La Ciudad del olvido - Facundo Fernández Lezcano - E-Book

La Ciudad del olvido E-Book

Facundo Fernández Lezcano

0,0
14,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Los límites entre la realidad y la fantasía no siempre son claros, y un sueño puede convertirse en un recuerdo tan real como un recuerdo vivido. Cuando Andrew se encuentra en varias ocasiones (o recuerda haberlo hecho) con una misteriosa dama llamada a sí misma La Muerte, que le enseña lo efímero de la vida, solo puede observar cómo muchas de las personas viven esa efímera existencia y reflexionar sobre ello. Mientras tanto, una joven llamada Mía solo puede descubrir el vasto mundo que existe debajo de sus párpados. Un mundo onírico que la aleja de los problemas que se ha negado a enfrentar en la cruel realidad. Finalmente, un ser llamado Thot lleva un libro que tiene el poder de que todos los recuerdos que se escriban en él sean olvidados, recordados como un sueño o que lleven al mortal a la locura. Estos personajes, caminan por las calles de una ciudad en donde los límites del plano onírico y real son confundidos contínuamente.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 661

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Autor: Facundo Gabriel Fernández Lezcano

Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Belén Mondati

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Fernandez Lezcano, Facundo Gabriel

La ciudad del olvido / Facundo Gabriel Fernandez Lezcano. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2019.

495 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-382-8

1. Realismo Mágico. 2. Filosofía. 3. Psicología. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor. Está tam-

bién totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet

o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2019. Facundo Gabriel Fernández Lezcano

© 2019. Tinta Libre Ediciones

¿Qué te queda de todo lo que has vivido?

Las alegrías y los sufrimientos anónimos

pero a los que les has encontrado un nombre.

Emil M. Cioran

La tarde pasaba lentamente entre las ventanas del café, participando de un aire de melancolía al interior, como fotos de un viejo álbum. Las personas que se daban un pequeño descanso para tomar una merienda y dejar pasar el tiempo escuchando las noticias del televisor o simplemente charlar con un viejo compañero que no habían visto hace mucho tiempo. Todo era como una ilusión de cálida hospitalidad en la habitación.

Entre ese pequeño grupo de personas, un hombre de traje negro, camisa blanca, con algunas canas blancas que empezaban a asomarse en su cabello, piel blanca y rostro taciturno escribía en un cuaderno de tapas duras mientras tomaba un café y fumaba en el área habilitada para fumadores. De vez en cuando, miraba una baraja de tarot que estaba a lado del cenicero y volvía a escribir en su cuaderno. Luego, tomó su baraja y mezcló las cartas, sacó una al azar y sonrió.

“En las cartas del tarot, la luna representa los miedos de dicha persona, pero a la vez indica ilusiones, aunque no debe perderse el camino a seguir tras falsas ilusiones”.

Dejó nuevamente el mazo en su lugar, pero colocó la carta de la luna al lado de su cuaderno.

—Disculpe, ¿puedo sentarme con usted?

El hombre levantó la mirada y observó a una señora de cabello blanco, camisa de rayas blancas y negras y vestido negro. Su rostro alegre mostraba la simpatía de la gentileza, las arrugas de su rostro evidenciaban los años vividos, sus dientes ya habían dejado paso a una dentadura con dientes demasiado perfectos para que se los considera normales. Esa perfección que solo los humanos pueden construir de figuras físicas, como una escultura que sería usada por un ser vivo.

—Es que todas las mesas están ocupadas —añadió la señora— y solo quería tomar un café antes de volver a casa.

—Adelante, por mí no hay problema.

La señora se sentó, y miró al hombre que seguía escribiendo. Una joven moza de cabello castaño oscuro, atado en una cola de caballo, llegó y tomó el pedido de la dama. Miró unos minutos la mesa, las cartas, el paquete de cigarrillos y nuevamente a su compañero.

—¿Qué escribe? —preguntó amablemente.

—Podrían considerarse cuentos.

—¿Es escritor?

—Algo por el estilo.

—¿Es de por aquí? Lo pregunto por su acento, es similar a los que tienen los extranjeros que no dominan todavía el idioma.

—De hecho, no. Soy de otra ciudad —terminó de escribir y cerró el cuaderno, dejando ver el símbolo de la luna, igual que la carta del tarot que estaba frente a él—. ¿Usted es de por aquí?

—Sí, pero no de este barrio —miró atentamente su apariencia—. Me recuerda mucho a un famoso escritor, ¿conoce usted a Ernesto Sábato?

—Sí, en efecto lo conozco —guardó la carta nuevamente en el mazo y mezcló un poco antes de guardarlo en uno de sus bolsillos.

—Es un lindo cuaderno, ¿dónde lo consiguió?

—Es un viejo regalo de mi anterior jefe. ¿Le gusta?

—Me gusta mucho la tapa.

El hombre sonrió con melancolía y tomó el cuaderno en sus manos.

—Es el símbolo de la luna en el tarot.

—¿Cree en el tarot?

Él dejó el cuaderno y fumó un poco antes de contestar.

—Algo por el estilo, no creo tanto en la parte de predecir el futuro, pero sí en los símbolos del tarot —espiró una larga bocanada de humo—. Los símbolos que representan cada carta son parte del inconsciente colectivo, que es un concepto del psicoanalista Carl Gustav Jung.

—La teoría del inconsciente colectivo —repitió y pensó un poco antes de continuar—, creo que es algo muy utilizado por los escritores—vuelve a mirar al hombre—. Pero no recuerdo mucho de su teoría, solo recuerdo que fue discípulo de Freud.

El escritor asintió.

—De la misma manera que el inconsciente que describió Freud, Jung lo clasifica en un inconsciente individual, que pertenece a cada individuo y donde se encuentran los complejos afectivos de la psiquis, que es creada por la experiencia del propio individuo. Jung creía que este inconsciente es superficial y que debajo subyace un inconsciente más profundo, el llamado inconsciente colectivo, que es compartido por todas las culturas de todos los tiempos. Dentro del inconsciente colectivo, se encuentran los arquetipos, símbolos, conceptos y sistemas que se reproducen en diferentes mitos a lo largo del mundo. Por ejemplo, la triple diosa que es el concepto de tres mujeres poderosas que son representadas por la virgen, la madre y, finalmente, la viuda. En la mitología griega son las llamadas Moiras: la virgen es Cloto que hilaba la hebra de vida con una rueca y un huso, Laquesis medía la longitud del hilo y echaba las suertes y, por último, la viuda era representada por Átropos, que cortaba el hilo de la vida. Este mito puede encontrarse en la versión romana, donde cambian los nombres a Nona, Décima y Morta. En su equivalente nórdico, cambian por los nombres de Urd, lo que ha ocurrido, Verdandi, lo que ocurre ahora y Skuld, lo que debería suceder. Y finalmente estas diosas están en la mitología cristiana conocidas como las Tres Marías.

La moza interrumpió al hombre con su presencia, y depositó frente a la dama una taza de café, azúcar, un par de tostadas, mermelada y manteca.

—Aquí tiene, perdone por hacerla esperar —se disculpó.

—Muchas gracias —sonrió la señora y volvió a mirar a su interlocutor, que había escrito un par de líneas nuevas en su cuaderno—. A usted le gusta mucho la literatura, según puedo ver.

El hombre sonrió y cerró su cuaderno.

—Digamos que escribo, es mi trabajo.

Tomó un poco de café y miró a la camarera marcharse.

—Viendo a la historia de ese modo —comentó la señora— uno creería que es imposible que no exista el plagio —tomó una rebanada de pan tostado y lo untó con manteca—. Me recuerda a un cuento de Borges llamado “El libro de arena”, que habla de un hombre que había encontrado un libro de páginas infinitas.

