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UN PEQUEÑO PUEBLO Hollows Bend es un pueblo idílico al que suelen acudir los turistas para relajarse los fines de semana, escapando del ruido de la ciudad, y que cuenta con una tasa de criminalidad del cero por ciento, índice del cual la sheriff Ellie Pritchet se enorgullece enormemente. UNA MISTERIOSA ADOLESCENTE Hasta que un día, y tras la llegada de una adolescente que aparece de la nada y a la que nadie parece conocer, la calma del lugar se pone en peligro. Y UNA REPENTINA OLA DE CRÍMENES Mientras la sheriff y su ayudante investigan quién es la desconocida, comienzan a sucederse una serie de acontecimientos que nadie puede comprender y que parecen tener algún tipo de conexión con un pasado desconocido de Hallows Bend. ¿QUÉ SECRETOS ESCONDE ESTE APACIBLE LUGAR?
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Seitenzahl: 611
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
1
2. LILY ESTÁ ASUSTADA
3. MATT
4. LYNN TATUM
5. MATT
6. LYNN TATUM
7. LYNN TATUM
8. MATT
9. LYNN TATUM
10. MATT
11. MATT
12. NORMAN HEATON
13. MATT
14. NORMAN HEATON
15. MATT
16
17. NORMAN HEATON
18. MATT
19. MATT
20. LA SHERIFF ELLIE
21. MATT
22
23. HANNAH
24. HANNAH
25. HANNAH
26. LA SHERIFF ELLIE
27. HANNAH
28. RILEY
29. MATT
30. RILEY
31. MATT
32. RILEY
33. MATT
34. RILEY
35. MATT
36
37. RILEY
38. MATT
39. MATT
40. HANNAH
41. MATT
42. HANNAH
43. MATT
44. HANNAH
45. RILEY
46. MATT
47. MATT
48. RILEY
49
50. HANNAH
51. MATT
52. MATT
53. HANNAH
54. MATT
55. RILEY
56. HANNAH
57. RILEY
58. MATT
59. HANNAH
60. MATT
61. HANNAH
62. MATT
63. HANNAH
64. RILEY
65
66. MATT
67. RILEY
68. MATT
69. CODY HILL
70. RILEY
71. MATT
72. MATT
73. RILEY
74. MATT
75. CODY HILL
76. MATT
77
78. LA SHERIFF ELLIE
79. LA SHERIFF ELLIE
80. MATT
81. LA SHERIFF ELLIE
82. MATT
83. LA SHERIFF ELLIE
84. MATT
85. LA SHERIFF ELLIE
86. MATT
87. LA SHERIFF ELLIE
88. MATT
89. LA SHERIFF ELLIE
90. MATT
91
92. CODY HILL
93. LA SHERIFF ELLIE
94. MATT
95. LA SHERIFF ELLIE
96. MATT
97. CODY HILL
98. LA SHERIFF ELLIE
99. MATT
100
101. LA SHERIFF ELLIE
102. CODY HILL
103. BUCK
104 MATT.
105. BUCK
106. MATT
107. BUCK
108 MATT
109. BUCK
110
111. MATT
Título original inglés: Confessions of the Dead.
© del texto: James Patterson y J. D. Barker, 2024.
© de la traducción: Víctor Manuel García de Isusi, 2025.
Esta edición se ha publicado gracias a un acuerdo con
Te Foreign Office Agència Literària, S. L., y Kaplan/DeFiore Rights.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición: abril de 2025.
REF.: OBDO474
ISBN: 978-84-1098-320-5
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
Nota del análisis: me llamo , subdirector y agente especial a cargo de de . Me han encomendado la tarea de ofrecer una explicación lógica de los acontecimientos que ocurrieron entre las 6:37 (GMT-4) del 15/10/2023 y las 22:16 (GMT-4) del 16/10/2023 en el punto 43.9792° N, 71.1203° O, un área definida ahora como «Hollows Bend, NH». Este informe es preliminar, porque los acontecimientos aún no pueden darse por concluidos. Imagino que mucha gente más cualificada que yo revisará este texto y estos acontecimientos durante los próximos días, incluso durante las próximas semanas, y espero que eso sirva para arrojar más luz de la que yo he podido aportar hasta el momento. Con tal intención, me permito añadir un prefacio a lo que estás a punto de leer, que consiste en una sencilla afirmación (estas palabras las escribió una persona mucho más sabia que yo):
Mediado el curso de la vida
me vi en el interior de un bosque oscuro
porque me había desviado del camino recto.
Seré sincero: no sé lo que esto significará para el resto de nosotros. Si estás buscando esas respuestas, no las encontrarás aquí. También tengo claro que, si sigues leyendo más allá de esta página, en cuanto empieces a tirar del hilo, todo lo que creías haber entendido se embrollará de tal modo que ya no podrás volver a hilvanar la madeja.
SORDELLO: Para que conste, soy la agente especial Beatrice Sordello. Aún tenemos que determinar si es necesaria la cuarentena, así que, hasta que no nos digan lo contrario, me encuentro en una cabina Manfred, que es una cámara de aislamiento doble, es decir, dos cubos de plexiglás sellados, el uno frente al otro. Ambos tienen su propia atmósfera, que se monitoriza de forma remota no solo para asegurar que el aire es respirable, sino en busca de patógenos desconocidos. Hasta que no me digan lo contrario, voy a permanecer en mi cámara y el sujeto al que procederemos a interrogar permanecerá en la suya. Todo el que entre en cualquiera de las dos cámaras ha de llevar un traje protector completo y será sometido a los protocolos de descontaminación pertinentes tanto a la entrada como a la salida. Cabe destacar que no hemos encontrado signos de contaminantes en el aire, así que todo solo tiene por objeto extremar la precaución. El sujeto al que interrogaremos parece gozar de buena salud, si bien presenta los signos propios del reciente cambio físico que acaba de sufrir —principalmente cortes y abrasiones, de los que ya ha sido tratado—. Procedo a cambiar al micrófono secundario para que me oiga.
[Clic audible]
SORDELLO: ¿Puede decirme su nombre?
SUJETO 1: ¿En serio? Ya sabe mi nombre.
SORDELLO: Para que conste.
SUJETO 1: Agente Matthew Maro.
SORDELLO: El nombre completo.
SUJETO 1: Agente Virgil Matthew Maro, pero nadie me llama así.
SORDELLO: ¿Cómo lo llamo entonces?
MARO: Matt. Con Matt es suficiente.
SORDELLO: Matt, la mujer que acaba de entrar en su cámara va a ponerle una serie de sensores en el pecho, en el brazo derecho y en la frente. Eso no solo nos permitirá registrar sus signos vitales, sino el patrón de sus ondas cerebrales durante la grabación. ¿Tiene algún inconveniente?
