La ciudad del silencio - Selene S. Campos - E-Book

La ciudad del silencio E-Book

Selene S. Campos

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Beschreibung

¿Qué harías si tuvieras el destino de dos mundos en tus manos? Katia es una adolescente que lo tiene todo: es guapa, exitosa y sus amigas la adoran. Sin embargo, su vida cambia radicalmente cuando encuentra un misterioso colgante. De él, como si se tratara de una lámpara con un genio atrapado, surge un ser mágico: se llama Nandru y necesita la ayuda de Katia para salvar el reino de Naheshia, que está en peligro por culpa de un tirano. Junto a Nandru, Katia deberá enfrentarse a un poder muy oscuro que amenaza con acabar con sus vidas y sus mundos para siempre. Adéntrate en el fantástico universo de Naheshia

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La ciudad del silencio

Selene S. Campos

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
Mapa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Agradecimientos
Sobre la autora

Página de créditos

La ciudad del silencio

V.1: marzo de 2022

© Selene Sánchez Campos, 2022

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2022

Todos los derechos reservados.

Diseño de cubierta: Cristina Magriñà e Irene Fernández

Diseño de mapa: Selene Sánchez Campos

Publicado por Wonderbooks

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-35-3

THEMA: YFHR

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

La ciudad del silencio

¿Qué harías si tuvieras el destino de dos mundos en tus manos?

Katia es una adolescente que lo tiene todo: es guapa, exitosa y sus amigas la adoran. Sin embargo, su vida cambia radicalmente cuando encuentra un misterioso colgante. De él, como si se tratara de una lámpara con un genio atrapado, surge un ser mágico: se llama Nandru y necesita la ayuda de Katia para salvar el reino de Naheshia, que está en peligro por culpa de un tirano.

Junto a Nandru, Katia deberá enfrentarse a un poder muy oscuro que amenaza con acabar con sus vidas y sus mundos para siempre.

Adéntrate en el fantástico universo de Naheshia

#wonderfantasy

A todos aquellos que siguen creyendo en la magia y la siguen buscando en los libros

Capítulo 1

Llegaba tarde, aunque he de reconocer que muchas veces lo hacía a propósito. Me gustaba entrar la última en el aula y encontrar a mis compañeros ya sentados en sus asientos, sacando de sus mochilas los libros y libretas que utilizarían en esa tediosa hora que duraría la clase. Me encantaba sentir sus miradas cuando abría la puerta y avanzaba hacia mi pupitre, contoneando las caderas. 

Sin embargo, ese día todos estaban de pie alrededor del escritorio de la profesora, y por primera vez pasé desapercibida. Fruncí el ceño y me mordí el labio inferior algo decepcionada, pero, con la cabeza bien alta, ocupé mi asiento y coloqué mi nuevo bolso Birkin de Hermès sobre la mesa con la intención de que mis amigas lo viesen al volver a sus pupitres. Sin prestar atención a la conversación que mantenían mis compañeros, saqué la polvera de uno de los bolsillos interiores y me miré a través del espejo que tenía bajo la tapa. Unos ojos aguamarina delineados y bordeados por unas espesas pestañas me devolvieron la mirada. Comprobé que el gloss continuaba impecable sobre mis labios y devolví la barra al bolso. 

—Katia. —Levanté la mirada para posarla sobre mi amiga Erika, que estaba de pie junto a la profesora. 

No reparó en mi nueva adquisición, aunque no me extrañó. Erika no solía mostrar interés por las cosas que me compraba, daba igual lo espectaculares que fueran. Me hizo una seña para que me acercara, así que me levanté de la silla a regañadientes y, poniendo los ojos en blanco, terminé por aproximarme al grupo. ¿Por qué tardaría tanto Judith, nuestra profesora y tutora, en empezar la clase? 

—¿Qué pasa? —pregunté bruscamente. 

—Estamos organizando una nueva búsqueda por el bosque —me informó April, otra de mis mejores amigas—. Ya sabes, por si encontrásemos alguna pista sobre la desaparición de Clara.

Cuando me acerqué a la mesa, pasando entre mis compañeros de clase, me fijé en que Judith sujetaba con fuerza una tablet. Tenía abierta una aplicación con un mapa de la región y observé cómo se movía por él hasta localizar y ampliar una zona boscosa que había al lado de nuestro pueblo.

—Tal vez podamos ayudar a encontrar algo —decía, al tiempo que desplazaba el mapa con las yemas de los dedos. Suspirando con pesar, agitó su corta melena rizada y por fin levantó la mirada. Fue entonces cuando reparó en mi presencia y esbozó una sonrisita—. Pediré permiso al director para salir mañana durante la tutoría, ¿de acuerdo? —añadió mientras se quitaba las enormes gafas de pasta que le cubrían el rostro. 

Todos asentimos y, cuando nos pidió que volviéramos a ocupar nuestros asientos, obedecimos. Observé cómo Erika y April ocupaban los pupitres contiguos al mío, nuevamente sin reparar en mi bolso. ¿Tan distraídas estaban que no eran capaces de reparar en la novedad que traía conmigo? Ni en cien mil años se merecía mi última compra pasar desapercibida. De soslayo, vi a Erika atarse en una coleta alta la oscura melena que se desparramaba sobre sus hombros. Cuando se percató de que la observaba, se volvió hacia mí. Tenía un rostro con forma de corazón y unos ojos color café, grandes y expresivos, que parecían brillar con luz propia. April, por otro lado, tenía un larguísimo cabello color castaño rojizo, que caía en suaves ondas enmarcando su ovalado rostro. Sus ojos grisáceos solían estar siempre tras unas gafas de pasta que le daban un aspecto un tanto intelectual. 

