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Clemence Ravenhurst, sola y en peligro, tuvo que huir de su adorada Jamaica y fue a caer en las garras de uno de los piratas más despiadados del Caribe. Nathan Stanier, navegante y oficial de la Armada encubierto, protegió a Clemence durante la peligrosa travesía. La pasión fue repentina, pero el honor y su corazón cauteloso forzaron el que Nathan resistiera la tentación. Aunque ella parecía decidida a que su aventura fuera todo lo asombrosa y apasionada posible.
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Seitenzahl: 369
Veröffentlichungsjahr: 2010
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2009 Melanie Hilton. Todos los derechos reservados. LA DAMA PIRATA, Nº 465 - octubre 2010 Título original: The Piratical Miss Ravenhurst Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción,total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso deHarlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecidocon alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin sonmarcas registradas por Harlequin Books S.A.® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited ysus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.
I.S.B.N.: 978-84-671-9201-8 Editor responsable: Luis Pugni E-pub x Publidisa
Jamaica, junio de 1817
—Antes…
—Antes, ¿qué? —su tío miró a Clemence con desprecio—. ¿Te morirías antes?
—Antes me casaría con el primer hombre que me encontrara en la calle que con ése.
Ella miró a su primo, que estaba repantingado en el asiento de la ventana y observando a las sirvientes que pasaban por el patio iluminado con antorchas.
—Pero no tienes elección —dijo Joshua Naismith con el mismo tono paciente e implacable que había usado con Clemence durante seis meses, desde que murió el padre de ésta—. Estás bajo mi tutela y harás lo que te diga.
—Mi padre nunca quiso que me casara con Lewis —se quejó Clemence.
Llevaba quejándose con una desesperación creciente desde que se repuso lo suficiente del aturdimiento de dolor y se dio cuenta de que el hermanastro de su difunta madre no era el protector que su padre había esperado que fuera cuando redactó el testamento. Su respetable, conservador y bastante anodino tío Joshua era un depredador con las garras afiladas para hacerse con su fortuna.
—Las intenciones del tristemente difunto lord Clement Ravenhurst no me importan lo más mínimo —replicó el señor Naismith—. Su testamento me otorga el control sobre ti, una recompensa merecida por los años que he pasado oyendo sus estúpidas ideas políticas y sus absurdas teorías sociales.
—Mi padre no creía en la institución de la esclavitud —objetó ella con rabia pese a la aprensión—. La mayoría de las personas ilustradas piensan lo mismo. No teníais por qué haber escuchado lo que no creíais… podíais haber intentado rebatir sus argumentos. Sin embargo, no tenéis ni la capacidad intelectual ni la integridad moral para hacerlo, ¿verdad, tío?
—Insolente perra. Es una pena que no fueras un chico. Te crió como si lo fueras, te dejó a tus anchas como si lo fueras y ahora, mírate… podrías ser un chico.
Lewis se levantó del asiento y fue al lado de su padre, quien frunció el ceño con una expresión que ella le había visto ensayar delante de espejo para intentar que sus facciones vulgares adoptaran el aire de autoridad de alguien de buena cuna.
Clemence no soportó el acaloramiento que notó en los pómulos y tampoco soportó que sus palabras le hubieran dolido. Era inútil desear tener una figura menuda y redondeada. Hacía unos meses había llegado a tener un esbozo de pechos y la leve curva de unas caderas femeninas, pero en ese momento, con el apetito de un pajarito, había perdido tanto peso que parecía como si tuviera doce años otra vez. Si a eso se añadíala considerable estatura que había heredado de su padre, el resultado era que parecía un chico vestido para representar un papel femenino en una obra de Shakespeare, y ella lo sabía.
Se llevó la mano al pelo, recogido alrededor de la cabeza por el calor. Su tacto sedoso le recordó su feminidad. Era lo único realmente bello que tenía, con tonos pajizos, dorados y caramelo.
—Si fuera un chico, no tendría que oír vuestros repulsivos planes para casarme. Sin embargo, estoy segura de que seguiríais robándome mi herencia fuera cual fuese mi sexo. ¿Sólo os importa el dinero?
—Somos comerciantes —los mofletes del tío Joshua se sonrojaron—. Hacemos dinero, no nos ha caído en el regazo como a tus aristocráticos familiares.
—Mi padre era el hijo menor, trabajó para conseguir su fortuna…
—El hijo menor del duque de Allington. Pobre, tuvo que luchar tanto…
Ésa era una carta que ella no había jugado desde que las insinuaciones se convirtieron en órdenes.
—Efectivamente, sabéis que mi familia inglesa es poderosa —reconoció Clemence—. ¿Queréis enfrentaros a ella?
—Está muy lejos y no tiene influencia aquí, en las Indias Occidentales —replicó Joshua con jactancia—. Lo único que importa es lo que sabe el gobernador y el crédito de uno con los banqueros. Aunque lo cierto es que con el tiempo, cuando Lewis decida volver a Inglaterra, su matrimonio contigo puede ser una ventaja social.
—Como no pienso casarme con mi primo, no va a aprovecharse de mí.
—Vas a casarte conmigo. Las primeras amonestaciones se leerán el domingo que viene.
Lewis dio una zancada, la agarró de la muñeca y la desequilibró para que lo mirara. Ella era tan alta que pudo mirarlo directamente a los ojos y no se inmutó aunque tenía sus dedos clavados en la diminuta muñeca y el corazón le retumbaba contra las costillas.
—No te aceptaré jamás y no puedes subirme a patadas hasta el altar si quieres conservar tu tan preciada dignidad.
Consiguió decirlo con serenidad. Le costó después de haber pasado diecinueve años querida y reuniendo fuerzas para luchar contra la codicia y la traición, pero un desconocido residuo de orgullo y desesperación la mantenía desafiante.