MARO: ¿Qué es, algo así como un detector de mentiras?
SORDELLO: Su único propósito es la observación de sus reacciones corporales.
MARO: Vale. Vale, sí, no pasa nada. Si sirve de ayuda.
SORDELLO: Bien. Ya estoy recibiendo parte de los datos. Parece que la transmisión es buena. Para que conste, el corazón del agente Maro en reposo tiene 102 pulsaciones por minuto y su tensión es de 132-81. Aunque parece un tanto elevada, es normal, teniendo en cuenta... los recientes acontecimientos. El oxígeno en sangre y los patrones cerebrales son normales.
MARO: Ha dicho usted que es agente especial, pero no ha mencionado a qué cuerpo pertenece.
SORDELLO: Ya llegaremos a eso. ¿Quiere que pida que le administren algo para que se calme?
MARO: No, estoy bien. Es solo que..., bueno, ya me entiende, solo trato de hacerme a la idea.
SORDELLO: Espero poder ayudarle con eso.
MARO: Si quiere ayudarme, ¿qué le parece si les dice a esos que bajen las armas? No tengo intención de hacerles nada.
SORDELLO: Me temo que eso no puedo hacerlo; tenemos que seguir unos protocolos.
MARO: ¿Tienen protocolos para esto? ¿Ya les había sucedido antes?
SORDELLO: Su presión sanguínea está aumentando. ¿Seguro que no quiere un sedante suave?
MARO: Entiendo lo de las armas, pero ¿por qué hay un sacerdote?
SORDELLO: Agente, necesito que se centre. No sé de cuánto tiempo disponemos. Tenemos que grabar mientras podamos.
MARO: Vale, vale.
SORDELLO: Cuénteme. Empiece por ayer por la mañana. Intente no dejarse ningún detalle, aunque no le parezca relevante.
MARO: [No responde]
SORDELLO: ¿Agente?
MARO: Lo de la chica, ¿no? Lo de cuando apareció, ¿es eso?
SORDELLO: [Micrófono del sujeto desactivado — Solo audible para el técnico] ¿Puede comprobar el monitor de la respuesta cardíaca? Es que se ha apagado durante treinta segundos y ahora ha vuelto a funcionar.
[Clic audible — Micrófono del sujeto activado]
SORDELLO: Sí, empiece con lo de la chica.
El domingo por la mañana, poco después de que las últimas hebras frescas de niebla nocturna desaparecieran, en Hollows Bend, New Hampshire, se percibía un zumbido. Las calles, desiertas veinte minutos antes, ahora estaban abarrotadas de vehículos. En la mayoría viajaban turistas que volvían a casa después de un fin de semana en las montañas o tomando fotos de las hojas de los árboles de Nueva Inglaterra con alguna cámara carísima; unas hojas que, a partir de la segunda semana de octubre, adquirían tonalidades rojas o doradas y yacían en el suelo en tales cantidades que había zonas donde no se veía el verde de la hierba.
La cafetería Stairway, situada en Main Street, era la parada final de estos turistas y el punto de inicio para muchos vecinos de Hollows Bend, que disfrutaban viendo cómo los visitantes se marchaban. Por lo uno y por lo otro, a las diez no había un asiento vacío en el lugar.
El agente Matt Maro estaba sentado en su taburete preferido, al final de la barra, con la espalda contra la pared, observando a Gabby Sanchez yendo de mesa en mesa con unos zapatos cómodos. Acarreando los humeantes desayunos que mantenía en precario equilibrio sobre su delgado brazo, Gabby se movía con esa elegancia tan suya, girando e inclinándose como una bailarina. Incluso cuando un cliente se quejaba, Gabby nunca dejaba de sonreír. Matt envidiaba su capacidad para contener la ira. Esa era una de las muchas razones por las que se había enamorado de aquella mujer.
Gabby lo pilló mirándola, le guiñó un ojo a toda velocidad, se giró con un movimiento coqueto de cadera y se dirigió hacia el reservado de la esquina, donde se encontraban todos los Lockwood —ocho en total—, y prestó especial atención a Libby, que había cumplido cuatro años recientemente e insistía en pedirse ella misma lo suyo.
A su izquierda, Matt oyó un gruñido seguido de una tos llena de flemas y giró el taburete. El hombre encorvado que estaba en el taburete de al lado bien podría haber pasado por un muerto de no ser por la manera en que comía los huevos, como a paladas.
Roy Buxton —«Buck» para todos excepto para los cobradores y las monjas de Saint Mary— debía de haber pesado en torno a los sesenta y cinco kilos en sus buenos tiempos, pero ya hacía mucho que los buenos tiempos habían quedado atrás para él. Llevaba el pelo engominado hacia atrás y olía al típico sótano con humedades. Tenía encima tal capa de suciedad, tanto en la ropa como por el cuerpo, que bien podría habérsele descamado de no ser por la capa de sudor que contribuía a que siguiera allí pegada.
Para entretenimiento de muchos que no eran del pueblo, Matt lo había encontrado la noche anterior en Main Street, un poco después de las once, con una botella de Jack en una mano y los zapatos en la otra, arrastrando los pies e inmerso en una discusión consigo mismo que bien podría haber tratado de política o de Juego de tronos. Matt llevó a Buck a la pequeña comisaría y lo metió en la celda junto con una manta, una almohada y dos botellas de agua. No era la primera vez que el hombre se tumbaba en aquel camastro y Matt tenía claro que tampoco iba a ser la última. Aquel baile tan particular se había convertido en un ritual, como lo de desayunar a cuenta del condado en la Stairway a la mañana siguiente.
—¿Me pasas el kétchup? —Buck estiró la mano, pero no miró a Matt a los ojos. No solía hacerlo.
Matt deslizó el bote por la barra.
Buck consiguió abrir el tapón y sujetó la botella sobre el plato de tal manera que parecía que fuera a caérsele. Cubrió de salsa los huevos, las patatas —caseras— e incluso el beicon. Cuando dejó el bote en el borde de la barra, Matt lo cogió a toda prisa justo antes de que se cayera y lo puso en lugar seguro.
—Buck, ¿cuándo fue la última vez que fuiste al médico? ¿Cuándo fue la última vez que te hiciste un chequeo?
El hombre ni siquiera levantó la cabeza de los huevos.
—Oye, Matt, ¿qué te parece si dejamos la charla para dentro de media hora, eh? Es que el beicon se me indigesta con los sermones y me da gases.
—Estoy preocupado por ti.
Buck se inclinó hacia la izquierda, levantó la pierna del taburete y se tiró un pedo lo bastante sonoro como para que varios parroquianos que estaban más cerca se lo quedaran mirando.
