La distancia infinita - Mario Morales - E-Book

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Mario Morales

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La distancia infinita recoge una selección de poemas de Mario Morales, quien, desde sus inicios junto a sus maestros Antonio Porchia y Roberto Juarroz y hasta su muerte, vivió la poesía con una exigencia sin miramientos. Como señala María Julia De Ruschi en el prólogo, el poeta que a lo largo de su obra no dejó de meditar acerca de la palabra poética supo cantar al amor y al dolor de la condición humana de manera conmovedora, porque para Morales la poesía era una tarea del espíritu en la que se ponía en juego la propia existencia, porque creía, con Artaud, que "vivir es quemar preguntas". La poesía de Morales, que no deja de interrogarse sobre el oficio poético, evoca la tensión y el desgarramiento entre el desamparo de la soledad y la muerte y el cántico celebratorio que expresa la gioia, la alegría de estar vivo. En sus versos hay una musicalidad que abreva en los quiebres rítmicos del bebop y en la repetición que se despliega en un verso de largo aliento. Transmitió su compromiso con la palabra poética, con esa antigua práctica "cuyo sentido yace en el misterio del corazón", con una pasión y una generosidad tales que encendió el fuego en sus discípulos. La distancia infinita rescata la obra de un poeta que recreó, desde la lucidez de la incertidumbre, la apuesta por la palabra, por ese golpe de dados que no abolirá el azar pero que lo hallará intentándolo una y otra vez. Un poeta que, en el desamparo de los tiempos de penuria, supo, ante todo, pasar la antorcha.

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MARIO MORALES

La distancia infinita

Antología poética 1958-1983

Selección y prólogo de MARÍA JULIA DE RUSCHI

La distancia infinita recoge una selección de poemas de Mario Morales, quien, desde sus inicios junto a sus maestros Antonio Porchia y Roberto Juarroz y hasta su muerte, vivió la poesía con una exigencia sin miramientos. Como señala María Julia De Ruschi en el prólogo, el poeta que a lo largo de su obra no dejó de meditar acerca de la palabra poética supo cantar al amor y al dolor de la condición humana de manera conmovedora, porque para Morales la poesía era una tarea del espíritu en la que se ponía en juego la propia existencia, porque creía, con Artaud, que “vivir es quemar preguntas”.

La poesía de Morales, que no deja de interrogarse sobre el oficio poético, evoca la tensión y el desgarramiento entre el desamparo de la soledad y la muerte y el cántico celebratorio que expresa la gioia, la alegría de estar vivo. En sus versos hay una musicalidad que abreva en los quiebres rítmicos del bebop y en la repetición que se despliega en un verso de largo aliento.

Transmitió su compromiso con la palabra poética, con esa antigua práctica “cuyo sentido yace en el misterio del corazón”, con una pasión y una generosidad tales que encendió el fuego en sus discípulos.

La distancia infinita rescata la obra de un poeta que recreó, desde la lucidez de la incertidumbre, la apuesta por la palabra, por ese golpe de dados que no abolirá el azar pero que lo hallará intentándolo una y otra vez. Un poeta que, en el desamparo de los tiempos de penuria, supo, ante todo, pasar la antorcha.

MARIO MORALES (Pehuajó, 1936 – Ciudad de Buenos Aires, 1987)

Mario Morales fue profesor de filosofía, poeta y maestro de poetas. En su juventud frecuentó las reuniones de poetas organizadas por Roberto Juarroz y dirigió con él la revista poesía=poesía. En esa época ambos recibieron la influencia decisiva de Antonio Porchia. Más tarde, en la década del setenta, nacen los grupos de poesía Nosferatu, El sonido y la furia, y luego Último Reino, creados en torno a Mario Morales. Alrededor de esos grupos se generaron traducciones, libros de poesía, recitales, debates, polémicas y publicaciones de revistas, Nosferatu y Último Reino, entre ellas. En la década de 1980 el legado de Morales alcanzó plenitud pública a través de la revista y la editorial Último Reino, que ocupó un lugar central en la historia de la poesía argentina de esos años.En 1973 recibió el premio Fondo Nacional de las Artes por su libro Plegarias.

