La ciudad bajo el manto rojo - Aslı Erdogan - E-Book

La ciudad bajo el manto rojo E-Book

Aslı Erdoğan

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Beschreibung

Cuando el taxi la deja en el barrio suburbano de Santa Teresa no hay nadie esperándola. Nadie da la bienvenida a Özgür, de treinta años, que aterrizó en Río de Janeiro procedente de Estambul para seguir su carrera como profesora. Pero esta inesperada soledad no la asusta. Al contrario, en una ciudad rebosante de encanto y misterio, se siente investida de una libertad sin precedentes, con el extraordinario poder de reescribir su propia historia desde cero, como si fuera una página en blanco. Así comienza la iniciación de Özgür en Río y en su nuevo yo. Paso a paso, en el corazón palpitante de la megalópolis brasileña, la joven conoce un mundo insólito, donde las contradicciones conviven en perfecta armonía. Un viaje que sólo puede terminar con un libro, el que Özgür escribirá para dar sentido a la alienación que la transfiguró y explicar la fascinación por esta ciudad impredecible...

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Seitenzahl: 237

Veröffentlichungsjahr: 2025

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La ciudad bajo el manto rojo

La ciudad bajo el manto rojo

Aslı Erdoğan

traducción de Pepa Baamonde e Irfan Güler

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita

de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcialo total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamientoinformático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Título original: Kırmızı Pelerinli Kent

Edición original: 1998, 2006, Everest, Estambul

Primera edición: septiembre 2024

Ilustración de cubierta: Aslı Erdoğan, autorretrato, 2003

Fotografía de solapa: © Carole Parodi, 2020

Copyright © Aslı Erdoğan, 1998

Published by arrangement with Agence littéraire Astier-Pécher

Copyright de la traducción © Pepa Baamonde e Irfan Güler, 2024

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L. 2024

Armaenia Editorial, s.l.

www.armaeniaeditorial.com

Diseño: Joaquín Gallego

Impresión: Gráficas Cofás, S.A.

isbn: 978-84-18994-52-4

d.l.: m-19636-2024

Impreso en España

Para Eduardo,

víctima de una bala perdida

en Santa Teresa

Una viajera en las calles de Rio i

Los habitantes de Río dicen que su ciudad es «El lugar más hermoso del mundo». Lo repiten a coro, a una sola voz: «El lugar más hermoso del mundo…». Una opinión que han expresado diferentes voces, desde manuales turísticos hasta películas exóticas picantes, desde los exploradores del pasado hasta los turistas que acuden al carnaval con ofertas de viaje. Aunque no entiendo muy bien qué quieren decir con lo que llaman «mundo», creo que he visto lo suficiente para poder decir que estoy de acuerdo.

En una foto común e impresionante de Río podemos observar playas sin sombras que se extienden con destellos plateados, orillas laberínticas que llegan al mismo corazón de la ciudad en la Bahía de Guanabara… Montañas que rompen el horizonte como puñales en la tierra, precipicios vertiginosos, acantilados salvajes y feroces… Pao de Açucar (Pan de Azúcar), el cerro elevado de una sola pieza de granito. Lo comparo algunas veces con el dedo pulgar y otras con una lápida. La jungla, que pese a todos los saqueos ha guardado sus secretos durante miles de años, sigue virgen y bulliciosa con el ardor de la juventud. La ciudad, bajo la intensa luz tropical y la neblina rojiza que envuelve las laderas de las montañas, se ha convertido en una tierra de cuento de hadas…

No voy a alabar la insondable belleza de Río, descrita innumerables veces, una vez más. Después de todo, hace tiempo que no tengo relación con Río. Solo voy a decir que la imagen más antigua que tengo de la ciudad es, precisamente, esa fotografía que vi por primera vez en una postal de tres céntimos, mal impresa. En una palabra, quedé fascinada. Lo que más me impresionó fueron las rocas de colores variados, cenicientas, bronce, cobre, violeta, terracota que parecen esculpidas en un movimiento letal tan antiguo como la tierra. Si hubiese sido una persona más sentimental, habría quemado la postal con la llama de una vela y esparcido sus cenizas en el Valle de Santa Teresa, de donde procedían los disparos. Pero la había perdido.