—Te lo has ganado, agente.
Dos taburetes más allá, el señor Wheeler, el de la tienda de comestibles, los miraba a ambos con mala cara. Matt esperó un instante antes de decir:
—Como no dejes de beber, tu cuerpo no aguantará mucho más.
—Aguantará lo que le eche. Estoy bien. —Mientras decía aquello, el sudor le corría por la frente, dejándole unos surcos más claros en la suciedad—. Estoy bien.
—Pues no lo parece.
Buck intentó pinchar un pedazo de patata, falló y lo intentó de nuevo.
—Anoche resbalé, y punto. No volverá a pasar. —Consiguió ensartar la patata y se la llevó a la boca maniobrando con cuidado—. No pretendía causarte molestias con mis mierdas, agente.
Matt le dio un sorbo al café. Habían mantenido distintas variantes de aquella misma conversación tantas veces que ya había perdido la cuenta. La sheriff Ellie Pritchet también había intentado ayudar a Buck en numerosas ocasiones, y su padre antes que ella, cuando él era el sheriff. Lo máximo que habían conseguido era poner a Buck en la nómina del ayuntamiento, ocupándolo en trabajos de lo más variopintos. Intentaban mantenerlo ocupado. La cuestión era que Buck llevaba dándole a la bebida los veintinueve años que Matt llevaba en el planeta y muchos más. Sin embargo, eso no quería decir que Matt no se esforzara para conseguir que Buck se mantuviera sobrio.
—Mira, esta noche hacemos una barbacoa en casa de Gabby. Hamburguesas, perritos, un par de solomillos cojonudos que Gabby ha comprado en McKinnon’s. ¿Qué te parece si te recojo y, cuando acabemos, te llevo a casa? Una buena cena..., no sé, podríamos ver el partido de fútbol americano. Con Gabby y Riley, su hija, ya sabes, me siento en inferioridad numérica. A esa casa no le vendría mal un poco más de testosterona.
Buck estaba intentando tragar un gran bocado que parecía habérsele atascado en mitad de la garganta y bebió un sorbo de agua.
—No creo que tu novia quiera a gente como yo en su casa. Algo así deberías hablarlo con ella.
—¿De qué has de hablar? —Gabby se había colado por detrás de la barra y estaba poniendo café en la enorme cafetera con una mano mientras que con la otra llenaba un vaso de Coca-Cola de la máquina de refrescos.
—He invitado a Buck a cenar esta noche.
A la mujer se le salió de la coleta uno de sus rizos castaños y le cayó sobre el ojo derecho. Sopló para apartarlo y le dedicó una sonrisa al anciano.
—¡Claro! ¡Nos encantará que vengas!
—Ay..., qué majos sois. —Buck se manchó al meterse una loncha de bacón en la boca y se limpió con la mano—. Disculpadme un momento, tengo que ir al baño.
Acto seguido, Buck se bajó del taburete, se tomó unos instantes para equilibrarse —aún le temblaban las piernas— y se alejó cojeando. Matt se quedó mirando cómo pasaba de largo el cuarto de baño y entraba en la cocina, que estaba al final del pasillo.
Gabby también lo estaba mirando.
—No va a volver, ¿verdad?
Matt negó con la cabeza.
—Saldrá por la puerta de atrás y subirá la montaña, de vuelta a casa.
Gabby frunció el ceño y dijo:
—No lo entiendo. Tiene que sentirse muy solo.
Matt cogió el tenedor y empezó a desayunar. La comida se le había enfriado.
—Supongo que hay gente que prefiere su propia compañía.
—No sé..., siempre parece que esté... triste. —Gabby bajó la voz y señaló con la cabeza el reservado que había al otro extremo—. Henry Wilburt le dijo a su esposa que, si Buck pretendía matarse bebiendo, le iba a costar la hostia lograrlo. Al parecer, ella le dijo que alguien debería darle una pistola para que dejara de dar por saco a todo el mundo.
Matt se contuvo, pero tenía ganas de girarse para lanzarles una mirada. La esposa de Henry Wilburt estaba a cargo de la venta de pasteles en la escuela elemental, tejía bufandas para los sintecho y era voluntaria dos días a la semana en la biblioteca, donde les contaba historias a los pequeños.
—¿Corine Wilburt ha dicho eso?
Gabby asintió.
—Que no te engañe ese pelo canoso. Esa mujer es malvada.
Matt pensó en la palabra que Gabby acababa de decir en su idioma y la repitió:
—Malvada...
Gabby enarcó las cejas.
—¡Veo que has estado practicando! —le dijo.
Matt levantó la mano con el pulgar y el índice adelantados y añadió:
—Un poquito.
Addie Gallagher llegó pasando de lado por entre los demás clientes mientras Gabby y Matt hablaban y puso el bolso en el taburete que Buck había dejado vacío.
—¿Practicando qué?
Al oír aquella voz, Matt se sobresaltó y el café se le derramó en la camisa.
—Lo siento. No pretendía asustarte. Espera, que te limpio...
Addie cogió una servilleta de papel del servilletero, la mojó en el vaso de agua de Matt y se puso a limpiar la mancha del uniforme, que iba haciéndose cada vez más grande.
—Hay que hacerlo cuando aún está húmeda o no saldrá en la vida. —Miró a Gabby—. ¿Tienes vinagre blanco?
Luego le puso la mano en el hombro a Matt y se lo apretó con suavidad.
«Ay, Dios —pensó Matt—, ya verás...».
La verdad era que no le apetecía nada empezar el día con una especie de lucha por la jurisdicción.
En el instituto, Addie era la chica a la que Matt llamaba veinte minutos después de dejar a su cita en casa. Amigos con beneficios. Follamigos. Poco más que meterse mano y algo más después de beber un poco. Cuando ella empezó a colgarse de él más de lo que a él le parecía bien, Matt puso fin a aquello. Y, cuando empezó a llamarla después de pasarse un poco cuando salía de fiesta, a eso también tuvo que ponerle fin. Habían perdido todo contacto cuando él se fue a la Universidad de New Hampshire y ella se fue... adondequiera que hubiera ido. Matt no había vuelto a pensar en ella hasta que Addie reapareció en Hollows Bend el verano anterior con la intención de reavivar la llama. Matt le dejó claro que estaba con Gabby y que lo que había habido entre ellos era cosa del pasado. El regreso de Addie fue el combustible de la primera pelea fuerte que tuvo con Gabby y la chispa de todas las que vendrían después. Matt no tenía secretos con Gabby, pero puede que eso hubiera sido un error, porque, a veces, no saber es mejor que saber. La relación de Gabby con su anterior novio había terminado cuando ella lo pilló engañándola y, cuando uno probaba ese sabor, jamás se le iba de la boca.
