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Primavera de 1977. Miguel Duarte acaba de llegar a Barcelona. Tiene veinte años, es camarero del Nebraska, un bar de las Ramblas donde el jefe sueña con protagonizar una película del Oeste, y vive esperando algo que lo eleve por encima de su timidez. Para eso está Montse, una estudiante acomodada por la que siente una atracción irresistible. Tras implicarse en política, con ella experimentará el amor, el sexo y los placeres de la vida. Mientras tanto, una ciudad en llamas después de la muerte de Franco sigue dispuesta a pisar el acelerador de la historia: Barcelona experimenta un renacimiento del movimiento anarquista que se enfrenta a los consensos de la Transición. Duarte, personaje oscuro y desconcertante para algunos, capaz de acuchillar a un hombre por venganza, enérgico militante antiautoritario para otros, se verá envuelto en esa corriente que lo arrastrará hasta el caso Scala. Entre la ficción negra y la crónica histórica, con un pie en los hechos reales y otro en la pura fabulación, esta novela recrea los sucesos más vibrantes de aquella breve primavera libertaria. Una lucha popular que sería desbaratada, en enero de 1978, por los servicios de inteligencia de la Policía. Queda una pregunta: ¿quién era de verdad Miguel Duarte?
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Seitenzahl: 169
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Diego Ameixeiras (Lausana, Suiza, 1976) es periodista y autor de trece novelas. Escribe en La Voz de Galicia y en El Salto. Desde 2004, su trayectoria ha sido reconocida con diversos galardones, entre ellos el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Xerais. Ha escrito piezas teatrales y guiones para cine, series de televisión y cómic. Traductor de Dashiell Hammett y Raymond Chandler al gallego. Entre sus novelas, con las que frecuenta el género negro, los ambientes marginales y el análisis social, destacan Dime algo sucio (Pulp Books, 2011), Matarte lentamente (Akal, 2015), Conduce rápido (Akal, 2017), La crueldad de abril (Akal, 2018), La noche del Caimán (Fondo de Cultura Económica, 2020) y El ciervo y la sombra (Alrevés, 2022), ganadora del Premio Pata Negra-Domingo Villar y finalista del Premio Hammett.
Primavera de 1977. Miguel Duarte acaba de llegar a Barcelona. Tiene veinte años, es camarero del Nebraska, un bar de las Ramblas donde el jefe sueña con protagonizar una película del Oeste, y vive esperando algo que lo eleve por encima de su timidez. Para eso está Montse, una estudiante acomodada por la que siente una atracción irresistible. Tras implicarse en política, con ella experimentará el amor, el sexo y los placeres de la vida. Mientras tanto, una ciudad en llamas después de la muerte de Franco sigue dispuesta a pisar el acelerador de la historia: Barcelona experimenta un renacimiento del movimiento anarquista que se enfrenta a los consensos de la Transición. Duarte, personaje oscuro y desconcertante para algunos, capaz de acuchillar a un hombre por venganza, enérgico militante antiautoritario para otros, se verá envuelto en esa corriente que lo arrastrará hasta el caso Scala.
Entre la ficción negra y la crónica histórica, con un pie en los hechos reales y otro en la pura fabulación, esta novela recrea los sucesos más vibrantes de aquella breve primavera libertaria. Una lucha popular que sería desbaratada, en enero de 1978, por los servicios de inteligencia de la Policía. Queda una pregunta: ¿quién era de verdad Miguel Duarte?
Primera edición: junio de 2024
Título original: Un anarquista
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
C/ València, 241, 4.º
08007 Barcelona
www.alreveseditorial.com
© Diego Ameixeiras, 2024 (representado por la Agencia Literaria Dos Passos)
© de la presente edición, 2024, Editorial Alrevés, S.L.
© de la traducción del gallego, 2024, Diego Ameixeiras
© de la fotografía de portada: Josep Brangulí Soler (Fondo: Brangulí (fotògrafs) / Arxiu Nacional de Catalunya)
Printed in Spain
ISBN: 978-84-19615-73-2
Producción del ePub: booqlab
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
Las cosas nunca salen como uno las piensa, la suerte es más importante que el coraje, más importante que la inteligencia y las medidas de seguridad. El azar, paradójicamente, está siempre del lado del orden establecido.