—Es curioso que lo mencione, pero el libro es una analogía de la propia literatura, que es infinita y nunca dejará de escribirse. Pero mi descripción me recuerda más a una novela de Dostoievski llamada Memorias del subsuelo, donde el personaje principal nos narra que no existen hombres originales, y que todos obtenemos nuestras ideas de amor, de odio, de verdad, de respeto y desprecio a partir de los libros.

—Todo lo que aprendimos, lo aprendimos de los libros, a fin de cuentas —sonrió levemente—. Soy profesora de primaria y puedo decir que pasamos mucho tiempo entre libros a lo largo de nuestra vida. Pero no solo para aprender, también para buscar respuestas cuando no sabemos cómo vivir.

—La experiencia es solo el nombre que les damos a nuestros errores.

—Conozco esa frase, es de Oscar Wilde.

—¿Conoce al escritor? —inquirió él.

—No, lo he escuchado hoy en las noticias, es el aniversario de su muerte —tomó un poco de café—. Recuerdo una frase griega que escuché una vez en la radio: “A los grandes hombres se le otorga la inmortalidad viviendo en la memoria de los vivos”.

—Es lo más cercano que podemos estar de la inmortalidad, al resto de los mortales nos elogiarán con el olvido.

—Pero muchos buscamos esa inmortalidad. Los escritores, por ejemplo, buscan existir a través de los libros que escriben —volvió a mirar el cuaderno con el símbolo de la luna—. Usted, ¿por qué escribe?

El escritor miró su cuaderno y fumó un poco antes de contestar.

—Uno puede escribir por distintas razones. Algunos escriben por una meta personal, otros para contar un secreto que no desean contar a los demás, por hobby, por buscar ser parte de la memoria — miró a aquella dama con vergüenza—. Pero yo escribo para mantener la realidad y la ficción separadas, que es mi trabajo.

La señora notó esa expresión de vergüenza.

—Sinceramente, no le entiendo.

El hombre abrió su cuaderno y buscó una página. Le dio a su acompañante el cuaderno, en donde había un pequeño cuento de media página:

“Una mañana, el califa de una gran ciudad vio que su primer visir se presentaba ante él en un estado de gran agitación. Le preguntó por la razón de aquella aparente inquietud y el visir le dijo:

—Te lo suplico, deja que me vaya de la ciudad hoy mismo.

—¿Por qué?

—Esta mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he notado un golpe en el hombro. Me he vuelto y he visto a la Muerte mirándome fijamente.

—¿La Muerte?

—Sí, la Muerte. La he reconocido, toda vestida de negro con una túnica roja. Allí estaba, y me miraba para asustarme. Porque me busca, estoy seguro. Deja que me vaya de la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor caballo y esta noche puedo llegar a Samarkanda.

—¿De verdad que era la Muerte? ¿Estás seguro?

—Totalmente. La he visto como te veo a ti. Estoy seguro de que eres tú y estoy seguro de que era ella. Deja que me vaya, te lo ruego.

El califa, que sentía un gran afecto por su visir, lo dejó partir. El hombre regresó a su morada, ensilló el mejor de sus caballos y, en dirección a Samarkanda, atravesó al galope una de las puertas de la ciudad.

Un instante después, el califa, a quien atormentaba un pensamiento secreto, decidió disfrazarse, como hacía a veces, y salió de su palacio. Solo, fue hasta la gran plaza, rodeado por los ruidos del mercado, buscó a la Muerte con la mirada, la vio y la reconoció. El visir no se había equivocado lo más mínimo. Ciertamente era la Muerte, alta y delgada, vestida de negro, con medio rostro cubierto por una túnica roja de algodón. Iba por el mercado de grupo en grupo sin que nadie se fijase en ella, rozando con el dedo el hombro de un hombre que preparaba su puesto, tocando el brazo de una mujer cargada de menta, esquivando a un niño que corría hacia ella.

El califa se dirigió hacia la Muerte. Esta, a pesar del disfraz, lo reconoció al instante y se inclinó en señal de respeto.

—Tengo que hacerte una pregunta —le dijo el califa en voz baja.

—Te escucho.

—Mi primer visir es todavía un hombre joven, saludable, eficaz y probablemente honrado. Entonces, ¿por qué esta mañana cuando él venía a palacio, lo has tocado y asustado? ¿Por qué lo has mirado con aire amenazante?

La Muerte pareció ligeramente sorprendida y contestó al califa:

—No quería asustarlo. No lo he mirado con aire amenazante. Sencillamente, cuando por casualidad hemos chocado y lo he reconocido, no he podido ocultar mi sorpresa, que él ha debido tomar como una amenaza.

—¿Por qué sorpresa? —preguntó el califa.

—Porque —contestó la Muerte— no esperaba verlo aquí. Tengo una cita con él esta noche en Samarkanda”.

—Conozco la historia, es una vieja fábula sobre la muerte.

La señora le devolvió el cuaderno.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

La mujer asintió.

—¿Qué hubiera pasado si esa historia hubiera sido verdadera?

La señora quedó unos segundos pensando, tomó un poco de café y comió otra tostada.

—La realidad hubiera sido más interesante, pero a la larga todos conoceríamos a la muerte como algo real, es decir como una persona.

—Es una buena respuesta, pero a la larga lo abstracto y lo fantástico se ocuparían tanto de la vida humana que uno no reconocería qué es sueño, qué es verdad, qué es realidad y qué es ficción.

—Es por eso que solo son fábulas.

El hombre sonrió, tomó un poco de café.

—Es como una novela de Gabriel García Márquez —agrega la señora—, donde al final del libro un pueblo entero desaparece, pero no recuerdo el título.

—Cien años de soledad.

La señora asintió ante la respuesta.

—Ese mismo.

—El final es bastante característico, donde la realidad y la fantasía se unen hasta el punto que son una misma cosa. Recuerdo que un personaje llamado Melquíades había escrito que ese pueblo desaparecería casi al comienzo de la novela, pero esto solo es descubierto al final, por el último de los Buendía. Finalmente, el pueblo desaparece y la larga historia familiar de los Buendía queda como un sueño, como una pesadilla, como una maldición. Creo que más allá de los mensajes que pueden darte las páginas de la novela, la mayor moraleja es que la realidad y la ficción no deben estar juntas.

—Pero es solo una novela, nadie puede creer las cosas que pasaron en Macondo, bueno, todas las cosas que sucedieron en la novela. Además, fue parte del movimiento del realismo mágico.

El escritor tomó un poco más de su café.

—¿Qué hubiera pasado si alguien creyera en esas historias al pie de la letra? Lo más probable es que se lo considere un loco, alguien que pueda ser diagnosticado con delirium tremens.

La dama tomó un poco más de café y se limpió los labios. En lo más profundo de su memoria flotaban las imágenes de lo que pronto sería un recuerdo alojado en lo profundo de su memoria. Era el recuerdo de un tío que había sido diagnosticado con esa patología, pero el recuerdo era confuso, como si se tratara de imágenes que apenas tenían fuerza para distinguir un nombre, una fecha, un lugar y un recuerdo lejano de incredulidad.

—Los sueños pueden ser peligrosos si uno cree con fuerza en ellos —contestó la dama.

—Los límites de la realidad y la fantasía están delimitados para que podamos vivir en paz y coherencia. Pero cuando se rompen, tenemos que entender que las pesadillas también son parte de los sueños. Me recuerda a mi trabajo.

—¿De qué trabaja usted?

El hombre abrió su libro y miró la primera página.

