La democracia medioambiental - Éric Pommier - E-Book

La democracia medioambiental E-Book

Éric Pommier

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Beschreibung

Ante el impresionante despliegue del poder técnico y las amenazas que este conlleva, nuestro tiempo es cada vez menos sordo a la necesidad de defender un principio de responsabilidad hacia las generaciones futuras, la vida y la Tierra. Pero no va de suyo que un régimen político pueda encarnar tal principio ético. En efecto, no está claro, por un lado, cómo podríamos representar los intereses de las generaciones futuras –ya que aún no han nacido–, y por otro, cómo defender los intereses de los seres vivos y de la Tierra, puesto que no son sujetos de derecho. ¿Deberíamos concluir de esto que la nueva exigencia ética es solo una utopía irrealizable que podría incluso ser peligrosa para las democracias si buscáramos a toda costa encarnarla? En efecto, si podemos criticar la democracia porque no le importa el planeta, los seres vivos y las generaciones futuras, también podemos criticar a un régimen que pretende defender tales intereses en detrimento de los derechos de los sujetos clásicos, es decir, la humanidad contemporánea. Este libro, publicado originalmente en francés por la editorial PUF (Presses Universitaires de France) y traducido al español para la presente edición, propone explorar las vías de una reconciliación entre lo ético y lo político a través del concepto de democracia ambiental.

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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Cultural

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

www.ediciones.uc.cl

LA DEMOCRACIA MEDIOAMBIENTAL.

PRESERVAR NUESTRA PARTE DE NATURALEZA

Éric Pommier

Traducción: Pablo Fante

La démocratie environnementale - Préserver notre part de nature. © Presses Universitaires de France/Humensis, 2022.

© Inscripción Nº 2022-A-5472

Derechos reservados

Junio 2022

ISBN Nº 978-956-14-2976-5

ISBN digital Nº 978-956-14-2977-2

Diseño: Francisca Galilea R.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected].

CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

Pommier, Éric, autor.

La democracia medioambiental: preservar nuestra parte de naturaleza / Éric Pommier.

Incluye notas bibliograficas.

Ontología.

Responsabilidad ambiental.

Tít.

2022 111+ DDC23 RDA

A mi hermano Alain y a Yolanda, engagés.

Índice

INTRODUCCIÓN

Capítulo I. Enfoque social de la responsabilidad

§ 1. La técnica moderna y el sujeto de la responsabilidad

§ 2. Materializar la responsabilidad

§ 3. El modelo de la conexión social de Iris MarionYoung

Capítulo II. La responsabilidad debatida

§ 4. La necesidad de un nuevo imperativo de responsabilidad

§ 5. Debate sobre el principio de responsabilidad

§ 6. Justificación pragmático trascendental del deber de responsabilidad

§ 7. Crítica de la crítica

§ 8. La responsabilidad en la justicia

Capítulo III. Hacia la definición de una democracia medioambiental. Responsabilidad y deliberación

§ 9. La aporía política del Principio de responsabilidad de Hans Jonas

§ 10. El cuestionamiento del régimen democrático contractualista a la luz del Principio de responsabilidad

§ 11. La responsabilidad de deliberar

§ 12. La deliberación como realización del principio de responsabilidad

Capítulo IV. De la comunidad biótica a la Tierra: fundar el deber ecológico

§ 13. El problema del valor de la comunidad biótica

§ 14. La ética medioambiental puesta a prueba por la crisis climática

§ 15. De la responsabilidad por la Tierra y la humanidad al problema de la relación

§ 16. El mundo de los contenidos concretos

§ 17. Hacia el principio de la realización de sí mismo (Self-Realization)

CONCLUSIÓN

NOTA BIBLIOGRÁFICA

AGRADECIMIENTOS

Introducción

De la impotencia ética al poder político

Se podría expresar cierta decepción al observar la aparente falta de eficacia de varias décadas de discursos generados por la ética medioambiental. Y produce aun más confusión porque la vocación propia de esta disciplina no es quedarse en el simple plano del análisis teórico, sino que invitarnos a reorientar nuestras acciones en el sentido de un mayor respeto de los seres vivos, los ecosistemas y la naturaleza en general. El malestar que se siente ante nuestra incapacidad para renovarnos es cada vez mayor, a pesar de los esfuerzos de la ética para ampliar el campo de nuestras preocupaciones morales, porque no se trata de preservar la naturaleza, sino también, y quizá, sobre todo, preservarnos a nosotros mismos ante el riesgo de una posible destrucción. ¿La devastación de la naturaleza no sería acaso una forma de suicidio para la humanidad?

