La ciencia física en la Edad Media - Edward Grant - E-Book

La ciencia física en la Edad Media E-Book

Edward Grant

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Beschreibung

Se trata de un ensayo que aborda las nociones cosmológicas y el estado que guardaba la física desde la caída del Imperio romano hasta el año 1500. El propósito del autor es proporcionar al lector interesado en los principales temas de la historia del desarrollo de las ideas científicas un panorama conciso y comprensivo.

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Edward Grant

La ciencia física en la Edad Media

Primera edición en inglés, 1971 Primera edición en español, 1988 Primera edición electrónica, 2016

Este libro se publica con el patrocinio del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología

Título original:Physical Science in the Middle Ages © 1971, John Wiley & Sons, Inc., Nueva York; 1977, Cambridge University Press, Cambridge

D. R. © 1983, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4480-0 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

A

ROBYN, MARSHALL Y JONATHAN

PRÓLOGO

Corresponde a las ciencias una parte cada vez más grande del esfuerzo intelectual del mundo occidental. Cultivadas por sí mismas, junto con pretensiones religiosas o filosóficas, o con la esperanza de alcanzar innovaciones tecnológicas o de poner nuevas bases para la actividad económica, las ciencias han creado principios conceptuales distintivos, forjado normas de la preparación y la práctica profesionales y han dado nacimiento a organizaciones sociales e instituciones de investigación características. Consecuentemente, la historia de las ciencias —astronomía, física y sus métodos matemáticos asociados, química, geología, biología y diversos aspectos de la medicina y el estudio del hombre— muestra, a la vez, gran interés, con una complejidad excepcional, y opone a la investigación e interpretación dificultades numerosas.

Desde hace más de medio siglo, un grupo internacional de eruditos ha estudiado el desarrollo histórico de las ciencias. A menudo, tales estudios han requerido del lector un grado considerable de competencia científica. Además, estos autores suelen escribir para un pequeño público de especialistas en el campo de la historia de la ciencia. De tal modo, tenemos la paradoja de que las ideas de los hombres que se han comprometido profesionalmente a elucidar el desarrollo conceptual y el influjo social de la ciencia no estén al fácil alcance del hombre instruido moderno, a quien le interesan la ciencia, la tecnología y el lugar que éstas ocupan en su vida y cultura.

Los editores y los autores de la serie Historia de la Ciencia [de la Universidad de Cambridge] se han propuesto llevar la historia de la ciencia a un auditorio más amplio. Las obras que componen la serie tienen por autores a personas plenamente familiarizadas con la bibliografía erudita de su tema. Su tarea, que nada tiene de fácil, ha consistido en sintetizar los descubrimientos y las conclusiones de la moderna investigación en materia de historia de la ciencia y presentarle al lector común un relato breve y preciso, que es a la vez un análisis de la actividad científica de los periodos principales de la historia de Occidente. Aunque cada tomo es completo en sí mismo, los diversos tomos en su conjunto nos dan una panorámica general comprensible de la tradición científica de Occidente. Cada tomo, además, comprende una amplia bibliografía de las materias de estudio.1

GEORGE BASALLA

WILLIAM COLEMAN

PREFACIO

En su sentido más significativo la historia de la ciencia medieval es la historia de su difusión y asimilación y de su reacción frente a la antigua ciencia griega transferida desde el Imperio bizantino hasta el mundo islámico y, posteriormente, hasta la Europa occidental. Aunque tengo plena conciencia de la enorme deuda científica que la Europa medieval contrajo con la civilización árabe y en un grado menor con la bizantina, mi objetivo en este trabajo es el de describir con brevedad los procesos científicos y las interpretaciones formuladas en Europa occidental durante el periodo que transcurre entre el bajo Imperio romano y el año 1500, aproximadamente.

La descripción integral de estos procesos, destinada a abarcar el conjunto de las ciencias específicas, requeriría un volumen —tal vez varios volúmenes— de un alcance mucho mayor que el contemplado en este trabajo. Afortunadamente el contenido y los conceptos que con el tiempo prevalecieron en la ciencia medieval desde la segunda mitad del siglo XII en adelante estuvieron firmemente conformados y dominados por la ciencia y la filosofía de Aristóteles (384-322 a.C.). Sus explicaciones e interpretaciones de la estructura del mundo y de su funcionamiento físico fueron tan incisivas que la plena comprensión de la amplia gama de problemas y soluciones planteados por sus escritos proporcionará al lector una visión genuina de la naturaleza, logros y deficiencias de la ciencia medieval. Debido a esta razón imperativa y después de caracterizar la primera etapa de la ciencia medieval en los primeros dos capítulos de esta obra, he centrado mi atención en problemas y polémicas asociados con la ciencia física aristotélica en la baja Edad Media.