Es autor de los libros Cartas a mi sangre (1958), Variaciones concretas (1962), Plegarias o el eco de un silencio (1974), La canción de Occidente (1981), La tierra el hombre el cielo (1983) y En la edad de la palabra (1986).

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroSobre el autor“Mi arte es de amor y no de palabras”La distancia infinitaDe Cartas a mi sangreDe Variaciones concretasDe La canción de la calle GrimauDe En la edad de la palabraDe Plegarias o el eco de un silencioDe La canción de OccidenteDe El polvo y el delirioDe El juglar de ojos ciegosDe La distancia infinitaOtros poemasCréditos

“Mi arte es de amor y no de palabras”

María Julia De Ruschi

MARIO MORALES vivió cada uno de sus días, de la noche a la mañana, más de noche que de mañana, leyendo poesía, escribiendo poesía, reflexionando y conversando acerca de la poesía. No sólo trabajaba sin cesar un poema tras otro en esos cuadernos que él llamaba sus “borradores secretos”, que corregía una y otra vez y dejaba luego arrumbados en algún estante para iniciar nuevamente la aventura de la página en blanco, sino que también se entregó sin reservas a la entusiasta transmisión de su experiencia del oficio: compartió sus lecturas poéticas y filosóficas y escuchó y guió con paciencia y generosidad a autores más jóvenes en los albores de su vocación. En un terreno donde es difícil, si no imposible, justificar cabalmente las propias certidumbres, intuía sin vacilar las verdades poéticas que defendía con sutileza, con una sonrisa y una frase o una cita que conducían de manera indefectible hacia el corazón mismo del misterio poético. No era amigo de las generalizaciones. Con una actitud abierta y desprejuiciada orientaba sus juicios estéticos según una regla sencilla pero fundamental: ir siempre a los poemas. Ir a los poemas consiste en no prejuzgar, en descubrir a través de una lectura atenta el objetivo al que apunta cada texto y evaluarlo según su aproximación a esa meta, no según parámetros externos, si bien, por supuesto, existen metas de mayor y menor envergadura.

El poeta puede avanzar en el aprendizaje de su oficio fundamentalmente a través de dos vías que Morales consideraba imprescindibles: en primer lugar, la lectura asidua de la gran poesía de todos los tiempos, acompañada por la enseñanza de ensayistas y filósofos que reflexionaron acerca de ella; en segundo lugar, a través del ejercicio de humildad que supone poner los propios poemas en manos de un maestro para descubrir y desarrollar habilidades sobre todo en relación con los aspectos técnicos del oficio: Morales siempre recordaba la poda que hizo Pound de La tierra baldía, y la agradecida dedicatoria de Eliot: “A Ezra Pound, il miglior fabbro”.

Mario Morales es reconocido como il miglior fabbro por muchos poetas que siguen produciendo una obra valiosa y reconocida en Argentina: Horacio Zabaljáuregui, Víctor Redondo, Mónica Tracey, Susana Villalba, para nombrar a unos pocos. Pasión y bonhomía, sagacidad y desprendimiento son las principales características de su personalidad que merecen destacarse, además de su espontáneo sentido del humor, a veces acompañado de la homérica “risa morales”. Como todo creador, conocía a fondo el largo y ancho abecedario de la soledad, pero podía también escribir junto con los demás –literalmente– en las veladas en que se improvisaba ante un grabador; gozaba escribiendo para los demás, para compartir en las reuniones con otros poetas la lectura de sus borradores; escribía estimulado por los textos de sus discípulos, para responder al poema de un amigo, para pensar con él: su poesía se inscribía en la red viva de un diálogo poético en el cual no buscaba destacarse sino participar, con sus hermanos, sus diferentes, como los llama en la dedicatoria de su último libro. La poesía no era para Morales un medio de expresión, sino una tarea del espíritu; un “arte de palabras” pero en tanto “arte de amor” cuyo fruto se daba en el poema.