Ciertamente, como Eugene Hargrove en «What’s wrong? Who’s to blame?»1, se podría señalar la necesidad de abordar aún más los problemas medioambientales en el campo universitario, allí justamente donde los estudiantes se han de formar sobre la gobernanza pública. Así, convendría reducir la brecha entre un mundo político obsesionado por una economía «libre de valores» y una ética medioambiental de influencia demasiado limitada. Se puede considerar, además, como lo recomienda David Johns en «The ir/relevance of environmental ethics»2, que le corresponde al ético medioambiental adaptar y simplificar su discurso, aprendiendo a conmover para movilizar más a la opinión pública y así extender su rango de influencia. Se trataría de convocar los sentimientos y utilizar estratégicamente las creencias de los interlocutores para captar su atención y consideración. Se aplicaría una retórica astuta al servicio de los desafíos medioambientales y, al respecto, relatos evocadores y storytelling serían sin duda las claves del éxito.

Aunque no se puede ignorar el interés de ambas proposiciones –la que pretende educar al individuo (en particular, al futuro responsable público) para que tome en consideración normas y elementos éticos complejos, y la que apuesta por rebajar el ideal ante las condiciones retóricas para que sea aceptado por la conciencia ordinaria–, hay que reconocer que cierta impotencia del discurso medioambiental no depende únicamente de su falta de propagación en el cursus studiorum (en particular, el de los futuros dirigentes políticos), o de su complejidad, justificando con esto que el filósofo se vuelva educador u orador. Bajo este último punto de vista, aunque se puede esperar del filósofo (en este caso, el ético) que actúe como un intelectual y que cree entonces las condiciones para que lo universal se vuelva accesible para la mayoría, sin embargo, no debe ser confundido con el sofista o el simple orador, para quienes el fin justifica los medios. No se trata de seducir o persuadir a una multitud, de llegar superficialmente a las conciencias, sino más bien de convencer racionalmente a un público, e incluso a un pueblo, sobre la importancia de los temas medioambientales. La retórica de la emoción o el sentimiento produce efectos versátiles y cambiantes, y no una adhesión profunda y fundada. No busca unir en torno a la búsqueda de cierta verdad o volver consciente de la realidad. En ese caso, sería mejor que el filósofo se vuelva educador, y Eugene Hargrove tendría razón en subrayar la necesidad de abordar más las esferas de la economía y la política para hacer cambiar las representaciones de los responsables políticos hacia una apreciación más exacta de los problemas del mundo contemporáneo, que están relacionados con la naturaleza e implican valores. Esto equivaldría a creer que los móviles del cambio se reducen a la educación correcta de una élite (política económica) refractaria al cambio, sin analizar con mayor profundidad los frenos y obstáculos para la transformación social que pueden imponerse a las propias élites.

Ciertamente, no se debe sobreestimar la supuesta impotencia de la ética medioambiental, como si esta no hubiera logrado aportar nada a la toma de conciencia de los problemas ecológicos que marcan nuestra época. De hecho, hoy no estamos en la misma situación que hace algunas décadas. Sin embargo, e independientemente de su valor teórico propio, quizá no sería injusto reconocer que su falta de eficacia proviene de una interrogación insuficiente sobre el carácter problemático de la acción colectiva. Como lo escribió Hans Jonas en 1983: «La ética medioambiental naciente […] es la expresión aún indecisa de esta extensión de nuestra responsabilidad, que corresponde por su parte a la ampliación sin precedentes del alcance de nuestras acciones»3. En otros términos, para ser correctamente planteada, la pregunta medioambiental debe hacerse sobre todo en términos de responsabilidad con respecto a las consecuencias de nuestras acciones, en cuanto afectan a la naturaleza en su conjunto. En este sentido, la ética medioambiental «histórica» no sería sino el preludio de una ética de la responsabilidad, que sería la única con la madurez suficiente para medir el tipo de problemas que hoy debemos afrontar.

Las dificultades para encarnar los resultados de la ética medioambiental requieren una reflexión sobre la lógica de la acción colectiva y, más precisamente, sobre la técnica. No comprendamos con esto la simple preocupación de la eficacia o la organización. No comprendamos con esto el uso de la razón instrumental o la capacidad para implementar los medios pertinentes para lograr un objetivo determinado. Habrá que volver a esto (ver § 1), pero señalemos desde ya que se trata más bien de reconocer que la técnica es nuestro modo de ser privilegiado y casi unilateral y que, desde este punto de vista, vuelve casi «impensable» o «insensata» cualquier otra forma de actuar en el mundo. No hay que sorprenderse de este éxito, porque es la fuente misma de un poder de alcance planetario. Pero tampoco habría que subestimar los problemas que ha conllevado. Su universalización significa la globalización del peligro. La naturaleza por preservar ya no es simplemente una naturaleza salvaje o extraordinaria: es una naturaleza común, aquella con la que estamos en contacto todos los días. Ya no hay que cuidar una provincia determinada del universo: es la Tierra misma la que requiere nuestra atención. A la acción técnica universalizada hay que agregar una acción ética más esencial, necesaria para su regulación. Como nuestra hiperpotencia técnica es la que podría explicar nuestra impotencia ética, es indispensable tomar en cuenta las condiciones necesarias para una ética adaptada a la era tecnológica4.