Aristóteles, o los integrantes de su escuela, tuvieron algo que expresar, ya sea superficialmente o en profundidad, respecto a casi todas las ciencias estudiadas en la Edad Media. Un conjunto importante de bibliografía técnica y científica especializada fue también producido en los finales de la era antigua, poco después de la época aristotélica, aunque muchos siglos antes de su introducción a la Europa occidental.

Una descripción detallada de estos procesos excedería los propósitos del presente volumen. Sin embargo, cuando sea apropiado y significativo, incluiré rasgos e ideas esenciales extraídos de este amplio conjunto de literatura científica, que, o fueron incorporados a la ciencia aristotélica, o fueron rechazados en el curso de las polémicas que agitaron las universidades medievales en forma ininterrumpida. Esperamos que este procedimiento también permita la presentación de un cuadro más amplio de la historia de la ciencia medieval. Sin embargo, mi objetivo primario es transmitir una adecuada proyección del efecto general del pensamiento aristotélico y la reacción medieval ante algunos de los principales problemas físicos y cosmológicos derivados de las obras de Aristóteles. El interés medieval por la física y la cosmología aristotélicas y su papel preponderante en la conformación de la cosmovisión medieval justifican ampliamente este enfoque.

EDWARD GRANT

I. EL ESTADO DE LA CIENCIA ENTRE LOS AÑOS 500 Y 1000

DESDE la época en que la filosofía y la ciencia griegas penetraron en el mundo romano, durante los siglos I y II a.C., es un hecho indiscutible que la ciencia decayó a su punto más bajo en Europa occidental aproximadamente entre los años 500 y 1000. Luego fue mejorando gradualmente hasta que el influjo de los tratados científicos griegos y arábigos de los siglos XII y XIII introdujo un conjunto virtualmente nuevo de literatura científica. ¿Cómo se suscitó un estado de cosas tan desastroso y qué es lo que lo perpetuó durante tantos siglos?

Debido a que el periodo en cuestión estuvo precedido por la gradual desintegración y transformación del Imperio romano y el triunfo del cristianismo como religión del Estado, estos acontecimientos constituyen casi inevitablemente el gran trasfondo histórico contra el cual debemos considerar la decadencia de la ciencia. Ya durante el reinado de Diocleciano (285-305), la inestabilidad política de varios siglos había provocado la división del Imperio romano (oriental y occidental), división que se volvió irreparable después de la muerte de Teodosio en el año 395. En el transcurso del siglo V el sector occidental fue presa de tribus germánicas invasoras que hacia el año 500 ya dominaban gran parte de su territorio. A pesar de los subsiguientes esfuerzos del emperador oriental, Justiniano, sólo perduraban los atavíos del imperio, la esencia había perecido y Europa occidental desarrolló nuevas formas de actividad social y gubernamental para hacer frente a condiciones drásticamente diferentes de las que habían prevalecido algunos siglos antes. Con el colapso de un gobierno central fuerte y la gradual desintegración de la vida urbana, tan característica de los primeros siglos del Imperio, no es de sorprender que se resintiera la vida intelectual del sector occidental. Si un grado razonable de estabilidad política, actividad urbana y patrocinio de algún tipo resultan esenciales o por lo menos propulsores de la actividad científica, la ausencia de estos factores nos permite captar, de una manera general, cómo la comprensión de las ciencias y los logros científicos pudieron deteriorarse y estancarse durante un periodo tan prolongado de la historia de Europa occidental.

El triunfo del cristianismo fue, entre otras cosas, la culminación de la lucha y de la competencia entre las religiones de misterios y los cultos, que se iniciaron ya en el periodo helenístico y continuaron hasta que el emperador Teodosio, en el año 392, decretó que el cristianismo era la única religión legal. A medida que la opresión económica se volvió más agobiante para las grandes masas en todos los niveles de la sociedad, las religiones de misterios se hicieron más populares y sus doctrinas se difundieron fácilmente por vía de los excelentes caminos que unían los distantes puntos del Imperio romano. Los cultos de Isis, Mitra, Cibeles, Sol Invictus (Sol Invicto), así como los gnósticos, cristianos y otros, no sólo se apropiaron de ideas y rituales de una manera recíproca sino que también llegaron a compartir un cierto número de creencias básicas. El mundo era perverso y finalmente desaparecería. El ser humano, pecador por naturaleza, podría lograr la dicha eterna sólo si se apartaba de las cosas terrenales para cultivar las del reino espiritual eterno. Conjuntamente, con variados grados de ascetismo, muchos de los cultos creían en un dios redentor que habría de morir a fin de ofrecer vida eterna a sus fieles seguidores después de la muerte. Incluso algunas de las escuelas filosóficas de la época, como el neoplatonismo y el neopitagorismo procuraron guiar a sus adherentes hacia la salvación y la unión con Dios, y aunque emplearon medios más intelectuales, no desdeñaron la utilización de la magia para el logro de sus fines.