Aunque Gabby aún sonreía, no podía ocultar la vena que latía en su sien izquierda igual que la fina hebra de vapor indica que la tetera está a punto de ponerse a silbar.
Matt le apartó la mano a Addie.
—No pasa nada, tengo otra en la comisaría.
Addie le sonrió a Gabby.
—Es curioso, he estado fuera mucho tiempo, pero todo el mundo me ha recibido con los brazos abiertos. Por el modo en que estoy reconectando con todos, me siento como si nunca me hubiera ido. —Trasladó su sonrisa de Gabby a Matt, ampliándola—. Me alegro de volver a verte. De verdad.
Addie cogió el bolso y recorrió la cafetería con su sujetador negro bien visible a través de la fina blusa, conjuntada con unos vaqueros ceñidos. Matt hizo como que no miraba, pero Gabby se la quedó mirando sin disimulo.
—Las mujeres embarazadas no deberían vestir así —comentó.
Hacía un mes que Addie había dejado caer la bomba. Estaba de unas doce semanas y aún no le había dicho a nadie quién era el padre. En un pueblo pequeño, como era el caso de Hollows Bend, aquel era un tema candente. Y es que no podía decirse que el pasado de Addie y de Matt fuera precisamente un secreto.
Matt sacó la cartera y dejó un billete de veinte en la barra.
—Será mejor que vaya tirando para la comisaría. Ellie está de patrulla y Sally está cuidando sola del fuerte.
Gabby no respondió. La mujer seguía mirando las mesas, pero había pasado de estar sonrojada a ponerse pálida. Matt se dio cuenta de que la gente guardaba silencio y de que había dejado de oírse el ruido de cubiertos. Oyó una serie de grititos de sorpresa y después se hizo el más completo silencio.
Matt bajó una mano hasta la pistola por instinto, se dio la vuelta lentamente en el taburete y se quedó mirando la entrada de la cafetería.
En la puerta, con el sol brillando a su espalda, había una chica de unos dieciséis años. Iba completamente desnuda. La chica tenía el pelo largo y moreno, y le caía sobre el hombro derecho, cubriéndole parcialmente el pecho. Iba descalza y tenía los pies manchados de barro.
La chica no se movía.
Nadie se movía.
Gabby se inclinó sobre la barra y le cogió la mano con fuerza a Matt. Alguien en la cafetería se aclaró la garganta.
Nadie fue hacia ella.
Matt no estaba orgulloso de aquello, y era algo que lo atormentaría hasta el día de su muerte. No era de los que se quedaban paralizados, no estaba en su naturaleza. Ni siquiera en sus días de gloria se había quedado paralizado, cuando jugaba al fútbol americano, en la línea de veinte yardas, con los líneas viniendo directos hacia él, dispuestos a causarle el mayor daño posible. Lanzaba la pelota. Daba un paso lateral. Reaccionaba, actuaba. Nunca se quedaba paralizado.
La chica parecía etérea.
Celestial.
¡Dios, parecía un puto ángel! ¡Un ángel!
Pero no cualquier ángel, sino un ángel caído, y, durante escasísimos segundos, Matt tuvo muy claro que, si la chica se diera la vuelta, vería unas protuberancias en los omóplatos, allí donde había tenido las alas.
Matt sabía que todo aquello sonaba increíble. No había pisado una iglesia desde que era crío, pero esa era la sensación que le transmitía la chica. Miró a la gente que abarrotaba la cafetería y se dio cuenta de inmediato de que no era el único que pensaba así. Incluso pilló a Peggy Lockwood santiguándose, y ella sí que iba a misa, al menos tres veces a la semana.
Matt no reconocía a la chica. No era de la zona y, si había venido a pasar el fin de semana con los demás turistas, no la había visto; la recordaría.
Matt se levantó del taburete y notó que le temblaban las piernas tanto como a Buck. En una fracción de segundo, tras un zumbido en el oído, sintió como si de pronto hubiera una intensa presión de aire o de agua. Se le puso la carne de gallina hasta el punto de sentir ese típico cosquilleo que notas en los dedos cuando se te duerme una extremidad. Durante el tiempo que tardó en dar un paso, el mundo se inclinó y se desvaneció. Y él no fue el único al que le sucedió; los presentes se frotaban los brazos y se miraban unos a otros con una mezcla de miedo y asombro.
Alguien a su izquierda dijo con voz infantil:
—Huele a ozono. ¿Alguien más huele el ozono?
A Matt le pareció que se trataba de Hershel Brown, pero no podía ser, porque Hershel Brown era un negro de más de metro noventa y de unos cincuenta y tantos años que andaría por los ciento cuarenta kilos. Su voz era tan profunda que hacía vibrar los ventanales de la cafetería, no tenía nada de infantil. Cuando Matt lo miró, el miedo que vio en sus ojos le dijo cuanto necesitaba saber.
La chica aún no se había movido. Desnuda como el día en que vino al mundo, seguía en la entrada, manteniendo la puerta abierta con un brazo y el otro colgando a un lado. Abrió la boca como si fuera a hablar, pero no pronunció ningún sonido.
Matt se rehízo.
El agente cruzó la cafetería hasta el perchero donde había colgado su chaqueta cuando había llegado con Buck y la cogió con tanta fuerza que a punto estuvo de tirar el colgador. Se acercó a la chica, le echó la chaqueta por los hombros y examinó su cuerpo con atención en busca de signos visibles de algún tipo de traumatismo —cortes, moratones, abrasiones—, pero no encontró nada. Eso sí, la chica debía de sufrir una conmoción.
Matt juntó los bordes de la chaqueta con dedos temblorosos, encajó la cremallera y logró subirla hasta el cuello. La chica no era muy alta, rondaría el metro cincuenta y cinco, así que la chaqueta le llegaba por la mitad de los muslos, lo que le proporcionaba cierto recato.
—Todo va a ir bien —le dijo Matt con voz suave, pero, nada más pronunciar aquellas palabras, el agente se dio cuenta de que eran mentira.
La chica dio un paso adelante, lo suficiente para que la puerta se cerrara, y Matt miró por encima del hombro Main Street, y más allá el pueblo. La chica tenía los pies llenos de barro, pero hacía casi una semana que no llovía.
Matt vio cómo una forma oscura se precipitaba desde el cielo un instante antes de que se estrellara contra la puerta de cristal de la cafetería, a unos treinta centímetros por encima de la cabeza de la chica. El golpe produjo un ruido sordo lo suficientemente fuerte como para que el agente diera un brinco. La forma oscura permaneció allí un instante, al otro lado del cristal, y a continuación se deslizó sin vida hasta la acera.
