Ella, más que pedalear, levitaba. Tuve que ralentizar el paso para no darle alcance. Hasta que me detuve embelesado con la duración de aquel movimiento que retaba a la indiferencia de la gente que iba y venía. Y de nuevo se perdió en la distancia.

Poco después reaccioné y caminé con cuidado, no quería alcanzarla pero tampoco perderla. Y ahí estaba ella, jugueteando a perderse por el final de la calle. Se detuvo en una esquina ubicada a la izquierda, al pie de un viejo árbol que marcaba el inicio de una callejuela. Era el quinto árbol. En cada cuadra del barrio había una seguidilla de pequeños edificios y modestos comercios; igual en la acera izquierda como en la derecha. Cuatro esquinas, dos árboles enfrentados y dos callejuelas. Adentrarse en cada callejuela significaba descubrir otro camino de edificios, comercios, esquinas, árboles solitarios y otras tantas callejuelas… La mujer se bajó de la bicicleta y la apoyó en el árbol. Se quitó la mochila y buscó algo con cierto afán infantil. Desde la esquina de enfrente, protegido por la máquina de Coca-Cola del bar de Óscar, pude apreciar que era muy joven, aunque tampoco era una niña. Quizá la permanencia de su sonrisa le ayudaba a restar años. Esta mujer no parecía ciclista, o tal vez lo fuera y se encontraba de vacaciones. Pero, ¿cuándo no están de vacaciones los ciclistas? ¿Acaso ir montado en bicicleta no esvivir unas vacaciones continuas? ¿Un paseo sobre ruedas? ¿Es la oficina la cárcel de un ciclista? ¿Es la bicicleta su fuga? (Quién fuera un ciclista… o por lo menos la rueda de una bicicleta). La muchacha extrajo de su mochila una cámara fotográfica de las antiguas. La acarició y la empuñó como si fuera a dar una batalla y conociera el momento preciso en que ocurrirían los hechos. Se ubicó detrás del árbol y fotografió el instante desgraciado cuando una mujer abofeteó a un niño (seguramente a su niño).

Capítulo 3

Recordar en fotografía

Ese lunes pretendí pasar la noche en mi habitación, desde temprano le dije a mi esposa que me encerraría a clasificar los papeles de mis carpetas importantes. En realidad lo que deseaba era pensar en La Ciclista de la mañana. Su solo recuerdo me producía un efecto de calma. La perdí después de que fotografiara a la mujer de la bofetada. Quizá partió ejecutando el compás a velocidad extrema, o tal vez en su ida dibujó una nueva e insólita figura. Y me la perdí.

De niño, unos abuelos decían que yo tenía una inteligencia especial. Decían que mis preguntas ponían en aprietos a los adultos. Esos ancianos no eran mis abuelos, esa no era la sala de mi casa…

Pronto mi esposa me fue a buscar con su acostumbrada dureza. Señor Silva, necesito que baje a tirar la basura de ayer… y la de hoy… no vaya a ser que el próximo lunes tenga que pedirle que tire la basura de toda la semana… Ella sabía que me alborotaba la rabia cada vez que se dirigía a mí como el señor Silva, con ese falso respeto y esa estúpida distancia. Pero esa vez no pudo arrastrarme tan fácilmente a su cuadrilátero de boxeo. El efecto de la calma mañanera tenía acción prolongada (y aquella noche deseé con toda el alma que mi grado de paz no se extinguiera nunca). Sin embargo, a mi esposa siempre le quedaba como último recurso el cinismo: Bien, señor Silva, como los niños aún no han llegado de la casa de Hernancito, tendré que pedirle ayuda al vecino… El otro día tuve que llamar al señor Burgos para que me ayudara a bajar la lámpara de la sala. Ya sabe, es nuestro vecino más cercano. Y él se me puso a la orden… Entonces tomé con cada mano una bolsa de basura; abrí la puerta de la calle y, antes de partir, la enfrenté con la mirada. Ella sabía que desde hace un año quería enfrentarla de manera definitiva. Pero, como me creía incapaz de asumir cualquier decisión importante, jugaba con los límites de mi cobardía. ¿El señor Silva decidió quitarle trabajo al señor Burgos?