—Soy un simple personaje, que tiene la obligación de coleccionar cuentos fantásticos para anotarlos en mi cuaderno —sonrió, dejando ver una mueca de desdén y cansancio.

—¿Como un coleccionista de historias?

—Algo por el estilo, pero con la diferencia de que todo lo que anoto en este cuaderno no es para que sea recordado, más bien es para que sea olvidado.

—Como un libro del olvido.

Aquel hombre sonrió nuevamente y sacó la carta de la luna que extendió a la dama. Ella, incrédula primero por la imagen y por la actitud de su acompañante, tomó la carta y se acomodó un poco los anteojos para apreciarla mejor.

—La carta de la luna, en el tarot, significa la ilusión, el pensamiento subconsciente, el miedo a lo desconocido y el umbral que separa nuestro mundo de otro. Tradicionalmente es representada por dos torres a los lados, en el centro la luna y debajo dos perros que aúllan. Es una carta que representa la dualidad, un mundo civilizado que se enfrenta a un mundo desconocido. Pero, a su vez, la luna es conocida en la cultura popular por ser un símbolo de enfermedades mentales, un umbral entre lo que muchos hombres no quieren reconocer y temen.

La dama miró a su interlocutor.

—¿Puede decirme cuál es su nombre?

El hombre sonrió y terminó de tomar su café.

—Mi nombre es Thot.

La dama quedó fría en el lugar, en su memoria, como por arte de magia, recordó que ese nombre era el de un antiguo dios. Recordó un viejo libro de historia, aquel que estudiaba cuando era una adolescente, donde había leído que Thot era el dios de la sabiduría, la escritura, la música, los conjuros, dominio de sueños, el tiempo, hechizos mágicos y símbolo de la luna en la antigua mitología egipcia.

—Y lamento lo que ha sucedido con tu tío, Valentina.

Rápidamente, la mente de aquella señora recordó la última media hora de su vida, dándose cuenta de que en ningún momento le había dicho su nombre a aquel hombre. Tampoco recordaba cuando se estaba vistiendo para venir al café, de dónde venía o hacia dónde estaba yendo. Fue como si todo fuera parte de un sueño, como si todo ese día hubiera transcurrido solo para ese momento.

—Pero las historias que anoto en mi cuaderno —prosiguió— tienen tres destinos posibles: el olvido, la locura o ser consideradas un sueño. Yo no puedo decidir qué es lo que pasará, solo puedo vigilar y tratar de que la realidad siga siendo real y el sueño, solo un simple sueño.

El hombre se levantó y apagó el cigarrillo en el cenicero.

—Puedes quedarte con la carta, Valentina.

Ella miró cómo aquel hombre dejaba algunos billetes y monedas en la mesa y se dirigía hacia el umbral para confundirse entre la multitud. Miró la carta con miedo, un miedo muy similar al que se tiene frente a lo desconocido o lo fantástico y que la razón no permite reconocer como parte de lo real o lo posible. Esas cosas que, por el simple hecho de ser pensadas como algo posible, algo que podía ser explicado dentro de los límites de las reglas de la realidad, ya eran una ofensa a la realidad en la que vivimos. Ella depositó la carta a un lado de su taza y siguió tomando su café. Esta vez, esa sensación dio pasos a los recuerdos que asomaban desde el pasado. Recordó a su tío con más claridad.

Fue internado en el hospital de salud mental, diagnosticado de alcoholismo y por “representar un riesgo para terceros”, según decía el documento de internación. Casi no supo nada de él, excepto que tiempo después comenzó a alucinar. Su madre contaba a su abuela que David veía pequeños animales que, según él, se metían debajo de su piel y, tratando de que eso no ocurriera, trataba de sacarlos con sus uñas. La familia dejó a su tío en el hospital hasta que falleció cuatro años después. Ella pensó mucho tiempo en ese personaje de la familia, pero sobre todo tenía miedo por las cosas que contaban de él. Tiempo después, su madre fue diagnosticada con demencia de tipo Alzheimer. Ella tuvo que cuidarla junto con sus tres hermanos. Se turnaban cada vez que podían para atenderla. Recordaba las cosas sin sentido que decía, las confusiones que tenía cuando hablaba con ella, que pensaba que ella era su bisabuela muerta, de historias que repetía una y otra vez hasta el cansancio todos los días, de los insultos que recibía cuando no reconocía quiénes eran ellos.

Finalmente recordó lo que le dijo su médico de cabecera cuatro meses atrás: “Tienes principio de demencia”.

—Disculpe.

Ella desvió la vista hacia la mesera, viendo que se le habían caído un par de vasos de plástico, unas servilletas de papel y la bandeja de plata al chocar con su silla. Se levantó y ayudó a levantar algunas servilletas.

—Muchas gracias —dijo la mesera.

—De nada.

Ella volvió a su asiento.

—¿Quiere pedir algo más? —preguntó la joven.

—No, creo que eso es todo —miró la carta de la luna en la mesa—. Pero, ¿podía hacerle una pregunta?

—Sí, señora. ¿Qué desea?

Valentina tomó la carta.

—¿Esta carta es suya?

Esa tarde sería recordada por Valentina como un sueño, antes de que las garras del olvido la sepultaran en la oscuridad.

Todo lo que vemos desfilar ante nuestros ojos,todo lo que imaginamos, no es sino un sueño dentro de otro sueño.Edgar Allan Poe

1

Esa noche, el silencio se prolongó por toda la casa. Solo se escuchaban las gotas de lluvia golpear las ventanas. Afuera llovía con una tranquilidad pacífica y el frío viento se sentía en todas las habitaciones.

Entonces Mia volvió a despertar, recostó su espalda sobre el respaldo de la cama, se cruzó de piernas, apoyó sus manos en sus rodillas y hundió su cabeza en sus palmas. Le obsesionaba soñar, recordar que en ese lugar alejado de la realidad estaba en contacto con sus sentimientos en estado puro. Las alegrías, la angustia, el miedo, la tristeza, la paz; cada sueño que recordaba lo anotaba en un pequeño cuaderno negro. En las primeras páginas, había anotado frases de diferentes autores que había leído:

“Los sueños son la expresión de los deseos más profundos del alma humana. En un sueño las personas están cara a cara con sus sentimientos en estado puro, sin la represión exterior”. Esa frase era de La interpretación de los sueños de Sigmund Freud.

“El sueño es expresión de mis emociones. Y sus emociones en el sueño eran las que yo había creado para ella. Eran mías. En un sueño no hay simulación ni fingimiento”, esta pertenecía a Yasunari Kawabata.

«Cada persona tiene algo que lo obsesiona, que no puede controlar y de lo que siempre desea saber más». A Mia la obsesionaban los sueños y, siempre que podía, hablaba de esa quimérica historia que ocultaba en el fondo una verdad personal. Esa vez soñó con su madre. Un sueño que no escribiría en su cuaderno, que dejaría guardado en lo profundo de su conciencia, de su memoria, de su alma.

En su sueño se vio a ella misma a la salida de la escuela, como si fuera una película o una novela de televisión. Su pelo castaño claro, con algunos mechones más claros. El uniforme con una camisa mangas cortas de color blanco, un bolsillo con un escudo, símbolo de la escuela donde asistía, la piel blanca, un vestido negro y el moño de idéntico color, con el que se ataba el cabello. Recordaba los asientos de hierro y de madera, todos ellos escritos, rotos o manchados. El piso negro, la pizarra verde y la gran mesa de la profesora. Todo estaba vacío. Ella solo miraba un cuaderno abierto, antes de guardarlo en su mochila y levantarse.