A los viajeros que se dirijan al lugar más hermoso del mundo, no puedo más que desearles que realicen su viaje de manera segura. Les recordaré que desde el siglo XVI, en Brasil todas las aventuras han tenido un final sangriento. Estas tierras salvajes han derrotado a todo tipo de viajeros fuesen holgazanes, buscadores de oro o locos de corazón. Les sugeriré que por un momento tengan en cuenta los antecedentes penales y de sida en Río, que no deambulen solos bajo ninguna circunstancia, que no usen oro, relojes o cualquier otra joya similar y que tomen todas las precauciones necesarias para que la sangre de la ciudad no les salpique. Que observen la puesta de sol desde el Corcovado (la colina donde se encuentra la famosa y colosal estatua de Cristo), un espectáculo impresionante pero de vértigo y además que prueben el zumo de papaya fresco, por supuesto.

Existe otro Río de periodistas, organizaciones de ayuda internacional, «sin fronteras» y defensoras de los derechos humanos. Una ciudad donde la tercera parte de la población vive al borde de la inanición, sumergida hasta el cuello en el crimen mediante el comercio en auge de cocaína, armas y carne mestiza barata. Las favelas han confiscado hasta seiscientos cerros y cientos de miles de personas sin techo se encuentran diseminadas por las calles, como clavos oxidados. Es el lugar de los asesinatos en masa, de las ejecuciones públicas, de las epidemias de sida y meningitis, el lugar donde fusilan a los niños de la calle en el jardín de la Iglesia de la Candelaria. Donde las bandas de ladrones de Uzi asaltan las playas y los justicieiros (impartidores de justicia) no saben aritmética suficiente para llevar el recuento de las personas que matan… Algunas organizaciones bien intencionadas, generosas e ingenuas intentan proteger (¿de quién?) a un pueblo desnutrido, explotado y expoliado hasta los huesos… Río se ríe de ellas con un guiño diabólico. Sabe que, tan pronto como anoten un punto o dos en sus conciencias, se rendirán fácilmente. Que volverán al Primer Mundo, que funciona sin problemas, como un reloj aburrido y austero, tanto en el dolor como en el placer. Que se marcharán llenos de picaduras de mosquitos, parásitos intestinales y recuerdos de aventuras rápidas, cómodas e higiénicas… También mira con deleite a los que no están satisfechos aún mientras se lanzan hastiados a Nicaragua o al lado de los zapatistas. ¡Río, atolondrada, coqueta y pícara nunca ha sido atrapada!

La magnífica fotografía de Río y su negativo no son más que un par de máscaras, solo dos de los múltiples y variados trajes en que se ha envuelto una ciudad que durante cientos de años ha mantenido su tradición carnavalesca. Describiré Río como un laberinto configurado en más de dos dimensiones o, mejor aún, como una serie de laberintos entrelazados en el tiempo y el espacio. Llenos de callejones sin salida, puntos ciegos, habitaciones secretas, ecos aterradores, convulsiones y profecías vagas…

Pronto estaréis en las calles de Río. Será un viaje al alcance de la flecha de un ser que anuncia su horror en todo momento. El aliento apestoso de la muerte estará siempre en vuestro rostro y una mirada oscura y perversa a vuestras espaldas. Como si estuvieseis inclinadas sobre un pozo y percibieseis de pronto que os estaban mirando… Encontraréis al cuerpo humano asentado en el trono miserable e ilícito del feudo del deseo. El fuego interminable de la carne, su locura y su belleza incomparable, una vida ligera, volátil, fugaz y la muerte en cada rincón.

Sucedió hace dos años en una celebración festiva en los suburbios. Vi a una mujer envuelta en harapos con las piernas y las nalgas al descubierto. (Tardé unos minutos en averiguar su género). Parecía como si la hubiesen rescatado de un campo de concentración demasiado tarde y estuviese destinada a morir en pocos días. Podría tener veintitantos años o setenta. La mayoría de los dientes se le habían caído y los codos le sobresalían desgarrándole la piel. Bailaba la samba extasiada de placer, estallando de risa… Su rostro brillaba con la alegría auténtica, ingenua y pura que solo manifiestan los niños. Cuando encontréis la felicidad, la verdadera felicidad en los ojos borrosos, brumosos e insondables de una mujer que está a punto de morir de hambre, os sumergiréis en los laberintos de Río. Todo cuanto veáis a partir de ese momento lo pagaréis con vuestras vidas. Como hice yo.