En efecto, la aceptación de la magia y los poderes ocultos estaba ampliamente difundida en el Imperio romano durante los primeros siglos de la era cristiana, como lo demuestran los numerosos tratados atribuidos al dios egipcio Tot, conocido por los griegos como Hermes Trismegisto (Hermes Tres Veces Grande). Aunque incluía elementos de diversas filosofías coetáneas como el platonismo, el neoplatonismo, el estoicismo y otras, y utilizaba algunos aspectos de la teoría y conocimientos de la época, la literatura hermética representaba una reacción frente al enfoque racional tradicional de la filosofía y la ciencia griegas, ya que intentaba aprehender y explicar el universo mediante la magia, la intuición y el misticismo. Debido a que estos tratados eran atribuidos al dios Hermes y hacían hincapié en la sabiduría egipcia, los lectores los aceptaban incondicionalmente como obras de gran antigüedad, anteriores a Platón e incluso, tal vez, a Moisés. Se trataba de repositorios de una fuente prístina de sabiduría antigua y como tal ejercieron una enorme influencia. Incluso los Padres de la Iglesia los leían y admiraban. Lactancio (fl. 300), que los leyó en el original griego, expresó gran respeto por Hermes, a quien consideraba un profeta gentil del cristianismo. San Agustín, que leyó por lo menos uno de los tratados en su traducción latina y que rechazó una descripción de la vivificación de estatuas de dioses egipcios por medios mágicos, aceptaba plenamente a Hermes como alguien que había ejercido una gran influencia moral en Egipto después de la época de Moisés, pero mucho antes de los antiguos filósofos y sabios de Grecia. Aunque algunos de los tratados herméticos eran obtenibles en traducciones latinas y ejercieron considerable influencia durante la Edad Media, su autoridad plena se manifestaría en el Renacimiento, en cuyo periodo sirvieron de guía ampliamente aceptada para el estudio y la valoración de la naturaleza y la religión.

Esta intensa y difundida búsqueda de salvación ultra terrena, en la cual el mundo físico era despreciado o abordado por medio de fuerzas mágicas y ocultas, ¿no ocuparía las mentes y las energías de aquellos que, en una época anterior, habrían dedicado su talento a la ciencia y a las matemáticas? Esta posibilidad no sería fácilmente verificable, por lo menos no antes del triunfo del cristianismo. En realidad fue durante los primeros siglos del Imperio romano, cuando el cristianismo fue relativamente débil y poco influyente y luchaba por sobrevivir frente a sus numerosos rivales, cuando se escribieron algunas de las obras científicas más grandes del mundo antiguo (como siempre, en lengua griega), algunas de las cuales ejercerían una profunda influencia sobre el curso posterior de la ciencia medieval y aún más allá, hasta llegar al Renacimiento.

El primer siglo presenció las significativas obras de Herón de Alejandría (que escribió sobre neumática, mecánica, óptica y matemáticas), Nicómaco (sobre aritmética pitagórica), Teodosio y Menelao (que escribieron sobre geometría esférica; la Geometría esférica de Menelao reviste especial importancia en el tratamiento de triángulos esféricos y en la trigonometría). La culminación llegó en el siglo II cuando Claudio Ptolomeo escribió el Almagesto, el más grande tratado en la historia de la astronomía hasta la época de Copérnico en el siglo XVI, así como obras técnicas sobre óptica, geografía, proyección estereográfica, e incluso la mayor de las obras astrológicas, el Tetrabiblos (conocida en latín como el Quadripartitum, la obra en cuatro partes). En las ciencias médicas y biológicas, Galeno y Pérgamo produjeron alrededor de 150 obras que abarcaban tanto aspectos teóricos como prácticos. Sus tratados sirvieron de fundamento para la teoría y el estudio de la medicina hasta los siglos XVI y XVII. Incluso durante el siglo III hubo aportes significativos en matemáticas por parte de Diofanto en álgebra y posteriormente por parte de Pappus, quien no solamente escribió comentarios y grandes obras matemáticas de la Antigüedad griega sino que, en su Colección matemática, exhibió un alto grado de originalidad y comprensión. Estos logros, extendidos a lo largo de tres a cuatro siglos, fueron típicos de la forma en que la ciencia griega había evolucionado y progresado. En todo momento producto de un reducido número de hombres concentrados en pocos siglos, la ciencia griega resultó ser una frágil empresa capaz de avanzar y conservarse únicamente en un medio intelectual favorable, o por lo menos no abiertamente antagónico.