Cada paso que daba resonaba en el salón de clases. Llegó hasta el pasillo, tan vacío como los salones. Veía las espaldas de sus compañeros de curso a la salida de la escuela, todos distribuidos en pequeños grupos que ya se habían hecho costumbre.

«¿Dónde estarán Sofía y Antonio?», pensó. Esto le parecía extraño, ya que sus hermanos la solían esperar para ir a casa en el transporte público todos los días, excepto cuando se iba caminando con sus amigas.

Caminó hasta la salida, notó que el día estaba nublado y vio que todos los alumnos que la rodeaban en sus pequeños grupos, comenzaban a caminar en diferentes direcciones, con la mirada perdida en el suelo o simplemente vacía, como si fueran maniquíes. Vio el rostro de alguno de ellos, pero no sintió miedo en absoluto al observar ese simulacro de personas. “Todos los rostros que vemos en nuestros sueños son de personas conocidas en nuestra vida lúcida”. Recordó la frase que estaba en La interpretación de los sueños de Freud.

Algunos rostros le parecían conocidos, pero al carecer de expresiones o estar ocultos en una atmósfera tan siniestra no podía decir a ciencia cierta si eran esas personas o no. A otros no los conocía en absoluto. Pensó en una frase sobre ocultismo, que decía que las personas que no conocemos en sueños, son personas que conoceríamos en nuestro futuro. Al ver que esto no tenía sentido, es decir, que sus compañeros se reunieran alrededor de ella caminando con la mirada perdida, de un lado para el otro, se dijo:

—Sin duda esto es un sueño.

Fue entonces cuando ella misma se dio cuenta de que estaba en un sueño, que estaba soñando y era consciente de ello. En frente de la escuela estaba el patio de entrada, de unos quince metros de largo, que terminaba en una reja negra y una gran puerta de entrada. La salida daba a un pórtico, con baldosas blancas y negras desgastadas y varias columnas con pequeños faroles ornamentales que daban hacia las puertas. Unas escaleras que descendían hasta un patio más amplio de baldosas grises, con algunas pequeñas hierbas que crecían en los resquicios. Un gran árbol en el centro daba sombra a casi todo el patio de recreo. Más allá, unas bancas de madera y concreto que dejaba unos cuantos pasos hasta el enrejado. A veces solía quedarse con sus amigas y hermanos en aquellas bancas, para hablar y matar el tiempo esperando a que el recreo terminara.

Caminó esquivando sin mucha dificultad a sus compañeros. Llegó hasta la calle y miró a su alrededor. Ningún auto, bicicleta, motocicleta o transeúnte cruzaba la calle o la acera, todo estaba absolutamente vacío. No había ningún ruido, todo estaba en silencio. Caminó un poco más y vio a sus amigas, sentadas en uno de los bancos para esperar el colectivo, pero no se quedó con ellas. Es decir, ¿para qué? Si estar con ellas lo podía hacer en la vida real. Pero, cosa extraña, a pesar de que era consciente de que estaba soñando, no sabía qué soñar. Sabía que podía soñar con lo que ella quisiera en ese momento, pero todo le parecía aburrido y no le encontraba sentido tener que elegir con qué soñar.

Pasó de largo frente a la estatua y se dirigió al centro de la ciudad. Una de sus amigas, Daiana, la siguió en silencio mientras ella se alejaba de la parada. Caminó por el medio de la calle, sintiendo como la grava crujía debajo de sus suelas.

«Había escuchado muchas veces qué era un sueño lúcido, pero nunca pensé que podía tener uno. Sé que puedo soñar con cualquier cosa, como volar o que puedo estar con Leo, ya que llevamos saliendo un tiempo, pero últimamente el tiempo y las tareas de la escuela no nos dejan estar juntos. O puedo soñar que estoy en la playa y esas cosas. Pero ahora no me interesa nada de eso». Siguió caminando, y de repente una idea atravesó su cabeza. «¿Será que puedo soñar con…?». Se detuvo en ese lugar y miró a su alrededor. Incluso las casas, los árboles o los basureros le parecían irreales. Pero sus ojos se detuvieron en una figura familiar que estaba detrás de ella. Era su amiga Daiana.«No, ella siempre me sigue a todas partes y no quiero soñar con ella. ¿Por qué no se va?», pensó cuando la vio acercarse.

En ese momento, Daiana se dio media vuelta y caminó por donde había venido. Mia observó cómo se alejaba hasta perderse en la distancia. Desvió su mirada hacia el colectivo que estaba viniendo por la calle. Hizo una señal y el autobús se detuvo frente a ella, subió y se sentó al lado de la ventana.

Sabía que el autobús la llevaría al centro de la ciudad y ella necesitaba ir en la otra dirección, exactamente a cinco cuadras de la escuela. El autobús en vez de ir hacia adelante, como se esperaría en la vida real, l lo hizo de lado y hacia atrás, de manera diagonal. Mia vio cómo se acercaba a la otra acera y cerró fuertemente los ojos antes de que se estrellara contra las paredes de las casas.

—¡No, no, no, no, no! Justo me había decidido qué soñar. ¡No quiero despertar!

Y como la orden de un dios onírico, no se despertó. Esta vez su punto de vista cambió a primera persona. Solo veía oscuridad y comenzó a abrir los ojos, observando que el autobús iba totalmente vacío, iluminado intensamente por una luz que entraba por todas las ventanas, haciendo imposible ver lo que pasaba afuera. Puso su mano frente a ella tratando de disminuir la cantidad de luz que llegaba a su rostro de todas las ventanas del autobús. Se dio cuenta de que estaba sentada en el último asiento, al final del autobús, en el medio de la última fila. Empezó a escuchar una conversación que venía de adelante pero apenas podía verse el interior del autobús por las fuertes luces, que la obligaban a entornar los ojos para que no la deslumbraran.

—¿En serio la extrañas? —dijo una voz masculina.

—Sí —respondió una voz femenina.

—¿Qué pasó con ella?

—No quiero responder a eso.

—¿Hace cuánto fue?

—Cuando yo era chica.

—¿Por eso debiste madurar tan rápido?

—Sí.

El autobús dio la vuelta en una esquina, esto lo sintió más que verlo, porque sintió cómo su peso se desplazaba hacia la izquierda. Finalmente, su transporte se detuvo.

—Bueno, tú te bajas aquí. Nos veremos pronto —dijo aquella voz masculina.

Mia vio que se abría la puerta del autobús al lado de ella y, sin pensarlo, obedeció la orden y se bajó. Pasaron unos minutos antes de que sus ojos pudieran reconocer algo de su alrededor. Pudo ver que era de noche y que el lugar donde había bajado era muy extraño. Era una mezcla de diferentes partes de la ciudad, combinadas de una manera ordenada pero caótica, como si la ciudad se hubiera desarmado y rehecho de una nueva forma. Dio una vuelta completa sobre sus pies y notó que no había nadie por las calles. Ni personas, ni autos o animales que la molestaran. Seguía completamente sola.

Caminó unas calles, tratando de encontrar un punto de referencia para guiarse por esa nueva ciudad. Fue entonces cuando notó que tampoco había carteles que le indicaran cuáles eran esas calles donde estaba o señales para ubicar dónde estaba la tienda que buscaba.

Miró a su alrededor y se dirigió hacia un poste de luz que estaba en una esquina e iluminaba la calle. La acera continuaba más allá, pero solo se veía una profunda oscuridad que cubría un camino de tierra y, más allá de esa oscuridad, luces de casas lejanas como velas en el horizonte. Giró la cabeza hacia su izquierda y miró una luz que iluminaba la pared de la casa al lado del poste. Se podía distinguir la sombra de una anciana en la pared.

