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La confesión de un hijo del siglo, de Alfred de Musset, es una novela profundamente autobiográfica que retrata la crisis moral y existencial de la juventud francesa tras la caída de Napoleón. A través de su protagonista, Octave, Musset expresa el desencanto de una generación marcada por el vacío espiritual, el hastío y la imposibilidad de conciliar el amor ideal con la realidad. El relato explora temas como la pasión, la traición, la melancolía y la búsqueda de sentido en un mundo desilusionado. Desde su publicación, la obra ha sido reconocida por su sinceridad emocional, su lirismo y su aguda introspección psicológica. Musset logra plasmar el mal del siglo —ese sentimiento de desesperanza que afectó a muchos jóvenes del Romanticismo— con una prosa cargada de belleza, dolor y lucidez. La historia de Octave y su relación con Brigitte revela las contradicciones del alma romántica, entre el deseo de pureza e a autodestruição. La confesión de un hijo del siglo sigue siendo relevante por su capacidad de captar los dilemas universales del amor, la identidad y la decepción. Su vigencia reside en el retrato honesto de una sensibilidad herida, que busca consuelo entre la pasión y el pensamiento, ofreciendo una meditación conmovedora sobre el alma humana y su lucha contra el desencanto de su tiempo.
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Seitenzahl: 440
Veröffentlichungsjahr: 2025
Alfred de Musset
LA CONFESIÓN DE UN HIJO DEL SIGLO
Título original:
“La confession d’un enfant du siècle”
Primera edición
PRESENTACIÓN
PRÓLOGO
LA CONFESIÓN DE UN HIJO DEL SIGLO
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
TERCERA PARTE
CUARTA PARTE
QUINTA PARTE
Alfred de Musset
1810–1857
Alfred de Musset (1810–1857) fue un poeta, dramaturgo y novelista francés, considerado una de las figuras más representativas del Romanticismo literario en Francia. Nacido en París, Musset destacó por su sensibilidad lírica, su introspección melancólica y su capacidad para expresar las contradicciones del alma humana. Su obra refleja los dilemas emocionales, las pasiones desenfrenadas y la angustia existencial propias del espíritu romántico.
Vida temprana y formación
Alfred de Musset nació en el seno de una familia acomodada y cultivada. Desde joven demostró un talento precoz para la literatura y la poesía. Estudió en el prestigioso Liceo Henri-IV de París, donde se interesó por la filosofía, la historia y las letras. Su ingreso al círculo romántico liderado por Victor Hugo marcó el inicio de su carrera literaria. Sin embargo, Musset mantuvo siempre una actitud crítica hacia los excesos del movimiento romántico, optando por una expresión más íntima y sincera.
Trayectoria y contribuciones
La obra de Musset se caracteriza por la exploración de temas como el amor imposible, el desencanto, la pérdida y la búsqueda de sentido. Entre sus obras más reconocidas se encuentran la novela La Confesión de un hijo del siglo (1836), inspirada en su tormentosa relación con la escritora George Sand, y dramas teatrales como Lorenzaccio (1834) y Las Caprichosas (1832), en los que combina lirismo poético con crítica social.
La Confesión de un hijo del siglo es considerada una de las novelas más representativas del mal del siglo, reflejando el sentimiento de vacío y decadencia que afectaba a la juventud posterior a la caída de Napoleón. En sus obras teatrales, Musset reformula el teatro romántico al introducir un tono más íntimo y psicológico, influenciado por Shakespeare y el teatro clásico, pero adaptado a las emociones modernas.
Impacto y legado
Alfred de Musset es una figura clave en la evolución de la literatura francesa. Su poesía, reunida en colecciones como Noches (1835-1837), donde destaca La Noche de mayo, expresa una angustia existencial teñida de belleza y musicalidad. La influencia de Musset fue notable tanto en la lírica como en el teatro, marcando a generaciones posteriores de escritores franceses, como Baudelaire y Verlaine.
Su capacidad para desnudar el alma humana con sensibilidad y ironía le valió un lugar destacado entre los grandes románticos. A pesar de sus conflictos personales y de su vida bohemia, su obra logró un equilibrio entre la pasión y la reflexión, entre la desesperanza y el arte como refugio.
Alfred de Musset falleció en París a los 46 años, víctima de problemas cardíacos agravados por años de excesos y enfermedades. Aunque en vida gozó de reconocimiento, fue tras su muerte que su figura adquirió un carácter legendario en el imaginario literario francés. Hoy es recordado como un poeta del alma herida, cuya obra sigue conmoviendo por su sinceridad emocional y su profundidad humana.
Musset dejó un legado literario marcado por la tensión entre la emoción y la razón, entre el amor idealizado y la desilusión. Su influencia perdura en la poesía, el teatro y la novela moderna, como un testimonio de la fragilidad y la grandeza del espíritu humano.
Sobre la obra
La confesión de un hijo del siglo, de Alfred de Musset, es una novela profundamente autobiográfica que retrata la crisis moral y existencial de la juventud francesa tras la caída de Napoleón. A través de su protagonista, Octave, Musset expresa el desencanto de una generación marcada por el vacío espiritual, el hastío y la imposibilidad de conciliar el amor ideal con la realidad. El relato explora temas como la pasión, la traición, la melancolía y la búsqueda de sentido en un mundo desilusionado.
Desde su publicación, la obra ha sido reconocida por su sinceridad emocional, su lirismo y su aguda introspección psicológica. Musset logra plasmar el mal del siglo —ese sentimiento de desesperanza que afectó a muchos jóvenes del Romanticismo— con una prosa cargada de belleza, dolor y lucidez. La historia de Octave y su relación con Brigitte revela las contradicciones del alma romántica, entre el deseo de pureza e a autodestruição.
La confesión de un hijo del siglo sigue siendo relevante por su capacidad de captar los dilemas universales del amor, la identidad y la decepción. Su vigencia reside en el retrato honesto de una sensibilidad herida, que busca consuelo entre la pasión y el pensamiento, ofreciendo una meditación conmovedora sobre el alma humana y su lucha contra el desencanto de su tiempo.
El más bien enteco primer romanticismo francés, enfático, lacrimógeno y hoy del todo ilegible salvo contadísimas excepciones, tuvo su benjamín y, en cierto modo, su enfant terrible en Alfred de Musset (1810-1857). Con mayor desapego, videncia e insumisión, este hombre pudo haber sido el Rimbaud de su tiempo. Para codearse de igual a igual con Balzac y Hugo, careció del empuje y calado de esos dos galeones atiborrados de tesoros, y para saludar desde el mismo pulpito a Flaubert, no tuvo la lucidez sostenida de éste y algún grado de su cinismo y desabrimiento. De modo que aquel doncel rubio y bello como Apolo, según todos los testimonios, tras un brillante y muy temprano reconocimiento como poeta y narrador — nunca en vida como autor dramático, su faceta que hoy me parece menos envejecida — fue dando tumbos de los amores contrariados a los mostradores de la absenta, hasta acabar literalmente exangüe y del todo idiotizado, dejándose convidar a su mesa por el siniestro Napoleón III y entronizado, como postre y en calidad de zombi, en la Academia Francesa, con más arreos y medallas encima que borrico de gitano.