Realmente no sé cuándo ni por qué decidimos juntarnos las tres, pero llevábamos siendo amigas desde antes de entrar en secundaria. Erika, la eterna deportista, contrastaba con mi forma de ser y de vestir; por no hablar de April, con ese estilo hippie que la caracterizaba desde hacía años. Había intentado convencerla muchas veces de que dejara atrás esa moda tan de los sesenta. Los vestidos que a menudo llevaba y los amuletos que siempre colgaban de sus muñecas y de su cuello parecían sacados de un viejo catálogo de moda. 

—¿Vas a faltar más veces? —La voz de Erika me sacó de mi ensoñación. Tardé unos segundos en procesar sus palabras, durante los que me observó con severidad—. Estamos en segundo de Bachillerato. Te recuerdo que este año tenemos la selectividad y que la nota que saques determinará tu futuro.

—Tengo que aprovechar todas las sesiones de fotos que me propongan —respondí—. Ya sabes que quiero ganarme la vida con eso…

—¿Eres tú quien quiere ganarse la vida con eso o es tu madre quien quiere que te la ganes así?

Me encogí de hombros sin saber muy bien qué responder. No creía que estuviera tan mal ganar dinero por unas cuantas fotos. Ni que fueran eróticas. Era consciente de que el mundo estaba lleno de desaprensivos con ganas de aprovecharse de chicas como yo, pero siempre me las apañaba para dejar claros los límites y que me respetaran. 

—Lo de ser modelo no dura toda la vida —siguió regañándome—. Tienes que centrarte y elegir una carrera de una vez por todas.

—Ser modelo me ayuda a pagar mis caprichitos —repuse, sin saber muy bien si estaba tratando de convencerla a ella o a mí misma. Para cambiar de tema, apoyé la mano estratégicamente sobre mi nueva adquisición. 

—¿Te has comprado otro bolso? —preguntó April, que no se había perdido nada de nuestra conversación.

Esbocé una sonrisa y asentí, orgullosa.

—Seguro que te habrá costado una pasta. —Otra vez Erika y sus sermones.

—Pero es precioso —objeté.

—Seguro que se queda muerto de risa en uno de tus armarios. Al final acabas cansándote de todo. —siguió Erika.

Puse los ojos en blanco y me dispuse a replicar, pero me detuve al escuchar mi nombre. 

—Katia, ¿contaremos contigo?

Judith zanjó nuestra conversación con esa pregunta. Se había acercado a nosotras y no me había dado ni cuenta.

—Claro que sí. Estoy muy preocupada por Clara y quiero ayudar a encontrarla.

Para ser sincera, estaba mintiendo. En realidad, Clara me daba completamente igual. Era la hija de la bibliotecaria y la había visto las pocas veces que había ido a buscar algún libro. Apenas la conocía y en total no habríamos intercambiado más de tres frases. Aun así, estaba convencida de que, si se había escapado, sería por alguna razón de peso. O tal vez estuviera harta de su madre, o de su aburrida vida. Seguro que en este preciso instante estaba disfrutando de su escapada sin pensar ni un segundo en toda la gente destrozada que había dejado atrás. No obstante, lo correcto era actuar como si estuviera preocupada; fingir que aquel asunto, y todo lo que me rodeaba, me importaba, cuando en realidad no era así. Ahora que me paro a pensar…, cuánto he cambiado desde entonces.

Judith asintió, apretando sus finos labios. Volvió a su escritorio y, tras abrir uno de los cajones, sacó el libro de historia y lo dejó abierto sobre su mesa. Acto seguido, encendió el proyector y apagó las luces de la clase para que viéramos mejor la pantalla. 

—Vamos a sumergirnos en el pasado —dijo, con una amplia sonrisa.

Debo reconocer que era la única profesora que realmente disfrutaba de su trabajo y hacía que la historia dejara de ser algo aburrido para captar firmemente mi atención. La hora se me pasó volando. 

Cuando la alarma sonó, dando fin a la clase, las luces volvieron a encenderse y sentí que aterrizaba de nuevo en la realidad. Me levanté al tiempo que me pasaba el asa del bolso por el hombro, dispuesta a marcharme, pero…

—¿Podemos hablar, Katia?

Judith, de pie tras su mesa, me dedicó una leve sonrisa. 

—Claro —accedí.

Me despedí de mis amigas y esperé, algo molesta, a que todos abandonaran el aula. Solo entonces me acerqué a mi profesora. 

—¿Ocurre algo, Judith? —Esbocé una sonrisa abiertamente falsa. 

—He notado que últimamente has faltado bastante. 

—Lo sé. No paran de salirme sesiones de fotos, ¿sabes que seré la imagen del nuevo perfume de Nina Ricci?

—Me alegra mucho. —Sonaba sincera—. Pero…, no deberías descuidar tus estudios. Recuerdo que tu plan era estudiar periodismo, ¿no? Escribías muy bien. 

—Eso fue hace más de un año… De todos modos, siempre intento que las sesiones no coincidan con las clases, es solo que no puedo rechazar oportunidades así. Al fin y al cabo, quiero dedicarme a esto. 

Me aparté un mechón de pelo rubio y me lo coloqué detrás de la oreja. Eso me recordó que tenía que pedir hora para retocarme las raíces, que ya empezaban a oscurecerse demasiado. Judith seguía hablando, así que fingí haberla atendido. 

—¿Pusiste ese cartel en tus redes sociales? —preguntó, refiriéndose al cartel de la búsqueda de Clara. 

—Sí, claro. Mis seguidores han intentado ayudar, pero nadie sabe nada. 