Un cuervo.
Al animal se le quebró el pico a causa del impacto. Uno de sus ojos oscuros se había reventado, manchando las plumas de alrededor con una especie de gelatina aceitosa.
Matt se acercó un poco, y casi de inmediato se oyó otro golpe, esta vez en el ventanal del reservado donde estaban el señor y la señora Tangway. Algunas mujeres de la cafetería chillaron, así como un par de hombres, pero no tan fuerte como cuando las cristaleras recibieron el impacto de un tercer cuervo... y de todos los que lo siguieron.
Matt tiró de la chica hacia el interior de la cafetería justo cuando al menos otra media docena de cuervos se estrellaban contra la puerta y los ventanales que daban a Main Street.
Venían directos de las montañas formando una línea compacta, y volaban a toda prisa, furiosos. Chillaban justo antes de estrellarse contra el cristal. El día se oscureció a medida que la primera decena se convirtió en centenares, y esos centenares acabaron por ocultar el sol. Una voz en la parte de atrás de la cabeza de Matt susurró la palabra «bandada» —que es como se llamaba a los grupos de cuervos— y, mientras la palabra resonaba en su mente, varios se estrellaron contra el ventanal, donde empezó a formarse una telaraña de grietas. Otra bandada de cuervos se estrelló contra el mismo punto, como si estuvieran intentando...
—¡Que todo el mundo se aparte de los ventanales!
La mitad de los clientes se quedaron petrificados en su asiento y la otra mitad se metió debajo de la mesa, llevándose a los niños consigo.
Era imposible que los pájaros estuvieran apuntando a un determinado lugar, pero, desde luego, lo parecía. Eran como misiles en miniatura lanzados por los aires. Una lluvia negra. Los pájaros caían sobre las aceras. Sobre Main Street. Sobre la hierba. Sobre el kiosco de la banda de música, la pequeña estructura que apenas se distinguía aunque no estaba ni a sesenta metros de distancia. Saltó la alarma de varios coches. En la capota abatible de un Audi A5 empezaron a aparecer agujeros; la lluvia de cuervos la estaba haciendo jirones, y al poco ya no quedaba nada de ella.
Gabby se acercó gateando hasta Matt, lo cogió del brazo y le gritó por encima del estruendo:
—¿Dónde está la gente?
Por lo que Matt había podido ver, algunas personas se habían metido en sus coches y otras se habían ocultado debajo, pero la mayoría había corrido a refugiarse en los negocios de Main Street. Ahora bien, ¿habrían conseguido llegar? Nadie había entrado en la cafetería... desde lo de la chica.
Matt tiró de Gabby, apretó los labios cerca de su oreja y se dispuso a responder, pero el ventanal que había más cerca de la mesa de los Tangway explotó, convertido en una lluvia de cristales. Debajo de la mesa, Bob Tangway cubrió con su considerable corpachón a su esposa y a sus dos hijos para protegerlos, y los tapó con la chaqueta de color azul marino del traje. Por la abertura se habían colado un sinfín de cuervos, que volaban en círculos por el interior de la cafetería y se estrellaban contra las paredes, contra el suelo, contra las mesas. Sus chillidos y aleteos se mezclaban con los gritos de terror de la gente de la cafetería. Matt vio a Addie de refilón, que trataba de protegerse junto a la barra, llorando a mares.
A su izquierda, muy cerca de él, la chica tenía la cabeza metida en la chaqueta de Matt; el pelo le cubría el rostro. Uno de los cuervos cayó sobre las baldosas, al lado de donde se encontraban, y se partió el cuello debido a la violencia del golpe. Dos más sufrieron la misma suerte inmediatamente después, justo en el mismo sitio. Otro se estrelló contra la espalda de la chica, picoteó el abrigo, rasgó la tela y sacó el relleno blanco dando furiosos picotazos. La chica no se movía. Matt asustó al pájaro, pero observó horrorizado cómo volvía a la carga. Esta vez el agente se lo quitó de encima de un puñetazo. El pájaro salió resbalando por el suelo, se golpeó con la pata de una silla y se quedó inmóvil.
A Matt le cayó algo pesado en la cabeza y sintió unas patas enganchándose en su pelo y dándole tirones. Un pico afilado le picoteó la cabeza, y los gritos del agente se unieron a los de los demás clientes mientras buscaba el cuervo a tientas, daba con él, se lo sacaba de encima y lo golpeaba contra el suelo hasta que dejó de moverse. Mató a cinco más antes de que aquello acabara.
Gracie y Oscar estaban gritando, peleándose por Dios sabe qué. Lynn se tapó los oídos con las palmas de las manos y empezó a canturrear con la esperanza de ahogar sus gritos. No sirvió de nada. Era como si supieran lo que estaba haciendo y gritaran más alto para compensarlo. ¿Dónde coño estaba Josh? ¿Por qué no le hacían efecto las pastillas?
En la pantalla del ordenador se abrió otra cajita:
Recuerda, no eres un cobrador, ¡eres un amigo! Si no fuera porque ayudas a las personas con las que hablas, su crédito tendría un impacto negativo. ¡Les estás haciendo un favor! ¡Eres una solución a su problema! 31 llamadas en cola. ¡31 personas esperando tu ayuda! ¿A qué estás esperando?
Lynn respiró hondo y contuvo la respiración, tal y como le había dicho el médico.
Trabaja.
Gana dinero.
Supéralo.
Antes de que le diera tiempo a cambiar de opinión, se puso los auriculares, leyó el texto de la pantalla y pulsó el botón para conectarse.
—¿Hablo con Gordon Woolley?
El sistema de Lanford marcaba un número automáticamente, y, cuando una persona respondía, la dejaba en espera con una grabación que le pedía que aguardara unos instantes. Si la persona colgaba mientras sonaba la grabación, la llamaban desde un número de teléfono diferente. Una vez se apoderaba de ti, el sistema ya no te soltaba. Según indicaba el medidor de tiempo, Gordon Woolley ya había colgado un par de veces durante el minuto anterior.
—¿Quién coño es? —La voz sonaba áspera, como llena de gravilla.
—Me llamo Tamera. —Mentira—. ¿Hablo con Gordon Woolley?
—¿Qué quiere?
Lynn cerró los ojos de nuevo.
—Lo llamo de parte de Automóviles First Encore. ¿Es usted consciente de que lleva tres meses de retraso en el pago de las cuotas de su Toyota Tundra del 2016 y de que se ha cursado una orden de embargo?
—Ah, ¿sí? ¿Y a usted qué coño le importa?
Lynn tragó saliva.