Y el caso es que de alguna capacidad de distancia e ironía, síntoma en aquellas tempestades de inequívoca inteligencia, en absoluto careció. Tengo para mí que el freno que le impidió caer en tales abyecciones no fue otro que su muy sólida formación clásica. Clasicismo que aflora con nitidez, sin ir más lejos, en el brío de la soberbia obertura histórica con que se inicia La confesión…, páginas éstas que no tienen nada que envidiar a las más tensas de un Voltaire, un Michelet o un Saint — Simon, pero asimismo en esa maestría en la disección, por vía del diálogo, de los más oscilantes matices de la pasión que, con menos desplante estatuario, le llegan directamente de Racine, atemperado por Molière, en su caso.
Para centrarnos en nuestro tema, el trasfondo de La confesión de un hijo del siglo, la obra en prosa más celebrada de Musset, tiene estos antecedentes biográficos: tras el brillante éxito que conoció el largo poema "Rolla" (1833), en que aparece ya el leit motiv que traspasará toda su obra: ese insoluble conflicto entre libertinaje y pureza de alma, Musset traba conocimiento con la novelista George Sand — seudónimo de Aurora Dupin — , de la cual cae perdidamente enamorado como el colegial que aún era. Tras un idílico viaje a Fontainebleau, ambos decidieron consagrar su amor mediante el inevitable periplo italiano. Pero la desilusión fue inmediata. Al pisar las legamosas gradas de la Salute, en Venecia, el poeta le dispara a bocajarro a su musa: "Ya no te amo"; ella enferma, y el mozo se dedica a frecuentar a todas las putas de la Serenísima; pero, al cabo, la situación se invierte: presa de altísima fiebre ocupa ahora nuestro poeta el tálamo. George Sand, que no aguardaba otra cosa, le cuida como al niño que en todos los amores buscará. Y le traiciona. Pero no lanzándose a las mascaradas del gran canal, sino en la media luz del gabinete paredaño. Aprovechando algún amodorramiento de su amante, le engaña con el médico Pagello. Musset los sorprende, lía los bártulos, regresa a París enfurecido y entre los hasta entonces embelesados amantes se cruza una larga y dolorosa correspondencia explicatoria, que se corona con el perdón de él. Sand regresa, reanudándose un romance que dista mucho de ser aburrido: de agosto de 1834 a marzo de 1835 se sigue una cadena de tiernas reconciliaciones y tempestuosas rupturas, en las que los patológicos celos de Musset y su resistente sadomasoquismo, espoleados con el inveterado uso alcohólico, juegan un papel nada desdeñable. Séame permitido en este punto ceder la palabra a Máxime du Camp, el fraternal amigo y confidente de Flaubert, que en sus Souvenirs Litteraires pinta la situación de forma que yo no podría igualar: "George Sand, que por entonces tenía treinta años, era el varón, y Musset, con veintitrés, la mujer, ¡y qué mujer! Nerviosa, terca, voluble, siguiendo sus fantasías, abusando de todo, y en particular, de la paciencia del otro. Él forcejeaba contra el imperio casi maternal que Sand ejercía, se esfumaba, hacía necedades mil como desafiándola y, al fin, regresaba desmoralizado y roto, mendigando auxilio de la mano que, a un tiempo, adoraba y maldecía (…). Sand estaba en posesión de esa calma de los rumiantes, cuyos tranquilos ojos parecen reflejar la inmensidad; Musset era un pájaro que aleteaba, tratando de hallar un rumbo nuevo. Un solo extremo los aproximaba: su insaciable curiosidad".
El año 1835 representa el fin de las turbulentas relaciones entre tan inestables amantes y el comienzo de la redacción, por parte de él, de La confesión…, que aparecía en dos volúmenes, corriendo el invierno del año siguiente. Pero antes, en carta a su ex amante, de 30 de abril de 1834, el poeta, que ya tiene en la mente el plan de la novela, le expone su intención de escribir sobre sus naufragados y decepcionantes amores en los siguientes términos: "Pienso que ello contribuirá a sanarme y elevaría mi ánimo. Deseo erigirte un altar, aunque sea con mis huesos, pero aguardo tu permiso formal — permiso que Sand otorgará, escribiéndole: “Me confío a ti a ciegas” — . […] Desearía escribir, el público nada entenderá; pero aquellos que adivinen comprenderán que entre tantas estúpidas calumnias hay una voz para ti […]. Ya ves, George, la vena está abierta y es preciso que la sangre corra; te he amado tan mal…".
Musset, hombre de múltiples amoríos, encontraría sin duda en éstos inspiración para su obra literaria posterior; pero la huella de su gran pasión por Sand se cobrará como rédito, no sólo la obra que el lector tiene en sus manos, sino alguno de sus mayores y más sinceros poemas, tales como "Noches" (1835-1837), la "Carta a Lamartine" (1836) y "Recuerdo" (1841). Este último posee su apoyadura biográfica en el que, tal vez, fuese el encuentro postrero entre los antiguos amantes y que tuvo lugar, poco antes de su composición, en los pasillos de un teatro.
No creo tocar el inviolable secreto argumental de la narración si apunto que es en el personaje de Brigitte donde aparece inscrita en filigrana la persona de la novelista, así como bajo los rasgos de Octave — ese hermano menor de Werther y René — y de Henri se esconden el propio Musset y su rival, el doctor Pagello.
Como frecuentador del género he de confesar mi preferencia por el citado y trepidante fresco histórico que inicia el libro, por el episodio con Marco, la fascinante cortesana de alto copete, durante el período de libertinaje del protagonista en París — esa disolución del vampiro a la incierta luz del alba es tan buena como la mejor página de Baudelaire, Gautier, Nerval o Proust — y el andantino que cierra la novela y la enfermiza relación de sus protagonistas, en el que Musset, olvidando por una vez sus tal vez excesivos ataques de lágrimas, consigue un prodigio de elegancia pudorosa, digna de las mejores passeggiatas de un Cary Grant y una Ingrid Bergman, en cierto inolvidable film de Stanley Donen.
Representa todo lo anterior, por cierto, una mínima parte de lo mucho de embaucador — en el sentido de tirón narrativo inscrito en este vocablo — que encierra esta fabulación de las andanzas de un niño mimado y zangolotino, el propio Musset artísticamente transfigurado, al que mucho le hemos de perdonar sus histerias, masoquismos y melindrosas beaterías, por mor de una escritura en que los desbordamientos epocales y de talante del autor se ven de sobra compensados por el vigor de la prosa, la maestría en el tempo y esa distancia que se concede el artista verdadero para organizar la tramoya, prendernos a la historia como mariposas en la llama y concluir insinuando un inteligente guiño burlón, cuando desciende el telón y la fantasmagoría estalla como pompa de jabón, depositándonos en las desoladas playas de esta ahora nuestra, como entonces suya, miseria cotidiana.