—Es verdad.
Ella miró a su tío al captar la petulancia de su voz. Joshua sonrió con confianza en sí mismo. Clemence tuvo la gélida certeza de que él había pensado mucho sobre ese asunto y de que le daba igual que ella no quisiera subir hasta el altar.
—Tienes dos posibilidades, mi querida sobrina. Puedes ser obediente y casarte con Lewis una vez leídas las amonestaciones o él irá todas las noches a tu habitación hasta que te deje embarazada. Entonces, creo que aceptarás.
—¿Y si no acepto ni por ésas?
Clemence se dijo que desmayarse no serviría de nada, aunque la habitación le daba vueltas y la tentación de desvanecerse y escapar de esa pesadilla era casi irresistible.
—En las islas siempre hay mercado para niñossanos —intervino Lewis apoyando el trasero en el borde de la mesa y sonriendo—. Seguiremos hasta que entres en razones.
—¿Tú…? —Clemence tragó saliva y volvió a intentarlo—. ¿Venderías como esclavo a tu propio hijo?
Lewis se encogió de hombros.
—¿Para qué quiero un hijo ilegítimo? Cásate conmigo y a tus hijos no les faltará nada. Recházame y lo que pueda pasarles será culpa tuya.
—Sólo les faltará un padre íntegro —replicó ella con tono airado—. Eres un violador, un estafador y un chantajista. Vos… —se dio la vuelta para mirar con furia a su tío—. Vos sois igual. No me creo que el retrasado de vuestro hijo haya ideado esto sin ayuda.
Joshua nunca la había pegado, nadie lo había hecho. Clemence no creyó que la mano levantada de su tío fuese una amenaza ni se inquietó hasta que la alcanzó en el pómulo, debajo del ojo derecho, la tiró contra la mesa y cayó al suelo.
Consiguió levantarse y se tambaleó con la cabeza dándole vueltas. La voz de Joshua Naismith le llegó desde muy lejos y su figura le pareció tan pequeña como si la viera con un catalejo al revés.
—¿Consentirás que se lean las amonestaciones y casarte con Lewis? —le preguntó él entre el zumbido de los oídos.
—No.
—Entonces, irás a tu habitación y te quedarás ahí. Te llevarán la comida y comerás; tu cuerpo esquelético me ofende. Lewis te visitará mañana. Me parece que hoy no podrías atenderlo como es debido.
¿Atenderlo como es debido? Si su primo se acercaba a ella y a algo afilado, nunca podría ser padre.
—Llamad a Eliza —dijo Clemence llevándose la mano a la dolorida cara—. Necesito que me ayude.
—Tienes una doncella nueva —Joshua tiró del cordón de la campanilla—. He despedido a esa insolente. ¡Hay que liberar a los esclavos!
La mujer que entró era fornida, con la piel de color café con leche y el pelo lleno de trenzas muy intrincadas. Miró a Clemence con desprecio y animadversión.
—¿Es tu amante? —preguntó ella a Lewis mirándolo fijamente.
No le extrañó que Marie Luce la mirara así. Debía de saber las intenciones de los dos hombres y que Clemence le arrebataría las atenciones de Lewis.
—Hace lo que se le pide y se la recompensará por ello —contestó él con suavidad, antes de dirigirse a la otra mujer—. Llévala a su habitación y cerciórate de que come. Luego, cierra la habitación y ven a mi habitación.
Clemence salió de la habitación con ella. Una vez en el pasillo, con un ventanal abierto en cada extremo para formar corriente, el sonido de la playa era una presencia estimulante. Avanzó vacilantemente sobre las pulidas losas de piedra y los retratos de generaciones de antepasados en las paredes blancas la miraron impotentes, incapaces de ayudarla.
—¿Dónde está Eliza?
Afortunadamente, su doncella era una mujer libre con documentos y que no estaba sometida a los caprichos de los Naismith.
Marie Luce se encogió de hombros, sus ojos oscuros la miraron con hostilidad y la agarró del brazo como si quisiera sostenerla y aprisionarla a la vez.
—No lo sé. No me importa —su acento musical le dio cierta poesía a las desdeñosas palabras—. ¿Por qué enfadáis al señor Lewis? Casaos con él, tendrá un hijo y os olvidará.
—No lo quiero, puedes quedártelo —contestó Clemence mientras llegaban a la puerta de su habitación—. Por favor, tráeme agua templada para que me lave la cara.
La doncella cerró la puerta con llave y ella pudo oír sus pisadas que se alejaban hacia la cocina.
Clemence se dejó caer en el taburete del tocador y se agarró al borde para sujetarse. La imagen que vio reflejada en el espejo no era tranquilizadora. Tenía la mejilla derecha hinchada y muy roja y el ojo empezaba a cerrársele. Comprendió que al día siguiente estaría amoratado. El ojo izquierdo, muy abierto, parecía asombrosamente verde por el contraste y el pelo, que se le había soltado de las horquillas, le caía sobre el hombro en una trenza.
Con cuidado, estiró la espalda e hizo una mueca de dolor al ver los moratones por el golpe con la mesa. También se dio cuenta de que no tenía carne para amortiguar una caída y que había sido una suerte que no se hubiera roto las costillas. Tenía que comer. Pasar hambre hasta desfallecer no serviría de nada, pero ¿de qué serviría?
Se abrió la puerta y entraron Marie Luce y un lacayo con una bandeja con la cena. El hombre, un empleado de la casa que ella había conocido toda su vida, la miró con sorpresa a la cara y luego clavó la mirada al frente, completamente inexpresivo.