—¿Sabes adónde tengo que ir? —preguntó a la sombra.

—Sí, tienes que cruzar a la otra acera y caminar dos calles y entrar a la peatonal, y a tu mano derecha estará la tienda que estás buscando —contestó la sombra.

—Gracias —contestó ella, buscó en su bolsillo y tiró unas monedas al suelo donde se proyectaba la sombra. Las monedas hicieron un leve ruido al caer en la acera.

Siguió las instrucciones que le había dicho la sombra y pudo encontrar el lugar que buscaba. Una tienda vieja, de mostradores de vidrieras un poco desgastadas que lucían un pequeño mercado. Entró en la tienda que estaba iluminada débilmente por unos focos de neón del techo, dejando la habitación de un color anaranjado. Encontró anaqueles a ambos lados de la entrada, llenos de bebidas, paquetes de galletas, condimentos, productos de limpieza y varios artículos.

Se dirigió al mostrador que estaba en la mitad de la tienda. En la mesa del mostrador había algunos víveres desordenados junto con algunos juguetes para bebé y una computadora de un lado. Vio que en la silla estaba una pequeña niña de no más de siete años frente a la computadora, con un vestido blanco. Detrás del mostrador había cuatro estantes más y, en el fondo, la puerta de la bodega.

—¿Está Valeria? —preguntó Mia.

La niña la miró unos momentos, luego giró hacia atrás y gritó.

—¡Valeria!

Volvió a mirar a Mia y añadió:

–Ya viene.

Valeria pasó por detrás del mostrador y levantó la mano saludando a Mia. Con un gesto le dijo que esperara. Mia esperó unos momentos y observó el lugar. Los estantes, el mostrador, el suelo. Más que un sueño, era como si volviera a revivir ese momento. Ese deseo, quizás fantasía, que tenía de volver a revivir algunos momentos de la vida y no cometer los mismos errores que había cometido en ese momento.

Valeria volvió y colocó un billete en un frasco que estaba arriba del mostrador donde estaba la niña. Luego se puso frente a ella.

—Sí, ¿qué pasa? —con un delantal se secó las manos.

Valeria tenía el pelo castaño oscuro y largo que le llegaba a la cintura. Sus ojos eran de un color verde intenso. Su piel era blanca, cejas finas, boca chica y labios débilmente rosados, su rostro ovalado, sus cabellos ondulados y muy hermosa. Mia siempre la había considerado una de las mujeres más hermosa que conoció y la amaba.

—Nada —respondió—, solo quería saber qué ibas a hacer más tarde.

—Pensaba terminar de trabajar y luego comprar algo para cenar.

Ella solía decir eso cuando se encontraban durante las tardes, ella lo sabía bien. Mia la miró un rato y luego le rodeó el cuello con sus brazos y la abrazó fuertemente. Ella podía verse a sí misma como la abrazaba y lloraba sobre su espalda. En ese momento escuchó a su propia voz que le decía: «Eres una idiota, sabes que ella nunca va a volver. Ni siquiera en tus propios sueños puedes ser feliz».

Observó que Valeria la sentaba en un banco largo de madera que antes no estaba. Todo el almacén había desaparecido, solo quedaba oscuridad a su alrededor. Lo único que quedaba iluminado eran ellas y el banco, como una imagen dibujada sobre un fondo negro.

Mia tenía una visión de ellas, que dejaba ver solo su espalda y la de Valeria. Dejó de llorar, con su brazo izquierdo rodeó su espalda y la acercó más a ella recostando su cabeza en su hombro. Valeria hizo lo mismo, pero apoyando su cabeza encima de la cabeza de ella.

Mia tuvo una mirada en primera persona y pudo ver las manos y piernas de Valeria. Quedaron en total silencio. Mia dejó de llorar, y cerrando sus ojos parecía estar durmiendo sobre su hombro, quedando así en la oscura inmensidad. Estaba tranquila, sintiendo el latido de su corazón. Quedaron totalmente quietas en la oscuridad, hasta que Valeria quitó el brazo de Mia con mucha delicadeza, se levantó y caminó hacia la oscuridad.

Mia levantó su brazo frente a ella, como queriendo detenerla mientras sentía que las lágrimas empezaban a brotar de sus ojos, sus labios temblaban y finalmente gritó, pero no con su voz, sino con la de una niña pequeña.

—¡Mamá!

Se despertó en la oscuridad de su cuarto, quedó paralizada en la posición en la que se había dormido. Empezó a sentir la fría atmósfera del cuarto en su rostro y llevó lentamente la mano a sus ojos sintiendo que sus mejillas estaban mojadas. «Todos los sueños tienen un significado», pensó y empezaron a surgir recuerdos quiméricos con pensamientos y sensaciones. Hay sueños que nos despiertan y nos obligan a pensar en ellos en mitad de la noche, a ser racionales con nosotros mismos. Ese sueño la forzó a ser racional.

Recordó que una vez pensó que ella siempre estaría a su lado, pero cuando murió… Trató de reprimir esos recuerdos. Recordó el primer cumpleaños de su hermana menor y el que tuvo recientemente. Tantas cosas cambiaron desde entonces. Tardó mucho tiempo en acostumbrarse a la idea, y quizás nunca se había acostumbrado. Cuando era más chica, en principio solo reprimió sus sentimientos, e intentó obligarse a no sentir nada. Entró en un estado de apatía que muchos de sus familiares confundieron con una personalidad tímida y tranquila. Recordó cuando la ayudaba en las tareas de la casa, la cocina, la limpieza, el jardín, la ropa. Eran como fuegos artificiales que aparecían en su mente y dejaban una pequeña luz en la oscuridad de su mente. Siempre intentó ser parecida a ella. Tuvo que madurar rápidamente, dejar de actuar como una niña, y empezar a ser más como una adulta. Tuvo que pasar de ser niña a ser adulta de un día para otro. Recordó cuando lloraba contra su almohada hasta dormirse cuando eso pasó. Hubo días difíciles, y de jugar tuvo que pasar a trabajar. De un día a otro entendió los problemas de los adultos. Qué tenían que pasar su abuela y su padre para traer comida y ropa para ellos. Ella siempre estuvo agradecida por todo el esfuerzo que la abuela Viviana hacía por criarlos, por darles un hogar, comida, ropa, atención y el cuidado cuando estaban enfermos.

Recordó su último cumpleaños, lo pasó con todas sus amigas. Pero tuvo que crecer sabiendo que había perdido algo que no quiso perder, algo que todos los demás habían tenido. Tuvo que sentir ese vacío, el de la ausencia de su madre.

Sintió el frío de la habitación que le helaba los brazos y las piernas.

Perdió a alguien con quien hablar de problemas en la escuela, de cómo cuidar a sus hermanos, de peleas que había tenido con sus amigas, alguien que le diera consejos cuando más los necesitaba.

Siempre tenía sueños con ella desde que la había perdido, sueños en los que volvía a verla y ella la cuidaba, donde estaba con ella, cuando la llamaba venía, estaba cuando la necesitaba y entonces todo estaba bien. Pero, nunca había tenido un sueño así. ¿Qué significaba que ella la dejara en el banco y se fuera hacia la oscuridad?

“El sueño es la expresión de todas sus emociones reprimidas y vividas. En tu sueño, no puedes mentir no puedes engañarte, ni ser engañado, no hay sentimientos falsos. Las emociones de las personas que aparecieron en tus sueños, son las emociones que tú creas para ellos. Son tus propias emociones”. La frase era de Kawabata, de ese cuento que había estado leyendo antes de dormir. Pensó en esa forma que tienen los sueños de desarmar aquellas pequeñas cosas que tiene la realidad para darle sentido y narrar un cuento bajo la oscuridad de los párpados.