M. S.
Para escribir la historia de la propia vida, por lo pronto, es preciso haber vivido. No es, pues, mi vida la que escribo.
Mas, al igual que un herido atacado por la gangrena corre a un anfiteatro para hacerse cortar el miembro podrido, y el médico que le amputa, tras envolver en un paño blanco el órgano separado del cuerpo, hace que circule de mano en mano por toda el aula, a fin de que los alumnos lo examinen, del mismo modo, si uno de los miembros de su vida ha resultado herido y gangrenado por una dolencia moral, puede desgajar esa porción propia, eliminarla del resto y procurar que circule a plena luz, para que las personas coetáneas palpen y juzguen el mal.
Habiendo padecido, en la flor de la edad, una enfermedad moral abominable, narraré lo que me sucedió durante tres años. Si el único afectado fuera yo, nada diría. Mas como existen muchos otros que sufren el mismo mal, a ellos me dirijo, sin saber muy bien en realidad si seré escuchado. En el supuesto de que nadie tomara advertencia, al menos conseguiría con mis palabras este fruto: haberme curado mejor a mí mismo y, como el zorro atrapado en el cepo, aliviar mi pata prisionera.
Durante las guerras del Imperio, mientras maridos y hermanos se encontraban en Alemania, las inquietas madres habían dado a luz una generación ardiente, pálida y nerviosa. Concebidos entre dos batallas, educados en las escuelas al redoble del tambor, miles de niños se vigilaban con ojos sombríos, ejercitando sus endebles músculos. De tarde en tarde aparecían sus ensangrentados padres, los alzaban hasta los pechos recamados de oro, los depositaban luego en el suelo y volvían al caballo.
Un solo hombre estaba vivo en Europa; el resto procuraba llenarse los pulmones con el aire que aquél respiraba. Cada año, en calidad de presente, Francia ofrecía trescientos mil jóvenes a dicho hombre, mientras él, tomando con una sonrisa aquella fibra nueva, la trenzaba entre sus dedos, consiguiendo una nueva cuerda para su arco. Después colocaba en este arco una de esas flechas que, atravesando el mundo, terminaron por caer en el pequeño valle de una isla desierta, bajo un sauce llorón.
Nunca se dieron tantas noches de insomnio como en tiempos de aquel hombre. Jamás se vio otear desde las murallas de las ciudades a tal muchedumbre de desoladas madres. Nunca hubo parecido silencio en torno a los que hablaban de muerte; por contra, jamás se vio tanta alegría, tanta vida, parecidas fanfarrias guerreras en todos los corazones. Nunca soles tan puros empaparon toda aquella sangre. Se hubiera dicho que Dios los alzaba para aquel hombre, siendo conocidos como los soles de Austerlitz. Mas, en realidad, los fabricaba él mismo con sus siempre atronadores cañones, que no permitían las nubes sino al día siguiente de las batallas.
Fue el aire de ese cielo sin mácula, donde tanta gloria brillaba, el que los niños respiraron entonces. Bien sabían que estaban destinados a las hecatombes, pero creían invulnerable a Murat y se había visto al emperador cruzar un puente donde silbaban tantas balas, que se ignoraba si era capaz de morir. E incluso si uno tenía que hacerlo, ¿qué importaba? ¡Era entonces la muerte tan bella, tan grande, tan magnífica en su humeante púrpura! Se parecía tanto a la esperanza, segaba tan verdes espigas, que era como si se hubiese vuelto joven, y todos dejaron de creer en la senectud. Todas las cunas de Francia eran broqueles, como lo eran todos los ataúdes. En rigor no existían viejos. No había más que cadáveres y semidioses.
Sin embargo, el inmortal emperador se encontraba un día sobre una colina, viendo cómo siete pueblos se degollaban. Aún ignoraba si llegaría a ser amo del mundo o tan sólo de la mitad cuando Azrael se cruzó en su camino y, rozándole con el extremo del ala, le precipitó en el océano. Al fragor de su caída, las viejas creencias moribundas se incorporaron en su lecho de dolor y, adelantando sus patas ganchudas, todas las arañas reales trocearon Europa, fabricándose un traje de Arlequín con la púrpura de César.
Tal como el viajero, mientras se encuentra en el camino, corre noche y día bajo el sol y la lluvia sin apercibirse de sus emboscadas y peligros; mas cuando ha llegado al abrigo de su familia y, habiendo tomado asiento frente al fuego, experimenta un cansancio sin límites y apenas es capaz de arrastrarse hasta el lecho, de parecido modo Francia, viuda del César, acusó su herida y cayó exhausta, hundiéndose en un sueño tan profundo que sus viejos monarcas, creyéndola muerta, la envolvieron en un blanco sudario. El antiguo ejército, con los cabellos grises, volvió agotado de fatiga y los hogares de los castillos desiertos ardieron tristemente de nuevo.
Entonces, aquellos hombres del Imperio, que tanto habían corrido y degollado, besaron a sus flacas esposas, hablando de sus primeros amores. Se miraron en las fuentes de sus praderas natales, viéndose tan viejos y mutilados que terminaron acordándose de sus hijos, a fin de que les cerraran los ojos. Preguntaron por su paradero; los muchachos salieron de sus colegios y, no viendo sables ni corazas, infantes ni caballeros, inquirieron a su vez en dónde estaban sus padres. Se les contestó que la guerra había concluido, que César había muerto y que los retratos de Wellington y de Blücher aparecían colgados en las antesalas de consulados y embajadas, con estas dos palabras al pie: Salvatoribus mundii.
Se asentó, así, sobre un mundo en ruinas, una juventud desasosegada. Todos aquellos niños representaban gotas de una sangre ardiente que había inundado la tierra. Habían nacido en el seno de la guerra y para ella. Soñaron durante quince años con las nieves de Moscú y con el sol de las Pirámides. Habían sido forjados en el desprecio de la vida como espadas nuevas. No habían salido de sus ciudades, mas se les dijo que por cada portillo de aquéllas se llegaba a una capital de Europa. Tenían en la cabeza todo un mundo. Miraban la tierra, el cielo, las calles y los caminos. Todo estaba vacío y las campanas de sus parroquias tañían solitarias a lo lejos.
Pálidos fantasmas vistiendo ropas oscuras atravesaban lentamente los campos. Otros golpeaban las puertas de las casas, y una vez abiertas, extraían de sus bolsillos enormes pergaminos gastados, con los cuales expulsaban a los moradores. De todas partes llegaban hombres aún temblando del miedo que les había invadido cuando su marcha, veinte años atrás. Todos reclamaban, disputaban y chillaban. Era extraño que un solo muerto pudiese convocar a tantos cuervos.
El rey de Francia se sentaba en su trono mirando por todas partes por si veía una abeja en sus tapicerías. Unos le tendían el sombrero y les socorría con dinero. Otros le mostraban un crucifijo y lo besaba. Otros aun se contentaban con gritar en sus oídos grandes nombres sonoros, y él les ordenaba que se llegasen al gran salón, donde el eco era magnífico. Los restantes le enseñaban sus viejos abrigos y cuán bien habían borrado de ellos las abejas y a éstos les proporcionaba una prenda nueva.