En efecto, el problema de la naturaleza se ha vuelto como nunca nuestro problema, y su preservación nuestra preservación. Aunque es una intuición que requiere mayor meditación (ver § 17), se nos hace difícil negar que «una vida extrahumana empobrecida, una naturaleza empobrecida significa también una vida humana empobrecida»5. Sol verde (Soylent Green), dirigida por Richard Fleischer y estrenada en 1973, nos sitúa en la ciudad de Nueva York en el año 2022. Nos encontramos en un mundo dominado por la contaminación, sobrepoblado, con un clima recalentado por el efecto invernadero. La industrialización llegó a destruir prácticamente toda huella de la naturaleza, salvo una modesta reserva de árboles en la ciudad, algunas granjas ultraprotegidas y el océano. Esta destrucción casi completa del medioambiente plantea sobre todo el problema de la alimentación. La comida tradicional se ha vuelto sumamente escasa y su valor es extremadamente elevado. Un pedazo de carne de res es una pieza excepcional que solo los ricos pueden permitirse a veces, mientras que el grueso de la población se alimenta con productos sintéticos. De hecho, la película comienza con el lanzamiento de uno de estos productos, el Soylent Green, fabricado a base de plancton, y que debía asegurar las necesidades alimentarias de la población. La devastación medioambiental es acompañada por una división de la humanidad en dos grupos. Por un lado, los ricos y poderosos, que gozan de condiciones materiales favorables y tienen acceso al agua y lo que queda de comida orgánica. Por otro lado, los pobres, sin empleo y hambrientos, lo que motiva disturbios de hambre; por lo demás, son reprimidos con retroexcavadoras que los arrojan a un camión volquete, tratándolos como desechos. Ciertas mujeres pueden escapar a la precariedad material, pero a condición de ser tratadas como «mobiliario» (furniture), poniéndose completamente al servicio del arrendatario del momento. Pertenecen efectivamente al edificio.

La historia de esta película se centra en la investigación del detective Frank Thorn (interpretado por Charlton Heston), a cargo de dilucidar el asesinato de un hombre rico, Simonson, miembro del consejo de Soylent Industries, la empresa que fabrica los productos sintéticos necesarios para la alimentación mundial. Gracias a Shirl, el «mobiliario» de Simonson, Thorn se entera de que este se había confesado con un sacerdote poco antes de su muerte; sin embargo, el sacerdote se niega a revelarle el contenido de esta confesión. En paralelo, el viejo Roth, con quien Thorn comparte su departamento, lee los informes de la actividad de la empresa Soylent que Thorn había recuperado donde Simonson. Roth, que cumple la función de «book» (lector), como es llamado en la película, se dirige al Intercambio (un consejo de lectores instruidos) para compartir con otros books el análisis del contenido de los informes de actividad. Conmocionado por el descubrimiento de la verdad, se dirige a una institución de suicidios asistidos donde el anciano, en su lecho de muerte, puede seguir una película de unos veinte minutos que le presenta la Tierra tal como era en el pasado. En la pantalla desfilan escenas de animales, hermosos paisajes, imágenes de torrentes, etc. Thorn se entera demasiado tarde de la decisión de su amigo, pero justo a tiempo para que Roth le comunique el secreto que el gobernador de Nueva York y la empresa Soylent intentaban esconder, y por el cual Simonson, tentado de revelarlo, había sido asesinado…

Escondido en uno de los camiones que transportan los cadáveres evacuados de la institución que aplicó la eutanasia a Roth, Thorn llega hasta una fábrica donde se descargan los cuerpos. El detective descubre entonces que el Soylent Green es fabricado a partir de cadáveres. El océano muere, ya no hay más plancton. Perseguido por un agente del gobierno para ser eliminado, Thorn logra sobrevivir. Herido, conmocionado, pero ayudado por su jefe, grita «Soylent is people!» y llama a denunciar las actividades de Soylent Industries.

La historia de este «triunfo» de la humanidad, que puede prescindir de la naturaleza gracias a la técnica, sin embargo, la lleva a perderse a sí misma a través de una pérdida de la naturaleza, condición de su inscripción terrestre que es esencial para su desarrollo. Al destruirla, la humanidad se devora a sí misma –en esta película, en un sentido literal. Es una humanidad degradada, cosificada, antropófaga, que perdió el sentido de la dignidad y que procede de la depredación medioambiental. Tal como lo teme Thorn, la próxima etapa sería de seguro la crianza de un ganado humano destinado a alimentar a «la humanidad», y esta de hecho no podría ni siquiera apelar a otras condiciones de vida, no solo porque sería «materialmente» imposible volver atrás, sino también porque ya no cuenta con la experiencia de su condición terrestre y que ya ni siquiera puede imaginarla (ver § 10). De hecho, es lo que manifiesta Thorn al ver las imágenes de la Tierra en el cine del hogar para moribundos.