Fue un desconocido a lo grande, nunca hizo concesiones, era una persona independiente que jamás renunció a su derecho a decir lo que pensaba, ni abdicó de la fidelidad a sus convicciones. En una época en que se privilegiaban las inquietudes sociales y políticas, en que la poesía argentina tendía más bien a un lenguaje coloquial y a temas vinculados con la cotidianeidad, que tampoco ignoró y que constituyen una de las vertientes de su obra, su interés central estuvo siempre puesto en la palabra poética misma, en dos frentes: por un lado, el desenmascaramiento de las hipocresías del lenguaje; por otro, la lucha del lenguaje con lo inexpresable, con lo inalcanzable, con “la luz de lo imposible”.

La poesía de Mario Morales indaga el misterio del verbo poético no de manera asertiva o dogmática, sino a través de un canto que se descubre y se devora a sí mismo para avanzar de interrogación en interrogación, en una permanente reflexión acerca de sus límites realizada no de un modo impersonal, desde la perspectiva distante del observador objetivo, sino poniendo en juego la propia existencia allí donde la carne se hace verbo, o donde el verbo encarna en la vida del poeta que se consagra a su vocación, como lo quería Artaud, de quien solía citar la frase “vivir es quemar preguntas”.

El nombre de Mario Morales figura en muchos prólogos de antologías y en estudios críticos como mentor de los poetas de Último Reino, el grupo identificado bajo el rótulo de neorromántico y que a través de las publicaciones individuales de sus miembros, la revista Último Reino y la editorial del mismo nombre, frutos estos dos últimos del trabajo incansable de Víctor Redondo, marcó un hito y ocupó un lugar central en el panorama de la poesía argentina a partir de comienzos de la década de 1980. Sin embargo, los poemas de Mario Morales figuran en pocas antologías, los escasos ejemplares dispersos de sus libros publicados resultan prácticamente inhallables, no existen estudios críticos acerca de su poesía y, además, gran parte de su obra permanece inédita. Publicó dos plaquetas en su juventud, y el Premio Fondo Nacional de las Artes en 1973 le permitió editar su libro Plegarias en la editorial Sudamericana. Afortunadamente, gracias a la insistencia de sus amigos, pocos años antes de su muerte empezó a publicar algunos de sus libros inéditos en la editorial Último Reino, cuando nada permitía sospechar su muerte repentina a los 50 años.

Este volumen presenta a los lectores la obra de Mario Morales a través de una amplia selección de poemas que su autor publicó en vida o fueron preparados por él para su publicación, como en el caso de la trilogía La canción de la calle Grimau.

Mario Morales nació en Pehuajó, provincia de Buenos Aires, el 15 de febrero de 1936. Pehuajó en guaraní significa “terreno pantanoso” o “estero profundo”. El poeta recurre a esta etimología para referirse a su ciudad natal: “¿recuerdas cuando eras profundo como un Estero / cuando te embriagaba la calle de tu pueblo…?”.1 Sus padres se trasladaron a Buenos Aires cuando tenía ocho años. Cursó su escuela primaria en el Colegio San José, en el barrio de Balvanera, y un bachillerato especializado en Letras en el colegio Nicolás Avellaneda de Palermo. En esa época ya escribía en prosa, tal vez los esbozos de una novela, tal vez los preliminares de su primer libro, Cartas a mi sangre.

Terminado el colegio secundario, en el año 1956 empieza a trabajar en una sucursal del Banco Nación. Sus amigos de la adolescencia son Jorge Sergio y Joaquín Cristal, también artistas en ciernes. El suicidio de Cristal en plena juventud le dejó una fuerte marca. El recuerdo de Alejandra Pizarnik también lo acompañó toda la vida. La quería y la admiraba. El suicidio de su amigo y el de Alejandra lo dejan solo frente al muro (la poesía) de esa Nada de la que nos habla en su ensayo sobre la poeta;2 inerme frente al desesperado e “infinito rechazo de quien se entrega a las tinieblas y no a la resurrección”. Jorge Sergio hace hincapié en el nihilismo de aquellos años, muy influido, sin duda, por el existencialismo sartreano. El magisterio de Roberto Juarroz y la lectura de Maurice Blanchot serán una guía para Morales en su exploración constante del vínculo entre la poesía y la muerte, o entre la poesía y el suicidio.3