—El señor Lewis ha dicho que tenéis que comer —dijo la otra mujer mientras dejaba una jarra con agua—. Me quedaré hasta que hayáis comido.
Clemence mojó un paño y se lo llevó a la cara. Le dolía y palpitaba, pero tuvo que alegrarse de que su tío Joshua hubiera utilizado la mano derecha, que no tenía anillo y no le había cortado la piel.
—Muy bien.
Había pollo con arroz, pimientos rellenos, tarta con sirope y leche. Tenía el estómago encogido, pero el instinto le decía que tenía que comer aunque no tuviera apetito y le doliera masticar. También supo que tenía que luchar, aunque no sabía cómo hacerlo encerrada en su habitación. Dejó limpios los platos y se bebió la leche. Marie Luce recogió la mesa y se marchó. Clemence estiró el cuello para oír como cerraba con llave. Era demasiado esperar que se descuidara con eso.
Se sintió mejor por haber comido. Hacía semanas que no comía bien porque la tristeza había dado paso a la inquietud primero y al miedo después, cuando su tío se hizo con el dominio de la casa y la hacienda y su vida quedó sometida a su voluntad.
Era inútil esperar ayuda del exterior; habían dicho a sus amigos y conocidos que estaba enferma de tristeza y que el médico le había ordenado descanso y un retiro absoluto. Incluso Catherine Page y Laura Steeples, sus amigas íntimas, habían creído las mentiras de su tío y se habían mantenido al margen obedientemente. Había visto las cartas rebosantes de lástima que habían escrito a su tío.
Además, ¿en quién podía confiar? Había confiado en Joshua y se había equivocado por completo.
Clemence se levantó y se acercó al ventanal abierto por el que entraba el fragante calor de la noche. Su padre había querido que Raven’s Hold se construyera en el borde del acantilado, como el castillo de la familia en Northumberland, y el balcón de su habitación se elevaba por encima del mar.
Cuando era una niña, después de la muerte de su madre, había corrido a sus anchas con los hijos de los dueños de las plantaciones, había tomado prestada su ropa, había reptado por las plantaciones de caña y se había escondido en sus edificaciones. Las señoronas de la zona, escandalizadas, habían acabado convenciendo a su padre para de que, una vez cumplidos los catorce años, tenía que convertirse en una señorita como las demás y por eso hacía mucho tiempo que no trepaba por las espalderas de las plantas trepadoras para buscar aventuras y un poco de libertad.
Se apoyó en el balcón y sonrió aunque enseguida puso un gesto de dolor al notar los moratones. ¡Cómo le gustaría que en ese momento fuese tan fácil escapar de allí!
¿Por qué no? Si pudiera salir de la casa e ir al puerto, elRaven Princessestaría allí listo para zarpar a hacia Inglaterra con las primeras luces del día. Era el mayor de los barcos de su padre, de los barcos de ella, después de que los piratas hubiesen capturado elRaven Duchess, lo que precipitó el ataque al corazón y la muerte de su padre.
Sin embargo, si se escapaba, la cazarían como a una esclava fugitiva… Clemence volvió a entrar en la habitación dándole vueltas frenéticamente a la cabeza. Se acordó del desprecio de su tío. «¿Antes te morirías?»
Podía hacer que lo creyeran. En algún sitio tenía que estar guardada la ropa de chico que había usado en otros tiempos. Abrió armarios y levantó las tapas de los baúles con olor a sándalo. Efectivamente, allí, debajo de unas mantas que no se usaban casi nunca, encontró los pantalones anchos de lona, la camisa y el chaleco.
Se quitó el vestido y se los probó. El pantalón le quedaba por encima de los tobillos, pero la camisa y el chaleco siempre habían sido grandes. Rasgó unas tiras de lino y se envolvió el pecho; eran unos pechos muy poco llamativos, pero era preferible no arriesgarse. Sacó los zapatos con hebillas y se los puso sin calcetines. Se miró al espejo y vio a un chico larguirucho con una trenza. Tenía que cortársela sin lamentaciones. Tomó las tijeras, apretó los dientes y cortó. El pelo cayó en un paño, lo ató y lo metió en un hatillo con todo lo que había usado esa noche. Se le ocurrió una cosa, volvió a sacar el vestido y rasgó una tira muy fina del borde. Tiró las zapatillas por la ventana y guardó las perlas y pendientes en su joyero con las demás joyas.
La imagen que la miró desde el espejo tenía el pelo con trasquilones por encima de las orejas y un moratón muy oscuro en la mejilla y el ojo derechos. Ya pensaba con claridad, como si se hubiera abierto camino por un bosque de miedo y desesperación y hubiera llegado a campo abierto. Clemence tomó una pluma y una hoja de papel de la escribanía y escribió:No puedo soportarlo…Una gota de agua del lavamanos resultó ser una convincente lágrima que emborronó ligeramente su temblorosa firma. También dejó caerunas gotas de tinta sobre el tocador para confirmar su desasosiego.
Se sujetó el hatillo con el cinturón, puso un taburete y se subió al antepecho del balcón. Clavó la tira del vestido en una astilla y tumbó el taburete de una patada. Era la imagen perfecta de una caída desesperada. Su tío Joshua tendría que explicarlo, pero eso era asunto suyo.
Lo único que le quedaba por hacer era no pensar en el vacío y rezar para que las espalderas y las plantas todavía aguantaran su peso. Clemence puso el pie donde todavía recordaba que tenía que ponerlo y se bajó del balcón.
Se dio cuenta inmediatamente de lo peligroso que era, algo que no se le pasó por la cabeza cuando era niña. Además, cinco años portándose como una señorita y varias semanas casi enferma por el dolor y la desesperación habían debilitado sus músculos. La cena se le revolvió en el estómago y la garganta se le quedó seca. Apretó los dientes y descendió intentando no pensar en las arañas, ciempiés o demás habitantes de las plantas trepadoras. Por muy dañinas que pudieran ser, no la habían amenazado con violarla y robarle.