No obstante, no hay que lamentarse a priori por el aumento del poder de la técnica. Aunque la artificialización global y fatal que produce es deplorable –y obviamente intolerable tal como se presenta en Sol verde–, la universalización de la humanidad que permite de manera concreta no es negativa en sí misma. Gracias a ella el hombre accede a la posibilidad de una conciencia de carácter planetario, la posibilidad de un destino realmente compartido. La técnica permite una mundialización de la humanidad al globalizar los problemas que debe afrontar. Sin embargo, no hay que confundir este efecto de mundialización con la exigencia de una cosmopolitización de la humanidad. La primera es automática, se basa en el régimen unilateral de la racionalidad técnica (o el ser técnico), efectúa una universalización homogeneizadora de facto y nos lleva, como hemos sugerido, a una forma de autodestrucción, cada vez menos lenta, por no prestarle una atención suficiente a nuestra condición natural. La segunda es justamente lo que falta por construir –es el objetivo de este ensayo– para regular la acción colectiva técnica según una concepción realmente concreta de la humanidad, respetuosa de sus diferentes formas y del habitáculo terrestre.

Como el plan de la ética por sí solo no basta para entregarle la fuerza necesaria a una acción colectiva orientada ecológicamente, todo ocurre como si, por primera vez en la historia humana, el problema de la democracia pudiese ser realmente central para la humanidad, en cuanto recurso vital para su conservación y extensión. Como el problema medioambiental se ha vuelta el problema vital de la humanidad en cuanto humanidad, y (como esperamos mostrarlo) si solo una democracia de envergadura cosmopolítica puede hacerse cargo de este desafío, entonces esta efectivamente debe poder convertirse en el asunto principal de nuestra época. Por cierto, existe la tentación de entregarle a la técnica las llaves de nuestra salvación, ya sea pretendiendo intervenir directamente los equilibrios planetarios para preservarlos (por ejemplo, con la geoingeniería y su anhelo de contener las tasas de dióxido de carbono), ya sea modificando al hombre (se trataría entonces de una antropoingeniería) para que las fallas de su voluntad sean compensadas por una reconfiguración técnica (genética) de su ser6. Pero tales «soluciones» no serían más que una forma de avalar la renuncia de la humanidad a ser sí misma, una manera de huir de su condición natural. En vez de reconocerse capaz de preservar las condiciones naturales de su existencia, se entregaría a esta impotencia adquirida, se mostraría incapaz de modificar las condiciones que la llevan a su perdición, al punto incluso de arrojarse a esta perdición considerando su reconfiguración genética. No se podría expresar mejor la desesperanza a la que podría llevarnos el fracaso de la cosmopolítica democrática.

Pero aún nos falta establecer la necesidad de esta política, y tal es el objetivo de este libro. En un primer momento, siguiendo la inspiración del filósofo Hans Jonas, formulamos el problema de la técnica tal como parece sobredeterminar la lógica de la acción colectiva e imponer un nuevo imperativo de responsabilidad para la vida y las futuras generaciones. Abordar el problema en estos términos nos parece un sólido punto de partida para una reflexión sobre la efectividad de la ética medioambiental porque, desde un inicio, permite plantearlo desde lo que parece ser la causa del desastre en curso y señala al mismo tiempo el camino para una solución: una ética de la responsabilidad atenta a la naturaleza y la humanidad en su desarrollo temporal. Por lo mismo, y es el sentido de este primer capítulo, nada se dice aún sobre el sujeto capaz de tal responsabilidad; y, con este objetivo, habrá que interrogarse si no podría ser hallado en una cierta forma de generar comunidad, de reconocerse responsables cada cual individualmente de las consecuencias colectivas de nuestras acciones.

Pero, suponiendo que así fuera, ¿no haría falta entonces darle un lugar muy particular al debate, ya que es a través de este, como veremos en el segundo capítulo, que se puede reivindicar el deber de justicia, y no solo de responsabilidad? En efecto, ¿de qué sirve la responsabilidad para el futuro del hombre y la naturaleza si esta lleva a excluir la exigencia de progreso, tanto en el plano material de la justicia social como formal? De hecho, ¿se pueden pensar las instituciones de la responsabilidad –condiciones de la efectividad de la nueva ética– para que esta se encarne en el campo social sin un procedimiento deliberativo? Llegaremos incluso a preguntarnos, examinando los análisis de Karl-Otto Apel, si no es finalmente el debate argumentado el que debiera servir de fundamento para la responsabilidad.