Judith asintió. Recuperó sus pertenencias y salimos en silencio del aula. Entonces se volvió hacia mí.

—Gracias por tus esfuerzos, Katia. De verdad.

Asentí algo incómoda, y me despedí rápidamente.

—Nos vemos más tarde, Judith. Hasta luego. 

Le dediqué mi mejor sonrisa y me marché hacia la cafetería. Siempre que acababan las clases, nos reuníamos allí antes de volver a casa, pero, cuando llegué, para mi desagrado, mis amigas se hallaban rodeadas de gente en nuestra mesa de siempre. April estaba sentada frente a una chica, que la miraba con ojos desorbitados mientras mi amiga barajaba unas cartas alargadas y de vivos colores. Erika me dirigió una señal de advertencia con la mirada. Entendí enseguida que no quería que dijese algo al respecto de lo que estaba sucediendo. Solté un bufido y me crucé de brazos. Detestaba esa estúpida afición de April por la lectura del tarot, aunque parecía ser la única. Miriam, una de nuestras compañeras de clase, señaló una carta y mi amiga se inclinó para darle la vuelta e interpretarla. Se quedó en silencio un breve instante, con los labios ligeramente fruncidos y una expresión de concentración en el rostro que terminó por fastidiarme. ¿Cómo iban a decirle esos estúpidos trozos de cartón lo que iba a suceder? Me mantuve callada, sin disimular siquiera mi expresión iracunda. 

—¿Y bien? ¿Qué te dice sobre Adrián? ¿Se está viendo con otra?

Puse los ojos en blanco y apreté los dientes para no reírme. 

—Sí. —April la miró a los ojos y levantó un naipe—. Lo siento. Esta carta simboliza la traición del ser querido. Además… —Calló un momento y sacudió la cabeza, haciendo que su melena se agitara—. No importa. No te lo mereces. 

Volví a soltar un bufido y Erika me dio un codazo para que parase. 

—¿Y si preguntamos a las cartas por Clara? Nos revelarían su paradero. 

Andrea, la mejor amiga de Miriam, trató de cambiar de tema para distraer a su compañera, que se había quedado lívida, mirando fijamente la supuesta carta de la traición que había quedado bocarriba sobre la mesa. 

—Menuda tontería —murmuré. 

—Vamos, Katia. —Los dedos de April se cerraron en torno a mi muñeca y tiró de mí suavemente para que me sentara a su lado. 

Crucé las piernas y puse el bolso en mi regazo. Ella sabía que yo detestaba su afición y no creía demasiado en esas cosas. 

—¿De verdad crees que te dirán donde está Clara? —bromeé. 

Ignoró mi burla y comenzó a barajar las cartas a la par que cerraba los ojos. 

—Pensad en Clara, con todas vuestras energías. 

Abrí la boca para volver a quejarme, pero Erika me dirigió otra mirada de advertencia. Apreté mis labios y puse los ojos en blanco. No tenía muchos recuerdos de Clara. No íbamos a las mismas clases y no llegué a verla siquiera por los pasillos. En cambio, la veía las pocas veces que iba a la biblioteca municipal. Solía ayudar a Greta, su madre, por las tardes. Por alguna extraña razón, recordaba el día en que Clara me tendió el libro de Cumbres borrascosas que le había pedido. Se recogió tras la oreja un mechón de pelo dorado, claramente teñido, y sonrió tímidamente. 

—Espero que te guste. 

—Muchas gracias, pero dudo que me guste algo de lo que me obligan a leer en clase. —Le quité la novela de las manos.

Me dirigí al mostrador, donde su madre, que trabajaba allí, me apuntó en la sección de préstamos. Mis ojos bajaron de la rechoncha cara de Greta al colgante que pendía de su cuello. Era una pequeña esfera de cristal en cuyo interior se apreciaban dos perlas, una rosa y otra azul, que descansaban sobre un fino manto de césped. En la primera, una diminuta mariposa metálica reposaba quieta y silenciosa. Era como si fuese a retomar el vuelo de un momento a otro. Tras esta, un minúsculo bosque de árboles sin hojas se alzaba con sus desnudas ramas casi rozando la bóveda de cristal. Anonadada, contemplé el diminuto paisaje atrapado en el interior de aquel colgante. 

—¿Dónde la has comprado? —pregunté. 

Los dedos de la bibliotecaria se cerraron veloces en torno a la esfera, ocultándola. Una sonrisa nerviosa se dibujó en su rostro.

—Es artesanal —respondió, mientras escondía el colgante debajo de su camisa verde lima. 

Me encogí de hombros y le tendí el libro para que lo registrara a mi nombre. Por el rabillo del ojo distinguí a Clara, que hablaba con un chico de piel clara y cabello blanco. Sin embargo, no pude verlo bien, puesto que, al notar mi mirada, lo empujó suavemente y ambos quedaron ocultos tras una estantería. Estas dos amigas mías eran sin duda demasiado raras para mi gusto. Recogí el libro y, tras despedirme, me marché a casa. 

—Escoge una carta, Katia. —April me sacó de mi ensimismamiento. 

De mala gana, escogí una del montón que había frente a mí. La depositó boca abajo junto a la de Erika. Tras hacer varias rondas y formar con ellas un círculo de seis cartas, procedió a destaparlas una a una. 

—Vaya… —musitó. 

Por un momento, se quedó embobada mirando las ilustraciones. La carta que elegí tenía un dibujo muy curioso: había una persona al borde de un acantilado. Sujetaba un palo del que pendía una bolsita de tela y, en la otra mano, llevaba una rosa blanca. 