Con el triunfo del cristianismo en el siglo IV, este pequeño pero esencial puñado de hombres, que en siglos anteriores había de algún modo logrado asimilar, promover y perpetuar un acervo de ciencia teórica de alto nivel heredado del pasado, dejó de emerger en el imperio, tanto en Oriente como en Occidente (debido a que el griego era la lengua del sector oriental y algunos de los tratados científicos podían leerse en el idioma original, un nivel mucho más elevado de comprensión se mantuvo en esta área; pero la chispa de la originalidad se había extinguido). Hacia el año 500 la Iglesia cristiana había ya atraído a la mayoría de los hombres talentosos de la época a su servicio en actividades ya sea misioneras, organizativas, doctrinarias o puramente contemplativas. El honor y la gloria ya no estaban vinculados con el conocimiento objetivo y científico de los fenómenos naturales sino más bien con la promoción de los objetivos de la Iglesia universal.

La intensa y áspera polémica dirigida contra la religión y el saber paganos, que había caracterizado la larga lucha emprendida por el cristianismo, tornó sospechosa la filosofía y la ciencia griegas. En su momento de triunfo, el cristianismo contempló con temor y desconfianza, si no con franca hostilidad, a su enemigo caído. Pero en el campo cristiano no reinaba la unanimidad en este aspecto. La reacción más extrema la representaba Tertuliano (ca. 160-ca. 240), quien veía en los filósofos a agentes de la condenación y la herejía. Cualquier alianza entre Atenas y Jerusalén era inimaginable. Quizás más genuinamente representativos fueron aquellos que, como Justino Mártir (m. ca. 163-167) y Clemente de Alejandría (ca. 150 y m. antes de 215), consideraban la filosofía y el saber griegos como auxiliares de la teología, que debían utilizarse para una mejor comprensión de la religión cristiana, pero que no debían estudiarse en forma aislada, independientemente. Así como la filosofía había preparado a los griegos a aceptar el cristianismo y la perfección de Cristo, debía igualmente realizar la misma buena obra a favor de otros. El dilema cristiano fue bien ilustrado por san Agustín, cuya influencia durante toda la Edad Media fue enorme. En el año 386 destacó la importancia de las artes liberales, las cuales, desde la época de la Grecia clásica, habían incluido cuatro ciencias: geometría, aritmética, astronomía y música. Estas disciplinas tradicionales demostraban ser muy útiles para una vida virtuosa e indispensables para una comprensión cabal del universo. San Agustín incluso proyectó la redacción de una enciclopedia de las artes liberales que había de incluir secciones correspondientes a las disciplinas científicas mencionadas. Sólo una pequeña parte de este proyecto llegó a concretarse, tal vez porque a una edad más avanzada su actitud frente al saber pagano y secular sufrió un cambio drástico. Pocos años antes de su muerte se lamentó amargamente de su énfasis anterior en las artes liberales, llegando a la conclusión de que las ciencias teóricas y las artes mecánicas no eran de modo alguno útiles para un cristiano.

A pesar de una evidente preocupación, combinada con elementos de confusión, en lo que respecta a los peligros potenciales del saber pagano, del cual la ciencia y la filosofía eran partes integrales, las circunstancias forzaron una precaria tregua y compromiso. Virtualmente el único saber secular disponible era de origen pagano. Tanto la enseñanza elemental como la avanzada estaban impregnadas de referencias pagano-religiosas, filosóficas, mitológicas y literarias. Las ilustraciones contenidas en los textos gramaticales y retóricos eran extraídas masivamente de fuentes paganas. Los cristianos que recibían enseñanza secular formal absorbían, inevitablemente, grandes cantidades de material pagano tradicional. De mala gana la Iglesia admitió la necesidad de modificar su actitud, si no su desasosiego, en relación con la ciencia y el saber paganos. En los hechos el relato de la creación contenido en el Génesis exigía a los cristianos algún tipo de explicación física acerca del mundo, como lo ponen de manifiesto los numerosos comentarios sobre los seis días de la creación o tratados hexamerales —como se les designaba— que empezaron a aparecer en el siglo IV. Hacia los siglos V y VI algunos cristianos comenzaron a manifestar un cierto grado de interés por las ciencias; en consecuencia nos vemos impulsados a identificar los tratados y textos científicos disponibles en esa época, de los cuales los eruditos extraían sus conocimientos y sus opiniones acerca del mundo.