Todo lo que necesitáis ahora, yo también, es un poco de coraje. Tal vez tanto como el necesario antes de saltar desde un bote a aguas turbias o mostrar las cartas en el póquer. ¡Recordad! Enfrente tenéis a Río de Janeiro. (Sabéis que su nombre significa Río de Enero). Esta ciudad ha dominado de tal modo el interminable juego de las coincidencias que frente a ella, el mismísimo diablo es un aficionado. En el momento en que os convence de que está fanfarroneando consigue los cuatro ases.

Ahora cerrad los ojos. Contaré en silencio hasta diez. Cuando llegue al diez estaréis en Río. Lamentablemente, no os diré cuando debéis abrirlos.

El día de los fuegos artificiales

Viajero, ¿quién eres?

¿Qué buscas ahí abajo?

—Así habló Zaratustra.

Por fin había logrado convertirse en una vagabunda auténtica. Había desaparecido en la ciudad de América del Sur famosa por su carnaval y por los asesinatos de niños en la calle. Había tirado la toalla, se había convertido en una de esas almas perdidas a merced de su destino, en una de los millones de personas sin hogar, abandonadas por todo el planeta. La chica de buena familia frágil y tímida era ya una vagabunda total. Ya no creía en los cuentos de hadas, caminaba sola por las calles oscuras y no alardeaba de los golpes que recibía. Tirada en el suelo, como si le perforasen los intestinos, en esta ciudad a la que no le importaba nadie, no podía encontrar consuelo ni siquiera pensando en la muerte. Había cruzado el océano, la línea del Ecuador y pisado un pedazo de tierra del que no sabía nada. Había quemado todo cuanto había dejado atrás. Ante ella había aparecido un universo totalmente envenenado en el que las costumbres del Viejo Mundo eran obsoletas y los juicios de valor una maleta inútil y pesada trasladada desde Turquía. Se dejaba pudrir con la raíz corroída y el tallo a punto de partirse en la humedad de los trópicos. Había renunciado, incluso, al siempre retrasado regreso.

Cuando aquella niña que desafiaba a la vida había escogido la «ciudad más peligrosa del mundo», solo quería contemplar las tinieblas de la humanidad. Observarlas desde una distancia segura… Pero su cabello se había incendiado en el infierno al que había dirigido la mirada. Río de Janeiro había desatado la anarquía vertiginosa de su cuerpo, los días incandescentes, las noches llenas de caricias, promesas, amenazas, asesinatos… Ahora su voluntad no tenía fuerza muscular y su personalidad pendía hecha jirones. Un ejército derrotado que huía dejando atrás a los heridos…

De repente se reanudaron los disparos. Özgür saltó de miedo y el vaso que tenía en la mano cayó al suelo. Estaba tensa y temblorosa como si le hubiesen aplicado una corriente eléctrica. Sudaba por todos los poros del cuerpo y al mismo tiempo se sentía congelada. Lágrimas ardientes, incapaces de fluir, le cubrían los ojos. «¡Suficiente, ya es suficiente! ¡No puedo soportarlo! ¡Detén esta tortura, Señor! ¿No ves que no tengo fuerzas?».

No habían pasado más de dos o tres minutos cuando el ataque de nervios cesó y recuperó el control. Escuchó el monólogo de la semiautomática como un sargento meticuloso. Cuando se dio cuenta de que los disparos no procedían de las favelas del cerro sino del valle que lo rodeaba se decidió a entrar. Suspiró al ver que no había un solo vaso roto, ni una gota de té derramada en su cuaderno. Incluso sonrió cuando notó que los dedos sudorosos de su mano derecha se habían aferrado al bolígrafo durante la convulsión.

Desde hacía ocho días las dos favelas gigantes de la ladera del cerro de Santa Teresa, que conduce a la jungla, estaban luchando entre sí. Comando Vermelho, una de las organizaciones más poderosas de América Latina, había controlado las aproximadamente seiscientas favelas que habían cubierto de viruela el maravilloso rostro de Río desde la época de la junta. No había pasado un solo día sin conflicto. O las bandas rivales se enfrentaban entre sí por el reparto de cocaína o la policía, considerando que no tenía suficiente ventaja, organizaba redadas en unidades de cincuenta personas, cada una de las cuales iba armada hasta los dientes.