Con un movimiento rápido, April me agarró la muñeca con fuerza y el naipe se cayó al suelo. La miré enfurecida por asustarme así. Sin embargo, sus ojos me observaban atónitos. Un extraño escalofrío recorrió mi columna. 

—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así? —espeté. 

April movió los labios sin pronunciar palabra alguna.

—¿Estás bien? —Erika agarró a nuestra amiga por los hombros y esta me soltó—. ¿April?

April nos miró distraída y acto seguido comenzó a recoger la baraja, guardándola en su funda. Lo envolvió todo en un saquito lleno de pequeñas piedras que, según ella, otorgaban energías. Erika nos miró preocupada.

—¿Ha pasado algo? —inquirí. 

Si estaba bromeando, me enfadaría mucho. ¿Por qué había cambiado tanto su actitud? 

—No. Olvidadlo.

Se masajeó la sien y acto seguido nos dio la espalda. Sabía que me ocultaba algo, pero estaba demasiado fastidiada por su comportamiento como para molestarme en averiguarlo. 

—¿Habéis empezado el trabajo? —preguntó Erika, con el único fin de cambiar de tema. 

—No —repliqué, irritándome aún más.

Ni siquiera había buscado información al respecto. Teníamos que hacer un artículo sobre la Segunda Guerra Mundial, pero tenía cosas mejores en las que invertir mi tiempo que en un estúpido trabajo de historia. Me encogí de hombros ante su mirada de desaprobación. 

—Deberías estudiar más y no centrarte tanto en tus sesiones de fotos —objetó.

—Puedo ganarme la vida así. No sé por qué te molesta tanto. Será mejor que me vaya a casa. —Me colgué el bolso—. Adiós, chicas.

Cuando busqué con la mirada a mi otra amiga, me percaté de que ya no se encontraba con nosotras. Erika parecía tan desconcertada como yo. 

—¿Cuándo se ha marchado? Hace un momento estaba aquí —dije perpleja. 

—Será mejor que la dejemos un rato a solas. Luego la llamaré para ver qué le ha pasado. 

—Igual era parte de su numerito de tarot. 

—No intentes desviar el tema, Katia. Ponte ya con el trabajo o echarás a perder todo el curso y la selectividad. 

Resoplé, molesta. ¿Por qué se comportaba como una madre? A veces resultaba un poco desagradable. 

—Paso de aguantar tus sermones. Y, con todo lo que estoy consiguiendo, ya podrías apoyarme. —Me dispuse a marcharme, algo contrariada. 

—Te apoyaría si lo hubieras elegido tú. No entiendo por qué has dejado atrás tu verdadero sueño.

La voz de Erika a mi espalda no me detuvo y seguí alejándome de ella, intentando que en mi rostro no se reflejara el enorme pesar con el que constantemente lidiaba.

Capítulo 2

Octubre se volvía cada vez más frío. Aquella tarde, el cielo se presentaba nublado y parecía que iba a llover de un momento a otro. Suspiré. Era el tercer viernes del mes y acababa de salir de una sesión de fotos bastante desagradable. El fotógrafo había intentado ligar conmigo y una de las modelos me había criticado, pensando que no la escuchaba. No era la primera vez que coqueteaban conmigo o me insultaban por la espalda, pero aun así me afectaba. Una vez incluso quisieron sacarme fotos mientras me cambiaba de ropa; al parecer, mucha gente pagaría por esas imágenes. Me di cuenta de que las sesiones en las que había disfrutado realmente se podían contar con los dedos de una sola mano. Todavía llevaba el maquillaje de tonos pastel inspirado en la estética kawaii, que tan de moda estaba en Japón, y el vestido vaporoso que habíamos utilizado en los últimos retratos. 

Salí tan rápido de aquel sitio que ni me cambié de ropa. Pero al menos no me la olvidé. Por suerte, la había guardado en la mochila antes de empezar la sesión. Me arrepentí de no haberme cambiado; a pesar de llevar el abrigo por encima, sentía cómo el frío se colaba. Con un escalofrío, me aseguré de que la cremallera estuviera lo más arriba posible y apreté el paso.

Crucé la calle que me separaba de la biblioteca mientras me armaba de fuerza. Ya era hora de tomarse en serio el trabajo sobre la Segunda Guerra Mundial. El lunes se acercaba y era el último día que tenía para presentarlo todo. 

Los grandes ventanales dejaban ver largas mesas con libros desperdigados en ellas. Esperé a que la puerta se abriera antes de entrar al moderno edificio y, en cuanto puse un pie dentro, el mundo pareció enmudecer. Solo unos ligeros y extraños sonidos rompían el silencio.

Mirando el lado positivo, me alegré al sentir cómo el aire caliente desentumecía mi cuerpo: al menos la calefacción estaba puesta. Observé a mi alrededor. Parecía que no había nadie en aquella planta. La única era Greta, la madre de Clara, que estaba tecleando al otro lado del mostrador. Me acerqué a ella. 

—Buenas. 

—Hola, Katia. ¡Qué guapa estás! 

Me fijé en las arrugas que se habían formado en su rostro cansado. Parecía mayor y su mirada rezumaba una profunda tristeza. 

—Gracias —respondí con una media sonrisa—. Acabo de salir de una sesión de fotos y por eso llevo estas pintas. Venía a buscar algunos libros sobre la Segunda Guerra Mundial. 

—Los encontrarás arriba. Sube por las escaleras y ve por el pasillo de la derecha. Más adelante verás el cartel que indica «Historia». 

—Gracias.

Me disponía a marcharme cuando Greta me habló de nuevo.