Contuvo el aliento, pero llegó a la cornisa que rodeaba la casa y empezó a avanzar lentamente y agarrada a los desagües. Sólo tenía que doblar la esquina y llegar al tejado de la cocina, desde donde podía bajar fácilmente hasta el suelo. Una contraventana se abrió de golpe justo debajo de los talones de sus pies, que estaban en el aire. Clemence se quedó petrificada.
—No, no la deseo. ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo? —era Lewis enojado—. ¿Por qué iba adesear a esa perra esquelética y malhumorada? Se trata del dinero.
Se oyó la voz de una mujer, delicada y seductora. Era Marie Luce.
—Entonces, quítate la ropa —gruñó Lewis.
Clemence pensó que era un amante muy considerado. Su primo había dejado la ventana abierta y tendría que moverse con mucho cuidado para no hacer ruido. Hasta que dio la vuelta, se dejó caer sobre el tejado inclinado hecho con hojas de palma y de ahí al suelo.
Tuerto, el viejo perro guardián, se acercó a lamerle la mano entre el tintineo de la cadena. Había ruido en la cocina, zumbidos de insectos y el parloteo solitario de un pájaro nocturno. Nadie la oiría salir por la verja del patio a pesar de que nunca habían engrasado las bisagras.
Clemence echó a correr con el hatillo golpeándole las caderas. Sólo tenía que alejarse lo suficiente para que nadie supiera que estaba viva y robar un caballo.
Era una noche sin luna y el puerto de Kingston estaba salpicado con las luces de posición de los barcos. Clemence se bajó del caballo, le palmeó la grupa y lo observó alejarse al galope hacia la estancia de donde se lo había llevado hacía unas tres horas.
Se tropezaba en las calles sin pavimentar, pero avanzó al amparo de las sombras y eludió las tabernas y burdeles que flanqueaban todo el camino hacia el puerto. Había sido una suerte que elRaven Princessestuviera atracado en el extremo más alejado, se dijoClemence, mientras se escondía entre unos toneles para que no la viera un grupo de hombres que se acercaba por el medio de la calle.
Cuando llegó, no estuvo segura de que subir a bordo y pedir que la llevaran a Inglaterra fuese muy sensato. El capitán Moorcroft podría decidir devolverla a su tío Joshua aunque el barco fueses suyo. Los derechos de las mujeres no se respetaban gran cosa y mucho menos en Jamaica en el año 1817.
En el cálido ambiente flotaba el olor a residuos, vegetación, cloacas, ron, humo de madera y excrementos de caballo, pero Clemence pasó por alto ese hedor tan conocido y aceleró el paso. El siguiente muelle ya era el de Ravenhurst y elRaven Princess… había desaparecido.
Se quedó con la boca abierta y la mirada clavada en los barcos atracados, mientras buscaba el mascarón de proa, la cabeza de madera con pelo oscuro y una corona de oro. ¡Tenía que estar allí!
—¿Qué buscas muchacho? —le preguntó una voz.
—AlRaven Princess—contestó ella con la voz ronca por el asombro y la incredulidad.
—Zarpó esta tarde. Terminaron de cargar pronto. ¿Qué querías?
Ella se dio la vuelta con la cabeza agachada para que el pelo mal cortado le tapara la cara.
—Soy… grumete —balbució ella—. El capitán Moorcroft me prometió trabajo como mozo suyo.
Había cinco hombres que casi no podían verse a contraluz de la puerta abierta de una taberna.
—¿De verdad? Un grumete nos vendría bien, ¿verdad, muchachos? —comentó con voz suave la figuraalgo corpulenta del centro del grupo—. Acompáñanos. Te encontraremos un trabajo.
—No, no, gracias —ella, con la carne de gallina, empezó a retroceder.
—Querrás decir: «No, gracias, capitán» —dijo un hombre alto con tricornio, que le tapó el paso.
—Capitán —repitió ella obedientemente—. Yo sólo…
—Ven con nosotros.
El hombre alto la empujó hacia el resto del grupo. El hombre al que había llamado capitán la agarró del hombro. Estaba lo suficientemente cerca para ver su cara alargada, la mandíbula huesuda ligeramente oscurecida por una barba incipiente y la cabeza descubierta. Sus ropas eran extravagantes, casi viejas; los faldones de la levita amplios y el magnífico encaje que le cubría el cuello sucio. Los ojos que la miraron eran marrones, fríos e inexpresivos. Si un lagarto pudiera hablar…
—¿Cómo te llamas?
—Clem, capitán.
Ella intentó aguantarle la mirada de reptil, pero tuvo que bajarla hasta la muñeca de él, que estaba descubierta, con el encaje debajo de la manga. Tenía un tatuaje en el dorso de la mano. Pudo ver la cola y el aguijón de un escorpión con la cabeza y el cuerpo que desaparecían dentro de la manga con puño ancho. Se le nubló la vista.
—Entonces, vamos, Clem.
No podía correr a ninguna parte, sus dedos se le clavaban en la clavícula. Clemence dejó que la empujara dentro de la taberna. Estaba abarrotada y pensó que una vez dentro podría escabullirse.
Sabía qué eran y también sabía que estaría mucho más a salvo con su tío Joshua y con Lewis que con ellos. Eran piratas y el hombre que la tenía agarrada era Matthew McTiernan,el Rojo, a no ser que los tatuajes de escorpiones estuvieran de moda.
