La crueldad de Abril - Diego Ameixeiras - E-Book

La crueldad de Abril E-Book

Diego Ameixeiras

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Beschreibung

"Un crimen absurdo, sin sentido, de tercera (como mucho de segunda, dependiendo de si se tiene cubierta o no la cuota de "buena conciencia" del día), pues a eso es a lo máximo que podría aspirar en cualquier medio la noticia de un par de sintechos muertos en un incendio de una pequeña ciudad. Una historia negra, densa como la pez, sobre lo sórdido del alma humana. Una historia dura, sin concesiones, en la que la redención, cualquiera que sea, no tiene cabida (¿acaso la encontramos en el mundo que nos rodea, mundo no apto para almas sensibles?). Un relato devastador que proyecta una luz de una claridad inmisericorde sobre la podredumbre de nuestra sociedad, la cotidiana, la tuya y la mía (no se engañe el lector: así es, por mucho que sus "protagonistas" parezcan pertenecer a esa zona marginal dentro de lo marginal que sólo habitan los perdedores), no la de los chivos expiatorios que solemos elegir para acallar nuestras conciencias, esa clase alta de políticos, empresarios, especuladores… "carentes de corazón", como si nosotros, en nuestro insignificante anonimato (bonita y cómoda coartada), lo tuviésemos. Y, con todo, es un texto atravesado por un sorprendente y perturbador lirismo, que contribuye a crear un relato incómodo, pero emocionante y conmovedor. "

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Akal literaria

81

 

Diseño interior y cubierta: RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Diego Ameixeiras, 2018

© Ediciones Akal, S.A., 2018

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-4640-0

Diego Ameixeiras

La crueldad de abril

 

Dos muertos en un incendio. Un suceso sin más interés que cubrir la cuota «humanitaria» del día en los periódicos. A eso es a lo máximo que podría aspirar la aparición de un par de sintechos entre las cenizas de una casa abandonada.

Una historia negra, densa y claustrofóbica, sobre lo sórdido del alma humana. Una historia en la que la redención, cualquiera que sea, no tiene cabida. ¿Acaso la encontramos en el mundo que nos rodea, no apto para almas sensibles? Un relato que, atravesado por un sorprendente y perturbador lirismo, proyecta una luz de cla­ri­dad inmisericorde sobre la podredumbre de nuestra sociedad. La cotidiana, la tuya, la de todos. Porque aquí nos colocan ante un espejo y la imagen que proyecta duele. Acallamos nuestra conciencia repudiando la mezquindad de polí­ti­cos, empresarios y especuladores «carentes de co­ra­zón». Como si nosotros, en nuestro insignifican­te anonimato, lo tuviésemos.

Diego Ameixeiras (Lausanne, Suiza, 1976) es periodista, guionista y escritor. Desde 2004, con más de una decena de novelas en su trayectoria, se ha ido convirtiendo en uno de los autores más reconocidos de la literatura gallega contemporánea. Dime algo sucio (Pulp Books, 2011), su primera obra traducida a varios idiomas, recibió el Premio Especial de la Semana Negra de Gijón y fue acogida con excelentes críticas. Con Akal ha publicado Matarte lentamente (2015) y Conduce rápido (2017), cuya visión de la marginalidad y la delincuencia refleja la realidad social y política de nuestros días. En la actualidad escribe en La Voz de Galicia.

Abril es el mes más cruel, criando lilas de tierra muerta, mezclando memoria y deseo, removiendo turbias raíces con lluvia de primavera.

La tierra baldía (1922)

T. S. Eliot

 

1. El amor

1

La mujer que quiere morir se asoma al balcón, lanza la mirada al tráfico y concluye que su único consuelo será una tumba. Cierra la ventana y se dirige a la cocina para preparar café. Tiene veinte años pero su tormento es antiguo. En uno de sus poemas lo describió como un dolor de aguafuerte polvoriento y gramófono plateado. Debe decirse que en su rostro abunda el miedo y un empeño ansioso por borrarse de la faz de la tierra. Y debe añadirse que en su mirada, mientras la taza de leche gira en la bandeja del microondas, hay bruma y briznas de sangre.

Porque es cierto. Es abrir los ojos y querer estar muerta. Como siempre.

La lluvia acribilla el empedrado con tanta intensidad que parece invertir su caída brotando de las alcantarillas al cielo. Así lo advierte la mujer que quiere morir y no se dirige a ningún lugar. Ha salido a la calle caminando como si le hubiesen cosido la barbilla al cuello. Su expresión ausente, entre la perplejidad y el llanto imperioso, revela la tristeza ancestral del barrio. Lo saben, así lo ha escrito el día anterior, los pájaros moribundos y los árboles desharrapados del parque. Es la mueca heredada de sus padres alzándose en vano contra la pesadumbre de los domingos por la tarde, un gesto demasiado consciente de sí mismo. Debe decirse que en su paseo aturdido presiente un gran ojo que la acecha desde los balcones vacíos. Y debe añadirse que la lluvia ya ha empapado su cabello y le diluye en las mejillas un primer río de lágrimas furiosas.

Porque es cierto. Es abrir los ojos y querer estar muerta. Como siempre.