—Se me olvidaba. Encontré esto cuando hicimos limpieza hará unos días. —Sacó una revista de uno de los cajones que tenía a su espalda—. Pensé que querrías tenerla, no sé si guardas algún ejemplar. Fue el número donde se publicó tu artículo sobre Frida Kahlo, ¿recuerdas?

Asentí, conmovida. Recordé la época en que no paraba de hacer viajes a la biblioteca para documentarme acerca de los temas sobre los que escribía. Incluso publiqué unos cuantos en una revista cultural. Greta me ayudaba a menudo con la investigación. Sin embargo, abandoné esa afición cuando mi madre me introdujo en el mundillo de la moda. Al principio no me gustaba, pero luego empezó a entretenerme y se convirtió en una forma de pasar más tiempo con ella. No obstante, mi madre llevaba medio año sin acompañarme a las sesiones; estaba inmersa en sus propios proyectos. 

—Gracias. —Guardé la revista en el bolso y me dirigí hacia las escaleras.

Nunca había estado en la parte superior de la biblioteca. Siempre pedía los libros y Clara o Greta me los traían. Esta vez, y aunque me fastidiaba muchísimo, me tocaba a mí rebuscar entre los miles de ejemplares que se agolpaban en los estantes. Era curioso lo mucho que cambiaba la biblioteca por dentro. Fuera, el edificio era cuadrado, con unos ventanales enormes y muros de color marfil. Sin embargo, al entrar por las puertas automáticas, las enormes estanterías de madera oscura y el suelo de linóleo te hacían viajar al pasado, por lo menos cincuenta años atrás. Seguí las indicaciones de Greta y llegué a la sección de historia. Maldije entre dientes: no me había advertido de que esa zona la formaban seis enormes estanterías repletas de libros. No sabía por dónde empezar. Por suerte, tras leer varios títulos comprendí que los habían clasificado según el siglo al que pertenecían, de modo que no me resultó complicado localizar cuatro ejemplares que seguramente me servirían de ayuda. Los cargué entre mis brazos como pude y los dejé en la mesa más cercana. Al levantar la mirada, me di cuenta de que los baños estaban en la misma planta, justo frente a mí. Entré en el lavabo de chicas y me apresuré a meterme en uno de los tres cubículos blancos. Me sorprendió que estuviera limpio, a pesar de estar pintarrajeados con nombres y frases sin sentido.

Cerré la tapa del váter y apoyé la mochila. Me cambié entre saltos y algún que otro golpe, y, tras ponerme un pantalón y un jersey, salí y me detuve unos segundos delante del espejo para asegurarme de que mi maquillaje estuviera aún perfecto. 

Al salir del lavabo, la planta seguía desierta y lo único que se oía era el rítmico toqueteo de las teclas del ordenador de Greta. Sintiéndome más cómoda, me senté en la primera mesa y arrastré la silla de al lado para colocar mi bolso encima. Acto seguido, saqué mi estuche y la libreta que usaba para esa asignatura. Con calma, pasé las páginas hasta encontrar la primera hoja en blanco. Después de ello, me detuve unos segundos mientras reflexionaba sobre qué bolígrafo usar para el resumen. 

El ambiente era tan silencioso que oí cómo las puertas de cristal del vestíbulo se abrían y se cerraban. El ruido de unos pasos resonó por las paredes; deduje que estos pertenecían a dos personas diferentes. De todos modos, seguí trazando la línea del tiempo que había incluido en mi trabajo e ignoré a los nuevos visitantes, deseando que no fueran adolescentes en busca de un lugar para charlar y no pasar frío. La voz de Greta hizo que me detuviese con el bolígrafo entre los dedos. 

—¿Qué buscáis? —Me pareció que hablaba con una inseguridad impropia en ella. 

—Estamos buscando algo que nos pertenece. —La voz hostil que respondió a la bibliotecaria me provocó un escalofrío. 

Con calma y apretando el labio inferior en una mueca, arrastré la silla en silencio y me levanté. De puntillas, me acerqué hasta la balaustrada de madera para poder entrever lo que sucedía en el piso de abajo. Dos hombres estaban de pie frente a Greta. Aunque aparentemente eran normales, desprendían un aire amenazador e inquietante. 

—Yo… no tengo nada. —La voz trémula de la bibliotecaria me alarmó.

Descolgué el teléfono y marqué el número de emergencias, preparándome para llamar en caso de que la situación empeorara. 

—Hemos captado su esencia. Ha estado o está aquí. Dinos lo que sepas ahora mismo o sufrirás las consecuencias.

—Yo no lo tengo —insistió. 

El hombre, que todavía no había pronunciado ninguna palabra, levantó bruscamente la mirada en mi dirección. Retrocedí en silencio para ocultarme. 

—¿Hay alguien?

—No… Estoy sola. 

Comprendí que la situación era peligrosa y que Greta trataba de protegerme. Apreté con fuerza el móvil y con los dedos temblorosos marqué el número de emergencias. Llamé y me acerqué el teléfono a la oreja. Enseguida, contestó una mujer y, susurrando, le conté que me encontraba en la biblioteca municipal y que estaba en peligro. El silencio era tal que me habrían escuchado de no ser por que Greta hizo un par de preguntas mientras yo hablaba. De repente, un estruendo me devolvió a la situación que tenía lugar a escasos metros de mí. Enmudecí y me levanté, como movida por un resorte, para asomarme; a pesar de que estaba muerta de miedo. Había una mesa partida por la mitad. Supuse que la habían roto ellos. 

—¡Escuchad! —grité levantando mi móvil por encima de la cabeza. Me sorprendí de lo segura que sonaba—. La policía está viniendo. Si no queréis problemas, ¡marchaos!

Greta me miró aterrada.

—¡Katia, corre! 