Lo que sigue demostrará que las fuerzas sociales que entraron en actividad para debilitar y diluir el interés por las ciencias en la Antigüedad tardía fueron auxiliadas y fomentadas por un proceso independiente cuyos modestos inicios son ya claramente discernibles en la era helenística (320-30 a.C.), proceso que avanzaría en el transcurso de los primeros cinco o seis siglos de la era cristiana. Hago referencia a la tradición enciclopédica y de compendios en que se basaban los eruditos cuyo objetivo era popularizar y difundir las teorías y los resultados —pero no el contenido técnico o los procedimientos— de la ciencia griega.

Los gloriosos logros científicos de la Grecia clásica, que culminaron con los monumentales aportes de Aristóteles, fueron profundizados y promovidos durante la era helenística, cuando las obras de Euclides, Arquímedes, Apolonio de Perga, Hiparco y otros, en las ciencias físicas, rivalizaban en importancia con los aportes igualmente significativos en el campo de las ciencias médicas y biológicas, por parte de hombres de la talla de Teofrasto, Herófilo y Erasístrato. Como ya hemos visto, la labor realizada a este nivel continuó hasta el siglo IV. Pero, como en nuestros días, debe de haber existido un vasto público culto intensamente interesado en el mundo físico aunque con escasa inclinación o preparación para enfrentar las imponentes obras teóricas en su más alto nivel. Para llenar las exigencias de este grupo, una multitud de divulgadores científicos adaptaban y hacían más accesibles los resultados técnicos de diversas ciencias que eran entonces incorporados a compendios y manuales. No es de sorprender que algunos de estos tratados aparecieran llenos de informes contradictorios y que quedara a cargo del lector la tarea de conciliarlos lo mejor posible.

Los siguientes autores griegos participaron activamente en la conformación de la tradición de manuales: el polifacético Eratóstenes de Cirene (ca. 275-194 a.C.), quien aportó abundantes conocimientos geográficos al saber tradicional; Crates de Malos (fl. 160 a.C.) y especialmente Posidonio (ca. 135-51 a.C.), cuyas numerosas obras no han sobrevivido, pero cuyas opiniones sobre meteorología, geografía, astronomía y otras ciencias fueron incorporadas a compendios posteriores para convertirse en aspectos permanentes del saber tradicional. Siguiendo las huellas de Posidonio aparecen otros autores griegos como Gémino (ca. 70 a.C.) y Cleómedes (siglos I o II d.C.), quien escribió la obra astronómica y cosmológica De los movimientos cíclicos de los cuerpos celestes, y Teón de Esmirna (primera mitad del siglo II), quien escribió el Manual de conocimientos matemáticos de utilidad para la comprensión de Platón, en el que estudia el universo en su totalidad, a la manera del Timeo de Platón, derivando información de la astronomía y cosmología helenísticas así como de la aritmética y las matemáticas pitagóricas. Los comentarios en torno del Timeo de Platón constituyeron una parte significativa de la tradición de compendios desde el periodo helenístico hasta la alta Edad Media. Dado que el Timeo era un tratado científico relacionado no solamente con el cosmos sino también con la estructura física y las funciones del hombre, representaba un vehículo admirable para un estudio de compendios, ya que permitía la inclusión oportuna de material físico y biológico.

Cuando, como consecuencia de su conquista de Grecia, los caballeros romanos entraron en contacto con la cultura griega en el curso de los siglos I y II a.C., la tradición griega de compendios quedó firmemente establecida y sus tratados fueron admirablemente adaptados a las exigencias culturales romanas. Sucedió que aunque los romanos quedaron impresionados e intimidados por los logros intelectuales de Grecia, no manifestaron interés por la ciencia teórica y abstracta. De ahí que cuando la moda dictaba que los romanos cultos debían adquirir un conocimiento informal de los resultados de la ciencia griega, el método de compendios era fácilmente accesible. Indudablemente algunos romanos que aprendieron griego podían consultar los compendios escritos en ese idioma en forma directa, pero la mayoría probablemente adquiría sus conocimientos por vía de las traducciones latinas. Muy pronto los romanos comenzaron a redactar sus propios compendios de las ciencias, que resultaron ser, previsiblemente, inferiores a sus homólogos griegos.