En todo caso, la guerra más terrible que Özgür había visto en los dos años que llevaba en Río había estallado en Santa Teresa. Desde el sábado anterior, el rugido de fusiles de infantería, Uzis y granadas comenzaba con las primeras luces de la mañana y continuaba a intervalos durante todo el día. Hacía dos noches, cuando vagaba por el silencio mortal de las calles de Santa Teresa, famosas por sus bares, Özgür había visto media docena de autobuses subiendo la colina en silencio con los faros apagados, abarrotados de soldados y con cañones largos saliendo por las ventanillas. El conflicto no había cesado con la llegada del ejército, sino que se les había escapado de las manos.

Hasta el día anterior, había percibido o había creído percibir los disparos en Río, donde el ruido era incesante, como un estorbo más, otro inconveniente que le impedía concentrarse en su novela. Hasta que habían comenzado los ataques de nervios…

Intentaba identificar exactamente cómo había empezado este proceso irreversible. Si pudiese trazar los límites e identificar las piedras de toque, tal vez conseguiría controlar la mente. Si tuviese que elegir un punto cero, escogería el día en que se encontró con la mulata en Copacabana. El último día de Pascua, cuando todos los relojes de Río se habían detenido, la temperatura había subido de repente a más de cuarenta grados y la ciudad se había estremecido como si tuviese la malaria.

Era domingo. Un domingo cualquiera… Un día más sin expectativa, esperanza ni sentido, tan vacío como los anteriores… El Día de los Fuegos Artificiales…

A pesar de que estaban en la primera semana de diciembre, el calor terrible de Río de Janeiro se había apoderado de la ciudad como un océano encrespado. De ahora en adelante, la temperatura no bajaría de los cuarenta grados durante días, semanas y meses. Como si los termómetros de toda la ciudad estuviesen retenidos en la axila de un enfermo de fiebre amarilla: 42, 41,5, 43, 43,6, 42,4… En Río, cerrado a los vientos del océano por montañas escarpadas y bahías profundas, durante los meses conocidos como la «estación seca» no se movía una sola hoja, ni una sola nube perturbaba el cielo azul brillante. El calor descendía como la locura sobre las personas, les agarrotaba la garganta y las dejaba sin aliento. La ciudad, convertida en un horno enorme, las asaba lentamente. El sol se quitaba la máscara de reina generosa que usaba el resto del año y actuaba como un dictador apasionado por matar. El aire absorbía toda la humedad posible y la condensaba hasta que tenía la consistencia del agua. La legendaria humedad de los trópicos…

Los niños de la calle en vez de un salgadinho —rosquilla— suplicaban un refresco cuando mendigaban. A partir de ahora, morirían de disentería, cólera o simplemente deshidratación. Las fuentes y surtidores de la ciudad se secaban. La gente sin techo apestaba aún más, ya que la lluvia no limpiaba los baños al aire libre de las aceras donde vivían. Las calles se llenaban de olor a heces, orina y descomposición. Los vendedores retiraban los caramelos «bombón», las semillas de anacardo cubiertas de chocolate y la pulpa de plátano de los mostradores. En su lugar, colocaban refrescos fríos y agua de coco fresca. Gelada, gelada… (Helado, helado…). La gente se quedaba sin fuerzas. Los pasos, las conversaciones e incluso la respiración se ralentizaban. La vida, como un río a punto de secarse, fluía lentamente y con dificultad. Las conversaciones en ascensores, salas de espera y autobuses empezaban siempre por la misma frase: ¡Que calor! Chicas de aspecto escandinavo, hundidas en la nieve hasta las rodillas, mostraban sonrisas rubias y brillantes en los carteles publicitarios desplegados por Río. Los cariocas tenían tanta pasión por la nieve como los beduinos por el verde.

El primer domingo de diciembre, los habitantes de la ciudad se habían dirigido a las playas o se habían lanzado a las aldeas de las montañas. El tiempo se había ralentizado hasta casi detenerse. Las horas, como las gotas de sudor, caían lentamente. En el Valle de Santa Teresa, en plena siesta, las bandas peleaban entre sí.

La casa de Özgür incluía un salón largo y estrecho como un barco, una cocina a la que llamaba «féretro» y un baño lleno de sanguijuelas que nunca había podido exterminar porque le daban náuseas. Era uno de los seis apartamentos-estudio de una villa de color lechoso con columnas pretenciosas y nombre sonoro, «Villa Blanca».