Uno de los hombres agarró a la mujer por el cuello y, fijándose en su colgante, le arrancó el talismán que tanto había llamado mi atención. Entonces, todo pareció ocurrir a cámara lenta. Ella gritó, llevándose las manos al cuello, ahora desnudo. Su alarido me congeló la sangre. ¿Esa dichosa joya era la causante de todo aquello? El segundo hombre sujetó a Greta, que, no obstante, contestó con una patada hacia atrás, alcanzando la entrepierna de su agresor. El hombre se tiró al suelo, dolorido, y empezó a maldecir en una lengua que jamás había escuchado. Aprovechándose del caos, Greta se lanzó contra el otro, le arrancó aquella especie de amuleto y, acto seguido, me lo lanzó con fuerza. 

—¡Cógelo y vete! —gritó. 

Solté mi teléfono y, con mucha fortuna, atrapé el colgante. Había sacado medio cuerpo por encima de la balaustrada y por poco caigo al vacío. Justo en ese momento, el hombre al que Greta había robado su joya se volvió hacia ella y, con un movimiento rápido, la estranguló. El horrible sonido de los huesos partiéndose inundó la biblioteca. Mi corazón se detuvo durante unos segundos eternos en los que me quedé clavada en el sitio, viendo cómo el cuerpo de Greta caía a los pies de los dos hombres. Quise gritar, pero entonces alguien me agarró de la cintura y tiró de mí; justo cuando la barandilla de madera en la que me apoyaba se rompía y volaba en pedazos en medio de un estruendo. 

—¡Corre!

¿De dónde había salido ese chico tan extraño? Su piel era particularmente pálida y sus cabellos platinos caían desordenados sobre un par de severos ojos violáceos. Abrí la boca para decir algo, pero otro estallido ahogó mis palabras. Noté que el muchacho tiraba de mí y de pronto me vi envuelta en una carrera vertiginosa hacia la salida de emergencias. 

—¡Nandru!—bramó uno de ellos. 

¿Qué significaba Nandru? Pero ni él ni yo nos volvimos hacia los hombres. Por lo que se oía, venían corriendo hacia nosotros. Buscamos la puerta de emergencias, escondida entre un par de estanterías viejas, y el chico alargó la mano para empujar con fuerza la puerta. Todavía con las manos entrelazadas, salimos al exterior y bajamos por las escaleras de emergencia que estaban a un lado del edificio. Eran muy estrechas, así que me empujó para que yo fuese la primera. Por suerte, el edificio era pequeño y enseguida alcanzamos la calle. 

Ahora se escuchaba el agudo chillido de las sirenas y distinguí los coches de policía que entraban en la calle para detenerse frente a la biblioteca. Varias personas se pararon a contemplar la escena. Yo me disponía a hacer lo mismo, pero el misterioso chico seguía agarrándome de la muñeca y me vi obligada a correr tras él, mezclándonos entre el gentío. 

Recorrimos varias calles antes de meternos en el centro comercial. A esa hora estaba casi vacío y, nada más detenernos, ordené mis cabellos como pude y traté de recuperar el aliento. Las manos me temblaban, pero mi puño aún guardaba el colgante de Greta.

—¿Ha muerto? —pregunté con un hilo de voz. 

—Sí… 

Las lágrimas anegaron mis ojos. Me mordí el labio inferior y traté de tranquilizarme. 

—¿Por qué no nos has ayudado antes? ¿Has estado escondido todo este tiempo? —Esperé una respuesta por su parte, pero el muchacho estaba más pendiente de lo que sucedía a nuestro alrededor—. Vale. Mis cosas están en la biblioteca. Sabrán localizarme si encuentran mi cartera. 

Él negó con la cabeza y me enseñó el bolso hasta ponerlo a la altura de mis ojos. Se lo quité de entre las manos y rebusqué en su interior. Mi móvil, los libros de la biblioteca, mi cuaderno… Todo estaba allí. Incluso los bolígrafos que había dejado sobre la mesa se encontraban dentro del bolso. También me entregó mi abrigo, que de repente apareció bajo su brazo izquierdo. Lo miré atónita. 

—¿Cómo has hecho esto? 

—El colgante. Ahora te pertenece, así que no lo pierdas. 

Lo analicé durante unos segundos sin comprender lo que estaba haciendo. No entendía nada. La situación era tan extraña que no sabía qué pensar. 

—¿Quién eres? —La voz me salió más aguda de lo que esperaba, seguramente por el miedo—. Y ¿quiénes eran ellos? 

—Me llamo Nandru y ellos… —Se detuvo en mitad de la frase, como si no pudiera contármelo—. Es una larga historia. 

Tenía un acento extraño que no lograba ubicar. Traté de mitigar el temblor que recorría todo mi cuerpo abrazándome a mí misma. Greta había muerto. Delante de mis ojos. ¿Serían miembros de alguna mafia? ¿Tendrían algo que ver con la desaparición de Clara? ¿Cómo encajaba el chico albino en toda esa historia? ¿Cómo pudo estallar en mil pedazos la balaustrada sin que nadie, excepto yo, la tocara? Las preguntas me atropellaron de tal manera que hasta me entró dolor de cabeza. Me masajeé la sien y respiré hondo. 

—He de irme a casa. Necesito ordenar mis pensamientos. 

—De acuerdo.

Miré una vez más a Nandru: tenía una belleza que no había visto jamás. Ni siquiera mis compañeros de oficio se podían equiparar con él. ¿De dónde había salido? Reparé por primera vez en su ropa. Un jersey negro que contrastaba con su pálida piel dejaba entrever sus músculos. Usaba unos vaqueros ajustados. Y, aún así, a pesar de su vestimenta tan actual, había algo que no terminaba de encajar, como si no perteneciera a esta época o… a este mundo. Me obligué a dejar de mirarlo y, sin añadir ninguna palabra más, comencé a andar en dirección a la salida del centro comercial. Aún agarraba con fuerza el colgante. Me percaté de que el chico venía detrás de mí.