Cuando bajé a tirar la basura me detuve en el vertedero con la mirada puesta en el edificio de enfrente. O La Ciclista descansa en algún piso o llegará de un momento a otro de su día de trabajo. Para entonces estaba convencido de que la mujer trabajaba como fotógrafa. De pronto un llamado ensordecedor me hizo girar la cabeza hacia el balcón del primer piso de mi edificio. Señor Silva, ¿acaso encontró trabajo en el vertedero? En ese momento, como tantas otras veces, no esperé el ascensor y subí por las escaleras a paso rápido. En la puerta de nuestro piso mi esposa me esperaba con su falsa sonrisa. Buenas noches, señor Silva. Parecía que su rabia aún no saltaba al campo de batalla, mientras la mía, mi maltrecha rabia, se había diluido en el cansancio.

Minutos más tarde me quedé dormido en el sofá. Soñé que preparaba la cena mientras mi esposa leía una revista sentada a la mesa. Lo que ocurría no era parte de ninguna batalla, de hecho, en honor a la verdad, entre las órdenes de mi esposa nunca incluyó un “vete a la cocina”. Ella se dedicaba, más por tradición que por placer, a los asuntos de la comida. El sueño fue insólito tanto por el acontecimiento culinario como por la cordialidad de pareja. Llevé los platos a la mesa mientras entonaba una ranchera de Jorge Negrete; mi mujer me pidió que cantara algo del grupo Mecano, enseguida la complací con Hijo de la luna. Llevé pollo a la plancha con flores de romero y ensalada César. Mi esposa puso la revista a un lado y me agradeció el canto y el gesto con una sonrisa. Le dije que faltaba la bebida; la buscaré en la cocina, de lo buena que está, morirás apenas la pruebes. Minutos después llegué con un vaso en cada mano. El de la izquierda se lo entregué, el otro lo puse en mi puesto. Acto seguido, aún sin sentarme, le pedí que probara un trago. Apenas se mojó los labios cayó fulminada. El padre de Hernancito tenía razón, el veneno para ratas que vendía Óscar cumplía el lema de su etiqueta: “Garantizamos resultados inmediatos”.

Del sueño salí haciendo grandes esfuerzos por atender un llamado señor Silva, despierte, señor Silva. Mi esposa me llamaba manteniendo su odiosa distancia pero con tono de alarma. Señor Silva, señor Silva, venga a ver esto. Sin dar tregua me tomó de la mano y me llevó hasta el balcón. Desde ahí señaló hacia la acera de enfrente. Tuve que frotar los ojos varias veces para salir de las secuelas del sueño. La mujer que en la mañana había abofeteado a su niño paseaba con el pequeño acariciándole la cabeza. En la mano derecha, que era la mano con la que le acariciaba, tenía puesto un guante azul. Pero, ¿qué tiene que ver mi esposa con esta historia?, pensé. A ella no debería asombrarle que una madre camine acariciando los cabellos de su hijo; no estuvo presente en el episodio de la bofetada… Era obvio que mi esposa conocía detalles ignorados por mí. ¡Señor Silva, esa es la señora Virginia y el niño que va con ella es su hijo Altair! ¿Por qué me ve con esa cara, señor Silva? ¿Es que no se asombra? Todos los días esa mujer sale de su casa tirando de los cabellos al pobre muchacho y a usted ni le va ni le viene que ella ahora venga y lo acaricie como si nada. Los vecinos la hemos denunciado varias veces a la comisaria. Una vez los gritos de Altair eran tan fuertes que llegamos a creer que la muy malnacida lo mataría. Tras el relato intenté ver con atención la demostración amorosa de aquella madre. Sin embargo, por más que froté los ojos, ante mí sólo tenía la fotografía que nunca vi del instante desgraciado cuando la mujer abofeteó al niño.