—Me han autorizado a que le haga una oferta irrepetible. Si realiza usted dos pagos conmigo durante el día de hoy, no solo pararé la orden de embargo, sino que reduciré el tercer pago a la mitad para que pueda ponerse al día. ¿Cómo preferiría hacer los pagos? Me vale una tarjeta de crédito o que me proporcione un número de cuenta.
El hombre que estaba al otro lado de la línea no dijo nada, pero tampoco había colgado, porque Lynn lo oía respirar. La mujer añadió:
—Y, claro, si reduzco a la mitad el tercer pago hoy mismo, el saldo se quedará a cero al final del periodo de duración del préstamo.
—¿No cree que si tuviera el dinero habría pagado ya?
A Lynn le dio un vuelco el corazón.
—Si no dispone de fondos ahora mismo, estoy autorizada a ofrecerle un crédito de bajo interés por el valor de su próxima nómina. Solo necesito que le haga una foto a su última nómina y me la envíe. ¿Prefiere esta opción para ponerse al día hoy mismo, o le resultaría más sencillo hacerlo mediante una tarjeta de crédito?
—¡Que te jodan, mema de las narices! ¡No vuelvas a llamarme, joder!
La llamada se cortó con un clic abrupto. Que le colgara no le dolió tanto como aquella palabra. Odiaba aquella palabra.
Pasa.
Ignóralo.
No dejes que te afecte.
Una nueva cajita llenó su pantalla:
¡Felicidades! ¡Has ganado 1,37 $! ¡Y aún tenemos mejores noticias: durante los próximos 30 minutos podrías ganar un 20% de todos los pagos que consigas! ¡Toma, bonificación de domingo! 34 llamadas en cola. ¡No te lo pierdas!
Las pastillas la adormilaban. Las pastillas hacían que todo fuera posible y evitaban que aquella gente se le metiera en la cabeza. ¿Por qué no le estaban haciendo efecto? Desvió la vista hacia el cajón de nuevo. ¿Otra más? No. No debía tomar tres.
Oyó un ruido fortísimo al otro lado del pasillo, a pesar de que las puertas estaban cerradas. Aquello no era la cesta de los juguetes, sino algo mucho más grande. Lynn empezó a levantarse de la silla..., pero se dejó caer de golpe otra vez.
No.
No pensaba hacerlo.
Se tratara de lo que se tratase, era cosa de Josh. Que se encargara él. Que lo limpiara él.
En una esquina de su escritorio había una goma elástica de las anchas. Lynn la cogió, se la puso en la muñeca y tiró de ella. Dejó que el dolor le subiera por el brazo antes de hacer rodar el ratón hasta el botón de «Conectar» que había en su monitor una vez más y pulsarlo, dando paso a la siguiente llamada.
—¿Hablo con Klara... Pacheco?
—Sí.
Lynn tiró de nuevo de la goma elástica.
—Le llamo de parte del Grupo Médico Springton en relación con el pago pendiente de... —Aunque había leído los detalles hacía apenas unos segundos, no recordaba la cantidad exacta y tuvo que mirar la pantalla una vez más: 23.681, 43 dólares.
—Mi marido murió la semana pasada, ¿no cree que este tema podría esperar un poco?
Lynn se quedó callada y estudió la pantalla. El sistema de Lanford utilizaba un programa sofisticado de reconocimiento de voz para analizar lo que se decía y proporcionar varias respuestas determinadas de antemano; guiones aprobados por el departamento legal. Como resultaban bastante repetitivas, Lynn había memorizado la mayoría de ellas. No obstante, esta vez se quedó en blanco y esperó a que el ordenador se actualizara. Cuando lo hizo, Lynn leyó el texto en voz alta:
—Siento mucho su pérdida, señora Pacheco. No obstante, esta factura en concreto tiene casi un año de antigüedad. Dado que se trata de una deuda médica, puedo ponerla al día con un pago mínimo de un uno por ciento. ¿Preferiría hacer el pago con una tarjeta de crédito o a través de su cuenta corriente?
«Por favor, no llores... Por favor, no llores...».
Lynn soportaba que la insultaran y se olvidaba enseguida de quienes le colgaban el teléfono, pero cuando la gente lloraba... Esos eran los peores.
—Fue entonces cuando el cáncer apareció por primera vez —dijo la mujer—. Hace un año. Springton fue el primer centro en el que se trató Lou. El primero de cuatro.
Al fondo del pasillo, Oscar lanzó un grito, seguido casi de inmediato por un alarido de Gracie. Lynn se llevó las manos a los auriculares y los apretó contra los oídos. Sentía la sangre caliente, y una especie de picor debajo de la piel, como si la sangre la transportaran unas hormigas demasiado grandes como para correr por sus venas.
La pantalla se actualizó con una nueva respuesta, pero Lynn no tenía claro que pudiera leerla. Siempre podía colgar. Que el sistema volviera a llamar a la mujer y que fuera otro el que se encargara del tema. Sí, eso sería lo mejor. Como Lynn dudó un poquito más de lo establecido, apareció en la pantalla un nuevo mensaje:
¡Esta llamada entra en la bonificación del 20 %! ¡Vamos, que tú puedes!
Lynn cerró el mensaje y leyó una vez más las respuestas del sistema. Si no lo hacía ella, otro lo haría. Alguien se llevaría ese veinte por ciento. ¿Por qué no ella? Tiró de nuevo de la goma elástica y se esforzó en bloquear las emociones que sentía en el estómago. Leyó el texto que había generado el ordenador:
—Por desgracia, señora Pacheco, avaló usted el pago del tratamiento con la escritura de su casa. Si no hace un pago conmigo hoy mismo, se iniciará un proceso de ejecución hipotecaria. Yo puedo impedirlo solo con que efectúe usted un pago de 236,81 dólares. ¿Tiene la cartera a mano? Aceptamos prácticamente todas las tarjetas de crédito.
—¿Y cuándo tendría que hacer el siguiente pago?
Lynn consultó el sistema.
—En una semana.
—En una semana.
Lynn tiró de la goma elástica tanto como pudo y la soltó. La goma hizo un fuerte «¡crac!» al golpear la muñeca. Lo repitió.
—Sí. ¿Le parece que hagamos el pago, señora Pacheco?
—¿Tiene usted familia? —La voz de la mujer había empezado a quebrarse—. ¿Está usted casada?
—No. —Mentira.
Lynn movía el pie izquierdo por debajo de la mesa tan deprisa que parecía una liebre. Su pierna saltaba al mismo tiempo que el pie, golpeando la parte inferior del cajón con la rodilla. Intentó dejar de hacerlo, pero aún fue peor, como si tapara un grifo, la energía acumulada no tuviera por dónde salir y la presión se expandiera por dentro, inflándole la pierna como un globo. Antes de que hubieran transcurrido diez segundos ya estaba moviendo el pie de nuevo.