Los niños miraban todo aquello pensando siempre que la sombra de César iba a desembarcar en Cannes y aventar a aquellas larvas. Pero el silencio siempre perduraba y no se veía flotar en el cielo más que la palidez de los lises. Cuando los niños hablaban de gloria, se les decía: "Haceos sacerdotes". Cuando de ambición: "Haceos sacerdotes". Si de esperanza, de amor, de fuerza, de vida: "Haceos sacerdotes".
Sin embargo, se encaramó a la tribuna de las arengas un hombre que llevaba en la mano un pacto entre el rey y el pueblo. Empezó a decir que la gloria era una cosa hermosa, y también la ambición y la guerra, pero había algo más hermoso, y se llamaba libertad.
Los niños alzaron la frente, acordándose de sus abuelos, que también hablaron de ella. Recordaron haber descubierto, en oscuros rincones de la casa paterna, misteriosos bustos con largos cabellos de mármol y una inscripción romana. Recordaban haber visto, durante las veladas nocturnas, mover la cabeza a sus abuelas, hablando de un río de sangre bastante más terrible que el del emperador. Para ellos, en aquella palabra de libertad había algo que hacía que el corazón les latiera a la vez cual un lejano y terrible recuerdo y como una esperanza querida, más remota aún.
Se estremecieron escuchándola, pero al volver a su casa pudieron ver tres cestos que llevaban a Clamart: contenían los cuerpos de tres jóvenes que habían pronunciado demasiado alto aquella palabra.
Una extraña sonrisa flotó en sus labios a la vista de tan triste espectáculo. Pero otros agitadores, tras subir al podio, comenzaron a calcular públicamente lo que costaba la ambición y a decir que la gloria era bien cara. Hicieron ver el horror de la guerra y llamaron carnicerías a las hecatombes. Y hablaron tanto y durante tanto tiempo que todas las ilusiones humanas, como árboles en otoño, cayeron hoja a hoja en su torno, y quienes los escuchaban se pasaron la mano por la frente, como febriles que despiertan de su letargo.
Unos decían: "Lo que ha provocado la caída del emperador ha sido el pueblo, que no podía más". Otros: "El pueblo quiere un rey. No, la libertad. No, la razón. No, la religión. No, la constitución inglesa. No, el absolutismo". Un rezagado agregó: "No, nada de lo anterior; sólo el reposo". Y así continuaron, ora bromeando, ora disputando, durante cantidad de años y, so pretexto de edificar, demoliéndolo todo piedra a piedra, aunque nada vivo sucedía en la atmósfera de sus palabras, y los hombres vigilantes envejecían de pronto.
Tres elementos intervenían, pues, en la vida que entonces se ofrecía a los jóvenes: a su espalda, un pasado nunca destruido, aún agitándose en medio de sus ruinas con todos los fósiles de siglos de absolutismo. Frente a ellos, la aurora de un horizonte inmenso, los primeros resplandores del porvenir. Entre ambos mundos…, algo semejante al océano que separa el viejo continente de la América joven: no sé muy bien qué, de vago y de flotante, un proceloso mar puntuado de naufragios, atravesado de vez en vez por algún blanco velamen lejano o por determinado navío que deja tras sí un vapor pesado. El presente siglo, en una palabra, que separa el pasado del porvenir, no siendo ni uno ni otro, pareciéndose a ambos, y donde se ignora a cada paso lo que se aventura: es decir, si se avanza sobre un cimiento o sobre un despojo.
Tal era el caos en que fue necesario, entonces, escoger. He ahí lo que se abría delante de los niños llenos de fuerza y audacia, hijos del imperio y nietos de la revolución.
Pero del pasado no querían saber nada, pues la fe en nada deja de producirse. Al porvenir lo amaban, pero ¿de qué modo?; como Pigmalión a Galatea. Para ellos era como una amante marmórea, y aguardaban que cobrara vida, que la sangre colorease sus venas.
Les quedaba, pues, el presente, el espíritu del siglo, ángel crepuscular, que no es noche ni día. Lo encontraron sentado sobre un saco de cal lleno de osamentas, guarnecido en el abrigo de los egoístas y tiritando de un frío terrible. La angustia de la muerte se les entró en el alma, a la vista de aquel espectro mitad momia, mitad feto. Se acercaron, como el viajero a quien se muestra, en Estrasburgo, a la hija de un antiguo conde de Sarverden, embalsamada en su traje de novia: aquel esqueleto infantil produce escalofrío, pues sus manos delicadas y lívidas portan el anillo de desposada y su cabeza cae en cenizas sobre las flores de azahar.
Igual que al aproximarse una tempestad atraviesa el bosque un viento espantoso que agita todos los árboles, al que sucede un profundo silencio, así Napoleón, pasando por el mundo, todo lo había sacudido. Habían percibido los reyes cómo sus coronas vacilaban y, llevándose las manos a la cabeza, no advirtieron sino sus cabellos erizados de terror. El Papa había recorrido trescientas leguas a fin de bendecirle en el nombre de Dios y colocarle una diadema; pero se la había arrebatado de las manos. De tal modo acabó temblando todo en este lúgubre bosque de las potencias de la vieja Europa. Más tarde, se instaló el silencio.
Dicen que cuando se tropieza con un perro rabioso, si se tiene el valor de caminar gravemente, sin volverse y de forma regular, el perro se contenta con seguirnos un rato, gruñendo entre dientes, mientras que, si dejáis escapar un gesto de terror, si iniciáis un paso demasiado precipitado, se arroja sobre vosotros y os devora, pues, sucedido el primer mordisco, no hay forma de zafarse de él.
Había sucedido en la historia europea, con frecuencia, que un soberano hiciera ese gesto de terror y que su pueblo le devorase. Mas si lo hizo uno, no todos lo imitaron, por lo que un rey pudo desaparecer, pero no la majestad real. Ante Napoleón, esta última ejecutó ese gesto que todo lo echó a rodar, y no sólo la majestad, sino la religión, la nobleza y cualquier poder divino o humano.
Muerto Napoleón, los humanos y divinos poderes habían sido restaurados de hecho, pero la creencia en ellos se esfumó. Existe un peligro terrible en conocer lo que es posible, porque el espíritu siempre va más lejos. Muy distinto es decir: "Esto puede ocurrir", que: "Esto ha sucedido". Es la primera mordedura del perro.
Napoleón, déspota, fue el último resplandor de la lámpara del despotismo; destruyó y parodió a los reyes, como Voltaire a los libros sagrados. Después de él se escuchó un gran fragor: era la piedra de Santa Elena, que acababa de desplomarse sobre el mundo antiguo. De inmediato, apareció en el cielo el astro glacial de la razón y sus rayos, semejantes a los de la fría diosa de la noche, en tanto irradiaban luz sin calor, envolvieron al mundo en un lívido sudario.