Aunque la tradición enciclopédica latina se inició en realidad en el primer siglo a.C. con Marco Terencio Varrón (116-27 a.C.), sus dos representantes antiguos de mayor significación fueron Séneca (m. 68 d.C.) y Plinio el Viejo (23/24-79 d.C.). En sus Cuestiones naturales Séneca se ocupó fundamentalmente de temas geográficos y de fenómenos meteorológicos (por ejemplo de los arco iris, halos, meteoros, truenos y rayos) a la manera de la Meteorología de Aristóteles. Se valió en gran medida de los escritos de Aristóteles, Posidonio —quizás su máxima autoridad—, Teofrasto y otras fuentes griegas. Dado que Séneca a menudo extraía enseñanzas de los fenómenos naturales, su libro tuvo mucha aceptación entre los cristianos. Reviste importancia el hecho de que su obra transmitió a la Edad Media una estimación de la dimensión de la Tierra lo suficientemente reducida como para inducir a Colón y a otros a pensar que los océanos eran lo bastante estrechos como para ser fácilmente navegables. De su obra se deriva una nota de optimismo en lo que se refiere al progreso de la ciencia y de los conocimientos, al predecir Séneca que la investigación ininterrumpida revelaría los secretos de la naturaleza.

La Historia natural de Plinio en 37 libros constituyó una notable colección de hojas móviles de vastísimo alcance y de minucioso detallismo. Según su propia estimación el autor examinó alrededor de dos mil volúmenes escritos por cien autores. En el libro I, Plinio presenta un esquema detallado de los temas tratados y una lista completa de los autores consultados para cada uno de los 36 volúmenes subsiguientes. De esta manera podemos decir que Plinio se ocupó de honrar a sus predecesores y no de plagiarlos. En su obra se enumeran 473 autores, de los cuales, presumiblemente, los cien anteriormente mencionados sirvieron de fuente primaria mientras que algunos de los otros eran conocidos por intermediarios o eran quizás utilizados incidentalmente para unidades aisladas de información factual. El libro II está dedicado a la cosmografía; los libros III al VI a la geografía regional; el libro VII a la procreación humana, a la vida y a la muerte; los libros VIII al XXXII se ocupan de la zoología y de la botánica, incluyendo animales fabulosos y los poderes curativos asociados a los animales y a las plantas, y los libros XXXIII al XXXVII tratan de la mineralogía.

Recopilador infatigable, Plinio destaca lo curioso y lo raro en los fenómenos naturales. Aunque en la totalidad de su obra abundan confusiones, contradicciones y malentendidos, las secciones más débiles son las que involucran tentativas de explicación de la ciencia teórica griega, que Plinio asimiló en escala muy reducida.

Si bien la obra de Plinio era confusa y a menudo incongruente, era por lo menos el producto de una gran laboriosidad unida a un honesto respeto por las fuentes que suministraban el grano para su insaciable molino. Con escasas y notables excepciones sus sucesores compartieron en muy pequeño grado sus loables métodos. En sus trabajos el plagio y la falta de comprensión fueron rasgos característicos. A título de ejemplo, Solino, que vivió en el siglo III o IV, escribió una obra enciclopédica titulada Colección de hechos notables, cuya característica más saliente fue el hecho de ser en gran parte un plagio de Plinio. A su vez Solino fue tan metódicamente plagiado que los eruditos modernos son frecuentemente incapaces de determinar si fue Plinio o Solino la fuente de una determinada opinión, o de identificar la época en que ésta fue emitida. Los autores enciclopédicos consideraban los compendios disponibles como un repositorio de informaciones de propiedad pública al que se podía saquear, embellecer y readaptar a fin de adecuarlo a sus propósitos. Los productos finales eran entonces exhibidos como tratados doctos directamente derivados de las fuentes originales. Los trabajos científicos y las opiniones de figuras de la talla de Platón, Aristóteles, Arquímedes, Euclides, Teofrasto y otros eran reiteradamente citados en los compendios como si el recopilador tuviera un conocimiento directo de ellos. Sin embargo, en casi todos los casos es flagrantemente evidente que dicho recopilador no estaba directamente familiarizado con los grandes autores científicos del pasado y sólo repetía —en los hechos, distorsionaba— lo que un redactor un poco antes ya había repetido y distorsionado.