Estas dos etapas previas nos permitirán proceder a un tercer capítulo, que constituye el centro de este libro, y que reformula al mismo tiempo (gracias a los elementos adquiridos en los dos capítulos anteriores) el problema con que comenzamos, en la órbita de Hans Jonas. Aunque pretende dotar al poder público de una ética de la responsabilidad capaz de afrontar los desafíos ecológicos, en su obra no se encuentra una definición clara del poder público… Ciertamente, existe una ética que se pone a disposición de lo político, pero aun así falta una política. Se podría considerar entonces: o bien que la exigencia de responsabilidad es un anhelo piadoso, una utopía irrealizable que en el fondo no sirve de nada y que incluso resultaría perjudicial querer realizarla políticamente; o, por el contrario, que son nuestras democracias las que aún no están a la altura de esta exigencia, lo que no significa que haya que abandonar la democracia en provecho de un gobierno autoritario, sino más bien que se debe avanzar en un sentido más favorable al medioambiente y las generaciones futuras. En realidad, esperamos mostrar que se debe a la vez someter el principio de responsabilidad a la crítica de la democracia, y someter la democracia a la crítica del principio de responsabilidad, para redefinirlos a uno y otro, y uno a través del otro. Equivale también a orientarse hacia una concepción cosmopolítica de la democracia que le otorga un lugar central a la deliberación, sin ignorar los roles decisivos de las instituciones y las mediaciones jurídicas necesarias para esta evolución.

Pudimos detenernos aquí. No obstante, en el camino nos dimos cuenta de que nuestras proposiciones presuponían una cierta concepción ético ontológica del sujeto que merecía ser explicitada, tematizada y redefinida. El análisis de la dimensión política del sujeto responsable de la vida y las futuras generaciones, la exigencia de pensar la efectividad concreta de este sujeto, nos llevó a enunciar, de manera más implícita que explícita, ciertos elementos esperables sobre el modo de ser en el mundo del sujeto. Es este modo de ser, profundamente racional, que nos hizo falta describir en el último capítulo de este ensayo, insistiendo en el vínculo de responsabilidad que existe entre la humanidad y la Tierra.

§ 1. La técnica moderna y el sujeto de la responsabilidad

El interés de Hans Jonas por el enunciado y la fundación de una nueva ética adaptada a la civilización contemporánea proviene de una reflexión sobre los desafíos axiológicos y deontológicos que plantea la técnica moderna. Si esta se caracteriza por un tipo de acción que podría poner en riesgo la vida humana en su dimensión humana y la naturaleza, entonces hay que promover otro tipo de praxis capaz de preservar esta vida y esta naturaleza. El principio de responsabilidad busca justamente plantear la pregunta de una praxis ética capaz de hacerle contrapeso a la técnica (y reorientarla). Pero, entonces, ¿por qué la técnica requiere una nueva ética? ¿Qué tienen de nuevo las nuevas técnicas para que requieran una nueva ética? En el segundo capítulo de Técnica, medicina y ética, Hans Jonas insiste en al menos tres características dignas de ser consideradas para nuestra reflexión.

Desde ya, la técnica es ambivalente. Mientras que la técnica tradicional podía ser considerada axiológicamente neutra, hoy, sin embargo, puede perjudicar en sí misma a la humanidad. Es evidente que la calidad moral de la técnica depende del fin para el que se usa, que puede resultar bueno o malo. El uso intencionalmente bueno de una técnica puede resultar negativo según sus consecuencias. El uso de un vehículo para cumplir las tareas de un buen padre de familia que lleva a sus hijos al colegio resulta evidentemente loable ante una ética que analiza la calidad de los fines morales, pero se revelará desastroso si se apunta a las consecuencias a nivel de contaminación y calentamiento global, por la acumulación a escala planetaria de esta conducta virtuosa. Segunda característica de las nuevas técnicas: su uso está cada vez menos circunscrito a una región determinada del mundo. Tiene un alcance planetario tanto en el plano espacial como temporal, afectando a comunidades completas y a futuras generaciones. Debido al carácter acumulativo de la técnica, lo que se hace hoy y ahora tiende cada vez más a tener un impacto sobre el conjunto del orbe y a futuro.

Por último, no se debe ignorar el carácter cada vez menos libre del desarrollo técnico. En el pasado, la naturaleza era el lugar de la necesidad y la técnica el lugar del poder propiamente humano, gracias al cual este podía introducir contingencia en el mundo; sin embargo, hoy la naturaleza se cubre de contingencia, se vuelve vulnerable, mientras que la técnica parece manifestar un poder de una inflexible necesidad, casi fatal. Todo ocurre como si el ser humano tuviese cada vez menos distancia con respecto a ella, y que se redujera inexorablemente la distancia entre la capacidad y su uso, entre la posibilidad y su realización. Es como si la sociedad se volviese un organismo. Ciertamente, de la capacidad de hablar no resulta la actualización de este poder, que sigue sometida a nuestra decisión. Sin embargo, de la misma forma que el poder de respirar tiende a actualizarse de forma automática para que el organismo pueda seguir viviendo, los poderes técnicos de los que dispone una sociedad tienden a actualizarlo para que esta pueda seguir garantizando las necesidades que le parecen vitales.