Hasta entonces, qué duda cabe, se habían dado gentes que odiaban a los nobles, que clamaban contra los curas, que conspiraban contra los reyes. Mucho se había gritado contra los abusos y los prejuicios. Pero la gran novedad fue ver al pueblo sonreír. Si cruzaba un noble, un sacerdote o un soberano, los campesinos que habían hecho la guerra comenzaban a sacudir la cabeza y a murmurar: "¡Ah! A ése le hemos visto en otro tiempo y lugar; tenía otra expresión". Y cuando se hablaba del trono y del altar, respondían: "Se trata de cuatro tablas de madera, las hemos clavado y desclavado". Y cuando se les decía: "Pueblo, has vuelto sobre los errores que te habían extraviado, has vuelto a llamar a tus reyes y sacerdotes", contestaban: "No fuimos nosotros, sino esos charlatanes". Por fin, cuando se les argumentaba: "Pueblo, olvida el pasado, trabaja y obedece", se removían en sus asientos, escuchándose un rumor sordo. Era un sable oxidado y mellado que se hubiese movido al fondo de la cabaña. Se agregaba entonces: "Quédate al menos quieto. Si no se te importuna, deja tú de importunar". Se contentaban, por desgracia, con eso.
Pero la juventud no se resignaba. Es indudable que se dan en el hombre dos potencias ocultas que luchan hasta la muerte. Una de ellas, clarividente y fría, se agarra a la realidad, la calibra, la sopesa y juzga el pasado. La otra está sedienta de porvenir y se lanza hacia lo desconocido. Cuando la pasión arrastra al hombre, la razón le sigue llorando y advirtiéndole del peligro; pero, en cuanto aquél se ha detenido ante la voz de la razón, en cuanto se dice; "Es cierto, soy un loco, ¿dónde iba?", la pasión le grita: "¿Y yo, voy entonces a morir?".
Un sentimiento de inexpresable malestar empezó, pues, a fermentar en todos los jóvenes corazones. Condenados a la inacción por los soberanos del orbe, entregados a patanes de toda especie, a la ociosidad y al tedio, los jóvenes vieron cómo se retiraban las espumeantes olas contra las cuales habían dispuesto sus brazos. Todos aquellos gladiadores frotados con aceites sentían, en el fondo de su alma, una insoportable miseria. Los más adinerados optaron por el libertinaje. Quienes disfrutaban de una mediocre fortuna, tomaron estado resignándose al traje talar o a la espada. Los más pobres se lanzaron al entusiasmo en frío, a las grandes frases, al horrible mar de la acción sin norte. Como la humana debilidad busca la compañía y los hombres son rebañegos por naturaleza, la política hizo su aparición. Iban a batirse con los guardias de corps en el estrado de la cámara legislativa, corrían a una función teatral en que la Taima portaba una peluca que le hacía parecerse a César, se precipitaban al entierro de un diputado liberal. Pero entre los miembros de los dos partidos opuestos no había ninguno que, al regresar a su casa, no experimentara amargamente el vacío de su existencia y la miseria de sus manos.
Al tiempo que la vida hacia afuera era tan pálida y mezquina, la interior de la sociedad adoptaba un aspecto sombrío y silencioso. La más severa hipocresía reinaba en las costumbres. Al solaparse las ideas inglesas a la religión, incluso la alegría desapareció. Quizá la Providencia disponía ya sus vías naturales. Tal vez el ángel precursor de las futuras sociedades ya sembraba en el corazón de las mujeres los gérmenes de la independencia humana, que algún día reclamarían. Pero lo cierto es que de repente, cosa inaudita, en todos los salones de París los hombres se situaron de un lado y las mujeres de otro, y así, las unas trajeadas de blanco como desposadas, los otros de negro a modo de huérfanos, empezaron a examinarse con la mirada.
Que nadie se llame a engaño: ese negro traje que portan los hombres de nuestra época constituye un símbolo terrible. Para llegar a eso fue preciso que cayeran a pedazos las armaduras y, flor a flor, los bordados. La razón humana derribó todas las ilusiones, pero lleva en sí misma el luto, para ser consolada.
Las costumbres de estudiantes y artistas, tan libres, bellas y colmadas de juventud, se resintieron del universal cambio. Los hombres, al separarse de las mujeres, habían susurrado una palabra que hiere de muerte: desprecio; acabaron arrojándose en el vino y en las cortesanas. Lo mismo hicieron estudiantes y artistas. El amor era considerado como la gloria y la religión: una antigua ilusión. Se iba, pues, a lugares malfamados. La grisette, esa especie tan novelera, tan soñadora, con un amor tan dulce y tierno, se vio abandonada en los mostradores de las tiendas. Era pobre y nadie la quería. Deseaba tener trajes y sombreros y se vendió. ¡Qué miseria! El joven que hubiese debido amarla y a quien ella hubiese amado, el que en otros tiempos la acompañara a los bosques de Verrières y Romainville, a los bailes sobre la hierba, a las cenas bajo la enramada, quien iba a conversar por las tardes bajo la lámpara, al fondo de la tienda, durante las largas veladas de invierno, quien con ella compartía su pedazo de pan regado con el sudor de su frente y su amor pobre y sublime, aquél, el mismo hombre, tras haberla abandonado, la venía a encontrar cualquier noche de orgía en lo más hondo del lupanar, plomiza y pálida, perdida para siempre, con el hambre en los labios y la prostitución para siempre en el corazón.
Durante el tiempo aquel, dos poetas, los dos genios más altos del siglo tras Napoleón, terminaban de consagrar su vida a reunir todos los elementos de angustia y dolor esparcidos por el universo. Goethe, el patriarca de una nueva literatura, tras pintar en Werther la pasión abocada al suicidio, había trazado en su Fausto la más sombría figura humana que representara nunca el mal y la desdicha. Por entonces, sus escritos empezaban a cruzar de Alemania a Francia.
Desde el fondo de su gabinete de estudio, rodeado de cuadros y estatuas, rico, tranquilo y feliz, observaba cómo accedíamos a su obra de tinieblas, con una sonrisa paternal. Le respondió Byron, con un grito de dolor que hizo estremecer a Grecia y suspendió a Manfred sobre el abismo, como si nada fuese la clave del odioso enigma en el que se envolvía.
¡Oh grandes poetas, perdonadme, ahora que sois un puñado de ceniza y reposáis bajo tierra, perdonadme! Sois semidioses y yo nada más que un niño que sufre. Pero, escribiendo todo aquello, no puedo menos que maldeciros: ¿Por qué no cantasteis el perfume de las flores, la voz de la naturaleza, la esperanza y el amor, el sol y las viñas, el azul y la belleza? Sin duda conocías la vida y, desde luego, habías sufrido; el mundo se hundía en torno y gemíais sobre sus ruinas y os desesperabais. Vuestras amantes os traicionaron y os calumniaron vuestros amigos y os desconocieron vuestros compatriotas; sentíais el vacío en el corazón, la muerte ante la vista y erais celosos del dolor. Mas, decidme, vos, noble Goethe, ¿no existían ya voces de consuelo en el religioso murmullo de vuestros viejos bosques de Alemania? Vos, para quien la bella poesía se hermana con la ciencia, ¿no pudieron, ambas, hallar en la naturaleza inmortal una planta salutífera destinada al corazón de su favorito? Vos, que fuisteis un panteísta, un antiguo poeta griego, un enamorado de las formas sagradas, ¿no pudisteis albergar algo de miel en esos hermosos vasos que tan bien modelabais, vos, que no teníais más que sonreír y abandonar vuestros labios a las abejas? Y tú, y tú, Byron, ¿no tenías cerca de Rávena, bajo tus naranjos italianos, bajo tu hermoso cielo de Venecia, junto a tu caro Adriático, no tenías a tu bien amada? ¡Dios mío, yo que ahora te hablo y no soy más que un niño débil, he conocido, tal vez, males que no sufriste y, sin embargo, creo en la esperanza y, sin embargo, bendigo a Dios!