Entre los siglos IV y VIII los autores enciclopédicos produjeron una serie de obras latinas que hubieron de tener una influencia significativa durante toda la Edad Media, especialmente antes de 1200. Entre los más importantes de este grupo figuraban Calcidio, Macrobio, Marciano Capella, Boecio, Casiodoro, Isidoro de Sevilla y el Venerable Beda. Calcidio (fl. ca. siglo IV) tradujo la mayor parte del Timeo de Platón al latín y añadió un comentario cuyas partes astronómicas son un plagio del Manual de Teón de Esmirna. Macrobio (fl. 400), un neoplatonista, incorporó erudición enciclopédica a un comentario del Sueño de Escipión de Cicerón. Marciano Capella (fl. 410-439) escribió el difundido Matrimonio de la filología y Mercurio, un relato recargado y florido de las siete artes liberales y un pálido reflejo de la erudición y sabiduría clásicas. Boecio (ca. 480-524) fue uno de los mejores enciclopedistas latinos, poseedor de un buen conocimiento del griego. Escribió sobre el quadrivium (término que puede haber introducido para las cuatro ciencias matemáticas de las siete artes liberales), pero sólo sobreviven los tratados sobre música y la aritmética pitagórica, esta última en forma de traducción libre de la Introducción a la aritmética de Nicómaco. A estos escritos Boecio agregó sus traducciones de algunos de los tratados lógicos de Aristóteles, quizás los Elementos de Euclides, y obras no especificadas de Arquímedes que no han sobrevivido. Sus comentarios sobre determinados tratados filosóficos por él traducidos y su obra más famosa, De la consolación de la filosofía, escrita en la cárcel mientras esperaba su ejecución, tuvieron mucha influencia. Casiodoro (ca. 488-575) incluyó secciones sobre las siete artes liberales en su Introducción a las lecturas divinas y humanas y fue razonablemente escrupuloso en la identificación de sus fuentes. Isidoro de Sevilla (ca. 560-636), además de un tratado, De la naturaleza de las cosas, redactó una vasta enciclopedia denominada Etimologías. Los tres primeros de sus 20 libros versaban sobre las siete artes liberales; otros estaban dedicados a la medicina y a la zoología. Finalmente el Venerable Beda (ca. 673-735) fue uno de los más inteligentes de los enciclopedistas latinos. Además de una enciclopedia convencional, De la naturaleza de las cosas, escribió dos tratados, De la división del tiempo y Del cálculo del tiempo, que se ocupaban del cálculo de calendario y de tópicos como cronología, astronomía, cómputos de calendarios, tablas pascuales y mareas. Aunque tomó mucho material de sus predecesores, especialmente de Isidoro, Beda fue capaz de agregar aportes inteligentes a su magro legado. Por ejemplo, formuló el concepto establecimiento del puerto y anotó que las mareas se retiran aproximadamente a la misma hora en un determinado lugar de la costa, aunque las horas de producción varían de un lugar a otro.

Considerados en su conjunto, estos libros contenían virtualmente la suma total de los hechos científicos de índole general y de su asimilación en el curso de la alta Edad Media. Colocaron a autores posteriores frente a un fárrago informativo carente de sistema, caótico, contradictorio y frecuentemente incomprensible que muy pocos pudieron superar hasta el momento en que nuevos conocimientos científicos pudieron derivarse de fuentes arábigas y griegas. Para ilustrar las confusiones que abundaban en la literatura científica disponible en la alta Edad Media analicemos un problema astronómico que involucra los movimientos del Sol, Mercurio y Venus y el orden fijo de los planetas. Hacia el siglo IV a.C. ya se había observado que Mercurio y Venus se veían siempre como estrellas matutinas o vespertinas nunca más alejadas del Sol que en aproximadamente 29 y 47 grados, respectivamente, mientras que Marte, Júpiter y Saturno eran observables a cualquier distancia angular del Sol. Para interpretar estos hechos astronómicos Heráclides de Ponto (ca. 388-ca. 310 a.C.) había argumentado que mientras que Marte, Júpiter y Saturno giraban directamente en torno de la Tierra como su centro físico, Mercurio y Venus, los planetas inferiores, eran excepciones que giraban directamente en torno del Sol, que a su vez giraba alrededor de la Tierra (véanse figuras 1 y 2).

Cuando en el siglo XVII Tycho Brahe amplió esta teoría y postuló que todos los planetas giraban en torno del Sol que, a su vez, giraba anualmente en torno de la Tierra, su teoría se planteó como una seria alternativa al sistema heliocéntrico copernicano. El postulado de Heráclides obviamente revestía una importancia potencial en la historia de la astronomía pues representaba una discrepancia básica con la cosmología aristotélica según la cual todos los movimientos planetarios tenían supuestamente a la Tierra como su centro físico. En los hechos también implicaba la negación de un orden planetario fijo respecto de la Tierra dado que a veces el orden lo constituía el Sol, Mercurio y Venus (fig. 1) y otras veces Venus, Mercurio y el Sol (fig. 2).