RICARDO PIGLIA,Plata quemada
Aquel que persista en la lucha será recordado a lomos del viento y con la sonrisa de un gigante, en el corazón del fuego, impaciente contra la explotación y el abuso, sin miedo a las ruinas, erguido sobre el pedestal de un mundo nuevo que llama al porvenir y la justicia. Pero a mediados de mayo de 1977, meses antes de acuchillar a un tironero de la Mina, Miguel Duarte se queda pensativo y su lugar es una extensión de hielo, un desierto lleno de espejismos. No exhibe en este momento la expresión de odio que sí mostrará cuando empuñe el arma y se presente en un descampado a la caza del inocente; el de ahora, en la barra del Nebraska, es un gesto sombrío que no anuncia violencia, solo desconcierto y frustración, esa inquietud que lo asola si camina en dirección al puerto, atravesando la Via Laietana con su perezoso declive hacia el mar. Su jefe Aurelio, el patrón del bar, sigue a vueltas con las películas de vaqueros; insiste en llamarle Shane, como el protagonista de Raíces profundas, y a Duarte ya le está cansando un nuevo teatrillo matinal con los hombres del Oeste. Pero el dueño observa las carreras atropelladas de los estudiantes por la calle Escudellers y mordisquea el palillo antes de advertirle al empleado que quizás no sea buena idea abandonar el rancho; los terratenientes de Wyoming, al parecer, están lanzando a sus matones más duros contra los campesinos. El Nebraska se asemeja a un saloon en penumbra con un pianista que de repente deja de tocar, y Duarte pregunta por la identidad de ese tal Shane; el jefe, tras un suspiro, le explica que se trata de un pistolero defensor de los humildes, dato que acompaña con una fotografía del actor Alan Ladd en la revista Teleprograma. Otra vez el chaval no comprende la candidez de Aurelio, que al mediodía ya se ha bebido sus tres o cuatro vinos, y toda ligereza ajena le recuerda la viscosidad de sus pensamientos más íntimos; la timidez conservada desde la infancia, ahora que ha cumplido veinte años, sigue dominando su carácter ensimismado. Los clientes del bar marcan territorio, miden fuerzas aunque se conozcan de sobra; en la fauna habitual conviven barrigas generosas y delgadeces demacradas, venillas violáceas en cada rostro como indicio de todas las barrechas almorzadas. Los temas de conversación basculan del fútbol a la política, el Barça y el Atlético de Madrid pelean por la liga, en junio habrá elecciones, y se establecen jerarquías entre vociferantes aspaventeros, polemistas más discretos y borrachines que aprueban cada comentario asintiendo con la cabeza. Duarte sirve otra ronda y observa a los clientes a través de una tibia indiferencia; un vendedor de bisutería ha entrado reclamando un paquete de Celtas sin filtro y se queda embobado ante la hilera de calendarios de chicas desnudas que ribetea la pared, camino del baño. Pero otras veces considera aborrecible aquella insistencia en la palabrería y su ánimo entra en erupciones secretas; un castigo que lo arrastra con fatalidad de serpiente, antes del sueño, hasta oscuridades bien conocidas, brumas malignas de las que regresa debilitado, con la sensación de que jamás tendrá a su alcance la virtud del equilibrio. Las noches que se presenta en el Mercurio, el bar donde trabaja la Tambora, se entrega fuerte a la bebida con intención de perder el control, y la prostituta se lo recrimina tras despachar a un farmacéutico jubilado de la calle Bruc, muy elegante con un sombrero Stetson de Casa Prats, que acostumbra a pedirle masajes raros y se la lleva a un meublé de categoría con toallas mullidas, chorros de agua caliente y un gran espejo en el techo con molduras doradas. De nuevo amargado por culpa de esa pelicorta, dice ella, ni que tuviese los ojazos de la Nadiuska, pero la botella no es suficiente para aplacarle el pensamiento trágico, y Duarte se marcha con los escarceos del dolor hasta el infierno de la duermevela; en la cama se ve superado más que nunca por el curso de la vida, pensando que su destino será vivir siempre con la sensación de una mano fría en la nuca. Pero aquella mañana en el Nebraska no