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Dashiell Hammet, el autor más respetado dentro del género de la novela negra, decidió que el protagonista de este relato, el hombre sin nombre conocido como el detective de la Continental, fuera su detective estrella. En este caso, el famoso investigador y un policía amigo, deben resolver un asesinato con una variedad de pistas extrañas y discordantes. En lugar de seguirlas hasta el violento final, el sagaz detective decide ignorarlas implementando un método alternativo.
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Veröffentlichungsjahr: 2019
La decima pista
—Don Leopold Gantvoort no está en casa dijo el empleado que me abrió la puerta—, pero está su hijo, el señorito Charles, si desea verlo.
—No. El señor Gantvoort me dijo que me recibiría cerca de las nueve. Son las nueve en punto y estoy seguro de que no tardará. Lo esperaré.
—Como guste el señor.
Se apartó para dejarme pasar, tomó mi abrigo, mi sombrero y me condujo a la biblioteca de Gantvoort situada en el segundo piso, allí me dejó solo. Tomé una de las revistas que había sobre la mesa, coloqué a mi lado un cenicero, y me puse cómodo. Pasó una hora. Dejé de leer y comencé a inquietarme. Otra hora... Comencé a preocuparme.
Comenzaba a dar las once un reloj del piso bajo, cuando entró en la habitación un joven alto y delgado de unos 25 o 26 años, piel muy blanca, ojos y cabellos oscuros.
—Mi padre no ha regresado todavía —me dijo—. Es una lástima que usted lo haya esperado tanto tiempo. ¿Puedo ayudarlo en algo? Soy Charles Gantvoort.
—No, gracias —me levanté del sillón acoplando una despedida educada—. Llamaré mañana.
—Lo siento —murmuró, y nos dirigimos juntos hacia la puerta.
En el momento en que salíamos al pasillo, un teléfono situado en un rincón de la habitación comenzó a sonar con un ring amortiguado. Me detuve en el umbral de la puerta mientras Charles Gantvoort se acercaba a responder. Habló a mis espaldas.
—Sí. Sí. Sí. —de pronto, bruscamente—. ¿Qué? Sí —y, luego, anonadado—. Sí.
Se dio vuelta hacia mí, lento, con el auricular todavía en la mano. Tenía el rostro desencajado, grisáceo, un gesto de angustia, los ojos abiertos de par en par y la boca entreabierta.
—Mi padre —murmuró—. Ha muerto. Lo han matado.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—No lo sé. Era la policía. Quieren que vaya inmediatamente.
Se enderezó con esfuerzo, recobró su postura y colgó el teléfono. Los músculos de su rostro se relajaron solo un poco.
—Perdone mi...
—Señor Gantvoort —lo interrumpí—, trabajo para la Agencia de Detectives Continental. Su padre llamó a nuestras oficinas por la tarde y pidió que le enviaran un detective esta misma noche. Dijo que lo habían amenazado de muerte. Pero teniendo en cuenta que aún no me había contratado, a menos que usted quiera...
—Desde luego. Está usted contratado. Si la policía no encontró al asesino, quiero que haga usted todo lo posible por encontrarlo.
—Bien. Vamos a la jefatura.
Ninguno de los dos habló durante el camino. Gantvoort iba inclinado sobre el volante del automóvil lanzado a través de las calles a una increíble velocidad. Me quemaba el deseo de hacer cantidad de preguntas, pero me di cuenta de que para mantener aquella velocidad sin estrellarnos era necesario que concentrara toda su atención en la ruta. Así que opté por no molestarlo y guardé silencio.
En la jefatura de policía nos esperaban media docena de oficiales. Estaba a cargo del caso el inspector O’Gar, un sargento de cabeza alargada que parece un sheriff de película, incluido el sombrero negro de ala ancha, pero que no por eso disfruta menos de mi respeto. Ya habíamos trabajado juntos en dos o tres casos, y nos llevábamos maravillosamente. Nos acompañó a uno de los despachos situados bajo la sala de reuniones. Desparramados sobre el escritorio había aproximadamente una docena de objetos.
—Quiero que mire estas cosas detenidamente —dijo el sargento a Gantvoort— y elija las que pertenecieron a su padre.
—Pero, ¿dónde está?
—Haga esto primero —insistió O’Gar—, y luego lo llevaré a verlo.
Miré los objetos que había sobre la mesa mientras Charles Gantvoort hacía la selección. Un alhajero vacío, una agenda, tres cartas en tres sobres abiertos dirigidos a la víctima, varios documentos, un manojo de llaves, una lapicera, dos pañuelos de lino blanco, dos casquetes de pistola, una navaja y un lápiz de oro unidos a un reloj también de oro, por una cadena de oro y platino, dos monederos negros de piel, uno de ellos nuevo y el otro muy usado, cierta cantidad de dinero en billetes y monedas, y una máquina de escribir abollada y retorcida salpicada de un enredo de cabellos y sangre. Una parte de los objetos estaban manchados de sangre, y la otra, limpios.
Gantvoort seleccionó el reloj con sus accesorios, las llaves, la agenda, los pañuelos, las cartas, los documentos y el monedero usado.
—Esto era de mi padre —dijo—. Las otras cosas no las he visto nunca. Como no sé cuánto llevaba encima esa noche, no les puedo decir si ese dinero le pertenecía o no.
—¿Está seguro de que no eran suyos los demás objetos? —le preguntó O’Gar.