Poco tiempo conservó el poeta su empleo en el Banco. Por esa época abandona también la carrera de Derecho, a poco de haberla iniciado, para empezar a estudiar Filosofía en el Instituto Superior del Profesorado “Joaquín V. González”. Entretanto, se entera por un diario de unas reuniones de poetas que tienen lugar los viernes por la noche en los salones de Hermes, en un edificio de la calle Córdoba donde se fabrican y venden cajas de seguridad. Estos encuentros los organiza Juarroz, que fue quizá quien estuvo más cerca de él en sus años de formación, aunque no debe exagerarse su influencia en su poesía. Si hubo una influencia decisiva, fue la de Porchia, en primer lugar en Juarroz mismo y luego, de distintas maneras, tanto en Morales como en Pizarnik. No puede determinarse con certeza qué escribió Morales antes de conocerlos. Publica sus primeros poemas en 1958, y aunque es evidente el parentesco con el misticismo (el elemento contemplativo) de Porchia y el pensamiento poético (el elemento conceptual) de Juarroz, ya revela un mundo propio y un sorprendente dominio estilístico. Incluso la palabra influencia hay que tomarla con pinzas. En la espléndida evocación que hace Juarroz de los encuentros con Porchia, hay una frase que resume de modo preciso la condición del autor de Voces como maestro: “Su forma de escuchar parecía crear la profundidad en sus acompañantes”.4 En el mismo texto hay reiteradas explicitaciones de lo que entiende Juarroz por profundidad.

La profundidad es la dimensión donde cesan las categorías y las oposiciones de la mente binaria, cediendo el paso a las correspondencias y a la función totalizadora. Así, más que el “ser o no ser” de Hamlet, la cuestión profunda parece para el hombre la simultaneidad y no la alternativa: ser y no ser al mismo tiempo”.5

Escuchemos al poeta de Cartas a mi sangre: “Negar o aceptar es suicidarse un poco”. Novalis había afirmado que “destruir el principio de contradicción es quizás la tarea más alta de la lógica superior”. Keats formula la misma idea bajo la denominación de “capacidad negativa”, Breton la retoma en su Segundo Manifiesto.

Hay varias características de la obra y de la personalidad de Morales que se encuentran también en Porchia y Juarroz. Él mismo los llama sus maestros en su dedicatoria de Plegarias. En primer lugar, la poesía como aventura del espíritu, el texto poético como texto sagrado, oracular, que se ofrece como revelación, como autorrevelación, que dice “lo que aún no somos”, o dice lo que aún no es o, más bien, que es lo que aún no dice. Luego, en segundo lugar, la entrega total a las exigencias de ese texto que se construye a expensas de la propia vida, de un modo paradójico, pues se escribe para poder vivir (o para poder morir). Ahora bien, si en este punto Juarroz se plantea como una responsabilidad “no caer en los mecanismos habituales de promoción o autoexaltación” (mecanismos que denomina paraliterarios) que perturban “casi inevitablemente el recogimiento, la concentración y el trabajo de fondo”,6 supongo que interrogado Morales al respecto, más que considerar su alejamiento de esos “mecanismos” como el acatamiento de un imperativo ético, se hubiera reído y lo hubiera atribuido a un mero desinterés, al desgano o la pereza, con esa falta de afectación, esa forma simple y directa de defender su libertad que le era propia.

De todos modos, la presa de Morales es distinta de la de Porchia o la de Juarroz, y también es distinta su estética, y sobre todo el tono de su poesía. Porchia plasma fragmentos gnómicos, iluminaciones súbitas encerradas en muy pocas palabras. En Juarroz existe un mayor desarrollo expresivo, una progresión metafórica que no apunta a atrapar de modo directo la revelación, sino que va creando la atmósfera, el ámbito en que ésta va a producirse, a través de una “inversión de signos”, de un juego de paradojas, por medio de un trabajo “anulador de mundos” destinado a la insondable invención del “no-ser”. Pero el autor de Poesía vertical discurre, no canta. La musicalidad de la poesía de Morales exige una constante modulación de la voz, su lirismo abarca del susurro al grito, de la súplica a la imprecación, del balbuceo o el jadeo al canto, casi siempre en un tono elevado, reforzado por el uso del vocativo, los signos de exclamación, incluso por la escritura con mayúsculas. La mayor parte de su poesía puede escucharse como un salmo, un cántico que a veces se quiebra, que “baja” de tono, pero sus poemas, sobre todo los de Plegarias y La tierra el hombre el cielo, hechos de visiones y revelaciones fugaces como relámpagos, piden ser pronunciados con la exaltación que corresponde a un texto de encendido fervor religioso.