Después de esto, quedó sentada en su cama, con la mirada baja y pensando en cada parte que recordaba del sueño, tratando de darle un significado en la soledad de su oscura habitación, sintiendo el frío del ambiente que la cubría. Escuchaba las gotas de lluvia golpear la ventana.

Era otra noche lluviosa en la ciudad.

Como todos los días, se levantaba medio cansada por las noches en que su memoria actuaba sin su control, remitiendo los recuerdos y preguntas que habitaban tan profundo en ella. Se dirigió con paso errático entre la oscuridad de la penumbra del amanecer y el margen entre la realidad y las alusiones de los sueños, bajando por las escaleras hasta el baño del piso inferior. El agua fría la espabiló un poco más, por fin estaba despierta y alejada de los sueños. Se miró al espejo, mientras la imagen fantasmagórica de su madre se reflejaba en sus pupilas. Sus pómulos delicados, sus finos labios, sus cejas delicadas y su femenino rostro de mujer. Recordó las viejas fotos enmarcadas en los estantes del televisor, como si una maldición hubiera rejuvenecido esa foto y la hubiera puesto en el cuerpo que contemplaba el suyo detrás del espejo. Era una viva imagen de su madre, como muchas veces su abuela recordaría tiempo después de su fallecimiento. Recordó la leyenda de los doppelganger, dobles fantasmagóricos iguales a las personas que, en el caso de verlas significaba que la persona moriría pronto. Los recuerdos de sus sueños comenzaron a volver a su mente. Sus recuerdos se mezclaban con los recuerdos de sus sueños, haciendo una extraña fusión de los acontecimientos. Entre todos esos recuerdos y sueños, escuchó que las luces de la cocina se encendían, mientras la voz de su abuela preguntaba:

—¿Ya estás despierta?

—Sí, abuela.

Se escuchaba como se abría una vieja alacena que dejaba escapar un chillido.

—¿Qué vas a tomar?

—Un café.

—Ya te lo preparo, hoy tenemos mucho que limpiar.

Dejó que el mundo cotidiano la asimilara como un objeto más en él. Hasta que, finalmente, pudo afirmar que se había despertado de sus sueños.

La casa era bastante grande. La entrada tenía un pequeño jardín que lo comunicaba con las rejas de la calle. Un recibidor donde estaba la mesa principal, la cocina se encontraba a la derecha y el baño le seguía. Al frente, un pasillo que lo separaba de la pieza de su hermano y, más allá, la puerta del gran jardín de atrás. El segundo piso estaba comunicado con el pasillo del baño y llevaba a tres habitaciones de arriba. A pesar de ser una casa grande, era muy vieja y, en tiempos pasados, había albergado a nueve personas, aunque con el tiempo fue quedando vacía. Ahora, era un recuerdo gris de lo que solía ser, como si con cada alma que esa estructura de metal y concreto había perdido, también se hubiera terminado el color que cada habitante le daba en particular. Dentro, algunos muebles antiguos, como extensiones de la propia casa, también fueron envejeciendo y perdiendo color. Viejos cuadros de madera, de pinturas y fotos colgadas comenzaban a perder sus colores, al igual que las paredes y las puertas tenían viejas rayas y grietas que daban una impresión de envejecimiento adelantado. Las viejas fotos, que se agrupaban alrededor del estante donde se ocupaba lugar el antiguo televisor, eran los recuerdos alegres y tristes de las almas que habían pasado dentro de la casa. Cada uno con sus historias, sus pecados, sus virtudes y sus memorias que aún quedaban en vagos recuerdos en la mente de la abuela. Incluso era como una representación material del alma de la abuela, aquel viejo ser humano que podía recordar su existencia tanto en sus hijos como en la propia casa, una figura que significaba su propia existencia en ese mundo, antes de que el olvido se lo llevara.

—¿Dónde están los otros dos, Mia? —declaró la abuela en la mesa, mientras ponía dos tazas en la mesa.

—Antonio está con su novia —dijo Mia mientras apuntaba a la habitación de su hermano mayor—. Y Sofi se quedó a dormir con sus amigas —repitió el mismo gesto cuando apuntó hacia la habitación de su hermana menor.

—¿Van a volver para comer?

Mia solo se encogió de hombros, mientras se sentaba en la mesa y encendían el televisor para escuchar las noticias. Miró a su abuela, cómo cortaba el pan en rodajas antes de untarlas con mermelada de manzanas. Ella ya estaba en sus últimos años, con una cirugía en el corazón, otra en la vesícula y una última en la rodilla izquierda por un pequeño accidente en la bicicleta cuando volvía de las compras, eso había sucedido hacía tres años. Era como ver un fantasma que apenas caminaba entre los vivos.

—Hoy soñé con mamá, me desperté temprano por eso.

—Ella también solía soñar mucho, me acuerdo que solía hablar mucho de los sueños que tenía con tu tía Antonella, hablaban siempre en el desayuno y tu tía le contaba también las cosas que ella soñaba. Por ahí solían contar pesadillas y yo no quería escucharlas, nunca me gustaban las cosas que contaban de las pesadillas. Antonella solía contarlas cuando estaba con tu primito y le daba de mamar, capaz que por eso no le asustan las películas de terror que pasan por la tele.

Casi no hablaba de otra cosa con tanto empeño como cuando recordaba a sus hijos y sus nietos. Un recuerdo llevaba a otro recuerdo y así lo hacía hasta que se cansaba de hablar. Era eso o repetir viejos saberes populares, como saludar al vecino, acostarse temprano para así aprovechar el día, contestar solo cuando se les pregunta alguna cosa y librarse de las tentaciones (como si eso fuera posible) y que Dios los ampare de malos pensamientos, cumplir con las tareas de la casa, la escuela, el trabajo, usar abrigo cuando hace frío en invierno para no resfriarse, no hacer ruido en la mesa cuando se está comiendo y un largo etcétera.

Muchas veces se preguntó si ellos también la recordaban con la misma emoción. Para ella, sus hijos se concentraban en los recuerdos y actitudes que podía recordar. Al tío Luciano siempre le gustaron los camiones, no terminó la secundaria y siempre salía de fiesta o se juntaba con sus amigos cuando tenía que estar en la escuela, por eso se volvió camionero y se casó tarde. Esa era toda la definición de una vida de cincuenta y tres años, con alguna que otra anécdota que contar a las visitas. Andrea era la que siempre sacaba buenas notas y trabajaba de limpieza en las tardes para ayudar en la casa, después fue a la policía donde conoció a Carlos, su marido, tuvo dos hijos porque el último murió en el útero, se ahorcó con su cordón umbilical. Esa era otra descripción donde la tragedia era el punto central de una vida. Mia ya conocía todas las historias, incluso tuvo la tentación de escribir todo lo que su abuela le contaba para después publicarlo, pero se limitó a escuchar y que esas historias fueran una mitología familiar narrada, más que una fábula popular.

Terminaron de desayunar, sin pena ni gloria, solo un recuerdo más que se dejaría para el olvido cotidiano y comenzaron a limpiar la casa. Mia encendió la vieja radio que pertenecía al difunto de su abuelo, agradeciendo que ese antiguo aparato aún pudiera captar señales de radio y que los parlantes todavía funcionaran.