La unión de la primera y la tercera característica produce un complejo que puede ser temido. El uso implacable e intencionalmente loable de la técnica puede engendrar consecuencias tanto más peligrosas porque a primera vista pasan desapercibidas, ya que la catástrofe se genera con gran lentitud y discreción. La ventaja –por así decirlo– de la bomba nuclear es que su espantoso impacto destructor es inmediatamente visible y fácil de anticipar. Al ser identificable, siempre se puede tener la esperanza de evitarlo. En cambio, el carácter nocivo de las bombas ecológicas producidas por el calentamiento climático o el envenenamiento de los suelos se origina en su falta de visibilidad en el presente, su carácter progresivo y la dimensión a priori positiva de las intenciones en juego (por ejemplo, los abonos químicos mejoran la producción agrícola que ayuda a alimentar a la humanidad, la energía nuclear ilumina las ciudades). Como escribe Jonas: «Mientras que el mal hermano Caín –la bomba– descansa encerrado en su caverna, el buen hermano Abel –el reactor pacífico–, sin generar ruido, continúa depositando su veneno para los milenios futuros»7.

El filósofo alemán identifica aquí, con cierta lucidez, los efectos del desarrollo unilateral de la razón técnica, o «calculadora», como diría Heidegger, que comanda el proceso de mundialización, en virtud del cual todo lo que es, ser material, vivo o humano, puede ser objetivado, instrumentalizado y a veces reconfigurado. La tecnificación del mundo no se traduce solo por un aumento del número de productos artificiales o una mayor valorización de las competencias de producción, sino más bien por el monopolio acordado a un cierto tipo de razón, la que pesa, sopesa, utiliza y ve todas las cosas en términos de «medio para algo». Como lo analizó Jonas en El fenómeno de la vida, la forma del saber ha cambiado de manera esencial desde los griegos, y esto hasta nuestros días. En suma, ya no se trata de contemplar por el placer de la especulación ni valorar la dignidad en sí de las ideas, de comprender por comprender, «por nada, por el placer». El propio saber consiste en una refabricación del objeto explicado. El conocimiento se vuelve saber técnico8, «tecnociencia». Ya no hace sentido la idea de un fin en sí, de un fin último que pueda guiar el desarrollo técnico. Es el desarrollo técnico que tiende a volverse bueno de por sí, un fin en sí mismo, y que, sin guiar o iluminar el curso de nuestra historia, tiende a substituírsele. Al respecto, la tecnificación que hace posible la mundialización nos introduce en la época del nihilismo, de un transcurso del mundo –si es un mundo– ya no animado por la búsqueda de una significación problemática, sino que movilizado por el despliegue de una fuerza técnica que vale por sí misma y que no plantea ninguna pregunta. El nihilismo no provendría tanto del derrumbe de las configuraciones de sentido tradicionales, las ideologías o el desmoronamiento de las sedimentaciones fijas, sino más bien de la propia indiferencia ante esta situación que prohíbe formular, de manera renovada y al fin libre, el sentido de nuestro futuro. Este aparece como un asunto zanjado porque la técnica, operadora de medios, es el fin supremo.

No obstante, este diagnóstico no invita a la desesperanza, la resignación o la aceptación pasiva de la situación. Hay que reemplazar el carácter casi fatal del desarrollo unilateralmente técnico de nuestra existencia (Jonas escribe «fast wie ein Schicksal»9) por un desarrollo histórico ético. Contra la mundialización hay que crear mundo, y para eso necesitamos una responsabilidad de carácter cósmico10. Hay que reemplazar la ética ineficaz de la intención por una ética de la responsabilidad, que pueda controlar lo que nos controla gracia a una evaluación de los efectos de nuestra acción tecnológica, con el objetivo de detenerlos o redirigirlos éticamente.

Como, debido a la hipertrofia contemporánea de la técnica, están en juego el desarrollo de la vida humana, la naturaleza e incluso la Tierra, es conveniente reconocer que la exigencia ética de Jonas, cuyas bases aún no he evocado11 (ver § 7 y 15), busca la conservación de una vida auténticamente humana, es decir, una vida que sea capaz de responsabilidad ante la vida en su conjunto y las futuras generaciones. En efecto, la vida, y no solo la humanidad futura, es objeto de la responsabilidad porque está dotada de un valor intrínseco y corresponde a un deber. Como lo escribe Jonas sin la menor ambigüedad: «Su reconocimiento significa que toda extinción inútil y arbitraria de especies ya es un crimen de por sí»12.

Pero ¿quién es entonces el sujeto que se reconoce responsable de un deber de tal alcance? Como solo el ser humano es capaz de una destrucción generalizada, y como puede volverse receptivo al deber de responsabilidad, solo él posee esta responsabilidad. Debe asumirla justamente porque se encuentra en una situación en que la posee, y el hecho de no asumirla no le quita esta posesión. En efecto, puede rehuir este deber, hacer oídos sordos, ocultarse a sí mismo la angustia ética que lo asedia cuando comienza a pensar en su deber como consecuencia de la dominación técnica que le impone a la Tierra. Esta evasión no disminuye en nada su responsabilidad en la crisis ecológica propia de la situación contemporánea.