La empujaron escalones arriba y entraron en el ambiente caluroso y ruidoso de la taberna. Volvió a dejar que la empujaran y miró alrededor para buscar una escapatoria mientras la multitud se apartaba para dejar paso a McTiernan y sus hombres. Era un sitio peligroso, pero los clientes estaban reaccionando como zorros ante un lobo que ha llegado a por un cadáver.
Un hombre se acercó limpiándose las manos en un delantal mugriento.
—Está allí —el hombre señaló con la cabeza hacía un rincón.
Había un hombre sentado solo a una mesa a pesar del gentío. Tenía la mirada clavada en los dados que tiraba una y otra vez. Era alto, delgado y de miembros largos. Veloz como una fragata, se dijo ella mirándolo fijamente cuando debería estar buscando la ocasión de escapar. Tenía el pelo largo y castaño con mechones aclarados por el sol, la piel muy bronceada y la ropa parecía de calidad aunque gastada por el uso.
—Stanier.
Él levantó la mirada. Sus ojos eran de un azul asombroso contra la piel oscura.
—Sí…
—Me han dicho que buscas trabajo de navegante.
El hombre llamado Stanier se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Eres bueno? —preguntó el pirata.
—El mejor de estos mares —contestó él con un gesto en los labios que, siendo muy generoso, podría llamarse una sonrisa—. Pero ya lo sabes, McTiernan, si no, no estarías aquí.
Los huesudos dedos que la agarraban fueron a posarse sobre la empuñadura de una espada que colgada al costado del capitán. La tensión se adueñó del pequeño grupo y Clemence retrocedió dispuesta a desaparecer entre la multitud.
—Querrás decir: capitán McTiernan.
—Lo serás si trabajo contigo —replicó Stanier sin inmutarse—. Lo haré si me compensa.
—Sabes lo que ofrezco.
—Y yo quiero un camarote para mí y un mozo.
—¿Dónde te crees que estás? ¿Crees que sigues siendo un maldito oficial de Su Majestad? Te expulsaron, de modo que no te des aires de grandeza conmigo.
Stanier sonrió con una mirada gélida.
—Peor para ellos. Soy el mejor navegante que has visto en tu vida, en la Armada o fuera de la Armada.
Clemence dio un paso atrás, otro, fue a darse la vuelta…
—No, muchacho.
El hombre enorme del tricornio la agarró y le dio un tortazo con el dorso de la mano en la mejilla amoratada. Cegada por el dolor, Clemence se tambaleó y acabó cayéndose sobre una silla. Alargó la mano derecha para intentar agarrarse a algo y se dio cuenta de que estaba agarrando un muslo cálido y muy fuerte que, por algún motivo, no pudo soltar.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí?
Ella levantó la mirada y consiguió enfocarla en los ojos azules que miraban su mano con interés. Volvió a bajarla mientras el navegante le tomaba la mano con los dedos manchados de tinta.
—¿Sabes escribir, muchacho?
—Sí, señor.
Ella asintió vehementemente con la cabeza y en ese momento quiso estar sólo con él, con su mano en la de él. Qué desesperada tenía que estar para que ese hombre representara su seguridad.
—¿Sabes hacer cuentas?
Él le rozó el moratón de la cara con la yema de un dedo muy largo.
—Sí, señor —contestó ella haciendo un esfuerzo para no sobresaltarse.
—Excelente. Entonces, te tomaré como mi mozo —Stanier se levantó y tiró del cuello de la camisa de Clemence para que se levantara a su lado—. ¿Alguna objeción, caballeros?
—Es nuestro nuevo mozo.
Nathan Stanier miró con detenimiento al hombre que había hablado. Era grande, quizá con antepasados daneses, e iba incongruente e impecablemente vestido desde lo alto de su tricornio hasta la punta de los lustrosos zapatos. Era Cutler, el primer oficial, el hombre con unos ojos azules tan pálidos que podrían haber sido los de una barracuda, a juzgar por la humanidad y calidez que transmitían.
—Ahora, es mío —replicó Nathan—. Estoy seguro de que habrá alguien más en la tripulación que pueda llevar vuestra ropa y calentar algunas hamacas.
El muchacho se quedó a su lado sin hacer nada. A Nathan le pareció captar cierto estremecimiento en él, aunque no supo si se debía al miedo o al dolor por el tortazo.
Ese chico parecía demasiado inocente para saber el motivo principal para que lo quisieran a bordo. No tenía pensado convertirse en tutor de jóvenes perdidos por los muelles, pero ése tenía algo distinto. Estaba ablandándose o quizá fueran los años que había pasado ocupándose de cadetes tan bisoños que se pasaban el primer mes llamando a sus madres por la noche. Aunque ya no se ocupaba de la formación de los futuros oficiales de la Armada. Lord Phillips, el viejo demonio, se había encargado de eso.
Cutler entrecerró los ojos agarrando la empuñadura de su arma.
—Que se quede con el chico —intervino McTiernan—. No me gusta inmiscuirme en los placeres de un hombre —alguien se abrió paso entre el gentío y susurró algo al oído del capitán—. Al parecer, el ejército ronda por Spanish Town. Es hora de marcharse, caballeros.
Nathan apoyó la mano en el hombro del chico.
—Ni se te ocurra pensar en escapar —le susurró—. ¿Cómo te llamas?
—Cl… Clem, señor.
A él le pareció que tenía una voz rara, ronca y débil a la vez. Quizá fueran los nervios…
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
A él le pareció que tenía catorce. Nathan llamó a un camarero y le dio una moneda.
—Toma mis bolsas y ten cuidado de no chocarlas —no quería que sus instrumentos se rompieran antes de haber empezado—. ¿Tienes algo, Clem?
Ella negó con la cabeza.
—Ellos me agarraron ahí fuera.