Si la poesía de Juarroz ofrece un espectro de obsesiones limitado y coherente y la persecución del conocimiento se emprende con la mayor asepsia, la estética de Morales se abre en abanico, abarca no sólo la pesca en profundidad y la cacería de la totalidad, sino también la vía de la sensualidad, el encuentro con los hechos mismos, no sólo su “inversión” o su transfiguración. La aventura del conocimiento aparece teñida por las pasiones, las emociones y los sentimientos humanos, por el deslumbramiento ante la hermosura del mundo, a la que se accede en primer lugar a través del amor, y muy especialmente del amor sexual, donde se verifica la identificación entre el placer y el poema,7 que implica el abandono dionisíaco a la música y a la autorrevelación de la belleza, elementos que no le interesan a Juarroz, o que incluso puede llegar a desdeñar como decorativos. La sexualidad también es un elemento fundamental en el camino hacia la unidad, lo unánime, el abismo hacia lo uno.

La poesía de Juarroz, por otra parte, tiene un tono impersonal. El sujeto de la poesía de Morales varía, en general es un yo o un nosotros, a veces un tú que puede ser una forma de interpelarse a sí mismo o de referirse a la mujer en los poemas de amor, pero la intensidad dramática de su poesía emana de su capacidad para hablar siempre, sea en primera persona del singular o del plural, del destino del hombre; sobre todo del dolor que nos concierne a todos, y de la búsqueda de un sentido, como aventura que le corresponde al poeta en el canto. Desde esta perspectiva, el título de su último libro, La tierra el hombre el cielo, no resulta excesivo.

Morales tampoco ignora la relación del hombre con la historia, que es algo que no cabe en la poesía de Juarroz. Nos dice que su trilogía de 1964, La canción de la calle Grimau, “habla de las relaciones (paralelas que, tal vez, se tocan en un infinito más o menos próximo) entre la poesía y la revolución”. No le eran ajenos, sin duda, los aires que soplaban en los sesenta, aunque su poética era distinta a la que predominaba en esa época. No fue el único, por ese entonces surgieron muchos poetas con estéticas a contracorriente, personales y disímiles. La impronta juarroziana puede percibirse en algunos giros de Cartas a mi sangre (1958) y sobre todo en Variaciones concretas (1962), pero en el poema de 1963 que se publica en poesía=poesía y en la trilogía de 1964 aparece de cuerpo entero el heterodoxo absolutamente personal, el poeta trasgresor, el artífice de las más insólitas maniobras sincretistas. Ya en su primer libro puede advertirse, por ejemplo, la influencia del Pablo Neruda de Residencia en la tierra. Nitroglicerina junto a la Poesía vertical. La “Nota” que acompaña su trilogía nos da la pauta de todos los ingredientes culturales que mezcla o yuxtapone en su escritura: Heidegger, Virgilio, Van Gogh, el tango y Dylan Thomas, para dar algunos nombres de una larga lista.

El joven poeta se reúne con sus amigos del grupo “equis”, publica sus primeros poemas en poesía=poesía y su primer libro en la editorial de la revista, en 1958. Es un estudiante destacado del profesorado; sin duda aprovechó las enseñanzas de los excelentes profesores con que contaba el instituto e incursionó en una bibliografía en la que predomina la figura de Martin Heidegger (sobre quien cursa un seminario) junto con Husserl, Sartre, Bachelard y Lévinas, entre otros, y que debió resultarle sumamente atractiva. Se recibe en diciembre de 1961. En 1962 se casa con Cristina Giambelluca, una joven licenciada en Filosofía, que había nacido en Argentina pero se había educado en Italia. Morales estuvo toda su vida profundamente enamorado de su mujer. Le dedica numerosos poemas, uno de los más elocuentes quizás es “Bendita seas”.