La pendiente que daba al valle de Santa Teresa era tan pronunciada que el balcón delantero estaba a tres metros de altura por lo menos, mientras que las ventanas traseras situadas a ras de suelo se abrían a la jungla llena de maleza y arbustos espinosos. Hormigas carnívoras, lagartijas, saltamontes, cucarachas aladas del tamaño de una mano y hasta gatos salvajes hambrientos pululaban algunas veces por las ventanas que tenía que mantener abiertas día y noche debido al calor. En una ocasión había saltado por la ventana e intentado abrirse paso a través de la jungla, pero antes de dar dos pasos ya tenía cortes en la cara y en las manos. Los ruidos del jardín la aterrorizaban por la noche, aunque sabía que ningún animal más grande que un gato podía atravesar los arbustos. No tenía dinero para comprar un ventilador. El propietario, el profesor Botelho, a pesar de ser escandalosamente rico, era muy tacaño. Les había negado a sus inquilinos el aire acondicionado, tan necesario en Río como la calefacción en Estocolmo. Era el primer asesor del alcalde en un ayuntamiento de derechas. Orgulloso de sus títulos académicos y sus raíces puramente europeas estaba desesperado por presentar una apariencia noble y distinguida, en consonancia con la gloria de sus antepasados. También estaba obsesionado con la limpieza y adoraba el orden, las reglas y las formas. El lado del jardín que daba a la carretera estaba decorado con dioses griegos de mármol liso, lámparas que apestaban a París y elegantes escaleras que descendían a través de plátanos y mangos. El mobiliario de los apartamentos-estudio era otra manifestación de su personalidad desorbitada. En la sala de estar de Özgür se amontonaban una cama enorme, horrible y dura como el cemento, unas estanterías de aluminio y un sofá de piel sintética que parecía sacado del ayuntamiento. En medio de toda esta basura, una mesa pesada de caoba encerada y ocho sillas ocupaban demasiado espacio. En el balcón había una hamaca, objeto indispensable en las casas de Río. En la puerta, hileras de conchas en cuerdas sonaban con la brisa más ligera. (Las conchas marinas traían buena suerte según una creencia brasileña de origen africano). Sobre las paredes grises, que evocaban lugares desagradables como juzgados y pasillos de hospitales, colgaba un cartel en blanco y negro. El profesor Botelho lo había comprado en el Metropolitano de Nueva York y lo había enmarcado cuidadosamente. Era un primer plano de una pareja besándose, con los labios grasientos ligeramente entreabiertos… Una vez había encontrado estimulante el erotismo aburrido, brumoso y casi formal de la fotografía. En particular por las noches, cuando, en la atmósfera de alta presión sofocante de la casa, percibía su soledad como un ser independiente de ella, tan pesado como el mercurio que crecía como la espuma, perdía el control y se acercaba al punto de explosión. Entonces quería presionar sus labios contra los labios del hombre de la corbata en la fotografía. No para besarlo, sino más bien como una pajarillo hambriento que busca el pico de su madre.

Estoy sola en esta tierra semisalvaje con una sensación totalmente nueva de libertad y abandono. (Sola, conmigo misma, abandonada, perdida, huérfana… Puedo encadenar uno tras otro muchos adjetivos turcos, pero no puedo construir un puente entre las palabras y la realidad). La libertad plena, absoluta e infernal de no tener una sola persona que me vea o que me necesite… Puedo mentir lo que quiera, escoger el pasado que desee, perseguir mis fantasías más pecaminosas. Puedo cometer los crímenes más horrendos, siempre que tenga la seguridad de poder escapar por la puerta de atrás. He leído en un libro que un canario cuya jaula se abre salta y vuela hacia la ventana. No obstante, según el autor, cuando la ventana se abra también tomará la decisión correcta, regresará a la jaula y así evitará la muerte.

A veces, persigo fragmentos de recuerdos a través del Atlántico. Las líneas del pasado se difuminan a la luz del rocío de los trópicos. El océano, el océano feroz, tempestuoso e inmortal ha aplastado todos mis mares. Ya me resultan más evocadores los parloteos de los loros que los graznidos de las gaviotas.