Entonces, seguramente habría una familia preguntándose qué le había pasado a su hijo. Nathan se encogió de hombros. Al fin y al cabo, no eran peor que las patrullas encargadas de los reclutamientos forzosos.
Tenía preocupaciones mayores que un joven desharrapado. Por ejemplo, seguir vivo entre esos tiburones y que McTiernan siguiera creyendo que era quien había dicho que era, hasta que lo dejara en manos del destino que se había merecido con creces.
El chico bajó hasta el bote y se movió con soltura entre la media docena de remeros. Al menos, estaba acostumbrado a las embarcaciones pequeñas. Se agachó en la proa rodeándose el cuerpo con los brazos como si tuviera frío a pesar del calor que hacía.
Los remeros sacaron el bote entre los barcos amarrados hasta llegar cerca de los acantilados. El ruido de las olas que barrían los bajíos de arena que rodeaban el puerto era casi estruendoso. Debería haberse imaginado que McTiernan habría preferido fondear cerca de lo que quedaba del abyecto Port Royal. Después de un siglo de terremotos, huracanes e incendios, quedaba muy poco de aquel reducto de piratas, uno de los sitios más infames de la tierra, pero las cabañas que resistían en la arena serían el hogar natural para McTiernan y su tripulación. Estaba oscuro una vez lejos de los barcos honrados que se habían agrupado para defenderse de los chacales del mar. La imponente masa que apareció delante de ellos tenía muy pocas luces, pero una destelló como respuesta al grito lanzado desde el bote. ElSea Scorpionera como se lo había imaginado: de velas cuadradas, poco mayor que una fragata y construido para ser veloz en esas aguas poco profundas con canales enrevesados.
Empujó al chico hacia la escala y subió detrás de él.
—¿Qué es esto?
El hombre que los miraba a la luz de un farol era el contramaestre, a juzgar por la soga alquitranada y con nudos que llevaba para azotar a los marineros holgazanes, como haría cualquier contramaestre de la Armada.
—Son el señor Stanier y su mozo —contestó McTiernan con tono burlón al llamarlo «señor»—. Dales el camarote de invitados, ya que no tenemos visitantes.
—¿Qué quiere decir con el camarote de invitados? —susurró Clem, perplejo por las risotadas del capitán.
—Rehenes. Hay que mantenerlos en un estado aceptable… Al menos, a los que pueden proporcionarte una buena cantidad de dinero.
Si no esperaban conseguir dinero, se divertían despedazándolos hasta que la cubierta estuviera completamente roja y luego echaban los trozos al mar para que se los comieran los tiburones. Pensó que era mejor no explicarle por qué apodaban el Rojo a McTiernan. El chico ya tendría tiempo de darse cuenta de dónde se había metido.
El camarote era amplio, Nathan casi podía ponerse completamente erguido, tenía un ojo de buey, dos camastros e, incluso, algo tan lujoso como un diminuto compartimento con un cubo, otro ojo de buey y un estante con una palangana de hojalata.
Clem asomó la cabeza y se volvió con un gesto de espanto.
—Mantenerlo limpio es una de tus tareas —le explicó Nathan—. Te aseguro que es mejor que los comunes —ese chico parecía remilgado aunque no podía estar acostumbrado a algo mejor en su casa—. Acompáñame, buscaremos algo de comida y la bomba de agua salada —levantó el farol y lo colgó de un gancho que había en la viga central. Clem parpadeó—.
¿Cómo te has metido en este jaleo?
—Mi tío me pegó.
Él captó la furia de su tono; quizá ese chico no fuese tan apocado como parecía.
—Quédate conmigo todo el tiempo que puedas. Cuando no estés conmigo, intenta quedarte en cubierta o aquí dentro; no te quedes solo con nadie hasta que no los conozcamos mejor. ¿Has entendido? Clem negó con la cabeza. Maldito fuera, era un chico inocente al que había que explicárselo todo.
—En el barco no hay mujeres. Eso es un inconveniente para algunos de la tripulación y tú podrías ser la solución.
Clemence lo miró fijamente y notó que se quedaba pálida. Ellos creían que era un chico y aun así… ¡Santo cielo! Además, entonces descubrirían que era una chica y entonces…
—Eso es lo que quiso decir el capitán cuando dijo que no os privaría de vuestros placeres —dijo ella mirando con terror a su salvador—. Él cree que vos…
—Está equivocado —le interrumpió Stanier lacónicamente—. Los chicos no me atraen en absoluto; estás a salvo aquí, Clem.
Ella tragó saliva. Era un concepto de estar a salvo que desconocía. Fuera lo que fuese ese hombre, se había enrolado voluntariamente en una de las tripulaciones de piratas más sanguinaria de las Indias Occidentales. Su serenidad, confianza en sí mismo y tamaño podían darle ganas de abrazarlo y aferrase a él toda su desdichada vida, pero también sabía que el miedo le nublaba el sentido común. Cuando los ríos sedesbordaban, se veían ratones y serpientes, ratas y gatos, aferrados a la vegetación que flotaba y demasiado asustados de ahogarse como para pensar en comerse unos a otros. Sin embargo…
—De acuerdo.
Ella asintió con la cabeza. Tenía que concentrarse. Tenía que seguir con la farsa, complacer a ese hombre para que la protegiera y estar ojo avizor para aprovechar una ocasión de escaparse.
—¿Tienes hambre? ¿No? Yo, sí. Vamos.
Ella lo siguió conteniéndose las ganas de colgarse de los faldones de su levita. De niña, había corrido por los barcos de su padre en el puerto, había salido por ojos de buey e, incluso, había trepado por los aparejos. Mientras se acercaban al olor de un guiso de carne, se dio cuenta de que ese barco no era distinto, aunque esa tripulación no era de empleados disciplinados, sino de canallas peligrosos y despiadados.