Un claxon alborota la ansiedad del tráfico. La mujer que quiere morir se tapa los oídos. Intenta dominar su respiración y se imagina sepultada en las entrañas de un océano, dejándose velar por el reposo silencioso del abismo. Pero no consigue tranquilizarse. Es perseguida por una fauna espectral que se agita a su alrededor en una danza ilusionista de filamentos y tentáculos. Se hace inútil cualquier aspaviento. Al verse encarcelada, lanza un grito que alienta el vuelo de una paloma y el llanto de un niño. Hay que decir que no tiene fuerzas para revolverse y que se derrumba dejando caer las rodillas al suelo. Y debe añadirse que se queda exhausta con los brazos en cruz y una expresión implorante a la maldad de la lluvia.

Porque es cierto. Es abrir los ojos, la Elvira, y querer estar muerta.

Como siempre.

2

Han colocado una fotografía de Elvira sobre un atril. En ella lleva el pelo corto y viste una camiseta negra de rayas violetas, sostiene un clavel entre los dientes, los brazos se abren sobre las caderas y la cabeza inclina una sonrisa traviesa. Es en lo primero que se ha fijado Gonzalo al entrar en la cafetería. Está sentado en la mesa más próxima a la puerta, quiere pasar desapercibido y no tiene intención de hablar. Como otras veces. Así se lo hizo saber el día anterior a todos esos amigos de Elvira que apenas se conocían entre sí antes de su muerte, hace ahora cinco años. Se acercará a saludar y regresará a casa. Nada más. El año pasado les pidió que, al terminar el recital, no se extendieran demasiado. En esta ocasión sonarán algunas canciones en memoria de Elvira y alguien proyectará el grafiti con su rostro que dibujaron junto al río.

—Su voz era suave y furiosa a la vez. Te concedía la violencia de un rugido y el terciopelo de un susurro. Tuvo valor. Caminó sola. Hablaba de ese desgarro que un día le descosió las entrañas y quiso transformar en lenguaje. Sabemos que lo consiguió. Dijo cosas que nunca habíamos oído antes. En días como hoy, sus palabras nos hieren y nos sosiegan. Suenan como el último suspiro del mundo. La queríamos altiva y triste, traviesa y risueña. Transitó todos los senderos hacia ese lugar en la penumbra donde todo debe renombrarse.

La cafetería se llena de aplausos. El texto ha salido de los labios de una chica de tez pálida y el pelo teñido de azul. Viste pantalones ajustados, botas militares y una camiseta deshilachada, llena de botones y agujeros. Le sientan bien la ingenuidad y la tristeza. Se pasa el cabello por detrás de la oreja y se inclina de nuevo sobre el micrófono. Sus palabras son ahora las de Elvira, un último poema suyo para terminar el homenaje, y a Gonzalo ya le están arañando el alma.

El espejo del salón imitaba a la muerte

y reflejó mi sombra llena de heridas.

La acaricié con la palma de la mano,

reconocí su transparencia.

A mis pies fue creciendo un charco de sangre

mientras el dolor se rompía.

Entonces, en ese momento regresé.

Entendí que sería invencible

y mi nombre se escribió en la tempestad.

Ahora camino descalza sobre cristales de ceniza.

3

El Fara se guarda la recaudación de la mañana, unas cuantas monedas que algunos vecinos le fueron dejando en una botella de plástico cortada por la mitad. Entra en el supermercado para comprar un par de cartones de vino. Al salir, se encuentra a Elvira sentada en el portal más próximo.

—Te estaba vigilando la mochila, Fara. Que ya te la robaron una vez.

Elvira tiene las tetas pequeñas y achatadas, los brazos largos y fibrosos, el cuello movedizo y siempre atento al sobresalto. Nadie diría ahora, al verla ahí espatarrada con esa sonrisa, que cada mañana abre los ojos deseando estar muerta. Se le olvidó ponerse el sujetador y los pezones se transparentan sobre el tejido de la camiseta. El Fara guarda un cartón de su habitual Flor de Castilla en el macuto y se dispone a abrir el otro. Arroja un trago a la garganta y carraspea enseñando unos dientes amarillos y separados. Sus ojos se adhieren a ese par de clavos carnosos que la lluvia ha dibujado en el tórax de Elvira.

—Hay que ver lo guapa que te ponen las tormentas.

El Fara le pasa el cartón de vino y Elvira despacha un buen trago. Se ríe a carcajadas. Después se queda con la mirada perdida en las baldosas de la acera. No pestañea. En el relámpago de un instante, al inclinar la cabeza, sus facciones se descuelgan alumbrando una envoltura entre marchita y demacrada, como si de repente hubiese avejentado todos los años que no quiere vivir.

—Mi mundo es un bosque en tinieblas, Fara. La única fuerza que me queda es mi desesperación. El resto es un eco lejano, las ruinas de la infancia. Soy lo contrario de la vida. Hay demasiadas cosas en mí más allá de lo soportable.