—¿Me estás siguiendo? —No es que no quisiera seguir disfrutando de su compañía, es solo que ni siquiera me había preguntado.

—No puedo alejarme mucho de eso. —Señaló mi mano, que sujetaba la esfera de cristal. 

—¡Oh! —Se la ofrecí, extrañada.

Su rostro se desencajó y dio un paso atrás para alejarse de mí.

—¡No! ¡No me toques con eso!

—¿Qué? 

—Solo con tocarlo podría morir. 

—¿Qué? —Comencé a reír, nerviosa—. ¿Una cosa tan pequeñita podría matarte? —No sabía si creerme todo aquello. Supongo que aún estaba tan en shock que no sabía cómo actuar.

Nandru recuperó su mirada severa. Alargó la mano y rozó la esfera que seguía tendiéndole. Ante mi atónita mirada, su piel comenzó a ennegrecerse y a desprender humo. Su expresión se compungió. Con un movimiento brusco, aparté el colgante de él y retrocedí. Procuré no gritar ante una escena tan macabra. 

—¿Qué…?

—Me deterioro con tan solo rozarla. Podría matarme si me toca alguna parte vital. Y, en cualquier caso, es tremendamente doloroso. —Levantó la mano que había comenzado a ennegrecerse. La quemadura, o lo que fuera aquello, había desaparecido—. Por suerte, también me regenero bastante rápido. 

—¿Qué eres? —pregunté, sin dar crédito a lo que veía. 

—Katia, el mundo en el que vives no es como imaginas.

—¡Esto es de locos! Yo... Me tengo que ir. —¿Me habría golpeado con algo? Solo eso explicaría una situación tan rocambolesca. Seguía tan impresionada que no podía pensar con claridad.

Sin saber muy bien por qué, me puse el colgante y lo escondí bajo el jersey. Él pareció complacido, aunque seguía serio. Miré a mi alrededor y me percaté de que el centro comercial se encontraba totalmente vacío. ¿Dónde estaba la gente?

—¿Quieres que desaparezca? —preguntó él. 

—Haz lo que quieras. Yo…, paso de todo este lío. Si esto es una broma no tiene gracia. ¿No habrá cámaras ocultas? En realidad Greta no ha muerto, ¿verdad?

Miré a mi alrededor en busca de algún indicio de que toda esa locura no era más que un extraño show que no alcanzaba a comprender.

—Si necesitas que vuelva, frota el cristal.

—¿Qué? ¿Qué estás diciendo?

Esta vez sí que chillé al ver cómo Nandru, poco a poco, se desvanecía. Noté un movimiento en el colgante y, cuando lo saqué, volví a gritar. Una nueva figura en miniatura había aparecido en el paisaje atrapado de la esfera. Reconocí la silueta del muchacho, pero no se movía. Se había sentado sobre la piedra, al lado de la mariposa metálica, y parecía sumido en sus pensamientos. Reprimí el impulso de quitarme el colgante y tirarlo al suelo. No entendía por qué una pequeña parte de mí necesitaba quedarse con la joya. ¿Acaso Greta no había muerto por ella? Me apoyé en la pared del pasillo y, por primera vez en años, lloré por alguien que no era yo. Pese a todo, no podía imaginar que lo peor estaba por venir. 

Capítulo 3

Grité. Grité como nunca antes, y entonces logré despertarme. Estaba empapada de sudor. Asqueada, aparté con brusquedad las mantas para quedarme un rato tendida sobre la cama, aún con el corazón desbocado. Mis ojos se anegaron en lágrimas y de forma inconsciente apreté la esfera de cristal que colgaba en mi cuello. Dejé de respirar en cuanto noté una presencia en la oscuridad. La casa estaba en silencio, ya que mis padres habían salido esa noche para hacer un pequeño viaje de desconexión; así es como se referían a ese tipo de escapadas. Agudicé el oído y sentí un movimiento a mi derecha. Asustada, me hice un ovillo lo más lejos posible del rincón. Acto seguido, se encendió la luz y rápidamente me incorporé para encarar al intruso. Desconcertada, me encontré con los violáceos ojos de Nandru. 

—Nandru… —gimoteé, y al instante me sentí estúpida, porque había sonado como una niña pequeña.

Pero…, en el fondo, me sentía así, como una niña indefensa y asustada. Me senté sobre la cama y enterré el rostro en las rodillas para que no me viera llorar. Me estremecí de la cabeza a los pies cuando se sentó junto a mí y me acarició el pelo con una dulzura inesperada. Titubeando, me apoyé en él, que se quedó rígido. 

—¿Podrías abrazarme?

—Sí… Supongo.

Me envolvió entre sus brazos y cerré los ojos, sintiéndome reconfortada enseguida. 

—Tú… ¿Quién eres realmente? —susurré.

—Es difícil responder a esa pregunta. Quien soy ahora no es quien era antes.

Nandru se apartó y yo me moví un poco para mirarlo mejor. Traté de descifrar su expresión, pero giró su rostro hacia el lado contrario. 

—Antes, cuando desapareciste, te... te metiste en el colgante. ¿Eres un genio o algo así?

—¿Te refieres a uno de esos genios que están atrapados? No exactamente. Aunque, probablemente, esas historias se crearon inspirándose en esta maldición.