Llegaron a la cocina, donde había una marmita enorme sobre una plataforma de ladrillos. El cocinero daba vueltas al guiso con una cuchara de madera y un cuchillo de carnicero metido por debajo del cinturón como si fuera un machete.
—Si queréis comer tendréis que esperar a mañana por la mañana.
—Soy el señor Stanier, el navegante, y nos darás algo de comer a mi mozo y a mí. Ahora.
El hombre lo miró fijamente.
—Sí, señor.
—Además, como estamos en puerto, supongo que habréis cargado víveres frescos. Yo tomaré carne, pan, queso, fruta y cerveza. ¿Cómo te llamas?
—Street, señor.
—Entonces, en marcha, Street —miró a Clemence—. Despierta, muchacho. Busca una bandeja y platos. Como si fueras avispado.
Clemence consiguió entrar en el camarote cargando una bandeja con bastante comida, en su opinión, para seis personas y la dejó en la mesa que había en el centro. Stanier fue a mirar por el ojo de buey mientras ella le servía la comida en un plato y la cerveza en una jarra. Luego, se sentó en el borde del camastro más pequeño, que tenía la forma curvada del costado del barco.
¿Qué estaba mirando tan fijamente? Ella intentó adivinar la dirección y decidió que estaba mirando las ruinas del viejo Port Royal, pero ¿qué podía ver en una noche sin luna?
—¿Por qué no comes? —él se dio la vuelta y la miró con el ceño fruncido.
—Comí antes… antes de marcharme.
—Come más, estás en los huesos. Es una orden — añadió él al ver que ella iba a protestar—. Siéntate ahí y come.
—Esto no es la Armada —replicó Clemence antes de morderse el labio y obedecer.
—No, eso es verdad.
Stanier sonrió y fue el primer gesto divertido que ella le había visto. Aunque, pensándolo bien, no fue una sonrisa muy cálida. Mostró unos dientes magníficos y arrugó atractivamente los bordes de sus ojos, pero los ojos azules estaban alerta.
—¿Qué ha pasado con el «señor»?
—Lo siento, señor.
Ella se sentó en un taburete de tres patas e intentó acordarse de cómo se comportaban a la mesa sus amigos masculinos. Casi todos, como una bandada de alcatraces.
—No tengo cuchillo, señor…
—¿Tienes servilleta?
Stanier sonrió bastante sinceramente cuando ella negó con la cabeza y con perplejidad. Hizo un esfuerzo para mantener la boca cerrada. Cuando sonreía, parecía… Contuvo la respiración e intentó no quedarse boquiabierta como una boba. Afortunadamente, él se había dado la vuelta y estaba rebuscando de una de las bolsas de lona que había apilado en un rincón del camarote. Volvió a darse la vuelta con una navaja y una servilleta moteada.
—Toma.
—Gracias.
Ella se sujetó la servilleta en el cuello de la camisa, abrió la navaja e intentó no imaginarse a los dos cenando en una recepción, vestidos de etiqueta y coqueteando un poco. Luego, podrían salir a la terraza y coquetear un poco más… Eso era ridículo. No había coqueteado nunca ni había querido hacerlo.
—Deberías llevar la navaja todo el rato. ¿Sabes usarla?
Stanier cortó un trozo de cordero, lo puso sobre una rebanada de pan y se lo comió con concentración.
—¿Contra un hombre? Mmm… no —Clemence pensó en Lewis—. Pero seguramente podría hacerlo si estuviera bastante asustado.
—Perfecto —él tragó y dio un sorbo de cerveza—. Come.
—He pensado que prefería esperaros, señor. Tenéis hambre.
—Efectivamente. Es lo primero que como en cuarenta y ocho horas.
Stanier cortó un trozo de queso y le pasó el resto a ella.
—¿Por qué?
Clemence cortó otro trozo y comprobó que tenía un hueco para meterlo.
—Estoy sin blanca —reconoció él con franqueza—. Si no hubiera encontrado esto, me habría visto obligado a trabajar honradamente algún día.
—Esto, desde luego, no es honrado —replicó Clemence antes de darse cuenta.
—¿Te lo parece? —él la miró con intensidad por encima de la jarra de cuerno—. Eres muy perspicaz, joven Clem.
—Los piratas mataron a mi padre y se llevaron su barco.
Ella bajó la cabeza para parecer un joven abatido, algo que no le costó mucho.
—Entiendo. Acabaste con un tío que te pegaba, ¿no? —él apoyó un dedo debajo de su barbilla y le levantó la cara para mirarle los moratones—. ¿Has oído la expresión de que el remedio es peor que la enfermedad?
—Sí, señor.
Ella contuvo las ganas de apoyar su dolorida cara en su mano cálida y curtida. Sólo se debía a que estaba cansada, asustada y nerviosa y quería que alguien la abrazara y le dijera que no iba a pasarle nada. Sin embargo, ya había pasado algo y ese hombre tampocoera el indicado para consolarla. Sintió la remota esperanza de que algún día quizá encontrara a alguien en quien pudiera confiar. Estaba más que cansada y poniéndose melancólica. Sólo podía confiar en sí misma.
Por fin, Stanier dejó de comer.
—Me llevaré los platos.
—Ni hablar. No vas a merodear por el barco de noche hasta que lo conozcas perfectamente —él le quitó la bandeja—. En esa bolsa encontrarás sábanas.