—Claro. No podría ganarse usted la vida con esto si estuviera casada, si quisiera a alguien o si tuviera a alguien en su vida que se preocupara por usted. Si hubiera alguien en su vida, no trataría usted así a las personas.
Lynn no respondió. Sabía que era mejor no hacerlo. La habían entrenado para que ignorara las trampas y se ciñera al guion.
Al otro lado del pasillo, Gracie se puso a chillar de nuevo, y esta vez no parecía tener intención de parar. Estuvo gritando a voz en cuello como un minuto entero; un grito largo, agudo. Lynn pulsó con todas sus fuerzas el botón para silenciar su micrófono. Si la mujer lo había oído, no dijo nada. Lynn tenía la sensación de que acabaría pagando. Tiró de la goma una vez más, pero esta vez casi ni lo sintió.
—Señora Pacheco, necesito el número de su tarjeta de crédito.
—Es usted una persona horrible. ¡Espero que arda en el infierno! —respondió la mujer antes de colgar el teléfono con todas sus fuerzas.
Un nuevo mensaje en la pantalla:
¡Felicidades! ¡Has ganado 1,37 $!
Lynn no recordaba haber sacado los botes de las pastillas del cajón. Desde luego, no recordaba haberlos abierto y haber alineado con el teclado una pastilla de cada..., pero allí estaban. Por un segundo pensó que quizá se había olvidado de tomárselas cuando se puso a trabajar; al fin y al cabo, estaba medio dormida.
El maratónico alarido de Gracie concluyó por fin, y tanto su hermano como ella se quedaron en silencio.
Lynn se metió las tres pastillas en la boca con la palma de la mano y se las tragó. En esta ocasión sintió los efectos de inmediato. Puede que fuera su imaginación, o puede que no. Quizá se había tomado las pastillas antes... o quizá no. No lo recordaba, y tampoco es que le preocupara demasiado. La calidez..., el adormilamiento... Eso vendría más tarde. La cogería y...
Otro grito; esta vez era Oscar.
—¡Bastaaa! —Lynn gritó tan alto como pudo—. ¡Callaos de una puta vez!
El silencio que siguió a sus palabras fue duro y afilado, abrupto.
Lynn pulsó con fuerza el botón del ratón sobre el enlace para conectarse de nuevo y se puso con otra llamada.
—¿Hablo con Louis Martinez?
Las palabras le salieron rápido, como desparramadas de la boca. Al otro lado de la línea solo se oía una respiración fuerte.
—¿Señor Martinez?
Nadie respondía.
—¿Señor Martinez? Tiene usted una deuda apremiante que...
—Te dije que como volvieras a llamarme iría a tu casa y te abriría en canal como a una cerda. ¿Lo recuerdas?
—Nunca hemos hablado, señor Martinez. Me gustaría...
—¿Qué te gustaría? —El hombre hablaba con voz grave y un ligero acento del sur—. ¿Qué te parece si voy a hacerte una visita? ¿Sabes que ocultáis la identidad de vuestro número, verdad? Pues he comprado una maquinita que se salta la ocultación y me da tu número real. Estás en... ¿Dónde coño está Hollows Bend, New Hampshire? Oh, fíjate, pues no está tan lejos. En unas horas estoy ahí. Igual voy y podríamos pasar un ratito juntos. ¿Te gustaría? Seguro que sí, que te gustaría mucho. ¿Alguna vez te la han metido por...?
Lynn se quitó los auriculares de golpe y los arrojó sobre el escritorio. Se pasó la mano por el pelo; lo tenía aceitoso.
Un nuevo mensaje:
¡Felicidades! ¡Has ganado 0,29 $! ¡41 llamadas en cola, 41 personas dispuestas a hablar contigo!
Le temblaban las manos y el corazón le latía a martillazos. Sudaba tanto que tenía el pijama pegado al cuerpo. Lo que fuera que pensaba que le estaban haciendo las pastillas, había dejado de sentirlo. Esto era otra cosa; otra cosa y no era buena. ¿Una sobredosis? No. No por... ¿Cuántas había tomado? A ver, un momento. No le iba a pasar nada. Sentía una especie de pinchacitos por dentro y era como si la habitación se desvaneciera. Lynn cerró los ojos en cuanto sintió que se mareaba. Vio en el interior del párpado unos destellos de color rosa..., rojos..., púrpuras... Todo pasó en unos instantes, pero no se fue muy lejos. La sensación se quedó como un desconocido que está al otro lado de una puerta cerrada, esperando a que se abra el pestillo.
Lynn no tenía claro cuánto tiempo había estado allí sentada, pero sus hijos estaban tan callados que daba que pensar. Aquello o era tremendamente bueno o tremendamente malo... y se inclinaba por lo último.
Echó la cabeza hacia atrás y gritó:
—¿Josh?
Nadie respondió.
—¡Gracie! ¡Oscar! ¿Qué estáis haciendo?
Nadie respondió y, si ella los oía gritar, desde luego, ellos tenían que oírla a ella.
Volvió a gritar. Nada. Cuarenta y tres llamadas en cola. Una cajita con un mensaje:
¿Vas un poco despacio hoy? ¿Estás estresada? Si quieres que alguno de nuestros especialistas en salud mental te llame, pincha este enlace. ¡No dejes que la gente negativa de este mundo te venza! ¡Estamos contigo!
—¡Vete a la mierda!
Lynn se puso de pie y no se le pasó por alto que tuvo que agarrarse al borde del escritorio para hacerlo. Se detuvo un momento, el tiempo necesario para que la habitación dejara de dar vueltas. Sentía sus nervios en forma de pequeños fuegos artificiales y de leves pinchazos por todo el cuerpo. Cuando llegó al pasillo la cosa fue a peor, y el silencio la arremetió como una bofetada.
Lynn abrió la puerta de la habitación de su hija y se encontró a sus dos hijos en el suelo, cubiertos de rojo.
Había rojo por todos lados.
En su ropa. En el pelo. En la piel. En la alfombra. En las paredes de la habitación de Gracie y en su ropa de cama; la colcha que su abuela le había tejido estaba tirada en el suelo junto con la almohada, manchada, inservible.
Inmóviles y terriblemente pálidos, aunque enmarcados por el color carmesí, los niños levantaron la vista y la miraron petrificados.
A Gracie le temblaba el labio superior.
—Oscar quería pintar un perro. Le he dicho que no lo hiciera.
Vestido aún con el pijama de la Patrulla Canina, el gesto de Oscar pasó del miedo a la ira:
—¡Mentira! ¡Yooo quería ver la tele! —El niño estiró tanto el pronombre que parecía que tuviera cuatro sílabas—. ¡Ha sido Gracie la que quería pintar!