Cuando las ideas inglesas y alemanas pasaron de aquel modo sobre nuestras cabezas, se produjo una especie de tedio mohíno y silencioso, seguido de una terrible convulsión. Pues formular ideas generales es trocar en pólvora el salitre, y el cerebro homérico del gran Goethe había extraído, como por alambique, todo el licor del fruto prohibido. Quienes entonces no lo leyeron, creían ignorarlo todo. ¡Pobres criaturas! La explosión los arrastró como motas de polvo al abismo de la duda universal.
Fue como una negación de todas las cosas del cielo y de la tierra, que podíamos llamar desencanto o, si se prefiere, desesperanza. Como si a la humanidad, en letargo, se la hubiese dado por muerta por quienes le vigilaban el pulso. Tal como al soldado que se le preguntó antaño: "¿En quién crees tú?", respondió: "En mí", así la juventud de Francia, al oír tal pregunta, de inmediato contestó: "En nada".
Desde aquel momento, dos campos se delimitaron: de un lado, los espíritus exaltados, sufrientes, todas las almas expansivas, que tenían ansia de infinito, inclinaron la cabeza sollozantes. Se envolvieron en sueños enfermizos y no fue dado contemplar sino débiles cañas sobre un océano de amargura. Del otro, los hombres de carne y hueso permanecieron de pie, inflexibles en medio de los placeres positivos y no albergaron más preocupación que contar el dinero que tenían. No hubo más que un lamento y una carcajada. Uno provenía del alma; la otra, del cuerpo.
Decía el alma así:
"¡Ay de mí!, la religión desaparece, las nubes del cielo se vuelcan en chaparrón, ya no tenemos ni esperanza ni espera, ni siquiera dos tablillas de negra madera puestas en cruz ante las que tender las manos. Arrastra el río de la vida enormes témpanos de hielo, sobre los cuales se alzan los osos polares. El astro del futuro asoma apenas, no puede ascender sobre el horizonte, se mantiene envuelto en nubes y, como el sol en invierno, su disco aparece rojo de sangre, la cual conserva desde el noventa y tres. El amor y la gloria no existen. ¡Qué espesa noche sobre la tierra! Y ya habremos muerto cuando llegue el día".
Así decía el cuerpo:
"El hombre está aquí abajo para servirse de los sentidos. Posee más o menos trozos de un metal amarillo o blanco, que le reportan más o menos estima. Comer, beber, dormir, eso es la vida. En cuanto a los lazos que existen entre los hombres, la amistad consiste en prestar dinero, pero raro es encontrar un amigo a quien se pueda querer bastante para ello. El parentesco sirve para la herencia, el amor es un ejército del cuerpo, el único placer intelectual consiste en la vanidad. De igual modo que en la máquina neumática una bala de plomo y una pluma caen con velocidad idéntica en el vacío, así los espíritus más firmes sufren igual suerte que los más débiles, sumergiéndose ambos en las tinieblas. ¿De qué sirve la fuerza cuando se carece de punto de apoyo? No existe recurso contra el vacío. No he de aportar otra prueba que el mismo Goethe, el cual sintió el sufrimiento de Fausto antes de propagarlo, sucumbiendo como tantos otros él, hijo de Spinoza, que no necesitaba más que tocar la tierra para renacer como el fabuloso Anteo".
En todo caso, semejante a la poesía asiática exhalada por los vapores del Ganges, la lamentable desesperanza caminaba a grandes pasos sobre la tierra. Ya Chateaubriand, príncipe de la poesía, envolviendo al horrible ídolo en su capa de peregrino, lo había colocado sobre un altar de mármol, entre los perfumes de los incensarios sacros. Y, pletóricos de una fuerza, en adelante inútil, los hijos del siglo crispaban sus ociosas manos y apuraban en su copa estéril el ponzoñoso brebaje. Ya todo se hundía, cuando los chacales salieron de sus guaridas; una cadavérica e infecta literatura, que no era más que forma, pero una forma odiosa, empezó a inundar con su sangre fétida a todos los monstruos de la naturaleza.
¿Quién osará narrar lo que entonces ocurría en los colegios? Los hombres dudaban de todo: todo lo negaban los jóvenes. Los poetas cantaban la desesperación: salían los adolescentes de las escuelas con frente serena, rostro fresco y coloreado y la blasfemia en los labios. Por otro lado, como el carácter francés, de suyo alegre y abierto, continuase predominando, los cerebros se atiborraron fácilmente con las ideas inglesas y alemanas, pero los corazones, demasiado frágiles para luchar y sufrir, se marchitaron como flores ajadas. Así, el principio de muerte ocupó fríamente y sin conmociones desde la cabeza a las entrañas. En lugar de enarbolar el entusiasmo del mal, no tuvimos más que la denegación del bien; a cambio de la desesperación, la insensibilidad. Adolescentes de quince años, sentados con disciplina bajo los arbustos en flor, discutían por pasatiempo temas que habrían estremecido de horror a los inmóviles jardines de Versalles. La comunión de Cristo, la hostia, ese símbolo eterno del amor celeste, se utilizaba para lacrar cartas, los niños escupían el pan divino.
¡Felices quienes escaparon a tiempo tal! ¡Quienes atravesaron los abismos contemplando los cielos! Los hubo, sin duda, y nos compadecerán.
Es desgraciadamente cierto que se da en la blasfemia un gran derroche de fuerzas que alivia el corazón colmado en exceso. Cuando un ateo, mirando su reloj, concedía a Dios un cuarto de hora para fulminarle, cierto es que procuraba un cuarto de hora de cólera y atroz diversión. Era el paroxismo de la desesperación, una llamada incalificable a todas las potencias del cielo. Se trataba de una criatura miserable e indigente retorciéndose bajo el pie que la oprimía, de un gran alarido de dolor. Y ¿por qué no? tal vez también de una plegaria a los ojos de quien todo lo ve.
De ese modo los jóvenes hallaban una forma de emplear la fuerza inactiva en la afectación del despecho. Burlarse de la gloria, de la religión, del amor, del mundo entero, constituye un no flaco consuelo para quienes no saben qué hacer. De ese modo se burla uno de sí mismo y, a la vez, se da la razón al espolearse. Aparte de que es dulce creerse desgraciado, cuando no se está sino vacío e irritado. El libertinaje, además, primera conclusión de los principios de la muerte, constituye una terrible muela de lagar, cuando de lo que se trata es de enervarse.