Mientras Mia barría, la abuela se dedicó a limpiar las viejas fotos en la parte inferior de la casa. Ordenando la habitación de Antonio, se fijaba en los pequeños objetos de su mesa de noche, o las cosas guardadas en el cajón de su armario. Viejos juegos de cartas, libros que muchas veces dejaba de leer y guardaba en un cajón para ocuparse de otras cosas, su computadora con algunos recuerdos que traían sus amigos que tenían la oportunidad de ir de viaje y un viejo armario que pertenecía a sus tíos que ya habían dejado la casa. Una mesa donde estaba una vieja televisión y un videojuego encima, con varios juegos en el espacio libre que quedaba en la mesa. Una silla de madera funcionaba como tendedero de ropa sucia donde estaban un par de remeras de gimnasia, un calzoncillo y un pantalón corto deportivo, que impregnaba el aire con un olor a sudor y suciedad. Miró el aire acondicionado que estaba arriba de la ventana, ese pequeño aparato que sembraba la discordia porque su hermano no quería que entraran a su cuarto y ocuparan su aire acondicionado, incluso cuando él no estaba. Aunque él solía usarlo un par de horas en las tardes calurosas y luego lo apagaba y sufría el calor durante el resto del día. En su mente se iluminó la palabra tacaño y egoísta. Sonriendo para sí misma, comenzó a recordar las viejas historias de su abuela que le contaba cómo su hermano, antes de que ella naciera. Solía pelearse con sus demás primos y cómo no dejaba que nadie tocara sus juguetes o su vaso y su plato. Cuando ella nació, su mamá se la presentó en la casa y lo primero que hizo fue darle una cachetada de arriba hacia abajo, haciendo sonar un fuerte golpe. Algunos tíos se rieron y otras tías se acercaron a su madre para consolarla mientras su padre se sacaba el cinturón para golpearlo dos veces y dejarlo llorar un tiempo antes de que su abuela se acercaba para tratar de calmarlo y explicarle que ahora tenía una hermanita que tenía que cuidar. Al principio se peleaba mucho con ella y su hermano se ponía a llorar y buscaba a su abuela, pero con el tiempo comenzaron a llevarse mejor.

Continuó con la habitación de su hermana menor, era como entrar a una tierra caótica de fantasía, donde los peluches y juguetes estaban agrupados en juegos que nunca habían tenido un final, de historias que su pequeña hermana inventaba en su mundo infantil de una niña de nueve años. Sus dibujos de lápiz, escasos dibujos primitivos de árboles, de Leiza su perrita y Pipo su gato que solía dormir con ella en la cama, aun cuando la abuela decía que la contagiaría de la enfermedad de los gatos y le daría asma si seguía durmiendo con ella. No tardó mucho en limpiar su habitación, porque era la que más se ocupaba de estar cuidándola, de hablar con ella cuando tenía problemas en la escuela o cuando ordenaba su ropa mientras ella dibujaba u ordenaba sus juguetes. Un armario tenía la ropa bien ordenada y, arriba, sus libros de escuela viejos que le habían regalado algunos vecinos cuando sus hijos terminaban de cursar el año. Una mesita de noche que estaba llena de dibujos, de muñecas y una foto de todos ellos cuando sus padres estaban vivos. Tomó la foto, con su marco y vidrio protector cubiertos de polvo, que apenas dejaba ver la imagen del fondo. Se dio cuenta de que esa foto se había vuelto parte de la arquitectura de la casa, de la misma manera que una puerta o el techo de las habitaciones que nadie veía en realidad, solo notaba su presencia. La voz de su abuela comenzó a contar cuando ella había nacido y ella había repetido la misma historia cuando la presentaron a su hermano. Más tarde recordaría esa historia y le diría a su abuela: “¿Y qué esperabas? Si así me recibieron a mí cuando vine al mundo”. Descubrió que se le había formado una pequeña sonrisa mientras lo recordaba. Se dio cuenta de que su abuela se había convertido en su mente la narradora de la familia, donde las historias eran reales y contaban el pasado de personajes que aún vivían o que ya no estaban por el paso del tiempo. Pero era como si el pasado fuera una fantasía en ese lugar y no eran tan diferentes como los muñecos y peluches a los que su hermana daba una historia o ya la tenían.

Finalmente entró en su habitación, bastante ordenada y limpia, donde solo barrió el suelo y pasó un trapo mojado sobre la mesa de noche, el espejo y la parte superior de su armario. A diferencia de sus hermanos, Mia tenía dos bibliotecas en su habitación repletas de libros que fue coleccionando con el tiempo, todos ellos comprados en librerías de usados, donde podía conseguir tres libros por poco dinero, o por promociones de diarios que venían por semana (un libro promocional si comprabas el diario todos los jueves), era más rentable que ir a una librería del centro de la ciudad donde solo podía conseguir, con suerte, el mismo libro y si tenías más suerte, lo conseguías en el apartado de oferta del mes. Miró algunas fotos enmarcadas y puestas en sus paredes, algunas simplemente colgadas de un hilo de lana blanco y sujetas con broches de madera antiguos, que lograban una decoración muy adecuada a la habitación, donde lo antiguo prevalecía sobre lo nuevo. Sus fotos la alejaban de la realidad por un momento, haciendo que sintiera tristeza al recordar su sueño de aquella noche.

“En psicología se denomina montante de afecto a los sentimientos que se asocian a un recuerdo. Los recuerdos, en su mayoría eran visuales, muy pocos estaban asociados a otros sentimientos como el tacto, el gusto, la audición o el olfato. Cuando vemos una foto o recordamos algo de nuestro pasado, muchas veces esta va acompañada de las sensaciones y emociones que se unen a ella, este concepto era freudiano. Pero, asociado a los problemas del trastorno de estrés post traumático, de algunos traumas o de fobias según la teoría conductual de Skinner en la psicología conductual, podía entender lo que les pasaba a algunos pacientes”. Eso lo había aprendido el año anterior en su clase de psicología, pero una cosa era entender el problema de una enfermedad o entender un problema propio y otra cosa muy diferente era solucionarlo. Era como las personas que poseen hipertensión arterial, a pesar de que saben que la tienen solo algunos pueden acostumbrarse a un tratamiento de por vida.

Sus recuerdos la llevaron a los momentos que había vivido con su hermano y su hermana cuando estaban sus padres. Sintió lástima de su hermana menor, que casi no tuvo ningún recuerdo con sus padres en vida, fallecieron cuando tenía cuatro años. Recordaba cómo ella solía llorar por las noches hasta que Mia se levantaba y la reconfortaba durmiendo con ella en su habitación. Antonio, por su parte, se volvió más distante con los temas familiares y muchas veces se ausentaba durante todo el día y algunas noches no regresaba a casa y, los días que estaba, por las noches se escuchaba un débil llanto en su habitación. Mia entró una vez y su hermano se quedó mirándola desde su cama, estaba sentado con las manos hundidas en su rostro y sentado mirando la puerta. Recordó que esa fue la única vez que lo vio llorar.