El conocimiento del sistema heraclideano se ha reconstruido a partir de cuatro autores latinos, de los cuales tres son los enciclopedistas Calcidio (quien sólo menciona a Heráclides por su nombre), Capella y probablemente Macrobio. A pesar de su aparente aceptación del sistema, todos ellos presentan puntos de vista discrepantes respecto del orden fijo de los planetas, que presupone la aceptación de un ordenamiento inalterable para el Sol, Mercurio y Venus. Así, Macrobio prefiere el ordenamiento de Platón (Tierra, Luna, Sol, Venus, Mercurio, etc.) al de Cicerón (Tierra, Luna, Mercurio, Venus, Sol, etc.), con angelical olvido de la incompatibilidad de uno y otro ordenamiento con los movimientos de Mercurio y Venus por encima y por debajo del Sol. Similarmente Marciano Capella, en el mismo párrafo en que adopta entusiastamente el sistema heraclideano, lo que le mereció los elogios de Copérnico, presenta los dos ordenamientos planetarios fijos, rivales tradicionales. Contradicciones de este tipo podrían multiplicarse y revelar patentemente la frecuencia con que los enciclopedistas confundían y mezclaban los materiales que repetían con tan escasa comprensión.

FIGURA 1!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! FIGURA 2

EL QUADRIVIUM O LAS CUATRO DISCIPLINAS MATEMÁTICAS

Si el nivel de asimilación de los conocimientos era bajo, ¿qué podemos decir del contenido de la ciencia durante los siglos de la alta Edad Media? Si es que hubo algo que pudiéramos denominar un núcleo central de conocimientos científicos, podría hallarse en el quadrivium de las siete artes liberales. En los hechos las cuatro ciencias matemáticas (aritmética, geometría, astronomía y música) que lo integraban recibieron su forma final condensada de los enciclopedistas latinos. De los diversos escritos el más difundido y representativo fue redactado por Isidoro de Sevilla en su extensa Etimologías. Como lo sugiere el título, Isidoro se ocupó a menudo de las derivaciones etimológicas de términos clave, en la creencia de que el conocimiento del origen de un término permitía una íntima compenetración con la esencia y la estructura de las cosas.

Al llamar la atención sobre la importancia de la aritmética para una adecuada comprensión de los misterios de las Sagradas Escrituras, Isidoro analiza la división de los números en pares e impares, y las diversas subdivisiones dentro de cada categoría. Recurriendo frecuentemente a los escritos de Casiodoro, quien a su vez había extraído material de la extensa traducción boeciana de la Introducción a la aritmética de Nicómaco, Isidoro enuncia una mezcolanza de definiciones pitagóricas incluyendo las correspondientes a números excesivos, defectuosos y perfectos (esto es, cuando la suma de los factores de un número excede, es menor e iguala, respectivamente, al número mismo), así como números discontinuos, continuos, lineales, planos, circulares, esféricos y cúbicos. Agréguese a esto las definiciones de cinco tipos de relación matemática discriminados por Nicómaco y tendremos virtualmente la totalidad de la aritmética de Isidoro. Enfrentado a algo que es muy poco más que una colección inconexa de definiciones inútiles, complementada por algunos ejemplos triviales, el lector de la sección aritmética de Isidoro no podría sacarle provecho alguno. Sólo una comparación con los libros de aritmética de los Elementos de Euclides (libros VII al IX) puede ilustrar el abismo en que había caído dicha disciplina.

Isidoro aporta incluso menos geometría que aritmética. Comenzando con una extraña división cuádruple de la geometría en figuras planas, magnitud numérica, magnitud racional y figuras sólidas, termina con definiciones de punto, línea, círculo, cubo, cono, esfera, cuadrilátero y algunas más. Es así que hallamos el cubo definido como “una figura sólida propiamente dicha contenida por su longitud, ancho y espesor”, definición aplicable a cualquier otro sólido (Euclides lo define como “una figura sólida contenida por seis cuadrados iguales”). Una figura cuadrilátera es “un cuadrado dentro de un plano que consta de cuatro líneas rectas”, ¡igualando de este modo todas las figuras cuadriláteras con cuadrados!1

La sección más larga del quadrivium