El silencio prolonga su gravedad hasta que explota al paso de una moto. Elvira cierra los puños sobre su boca y se muerde los nudillos. Alguien grita desde un balcón. Una mujer en ropa deportiva deja caer unas monedas a los pies del Fara y se aleja hablando por teléfono. Las puertas del supermercado se abren permitiendo la entrada de una pareja de ancianos. El Fara se está liando un cigarrillo urgente para esconder su pesadumbre y concederse unos segundos de introspección. Sus dedos, con las uñas negras y escamadas, trabajan rápido. No es la primera vez que Elvira le habla así.

—Me encontré el lunes con tu hermano. Le pregunté por ti y me dijo que te había convencido para que te quedases a dormir estos días en su casa.

—Se cree que pueden aliviarme unas sábanas limpias. Pero es inútil. Esta noche voy a volver al río.

—Es peligroso, Elvira. No puedes pasar las noches sola.

—El dolor es mi dueño. Me protege del frío. Todo lo que he averiguado sobre mí misma se lo debo a su clarividencia. Me gusta su compañía.

Elvira se levanta y su carrera repentina se abre paso entre los vecinos que se agolpan en la parada del autobús. Está a punto de tropezar con un hombre que se arrastra sobre unas muletas. Se detiene cuando la avenida se estrecha en un puente que salva la hondonada que arrincona al barrio del resto de la ciudad. El río discurre con sus aguas negras encerradas bajo el arco central, alargando el rumbo desde un recodo hostigado por la vegetación. El Fara salta como un resorte. Se ha dado cuenta de lo que Elvira pretende hacer sobre la barandilla. Su carrera es torpe y atolondrada, pero suficiente para darle alcance cuando ya se está ofreciendo al vacío. El Fara respira aliviado. Es un milagro que haya podido agarrarla por la cintura. Elvira se retuerce entre sus brazos y patalea igual que si le hubiesen aplicado un millón de electrodos en las piernas.

—Tranquilízate, amor –dice el Fara–. Tú no vas a morirte. Vente conmigo al Casino. Te quedas allí el tiempo que quieras.

4

Gonzalo se encamina hacia la puerta mientras se sube la cremallera de la cazadora. Se vuelve antes de que pueda oír la voz de la chica del pelo azul, como si en algún momento hubiese intuido sus ojos clavándosele en la espalda. El encuentro, una vez más, le resulta incómodo. Nunca se extiende demasiado cuando habla con ella, aunque suele acceder a lo que le pide. La admiración de esa chica por Elvira, como la del grupo de adolescentes que la veneran recitando sus poemas todos los años, aviva demasiado su recuerdo. Adoran una imagen y unas palabras, visten la memoria de una muerta con las emociones equívocas de la juventud. No siempre es soportable.

—Vamos a cenar. ¿Te quedas? Tenemos una mesa reservada.

—Es tarde. Prefiero marcharme.

Gonzalo extiende su mano derecha para despedirse, aunque sin mostrar demasiado entusiasmo. Al darse cuenta de su aparente indiferencia, corrige esa frialdad que no siente y apunta una leve sonrisa que apenas sobrevive un segundo en sus labios. Es un día difícil para su entereza. La chica logra vencer su timidez y le brinda un abrazo. Gonzalo no tarda demasiado en apartarla. Es un gesto enérgico, con la brusquedad justa, pero sin parecer impertinente.

—Gracias por haberme dejado su cuaderno –dice ella.

—Avísame si te responden en la editorial.

—No sabes lo feliz que sería si lo hacen. Tenemos que esperar dos o tres meses. Estoy segura de que los publicarán.

—Te llamaré si encuentro algo más. En el trastero hay una caja con sus libros del colegio. A veces subía a hojearlos y tomaba notas. Es posible que estén por alguna parte.

Gonzalo se aleja por la acera. El viento se agita alzando una bolsa de plástico y persigue su caminar afligido. La chica del pelo azul se queda observándolo hasta que su figura desaparece detrás de unos árboles. Ahora debería regresar junto a los amigos que la esperan para comenzar la noche. Pero no lo hace. Tiene los ojos llenos de lágrimas. A su recuerdo regresa aquella mañana de abril, cuando se encontró a Elvira arrodillada detrás del campo de fútbol, cerca del Casino, golpeando el suelo con los puños hasta que se hizo sangre en los nudillos.

Porque es cierto. Han pasado cinco años desde que la hermana de Gonzalo, en aquel mes tan cruel, consiguió estar muerta.

5

La vivienda a la que llaman Casino está abandonada desde hace tiempo. Es una casa de dos plantas con el tejado semihundido y los muros desconchados. El barrio se rompe abruptamente en esa calle, que asciende entre una hilera de nuevas construcciones y una valla que encierra el zarzal donde sobrevive el Casino. El Fara trae a Elvira de la mano. Han venido corriendo en una especie de trance. Siguen un sendero que bordea una tapia de ladrillos hasta llegar a la cancilla de la vivienda. El Fara se inventa una reverencia y la invita a entrar tras empujar la puerta, que, al abrirse, araña el suelo arrastrando esquirlas de óxido. Elvira se adentra en lo que algún día debió ser la cocina. En el suelo, sobre unos cartones, hay alguien durmiendo.

—Aquí está la reina del barrio –dice el Fara con voz triunfante.