—¡Mentira! —respondió Gracie enseguida—. ¡Ha cogido la pintura del estante del sótano a pesar de que le he dicho que no teníamos permiso! ¡Además, ha cogido el rojo a pesar de que los perros no son rojos, y, cuando le he dicho que ese pincel no era, ha seguido con los dedos, así que he intentado quitar la manta, pero no me ha dejado y la manta ha acabado en el suelo y ha intentado limpiarla con la ropa de mi cesta...! ¡Me ha estropeado mi camiseta de Elsa, mamá! ¡Mi favorita!
La camiseta estaba en una esquina de la habitación, tan manchada de rojo que Lynn apenas alcanzaba a ver la imagen de la protagonista de Frozen, que se suponía que estaba en una explanada de hielo. La talla de la camiseta era para una niña de cinco años, demasiado pequeña para Gracie, que ya tenía siete, pero aun así seguía poniéndosela varias veces a la semana.
—Clifford es rojo —musitó Oscar, como si con eso lo arreglara todo.
El del rojo estaba al lado de otros botes de azul, verde y amarillo, tumbado en el suelo, empapando la alfombra. Era pintura acrílica y lo más probable era que pudiera limpiarse, pero Lynn no tenía la menor intención de hacer nada al respecto. Aquello era problema de Josh.
—Yo no llego a la pintura —añadió Oscar.
—¡Claro que sí! —gritó Gracie—. ¡Te subes en la encimera desde el taburete!
Oscar gritó algo a modo de respuesta, pero Lynn no lo escuchó. El zumbido que sonaba en sus oídos lo apagó por completo. Sentía como si la sangre le corriera con más fuerza, acalorada. Le latía el corazón con tanta intensidad que lo sentía en los dientes.
Otra vez estaban discutiendo. Gritando. Un jaleo de palabras apagadas que trastabillaban unas con otras. Lynn volvió a taparse los oídos, pero no sirvió de nada.
—Callaos.
La ignoraron.
Gracie golpeó el bote de pintura con la palma de la mano y este chocó contra el pecho de Oscar salpicándolo todo de pintura.
—¡Que os calléis!
Los niños guardaron silencio por fin.
Al otro lado del pasillo, en el ordenador de Lynn, volvió a sonar la campanita de otro mensaje. Probablemente fuera un mensaje que le decía que la despedirían como no se pusiera al teléfono. Pensó en las pastillas que había en el cajón y se le hizo la boca agua.
—Los dos, desnudaos y a la bañera.
Gracie la miró con los ojos abiertos como platos, horrorizada.
—¡No pienso bañarme con él! ¡Ya soy mayor!
Lynn tenía ganas de agarrarla por los hombros y sacudirla..., incluso de tirarla por la ventana; lo que fuera que sirviera para que dejara de hablar. Inspiró una bocanada de aire —la aspiró más bien— con los dientes apretados.
—Quítate la puta ropa.
A Gracie empezó a temblarle la barbilla y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Yaaa!
Esforzándose por no llorar, Gracie se puso de pie, se quitó la camiseta y la dejó en el suelo, en el charco de pintura. Y, a continuación, se quitó el resto de la ropa.
Lynn tiró de la parte de arriba del pijama de Oscar y, cuando al niño se le quedó enganchado en el codo, tiró aún con más fuerza y a punto estuvo de levantar del suelo al crío, pero algo se rasgó y el brazo quedó libre. Oscar gritó y empezó a llorar. Se cogió el brazo mientras su madre tiraba de los pantalones y del pañal que seguían poniéndole para que pasara la noche. El olor a orina rancia se apoderó de la habitación. Josh ni siquiera se había molestado en cambiarlo antes de salir corriendo. ¡Cómo no! ¿Para qué?
Lynn temblaba casi tanto como sus hijos cuando señaló el pasillo con el dedo y dijo:
—Al baño. Ahora.
Aquello terminó tan rápido como había empezado. Los cuervos desaparecieron, seguidos de sus chillidos y aleteos, y fueron sustituidos por lloriqueos apagados y gritos en cuanto la gente empezó a salir a rastras de debajo de las mesas y las sillas.
Matt había abrazado a Gabby con tanta fuerza que sus cuerpos podrían haberse fundido en uno. La mujer temblaba de pies a cabeza. Su aliento, caliente, acariciaba el cuello de Matt con cada respiración. El agente hundió la cabeza en su pelo y le susurró:
—¿Estás bien?
La única respuesta de la mujer fue un asentimiento apresurado. Se cogieron de las manos y se estrecharon los dedos con fuerza.
Matt se sentó, incorporó a Gabby con él y la atrajo hacia sí. No quería soltarla bajo ningún concepto.
La desconocida estaba como a un metro y medio a su izquierda, también sentada, abrazándose las rodillas contra el pecho. Miraba a Matt desde detrás de su largo pelo moreno y despeinado, que le cubría parcialmente la cara. Había algo raro en su mirada, en sus ojos, como si una extraña visión de túnel los conectara a los de él y los convirtiera en las únicas personas de la cafetería capaces de comunicarse sin palabras. La chica miró a Gabby, y a continuación su mirada saltó al otro extremo de la cafetería, donde se encontraba Addie, acurrucada debajo de una mesa, cerca de la vieja Wurlitzer, en una esquina. Volvió a mirar a Matt, y cuando sus ojos se encontraron esta segunda vez, había algo más en ellos.
A Matt le dio un vuelco el corazón.
«Lo sabe».
Cuando la chica torció la boca, el agente lo tuvo claro.
Matt se obligó a separarse de Gabby y se aclaró la garganta:
—¿Alguien está herido?
—¡Yo tengo unos arañazos y cortes de cristal roto!
Era Henry Lockwood. Estaba debajo de la mesa de su reservado, con aquellos brazos carnosos suyos alrededor de sus dos hijos más pequeños. Ambos lloraban. Unas mesas más allá, Helen Hardwick tapaba con una servilleta una herida que su marido tenía en la sien.
—Voy a por el botiquín —comentó Gabby mientras se apresuraba hasta la barra con cuidado de no pisar los cristales y los cuervos muertos que estaban esparcidos por el suelo.
Había cuervos por todos lados.
Matt se inclinó para observar mejor a uno de ellos.
Nunca había visto cuervos tan grandes. Debían de tener unos cincuenta centímetros del pico a la cola y era probable que pesaran entre un kilo y algo menos de kilo y medio. Las garras se parecían más a las de un halcón, y el pico, oscuro, estaba curvado en la punta, formando una especie de gancho.