Renunciar al té elaborado y tomar café filtrado, luchar con las olas del Atlántico en vez de navegar en un mar tranquilo y accesible, soñar en una lengua de origen latino… Puedo superar este tipo de cambios, pero hay otros que nunca podré reemplazar. No me refiero a caprichos como el Bósforo, la salvia o el queso fresco. Mis aspiraciones son mucho más simples. Por ejemplo, las cerezas… A veces, cuando me acuesto, sueño con un cuenco de cerezas carmesí con diminutos cubitos de hielo. Como una fantasía erótica simple, sin complicaciones, sin elaborar. Echo de menos los cambios de las estaciones. Las hojas que se adornan primero con vetas rojas, luego se encienden, amarillean, arden lentamente… Al final, debilitadas de repente, planean hacia el suelo una mañana… Caminar sin pensar a dónde voy, con los labios morados y el viento dándome en la cara como un látigo. El primer sorbo de té amargo como el veneno, incomparable, cuando no soporto el frío. Incluso echo de menos la nieve que siempre odié, en este febrero infernal. Hayedos nevados, tundra, estepas que nunca he visto… El termómetro no ha bajado de cuarenta grados en seis semanas y el aire huele a chaquetas de cuero. Entonces… Echo de menos caminar cuando quiero sin esconder el reloj en el bolsillo, sin mirar siempre hacia atrás y aferrarme al bolso, sin miedo a sentir una pistola en la cabeza en cualquier momento. El sueño despojado del sonido de los disparos. Siempre estoy alerta con los ojos bien abiertos, fumando cigarrillos de punta a punta. Pero haga lo que haga no puedo evitar que me tiemblen los labios.

Sin embargo, algunas cosas están en mis manos. Por ejemplo, no necesito llevar identificación, mis bares habituales están abiertos hasta el amanecer, nadie se da cuenta de que no llevo sostén ni ropa interior los días en que la temperatura sube más de cuarenta grados y me encanta ver la feminidad, adquirida tardíamente, en mi cuerpo. Uso faldas plisadas, pantalones cortos ajustados y tangas que terminan justo debajo de mi trasero. Disfruto sintiendo mis cabellos, que no han visto las tijeras en un año, galopando como potros salvajes por mis espaldas. (Escribiría «flotando en el viento» si pudiese prescindir por un momento de mis preocupaciones de honestidad y no estuviese en una ciudad sin viento. Pero Río no tiene viento… No tiene aliento, o sea, no tiene alma). Puedo bailar en restaurantes, bares y aceras, fumar en los autobuses, tener sexo con cualquier hombre que desee. Puedo hartarme de mis pasiones más sórdidas. Incluso podría contratar a un asesino a sueldo si tuviese cuatrocientos dólares. ¿Acaso estoy echando de menos las represiones del Viejo Mundo, que forman parte o son quizás un pilar de mi propio ser?

¡Vuelve a tu jaula, pequeño canario, vuelve a tu jaula! ¡Mientras tengas tiempo…! ¡La ventana abierta es un abismo para ti!

Había encontrado este texto mientras revisaba sus viejos cuadernos entre notas de topología y conjugaciones de verbos portugueses. Debía haberlo escrito durante su primera estación seca en los trópicos. Le agradaba ese tipo de inocencia infantil, escondida detrás de los lloriqueos, que había perdido hacía mucho tiempo. «Nunca he podido superar la soledad, pero ahora es como si hubiera madurado bastante para aceptarla. Como un embrión dentro de mí, como un relicario en el pecho», pensó.

Sentada delante de una pinta llena de té brasileño de color pajizo que nunca oscurecía por más que lo dejara reposar, perdida en sus pensamientos ante el cuaderno, mordía un lápiz que se había convertido en una extensión de su cuerpo, en una tercera mano protésica. Sentía el calor sofocante de la habitación que le penetraba en el cuerpo, dispersando y disolviendo su estructura lentamente, su respiración se aceleraba y desaceleraba, una nueva ola de sudor le cubría el cuerpo y los pensamientos volaban como murciélagos ciegos en su mente después de cada sorbo. Notaba el olor agrio de las axilas, los tirantes incómodos pegados al cuerpo y el sabor a tabaco barato en la boca… Tendría que escribir «Punto Cero» antes del final del día, sin duda.