En ese entonces, ella fue la única piedra firme en la tormenta del duelo. Lloraba a escondidas y muy pocas veces mostraba que la muerte de sus seres queridos la había tocado, a pesar de que en el fondo sintiera una gran tristeza y ni siquiera ella podía saber cómo sobrellevar las etapas del duelo. Pero, en familia y lo que mostraba a los demás era que ella era emocionalmente madura, llegando a la madurez de una persona adulta a pesar de que solo tuviera dieciséis años. En ese momento conformó una verdad que para ella fue la cúspide de una sabiduría, una verdad tan grande como un templo, como diría un viejo dicho español, y era que en el mundo existían dos clases de personas: las que cuidaban a los demás y las que eran cuidadas. Aquellas que podían cuidar a las demás, que podían mantenerse de pie frente a la adversidad y que eran como un pilar para las demás que no podían mantenerse en pie y que necesitaban de alguien que las ayudara a recorrer ese camino que ellos no podían. No era malo ser débil, porque no todos son fuertes y no todos saben ayudar a otros en sus peores tragedias, era necesario que existieran personas que ayudaran a los demás. Pero muchos no podían, a pesar de la gran empatía que tenían algunos, si no se poseía lo que se necesitaba para ayudar a otro se caía en la impotencia, que es el deseo de ayudar y no saber cómo. Recordó a una compañera que había estudiado medicina, era una de las personas más empáticas que uno podía conocer y que muchas veces esa empatía era confundida como coqueteo por muchos amigos y hombres. Irónicamente, ella quería ser anestesista, un vástago de Morfeo que inducía al sueño profundo y que solo ve a los pacientes por poco tiempo antes de las operaciones. La razón era simple, tener demasiada empatía puede llegar a interrumpir la razón y los recuerdos de aquellos semejantes que sabía que tendrían una vida cargada de dificultades o sufrimiento se quedarían pegados en su memoria y su alma como cuervos alrededor de un ser humano en medio de la desolación. Tenía miedo y buscó su comodidad, a pesar de que ella lo consideraba debilidad, la lógica la invitaba a reflexionar que esa era la única opción aceptable que podía tomar.

Pero, irónicamente, esta verdad la había descubierto en un sueño. Solía soñar con un hombre que muchas veces emitía un eco en la oscuridad de sus recuerdos cuando ella soñaba. Era un hombre de cabello castaño claro, ojos oscuros, tez blanca y de la misma edad que su padre. Muchas veces pensó que ese ser creado en su inconsciente era la representación de su padre que le ayudó a seguir adelante a ella y su familia. Recordó sueños en donde ella le decía a esa figura: “Se supone que debo ser la más fuerte, pero siempre que te veo siento que la teoría está equivocada, incluso con todos mis defectos y mis malos ejemplos, siempre me sorprende como eres tan perfecto”. Pero, sobre todo, recordaba una frase que siempre la había asombrado y aterrorizado: “El mundo siempre está fuera de mi control y, si eres un sueño, no quiero volver a despertar nunca más”. Lo extraño de ese sueño, además, era que ella siempre aguantaba la respiración cuando estaba con él y estaba a punto de despertar y seguía conteniendo el aliento, a pesar de que estuviera despierta.

Esa fue una de las razones por la que comenzó a estudiar Psicología, para darle una razón a ese sueño, para aprender a ser lo suficientemente fuerte para ayudar a otras personas que lo necesitaran y, sobre todo, para aprender sobre el proceso de la muerte de un ser querido y cómo ayudar en ese momento. Ese era el futuro que ella había elegido para su vida, un futuro donde ella pudiera ayudar a sus semejantes y caminar al lado de ellos hasta que ya no la necesitaran.

Agitó su cabeza de izquierda a derecha y miró a su alrededor. Qué interesante la mente, divaga entre el pasado, el presente, el futuro, los sueños y la realidad al mismo tiempo y durante todo el día.

Terminó de limpiar la casa y aún era temprano, eran las ocho y veinte de la mañana y todavía tenía que limpiar el gran patio de atrás. Cuando bajaba por las escaleras, escuchó la voz de su abuela.

—¿Terminaste?

—No abuela, me falta todavía limpiar el fondo.

—¿Puedes ir al supermercado para comprar algunas cosas antes de que empieces?

Mia abrió la puerta del jardín trasero, un largo jardín que a su derecha tenía dos filas de estantes llena de diversas plantas y flores que crecían entre el metal herrumbrado por las lluvias. Más allá, dos grandes árboles de limón y un viejo sauce llorón estaban a ambos lados de una mesa y sillas de piedra con cerámicos de colores en blanco y negro. A la izquierda, una pared de ladrillos dejaba afuera tres pinos altos que cubrían en penumbras el césped del patio. Al fondo podía ver que la vieja manguera para regar el patio estaba desenredada y cubría anárquicamente las raíces de los dos árboles. La tormenta había tirado las herramientas que guardaban en un viejo cobertizo de madera al hacer volar la puerta del mismo, que se podía ver destruido a unos cuantos metros donde se mezclaba con viejas botellas de vidrio que había quedado desde Navidad y Año Nuevo, que nunca sacaron afuera.

—Claro que puedo abuela, si me ayudas a limpiar después.

—Claro que te ayudaré.

El plan de Mia era simple, tardar lo más que pudiera en el mercado para que su hermano o su hermana llegaran y ayudaran a su abuela a limpiar.

El viejo barrio aún respiraba el aire fresco de la mañana. En las calles, se podían ver las mismas caras conocidas de los vecinos que iban a comprar pan al mercado y, de vez en cuando, al hospital para cumplir con los turnos que habían sacado para los especialistas.

Las veredas, si ese era el nombre que se les podía dar, eran una mezcla de pisos rotos de cemento, aceras de césped y tierra y, con suerte, cerámicos desgastados. Cada una de esos mosaicos conformaba una acera con diferentes niveles de altura, que hacía casi imposible caminar por ellas más de cuarenta pasos sin la necesidad de bajar a la calle que estaba nivelada. Los autos, las bicicletas y los viejos camiones solían esquivar a los transeúntes en las horas pico, cuando era la primera hora para ir a trabajar, cuando los chicos se dirigían a la escuela o a tomar el transporte público. En algunas esquinas, todavía se podían ver cestos de basura acumulados, a algún borracho que descansaba en el césped de alguna fábrica abandonada con los vidrios rotos y decorada con grafitis, leyendas sobre la revolución, el odio al nuevo presidente y sus predecesores y nombres comunes que hacían los adolescentes por un poco de popularidad. Los perros viejos del barrio seguían durmiendo bajo la sombra de alguna pared o árbol, los más jóvenes salían a buscar alimento a las casas que tenían más consideración con esas pequeñas almas. Con suerte, alguno conseguiría algo para comer ese día, si no era muy delicado con lo que se le ofreciera.

Mia caminó por las calles casi desiertas, encontrándose con algunas vecinas que la saludaban mientras limpiaban aceras que estaban en frente de su hogar o de sus negocios. Entre las casas, se podían ver pasillos que llevaban a pequeñas casas de un par de habitaciones, a pequeñas canchas de fútbol o terrenos baldíos que se ocupaban para jugar o para negociar algún que otro artículo robado, para que algunos drogadictos no fueran molestados mientras se hundían en sus vicios o, esto solo era un rumor, para que las prostitutas atendieran a sus clientes cuando no tenían una habitación adonde ir. Este pequeño pueblo se encontraba detrás de las casas más grandes y de los negocios, como si trataran de ocultar lo que la sociedad más se empeña en negar. Le recordaba las máscaras que cubrían el rostro de los actores ocultando la verdadera identidad de sus usuarios. Solo le llegaron algunos rumores de historias horribles sobre violaciones, asesinatos y algún que otro ritual de algunas religiones poco ortodoxas, pero eran como cuentos de terror que los vecinos les contaban a las adolescentes para que siempre anden con cuidado.

Dobló la esquina, esquivando una bicicleta que llevaba a tres niños y un adulto que pedaleaba con dificultad. En la calle todavía estaban los camiones, los tractores, los conos y los escombros de la calle que todavía se estaba reparando, como un hueso roto después de una fractura. Casi nadie usaba esa calle, nadie que tuviera un vehículo en realidad, pero los vecinos que andaban a pie o en bicicleta aprovechaban las horas en que no estaban los trabajadores para cruzar y acortar el tiempo de viaje de un punto a otro. Por fortuna, casi nadie salió herido cuando cruzaba en moto o bici.