Por lo mismo, hace falta admitir que el sujeto de esta responsabilidad conserva una dimensión enigmática. Si el problema planteado por la técnica consiste en la acumulación nociva de efectos perniciosos y el carácter automático de su despliegue, entonces no se ve bien cómo se podría limitar a esta máquina infernal, que se parece mucho a una empresa de autodestrucción o suicidio de la humanidad. De hecho, lleva a homogeneizar a los individuos y a desposeerlos de todo poder sobre su existencia, como si los hombres se redujeran a un anónimo «uno» impersonal, nueva imagen de sí mismo del hombre: «Pero ¿quién es ese “él”? No vosotros o yo: son el actor colectivo y el acto colectivo, no el actor individual y el acto individual, los que aquí representan un papel»13. Por esto mismo, Jonas precisa que la ética de la responsabilidad se dirige esencialmente al poder público, al poder político. En efecto, solo una acción de carácter colectivo puede tener una ética eficaz, al reintroducir la acción esencial dentro de la acción productiva que tiende a invadirla, presentándose como el todo de la nueva ética14. Aun así, no se reconoce bien en este caso qué política podría llevar a cabo el principio ético15 y cómo Jonas visualiza al sujeto político (es un aspecto sobre el que volveremos: ver § 9). ¿Cómo representarse entonces la organización social y política para que sea factible la realización del principio de responsabilidad?

§ 2. Materializar la responsabilidad

A falta de una reflexión más acabada sobre lo político, la filosofía práctica de Jonas se expone a un cierto idealismo. Se podría incluso sospechar que efectúa un uso ideológico de la ética. Hacer valer la necesidad de una responsabilidad en general para la humanidad en general, promover un deber abstracto que se basa en la buena voluntad de los agentes para que tomen en cuenta las consecuencias de su acción técnica, omite (o disimula) el hecho de que la crisis ecológica procede de una cierta estructuración de la base económica de la sociedad, que consiste en una violenta (aunque oculta) oposición de intereses materiales que involucran al sistema de producción y consumo. El llamado a la responsabilidad podría no ser más que una máscara que recubre la realidad de un poder esencialmente económico, que obtiene parte de su fuerza de esta empresa de disimulación de las ventajas que provienen de su poder económico. Liberado de las apariencias, de esas representaciones o ilusiones éticas, consciente de que la ética es una superestructura ideológica, uno es capaz de revelar la realidad de la explotación de la Tierra, una parte de la humanidad y los seres vivos por otra parte de la humanidad, que tiene el control porque posee la propiedad privada de los medios de producción. Es entonces un análisis de la infraestructura socioeconómica que permite, por una parte, la identificación de las verdaderas víctimas y los verdaderos responsables de la crisis ecológica y, por otra, la determinación real de las causas del derrumbe ecológico16. Por ello, no es el ser humano en general o la humanidad que deben responsabilizarse de la preservación de la humanidad a través de su inteligencia y buena voluntad. Son las víctimas del sistema de producción y consumo (el proletariado) quienes deben luchar para hacer valer sus intereses y desprivatizar el sistema de producción que lleva al saqueo generalizado de la tierra.

Al respecto, resultaría ideológico e inexacto hablar de antropoceno17 para designar la aparición de una nueva era geológica en que el hombre se habría vuelto una fuerza geológica capaz de modificar de manera substancial el equilibrio planetario (de suerte que ya no hay una separación entre la historia y la naturaleza). Solo sirve para preparar las mentes a una posible gestión tecnocientífica de la crisis ecológica que perpetúa la dominación de una parte de la humanidad sobre otra: la que posee los recursos económicos para protegerse del desastre provocado por su auri sacra fames. Sería entonces más preciso hablar de capitaloceno, para hacer énfasis en la dimensión material de esta evolución18. La fuente de todos nuestros males no es el hombre, sino el capital. El antropos no es más que un concepto universal abstracto que oculta la contingencia de un desarrollo histórico económico particular y que mantiene al capitalismo como horizonte de la historia, cuando es este al que habría que superar19. Por ello, solo un análisis socioeconómico de línea marxista permitiría desidealizar el principio de responsabilidad y volver a las verdaderas causas de las catástrofes medioambientales, es decir, las materiales, para así proponer un remedio que no sea ficticio.

Ciertamente, se podría poner en duda que una lectura marxista20 de la realidad social nos permita ver, interpretar y sobrepasar la crisis ecológica. La aspiración a una revolución que haga posible instaurar la justicia social parece excluir a la naturaleza del campo de posibles preocupaciones. El punto de vista marxista parece seguir siendo antropocéntrico. Se podría incluso añadir que la realización de una sociedad justa en la Tierra implica un hiperdesarrollo técnico que agravaría la situación medioambiental en que nos encontramos21. Para que podamos gozar de los «frutos de la Tierra» según la necesidad de cada cual, sería necesario mantener un alto nivel de producción. La naturaleza es y sigue siendo entonces una reserva de recursos explotables a voluntad. Sigue siendo un espacio de instrumentalización. Aunque su apropiación dejase de ser capitalista, aún sería objeto de una apropiación de carácter técnico. En este sentido, el marxismo no permitiría desidealizar el principio de responsabilidad, porque sería él mismo una utopía que se alimenta de un deseo de reconfiguración total de la naturaleza a través de una tecnificación unilateral del mundo22.