No bromeaba, pero tampoco alardeaba. Empezaba a pensar que aquello no era ni producto de mi imaginación ni una broma bien orquestada. 

—Bien —dije—. Entonces eres un genio… ¿Puedes cumplirme un deseo?

—Sí. 

—Tres, supongo, ¿no?

—No. Todos los que quieras, hasta que el colgante cambie de dueño o tú me liberes. 

Su rostro se volvió sombrío y su mirada, velada por una profunda tristeza, se desvió hacia la ventana de mi habitación. En esos momentos, las cortinas púrpuras ocultaban la calle que se extendía fuera de las cuatro paredes en que nos encontrábamos. Vivía en un apartamento en el centro de la ciudad, con cuatro habitaciones, dos baños, dos salones y una cocina enorme. Los dobles cristales nos aislaban del ruido de la calle, como si cortaran la comunicación con el mundo entero. 

Recordé la razón por la que seguía despierta a esas horas. Una y otra vez, la expresión de Greta muriendo acudía a mi mente para atormentarme. Una y otra vez repetía las escenas que había presenciado en la biblioteca. Froté mis ojos cansados. La mañana siguiente necesitaría una buena dosis de maquillaje para ocultar esta fatídica noche. ¿Cuánto tardaría en poder dormir sin esas imágenes? ¿Habría salvado a Greta si me hubiera limitado a llamar a la policía? Ella no habría lanzado el colgante en un intento de que este cambiara de manos. ¿Cómo sabían ellos que tenía esa joya? Y, lo más importante, ¿qué querían de Nandru?

—Nandru… ¿Es posible olvidar?

—¿Cómo?

El muchacho clavó en mí su mirada algo extrañado.

—Quiero, no, deseo —corregí— olvidar lo que pasó en la biblioteca. Olvidar cómo murió Greta. No quiero recordar algo tan doloroso. ¿Es posible? 

—¿Estás segura? 

—Sí: no quiero olvidar su muerte, solo quiero olvidar cómo pasó. Sabría que está muerta y que tengo el colgante, pero no tendría pesadillas y dormiría en paz. 

—De acuerdo. 

Nandru levantó sus dos manos y las acercó a mi cabeza. Me decepcionó no ver luces ni estrellitas brotando de la yema de sus dedos. Simplemente, al entrar en contacto con él sentí una calidez y, de pronto, una ligera sensación de calma. Sonreí agradecida antes de caer desplomada sobre sus brazos.

Me desperté de un sobresalto por culpa del estridente sonido de la alarma. Aún medio dormida, me incorporé en la cama y, tras desperezarme, me levanté. La noche anterior había tenido un sueño extraño que aún resonaba dentro de mi cabeza y me provocaba cierta inquietud a pesar de no recordar nada. Con un suspiro decidí darme prisa y ponerme en marcha. 

Me levanté, abrí el armario y localicé un conjunto de vaqueros ceñidos y un jersey rosa chicle. Corrí al lavabo y me peiné. Mientras me contemplaba, me apliqué una suave capa de maquillaje, solo deteniéndome para comprobar que estuviera perfecto. Llevaba el colgante que había encontrado en la biblioteca. Consulté mi reloj. Tenía veinte minutos de sobra para llegar al instituto. Afortunadamente, no quedaba muy lejos de donde vivía. Esas eran las ventajas de vivir en el centro de la ciudad. Froté la pequeña esfera con las yemas de los dedos y surgió una neblina que se desplazó con rapidez en dirección al suelo para luego ascender, al tiempo que dibujaba una silueta humanoide. Con absoluta rapidez, la bruma formó la figura de Nandru y en un instante este se materializó junto a mi cama. Recordé que aún seguía con la boca abierta y me obligué a cerrarla en cuanto me miró enarcando una ceja. 

—Vale… Eso ha sido raro —dije. 

—¿Qué necesitas?

—He pensado que no me vendría mal un poco de compañía de camino al instituto. 

Nandru ladeó la cabeza incrédulo.

—¿Me llamas solamente para esto?

—Se supone que tendrías que obedecer sin rechistar. 

Recogí el bolso y, tras meter uno de los libros dentro, me lo colgué del hombro para luego volverme hacia él. 

—Ya estoy lista. Vamos. 

Repasé su vestuario y no pude objetar nada en su contra. Ese jersey negro no le quedaba nada mal. Además, llevaba unos vaqueros grises bastante ajustados y unos botines oscuros. Parecía un chico completamente normal, a pesar de su pelo tan claro y de su piel pálida. No era frecuente encontrarse con un chico albino que rayara la perfección. 

Era muy temprano y las pocas personas que había en la calle se volvieron para mirarlo con un interés francamente poco disimulado. Sin duda, Nandru poseía una belleza exótica y enigmática que conseguía atrapar la atención de cualquiera que se cruzara con él. Su sola presencia me perturbaba, y eso que solía rodearme de personas con una perfección casi divina. 

Habíamos caminado un buen trecho, cuando comencé a sentirme algo incómoda. 

—Te he llamado para que me entretengas por el camino —me quejé.

—¿Qué necesitas?

—Que hables más. No me has contado nada sobre tu historia. ¿De dónde vienes? ¿Cómo es que has acabado atrapado en un estúpido colgante? ¿Qué se siente al tener poderes mágicos? ¿Es como en las películas?

Las preguntas se me iban acumulando. Necesitaba saberlo todo. Nandru suspiró. 

—Preguntas demasiado.

—No se conoce a un genio todos los días —repuse, poniendo los ojos en blanco. 

—Ya te he dicho que no soy un genio. Esas leyendas las inventaron inspirándose en la gente que sufrió la misma maldición que yo: la maldición de Dionte.