De modo que los ricos se decían: "Únicamente es cierta la riqueza, el resto es un sueño; gocemos y muramos". Los de fortuna mediocre proseguían: "Sólo es cierto el olvido, un sueño lo demás; muramos y olvidemos". Los pobres agregaban: "La verdad es la elegancia, lo restante es un sueño; blasfememos y adiós".
¿Demasiado sombrío lo anterior? ¿Exagerado? ¿Qué opináis? ¿Soy un misántropo? Que se me autorice una reflexión.
Leyendo la historia de la caída del imperio romano es imposible no darse cuenta del mal que los cristianos, tan admirables en su desierto, hicieron al Estado cuando alcanzaron el poder. "Cuando pienso — dice Montesquieu — en la profunda ignorancia en que el clero griego sumió a los laicos, no puedo dejar de compararlos con aquellos escitas de que habla Herodoto, que vaciaban los ojos de sus esclavos para que nada pudiera distraerles e impedirles batir la leche. Ningún negocio de Estado, ninguna paz, ninguna guerra, ninguna tregua, ninguna negación, ningunos esponsales, se trataron sin la intervención de los monjes. Es imposible llegar a imaginar los males que aquello produjo".
Montesquieu hubiera podido agregar: el cristianismo perdió a los emperadores, pero salvó a los pueblos. Abrió a los bárbaros los palacios de Constantinopla, mas franqueó las puertas de las cabañas a los ángeles consoladores de Cristo. Se trataba sin duda de los grandes de la tierra y he aquí que resultó más interesante al fin que los últimos estertores de un imperio corrompido hasta la médula de los huesos, que aquel sombrío galvanismo en medio del cual se agitaba aún el esqueleto de la tiranía, sobre las tumbas de Heliogábalo y Caracalla. ¡Linda cosa es conservar la momia de Roma embalsamada en las fragancias de Nerón, envuelta en el sudario de Tiberio! Se trataba, señores políticos, de ir en busca de los indigentes y desearles la paz, de abandonar a los gusanos y a los topos los monumentos del oprobio y de extraer de los costados de la momia una virgen tan hermosa como la madre del Redentor, la esperanza, amiga de los oprimidos.
Eso hizo el cristianismo. Y ahora, después de tantos años, ¿qué han hecho los que lo han destruido? Han constatado que el pobre se dejaba oprimir por el rico, el débil por el fuerte, en razón de que se repetían: "El rico y el fuerte me oprimirán sobre la tierra, pero cuando pretendan entrar en el paraíso estaré en la puerta y les acusaré ante el tribunal de Dios". De ese modo, tenían paciencia.
Los antagonistas de Cristo han dicho al pobre: "Eres paciente hasta el día de la justicia, pero no hay justicia; esperas la vida eterna para reclamar venganza y no existe vida eterna. Reúnes en un frasco tus lágrimas y las de tu familia, los gritos de tus hijos y los sollozos de tu mujer, para trasladarlos a los pies del Señor a la hora de tu muerte y Dios no existe".
Cierto que, entonces, el pobre enjugó sus lágrimas, ordenó a su mujer silencio, a sus hijos que le acompañaran y que, incorporándose desde la gleba con la fuerza de un toro, dijo al rico: "Tú me oprimes y no eres más que un hombre". Y al sacerdote: "Tú, que me consolaste, has mentido". Esto es lo que querían precisamente los enemigos de Cristo. Tal vez así creyeron hacer la felicidad de los hombres, lanzando al pobre a la conquista de la libertad.
Pero si el pobre, convencido al fin de que los sacerdotes le engañan, que le roban los ricos, que todos los hombres tienen los mismos derechos, que todos los bienes son de este mundo y que es impía su miseria; si el pobre, creyendo en él mismo y en sus dos brazos por toda creencia, se dice un buen día: "¡Guerra al rico!". "¡También yo deseo el placer aquí abajo, puesto que no hay otro!" "¡Para mí la Tierra, ya que está vacío el cielo!" "¡Para mí y para todos, puesto que todos somos iguales!" ¡Oh, razonadores sublimes que le habéis llevado hasta aquí!, ¿qué le argumentaréis si resulta vencido?
Sin duda sois filántropos, sin duda tenéis razón para el porvenir y llegará el día en que seréis bendecidos; pero, en verdad, aún no, aún no podemos bendeciros. Cuando antaño el opresor decía: "¡La tierra es mía!", "es mío el cielo", contestaba el oprimido. Ahora ¿qué responderá?
La enfermedad toda del presente siglo proviene de dos causas: el pueblo que ha pasado por el 93 y por 1815 lleva dos heridas en el corazón. Todo cuanto existía ya no existe, lo que existirá no ha llegado aún. No busquéis en otra parte el secreto de nuestros males.
Imaginemos a un hombre cuya casa se derrumba: procederá a su demolición para edificar una nueva. Los escombros yacen sobre el terreno y aguarda nuevos bloques, para edificar otra vez. En el momento en que le vemos listo para tallar sus morrillos y amasar su cemento, la azada entre las manos y los brazos remangados, vienen a decirle que no hay piedras,
aconsejándole que blanquee las antiguas para aprovecharlas. ¿Qué queréis que haga, el que detesta las ruinas, para construir un nido a su camada? La cantera, sin embargo, es profunda, pero los instrumentos resultan demasiado débiles para extraer la piedra. "Espera — le dicen — , poco a poco las sacarás; espera, trabaja, avanza, retrocede". ¿Qué no le dirán? Y mientras tanto, este hombre, no disponiendo ya de su antigua casa ni, todavía, de la nueva, no sabe cómo defenderse de la lluvia, ni cómo preparar su cena, ni dónde trabajar, reposar, vivir o morir. Y sus hijos son recién nacidos.
O extrañamente me equivoco o nos parecemos a dicho hombre. ¡Oh pueblos de los siglos futuros! Cuando en un cálido día estival permanezcáis encorvados sobre vuestros arados en las verdes campiñas de la patria; cuando, bajo un sol puro y límpido, contempléis cómo la tierra, vuestra fecunda madre, sonríe con su veste matinal al trabajador, su hijo bienamado; cuando, enjugando de vuestras frentes el sagrado bautismo del sudor, paseéis vuestras miradas por el inmenso horizonte, donde no habrá una espiga más alta que la otra en la humana cosecha, sino tan sólo ancianos y margaritas entre los trigos que amarillean. ¡Oh, hombres libres!, cuando entonces deis gracias a Dios por haber nacido para tales recolecciones, pensad en nosotros, que ya no existiremos; reconoced que hemos comprado bien caro el reposo de que gozáis; compadecednos más que a ninguno de vuestros padres, pues padecimos muchos de los males que les hacían dignos de lástima y perdimos cuanto les podía consolar.
Contaré en qué ocasión fui atacado por vez primera por la enfermedad del siglo.