En las páginas de poesía=poesía, esa revista de pequeño formato de la cual se publicaron veinte números y varias separatas entre 1958 y 1965, exquisitamente diseñada por Roberto Juarroz, quien trazaba la mágica línea de la página inicial, aparecieron, entre muchos otros, textos de Alejandra Pizarnik, Antonio Porchia, Luis Gregorich, Aldo Pellegrini, Antonin Artaud, John Donne, Kafka, Ponge; fragmentos de El espacio literario, de Maurice Blanchot, que será uno de los libros de cabecera de Morales, junto con El alma romántica y el sueño, de Albert Béguin, El arco y la lira y Los hijos del limo, de Octavio Paz, De Baudelaire al surrealismo, de Marcel Raymond, el Rimbaud por sí mismo, de Yves Bonnefoy y Estructura de la lírica moderna, de Hugo Friedrich.

La heterogeneidad de los autores publicados en la revista condice con la idea que sin duda Juarroz le transmitió a un Morales que recién se iniciaba de que todo poeta trabaja, si esto es posible, en relación con toda la poesía escrita hasta el momento, o expresado por él mismo, la “idea de Eliot referente a que toda obra nueva mueve todas las demás, pasadas, presentes y futuras”, concepción recogida más adelante en un editorial de la revista Nosferatu:

Ser herederos, aquí y ahora, de toda la gran tradición de la poesía contemporánea, desde el romanticismo alemán hasta hoy, es una ardua felicidad y asimismo, una grave responsabilidad […]. De la paradoja al absurdo, desde la alucinación del opio baudeleriano al peyotl de la Generación Beat, del enloquecido vuelo mallarmeano al Altazor de Huidobro o le grand jeu del surrealismo, desde la abortada genialidad futurista a los intentos audiovisuales del “arte total”.8

El poeta recién recibido y recién casado empieza a ganarse la vida como docente y viaja semana tras semana para dar clases en el Instituto Nacional del Profesorado Secundario en Pehuajó, desde principios de 1962 hasta septiembre de 1971, cuando presenta su renuncia a las cátedras que aún dictaba, Sociología y Estética. Son años fecundos en los cuales escribe sus poemas más cercanos a la experiencia cotidiana y la referencia autobiográfica, “La canción de la calle Grimau”, “Mil novecientos sesenta y cuatro” y “El hijo”, que más tarde reunió bajo el título del primero de los tres textos, y que a veces también denominaba su Trilogía. Es la época de su amistad con el poeta René Palacios More y de su participación en sus programas de LS1 Radio Municipal. Colabora también por ese entonces con Luis Gregorich en la redacción de un Diccionario de la literatura universal editado por Muchnik en 1966, bajo la dirección de Roger Pla. En 1965 nace su hijo Pablo; en 1970, su hija Mara, y la familia se muda finalmente al departamento de Luis María Campos y Concepción Arenal donde, en el “cuartito del fondo”, nació la revista Nosferatu y el grupo El sonido y la furia, que pasó luego a llamarse Último Reino.9 En la década de 1970, el poeta que los miembros de esos grupos consideraron su maestro les brinda su hospitalidad y los inicia en los arcanos del oficio.

A los 35 años escribe En la edad de la palabra, un libro que podemos considerar su poética. Un caleidoscopio de estados de ánimo y adhesiones y rechazos vitales y literarios en una serie de poemas violentos, de carácter fragmentario, en los que campea el mismo humor negro que en la Trilogía. Son poemas abruptamente interrumpidos por interpelaciones al lector o por autointerpelaciones, por exabruptos; su tono es sarcástico, desacralizador, como en estos versos:

(a Neruda le han dado

el premio Nobel por plagiar,

¿y a mí?     tumbado

como un recuerdo a la orilla del asco10

O en estos otros:

creo en las cenizas

estoy tumba o tumbado, según

estoy basta y el bastardo es usted

estoy solo11

Tal vez, como el Platónov de Chéjov, tomar conciencia de su edad en los tiempos que empezaban a vivirse, ya más que hacer un balance del pasado, representaba sentir ocluido el futuro.

A los 35 años

una tumba es necesaria (o sea, yo es una generación

ingenua, idealista, llena de fe en los ismos y en

la letra escrita y

tal vez, pero el amigo, siempre el amigo y aún más

y Cristina12