sabe adónde debe dirigir la rabia, no encuentra una diana a la que disparar su munición de pistolero sin arrestos, opuesto al valeroso Shane; odia su genética de alma rendida, esa docilidad de perro lánguido que acaba bajando la cabeza. Porque anda uno escarbando en el sentido de la existencia, llega hasta el fondo, a la última capa por remover, y resulta que no hay nada; para qué esforzarse entonces en darle tantas vueltas a las cosas, concluye, si lo que creemos trascendente sucede por casualidad o capricho. Aurelio vuelve a observar desde la puerta las carreras de los estudiantes; los clientes han dejado el fútbol y hablan de mujeres con indignación, ofendidos en su hombría, como si hubiesen firmado una alianza en los albores de la historia para desestabilizarlos y adueñarse del mundo con el poder de su carne. Duarte no atiende a la conversación y se quita el mandil con un gesto que le indica a Aurelio que ha terminado de pelar las patatas para las tortillas; la cabeza del chaval está en la revuelta, en la tensión de los estudiantes que gritan a favor de la amnistía. Antes de irse, piensa de nuevo en la obsesión de Aurelio por entender el mundo a través de las películas de vaqueros, en explicarlo todo a través de forajidos de seis pies y medio que cruzan el desierto de Colorado con la única compañía de su sombra, al margen de cualquier camino; todavía no sabe que ese será su destino, el sendero del héroe solitario que cabalgará hasta sus últimos días sin encontrar descanso, pero alzando la bandera contra la reacción; tira el mandil en la barra, sobre la bandeja salpicada de vino, y Aurelio le pide que no vuelva con un porrazo de los grises en el lomo, forastero. El chaval se dirige a las Ramblas, asumiendo que quizás sean las preguntas lo único que alcanzamos a saber de la vida, nada de respuestas, y corre en dirección contraria a los estudiantes, evitando choques y empujones. En el centro del paseo, ve cómo los grupos se dispersan buscando refugio en las calles del barrio Chino; los grises, porras en ristre, se remueven con soltura rabiosa. El decorado es bien distinto al caudal de gentes que discurren habitualmente por la zona, respaldadas por la luz y una confianza marítima en la vida que ahora se transforma en gritos y desbandadas. Se oye un estallido en las inmediaciones del Liceu; allí están los más aguerridos, el rostro oculto con pañuelos, que han arrojado un cóctel molotov contra una lechera de la Policía; en respuesta vuela un bote de gas lacrimógeno que estalla al pie de una farola. El humo lo inunda todo con una nube densa, niebla de combate, y una mujer se agarra al bolso junto a una cabina telefónica antes de huir atemorizada de la bruma. Duarte no alcanza a identificar otra detonación; unas voces agitadas a la carrera, entre el caos creciente, confirman la presencia de una tanqueta en la plaza de Catalunya que no para de lanzar chorros de agua contra todo lo que se mueve. El progreso del pelotón antidisturbios deja un río de transeúntes caídos a su paso, muchos con heridas de sangre. Los uniformados buscan el control de las bocacalles y siguen sin dar tregua con las pelotas de goma y más botes de humo; al avance de las acometidas se cierran puertas y negocios. Duarte nota un picor incipiente en los ojos y se siente más pequeño que nunca en esa guerra, piensa mientras tantea una esquina para no tropezar e irse al suelo; el tumulto ha provocado en su ánimo el efecto de un aplastamiento, ha sido absurdo mezclarse entre la marabunta con la fantasía de encontrar a Montse. Para qué tentar a la suerte si no se hace desde la convicción, con pisadas de gigante, pertrechado para el riesgo; la fortuna debe buscarse con disposición corpulenta, en el centro de la llama, aprenderá algún día. Aquellos intentos en vano por desprenderse de sí mismo laminan aún más sus expectativas de cambio; Montse está entre los estudiantes, había escuchado la conversación de sus compañeros en el bar, decían que no faltaría nadie en caso de producirse el desalojo, pero qué sentido ha tenido salir a buscarla de ese modo, avanzadas las refriegas con la