Estaba en la mesa, en una gran cena, tras un baile de disfraces. En torno mío, mis amigos ricamente vestidos y, por todas partes, jóvenes y mujeres, todos resplandecientes de belleza y alegría. A la derecha e izquierda, exquisitos manjares, botellas, candelabros, flores. Sobre mi cabeza, una orquesta ruidosa, y, enfrente, mi amante, soberbia criatura a la que idolatraba.
Tenía entonces diecinueve años, no había experimentado ninguna desgracia ni sufrido enfermedad alguna. Poseía un carácter a la vez altivo y abierto, con las esperanzas intactas y un corazón desbordante. Los vapores del vino fermentaban en mis venas; era uno de esos momentos de embriaguez en los que cuanto se ve y oye os habla de la amada. La naturaleza toda se os aparece entonces como una piedra preciosa de mil facetas, en la que está grabado el misterioso nombre. Besaríamos con gusto a todos los que sonríen, sintiéndonos hermanos de cuanto existe. Mi amante me había citado para la noche y me aproximé con lentitud el vaso a los labios mientras la contemplaba.
Al volverme para coger un plato, cayó mi tenedor. Me incliné para cogerlo y, al no encontrarlo de primera intención, levanté el mantel para ver a dónde había ido a parar. Apercibí entonces, por debajo de la mesa, cómo el pie de mi amante se posaba sobre el de un joven sentado a su lado. Sus piernas estaban cruzadas y entrelazadas, apretándolas mutua y cariñosamente de vez en vez.
Me enderecé muy tranquilo, requerí otro tenedor y continué comiendo. Mi amante y su vecino permanecían también del todo calmos, apenas hablándose y sin mirarse nunca. El joven tenía los codos en la mesa y bromeaba con otra dama, que le mostraba sus collares y brazaletes. Mi amante permanecía inmóvil, la mirada perdida e inundada de languidez. Les observé a ambos en tanto duró la comida, sin sorprender en sus gestos o en sus rostros nada que les pudiera traicionar. Hacia el final, cuando llegamos a los postres, tiré mi servilleta al suelo y, agachándome de nuevo, los hallé en la misma posición, estrechamente enlazados uno a otro.
Había prometido a mi amante acompañarla aquella noche a su casa. Era viuda, bastante libre, por tanto, gracias a un anciano pariente que la acompañaba, sirviéndole de rodrigón. Cuando atravesaba el peristilo, me llamó: "Vamos, Octave, marchemos, que ya estoy lista". Me eché a reír, marchándome sin decir palabra. Al cabo de algunos pasos, me senté en un poyo. No sé en qué pensaba; estaba como embrutecido e idiotizado por la infidelidad de aquella mujer, de la cual nunca me había sentido celoso, no habiendo concebido ni la más ligera sospecha respecto a ella. Cuanto acababa de presenciar no admitía duda alguna; permanecía como aturdido por un mazazo y no recuerdo cuanto se operó en mí durante el tiempo que permanecí en el poyo, salvo que, contemplando maquinalmente el cielo y viendo cómo caía una estrella, saludé tal destello fugitivo, en que los poetas creen ver un mundo destruido, y me quité gravemente el sombrero.
Volví tranquilo a mi casa, sin sentir nada, sin nada experimentar y como privado de reflexión. Empecé a desvestirme y me acosté. Pero apenas había colocado la cabeza sobre la almohada, los espíritus de la venganza de tal modo me atraparon que me erguí de golpe contra la pared, como si todos los músculos de mi cuerpo se hubieran convertido en madera. Me lancé del lecho gritando, con los brazos extendidos, no pudiendo andar más que con los talones, hasta tal punto se habían crispado los nervios de mis dedos de los pies. Así transcurrió casi una hora, completamente loco y rígido como un esqueleto. Fue el primer acceso de cólera que experimenté.
El hombre a quien había sorprendido junto a mi amante era uno de mis amigos más íntimos. Me dirigí a su casa al día siguiente, acompañado de un joven abogado que se llamaba Desgenais, elegimos unas pistolas, otro testigo y nos encaminamos al bosque de Vincennes. Durante el trayecto evité hablar con mi adversario e incluso acercarme a él. Sofrené así el deseo que tenía de golpearle o insultarle, puesto que tal género de violencias resultan siempre inútiles y odiosas, desde el momento en que la ley permite el combate en regla. Pero no pude evitar llevar clavados mis ojos en él. Era uno de mis camaradas de infancia y se había dado entre nosotros un cambio perpetuo de favores durante años y años. Conocía perfectamente mi amor e, inclusive, me había dicho muchas veces que aquella clase de lazos eran sagrados para un amigo y que sería incapaz de suplantarme, aunque llegara a amar a la misma mujer que yo. En fin, tenía toda clase de confianza en él y tal vez no hubiera estrechado nunca la mano de una criatura humana más cordialmente que la suya.
Contemplaba curiosa, ávidamente, a aquel a quien había oído hablar de amistad como a un héroe de la antigüedad y al que acababa de ver acariciando a mi amante. Era la primera vez en mi vida que veía a un monstruo. Le examiné con huraña mirada, para ver cómo estaba hecho. Aquel a quien conocía desde los diez años, con quien había vivido día a día en la más perfecta y estrecha amistad, me parecía no haberle visto nunca. Me serviré aquí de una comparación.
Existe una obra teatral española, de todos conocida, en la cual una estatua de piedra acude a cenar a la casa de un libertino, enviada por la justicia del cielo. El libertino adopta una actitud digna y se esfuerza en aparentar indiferencia, pero la estatua le pide que le dé la mano y, cuando lo hace, el hombre se siente poseído por un frío de muerte y se desploma entre convulsiones.
Cuantas veces en mi existencia he creído durante largo tiempo y confiado, ya en un amigo, ya en una amante, y he descubierto de golpe que me engañaban, no puedo explicar el efecto que este descubrimiento en mí produjo cada vez más que comparándolo con el apretón de manos de la estatua. Es, por completo, la impresión del mármol, como si la realidad, en toda su mortal frialdad, se congelase con un beso. Es el contacto con el hombre de piedra. Por desgracia, el espantoso convidado ha golpeado más de una vez a mi puerta y en más de una ocasión ambos hemos cenado juntos.
En aquella ocasión, hechos los arreglos, nos colocamos en línea mi adversario y yo, avanzando con lentitud uno sobre otro. Disparó él primero, hiriéndome en el brazo derecho. Inmediatamente, empuñé la pistola con la otra mano, mas no pude levantarla pues las fuerzas me fallaron y caí de rodillas.
Vi cómo avanzaba precipitadamente mi enemigo, con aire inquieto y muy pálido el semblante. A su vez, acudieron mis testigos, comprobando que estaba herido, pero aquél les apartó y cogió la mano de mi brazo enfermo. Tenía los dientes apretados y no podía hablar: me di cuenta de su angustia. Sufría del más espantoso mal que un hombre puede experimentar. "¡Vete — le grité — , márchate a limpiarte en las sábanas de ***!". Se encontraba sin aliento, al igual que yo.