A Clemence le pareció muy raro que un pirata llevara ropa de cama limpia, pero abrió la bolsa. Efectivamente, había sábanas limpias, aunque fueran ásperas y estuvieran remendadas. Cubrió los jergones, enrolló las mantas para que sirvieran de almohadas y se encerró en el maloliente cubículo. Si al día siguiente no tenía nada que hacer, buscaría un cepillo y lo limpiaría.
Sin embargo, la intimidad, aunque fuese una intimidad maloliente, podía salvarla. Si no, no podía imaginarse cómo habría sobrevivido en un barco lleno de hombres. Clemence consiguió abrir al ojo de buey para que entrara un poco de olor a mar y salió de allí. Se lavaría en otro momento; sólo quería dormir y despertarse para comprobar que todo aquello había sido una pesadilla.
¿Podía acostarse o Stanier quería que hiciese algo más? Estaba dudando cuando él volvió a entrar.
—Gracias a Dios, esta noche no tengo guardia — comentó él—. A la cama, joven Clem —miró a Clemence con cierta censura—. Ni jabón, ni cepillo de dientes, ni sábanas limpias… Veré lo que puedo encontrarte mañana.
No puedo imaginarme que te acuestes sin lavarte y con la camisa puesta.
—No, señor…
Clemence añoró su bañera, su jabón aromático y los pétalos de flores flotando en el agua, una cama limpia con almohadas mullidas y una doncella sonriente que le entregara un camisón de algodón blanco como la nieve.
Stanier se sentó en el borde de su camastro, se quitó la levita y el chaleco y empezó a desabotonarse la camisa. Ella se quedó sin respiración. Iba a desnudarse allí mismo… Él se levantó y ella se agachó para quitarse los zapatos como impulsada por un resorte. Echó una ojeada de soslayo. Seguía de pie y no podía quitarse nada más… Podía quitarse el cinturón. Por el rabillo del ojo vio que él se quitaba los zapatos con los pies. Un pie desapareció. Debía de haberlo apoyado en el baúl para quitarse el calcetín. Efectivamente, vio un pie desnudo y el otro desapareció.
—¿Qué haces, muchacho?
—La hebilla del cinturón… está muy apretada — balbució ella.
—¿Quieres que te ayude?
—¡No! —exclamó ella con un tono muy agudo.
Afortunadamente, él fue al cubículo y cerró la puerta. Clemence se quitó los pantalones, se metió en la cama y se tapó hasta la nariz.
La puerta chirrió. Estaba saliendo. Clemence subió más la sábana y fingió estar dormida. Llevada por la curiosidad, abrió ligerísimamente los ojos y miró entre las pestañas. Stanier estaba completamente desnudo y con las calzas en una mano. Ella se mordió la lenguapara contener la expresión de asombro. Él dejó la ropa en una silla y se pasó los dedos entre el pelo como si estuviera pensando algo.
Ella podía cerrar los ojos, naturalmente, pero se quedó mirando las sombras como si estuviera hipnotizada. Tenía las piernas largas y musculosas, las caderas estrechas y el vientre plano y dividido por una hilera de vello que le bajaba desde el pecho. Siguió bajando la mirada hasta la impresionante evidencia de que estaba compartiendo el camarote con un hombre. Ya lo sabía, se dijo a sí misma, pero verlo así, tan cerca y tan viril, hacía que le costara respirar.
Tampoco desconocía cómo eran los hombres. Había nadado con sus amigos en las pozas que había debajo de las cascadas, pero él no era un niño impúber. En una sociedad esclavista, también se veían adultos desnudos, pero apartabas la mirada para no presenciar ese trato humillante. No debería estar mirándolo fijamente, pero Stanier parecía tan cómodo y relajado con su desnudez que no creía que se pusiera las calzas si supiera que estaba despierta. Aunque, claro, no sabía que era una mujer.
—¿Estás dormido? —preguntó él en voz baja.
Clemence cerró los ojos todo lo que pudo, murmuró y se dio la vuelta. Oyó una risa contenida a sus espaldas.
—Será mejor que no ronques.
Nathan miró el camastro. El chico lo había hecho bastante bien, pero no tenía sueño. Más aún, se sentía desesperadamente despierto y eso era insoportableporque iba a tener que estar muy espabilado cuando amaneciera para sacar alSea Scorpiondel puerto y tomar el rumbo que McTiernan quisiera. Sabía la reputación de ese hombre y plantearía alguna dificultad para ponerlo a prueba.
Encontró el grueso cuaderno en su viejo macuto de cuero y se metió en la cama con él. Oyó la leve respiración que le llegó desde el otro camastro. ¿Qué estaría haciendo al hacerse responsable de otra persona cuando tenía que pensar en su propio pellejo?
Nathan empezó a estudiar las notas que había tomado en un área de ciento cincuenta kilómetros alrededor de Jamaica. No fanfarroneó cuando le dijo a McTiernan que era el mejor navegante de esas aguas; lo era, al menos, en teoría.
No subestimaba su profundo conocimiento y experiencia en casi todos los mares del mundo, pero el Caribe no era uno de ellos y sabía que no bastaba con haberse pasado dos meses recorriendo esas aguas traicioneras y tomando infinidad de notas. No bastaba, ni mucho menos. Entonces, se dio cuenta de la dureza entre las piernas y comprendió por qué estaba tan inquieto.
¿Qué estaba pasándole y por qué? Bastante cosas tenía en la cabeza para pensar en mujeres y, además, no había visto una sola mujer en toda la noche. Por lo tanto, no debería haber ninguna imagen inoportuna en su cabeza que lo alterara.
El recuerdo de las voluptuosas curvas de su difunta esposa y el destello de sus ojos y su pelo oscuros se presentaron sin poder evitarlo. Nathan se movió con impaciencia. Creía que había aprendido a no pensar enJulietta. Además, esos pensamientos ya no iban acompañados de la lujuria.