Policía. Ha debido de ser el ansia por interpretar un personaje opuesto a sus fragilidades, como una mañana en que se presentó en la plaza de la Universitat, corriendo por la calle Tallers, y al final tuvo que conformarse con ver a Montse a lo lejos repartiendo octavillas en solidaridad con unos detenidos, antes de que llegasen los grises identificando gente aquí y allá. Quiere saber entonces qué paradoja mueve los hilos, qué camino está siguiendo su vida, cuál es el verdadero argumento por el que se dirige, pero no obtiene respuesta; se está dejando arrastrar sin un empeño firme, sin una determinación, a la deriva de un viento burlesco que lo lleva de un sitio a otro. Cuatro policías se emplean a fondo con un estudiante y lo castigan con una ceja rota; el chaval se lleva las manos a la cabeza, con las rodillas sobre el pecho, y varios compañeros lo arrastran hasta un portal entre gritos de rabia, evitando una desgracia. La sangre espesa le cubre la mitad del rostro; tiembla como si se avergonzase al hacerlo, herido en su orgullo. De repente, levanta los brazos y el gesto enciende a sus protectores, que profieren todo tipo de insultos contra los agentes, concentrados ahora en repeler a otro grupo de jóvenes airados. Duarte siente envidia del mártir y querría estar en su piel, ser el centro de atención del tumulto, causar admiración, enfrentarse a los uniformados; pero bastante tiene con orientarse en medio de la humareda y poner el culo a salvo de los golpes. Se dispone a regresar al bar, pegándose a los edificios como si la ciudad estuviese bajo los bombardeos, y piensa en lo familiar que le resulta la herida del abatimiento, ese ánimo encogido que lo acompaña. Arrecia el lanzamiento de piedras, se extienden las agarradas, los resbalones, las galopadas burlando porrazos a diestro y siniestro; pero la suerte puede ser otra y la expresión de Duarte cambia al comprobar que la escapada ha tenido premio. Montse está aturdida en una esquina, sin su brillo habitual, con una curva tensa en la espalda, y se ha quedado sola. El chaval no se lo piensa dos veces, espoleado por ese impulso temerario que en ocasiones envuelve las acciones de los tímidos profundos, que guardan fuerzas para irrupciones cuya última finalidad desconocen, y en su arrebato esquiva el acecho de un policía huyendo como un delantero que se desmarca. Montse se protege la cara mientras busca un lugar en el que cobijarse; Duarte se acerca por detrás, la agarra del brazo y la chica se sorprende; está muy pálida, desencajada por el miedo. Mira a ambos lados, a la izquierda tiene a un compañero de facultad que se duele de un rasguño en la mano y utiliza la mochila de escudo; se deja llevar entonces por la intervención de Duarte, el camarero triste del Nebraska, el príncipe de los callados, y avanzan con trote decidido abandonando la refriega para refugiarse con más estudiantes en los soportales de la plaza Real, en el rincón del bar Glaciar. Pero allí también hay carreras, mesas y sillas que vuelan por los aires, gente que huye despavorida de las terrazas, más botes de humo, granadas de gas lacrimógeno, bares que echan rápido el cierre; el caos se extiende al pasaje Madoz, las galopadas llegan a la calle del Vidre y los vecinos gritan desde los balcones. Montse está temblando, respira con dificultad; se oyen ruidos de cristales rotos. Pasan más estudiantes que se alivian los picores del gas con el agua de la fuente; los del siguiente grupo también consiguen escabullirse de las sacudidas de la Policía y ponerse a salvo. La plaza se sume en un silencio engañoso, sin los pobladores habituales de la mañana, que han salido pitando o permanecen alerta en los bancos más alejados; el aullido de las sirenas llega desde las Ramblas, y los grises, porras y fusiles en mano, vuelven a los soportales. Entonces alguien grita y sale tambaleándose de una esquina; es uno de los clochards habituales de la plaza, melena larga, sin camiseta, el vientre cruzado por cicatrices, que huye sangrando a borbotones por la boca y profiriendo juramentos contra los de uniforme; hay más gente, músicos, hippies