De repente se dio cuenta de que los disparos se habían detenido y la canción de rap favorita de las favelas había empezado a sonar a todo volumen en el valle. «Ele era um bandito mas era um bom rapaz…» (Era un bandido pero buena persona…). Comprendió que la maravillosa superficialidad de la canción había penetrado en su corazón, el pasado perfecto la lastimaba en particular. Lamentaba la muerte de un bandido que nunca había conocido. Era la voz triste y profunda de un negro, una voz con olor a pólvora… Llegaba desde el mundo de las semiautomáticas y de la muerte por mil dólares. Özgür sabía muy bien que el cantante, como su amigo, era uno de los buenos tipos, un bandido que no viviría mucho tiempo. Un recuerdo de los múltiples cajones de la memoria… Una canción más… Otra canción que penetraba hasta el fondo… Comenzó a pasar las páginas de La ciudad bajo el manto rojo..

El primer día en Río

Río la había recibido con el cielo gris y un aire brumoso. Desde el primer momento había puesto a la viajera llena de sueños tropicales en la esquina equivocada. Después de dieciocho horas de vuelo se había desplomado casi dormida en un taxi y había escuchado con indiferencia total al conductor. «Río es el lugar más hermoso del mundo, el lugar más hermoso», repetía como un loro el hombre en un inglés calamitoso. Había encendido un cigarrillo cuando comenzaron a verse las favelas. Miles, decenas de miles de casas entrelazadas y destartaladas se extendían kilómetros y kilómetros hasta el centro de Río. Chozas sin techo de adobe, cartón y hojalata, laberintos con barro hasta las rodillas…

No tardó ni un cigarrillo en memorizar la primera lección de Río. Las tierras donde había nacido y crecido la habían protegido de uno de los abismos de la vida, del espantoso abismo de la miseria en el que podía caer el ser humano. Era mucho peor de lo que podría haber imaginado. Una premonición fuerte le susurró que estaba en un tren que descarrilaba a toda velocidad, que perecería en esta ciudad alimentada por el dolor humano. Sin embargo, llegaron rápidamente al centro, después a Copacabana «el lugar más hermoso del mundo» y Río de Janeiro con sus calas alucinantes, acantilados salvajes y fiestas tropicales la atrapó. Se olvidó de las favelas en un instante. Como la clase media de Río.

Había ido a la única dirección que conocía en Brasil, el apartamento de su profesor, donde le comunicaron de inmediato que no la esperaban, ni siquiera le dieron una habitación. Horas después, compadecidos de la extranjera de rostro pálido que se había quedado dormida en un sillón, le dijeron que por el momento podía acostarse en la habitación de la asistenta, una habitación oscura que daba al patio.

Cuando despertó con el sonido de los tambores ya era de noche. No era capaz de distinguir dónde estaba. ¿En Estambul o en el avión? Los ritmos de quizás una docena de tambores, sonando con una armonía increíble, eran tan extraordinarios, únicos y vibrantes que provocaban el llanto… Una voz masculina triste y profunda comenzó a cantar. Una voz que, como si conociese todos los latigazos, fosos y ciénagas de la vida, solo podía ser de un negro y solo podía provenir de los suburbios. Entonces se dio cuenta, estaba en los trópicos, a orillas del océano, en el umbral de una vida completamente diferente, en Río de Janeiro. Quiso subir al primer avión y regresar de inmediato. ¡Pero aquella voz! Había sentido un deseo fuerte de correr descalza hacia el futuro, montar a caballo, sacar la espada y lanzarse a rienda suelta hacia los frentes abruptos de la vida… Seguro que era el sentimiento denominado «Alegría de vivir».

Tragó los últimos sorbos de té con espíritu realmente bávaro. Su sed nunca se calmaba. Los días que la temperatura superaba los treinta y siete grados, tomase el líquido que tomase, tenía la boca como papel de lija siempre. Como si todo cuanto bebía fuese directo al estómago, sin tocar el paladar. Nunca había experimentado esta sed tropical. «El té no me funciona» murmuró. «Necesito algo frío. Un refresco de sandía o de guaraná (baya del Amazonas)».

Sabía que refrescaba más el té caliente que las bebidas frías. Había aprendido, a través de una experiencia dura, reglas para sobrevivir en la estación seca, como la necesidad de beber un cuarto de litro de agua cada media hora. Su cuerpo delicado y caprichoso no había sido creado para su espíritu audaz. La sangre caucásica mezclada con una o dos gotas de agua del Mediterráneo le habían dado una tez pálida que gemía bajo el sol implacable de Río, una piel casi transparente que los negros denominaban «color de papel de periódico»