Capítulo 4

El punto de partida

Martes, 3 de junio de 2011. A las seis y media de la mañana era normal que apenas abriera los ojos me encontrara con mi mujer vistiéndose para ir al trabajo. Hacía tiempo que su cuerpo me había dejado de sorprender; lo mismo nunca fue lo mismo hasta que se convirtió en lo mismo. Si antes disfrutaba observando su cambio de ropa, en el último año cerrar los ojos para seguir durmiendo se había convertido en mi posibilidad de fuga. (¡Cuántos sueños eróticos me salvaron del suicidio!) Esa mañana algo en su mirada llamó mi atención. Mi mujer, como ya era normal, no se había percatado de que yo la miraba. Creo que tampoco le interesaba si yo la miraba (yo también era lo mismo). Ella se echaba crema en su cuerpo frente al espejo. Pudo haber sido crema en el cuello, crema en el pecho, crema en el vientre, crema en los pies. Era lo mismo. Pero he de reconocer que mi mujer siempre tuvo una mirada limpia; a pesar de la amargura que había desarrollado en el último año, aún no había sacrificado la mirada de su juventud. En algún momento hasta llegué a creer que su amargura sólo era una actuación que ponía en práctica para fastidiarme la existencia. Pero aquella bendita mañana descubrí en sus ojos la chispa del cinismo. Se había convertido en el personaje de una mujer extraña, ajena. Se le había dañado la mirada. Espantado ante la nueva clase de asombro que me provocaba, recordé que una vez Óscar me dijo que en su bar la gente creía confesarse más con las palabras que con la mirada. Y por más que los clientes hablaran y hablaran, mucho más decían con la mirada (que creían secreta). Hay adultos que por muchos sacrificios que pasen conservan cierta candidez de la infancia; en cambio hay adultos que muestran susmarcas de dolor en las pupilas. Es como si en la mirada estuvieran mostrando al niño que han asesinado las experiencias. Esos son los adultos marcados. Esos sujetos en algún momento irán por ti, si los mantienes cerca terminarán sentenciando tu capacidad de asombro, tu punto de partida. Esos sujetos me dan miedo, no me interesan. Los otros, los adultos que mantienen su niño cabalgando entre las experiencias son mis amigos, a ellos hasta les fío los tragos… El bueno de Óscar, consciente de algunos de nuestros problemas, siempre concluía estas conversaciones diciendo que mi mujer y yo éramos del bando de los adultos sanos (La pareja modelo). Él no sabía que mi esposa ya no estaba en ese grupo. Sus ojos, aún sin maquillaje, parecían tener maquillaje. El brillo no era su brillo. Había algo en ella que me hizo temer por su propia seguridad. Se perdió en la actuación de su personaje, calcó en su piel la sonrisa guasona, el camuflaje que le servía para aplastar al enemigo. La sinceridad se convirtió en su mediocre comedia. La mañana del martes, 3 de junio de 2011, comprendí que mi mujer había matado a su niña, el punto de partida que sostenía nuestra relación ya no existía.

Mi esposa partió al colegio. No recuerdo en qué momento partieron los niños. Ni siquiera sé con certeza si partieron. Me distraje contemplando mi nueva correa que colgaba de la puerta de nuestro armario. Me la había comprado ella, era marrón, mi color favorito en materia de correas. Fue su regalo de cumpleaños, hace dos meses, cuando llegué a mis 42 abriles. Me la entregó poco antes de irse al trabajo, también me dio un beso en la boca. La sentí sincera, quizá todo formara parte de su comedia… La esposa; los niños; el dormitorio del matrimonio; la habitación del hijo más pequeño; la habitación de los otros dos hijos que ya rozan la adolescencia. El baño con el jacuzzi que pronto se convirtió en el templo individual de cada integrante de los Silva-Montero. El pasillo con los retratos de los momentos más ensayados; la cocina donde el resto de la familia come cuando alguno de sus miembros tiene visita. La sala, también vacía. Recuerdo que la casa de mis padres nunca estuvo vacía mientras éramos niños. Hasta en la imaginación de cualquiera de nosotros seguíamos jugando cuando las obligaciones escolares nos separaban. Dinora jugó con los menores hasta que tuvo dieciocho años; yo tenía siete y para entonces creía que el juego sería eterno. Ernesto decía que al hermano del medio le correspondía la mayor parte de cualquier reparto; Dinora, siempre con sus oportunas salidas, le recordaba su sentencia cada vez que mi padre sacaba la correa. La correa azul; a mi padre le gustaba usar correas de color azul. De niño no le di importancia a ese asunto, hoy me parece que su gusto en materia de correas se acercaba al ridículo. Los tres hermanos sabíamos que la correa, en la mano de mi padre, sólo era la amenaza de un viejo comerciante retirado. Mi madre llegó a vieja practicando travesuras, eso a mi padre le gustaba. A veces, cuando el viejo nos amenazaba, ella lo sorprendía por la espalda y le daba una nalgada para que él la persiguiera en lugar de a nosotros. Ese fue el mejor de los circos. Los tres hijos nos reíamos hasta caer de rodillas; Dinora iba a más y caía de espalda. Papá perseguía a mamá alrededor de la mesa de la sala. Cada vez que él estrellaba la correa contra el suelo, ella apretaba el culo en señal de dolor. Ernesto y yo caíamos en el suelo al lado de Dinora, la risa nos había vencido. La vieja y el viejo seguían la carrera rumbo a su habitación; los tres hijos comprendíamos que el circo (por lo menos para nosotros) había concluido.