De hecho, es esta lectura del marxismo que Hans propone en la última parte del Principio de responsabilidad, cuando analiza qué tipo de régimen político sería capaz de concretizar el principio de responsabilidad. Lejos de entregarnos los recursos teóricos y prácticos para motivar la conversión ecológica, el marxismo no sería más que la expresión de una utopía de reconfiguración técnica total del mundo, que debe ser criticada en nombre del propio principio de responsabilidad23. La utopía sería heredera del dualismo cartesiano, que pretendía volverse «como amo y dueño de la naturaleza» por medio de la técnica, pues el hombre busca acceder a la libertad, y entonces a sí mismo, gracias a un proceso de domesticación de la naturaleza.

No obstante, no se deben ignorar los esfuerzos de una lectura ecológica del marxismo, que encarnan en particular John Bellamy Foster y Jason Moore. Se trata, en un mismo gesto, de hacer que el marxismo sea ecológico y desidealizar la ética ecológica, retirándole su dimensión moralizadora, sus aires de «buen corazón». Bellamy Foster tomará como tema la noción de ruptura del metabolismo social, al mostrar que el modo capitalista de organización del trabajo lleva a una ruptura del equilibrio de los intercambios entre la sociedad y la naturaleza. El modo de apropiación capitalista vuelve insostenible la relación entre la Tierra y la humanidad. Por ejemplo, ¿la agricultura intensiva, mecanizada, movida por una lógica de lucro ciego, provoca el empobrecimiento de los nutrientes de los suelos, sobre todo en los países de la «periferia», y lleva a una exportación de la riqueza de los suelos hacia los países del «centro»?24. Se reconoce que el modo de organización capitalista, que no es más que un modo de organización social entre otros a lo largo de la historia, favorece e intensifica la crisis ecológica. Jason Moore, por su parte, pone énfasis, entre otros elementos, en la tendencia del capitalismo a sacar provecho del trabajo de la naturaleza (la energía acumulada en los suelos, las materias primas, la alimentación), apropiándoselo sin compensación25.

No tendría sentido entonces apelar al espíritu de responsabilidad de todos, ya que los verdaderos responsables de la crisis son ante todo los capitalistas. No convendría tampoco contar con el Estado y sus instituciones para frenarla, porque no son más que los representantes de la clase dominante económicamente26. Solo una lucha de clases que llevaría a superar la oposición de los intereses materiales en favor de un régimen político que anularía la búsqueda del lucro privado y la explotación, permitiría un modo de gestión de los recursos orientado a la satisfacción de las necesidades de cada cual, sin sobrexplotar estos recursos y el trabajo «no remunerado» de la naturaleza. Para que no se desmorone el sistema terrestre, hay que derribar el sistema capitalista27.

No obstante, se pueden expresar ciertos reparos con respecto a la capacidad realmente transformadora de esta representación del mundo social. En primer lugar, aunque es cierto que el capitalismo acelera, intensifica y dramatiza la crisis ecológica, la tecnificación del mundo y sus efectos no parecen ser reducibles únicamente a la lógica capitalista, de tal forma que el modo de desarrollo alternativo comunista no sabría ofrecer, con plena certeza, las garantías necesarias para una evolución sustentable de las relaciones entre los hombres y la naturaleza28. No se puede dar por sentado, por una parte, que la hipertrofia de la técnica proviene únicamente de la búsqueda de ganancias por un sector de la humanidad, ni, por otra, que un régimen comunista preocupado de establecer la igualdad de condiciones materiales pueda alcanzar su objetivo sin recurrir a un desarrollo hiperbólico de la técnica. En segundo lugar, cabe preguntarse si es pertinente oponer a tal punto a los explotadores y los explotados. Aunque es cierto que los pobres están más expuestos y sufren más las consecuencias de la crisis medioambiental, esto no impide que los ricos sufran también las desventajas de la catástrofe en desarrollo29.

La evidencia de las desigualdades medioambientales no anula el horizonte común del destino de la humanidad. En este sentido, es una única y misma humanidad que debe afrontar el mal actual. Por último, no se entiende bien cómo es posible transformar efectivamente una realidad social caracterizada por su injusticia estructural. El marxismo parece un espacio de ambigüedad. Por un lado, se interesa en un sistema de relaciones causales que objetiviza las relaciones humanas, les quita libertad a los agentes, concibe la revolución como un efecto necesario determinado por las contradicciones internas de la estructura capitalista. Por otro lado, apela a la conciencia de la explotación, a la constitución del proletariado como clase social capaz de comprender por sí misma el origen de su alienación y su función de agente transformador del sistema social30