La sala: creí recordar que unas cortinas azul claro separaban la sala del balcón. Seguramente la mujer las quitó para meterlas a la lavadora. La sala; la cocina; el pasillo; el baño; las dos habitaciones de los tres hijos; la habitación de la pareja. La correa marrón aún en la puerta del armario. Los retratos. Nunca antes me asustó la alegría de los retratos. ¿Qué tanto cambiaría la realidad si la mente se atreviera a pensarla diferente? ¿El pasillo dejaría de estar vacío porque de pronto se llamara calle? Y si fuera así, ¿qué pasaría con la nueva calle?; ¿sería tan vacía como el nuevo pasillo? ¿Lo que está alegre es el pasillo o la calle? ¿La sala estaría alegre si la comienzo a llamar retrato? ¿Cambiaría en algo el pasillo si cada retrato fuera una sala? ¿Varias salas atravesarían mi casa sólo porque mi mente así lo creyera? ¿Cada retrato sería una sala vacía? ¿Cada cosa es lo que es sólo porque así yo lo creo? ¿Volvería a descubrir el sentido de las cosas si intercambio sus nombres? ¿Dónde dejé el sentido de las cosas? ¿Cuándo me cambió la mirada? ¿Todo fue una aproximación a lo que yo quería? ¿Me habré inventado la habitación matrimonial? ¿Habrá existido el juego de mis padres? ¿Seguirán las habitaciones de los niños al lado de la habitación de la pareja? ¿Era marrón o azul la correa? ¿Dónde estaba el pasillo? ¿Quién habrá quitado la cortina de la sala? ¿Habrá alguien al otro lado de la calle? (¿Cuándo me atreveré a inventar un lenguaje que sea capaz de interpretar las diatribas de mi existencia?).

Capítulo 5

Ella y las cosas

A las once de la mañana salí del edificio apoyando el paso en la pierna izquierda; la angustia siempre me hacía cojear del pie derecho. Me detuve en la entrada y miré el edificio de enfrente, quería descubrir el apartamento de La Ciclista. Aún vivía en mí su ruta camino a la calle, su espalda contra la puerta para darle paso a su bicicleta. En vano esperé veinte minutos, tiempo suficiente para que los vecinos me vieran como sospechoso de algo. Poco antes de cumplirse el minuto veinte, venía llegando el señor Burgos… (El otro día tuve que llamar al señor Burgos para que me ayudara a bajar la lámpara de la sala. Ya sabes, es nuestro vecino más cercano. Él se me puso a la orden…). El vecino, siempre con esa cara de empresario cargado de certezas, me deseó buenas tardes y siguió muy lentamente rumbo al ascensor. Yo lo saludé en silencio (dentro de mí tampoco dije nada), siempre acompañado de mi buena memoria (por más que mi esposa dijera lo contrario, yo siempre mantenía sana mi memoria).

Los abuelos me contaban relatos fantásticos. En especial recuerdo la colección de cuentos del tiempo de ida y vuelta. Los personajes eran espíritus que viajaban al pasado para resolver los problemas que dejaron inconclusos…

A las once y veinte decidí seguir la ruta por donde el día anterior me había ido tras La Ciclista (el compás, cuánto daría por ver de nuevo ese compás…). De pronto el sonido de una bocina me hizo dar un salto inesperado a la acera. Un camión cargado de piedras pasó desafiando la velocidad permitida en una calle tan estrecha. La velocidad de los camiones cargados de piedras siempre me hacía pensar que debía tomarme más en serio mi problema de caminar por donde lo establecen las normas. Ya por la acera pensé en la distracción como un grave problema que quizá me hizo perder muchas oportunidades (¿por qué nunca antes había visto a esa mujer?…). A cada paso me parecía ver la figura de ella sobre su bicicleta. Me detuve a observar el quinto árbol (